Zuko había aprendido, a lo largo de los años, cuándo no era bienvenido. El palacio, si bien no escatimaba en gastos para hacer su estadía más cómoda, la actitud de las personas no ayudaba a que se sintiera aceptado. Razón por la cual estaba vagando por la ciudad, aunque ese no era su objetivo principal en todo esto.
Estaba seguro de que no podría volver al Reich Germano, así que tendría que hacer una vida en otro lugar. No pisaría Gallia ni siquiera bajo amenaza, Albion era políticamente inestable y Romalia lo quemaría a la vista. Tristain era la respuesta a sus problemas, así que necesitaba conocer a su gente, y ¿qué mejor manera de hacerlo que codeándose con ellos en secreto?
Tal vez atraía una que otra mirada con la capa y la capucha, pero al menos escondía su rostro de miradas indiscretas; a pesar de cubrir su mitad izquierda con un parche. No obstante, no era demasiado necesaria la cobertura, ya que las personas no imaginaban a los príncipes desfigurados, y dejar al descubierto una parte de su cicatriz lograba dos efectos; o no lo miraban a la cara, o se centraban en la quemadura.
Su ojo vagó de un lugar a otro. Era de noche, pero todavía se podían ver algunos niños o personas sonrientes. Esto era inaudito en muchas ciudades de Germania; los toques de queda eran estricticos, y si no había una razón legítima para pasear por las calles, lo mejor era quedarse en casa o en el bar más cercano.
Esto variaba entre ciudades, pero Kessel era mucho más estricto. Pero eso no sucedía aquí, y aunque los guardias, los pocos que apenas divisaba en las mejores áreas, vigilaban todo con ojo de águila, las personas no se desanimaban en su andar.
Dejándose llevar por la situación, entró a la primera tienda luego de decidirlo al azar. Para su sorpresa, era una que vendía armas. Desde estoques hasta hachas, aunque vio una pica apoyada en la pared. El interior estaba mal iluminado solo por un par de velas que colgaban de la pared, impidiéndole ver el rostro del comerciante, además de proporcionar la misma bendición para él.
—Bienvenido, bienvenido —saludó el jovial comerciante—, ¿algo que pueda hacer por usted?
—Buenas noches —contestó con su habitual y distante educación—. No será necesario, solo mirando.
Centró su atención en los sables. Estaban bien, supuso. No era un experto en cuchillas, al menos no fuera del ámbito marcial. Probó con un par de balanceos amplios. El peso era aceptable, la calidad de la hoja igual. Era algo que usaría un mercenario común, o incluso un bandido; le ayudaría a mezclarse mejor con los alrededores, a diferencia de sus sables habituales, que estaban en su habitación temporal.
—Aceptable. ¿Cuánto?
—¿Está seguro de que quiere eso? Recibimos una espada forjada por el mismísimo lord Shupei, un famoso alquimista Germano.
El oído de Zuko se animó ante esas palabras, y de inmediato le pidió que fuera a buscarlo. Sus sables fueron hechos por dicho alquimista, el único dispuesto a ofrecerle armamento de calidad. Era un hombre muy recluido, así que era un milagro que su trabajo llegase hasta Tristain, aunque no imposible.
Solo tuvo que esperar alrededor de medio minuto antes de que sus expectativas fueran destrozadas sin piedad. Era un sable, pero su brillo dorado estaba casi cegándolo, y ni hablar de las gemas que adornaban la empuñadura y el pomo. Eso no era un arma, y mucho menos un trabajo de Shupei.
Negando con la cabeza, puso el sable que había pasado su inspección sobre el mostrador. El hombre quedó desconcertado ante su tajante negativa, pero le ofreció el precio del arma que había tomado. Si no recordaba mal, un écu equivalía a doscientos sous y uno de estos a doce deiners.
