«Vuelve con una reina, o no te atrevas a hacerlo», fueron las primeras, únicas y últimas palabras que escuchó de su padre tras cuatro años de exilio extraoficial. Había pensado que, luego de que le dejaran muy en claro que había tenido suerte de nacer, ya nada más le haría daño.
Zuko todavía era demasiado ingenuo, al parecer.
No había sentido el peso de aquel tajante desprecio hasta ahora. Las altas paredes del palacio de Tristania se sentían sofocantes, como si se estuvieran cerrando a su alrededor con el único propósito de asfixiarlo, o aplastarlo, lo que ocurriera primero. Requirió cada gramo de su disciplina el no reaccionar ante su ansiedad.
El blanco y el dorado eran los colores principales, con sutiles toques de rojo y azul. Podía notar cuadros a través de los pasillos, decoraciones de oro que exhibían poder y riqueza, junto a filas de caballeros que podrían ser confundidos con estatuas.
Tantos años sin pisar ningún tipo de lugar opulento estaba pasando factura. Ni siquiera cuando volvió a Kessel, la capital, se le permitió pisar más allá de la muralla, y todo estaba empacado para su partida. Unas últimas palabras despreciables, aunque merecidas, fueron su única compañía. Junto al ejército para demostrar poder, por supuesto.
Tampoco sería posible relajarse al verse rodeado de mujeres armadas, lo que incluía armas de fuego pequeñas y grandes. Mosqueteras Reales, se llamaba el grupo, y estaba seguro de que su capitana le habría puesto una bala en la cabeza si sus órdenes no fueran escoltarlo.
Estaba habituado al odio, pero por una razón válida, ya fuese su inutilidad o las acciones que hizo durante su exilio. Algo tan crudo y sin un origen lo mantuvo confundido, y aunque ayudaba a distraerse del lujo palaciego que lo rodeaba, era una fuente diferente de preocupaciones.
Por último, estaban los nobles que susurraban a su alrededor. Había olvidado lo indiscreta que podía ser la nobleza, siempre susurrando, planeando y conspirando. Tener su atención sobre él, toda y sin ningún tipo de autoridad para hacerlos callar, agregaba un peso extra sobre sus hombros.
Se esforzó en mantener la cabeza en alto, exhibiendo toda la dignidad que representaba su posición, no queriendo traer más deshonra a la familia. Ni siquiera parpadeó cuando los altos cargos religiosos no podían ocultar el veneno de su voz al llamarlo pagano, o hereje, incluso «infiel» se soltaba de vez en cuando.
Mientras más se acercaba a su destino, menos personas encontraba; solo los que carecían del rango suficiente deambulaban por los alrededores. Era curioso ver a tantos nobles pululando sin mucho que hacer, algo que debería entorpecer el trabajo de los funcionarios. Tampoco era su asunto al final, él no mandaba dentro del país, y dudaba hacerlo alguna vez.
Se detuvo al mismo tiempo en que lo hizo su escolta, haciéndose a un lado, casi pegándose a la pared. Solo la capitana se mantuvo frente a él. Aunque había evitado sucumbir al hábito de escudriñar a las posibles amenazas, esta vez lo hizo de forma inconsciente.
La mujer tenía cabello rubio pajizo, más baja, con un cuerpo tonificado y usaba una coraza que cubría su pecho y abdomen. El resto de ella estaba libre para conceder mayor movilidad, un mosquete en su hombro, espada y dos pistolas en su cadera. El único adorno era una capa blanca hasta los tobillos, con el símbolo de la flor de lis de Tristain en dorado.
La nación de donde venía Zuko era un poco más liberal, lo que incluía la capacidad de las mujeres para valerse por sí mismas, pero, a lo largo de su viaje, la mayoría de guardias femeninos eran solo una pieza decorativa más. Una bonita muñeca para vestir con armaduras, para algunos casi un fetiche. Podía decir, sin cabida a duda, que esta mujer, Agnès Chevalier de Milan, se había ganado su posición con sangre y sudor.
