La metamorfosis había alcanzado su culminación, y con ella, un nuevo ser emergía de las sombras del pasado. De la antes frágil figura que una vez fue, ahora exudaba un poder que no pertenecía a su transformada forma. Aquel aura, antes opresiva y salvaje, había adquirido matices inesperados, como el cálido brillo de un amanecer que disipa la penumbra.
Con un movimiento decidido, se irguió sobre sus patas traseras. Un profundo gruñido escapó de su garganta, resonando en el silencio; un sonido que no solo anunciaba su presencia, sino que también parecía retumbar en las profundidades de su propio ser. La oscuridad ya no era tan densa para sus ojos felinos.
Emprendió su avance hacia la luz, ahora, ya no tan lejana. Su instinto le gritó del peligro, y se aferró a esa intención para desatar su poder en contra de cualquier ser que estuviera presente. Sombras, negras, cubiertas con un aura de muerte, avanzaban a pasos rápidos, pero cautelosos; podrían haberlo detectado, pero parecía que su presencia no les alertó del peligro. Magno error.
Su cuerpo, semejante a un relámpago, embistió a la sombra cercana, lanzándola a besar la pared con su cuerpo, para, inmediatamente, atacar a la sombra de mayor tamaño. La luz provenía de una vara larga resplandeciente, que de alguna manera extraña flotaba por encima de sus cabezas. No le importó aquello, retornando su atención a sus enemigos, evadiendo al ser advertido del peligro. Gruñó.
Proteger, era su único pensamiento, una constante que fortalecía su determinación. Las garras de sus dedos se movieron con cruenta determinación. Sin embargo, la rapidez de las sombras fue el impedimento para lograr un ataque decisivo. Sufrió un golpe en su hocico, sintiendo el sabor de su propia sangre derramarse de su boca, situación que le resultó de lo más desagradable.
Su velocidad incrementó, mientras sus dientes, mostrados al público, advertían del festín que estaba por darse. Más, la sombra de gran tamaño le impidió nuevamente atacar, pero no había quedado ileso; sus garras le habían herido, causa que provocó que las demás sombras se pusieran en movimiento en su contra.
Quería asesinar, volver a las sombras trizas, desaparecerlas de la existencia, demostrar que ante él no eran nada. Sus dientes, sus garras, su cuerpo, todo se había convertido en un arma, y era un especialista en saber ocuparla. No obstante, un repentino ruido, devastador para sus oídos, le hizo flaquear en su determinación, provocó que sus pasos aminoraran su velocidad y su fuerza se debilitara.
Aquella pequeña bestia en su interior rugía con dolor, sometida por una oscuridad que había devorado hasta la última partícula de luz de su corazón. Se rasgó su pecho, haciendo que el sufrimiento le devolviera el control sobre su cuerpo, y funcionó. Se abalanzó sobre la sombra cercana, y con un golpe de su antebrazo la envió al suelo. Su garganta soltó un estruendoso sonido, uno característico de su raza, imponente y devastador. Sus ojos se habían tornado dos soles rojos, cubiertos por un aura de caos y muerte.
Fue detenido nuevamente por otro atronador sonido. Sus brazos temblaban por la voluntad y la indecisión de moverlos; la duda exprimía toda la valentía que su ser había reunido. Matar, era su único pensamiento. Sus movimientos se tornaron erráticos; las oscuras artes de las sombras estaban ejerciendo sobre su mente un control del que era incapaz de resistir, por mucho que lo intentara.
Pronto fue suprimido por un golpe en la cabeza, uno más en el vientre y, por último, en la sien, provocando que cayera inconsciente.
Orion observó la sangre en su pecho con una mirada horriblemente ceñuda; ser atacado por uno de sus subordinados le provocó a su ya lastimada confianza de seguridad un nuevo golpe. Regresó el martillo de bola al notar que la criatura volvía a sus facciones humanas.
—Tráiganlo. —Su expresión no había perdido la severidad, parecía que necesitaba una explicación, y una buena, o podría comenzar una masacre.
∆∆∆
Rompehuesos se lanzó al cuerpo del gigante de piedra en el instante que la distancia lo permitió. Sus dientes, fuertes como el acero, se clavaron en la superficie rocosa de sus brazos, y con la furia contenida de ver a sus hermanos de raza morir, arrancó un pedazo de piedra, para inmediatamente volver a clavar sus dientes. La entidad creada por una misteriosa raza giró sobre sí, agarrando la inercia suficiente para golpear con poder el cuerpo del rondador contra la pared cercana.