Una vez que pagó y ocultó el arma bajo su capa, no pudo evitar sentirse decepcionado mientras volvía a la calle. Eso pasaba por tener las esperanzas demasiado altas. Debió suponer que un objeto tan codiciado no terminaría en una tienda aleatoria; sería como encontrar un arma sensible en ese lugar.
Sin importarle el tropiezo, decidió disfrutar un poco más de la ciudad, aunque tenía el objetivo de recolectar información. Para eso, necesitaba encontrar una taberna. Aprendió, durante sus viajes, que era el mejor lugar para encontrar lo que querías, si preguntabas a las personas correctas, escuchabas a escondidas o pagabas lo suficiente.
El problema era que no sabía a dónde dirigirse. Había visto algunas en el área para los nobles, pero no iba a encontrar nada allí salvo desprecio. Estaba vestido como un plebeyo, después de todo, y no cambiaría mucho si anunciaba su identidad como príncipe germano.
Caminó por más tiempo, ahora confesando que estaba perdido. Al menos cumplió su objetivo original de ver cómo vivían las personas de la capital. Aunque comparar sería grosero de su parte, la calidad era mayor en Kessel. A costa de varias libertades, por supuesto, pero no había mendigos por las calles o casas a punto de ser derribadas. No significaba que no hubiera diferencia en las clases sociales, pero, la última vez, que fue hacía cuatro años, todos tenían un techo sobre sus cabezas.
En algún punto bajó su capucha. La cicatriz estaba oculta, y cuando se presentaba ante el público como el príncipe, las personas prestaban más atención a la máscara que al resto de él. Así que caminó mientras disfrutaba del anonimato, y todos los problemas con los que venía.
—No vuelvas a intentarlo —dijo al tiempo en que sostenía una mano que intentó tomar su bolsa.
Zuko miró al niño que se sintió como un animal capturado. Había intentado robarle desde su ángulo ciego, y aunque podía puntuarlo como un buen intento, no funcionaría con alguien que estaba habituado a robar.
—Y-yo n-n-no...
Ni siquiera podía hablar bien. Zuko miró a su alrededor, y nadie les daba un segundo vistazo más allá de la curiosidad. Esto debía ser una visión demasiado común como para levantar siquiera una ceja al respecto. Suspiró ante eso y centró sus ojos otra vez en el niño, llevando una mano hasta su pequeña bolsa. Sacó un Sou y lo puso en la mano del pequeño ladrón.
—Muéstrame la mejor taberna de la ciudad.
El niño estaba incrédulo, mirando entre la moneda y su benefactor, al que había intentado robar. Pero, como si no quisiera poner a prueba aquel golpe de suerte, de inmediato lo guio por las calles. Volvieron por el lugar hasta estar lo suficientemente cerca de la plaza, en lo que solo podría describir como la calle principal.
Se trataba de un establecimiento de dos pisos más áticos, lo suficientemente ancho para que hubiera cuatro ventanas en la fachada. La puerta de madera estaba debajo de un letrero un poco viejo, sobre el cual se escribía, con una caligrafía curva y delicada, «Posada de las Hadas Encantadoras». Esto serviría.
Arrojando una segunda moneda al niño, lo envió por su camino. Lo vigiló hasta que se perdió un callejón y un poco más. Nadie pareció seguirlo. Sabía lo que ocurría cuando regalaba dinero a los mendigos o ladrones. Solo esperaba que el chico hubiera aprendido el valor de la discreción.
Empujando la puerta, notó un interior tenuemente iluminado que ofrecía un ambiente un tanto acogedor. El olor a alcohol parecía impregnado a las paredes, además de una mezcla no tan sutil, aunque agradable, de perfume. El establecimiento no podía llamarse impecable, puesto que era hora de servicio, pero estaba más limpio que otro que había visitado. Miró un poco más antes de cerrar la puerta de golpe, sintiendo sus mejillas enrojecer.
