En la penumbra del bosque, donde los árboles se elevan como centinelas de un dominio propio, la comitiva del señor de Tanyer avanzaba con cierta calma. El grupo, reducido en número, parecía estar privado de la compañía de aquellas criaturas de seis patas, seres que habían encontrado en las sombras del subsuelo su refugio, lejos de la implacable mordedura del sol.
Orion, hombre de mirada perspicaz, había detectado el debilitamiento que causaba la luz solar sobre los rondadores, por lo que les permitió volver al hábitat de su preferencia.
La tarde se deslizaba suave hacia su ocaso, arrojando su manto dorado sobre el horizonte, donde el sol, como un artista melancólico, se sumergía lentamente en el abismo del cielo. Los últimos rayos de luz se filtraban entre las ramas de los árboles, creando un juego de sombras que danzaban al son del viento. Orion, envuelto en la serenidad del trayecto, sintió que el murmullo de su estómago se elevaba, recordándole que el cuerpo también anhela momentos de deleite. Con un gesto ágil, se decidió por unas suculentas piezas de carne, que devoró con avidez, como un náufrago hallando un festín tras días de anhelo; sus sentidos despertaron con cada bocado, y se dio cuenta de que el hambre que llevaba consigo era un monstruo mayor de lo que había imaginado.
Mujina avanzaba como una sombra errante, su mirada perdida en los interminables ejemplares de la foresta. Sentía una devastadora opresión en su pecho; la idea de que su señor pensaba en deshacerse de ellos por su ineptitud arrancaba su determinación, incrementando la angustia. Desvió la mirada hacia el pantalón de cuero que su soberano, en un intento de otorgar dignidad, le había suministrado. La textura robusta del material parecía ofrecerle un refugio extraño en medio de la tormenta emocional que la rodeaba, pero la sensación de pesar no disminuía; más bien, se intensificaba.
Los soldados se movían con una solemnidad que desbordaba honra, uniendo sus pasos en un acto que hablaba más que cualquier palabra. Guiaban a su soberano sin mediar palabra, comprendiendo que el silencio era virtud.
Las huellas del gigantesco duelo con el coloso de piedra todavía vibraban en el aire, un eco resonante de la batalla que había sacudido el mismo corazón de la tierra. Ellos, testigos de aquel encuentro titánico, llevaban en sus almas una mezcla de asombro y temor, un deseo ardiente de explorar lo inefable. Sin embargo, el respeto por su señor era su estandarte, y en su silenciosa contemplación encontraban un espacio sagrado. Cada mirada intercambiada entre ellos era un susurro de complicidad, un entendimiento que los hacía partícipes en un evento exclusivo, del que no aguantaban las ganas para expulsar de sus labios.
Su viaje fue interceptado por dos nuevos soldados, que al instante de comprender a quién pertenecía la alta silueta, se arrodillaron sobre una rodilla y dieron sus respetuosos saludos.
—Continúen con su misión —ordenó Orion, su voz resonando como el eco de un trueno distanciado, pero impregnada de una calidez que los envolvió, tal como la luz de la luna acaricia la tierra en una tranquila noche.
El deseo de unirse a él chisporroteaba en sus almas, pero la obediencia gobernó sus impulsos, y sin desdén en sus rostros, se disiparon hacia el horizonte.
—¿Hay necesidad de reforzar el campamento? —Soltó de su boca con un tono calmo, casi indiferente.
Los soldados se irguieron de manera casi mecánica. Sus corazones latían en un compás acelerado. Se lanzaron miradas entre ellos, cargadas de un profundo entendimiento. La pregunta, tan inesperada como el estallido de un torrencial aguacero en un cielo despejado, dejó una estela de inquietud. Sabían que cualquier respuesta que saliera de sus bocas podría hacerse merecedora de una fuerte reprimenda por parte de su comandante, tal vez hasta del abandono del escuadrón. No querían contestar, pero no hacerlo sería insultar a su soberano, y aquello sin duda les arrebataría sus vidas.
—No hemos tenido bajas, Señor Barlok —comenzó a decir el soldado de cabello rubio—, pero han ocurrido ciertos incidentes con las criaturas que habitan por estos lares. Los Sabuesos, su escuadrón —dijo de inmediato, advirtiendo que sus palabras podrían malinterpretarse—, es más que suficiente para tener control y brindar seguridad al campamento minero.
Su compañero asintió, considerando que sus palabras eran las idóneas.