La mascota en jefe de Orion no soltó el brazo del gigante, por mucho que el dolor le aconsejó hacerlo, pero, cuando notó que su cuerpo se dirigía al suelo, optó por escuchar su instinto. Una trampa se activó a sus pies. Su cuerpo se cubrió con un manto dorado, en el mismo instante en que la gema en su frente se tornaba con la misma tonalidad. Fue cubierto por una docena de proyectiles, los cuales explotaron en el momento que tocaron su dura piel. No se movió, y cuando el último proyectil desapareció, la gema en su frente dejó de brillar. Se notaban algunas grietas en la superficie de su cuerpo que simulaban a la roca; eran tan solo heridas superficiales.
Sus ojos buscaron la silueta del gigante, encontrándola a una decena de metros de distancia. Algunos rondadores le habían alcanzado, así que, junto con ellos, prosiguió en la persecución.
Mujina y Alir se encontraron en distintas ocasiones con trampas que por los pelos evadieron, y gracias a aquello su velocidad de avance disminuyó sustancialmente, pues la cautela se volvió primordial. Sus vidas no tendrían valor si ya no tenían una vida, por lo que debían ser más inteligentes, aunque fuera un poco. No obstante, un ruido muy único y familiar impactó en sus corazones como un trueno lo hace en un árbol, partiendo sus voluntades y debilitando la intención de continuar avanzando. Se observaron, no necesitaban de palabras para comunicar sus pensamientos, y en ambos ojos, aunque realmente no conocían a qué se debía, se encontró una profunda preocupación, combinada con el presentimiento de que algo muy malo sucedería en un futuro cercano.
Rompehuesos y compañía habían estrechado la distancia, se habían vuelto más listos en contra de las trampas, y la muerte que en un principio fue inevitable para algunos de los suyos, ahora se mostraba más ajena.
El gigante liberó de su pecho otra extraña luz y, como en un pasado no muy lejano, la misma escena con la misteriosa puerta que había descendido para mostrar el escabroso túnel volvió a presentarse. Los mismos símbolos, los mismos ruidos, aunque de una manera más lenta.
La luz exterior iluminó lentamente el oscuro sendero, y ante tal luminosidad sus ojos se cerraron; acostumbrados a la oscuridad, fueron incapaces de avanzar, salvo por Rompehuesos, quien, aún con los ojos cerrados, pudo detectar al gigante gracias a su gema.
Se lanzó de nuevo al gigante, revestido de un profundo coraje, ascendiendo por su piel pétrea hasta alcanzar su cabeza. Allí, con el corazón repleto de lealtad por un ser apenas conocido, exhaló un torrente de fuego, un aliento ígneo que elevó la temperatura del sendero, convirtiendo el aire en un abrazo abrasador. El gigante, consumido por el enojo, se azotó contra la pared cercana, aplastando el cuerpo del rondador, y así silenciando el fuego que danzaba en su boca. La entidad de piedra ya estaba más allá de su límite; podría haber retrocedido en contra de la dama vendada, pero seguir escapando del singular rondador era una completa burla a sus creadores. Las raíces en sus brazos le cerraron el hocico reptil a la mascota de Orion, mientras la superficie pétrea de su cuerpo se transformó en una miríada de figuras conoides, que se acercaron con la intención de perforar al sometido.
Rompehuesos comenzó a moverse con locura; sus fuertes garras destruyeron algunos picos, pero sus extremidades estaban limitadas en su alcance. Estaba condenado a ser empalado por una cantidad abrumadora de protuberancias puntiagudas.
El líquido vital que llenaba su cuerpo comenzó a derramarse por los nuevos agujeros; su gema había brillado, en un intento por activar su cuerpo especial. Sin embargo, el constante uso para escapar de la muerte a causa de las trampas había agotado la facultad de usarlo temporalmente.
No obstante, sus hermanos de raza no lo abandonaron; habían superado la debilidad a la luz con la gema de sus frentes, al igual que lo había hecho el. Se arrojaron con furia sobre el gigante, quien entendió que mantener atado al singular rondador provocaría su destrucción, así que le abandonó, defendiéndose con total fortaleza de los nuevos enemigos.
Muchas de las criaturas de seis patas fueron expulsadas a golpear la roca de las paredes con tal violencia que algunos de los huesos de sus cuerpos se fracturaron. El poderío del gigante continuaba siendo de temer, y lo demostraba con cada golpe, cada lanzamiento.
El guardián había tomado una postura más defensiva, alejándose en cada oportunidad de la multitud que continuaba con la idea de rodearlo. Los hombres de carne se aproximaban, le comunicó su instinto. La salida estaba a menos de diez metros, una distancia que en su estado óptimo habría podido cruzar en dos segundos como máximo; ahora no podía cubrirla ni en un minuto, a causa de todos los infelices que seguían lanzándose a su cuerpo.