«Posada de las Hadas Encantadoras», seguía diciendo el letrero. En ninguna parte mencionaba nada de un burdel. ¿Era alguna especie de negocio oculto? ¿Tal vez para disminuir el pago de los impuestos? ¿El niño lo condujo a este lugar como una broma, o desconocía el ofrecimiento de favores sexuales a cambio de dinero?
Estaba tan metido en su ensoñación que fue tomado por sorpresa cuando la puerta fue jalada desde el otro lado. Tropezó y golpeó lo que solo podía describir como un muro de piedra. Uno que era más carnoso que rocoso, no obstante.
Al dar un paso hacia atrás, su rostro pasó de estar ruborizado a la palidez. De pie frente a Zuko estaba el titán de un hombre, con un cuerpo que pasaría cualquier inspección para unirse al ejército de Germania. Y toda esa masa muscular estaba en una camiseta de tirantes morada y pantalones demasiado cortos.
—¡Oh,
Zuko estaba tan paralizado y sobrecogido con la situación que se dejó llevar hasta una mesa, donde el hombre lo observó, expectante. Era como un desastre natural; no podías apartar la mirada, sin importar cuánto quisieras hacerlo. No obstante, y gracias a su resistencia mental, recordó que debía ordenar algo, así que exprimió las palabras:
—Vi-vino, y s-su e-especial,
—No, no, no —movió el dedo índice derecho tres veces en señal de negativa—. Eso no funciona. Es
¡¿Todos los tristanianos estaban locos?! Estaba seguro de que su padre lo mataría si volvía a Germania, pero estaba considerando la posibilidad en estos momentos... Sea como fuere, se aclaró la garganta y reunió más confianza.
—Solo vino y su especial, ma-mademoiselle.
Con una alegría que le hizo mover las caderas, el hombre, la camarera o lo que sea, se dirigió a la cocina. Zuko solo podía quedarse allí, atrapando moscas con la boca de la incredulidad. Le habían dicho que habría un choque cultural, y había aceptado la posibilidad, pero esto no era lo que esperaba al venir. ¿Que los germanos eran liberales con su sexualidad? ¡Ja! Al parecer nadie le ganaba a los tristanianos.
Suspirando mientras hacía lo posible para borrar aquella visión de su cabeza, fue sorprendido por segunda vez en menos de diez minutos cuando una mujer se sentó en el asiento de enfrente. Hizo un esfuerzo consciente para mirarla a la cara, notando las trenzas, porque el minivestido verde oscuro, con volantes y sin hombros, invitaba a otra cosa.
—Lo has manejado mejor que la mayoría —comentó con casualidad, siendo obvia su diversión.
Frunció el ceño ante eso. No le gustaba ser usado como alguna especie de espectáculo, pero adecuó sus facciones. No iba a montar una escena por algo como eso.
—¿No te meterás en problemas por hablar conmigo? —preguntó en su lugar.
La chica solo le sonrió con picardía, inclinándose hacia adelante. Zuko, que se estaba enojando con cada segundo, se esforzó en no reaccionar ante la provocación, ese era su objetivo.
—No hay demasiados clientes hoy. La mayoría parece rondar el área de la nobleza para ver si consiguen otro vistazo del Príncipe Mendigo. Mañana comenzará la fábrica de rumores, o dentro de unas horas.
Zuko apretó los puños debajo de la mesa. Odiaba con cada fibra de su ser ese apodo. Para no dar más detalles de que le estaban afectando sus palabras, decidió inspeccionar la taberna.
La mitad de las mesas estaban libres, y las pocas camareras que pululaban aprovechaban el estado de ebriedad de los clientes para sonsacar algo de información y propinas. Eso incluía manoseo, un poco de ambas partes, pero nada que tuviera que llevarse hasta una habitación. Era normal en una taberna, solo cambiaba el uniforme.
—Y papá es el dueño, así que no hay problemas.
