La vida de Heim en las últimas dos semanas se había resumido en tres cosas. Entrenar con Xavier. Estudiar. Volver a casa. Y repetir.
Era una rutina que no ofrecía espacio para mucho más, y de algún modo, eso le reconfortaba. Le mantenía la mente ocupada, lo suficiente como para no pensar demasiado, como para no tener que enfrentarse al vacío incómodo que a veces lo visitaba cuando todo se detenía.
Xavier no era precisamente un entrenador amable, pero sí uno constante. Estricto, firme y exigente. Sus enseñanzas eran como una cuerda tensa: si no aprendías a mantener el equilibrio, simplemente te caías. Heim no se quejaba. El dolor físico se sentía mejor que el mental. Al menos con el primero sabías de dónde venía.
Luego estaba el estudio. Nada extraordinario, solo lo básico para mantener las apariencias. Pasaba horas encerrado entre papeles, pantallas, y datos que a veces ni siquiera entendía del todo. No porque fuera tonto, sino porque su cabeza a menudo estaba en otro lugar. Y cuando terminaba, solo quedaba volver a casa.
Un espacio cada vez más silencioso, cada vez más estático. Su hogar se sentía detenido en el tiempo, como si se negara a moverse hacia adelante junto con él. Había intentado romper esa monotonía hacía unos días, cuando, en clases y de manera casi espontánea pensó en visitar a Ricardo.
Quizás solo quería escuchar una voz conocida.
Quizás esperaba que el guardia le recibiera con una sonrisa tonta y una historia aún más tonta sobre algún incidente en la entrada del edificio. O tal vez solo buscaba sentirse un poco menos solo. No lo tenía del todo claro.
Pero al llegar, no lo encontró.
La caseta de vigilancia estaba ocupada por un desconocido que le miró con cierta desconfianza cuando preguntó por Ricardo.
— Enfermo — dijo, casi sin mirar. — Hace días que no viene.
Y eso fue todo. Ningún “volverá pronto” o “puedes ir a visitarlo”. Solo eso.
Heim asintió, dio las gracias, y se marchó sin más. Podía haber preguntado dónde vivía. Podía haberse esforzado más, insistido. Pero no lo hizo.
Quizás por miedo a parecer demasiado interesado. O quizás por simple costumbre. Estaba tan acostumbrado a que las personas desaparecieran sin dejar huella en su vida, que ya no le salía el impulso de ir tras ellas.
Desde entonces, no lo volvió a intentar. Volvió a su rutina, como si aquella pequeña chispa de humanidad hubiese sido solo una interrupción. Una que se apagó tan pronto como había surgido.
Y así, entrenar. Estudiar. Volver a casa. Repetir.
Una vida pautada que no ofrecía lugar para sorpresas... Aunque, por dentro, Heim sabía que no todo podía seguir igual por mucho más tiempo.
Heim sabía que no quedaba mucho tiempo para cumplir los seis meses. De hecho, ya ni siquiera quedaban seis meses.
La última vez que revisó la fecha, su estómago se revolvió con una ansiedad que ni siquiera intentó disimular. Los días habían pasado con una rapidez silenciosa, casi cruel, como si el tiempo se burlara de su aparente inmovilidad.
¿Y qué le depararía el destino al final de ese conteo?¿Una prueba física? ¿Un enfrentamiento interno?¿Enfrentar sus miedos, quizá? ¿Revivir su pasado para poder soltarlo? Se hacía esas preguntas a diario, sin encontrar respuestas. Y cada vez que pensaba en ellas, su cabeza terminaba en el mismo lugar: un silencio espeso, seco, incómodo.
No importaba cuántas veces lo meditara. No importaba cuánto tratara de adivinarlo, prepararse, mentalizarse. La verdad era simple y cruel: no podía hacer nada más que esperar. Y la espera se convertía en una cárcel, una celda con barrotes de rutina, donde la única compañía era el eco de sus propios pensamientos.
Vivía en una especie de letargo, en una rutina que no dolía pero tampoco aliviaba. Entrenar con Xavier, estudiar, comer lo justo, regresar a casa, y repetir. El mundo no se detenía, pero él sí. Lo veía pasar a través de los cristales, escuchaba su bullicio a través de las paredes, pero no se sentía parte de él. No tenía fuerzas para acercarse. Ni razones.
Tampoco tenía a quién recurrir. No sabía dónde estaba su padre. Ni siquiera si estaba bien .Y si era honesto, dudaba que importara en ese momento.
Samantha se había vuelto una sombra fugaz: estaba ocupada, siempre ocupada, perdida entre horarios y papeles, promesas que se quedaban a medio camino, llamadas que no llegaban .A veces parecía que la vida los arrastraba en direcciones opuestas.
Y Xavier... Xavier solo hablaba durante el entrenamiento. Nunca más allá de eso. Nunca fuera del espacio que le correspondía como instructor.
Así que, incluso si preguntaba, sabía que no obtendría respuesta. Porque nadie parecía tener una. Porque nadie parecía mirarlo con suficiente atención como para saber qué preguntar.
