Lo que empezó como una aventura, se convirtió en algo que me marcó por completo. Lo mío con Fabian duró dos años, pero esos dos años fueron suficientes para cambiar mi forma de amar, de confiar… y hasta de verme a mí misma. Cuando comenzó, yo tenía el control. O al menos eso creía. Yo decidí entregarle mi primera vez. Yo lo escogí. Yo fui la que dio el paso. Pero con el tiempo, ese aparente poder se fue disolviendo como azúcar en agua caliente, y lo que quedó fue una mezcla espesa de deseo, amor, celos y mucho, mucho dolor.
Dicen que el sexo engancha. Y es cierto. Nadie te lo dice así de claro, pero cuando te acuestas con una persona más de tres veces, comienzan a pasar cosas. Una especie de familiaridad, de necesidad, de vínculo invisible que se fortalece con cada encuentro. Y cuando hay palabras dulces entre medio, caricias que parecen eternas, y esa risa que te desarma… no hay forma de no caer. Eso me pasó con él. Me enamoré. Así, sin más.
Me enamoré de su risa absurda, de su forma desparpajada de decirme “amor”, aunque a veces no supiera si lo decía por costumbre o por verdadera ternura. Me enamoré de sus ideas locas, de sus ocurrencias espontáneas, como cuando se le ocurrió que podíamos tener sexo en plena calle. Y sí, lo hicimos. Y muchas veces.
Se volvió nuestro fetiche. En un andén frente a una casa vacía, en una calle sin cámaras donde me bajaba el pantalón mientras me apoyaba en su moto, detrás de un árbol en un parque con vegetación espesa… y hasta en mi propia universidad, en un edificio en ruinas con solo la luna y la linterna del celular como testigos. Era un juego, una locura, una adicción. Lo hacíamos en oficinas, en parqueaderos, donde fuera. Él me repetía frases que no se me han borrado jamás: “El sexo se disfruta cuando se pierde el asco”, y “Yo solo quiero hacerlo si tú también quieres. Porque si no, no se disfruta”. Y yo siempre quería.
Con cada encuentro, mi apego crecía. Empecé a ilusionarme. Anhelaba más. Quería que me llevara a comer, como lo hacía con otras compañeras. Quería que me tomara de la mano sin miedo. Quería que el “amor” que me decía por mensaje tuviera peso, consistencia, realidad. Pero nunca fue así. A mí nunca me regaló un peluche por iniciativa propia. Solo uno por mi cumpleaños, comprado a un vendedor ambulante. Un baby doll porque yo se lo pedí. Un retrato que nos dieron en un motel, cortesía del lugar. Mientras tanto, a su novia le compraba regalos, le organizaba salidas, y hasta tenía detalles con su mejor amiga. A mí… a mí me tenía en la sombra.
Y así empecé a odiarme. A sentir celos, rabia. A pensar que era tonta, ilusa, por seguir creyendo que algún día cambiaría. Encima, la gente hablaba. Los rumores volaban. Algunos decían que yo me acostaba con cualquiera, que lo hacía por plata. Y Fabian… Fabian escuchaba y dudaba. Me miraba con desconfianza. Y eso era lo que más me dolía. ¿Cómo podía amar a alguien que dudaba tanto de mí? ¿Cómo podía no defenderme si él sabía que su nombre fue el primero que mi cuerpo conoció?
Aun así, lo perdonaba todo. Porque lo amaba. Porque no me importaba estar en la esquina, en la sombra, si eso significaba estar a su lado. Yo era la otra, y lo sabía. Y lo aceptaba. Pero al aceptarlo, me iba perdiendo a mí misma. Cada vez más. Me costó entenderlo, pero cuando lo hice, ya era tarde.