La última batalla (3)

La velocidad del avance había incrementado a orden del alto hombre de mirada ceñuda y severa, que sin palabra alguna desprendía de su ser el llamado al miedo y al sometimiento.

Anda había tomado la iniciativa en el avance, funcionando como señuelo a causa de las posibles trampas que pudieran interponerse en el sendero. Un sacrificio noble, podrían proclamar sus compañeros, pero no era aquello lo que le impulsaba, ni la lealtad casi ciega que tenía por su señor. Era algo más, era la sensación que provenía de su corazón en cada ocasión que desviaba su mirada hacia el divino Orion. El presagio de un futuro cruento solo le otorgaba más determinación para servirle, deseando que sus acciones ayudaran en el cambio de su expresión y en el sentimiento que provocaba la opresiva aura que desprendía de su cuerpo.

La fulgurante lanza despejaba las tinieblas del sendero, aunque no demasiado para permitirles observar más allá de unos pocos metros de distancia. Sin embargo, una pequeña luz blanca se comenzó a apreciar en la lejanía, todavía muy lejos de su lugar actual.

Orion le había conferido un descanso a sus pensamientos, aquellos que, como un viento tormentoso, se enfocaban en el posible peligro de tener a los islos de subordinados cercanos, permitiéndose pensar en otra cosa, algo más apremiante: en la destrucción del gigante pétreo.

Hasta el momento las posibles trampas se habían quedado como incógnitas; ninguna fue activada, una considerable fortuna para los transeúntes. Empero, Anda mantenía perfecta concentración en cada paso dado, con sus sentidos agudos para una evasión correcta o una oportuna advertencia a su señor y compañeros.

La luz en el fondo había aumentado su tamaño; más, la distancia continuaba siendo considerable.

Orion apreció la figura del gigante, provocando un aumento en su velocidad a causa del fuerte deseo por eliminarle.

Cuanto más avanzaban, la temperatura más incrementaba.

Las partes del cuerpo de los rondadores compusieron un nuevo obstáculo que debieron rodear, para inmediatamente ser asaltados por un cráter que volvía más escabroso el sendero.

—¿Qué podría haber causado esto? —inquirió Demir para sí misma.

Una poderosa explosión fue la respuesta que le concedió la experiencia a Orion al cuestionarse, y aquello le hizo ser más cauto. El poder para crear semejante destrucción era algo que podría asesinarlo, y no deseaba fallecer de forma tan ridícula.

El gigante había desaparecido repentinamente, eligiendo la luz a continuar estando en el sendero lleno de trampas. Los metros que los separaban del umbral se habían reducido, aunque la alegría no fue visible en los rostros de Orion y sus seguidores.

El Barlok se hallaba atrapado en un grito urgente, en una advertencia que emanaba desde los rincones más profundos de su ser. Sus ojos, sedientos de información, danzaban por cada sombra y destello, en busca de la entidad que había despertado un fervor primigenio dentro de él. Pero en ese escenario, donde la urgencia y el presagio de muerte entrelazaban sus destinos, la presencia que acechaba su existencia permanecía oculta.

Corría con la intensidad de mil llamas que se desatan en la noche; su corazón latía como un tambor desgarrado, marcando el compás de una sinfonía de determinación. Cada zancada era un grito en la penumbra, un llamado a la vida mientras sus músculos se tensaban, estiraban y contraían en un ritmo feroz. El sudor, como perlas de furia, corría por su frente y se deslizaba por sus mejillas, un recordatorio del esfuerzo titánico que realizaba. Su respiración irregular era un canto desafinado, más su mirada prometía que, si el destino le aseguraba la supervivencia, alguien pagaría su esfuerzo.

Un leve susurro, tosco y seco, se deslizó desde lo alto, un eco misterioso que descendió desde las entrañas del techo. La luz dorada de la tarde se abalanzó sobre su rostro, una caricia intensa y cálida que contrastaba con la creciente sombra de la amenaza próxima. De pronto, un fragmento del techo se despegó de su morada, cayendo a pocos pasos de su ser.

El tiempo se alargó, como las sombras de los árboles en un denso bosque al caer la noche. Su mirada se fijó en el final del sendero, como si allí, en el horizonte, aguardara la respuesta a un destino inevitable. Sus oídos se agudizaron, atrapando el sutil compás de sus propios latidos, un canto tachado de urgencia.

Un alma que ha danzado con la muerte, que ha aprendido su lenguaje, habría percibido la sinfonía que presagiaba su llegada, y por supuesto que Orion la escuchaba, tan clara como el agua.