Rompehuesos avanzó como pudo; las heridas no eran superficiales, pero tampoco mortales, sin embargo, debía cuidar sus siguientes pasos, un mal movimiento lo podría condenar al vacío infinito. Dos sombras le rebasaron; se movían con la gracia felina y una rapidez sorprendente. Ambas se deslizaban y saltaban, movimientos aleatorios para esquivar, elevando las probabilidades de supervivencia en caso de activar una trampa, una estrategia que hasta el momento había sido exitosa.
El gigante de piedra había logrado retroceder dos metros, una distancia muy valiosa. La luz de la tarde acariciaba su cuerpo; algunos de los rayos del sol escapaban por las rendijas de sus brazos. Con la amarillenta luminosidad, su estado se apreciaba de lo más triste; alguna vez un coloso imponente, con la particularidad de regenerar cualquier parte de su cuerpo, ahora se erguía la sombra de lo que alguna vez fue. Pero la derrota no se encontraba en su orbe; aquel objeto que le entregaba la existencia y una consciencia artificial le entregó la claridad para sus movimientos posteriores.
Mujina y Alir se unieron en el ataque, aferrándose con sus garras en la superficie rocosa del cuerpo del gigante, aunque su poder apenas era suficiente para dañarle.
El pequeño coloso lanzó a las recién llegadas al suelo, mientras continuaba con su retroceso. Tres o cuatro pasos como máximo, y podría estar en libertad, a disposición de su estrategia final.
En el extremo opuesto detectó una extraña luz amarillenta, no propia de las trampas, lo sabía, pero, entonces, ¿a qué se debía? Retrocedió otro paso; su golpe había sido letal para el rondador, pero ni aquello sirvió como advertencia para la veintena que continuaba en su intento por derrotarle.
Otro paso más hacia el exterior; no obstante, la luz en el extremo opuesto había incrementado su intensidad, probablemente por su avance. ¿Qué podría causar aquello? El hombre de carne fue la respuesta que su núcleo le dió, y la sintió satisfactoria, más no tranquilizadora. La dama vendada dio indicios de guardiana; sin embargo, dudaba que lo fuera, pues, de haber sido el, no habría abandonado a su protegido. Pero, fuera cual fuese su vocación, el hombre de carne era una parte importante de ella.
Dos pasos le separaban del umbral, una distancia corta que en tiempos pasados podría haber recorrido en un parpadeo, pero que ahora resultaba en una odisea. Los rondadores atacaban por cada flanco; se lanzaban con intención mortal. Mujina y Alir, envueltas en una voluntad de hierro, continuaban atacando las piernas de la entidad pétrea, deslizándose como sombras cuando percibían la intención de atacarles.
Un paso, un único paso bastaba. Su tamaño se había reducido al menos quince centímetros, una muestra de la determinación de los rondadores y las dos islos. La luz en la lejanía ya no se apreciaba tan lejana, pero todavia era incapaz de notar lo que la provocaba, probablemente porque la mayor parte de su concentración estaba enfocada en los molestos rondadores que continuaban en su intento por destrozarle.
Algo peludo se le subió al rostro, algo le sujetó de las piernas y, de manera simultánea, apresaron sus brazos. Incapacitado y con la paciencia en su límite, liberó de su cuerpo una lluvia de proyectiles conoides. Fue liberado de inmediato; líquido viscoso decoró el sendero, mientras su tamaño se reducía otro par de centímetros.
Aquel segundo de respiro fue ocupado para escapar de una vez por todas del obstaculizado pasillo. Su núcleo brilló en semejanza a las dos ocasiones cuando la pared se interpuso en su camino. Solo que esta vez no hubo indicios de patrones formarse de manera inexplicable en la roca o en algún lugar cercano, al menos no visibles desde la ubicación del ahora pequeño gigante.
Hubo unos segundos de silencio antes de un estruendo inesperado, que hizo mover la tierra semejante a un sismo con cierta fuerza. Y, por si fuera poco, una cortina de polvo fue levantada justo en el lugar donde se encontraba la entrada.
Los rondadores y las dos islos habían escapado del túnel segundos antes, con el único objetivo de proseguir con su ataque a la entidad de piedra, pero se detuvieron al sentir el feroz movimiento tectónico.
Alir, con la poca capacidad de inteligencia que su transformación le confería, llegó a un cruel entendimiento, algo que causó que sus ojos se abrieran con locura y miedo, mientras abandonaba cualquier intento por destruir a la criatura, para dar paso a una búsqueda en la marea de polvo. Determinada a encontrar aquel ser tan importante para su raza, para Tanyer, para ella misma, su soberano.