El sudor perlaba su frente, formando joyas que masajeaban sus mejillas en su descenso. Su torso expuesto, decorado por un manto de vello negro que destacaba más que su mirada implacable. Sus movimientos eran veloces, precisos, envueltos en una brutalidad salvaje. El viento que se levantaba de forma repentina refrescaba su cuerpo, mas su atención permanecía firme en el objetivo, un objetivo invisible en forma de soldado que su mente manifestaba como real.
Su figura se magníficaba con las sombras de las llamas de la hoguera cercana.
—El entrenamiento forja la mente —proclamó con voz profunda, mientras la espada hallaba su hogar en la vaina—, pues una mente endurecida se yergue invulnerable al engaño.
Entre la brisa fresca de la noche, cuarenta hombres, sentados en el verde tapiz del pasto o reclinados sobre rocas desgastadas por el tiempo, asintieron en un coro silencioso de comprensión.
El predicador, un hombre de ojos negros como la vasta noche, tomó un paño que descansaba sobre la piedra, limpiándose el sudor que frecuentaba la piel de su rostro y se deslizaba por su cuello como ríos de esfuerzo. Su mirada profunda parecía encerrar siglos de sabiduría, como si los secretos del mundo hubiesen encontrado refugio en su ser. Las sombras proyectadas por la hoguera acariciaban su rostro, magnificando sus expresiones.
—El arma de los ciegos son las verdades a medias, las mentiras que parecen verídicas, y la incomprensión que tenemos de las cosas. Ellos afirmarán que estamos equivocados, que la locura se ha manifestado en nuestras mentes, y que no vemos con claridad. —Su voz surcó el aire con la voluntad del halcón al enfrentar la tempestad, mientras su cuerpo se mantenía quieto, firme, con la resolución del árbol en espera de tiempos mejores—. Pero, ¿quién de aquí está equivocado?
Su tono se conducía con una calma solemne, pero con un peso pesado y certero, tal herrero determinado a templar su obra magna. Aquellas palabras enmudecieron a los escuchas, mientras un fuego indomable comenzaba a infundir emociones que desde hace poco tiempo habían germinado.
—Yo estuve equivocado —Observó a uno de los escuchas, un hombre de aspecto ceñudo, ojos color turquesa y un rostro desfigurado por las cicatrices—, mucho tiempo creí que los llamados Sagrados nos protegían, que velaban por nuestro bienestar, y actué en consecuencia a las tradiciones. Respeté rituales, participé en ceremonias, fui creyente y devoto; toda mi familia lo era, pero, ¿de qué sirvió? —Una pregunta que voló con el viento, y que nadie se levantó a objetar o responder—. Cuando mi hermana fue brutalmente asesinada, los Sagrados no se manifestaron. Cuando mis padres fueron encarcelados injustamente y luego ejecutados, no hubo ayuda divina. —Todos apretaban los puños, no había mayor empatía que aquellos que habían pasado por algo semejante—. Cuando debí irme de mi hogar para evitar la muerte, y casi fui asesinado... tampoco recibí ayuda.
»Y debo admitir que incluso así, recé cuando fue el momento de enfrentar al ejército del dios Orion. Recé a Pendora por la muerte de mis enemigos, sacrifiqué un ave y con su sangre me protegí, pero cuando fuimos superados, recé por una muerte rápida e indolora. —Tales palabras eran difíciles de expresar, aún más cuando sabía que había soldados del señor de Tanyer en el grupo de escuchas—. Sin embargo, aquella espada que se acercó a mi cuello no fue para arrebatarme la vida, fue para mostrarme la misericordia de un ser bondadoso, un ser divino que me demostró que los Sagrados ya están muertos. ¿Y yo por qué debería servir a un dios que nos ha abandonado? Que nunca en vida se preocupó por mí y los míos. —Su mirada se posicionó en los muchos rostros visibles; en la mayoría se percibían asentimientos, suspiros largos, expresiones empáticas por una vida que no distaba demasiado a lo expresado por el predicador—. En el instante en que me convertí en esclavo, pensé que todo había culminado, que mi vida ya no tendría ningún sentido, y ahora solo debía esperar la muerte. Y me entristecí, me llené de furia, pero no fue hasta que Nuestro Señor nos otorgó a los capturados una nueva forma de redención que empecé a pensar que el señor de estas tierras era extraño. —Guardó silencio, esperando que sus palabras tocaran lo profundo de las mentes de sus escuchas—. Y comencé a reflexionar, y aquella reflexión provocó que apareciera un recuerdo, como luz de la mañana. Había escuchado una conversación de los sangre sucia, hablando sobre un dios, un ser magnífico que se preocupaba por las tierras, que las protegía, mostrando bondad a sus siervos. Ter'aemon lo llamaron. Luego de ello los días se volvieron distintos. Comencé a sentirme perdido, vacío y abandonado. El dios Orion había mostrado su bondad, pero mi necio corazón todavía no aceptaba por completo; quería una muestra más, una sola señal de que no estaba siendo engañado. Entonces entendí que Nuestro Señor ya me había dado muestra suficiente de su gracia; ahora me correspondía a mí creer. Y así lo hice, y el amor del dios Orion me abrazó.
La gran mayoría de los presentes empezaron una sinfonía de aplausos; algunos se levantaron, entusiasmados por la emocionante historia. Sin embargo, el predicador levantó la mano, calmando el júbilo de la multitud.
—La bendición del dios Orion nos muestra la bondad de su ser divino, un ser que nos ama, nos protege y vela por nuestro bienestar. Y lo único que nos solicita es lealtad y servicio.
Sus palabras fueron silenciadas por una fuerte ráfaga de viento y la amenaza del cese del fuego de la hoguera.
