Encomienda importante

La espada roja abandonó su mano, desapareciendo del mundo tangible en un instante. Sus pasos resonaron con una determinación serena, guiándolo hacia las dos damas que aguardaban con la respiración contenida que, al percibir la avanzada de su amado señor, optaron por cancelar sus transformaciones, un proceso que conllevó un costo energético y, a la vez, sentimental, ya que sus corazones no habían estado tan dispuestos en abandonar la forma animal, la piel que creían que era su verdadera naturaleza.

Los rondadores se tumbaron en el suelo, golpeando sus hocicos en el pasto en una declaración de sumisión hacia el hombre de mirada draconiana.

Los ojos de Orion descansaron sobre las damas protegidas únicamente por las armaduras creadas por su habilidad: [Fabricante], cubriendo únicamente el tronco superior, aunque ellas no concedían importancia a revelar tan buen paisaje a los masculinos del escuadrón de Los Búhos, que observaban desde lejos, y aunque el interés brotaba en sus corazones, el conocimiento del posible error los hacía mantener la calma.

Mujina mostraba una larga herida en el mentón, tenía el labio inferior reventado y las piernas llenas de hematomas; sin embargo, la sangre no estaba presente, un regalo de su enigmática sangre que potenciaba la regeneración celular de su raza a un punto que daba la apariencia de haber consumido una poción mágica. Su mirada, envuelta en una fuerte emoción de admiración, camuflaba con éxito el dolor que su cuerpo experimentaba. Estaba ansiosa por escuchar las nuevas órdenes de su señor, pero igualmente deseaba que se le permitiera descansar, aunque fuera por un momento.

Alir apretó los labios, conteniendo un susurro de sufrimiento mientras el viento fresco acariciaba la herida abierta en su brazo izquierdo. La herida, un cruel estigma de su batalla, parecía condensarse en un rojo opaco, apagándose en breve que la piel se reconstruía. El dolor, viejo compañero, no le era extraño; había aprendido en los últimos meses a convivir con el, pero su rostro, aunque ágil en su intento de ocultar la agonía, delataba la lucha interna. En su pecho, un torrente de emociones se agolpaba, un eco de fragorosos combates, de anhelos desgarrados y de memorias que susurraban en la penumbra de su mente. Aunque trataba de erguir su dignidad en medio del sufrimiento, cada pulsación, cada soplo de aire le recordaba su fragilidad. Sin embargo, en el abismo de su dolor, había una chispa de determinación, un fuego indomable que se negaba a apagarse.

Ambas damas ignoraron el profundo sentir de su soberano, concluyendo que su expresión se debía a que tenía subordinados incompetentes a los que debía seguir cuidando.

Orion concedió un breve silencio, un momento de calma antes que sus pensamientos aclararan los sentimientos de las mujeres, pero antes que sus palabras fueran expulsadas de sus carnosos labios, fue llamado a volverse con rapidez, al percibir el cambio de posición de los rondadores.

No hubo acción defensiva u ofensiva, solo una duda que se dibujó en su mirada. Dos hombres, seguramente pertenecientes al escuadrón de Los Sabuesos (la armadura era una declaración de sus afiliaciones), se acercaban. Sus rostros eran una pintura alegre, pero formidablemente seria.

Se detuvieron a siete pasos del venerado soberano de Tanyer, la distancia que marcaba no solo el espacio físico, sino también el abismo de reverencia que sentían. Al caer sobre la rodilla izquierda, sus armaduras chirriaron en un susurro de metal. Con manos temblorosas, despojaron sus cascos, esos yelmos que habían sido su escudo contra el mundo, y lo colocaron bajo su regazo como una ofrenda sagrada. Inmediatamente, sus miradas se hundieron en el suelo, evitando el fulgor del poder que emanaba de su cuerpo divino.

—Señor Barlok —dijeron al unísono con un tono respetuoso.

—¿Qué hacen aquí? —Sus ojos, como los de un halcón a su presa, escudriñaron a los dos soldados, y por el repentino sobresalto de ambos hombres de armas, quedó demostrado que su intención dirigida era demasiado para sus subordinados.

—El capitán Gosen nos ordenó patrullar el perímetro del campamento minero en busca de nidos de criaturas hostiles, Señor Barlok —dijo el de cabellos rubios con respeto, pero influenciado por un temblor de miedo. Era la primera vez que le dirigía la palabra a su señor, y no había creído que experimentaría tal sensación en su pecho. Había una mezcla de gozo y temor, aunque la emoción positiva superaba a su contraparte.

Orion se sumergió en sus pensamientos. Era una sorpresa que su viaje le hubiera conducido a las cercanías del campamento minero, y aunque sintió que una visita podría otorgarle una mejor perspectiva del lugar, la desechó de inmediato. Las notificaciones inesperadas que habían aparecido en su momento más vulnerable le aconsejaban volver a la vahir, en busca de compensar su pérdida de energía en las investigaciones. Sin embargo, notó que algo dentro de él le hacía replantearse la idea sobre el campamento minero.

—Levántense.

Ante la orden, los dos soldados se colocaron en pie, manteniendo una postura firme, en espera por un nuevo mandato.