—Bien —dijo, y fue lo último que expresó.
Los soldados suspiraron aliviados. En el breve lapso que habían pasado en cercanías de su soberano, habían enfrentado una mayor presión, miedo e incertidumbre que todo el tiempo como hombres de armas, y aunque era un honor compartir su sacra presencia, no eran lo suficientemente fuertes para tolerarlo más, por lo que deseaban arribar al campamento minero y tomar un largo descanso.
Mujina, atrapada en un torbellino de pensamientos, encontrándose en un marasmo del que no resultaba fácil escapar. Su boca, rebelde ante su propia voluntad, se abría y cerraba con la frenética repetitividad de un pez fuera del agua. En su mente, un abrumador deseo bullía; quería hacer mención de forma inteligente sobre los pensamientos que su señor tenía en razón de su raza, así como de su guardia personal. Deseaba escuchar que todo estaba en su cabeza, que su soberano no los despreciaba, pero de solo pensar que podría confirmar sus sospechas, le provocó un fuerte dolor estomacal, arrebatando la saliva de su boca. Pronto descubrió que no era conveniente hablar; debían ser sus acciones la solución, la única forma de convencer a su señor de lo valioso que podrían llegar a ser. Solo deseaba tener la oportunidad de poder demostrarlo.
«El poco poder nos ha vuelto orgullosos, pero seguimos siendo tan débiles que cuando deshonrados», pensó, y aquello le otorgó una nueva determinación.
En el crepúsculo que se deslizaba, como un susurro entre las ramas balanceadas, la travesía por el bosque halló su fin en un sutil ocaso. La luz, moribunda, derramaba su último oro sobre el suelo, pintando con sombra y destello el camino que apenas un momento antes brillaba con la promesa de un nuevo alba.
El campamento minero estaba envuelto en el ajetreo ordenado, en la rutina desarrollada para optimizar los trabajos. Algunos descansaban, esperando que la noche marcara el inicio de sus labores; otros organizaban los minerales escarbados, las piedras que debían apilarse en función del tamaño y tipo, y los apenas visibles que custodiaban el perímetro.
En la lejanía, libre de obstáculos, y un camino llano que permitía el fácil transitar, la silueta masculina de Orion se manifestaba. En principio no fue percibida, pero tan pronto un par de ojos atentos, avivados por la curiosidad, detectaron su llegada, y con un cambio sustancial en su expresión, como jinete que divisa al ejército aliado en su momento de más urgencia, hizo funcionar su garganta. Su voz, profunda y vigorosa, emergió con la autoridad de un alfa que llama a su manada. El eco de sus palabras se deslizó entre los labios de los presentes. De un campamento que había estado inmerso en la penumbra de la fatiga y la espera, la noticia de su llegada fluyó como el agua fresca de un manantial en medio del desierto. Un instante, y la atmósfera cambió; las expresiones de cansancio, dibujadas en los rostros como cicatrices de batallas pasadas, fueron barridas por olas de alegría, manifestando sonrisas de júbilo, miradas resplandecientes, llenas de devoción, y hasta de éxtasis.
Era como si la tierra misma celebrara su presencia; los árboles se mecían suavemente al ritmo del viento. El aire se llenó de un perfume dulce y fresco, como si la naturaleza se esforzara por compartir su belleza, y la brisa, acariciando las mejillas, se sentía como un abrazo cálido de antaño, o al menos eso creían que sucedía.
Gosen fue notificado del inminente arribo de su soberano. En un instante, como si el mismo viento lo llamara, abandonó las labores que mantenían cautivo su ser, y con el ímpetu de un río desbordante, emergió de su tienda, su espíritu alzándose como un estandarte al sol naciente. Más al cruzar el umbral, se vio envuelto en un mar humano, una multitud que empezaba a congregarse.
Barion, cuyo rostro aún llevaba el peso de la batalla pasada, se asomó desde la penumbra de la tienda de su comandante, presente por haberle informado sobre todo lo sucedido dentro de la caverna. A pesar de su cuerpo marchito y de su mente asediada por la tormenta de recuerdos, el deber lo empujaba hacia adelante, como fuego que guía a la mariposa. Allí comprendió que recibir a su señor era una reverencia más allá de las palabras, era un acto sagrado, un tributo que debía ofrecer con la devoción de un fiel. No había dolor que pudiera eclipsar la solemnidad de ese singular encuentro; ni la visión desgarradora de sus amados padres consumidos por el abismo, ni la pérdida de su propia humanidad, podrían ser excusas para no doblegarse ante tal entidad.
