Improbable

Orion no apartó la vista del recién llegado, el que se erguía como un titán, y que compartía sus dimensiones, con un rostro despojado de definición, y unos ojos que parecían evocar la vastedad del cosmos, invisibles y profundos como abismos inexplorados. En su mudo mirar, captó el desdén que emanaba de aquella criatura, sutil como el roce de una brisa helada en una tranquila noche estrellada. Él, el desafiante de lo inimaginable, quien había atravesado un infierno forjado en los caprichos de lo inconcebible, enfrentado a calamidades que harían temblar a la misma locura, que había luchado contra criaturas grotescas que su mera existencia parecía un

insulto a la razón, seres que podían desatar el caos en la mente más sana y resiliente. Así que permitir que un ser de este nuevo mundo lo mirase con desprecio, era un insulto intolerable.

Apretó el cuero del mango del mazo, posando su mirada en las extremidades del enemigo. Su aliento calmo, mientras sus pensamientos divagaban con soltura y rapidez en innumerables escenarios de la pronta batalla.

El gigante esperaba, con la identidad de un guardián, más que la un guerrero la acción del hombre.

[Lanza de luz]

Seis fulgurantes fueron creadas con la inmediatez de un gemido, y las sextillizas surcaron el aire con la bondad de un escultor que cincela su obra sobre el mármol. La amorfa roca que en un cuerpo humano se identificaría como la cabeza fue destrozada en cientos de pedazos, sin embargo, los proyectiles dirigidos a su pecho solo crearon cráteres ligeramente profundos.

Empero, el gigante se mantuvo en pie. Los islos, como fieles creyentes de su señor, y sus milagrosas habilidades pintaron una sonrisa en sus rostros, sintiendo pena por la cosa que se había atrevido a enfrentársele, salvo por Mujina, quién podía sentir que aquella invisible amenaza continuaba permaneciendo. Su señor era alguien noble, demasiado bueno para el mundo en el que vivían, sin embargo, para aquello que su fuerza no fuera requerida, él alto hombre no movería un músculo, entendiendo que la enorme criatura no era tan sencilla de vencer, o hubieran sido ellos los protagonistas de la batalla.

En poco menos de tres segundos después de la destrucción de su extremidad, una nueva creció hasta crear una réplica exacta de la anterior. No hubo movimiento en principio, o al menos lo pareció, pues, Orion retrajo su torso, desviando su rostro a un lado. Inmediatamente sintió que algo pasó a centímetros de su nariz, a una velocidad imperceptible para el ojo humano.

En el segundo siguiente un fuerte ruido se presentó en escena, dejando a los extrañados espectadores con la incertidumbre de la razón detrás.

[Espadas danzantes]

La cúpula ilusoria se formó conteniendo a la enorme figura en su interior. Las espadas se movieron al unísono y de manera caótica por toda el área de la cúpula. El gigante al sentir el primer impacto en la superficie de su piel rocosa liberó un mar de esquirlas, conteniendo o desviando los innumerables cortes de las espadas de visibilidad tenue.

La enorme criatura perdió tamaño en función de su defensa, pero fue recuperada poco antes de dos respiros. La bruma, creada por las detonaciones de las esquirlas de piedra fue expulsada hacia la nada, como si nunca hubiera existido.

Orion debió reevaluar su accionar, sin embargo, en aquellos microsegundos la criatura se lanzó a él, una embestida con su enorme puño que apenas pudo evadir, ¿podría sobrevivir a tal ataque? Su orgullo respondió afirmativamente, pero su cautela le aconsejó no descubrirlo.

Cada evasión iba acompañada con la detonación que provocaba el impacto del puño del gigante sobre la dura roca.

A medida que la batalla avanzaba, Mujina se vio obligada a dominar sus instintos primales, esos instintos que resurgían en forma de un fuego salvaje que danzaba tras sus ojos. No era la única presa de esta tormenta interna; Jonsa y Alir apretaron los puños con la fuerza de un volcán que amenaza con erupcionar, luchando contra la metamorfosis que querían evitar. Aquella impotencia estaba creando una grieta en sus orgullos, una situación que podría impactar de manera muy negativa en ellos, o la propia percepción de su soberano sobre su raza.

—He muerto en más de diez ocasiones analizando los movimientos del gigante de piedra —dijo Anda con un tono conciliador, había percibido el conflicto en las miradas de los islos, sintiendo la necesidad de corregirlo—. No es una lucha donde podamos intervenir.

La feroz hembra asintió, con una ligera mejora en su control.

Orion había logrado conectar con su mazo una secuencia de poderosos golpes. La roca que componía su brazo se cuarteó cuál cáscara de huevo, logrando que disminuyera de tamaño en proporción con su idéntico en el otro flanco. La reducción de su rango de ataque se convirtió en su refugio, brindándole uno o dos segundos preciosos para agudizar su mente y forjar una estrategia que pudiera restaurar su fortuna.

De un momento a otro lanzas de luz aparecían para interceptar el ataque, y disminuir el efecto que pudiera ocasionar. Con el paso de los segundos el hombre comenzó a tener cierta percepción del flujo de la batalla, y los movimientos de su oponente, que, aunque de apariencia aleatoria, y de manera muy tenue tenían un patrón preestablecido.

Las gotas de sudor comenzaron a aperlar su piel, su respiración se tornaba irregular, menos profunda y más continua. La pelea se estaba extendiendo demasiado, y estaba claro que en una batalla de desgaste su oponente poseía la ventaja. El daño causado era mínimo, y no por su esfuerzo, sino por la alta tasa de regeneración del gigante. Algo debía cambiar, o estaría condenado.

La criatura disminuyó su tamaño casi una tercera parte, pero, antes de siquiera pensar en que estrategia tenía planeada, un millar de esquirlas del tamaño del dedo índice de un adulto se levantaron del suelo tal fuesen convocadas por un geomante. Orion intuyó lo peor, y con la máxima rapidez deslizó a la realidad de su inventario un escudo de acero, un poco más largo que su torso, e igual de ancho.

Se hincó, cubriendo la totalidad de su integridad.

Los proyectiles se dirigieron a la barrera de acero sin clemencia, y sin un punto en específico. Era una lluvia torrencial la que impactó en el escudo, y, aunque en principio mostró resistencia, poco a poco comenzó a fracturarse.

Tal vez el gigante notó su falla, pues detuvo de manera inmediata cada trozo de roca puntiguada, que mantuvo en el aire suspendidas, para de un momento a otro rodear al alto hombre con intenciones perversas.

Orion arrojó su escudo, y sacó un par más, ocupándolo para protegerse por el frente y su retaguardia mantenidos en pie por sus fuertes brazos. Se hizo lo más pequeño que pudo, enfocando en proteger su cabeza, no había probado su dureza, y no quería hacerlo en un momento tan crítico como el que estaba experimentando.

Muchos de los proyectiles quedaron esparcidos en la dura superficie del acero, pero, algunos lograron atravesar la imperfecta defensa, arañando la piel del hombre, o hasta incrustrándose en su piel. Aquel que para ojos mortales no debía sangrar comenzó a llorar de su epidermis, roja como un buen vino.

—Maldito —rugió Mujina, ya estaba en su límite, y sus subordinados parecían secundarla.

El no rostro del gigante pareció mostrar incredulidad por la supervivencia del espécimen de carne. Quién que, con una parsimornía teatral se puso en pie, mientras dejaba caer las dos herramientas defensivas, ya sin posibilidad de usarlas por sus fracturadas superficies.

—Parece que tienes mejores trucos que yo —dijo con rostro imperturbable, y con un tono que denotaba más que un simple enojo.