Un nuevo fragmento descendió hasta tocar el suelo, más grande, más escandaloso. Y tardó poco menos de un segundo en desprenderse una gran parte del techo.

Los Búhos tragaron saliva. Anda se permitió un vistazo furtivo por encima de sus hombros, sus ojos fijos en el reflejo del temor que brillaba en las miradas de Demir, Throka y Denis. Esa emoción, cruda y potente, resonó en su interior como un eco profundo, golpeando su pecho con la fuerza de una tormenta que irrumpe en calma. Un impulso lleno de vigor y pasión lo llevó a convocar a sus hermanos a dar lo mejor de sí, a luchar contra el temor que los atenazaba, pero justo en el umbral de su grito, su mirada se posó en el rostro del soberano de Tanyer. Allí estaba él, tal como su corazón deseaba apreciar: en un esplendor solemne, como una piedra preciosa en un altar, dispuesto a abrazar su destino. Su mirada emanaba una fuerza inquebrantable, una aceptación de lo que los dioses, sus hermanos, habían decidido.

Dos, tres, tal vez cuatro pasos le bastarían para salir ileso; sin embargo, su corazón le susurró algo que la razón trató de callar. Su velocidad podría disminuir; no habría mayor honor que caer junto con su soberano. Una misma tumba, un mismo lugar donde se levantarían monumentos. Pudo ver a su madre llorar de alegría, a su hermano mayor asentir, una roca con su nombre tallado en ella, una rosa que jamás se marchitaría.

Su velocidad tuvo una ligera alteración, bajando su intensidad. Su destino estaba unido a su señor; lo respetaba y adoraba, un hombre que le entregó una nueva vida, un refugio a su familia y un futuro para los suyos. Acompañarlo en su final no era un sacrificio, era un agradecimiento.

—¡No te detengas!

El grito le despertó, pero fue el golpe en la espalda el que le entregó a su cuerpo una nueva perspectiva. Su señor no parecía haber controlado demasiado su fuerza, por lo que fue lanzado al frente de bruces, cayó al suelo, en el acolchonado pasto, y casi de inmediato escuchó un poderoso estruendo. Su corazón desaceleró de golpe, mientras un gélido viento se introducía en su espalda, navegando hacia su cuello.

«Esto no puede ser posible».

No veía nada; la cortina de polvo era demasiado densa. Se levantó, pero, incluso antes de pensar en gritar, fue atacado por la tos; sus ojos se llenaron de lágrimas, probablemente causado por el propio polvo. Con todo y ataque de tos se dirigió al origen del levantamiento de tan horrible obstrucción visual, pero, en su camino, algo le impidió avanzar, una masa sólida y alta. Levantó la mirada, y la sombra que en principio su mente no había logrado detallar, ahora, por la cercanía, fue posible.

Su soberano le lanzó una mirada, y Anda casi estalló en alegría; nuevas lágrimas rondaron sus mejillas, y la intención de rodearle con sus brazos se hizo tan insoportable que solo fue contenida por su lealtad.

Se hizo a un lado al verle avanzar, apreciando la poderosa intención de matar. Sus ojos buscaron a sus compañeros en el instante en que el recuerdo de su existencia se hizo presente en su mente.

Demir y Denis apenas se habían levantado, los ojos hundidos, los labios temblando; el remanente del miedo se plasmaba en sus facciones. El sudor perlaba la piel de sus rostros, mientras el aliento que salía expulsado por sus bocas provocaba que sus pechos se levantasen y descendiesen a un ritmo acelerado.

—¿Cómo?... —Fue la única palabra que pudo articular; parecía que la razón no había vuelto a su ser.

—No sé cómo, Capitán —respondió Demir con un ligero temblor en su voz—, pero sé que el Señor Barlok lo hizo. —Sus ojos centellearon con una adoración enfermiza, mientras sus manos sudadas se limpiaban en la tela de su conjunto.

—Ha levantado la tierra para protegernos, Capitán —dijo Denis de inmediato. Su cuerpo temblaba, se notaba tenso, parecía no entender que había sobrevivido—. Nos ha salvado, pero, ¿somos dignos?

Anda percibió algo extraño en el rostro de su subordinado, algo muy profundo, y que no sabía explicar, ni interpretar.

—Si así lo ha hecho —dijo de inmediato, sintiendo que su silencio podría convertirse en algo perjudicial a la larga—, es porque el Señor Barlok nos aprecia. —Tan pronto la palabra salió de su boca, su corazón se llenó de dicha—. Por supuesto que somos dignos. Somos sus leales siervos.

Denis asintió, un poco más tranquilo, mientras Demir sonreía de oreja a oreja; parecía que la juventud estaba alborotando su interior.