Tomó una larga inspiración; el solo pensamiento sobre la narrativa que estaba a punto de expulsar de su boca avivaba las llamas en su interior, un fuego que vigorizaba todo su ser.
—Pero hay ojos celosos que impedirán nuestra adoración al dios Orion, y harán todo lo posible para hacernos cambiar de opinión. —La multitud tembló, rechazando en sus corazones a los osados que se atrevieran a interponerse en su fe—. Porque hay una guerra en las sombras, una de la que no somos conscientes, pues, pregúntense, ¿por qué atacamos el hogar del dios Orion? ¿Alguien lo sabe?
Su inquisidora mirada descansó sobre los rostros de los presentes; se notaba que muchos tenían la respuesta, pero les faltaba el valor para comunicarla.
—Porque deseaban rescatar a una mujer, una princesa de los reinos humanos —dijo uno de los hombres, colocado en las últimas filas, uno que tenía cubierto su rostro con un paño color rojo, del que únicamente sobresalía una dura mirada y una nariz herida por la exposición prolongada al sol, apenas apreciada por la oscuridad de los alrededores.
El predicador le dedicó su total atención; no existía ninguna emoción dominante en su rostro, había logrado mantener una expresión calma. Sin embargo, aquella mirada no era de alguien normal, y debió tragar saliva y encomendarse a su nueva deidad para encontrar la fuerza, y así sucedió.
—No —respondió, creyendo que si el silencio se alargaba más, todo su discurso terminaría siendo un fracaso—. La hija de la Durca no es una princesa, y no fuimos enviados para rescatarla. No. Fuimos enviados a matar al dios Orion. —Apretó los labios, mientras sentía que un poder mayor lo observaba desde el cielo—. Perdone mis palabras —dijo a lo bajo, apretando los puños, temeroso de algún castigo divino, aunque muy dentro de su corazón sabía que su dios Orion podría entender que no era su intención ofenderlo—. Un dios no puede ser asesinado por manos mortales, pero su cuerpo sí. Por eso fuimos enviados, temen que la verdad del amor del dios Orion se esparza, y la gente olvide a los dioses muertos. Pero eso no lo van a permitir, y les puedo prometer que ahora mismo nuevos planes se preparan para atacar Tanyer. —Sus ojos eran fuego, su voz truenos, estaba lleno de vigor, determinado a cumplir con lo que él creía que era su misión divina—. Por eso les pregunto, ¡¿lo van a permitir?! ¡¿Van a dejar que esos bastardos levanten la espada en contra de nuestro dios?!
La multitud ya había sido conducida a un estado alterado, y cuando la pregunta fue mencionada, la respuesta fue inmediata. Un potente y determinado "No" acompañó las bocas de todos los presentes, al tiempo que se colocaban en pie. Se notaban feroces, dispuestos a derramar sangre, y por las expresiones firmes y decisivas, daban la apariencia de que si el predicador les hubiera ordenado luchar en contra de las más atroces bestias, ellos lo harían sin dudar.
El predicador volvió a su estado solemne, un cambio demasiado rápido, que no parecía algo fácil de lograr.
—Se ha de elegir un bando, y yo ya decidí. Es tiempo de que ustedes hagan lo mismo.
Y con esas palabras despidió a la multitud. Unos cuantos se quedaron, pero fue el hombre del paño rojo en el rostro el que le hizo preocupar al predicador. Aquel hombre se acercó; tenía un porte gallardo, una altura ligeramente menor a la suya, pero un aura bélica que lo superaba por mucho, dejando claro que una batalla no tendría nada que hacer en su contra.
—Me ha abierto los ojos, Iluminado —dijo, cayendo sobre una rodilla. Se quitó el paño, mostrando un rostro recio y varonil—. Mi nombre es Dolib, y pertenezco al escuadrón de Los Sabuesos de Nuestro Señor; si alguna vez necesita mi ayuda, estaré encantado de prestarla.
El predicador tragó saliva tan pronto como escuchó el nombre y la procedencia del soldado. Una actitud que fue emulada por los presentes pertenecientes al sindicato, conscientes del estatus que gozaba Dolib en el escuadrón de Los Sabuesos.
—Por favor, señor Dolib, colóquese en pie. —Fue en su ayuda, y el hombre no la rechazó—. Solo soy un siervo del dios Orion, no merezco tal tratamiento.
—Cualquiera que haya visto la verdad lo merece, y no soy Señor, solo Dolib, Iluminado.
—Lo agradezco, Dolib, pero ante los ojos del dios Orion somos iguales, su amor es para todos, y solo debemos arrodillarnos a Su Gracia. —La lógica de sus palabras tocó el corazón del soldado, quien inmediatamente asintió con la cabeza—. Y mi nombre es Kiris, no Iluminado.
—Es un placer, pero es hombre Iluminado y valioso por ello. —Sacó un cuchillo de una vaina oculta en su atuendo informal, cortándose levemente la yema de su dedo pulgar—. En esta noche sin estrellas, juro por mi nombre que es Dolib, y por el nombre de mi familia que es Furzan, que enemigo del Iluminado, es enemigo mío.
Ante su juramento todos guardaron silencio, observando el cielo por puro reflejo, recordando los mitos sobre que cuando un gallardo hombre lanza su juramento a la luz de la noche, las estrellas sonríen. Y tal vez fue el pensamiento colectivo, pero sintieron que una luz blanca y muy rápida atravesó el oscuro firmamento.
Kiris no supo qué responder en la inmediatez del momento, pero pronto su corazón se llenó de dicha por tener a un buen soldado como su aliado. Y sonrió, creyendo que aquello era un suceso predestinado por el dios Orion.
—Acepto tu juramento. —Acercó su palma, permitiendo que la sangre dibujara un símbolo, una muestra de que la unión había quedado sellada.