Orion se volvió hacia las dos mujeres de la raza islos. En su mirada se refractó un sentimiento de traición. No hizo falta un mandato de su voz; el silencio que se intercalaba entre ellos era suficiente para imponer su poder. Las damas, como hojas arrastradas por un viento inesperado, se acercaron a él, creyendo que eso era lo que debían de hacer.

Los dos soldados apreciaron el paisaje, pero prefirieron bajar sus miradas al instante que la sangre comenzó a circular en un lugar que no correspondía a la situación.

—Vuelvan a la vahir en compañía de Los Búhos y curen sus heridas.

—Trela D'icaya —dijo Mujina al percibir la intención de su divino señor de regresar su atención a los soldados. Cuando notó que los ojos fríos de Orion se dirigían a ella, sintió como una espada se clavaba en su pecho; sabía que había cometido un grave error, pero sentía que sería peor si guardaba silencio y abandonaba a su señor—. Permítame acompañarle.

Orion escuchó y reflexionó. Por el momento, su decisión de profundizar en la traición de Jonsa y su gente no era algo inmediato, por lo que permitirse la presencia de Mujina no afectaría sus planes; probablemente hasta le podría otorgar un mejor punto de partida.

—Estoy de acuerdo.

Su mirada se posó en Anda, y con un movimiento de su mano le ordenó acercarse. Cuando el delgado hombre llegó ante él y le saludó, Orion se separó de Mujina, deteniéndola con la mirada al verle seguirle.

—Volverán a la vahir —dijo con un tono quedo. Anda asintió de inmediato, pero fue incapaz de contener la aceleración de su corazón a causa de la pausa dramática y mirada penetrante lanzada por su soberano—. Observa a los islos con suma atención. No sé lo que buscó, por lo que tendrás que ser muy agudo.

—Sí, Señor Barlok —dijo Anda con seriedad, percatándose de que el pedido no era algo que podía tomarse a la ligera, siendo, probablemente, la encomienda más importante desde la fundación de Los Búhos.

—Vete.

Ante la orden, el capitán de Los Búhos asintió, hizo una breve pero significativa reverencia y se giró para volver con sus subordinados, mientras apreciaba el rostro de Alir con una seriedad inmutable. La mujer se dirigía a la misma dirección que él; no la detuvo, ni hizo comentario alguno, desconocía la orden que su señor le habría dado, entendiendo que aquellos que se transformaban en bestias no actuaban sino había una orden del Barlok de por medio.

Alir notó la mirada del capitán de Los Búhos; no la sintió extraña, desde que había comenzado el viaje, los vestidos de negro siempre habían mantenido expresiones neutras, sin emociones que demostraran su sentir. Percibió que sus ojos bajaban a sus piernas, lo que provocó una sonrisa de picardía, aunque la realidad le golpeó el rostro, haciendo que su sonrisa se apagara inmediatamente. Anda no pertenecía a su raza, y aunque por el estatus que poseía lo volvía digno de su atención, ahora que habían recuperado el poder de su sangre gracias a la misericordia de su sagrado señor, una nueva obligación se colocaba sobre sus hombros, al igual que los hombros de todos aquellos escogidos, destinados por las palabras del Irir a ser los responsables de la restauración de su raza, por lo que no estaba dispuesta a perjudicar a los suyos por un efímero encuentro de cuerpos.

Cuando sus ojos se percataron del cuerpo de Jonsa, sus piernas actuaron. Estaba en muy mal estado, pero agradeció que su señor no lo abandonara, demostrando nuevamente el enorme amor por su raza y su gente.

—Tienes mi gratitud eterna, Jonsa —dijo al arrodillarse, acercando su frente a la mano del masculino, un acto de lo más significativo que habría rechazado en cualquier situación no relacionada con la actual.

—No está muerto —dijo Demir con un tono tranquilo y empático; había sentido el dolor en los ojos de la hembra que se transforma en bestia.

Alir se sorprendió; no podía recordar con claridad las vivencias obtenidas cuando estaba transformada, pero recordaba que su hermano de raza le había salvado de una fuerte explosión que provocó que saliera volando a la pared cercana. Si estaba vivo era un milagro, y estaba agradecida por ello. El solo pensar lo que haría con ella cuando despertara causó en su rostro una sonrisa nerviosa.

—El Barlok nos ordenó regresar a la vahir, busquemos el camino de vuelta. Throka —dijo al notar que la mirada de su subordinado no abandonaba a la mujer de nombre Alir—, carga al hombre.

—Permítame a mí, capitán Anda —dijo, y sin esperar respuesta activó el poder de su sangre, transformándose en ese híbrido de lobo blanco y humano.

Anda volvió a experimentar la maravilla al presenciar la metamorfosis de los islos, pero, cuando el recuerdo de la importante misión a la que había sido encomendado golpeó su mente, hizo que su expresión se tornara solemne.

Alir sujetó y cargó a Jonsa, colocándolo en su espalda, mientras se ponía en cuatro patas.

—Vámonos —ordenó Anda.

Los Búhos asintieron.