Luego de lanzarle otra mirada de desprecio apenas velado, la mujer se giró para tocar la alta puerta de madera con ligereza. Zuko sintió el cambio en la habitación, que solo podía ser la sala del trono. Y pronto vino el sonido de una trompeta para anunciar el inicio de la sesión, aunque alcanzó a escuchar los tambores que normalmente se tocaban en su nación.
El hecho de que se molestasen en incluir algo referente a su cultura le pareció extraño, pero tampoco un asunto sobre lo que pensar mucho. Su ansiedad se había disparado al saber lo que le esperaba del otro lado. Se preguntaba por qué no estaba temblando o sudando allí mismo, pero solo debía atribuirlo al número de veces que casi fue asesinado en el pasado.
—
Zuko no pudo evitar la mueca que llegó a su rostro, aunque logró desvanecerla lo suficientemente rápido. Hacía tiempo que no escuchaba su nombre completo, y prefería no usarlo. ¿Qué sentido tenía dar órdenes o recibir informes si el hombre bajo su mando tenía que recitar todo un trabalenguas? Razón por la cual siempre iba con «Zuko», el apodo que le dio su tío.
Respiró hondo un par de veces antes de que la puerta fuera abierta luego de una pausa dramática. Entró con la cabeza en alto, fingiendo que no estaba siendo escudriñado hasta por su forma de respirar. Sabía que los ojos se estaban centrando en el lado izquierdo de su rostro, pero los ignoró con los dientes apretados. Al menos la máscara evitaba el asco y la lástima.
El anunciador dijo un par de cosas sobre él a las que no prestó atención. Estaba más concentrado en los ejercicios de respiración que su tío le había enseñado. Necesitaba toda la calma que pudiera reunir para lo que estaba a punto de suceder, y aunque habría preferido compañía tranquilizadora, eso no era algo que estaba disponible en estos momentos.
Reuniendo todo el valor que tenía, miró a la persona por la cual había hecho un viaje de un mes completo, una pausa antes de su exilio oficial, en lugar de solo ser algo de nombre. Una parte de él prefería no haberlo hecho, y permanecer con las dudas de quién era su prometida.
La mujer que, según los informes, era menor por un par de años, lo miraba con frialdad. Estaba acostumbrado a ello, y entendía por qué. Nadie querría casarse con las sobras de la familia imperial de Germania. Así que recibió el desprecio con el poco honor que todavía le quedaba.
No era difícil admitir que se trataba de una belleza florecida, de tez blanca y delicada, cabello purpureo hasta los hombros y ojos azules. Figura voluptuosa, aunque sin exagerar, más baja que él, de porte digno y refinado. Zuko estaría de pie frente a la esposa perfecta de alta cuna, de no ser porque estaba muy dispuesta a congelarlo con la mirada.
Sea como fuere, estaba en él dar el primer paso, no solo porque era un indeseado, sino por las ordenes que había recibido. No le quitaba el sueño, sinceramente, porque se trataba de una misión imposible, pero haría el esfuerzo simbólico. Se inclinó ante ella lo suficiente para denotar igualdad de estatus, a pesar de que la mujer estaba muy por encima de él, el tercer hijo.
—Saludo a Su Alteza Real, princesa del Reino de Tristain, Henrietta Anne Stuart de Tristain.
La postura de Zuko era rígida, esta vez no por el peso de la situación en la que estaba; hacía tiempo que no mostraba modales palaciegos. Tenía cosas mucho más importantes sobre las que preocuparse, aunque agradecía los esfuerzos de su tío para que no los olvidara.
—Es un honor recibirlo en Tristain —su voz helada indicaba lo contrario—. Espero que su tiempo en nuestra tierra sea placentero, Herr Von Schwarz-König —le dijo un germano con un marcado acento tristaniano.