Los devotos de la nueva fe se dejaron caer sobre la superficie terrosa, y como si aquello no lo sintieran suficiente, inclinaron sus cuerpos hasta que sus frentes besaron el suelo, acto silente que impregnó la atmósfera de un aura solemne y maravillosa, tan poderosa que se percibía tangible. Alguna vez habían pertenecido a los pueblos humanos, y como ellos adoraban a los dioses que sus ancestros habían dejado, por lo que en su comprensión, la postura ritualista era la correcta.
El grupo restante irguió sus miradas hacia el horizonte, donde el contorno del señor de Tanyer surgía como una sombra. Sus corazones palpitaban con un caldo de temor y reticencia, pues una inquietante certeza impregnaba el aire: las decisiones de sus prójimos eran un reflejo distorsionado de lo que el honor y la razón postulaban. Sin embargo, al notar la presencia del señor, cuyo paso firme resonaba como un tambor en la profunda noche, muchos cedieron ante la inercia del grupo. Obedecían a la fuerza del momento, arrastrados por la ola de conformismo que les inundaba. Era como si, en un arranque de debilidad, cada uno hubiera decidido apagar sus pensamientos, silenciar sus voluntades.
Gosen había sido un observador atento de la nueva fe que brotaba en el campamento minero, como la mata de un árbol que se abre paso entre la piedra. Aunque su corazón latía con reticencia, había en él un reconocimiento, una chispa de verdad que no podía ignorar del todo. Su señor, en la cumbre de la autoridad, se alzaba por encima de todos, y desde las profundidades de su ser, Gosen sentía la lucha en su pecho: adorarlo como a un dios era un pensamiento seductor, un susurro que crecía en la tempestad de su corazón. Sin embargo, las sombras del deber y las enseñanzas de su vida pasada lo encadenaban. Cada paso que daba hacia su soberano arrastraba consigo la pesadez de los ritos militares que clamaban por respeto y por honor. A su alrededor, hombres de fervor palpable se contorsionaban en posturas de veneración, sumidos en éxtasis, entregando sus almas a la divinidad encarnada en aquel hombre de mirada imperturbable. Gosen se sintió como un barco en una tormenta, sacudido por los vientos de la devoción ajena.
A solo diez pasos de su señor, el espacio entre ellos se tornó en un abismo. Caer de rodillas y apoyar su frente en el suelo, al igual que otros lo hacían, parecía lo correcto, e igualmente una locura. En su mente se dibujaba el dilema, cada opción un sendero envuelto en incertidumbre. Así, esbozó una decisión que emanó de las profundidades de su ser: lo recibiría no como un dios, sino como su soberano; en la intimidad lo adoraría como su deidad.
Cayó sobre su rodilla, agachando la mirada, acción que fue imitada por los soldados que acompañaban al señor de Tanyer.
Orion apreció la muestra de respeto con su expresión habitual; si bien la nueva postura le parecía extraña, no fue algo de importancia que provocara un cuestionamiento a los presentes.
—De pie, Comandante —dijo, sin detener la marcha.
Su voz fue un trueno para los oídos de Gosen. El hombre obedeció, apresurando el paso para llegar a la presencia de su señor, a una distancia apropiada de dos pasos detrás de él.
Mientras sus ojos se posaban sobre la vasta extensión de su espalda, una sensación de pequeñez lo invadió, como si el mundo entero se hubiese encogido a su alrededor. Era innegable que la pura presencia del magno hombre poseía un poder casi cósmico, capaz de eclipsar el mismo sol. En aquel instante, algo crucial en su interior se desveló. No podía identificar si era el eco persistente de los discursos a los que había sido bombardeado sin intención, como un niño expuesto a las fábulas de bardos viajantes, o si, quizás, había estado sumido en una ceguera autoimpuesta que lo había mantenido alejado de la magnitud de lo que tenía ante sí. Pero, ahora, su señor le parecía más imponente, fiero e indomable, como una espada desenvainada con una declaración de guerra tallada en la hoja.
—Que te provean de alimento, y descansa —dijo con un tono que no aceptaba réplica. Sin voltear o definir al receptor del mensaje, sin embargo, no era necesario.
