La última batalla

El gigante notó que su velocidad era apenas suficiente para mantenerse a unos metros de distancia de los rondadores, y sin su habilidad para transitar por el terreno rocoso sería incapaz de escapar por completo.

El final del camino comenzaba a ser visible, por lo que era el momento adecuado de tomar una decisión.

Orion, que había estado al borde del abismo, en un estado tan frágil que la muerte parecía un susurro inminente, se alzó de pie, desafiando las expectativas de todos. Su repentina resurrección sorprendió a Los Búhos, quienes lo observaban con miradas curiosas y desconcertadas. Formó un puño, sintiendo cómo una oleada de poder recorría su ser. Era como si la vida misma hubiera regresado a él, restaurando su fuerza a su estado óptimo. Las heridas que antes habían mostrado su incompetencia, tanto internas como externas, eran ahora meras sombras de lo que habían sido, vestigios de su lucha. La única evidencia de su reciente sufrimiento era la sangre seca que adornaba su piel, un recordatorio de la batalla que había librado.

La energía, potente y vibrante, circulaba por su cuerpo, como si cada célula le recordara su invencible estado. A pesar del resurgimiento de su vigor físico, una fatiga mental se cernía sobre él, una carga invisible que presionaba sus pensamientos. Sin embargo, el brillo en sus ojos, ahora renovado, emanaba determinación y un reformado sentido de propósito.

—¿Señor Barlok? —Su voz temblaba, apenas un susurro, como si temiera romper el frágil hilo que unía la realidad con la incredulidad. Al observar cómo su señor se movía con tal agilidad, como si el tiempo y el esfuerzo no hubieran dejado huella en su figura imponente, la duda solo incrementó en el interior de su alma. El mazo, una pesada extensión de poder con el que había desafiado al gigante, se desvaneció de sus manos con una gracia mágica, aunque no tan impactante por la repetición del acto, que había presenciado en muchas ocasiones.

La transformación de su señor despertó en él un torbellino de emociones desconcertantes. ¿Cómo había logrado el barlok Orion recobrar tal vigor? La pregunta danzaba en su mente, pero había un temor más profundo que la curiosidad: el deseo de permanecer ajeno a los misterios del poder que su señor poseía. Su naturaleza divina, sus decisiones, debían permanecer en el reino de lo sagrado, lejos de su comprensión mortal.

Demir, Throka y Denis se mantuvieron inmersos en la maravilla del acto. En sus corazones se cuestionaban que, si aquello no comprobaba los rumores sobre la divinidad de su señor, nada podría hacerlo.

Orion desvió su atención a la lejanía, donde la oscuridad apenas le permitía vislumbrar el cúmulo de sombras en persecución de una de mayor tamaño.

Ahora era momento del hombre de tomar una decisión.

La pared que definía el final del camino estaba a menos de veinte metros, una distancia ideal para detener la marcha antes de comprobar qué material sería más sólido, el cuerpo del gigante o la inexpugnable pared. Empero, la entidad de piedra siguió avanzando con la confianza de quien entiende la vida. La abertura de su pecho dejó escapar una tenue luz verdosa, que de inmediato provocó un cambio en el trayecto final. Una hilera de caracteres se iluminó en la dura piedra, provocando un ruido sordo.

Una línea perfectamente delineada se manifestó en la superficie rocosa, un relieve que evidenció su existencia al paso de los milisegundos. De un momento a otro, la pared se sumió unos pocos centímetros, para de inmediato comenzar su descenso.

—Vamos —ordenó Orion con un tono severo. Expulsó el polvo de sus piernas al elevar su velocidad al máximo, y la sintió de lo más pausada; hasta entonces no había necesitado ser veloz. Este viaje le había abierto los ojos sobre su fragilidad e insuficiencia de poder.

Los Búhos acataron, debiendo mantener una velocidad constante a la par de su señor, para no dejarlo atrás.

La entrada recién creada, o activada en todo caso, se apreciaba a la mitad de su recorrido. Rompehuesos había cerrado la brecha que lo mantenía distanciado del cuerpo del gigante a unos dos metros; se podía saborear la roca entre sus dientes, pero lo que más le hacía salivar era la recompensa que su amo le concedería al cumplir con la tarea.

El guardián de piedra cruzó el umbral de la nueva puerta que, por su densa oscuridad, parecía más un portal a un mundo desconocido. Su cuerpo fue tragado por las sombras, haciéndolo invisible para los ojos del exterior.

Rompehuesos cruzó sin la menor pizca de cautela, y su estirpe emuló su accionar, pero, en breves pasos en el interior del oscuro y ancho túnel, se demostró que el peligro podía rondar en cualquier lugar. Fueron pequeñas, pero increíblemente poderosas las explosiones de las primeras trampas en ser activadas. Los cuerpos de los rondadores, aunque resistentes, fueron incapaces de aguantar las detonaciones. Miembros y sangre quedaron esparcidos por el sendero.

Rompehuesos hizo brillar la gema incrustada en su frente, comunicando a los de su especie a tranquilizarse, y con el conocimiento de que las trampas podían ser activadas en el suelo, hizo proseguir el camino por el techo y las paredes laterales. Una idea de lo más inteligente para una bestia que debía carecer de ello. Sin embargo, los perpetradores parecían haber anticipado el movimiento. Breves, casi imperceptibles patrones se dibujaron en la superficie que las patas de los rondadores tocaron, activando un mecanismo mágico y mecánico. Algunos cuerpos fueron convertidos en brochetas crudas, mientras que otros solo fueron heridos de gravedad por proyectiles pétreos.

