Viejos conocidos

Orion se encontraba sumido en una densa niebla de impotencia y rabia, un torrente de frustración ardía en su interior. Cada ataque que lanzaba, cada movimiento estratégico que intentaba desarrollar, se sentía como un eco vacío, resonando sin propósito en el aire estancado de la batalla. La única distinción visible era la altura del adversario, que, sorprendentemente, parecía reducida.

Sus ojos se enfocaron en sus manos por unos breves instantes, la sangre, como un trazo oscuro en un lienzo adornaba su piel, una imagen que no tenía cabida en su mente, aquello le recordaba lo vulnerable que era, lo frágil de su vida en este nuevo mundo.

El gigante había dejado de lado la ligereza de su actitud, sumergiéndose en la seriedad de la contienda. Su atención se centró en el hombre de carne y hueso, quien ahora se revelaba como un rival apenas digno, mucho más astuto y tenaz de lo que había aparentado en un principio. Sabía que debía eliminarlo con contundencia, y así enviar un mensaje claro a todos los observadores atentos. Nadie que se atreviera a desafiar su poder podría escapar con vida.

«Maldita sea». Inspiró profundo.

Había recorrido cada rincón de su mente bélica, desplegando la totalidad de sus habilidades ofensivas, sin embargo, el gigante ante él permanecía inmutable, como una fortaleza inexpugnable, sin un solo punto débil a la vista. Ante tal escenario, una punzada de alarma lo atravesó, como si la sombra del gigante se alargara para consumirlo. Él, que había enfrentado a criaturas de poder inconmensurable en el pasado, monstruos que devoraban el coraje y reducían a cenizas las esperanzas más brillantes. En cada enfrentamiento se había visto obligado a ofrecer su vida como un tributo a la victoria, pero en esta ocasión el sacrificio era un lujo que no podía permitirse. La posibilidad de sucumbir ante el abismo de la muerte le era inaceptable; era un destino que rechazaba con fervor.

Su alma, cargada de la sabiduría de múltiples cicatrices, sabía que rendirse significaba abrazar la ruina, y jamás permitiría que su historia se convirtiera en una simple nota al pie de la leyenda de aquel coloso

En un efímero suspiro del tiempo, un instante de calma se desplegó como un delicado pétalo en medio de la tormenta, cuando, las cincuenta y dos lanzas de luz, cuál estrellas fugaces desgarrando el velo de la noche, se transformaron en proyectiles explosivos, consiguiendo impactar en su objetivo. Aquel momento se tornó un refugio, un paréntesis en la feroz contienda que libraba. Sus músculos, tensos y fatigados como cuerdas a punto de romperse, clamaban por un respiro, por un alivio que parecía esquivo. A pesar de la energía que el enigmático anillo en su dedo infundía en su ser, su cuerpo, desgastado por la lucha, exigía descanso. La añoranza creció en su pecho; deseaba con fervor uno de esos magníficos frutos de sus amigos los árboles, esos néctares de vida capaces de restaurar su fuerza a su estado pleno.

La bruma de polvo descendió con la misma parsimonia con la que una hoja dorada se separa de su árbol en un tranquilo otoño. Con determinación, el joven levantó el mazo, sus manos firmes aferrando el largo mango como si fuera una extensión de su propio ser. La inminente llegada de su adversario le erizó la piel; podía sentirlo en el aire, una presión palpable, como el silencio que anticipa una tormenta. Cada golpe resonaba en el ambiente como un antiguo tambor, mientras la fuerza del mazo dejaba su impronta en las duras extremidades del gigante. Evadía y contratacaba, con la furia marcada en cada centímetro de su rostro.

De pronto un golpe lo hizo retroceder, uno más lanzarlo a golpear su espalda contra la superficie rocosa que funcionaba de perímetro de tan antiguo lugar. Se irguió al segundo siguiente, asaltado por el dolor y la impotencia de la derrota, podía verse muerto, enterrado en una sepultura de tierra. Gritó, y desesperado explotó de poder, pero su mente, preocupada por el desenlace le recordó de una ventaja, algo que podría inclinar la balanza a su favor, que sin ninguna duda le conseguiría la victoria.

Hubo reticencia por un segundo completo, para de inmediato de verse terminado el plazo de reflexión estar preparado para ejecutar la idea. Abrió el panel de habilidades en su interfaz, observando la aún bloqueada, está en especial tenía un coste de puntos de prestigio muy elevado, en realidad, era la más costosa. La desbloqueó, y con una sonrisa ufana la activó.