—Como ordene, Trela D'icaya —respondió Mujina, con un profundo suspiro que se quedó atrapado en lo más hondo de su ser. Aquel susurro interno reflectaba su deseo de estar en su cercanía, y aunque era verdad que en el transcurso del viaje su estómago había declarado su hambre, todavía podía soportarlo; no obstante, no quería oponerse a su señor, no después de haber mostrado su osadía tan solo un tiempo atrás.
Se detuvo, sumida en la bruma de sus pensamientos, ponderando cuál sería la figura más apta para enhebrar un diálogo sobre la búsqueda de alimentos. Ante ella se presentaba la imagen de una mujer, de cabello corto y rojizo como las llamaradas del ocaso, su presencia destacando entre la multitud, y sin cuestionamientos se acercó a ella para ordenarle que sirviera de guía.
Orion ingresó a la tienda de mayor tamaño; desde el instante en que sus ojos la habían detectado, decidió que era el lugar donde descansaría, tomándose un tiempo para analizar sus pensamientos sobre el campamento minero, sobre aquel extraño llamado que le había seducido a seguirle.
—Pido permiso para ingresar —solicitó Gosen desde la entrada abierta.
El soberano de Tanyer concedió su autorización con un movimiento suave de su mano. Se sentó en una silla gruesa, con una manufactura que aparentaba su reciente creación por la simpleza y aspereza. Sus ojos, con la curiosidad de un niño, descendieron hacia los huesos dispersos por el pasto arrancado, trozos de tamaños desiguales, con una tonalidad amarillenta. No podía asegurarlo, pero tuvo la comprensión de que aquello representaba algo más profundo. Un ritual tal vez; en sus momentos de extracción de conocimiento se había topado con documentos antiguos con información interesante, aunque no completamente accesible: dioses, ritos, criaturas... No tenía una opinión formada, pero comprendía que la creencia funcionaba de bálsamo para las almas de los humanos, les tranquilizaba en situaciones de alta tensión, cuando lo imposible se hacía presente, cuando el sendero había perdido por completo su claridad. No lo entendía, y no tenía la intención de hacerlo.
Gosen se había detenido a su flanco izquierdo, a tres pasos de distancia, con una expresión servil y expectante.
Sus ojos recorrieron el improvisado refugio; no había nada que atrapara su atención, y no buscaba nada realmente, solo deseaba un poco de paz, un momento de calma, por lo que hizo descender su mirada nuevamente a los huesos, aquellos instrumentos que podrían dar vida a milagros o causar pestilencias a los enemigos del conjurador. No desaprobaba que su gente fuera creyente o practicara culto a las deidades humanas, siempre y cuando no obstruyeran el progreso en sus labores.
—¿A qué dios le sirves? —cuestionó, más interesado en apartar a sus pensamientos de sus profundas cavilaciones que por un interés verdadero.
El Comandante tragó saliva, y sin siquiera pensar, cayó sobre su rodilla derecha. Agachó la mirada, mientras sentía el peso del mundo caer sobre su cuello y espalda. Creía haber visto los ojos de su señor tan profundos como el abismo, escupiendo un fuego abrasador e inquisitivo.
—A usted, mi señor —dijo con voz temblorosa. El miedo había escalado su cuerpo como serpiente al árbol, consciente de que una mala respuesta podría conducirlo a la condena eterna—. Solo a usted...
Orion frunció el ceño, y esos instantes de confusión en verdad lo ayudaron a olvidarse de todo, al menos por un breve momento.
—¿Qué significan los huesos? —replanteó, tomando uno de ellos, incluso teniendo conocimiento sobre el arcano poder que podían poseer, pero cuando los sujetó con sus dedos, no hubo ataque alguno, ni sintió que algo extraño invadiera su cuerpo. O era demasiado poderoso para el poder que residía en ellos, o el conjurante era demasiado débil e inexperto.
—Representan este lugar, mi señor. Son ocupados para explicarle a mis hombres los sectores que deben proteger —explicó lo mejor que pudo, con el miedo todavía gobernando su voz.
Orion asintió, perdiendo por completo el interés al notar que los huesos no tenían nada que ver con los dioses a los que los humanos rendían pleitesía. En realidad se sintió algo decepcionado. Pero, al reconocer que todo había estado en su cabeza, y al ser consciente de que el tiempo no era su aliado, observó con máxima seriedad al Comandante, dispuesto a sacarle hasta la última palabra sobre lo relacionado al campamento minero, y lo sucedido desde su llegada, tal vez tendría algo de información sobre lo que le había atraído.