Enderezándose en toda su altura, todavía con los hombros rígidos y la espalda como la cuerda un arco, recorrió los alrededores con la mirada. Parecía que la mayoría estaba sorprendida por el comportamiento de su princesa regente. Si era por darle la bienvenida a las sobras germanas, o por cualquier otro asunto, era imposible saberlo.
—El honor es todo mío —su respuesta vino en tristaniano, una forma de devolver la cortesía que sorprendió a la sala—, y le aseguro a Su Alteza que será todo un placer permanecer bajo su cuidado.
Su prometida, un título que estaba seguro de que no dudaría mucho, lo escudriñó con la mirada por unos cuantos segundos. Fue un silencio demasiado tenso, no obstante, nadie se atrevió a interrumpirlo. Ahora venía el momento en que serían dejados con una escolta mínima por un poco de tiempo, unos cuantos minutos; solo una formalidad para conocerse mejor, porque no tardaría en ser guiado hacia sus aposentos.
Suspiró para sus adentros. Solo quería terminar rápidamente con esta farsa, porque no había más de dos resultados aquí. O se sometían a un matrimonio infeliz para que Tristain tuviera su alianza militar, o Zuko era rechazado al ser poco para la futura gobernante de una nación; su dinero estaba en este último.
§
Henrietta observó marcharse al famoso, o infame, Príncipe Mendigo. No era lo que esperaba físicamente, porque los rumores volaban y cambiaban hasta que la fuente era irreconocible. Era joven, aunque mayor que ella, muy cerca de los seis pies, la mitad izquierda del rostro cubierto por una máscara negra que tapaba incluso la oreja; su ojo derecho, el único al descubierto, era de un dorado penetrante. Su cabello negro era lo suficientemente largo para llegar a su nuca, peinado con pulcritud.
Su andar era rígido, cada movimiento tenso y apenas habló mientras compartieron un corto refrigerio. Ella tampoco lo hizo, pero era obvio que el hombre no era de los que socializaba. Tuvo que exprimir cada pequeña cosa, a pesar de que no le importaba, porque era lo que se esperaba de ella. La hacía enojar que él no hiciera el más mínimo esfuerzo, como si no lo valiera al tenerla ya en su bolsillo.
Lo único que salió de la propia voluntad del príncipe fue cuando le pidió que lo llamase Zuko, si su nombre era un inconveniente. Se negó a hacerlo en voz alta, seguiría refiriéndose a él como «Von Schwarz-König» al ver que lo incomodaba, a pesar de que podría ir por la forma tristaniana y solo llamarlo König.
Despidió a todos los sirvientes, menos a la capitana de las Mosqueteras, y en esa soledad, se permitió suspirar. Jugó con el obsequio que le había dado el príncipe extranjero. Era un broche, específicamente para capa; al parecer, había investigado que ella tendía a usarlos con los vestidos. Supuso que era mejor que un montón de collares, al menos en la superficie.
El problema estaba en que se trataba del símbolo de Germania: el fénix. Estaba hecho de oro, con pequeños rubíes donde deberían ir los ojos. La fina artesanía permitía notar que estaba en pleno vuelo, como un ave de rapiña en busca de su presa. Fue un trabajo precioso, pero el mensaje que transmitía era claro: ahora era de su propiedad.
Estuvo tentada a arrojarle esa correa disimulada a la cara de piedra que tenía, pero se contuvo. Todos los sirvientes presentes la vieron aceptarlo, y el no usarlo a partir de ahora sería escupir sobre la nación de Germania, la única que rivalizaba con Gallia, nada menos. Solo le quedaba tragarse su orgullo y lucirlo como una mascota obediente.
Lo odiaba. Despreciaba la situación con cada fibra de su ser. Apenas había pasado un año desde la muerte de Wales, pero su cadáver ni siquiera se había enfriado luego del crimen de Reconquista, cuando ya se habían comenzado las negociaciones para un matrimonio político. Tuvo que sonreír mientras lloraba por dentro en cada reunión.
