VI

Zuko se despertó antes que el sol. Había hablado con Kirche hasta muy entrada la noche, y aunque normalmente haría mella en un civil, cuatro años en el ejército ayudaron a crear cierta resistencia. Días sin dormir ocurrían de vez en cuando durante una campaña. 

Realizó estiramientos y prescindió de la meditación mañanera en ausencia de su tío, para luego proceder a lavarse y vestirse, lo que incluía, como siempre, cubrir su cicatriz, solo que con vendas. Habría elegido un conjunto digno de nobleza, pero iría ligero por ahora. Se cambiaría de ropa una vez comenzaran las clases, mientras tanto, sería el desayuno y un paseo. 

Buscando las cocinas, los guardias lo veían pasar sin una segunda mirada. Nunca le creyó a su tío antes de comprobarlo, pero en realidad la máscara y armadura lo hacía destacar; sin eso, nadie repararía en su presencia. Era lo mejor, odiaba las falsas cortesías que traía su posición. 

Sin tener suerte de encontrar su objetivo por sí mismo, siguió los pasos de un sirviente aleatorio. No tenía nada en contra de la cocina de otros, pero estaba habituado a encargarse de sí mismo y evitaba comer demasiado si no iba a entrenar de inmediato, o cuando estaba a punto de realizar un despliegue.

Los guardias apostados en la puerta no lo miraron demasiado una vez que dijo su propósito: desayunar. Asumieron que era un plebeyo y no corrigió el malentendido. ¿Qué clase de noble bajaba a la cocina a buscar solo una barra de pan para el desayuno? Él, supuso.

Los sirvientes estaban haciendo los preparativos, demasiado ocupados dentro del pánico que suponía una visita real. La atenta mirada de los sirvientes de la princesa era una presión adicional. Como tal, tomó su desayuno y se sentó en la mesa, masticando con cierta apatía. Que fuera una persona madrugadora no significaba que estuviese particularmente activo cuando no había nada importante que hacer. 

Era un poco gratificante ver el trabajo real. Los primeros catorce años de su vida no fueron demasiado diferentes a los de cualquier otro noble. Tal vez era más amable con los sirvientes, pero poco más. Antes ni siquiera sabía de dónde venía su comida, cómo se preparaba o todo el esfuerzo y logística que había detrás. 

Luego de comenzar a dirigir un regimiento a una edad en la cual nadie lo tomaba en serio, tuvo que valerse por sí mismo. A partir de allí valoró el trabajo duro, por así decirlo. Fue esclarecedor darse cuenta de a qué hora comenzaban a cocinar para que la comida estuviese lista y los nobles caprichosos no tuviesen quejas; ya fuese que tardase, o que se apresurasen demasiado y se enfriara.

Sacudió las migajas y miró alrededor, perdido en sus pensamientos sobre qué hacer en un futuro. Todo este asunto del matrimonio no iba a durar, así que ¿cómo podía ganarse la vida? Ser mercenario no llamaba su atención, estaba cansado de pelear. 

La camarera de la Posada de las Hadas Encantadores dijo que podrían usar un par de manos extra en la cocina. No era bueno cocinando, solo lo necesario para vivir, pero servía como lavaplatos. Era tentador, ya que venía con alojamiento en el ático, pero malo para su cordura. Scarron era algo que solo podía soportar en pequeñas dosis, y su hija igual. 

Sabía hablar, leer y escribir muchos idiomas gracias a sus viajes obligatorios, pero la mayoría, si no todos, los trabajos estaban relacionados con la nobleza. Prefería evitarlos la mayor cantidad de tiempo posible. Tampoco tenía madera para comerciante; era un desastre tratando con las personas, y apenas las entendía.

¿Quién diría que había tan pocas opciones laborales para un príncipe exilado que nunca aprendió un oficio? Casi sería mucho más misericordioso volver a Germania y esperar que su padre al menos decidiera el método de ejecución menos doloroso. Y, conociéndolo lo poco que lo hacía, elegiría quemarlo vivo para hacer un ejemplo.

—¡Oye, muchacho! —la voz gruesa, como la de un instructor militar, lo hizo ponerse firme—. ¡Si tienes tiempo para estar con la cabeza en las nubes, ayuda a Siesta a pelar las papas!