Y entonces, sin ruido, sin aviso, sin nada... llegó diciembre. Con su frío persistente y sus atardeceres tempranos. Con las decoraciones brillantes en las vitrinas y el murmullo de villancicos lejanos que, por alguna razón, le provocaban una nostalgia que no sabía de dónde venía.
Parado frente a una ventana empañada, viendo cómo la gente se envolvía en bufandas y se reía en grupo, Heim pensó que, tal vez, en algún otro diciembre, él también había sonreído.
Pero ese recuerdo no venía con claridad. Solo una sensación.
Y eso, en cierto modo, dolía más.
Ahora él era un espectador, un simple tercero. Un rostro entre muchos, que no encajaba en ninguno. El mundo se sentía distante, como si lo estuviera rechazando sin palabras, con una indiferencia pesada. No era parte de él. No realmente. Se sentía como un vagabundo sin dirección, uno que caminaba solo incluso cuando la calle estaba llena.
A veces se detenía a observar. No por curiosidad, ni por interés genuino, sino porque no tenía nada más que hacer. Los niños salían corriendo de las tiendas con sonrisas torcidas por el frío, envueltos en abrigos que hacían crujir sus movimientos. Sus padres los seguían de cerca, algunos cansados, otros riendo. Los adolescentes se reunían en los parques, con pelotas, cartas, o simples conversaciones vacías que terminaban en carcajadas. Y las parejas...Las parejas siempre estaban. Caminando de la mano, compartiendo un chocolate caliente, acurrucándose en los rincones como si el mundo fuera justo.
Todo parecía seguir como si nada. Como si no existiera la prueba. Esa prueba. Esa cosa intangible que se llevaba a la gente y, la mayoría de las veces, no la devolvía. El mundo seguía girando con ritmo, como si no supiera que pronto, en algún lugar, alguien más desaparecería.
Incluso las mazmorras habían empezado a escasear, como si el mismo mundo se hubiera tomado un respiro. Una pausa. Un suspiro antes del colapso.
Heim bajó la mirada a su taza de café. Era pequeño, comprado en una máquina en una esquina de la calle. Amargo. Demasiado caliente al principio, y demasiado tibio cuando decidió beberlo. Pero era lo único que lo mantenía despierto, además del frío que mordía sus dedos a través de los guantes baratos que usaba desde el año pasado.
El vapor del café se elevaba con lentitud, disipándose en el aire como lo hacían sus pensamientos. No recordaba cuántas veces había hecho este mismo recorrido. Ni por qué había salido esta vez. Quizá solo necesitaba sentirse menos encerrado. O quizá solo necesitaba caminar hasta que su cuerpo dijera basta.
No sabía.
Solo seguía andando.
Como si el movimiento fuera suficiente para no caer.
Él mismo se preguntó si, al final, todo valdría la pena. No tenía familia cercana. No amigos verdaderos. Solo una promesa que se había hecho a sí mismo en voz baja, una noche sin estrellas: Que haría todo lo posible para evitar que otros perdieran a quienes amaban. Y, por supuesto, que haría pagar a los Candra.
¿Pero eso era suficiente?
¿Eso lo convertía en un héroe? ¿En alguien digno de ser recordado? ¿O solo sería una sombra más, un nombre que ni siquiera llegaría a ser olvidado porque nunca sería conocido?
Heim no se veía a sí mismo así. No como esos ídolos que salían en la televisión, ni como los salvadores cuyas sonrisas aparecían en cada pantalla. El no tenía ese brillo en los ojos. Ni ese tipo de destino. Solo caminaba. Solo hacía lo que podía.
Le dio un sorbo a su café. Estaba amargo, pero no lo suficiente como para despertar algo en su interior. Caminaba entre la gente, chocando ocasionalmente con alguien, murmurando disculpas sin detenerse. Era invisible. Una figura más entre muchas. Una sombra gris entre los colores de la ciudad.
Se preguntaba, con una pizca de cansancio y otra de esperanza, si el mundo alguna vez sería justo con él. Si algún día, solo uno, recibiría algo que no estuviera teñido por la pérdida. Algo que pudiera llamar suyo sin miedo a perderlo.
Y entonces, sucedió.
A las seis de la tarde, justo cuando el sol comenzaba a esconderse, una luz cruzó el cielo. No era una estrella fugaz. Ni un avión. Ni algo que pudiera explicarse con lógica.
Era esa luz. La que todos reconocían. La que hacía que los murmullos se apagaran. La que convertía las miradas en una mezcla de miedo, emoción y resignación.
Heim la vio. Y supo que era el momento.
Soltó una risa suave, sin alegría. Una sonrisa irónica cruzó sus labios. Guardó el teléfono en el bolsillo, ese mismo en el que hace unos minutos estaba leyendo sobre héroes que no conocía y victorias que no le pertenecían.
No dijo nada. No corrió. No rezó.
Solo se quedó quieto. Esperando que esa luz lo tragara también.
Y por una vez, el mundo pareció verlo.
[Fin: Volumen 1 - Cataclismo Personal]