Su posición debilitada los hizo sumisos ante las demandas, y fue un insulto a nivel internacional que el Káiser Ozwald Adolf Baldur von Schwarz-König enviara al hijo que despreciaba, el Príncipe Mendigo. Sea como fuere, seguía siendo un vínculo con la familia imperial del Reich, uno que su nación necesitaba desesperadamente.
—¿Qué piensas de él, Agnès? Tienes permitido hablar libremente.
Tuvo que hacer la declaración. Sabía que su guardia no le mentiría, pero también limitaría lo que fuera a decir. Quería las palabras de alguien que no estuviera ansioso de venderla como yegua de cría, lo más cercano a un punto de vista neutral.
—No me gusta —dijo con convicción—. Y no solo por los rumores, que son muchos. Puede ser como su padre, el famoso Rey Negro.
La historia del actual Káiser era muy conocida. Rey Negro, o Schwarz-König en germano, un título que tomó como apellido, una declaración muy atrevida y belicosa a nivel internacional. Carbonizaba los cadáveres de sus enemigos hasta que solo dejaba un trozo negro irreconocible donde antes hubo vida. La misericordia no estaba en su diccionario y su trono estaba hecho de cenizas.
—Solo se habla de este Príncipe Mendigo como un soldado, sofocando las rebeliones en Germania. La extensión de la voluntad de un tirano. No se puede confiar en él.
Su guardia hizo un punto; Germania era una nación conocida por su poderío militar y su aprecio por el arte de la guerra. König era famoso por viajar por toda la nación sofocando rebeliones, capturando o ejecutando bandidos, sin estacionarse en ningún lugar. De allí el apodo de Príncipe Mendigo, al parecer.
No obstante, sabía que su guardia no estaba siendo imparcial, así que no presionó... Necesitaba a otra persona que pudiera darle una visión verdaderamente neutral. Una persona que no iba a encontrar en el palacio, de eso estaba segura. Si no eran los que querían entregarla, estaban los que despreciaban al Reich Germano solo por envidia, y quienes odiaban sus creencias religiosas como paganas y heréticas.
—Crees que no debería casarme, entonces.
Henrietta a veces no sabía si eso era lo que quería escuchar o no. Decirle que no debería era egoísta y un rechazo a su sacrificio, pero aceptarlo sería imponerse una vida miserable. Tampoco estaba en sus planes casarse con un germano, ya que, por mucho que no creyese demasiado en los rumores, no le atraía el asunto. Menos ahora que el noble le había regalado una correa.
—Con todo respeto, no. Si es por su orden, escoltaremos al Príncipe Mendigo fuera del palacio —el tono de su voz indicaba lo ansiosa que estaba por la idea.
—No será necesario —negó con rapidez y cambió de tema—. ¿Cómo van los preparativos para partir a la Academia de Magia?
Aunque solo quedaba a un par de horas de viaje, el hecho de que ella era no solo de la familia real, sino también la única princesa y futura reina, lo convertía de inmediato en una pesadilla logística. Cerciorarse de que el camino no tuviese baches, asegurarlo con patrullas y limpieza de cualquier salteador, sin contar la elección minuciosa de escoltas.
—Todo marcha según lo planeado, deberíamos partir en tres días. Llegaremos una semana antes de la Exposición Anual de Familiares, pero el director ya fue notificado al respecto y todos los preparativos están siendo culminados.
Henrietta sonrió por primera vez, aunque fue aplastado por la culpa. Hacía mucho tiempo que no veía a su amiga de la infancia, y ya tenía pensado cargarla con sus propios problemas. Pero ella era su mejor opción si quería una opinión neutral... Tal vez no, odiaba un poco a los germanos debido a la situación fronteriza, pero ella pensaría primero en la felicidad de Henrietta.