El capitán de los Búhos desvió su atención a las espaldas de sus subordinados al escuchar el repentino tosido. Una figura de complexión robusta se percibía a unos tres o cuatro pasos de distancia, se mostraba sentada, mientras una figura descansaba a su lado, acostada y sin signo de vida.

—¿Una mano? —dijo Anda al extender su extremidad con intención servil.

—Gracias, Capitán.

Throka aceptó la ayuda, retornando a un estado bípedo. Su boca se abrió, pero la inesperada detonación le ganó la oportunidad.

Orion avanzó hasta los límites de la cortina de polvo, la enorme y blanca figura de Alir se había acercado, postrándose en el suelo en el preciso momento en que percibió a su señor. Orion no podía descifrar las emociones que expresaba el rostro animal de la islo; en realidad, las emociones en su totalidad le seguían pareciendo demasiado complejas. Sin embargo, verla allí, con esa postura de sumisión, solo provocaba más furia en su corazón, pero desistió en cualquier idea relacionada, no era el momento.

—Levántate.

Continuó con su camino, apreciando como la antropomorfa criatura se ponía a dos patas. Alir movía la cola llena de gusto, y no sabía cómo descargar tan fuerte emoción.

Traspasó la neblina de polvo; su expresión era la total frialdad, una mirada solemne e imponente, y un profundo desprecio que se asomaba de entre sus pupilas, describiendo con perfecto detalle su sentir.

[Lanza de luz]

Una veintena apareció, flotando por encima de su cabeza, en una disposición que prometía crueldad en cualquier ángulo.

Los rondadores y Mujina bajaron y se alejaron de inmediato del cuerpo del gigante, que como podía se había estado defendiendo del incesante ataque. Probablemente habían sentido la amenaza, o tal vez Orion, en un acto de decencia humana, había comunicado sus intenciones.

El guardián de la entrada notó al hombre de carne, no hubo sorpresa, pero los artificiales instintos puestos por sus creadores fueron activados, y sintió que algo iba a mal, pues no creía que el hombre representara tal peligro.

Las lanzas emprendieron su trayectoria hacia el objetivo; muchas de ellas detonaron tan pronto tocaron superficie sólida. Pero Orion no sintió que aquello fuera suficiente; treinta lanzas de luz aparecieron de inmediato, la carga energética todavía no representaba un peligro, y en circunstancias normales el poderoso anillo en su dedo le brindaría la protección necesaria para evitar un destino similar al vivido hace poco tiempo.

Comenzó a caminar, observando como la cortina de polvo que las primeras lanzas de luz habían provocado bajaba lentamente. Envió cinco a la pierna izquierda, cinco a la derecha. Detonó las primeras, prefiriendo mayor efecto de perforación en las segundas.

El gigante, consciente de la probabilidad de un gran enfrentamiento, guardó lo que creyó conveniente de la energía almacenada en su núcleo, misma que le permitió crear pequeños escudos de roca, que levantó del suelo para protegerse de los proyectiles, aunque estos no fueron tan eficientes como había esperado, y mucho menos en la segunda ocasión donde los requirió.

Algunas de las aves que descansaban sobre las finas ramas de los árboles que rodeaban la escena emprendieron el vuelo al instante de la primera detonación, percibiendo el peligro que representaba el quedarse.

*Tu habilidad: Lanza de luz ha subido de nivel*

Orion extrajo de su inventario una hermosa y larga espada de hoja roja; aquella arma que en un pasado sirvió al enemigo ahora se posaba en sus manos. Un poder oculto descansaba, esperando el momento adecuado para despertar. La empuñó mientras continuaba con su avance.

La veintena de las lanzas de luz que restaban replicaron el vuelo de sus hermanas, dirigiéndose a los mismos objetivos.

El gigante se mostraba indefenso ante los incesantes ataques del hombre de carne.

Las detonaciones provocaban una sutil vibración en el suelo, las ondas expansivas golpeaban los árboles con violencia, arrebatando de sus ramas algunas de sus preciadas hojas verdes. Las cicatrices en la tierra comenzaban a ser más evidentes.

—Ya no te regeneras como antes —dijo con sorna, pero su expresión seguía manteniendo la solemnidad, aunque en lo recóndito de sus pupilas se encontraba una profunda cólera.

[Corte solar]

La hoja resplandeció con el color del sol, liberando una cuchilla de tono amarillo-anaranjado, con un fuerte toque brillante, que se dirigió hacia el gigante. El guardián de la puerta hizo por esquivar, pero el solo roce dejó una fea marca en la piedra que componía su pierna derecha. La cuchilla continuó su camino hasta impactarse con un árbol, partiéndolo a la mitad.