[La espada del justo]

Su cuerpo se vio sacudido por temblores incontrolables, que fueron aumentando su intensidad con el paso de los microsegundos. El aire, escaso como el brillo de una estrella en un cielo sombrío, parecía esfumarse de sus pulmones, dejándolo con una sensación de desasosiego que lo atrapaba en un abrazo helado. El dolor, feroz y despiadado, se presentó ante él como un monstruo implacable, devorando cada quejido hasta convertirlo en un eco lejano. Él apretó los puños con fuerza, como si aferrarse a su propia existencia pudiera cambiar el rumbo de su sufrimiento. Sus dientes se transformaron en un cerrojo de determinación, mientras sus brazos y sus dedos tensos se cerraban en un abrazo, buscando refugio en su propio cuerpo.

En un destello de luz blanca, que rasgó las sombras en un despliegue maravilloso, la estancia tembló, impregnándose de una energía poderosa que se adhirió al aire como un abrazo invisible, oponiendo resistencia a los corazones de aquellos que atestiguaban la escena. Una figura se erguía, majestuosa y altiva, tan imponente que hubiera requerido la unión de dos hombres de la estatura de Orion para igualarla. Cuando aquel resplandor se desvaneció con la velocidad de un susurro llevado por el viento, se pudieron apreciar los detalles de quién se encontraba a dos pasos del hombre colocado sobre una rodilla, con su puño apoyado sobre la tierra, y su mano sujetando su estómago.

Era una dama, de fina figura y piel traslúcida. Una larga melena de oro crecía en su cráneo, con un vaivén hipnótico, que sin necesidad de movimiento bailaba. Un vestido blanco abrazaba su cuerpo con tal perfección que robaba el aliento, más la tela, de manufactura misteriosa parecía ajeno de las leyes físicas del mundo, moviéndose con mente propia, y seduciendo los ojos de los varones presentes.

Una delgada capa de tela de un plateado casi blanco cubría sus ojos, mientras sus hermosos pies de porcelana se encontraban desnudos, más, nunca mancillados por la suciedad del terreno. En su mano izquierda, atrapada por largos y delgados dedos se posaba una larga empuñadura, que para llenar su extensión se necesitarían cinco pares de manos humanas, seguidamente de un guardamanos de plata, con un intrincado patrón de símbolos misteriosos y místicos. La hoja que nacía era tan larga como Orion de pie, con una hilera de caracteres de indescriptible poder, tallados en su superficie. Era delgada, tan filosa que con solo verla sentías el corte, con punta de flecha, precisa para estocadas fatales.

«Hazlo desaparecer de mi vista».

La dama levantó su mano derecha, ejerciendo con sus dedos una rápida secuencia de símbolos que rápidamente sumieron al lugar en una sensación de inquietud.

El gigante supo que algo iba mal, lo había sabido desde la aparición de la hembra de la espada, sin embargo, se encontraba pegado al suelo, no podía sumergirse en la roca y desaparecer, no podía retirarse, algo habían hecho, y aquello lo hizo sentir por primera vez en demasiado tiempo, peligro. Algo cortó su cuerpo en dos, en tres, en cuatro, en cinco... En miles de partes, en millones en poco menos de unos cuantos segundos.

Orion notó, aun en su dolor, que el gigante en cada corte intentaba esconder algo, apenas fue visible en el principio, pero, cuando aquello que la mujer ocupaba para cortar el cuerpo rocoso del gigante, lo detectó, era una pequeña esfera color verde, de tenue luminosidad. Concentró su mirada en el objeto y sintió el poder guardado, pero en ese mismo momento la esfera se partió en dos, en tres, en millones de partes. Y fue cuando la roca fue convertida en tierra, cayendo al suelo sin amo que la levantase nuevamente.

Sintió la mirada de la dama, por lo que levantó la vista, observándola, y descifró con esos ojos no visibles que le reconocía, que su pasado en el laberinto no estaba olvidado para ella, que los años en donde con su espada y poder chocaron en innumerables ocasiones hasta conceder la muerte permanente seguía fresco en su mente, o al menos eso sentía. Era urgente devolverla al lugar de donde había salido, sin embargo, en ese preciso momento, un recuerdo acarició su mente, algo muy importante y lleno de información. Eran dos gigantes.