Mujina apreció la extrañeza de la situación, el avance del gigante mostraba cierta cautela, aunque con la confianza de entender a lo que se estaba enfrentando. La islo tenía fe en su agilidad y velocidad, por lo que avanzó, entregando la mayor parte de su atención a sus patas, por si activaba un mecanismo. Sus subordinados fueron un poco más cautelosos, observando las patas de su Sicrela para pisar donde ella lo había hecho.

Alir estuvo a nada de morir por un extraño orbe que, al ser expulsado, brilló con intensidad, para de inmediato expulsar un centenar de esquirlas de la propia esfera. Jonsa fue veloz en su rescate, evitando que tales proyectiles perforaran el cráneo de su compañera. Gruñó con furia al sentir el fresco de las heridas, algunas lo suficientemente profundas para hacerlo cojear de su pata trasera.

La mujer convertida en bestia agradeció el acto con un gruñido, pero ambos sabían que debía proseguir con la persecución, y así lo hizo, aunque con mayor cautela.

Jonsa por otra parte, desistió en su intención de seguir, volviendo a su forma humana. Muchos lo tachaban de ingenuo e impulsivo, y tal vez lo era, pero confiaba en sus instintos más primarios; todos los islos debían hacerlo si buscaban sobrevivir, y ellos le habían advertido del grave peligro que estaría corriendo si osaba continuar, no solo por su propia seguridad, sino también para con sus compañeros. Un integrante débil volvía a la manada débil.

—Maldita sea —dijo al extraerse las esquirlas que se habían mantenido en su piel, el efecto sanador de su sangre permanecía, por lo que su vida no estaba en peligro, al menos eso creía. Con la sangre que la herida de su pierna expulsaba, colocó con sus dedos manchas en sus brazos, un testimonio de su valía como islo.

El tiempo transcurrió, pero en su corazón se comenzó a alojar cierta inquietud, como si la muerte le estuviera acechando, y eso no era conveniente para un hombre herido en un lugar donde la oscuridad perversa era absoluta.

«No moriré aquí», pensó al escuchar la lejana detonación. El pulso de su corazón denotaba miedo.

Se encontró en conflicto con su mortalidad, la saliva se había escapado, dejándole una boca seca y una sensación de riesgo inminente. Apretó los puños, sintiendo que habría sido mejor morir como un islo verdadero, unos de los afortunados que había logrado despertar su sangre. Tal vez aquello lo enviaría directamente a dónde sus ancestros trascendieron, pero su oportunidad había sido arruinada por su cautela, por su cobardía. Sintió el suelo temblar, polvo caer a su rostro. Un frío intenso escalaba por su espalda.

—Serví y morí, y en muerte serviré. Oh, diosa E'la, acepta mi sacrificio. —Tragó saliva y cerró los ojos, inspirando profundamente, aunque sin aceptar por completo su destino.

Separó los párpados al sentir la extraña luminosidad impactada en su rostro, luz que no debería existir, no en este mundo de eterna oscuridad.

«¿Una trampa?», pensó.

Sin embargo, no parecía que lo fuera, la luz era constante, y con cada segundo incrementaba su intensidad. Rápidamente encontró el origen, provenía del ya transitado sendero. Sin embargo, la duda fue plantada en su mente: ¿Qué otra entidad se había escondido en la estancia? Y de repente sintió miedo, pero, no por él, sino por su señor, aquel hombre de postura imponente, de mirada solemne y opresiva, y un aura de poder que le hacía consciente de que un fallo era sinónimo de exterminio. No obstante, ahora ese hombre se encontraba frágil a causa de un combate inconcebible.

Intentó colocarse en pie, empero, se percató de que no podía hacerlo: sus brazos no respondieron, ni sus piernas. El sudor resbalaba de su frente y mejillas, y su corazón se mostraba como un caballo desbocado. Aquella extraña luz la comenzó a notar borrosa, algo le estaba pasando, pero no sabía qué. Pensó en su señor, y aquello le entregó cierto confort a su alma inquieta; quería verle una última vez, tal vez su cercanía podría curarle, pero, entonces, recordó su terrible estado. Fue un pensamiento difuso que pronto se aclaró; sin embargo, no lo aceptaba. Ese hombre debía estar bien, no podía morir, no cuando habían logrado recuperarlo. Tal vez para él el tiempo era nada, pero no era así para su raza. Le necesitaban, su protección, su bendición, su cercanía; era su dios renacido, no podían perderlo nuevamente.

Apretó los párpados, simulando una negativa con la cabeza; un dolor punzante se arrastraba desde su sien hasta el interior de sus córneas. Carraspeó, escuchando la voz de su corazón, un rugido que se notaba ahogado, suprimido por el vacío infinito que comenzaba a devorarlo. Sus ojos se volvieron salvajes, sus colmillos incrementaron su tamaño, mientras la piel de sus hombros y brazos se expandía hasta cuartearse. La transformación le estaba dando fuerzas, pero, igualmente, le estaba arrebatando algo que no debía ser arrebatado.