Esto hizo que el cerebro de Zuko se detuviera y volviera sus ojos hacia la mujer. Cabello negro, al igual que el hombre que lo arrastró hasta la mesa. Era objetivamente hermosa, y con un cuerpo que robaría el aliento de muchos que se dejasen llevar por sus bajos instintos. Sin contar esto último, era factible si le decían que esta mujer se parecía a su madre.
—¿Tienes alguna otra expresión que no sea un ceño fruncido? —preguntó la camarera con genuina curiosidad—. La mayoría de las personas son incapaces de creer que estemos relacionados.
Más que no creerlo, las personas se preguntarían cómo logró atraer a una mujer con tal personalidad. O había alguien que tuviera gustos extraños, o esto fue un cambio posterior al matrimonio, o coito, o lo que sea.
—He visto cosas más raras.
—Daré fe a eso, entonces. Eres germano, ¿no? Tu acento te delata, y el cabello negro no es algo de Tristain.
Tampoco era demasiado frecuente en Germania. La mayoría hacía gala de una piel morena y alguna tonalidad de rojo para el cabello. Solo en las áreas nororientales, uno de lugares de donde se originaba su familia, o surorientales, se contaba con las características que cargaba.
Le ofreció como respuesta un asentimiento, y ya sabía por dónde iría el tema del interrogatorio.
—Quiere decir que conoces al Príncipe Mendigo. ¿Hay algo que quieras compartir?
Tal vez el público recurría a ese título porque su nombre era impronunciable. O solo que a las personas les encantaba chismosear. Ya ni siquiera importaba.
—No —respondió con voz cortante.
—Vamos —por supuesto que no la desanimó—, debes saber algo. Creo que... podríamos llegar a un acuerdo.
La forma en la cual se inclinaba sobre la mesa acentuaba el escote indecente que estaba usando las artimañas habituales. Zuko, agradecido con las enseñanzas de su tío para mantener el autocontrol en caso de ira, le preguntó con los dientes apretados:
—¿Interrogas así a todos tus clientes?
—No todos mis clientes entran armados, monsieur... —le invitó a revelar su nombre.
Su tono seguía siendo amigable, pero no ocultaba una firmeza y desafío presente. En esto no tenía nada que objetar, ya que no todos andaban por la ciudad con sables en sus caderas. Un hábito del que no se desharía pronto, no cuando esto lo mantuvo vivo por años.
—Zuko —respondió, dejando escapar algo de frustración en un suspiro agotado.
—Eh, nombre extraño. Soy Jessica, por cierto. Ahora, con respecto a...
Salvado por la campana, la camarera fue llamada por su padre para entregarle a Zuko su pedido. Luego de aquello volvió al trabajo, permitiendo que el príncipe pudiera relajarse de una vez por todas. No demasiado, porque odiaba ser coqueteado de forma tan descarada.
Seguía siendo un príncipe, e incluso cuando no se quedaba en casa de ningún noble, su llegada siempre atraía atención no deseada. Había olvidado el número de veces en los cuales la hija del noble local entraba en la posada en la que se iba a quedar, se sentaba en su mesa e intentaba seducirlo. Y ni hablar de las que directamente aprendían magia para desbloquear puertas y se escabullían a su habitación.
En caso de que cediera a la tentación, lo que nunca ocurría ya que esto lo hacía enojar hasta el punto de la ebullición, estaría en una pésima situación. Ella podría obligarlo a casarse si se alegaba violación; su infamia pondría a la nobleza en su contra. En caso de que el matrimonio no estuviese sobre la mesa, un hijo bastardo por sí solo aumentaría la posición de la familia.
Suspiró y se llevó una cucharada de lo que sea que le sirvieran a la boca. Al menos estaba bueno, y el vino era agradable... La única queja que tenía era la camarera, y ahora lo estaba ignorando. Sería un buen lugar para pasar las noches y familiarizarse con el reino. Siempre y cuando no tuviera que interactuar mucho con el padre o la hija.
Conociendo su suerte, esto sería imposible.