El brillo de la hoja de espada puso en alerta al gigante; los ataques del hombre de carne ya representaban un riesgo mortal. Huir no había servido de nada, y darle la espalda a su oponente era igual a arrodillarse y esperar la ejecución.

Solo había un único camino por tomar, y aunque renuente, las directrices que habían dejado sus creadores eran absolutas.

Orion avanzó, lanzas de luz aparecían una detrás de otra por encima de su cabeza, mientras la espada de hoja roja se cubría con la brillantez que causaba la habilidad [Corte Solar]. No había plan B, ni C, ni nada semejante; estaba dispuesto a erradicar la mala hierba de una vez por todas, con todo su poder, aunque sin la posibilidad de invocar a la dama vendada por la penalización del quince por ciento de su energía total.

Cerca de diez metros los separaban, una distancia que Orion consideró de lo más apropiado, pero el gigante ya decidido, comenzó a desplazarse a toda velocidad hacia el masculino.

El orbe en su pecho desprendió algunas de las imágenes almacenadas que se guardaban en lo recóndito del mismo, no entendía aquello, el tiempo se había detenido, suspendido sin advertencia. Una mezcla de sensaciones moldeaba las interacciones energéticas que componían su núcleo en cuanto las imágenes se volvían vividas como la propia realidad. Recuerdos preciados: sus primeros instantes de existencia, el tiempo que sus creadores habían tomado para enseñarles a controlar sus habilidades, a comprender que eran seres únicos y demasiado valiosos, la compañía que les otorgaban. Era eso lo que el núcleo quería recordar, esa sensación de sentirse apreciados por sus creadores; sin embargo, tal vez por la inercia del torrente de los recuerdos, apareció uno, no tan agradable como los demás: la despedida de sus creadores, la orden de proteger la puerta y luego la soledad, manteniendo la esperanza de su regreso.

El tiempo volvió a la normalidad. La velocidad del ataque del hombre de carne era demasiado rápida, y su accionar intentó emular la rapidez. Su brazo derecho formó un escudo que cubrió la totalidad de su pecho, pero los impactos provocaron su inmediata derrota en el acto defensivo. Algunos de los proyectiles fulgurantes impactaron en sus brazos y piernas, desestabilizando su avance, pero no impidiendo su objetivo.

Dos a tres pasos le separaban del miserable que había invadido sus dominios; si tan solo no hubiera tenido la intención de tocar la puerta, todo podría haber resultado distinto. Apreció el descontrol del aura del hombre, tal vez por la sorpresa o la intriga; podría haberse dado cuenta, pero ya no importaba, no había manera de escapar.

Su núcleo fue condensando la energía total que había guardado. Pudo percibir la inestabilidad, las corrientes energéticas deseando escapar con fiereza, pero no lo permitió, siguió compactando la energía, era de suma importancia que no existiera probabilidad de supervivencia.

El hombre no había dado marcha atrás, estaba siendo o muy valiente o muy idiota. Un fuerte grito, semejante a un ensordecedor rugido, impactó en lo más profundo de su núcleo. Fue momentánea la pausa, menos de un segundo, pero cuando volvió en sí, notó que ya no tenía control, ya había comenzado su último ataque. Se encontraba cayendo, el hombre le había cortado una pierna, pero eso ya no importaba.

Un destello blanquecino, tan brillante que forzaba a desviar la vista, cubrió su pecho y luego todo su cuerpo, amenazando con expandirse. Sin embargo, el poderoso estallido que prometía destrucción mutua nunca apareció, siendo la duda la última sensación que experimentó antes de desaparecer por completo.

El cuerpo del gigante nunca cayó, se había transformado en polvo tan fino que el aire comenzó a desplazarlo. El orbe que había estado sujeto entre los dedos del hombre desapareció completamente, sin dejar prueba alguna de su existencia.

Orion apretó los dientes con fuerza, percibiendo con sus ojos su mano y brazo carbonizado mientras el sonido de las notificaciones retumbaba en sus oídos.

*Has subido de nivel*

*Has completado la tarea oculta: Los últimos sirvientes*

*Has ganado trescientos puntos de prestigio*

*Has desbloqueado dos habilidades únicas*

*Has desbloqueado una habilidad*

Orion dejó escapar su aliento con lentitud, su brazo había retornado a su antiguo estado a una velocidad espantosa, sin dejar una sola huella de la herida anterior. Y sin tener alguna razón para quedarse, se dio media vuelta, dirigiéndose a sus subordinados.