Aturdido ante el llamamiento, se señaló a sí mismo con la duda escrita en el rostro. El hombre que le había gritado era alto, con brazos musculosos y algo de sobrepeso. Bufó, sacudiendo la cabeza. 

—Por supuesto que es contigo. ¡No nos hagas perder el tiempo! Lo juro por Brimir, cada vez llegan más verdes.

—Pero no soy...

Cualquier réplica se interrumpió cuando el hombre le arrojó un uniforme de cocinero, al menos la parte superior junto a un delantal. Zuko miró las prendas con la boca abierta, ya que el chef en jefe, o eso parecía gracias a su sombrero, se marchó a seguir gritando ordenes.

Siendo objetivo, estaría en todo su derecho de ordenar su ejecución; sus hermanos mayores lo harían sin dudar. No obstante, Zuko había tomado algo de estas personas, incluso si la comida era gratuita, además de ocupar espacio. Lo correcto sería devolverles el favor, por lo que se colocó lo que le entregaron.

Luego vino el inconveniente de quién era Siesta. No la conocía, pero solo había una chica peleando papas, así que se acercó a ella. Al igual que el chico, Saito, contaba con cabello negro, pero, cuando ella se giró, notó que sus facciones eran tristanianas.

—Disculpe, ¿es usted Siesta? —pareció sorprendida por su forma de hablar, pero asintió—. Me... eh... enviaron para ayudarla. 

—¡Gracias a Brimir! —exclamó con alegría, y una sonrisa—. Toma, sostén el cuchillo. Buscaré otro, ya que pareces ser nuevo. 

Zuko se limitó a asentir. Técnicamente era nuevo, tanto en Tristain como en la Academia. Mientras ella buscaba un reemplazo, comenzó con la tarea. No era la primera vez que hacía esto, porque las papas eran un bien constante en su regimiento. O en todo el ejército, por alguna razón que no alcanzaba a comprender. 

—Realmente aprecio la ayuda, eh...

—Zuko. 

—¿Llegaste con la procesión de la princesa? —preguntó, hambrienta de una historia.

—Yo... Sí. Llegué ayer —su respuesta vino cargada de duda.

Por alguna extraña razón, sintió que estaba en garras de otra Jessica. No obstante, desterró el pensamiento grosero. Hasta ahora, Siesta se veía como una chica dulce y trabajadora más. A diferencia de cierta otra persona que intentó seducirlo en menos de cinco minutos. 

—¡Significa que debes saber muchas cosas! Aunque, por tu acento, eres de Germania, ¿no? ¿Trabajas para el príncipe?

Zuko se quedó esperando a que llegase la palabra «mendigo», y grande fue la sorpresa cuando no lo hizo. Siesta subió un par de niveles en su escala de respeto. 

—Yo... Algo así...

No estaba mintiendo, mucho. Trabajó para uno de sus hermanos en el pasado. Más o menos. Servirle de escolta con su regimiento contó como trabajo, incluso si solo fue una tarea hecha para humillar a Zuko y retrasarlo en su verdadero deber.

—¿Qué hay sobre los rumores que escuché? Dicen muchas cosas sobre él, ¿sabes?

A partir de ese momento, Zuko se limitó a responder varias preguntas con respecto a sí mismo, o su alter ego principesco. Fue algo sorprendente cómo viajaban los chismes, y siempre mutaban hasta algo irreconocible. Supuestamente, era capaz de disparar fuego por los ojos. Se limitó a desmentir todas las cosas que decían mientras el desayuno comenzaba y terminaba.

Lo que inició como solo pelar las papas, se convirtió en vigilar el fuego, revolver, cortar y muchas otras cosas. Pasó parte de la mañana ayudando a los sirvientes, y solo hubo un descanso más adelante. Los empleados se dispersaron para descansar, y solo quedaban el jefe de cocina y Siesta, quienes le sirvieron algo de sopa a pesar de la negativa de zuko.

Así que estaba comiendo allí, en la mesa con los sirvientes. Pero, cosa curiosa, había un cuarto plato esperando. 

—Fuiste toda una ayuda allí, muchacho —ofreció un asentimiento como reconocimiento— ¿Zuk, te llamabas?

—Zuko —corrigió.

Estaba seguro de que lo iban a bombardear con preguntas, hasta que apareció alguien. Era el mismo chico con el que habló durante la noche. Bostezó mientras entraba, rascando su cabeza.

—Siesta, Marteau, estoy hambriento.

—¡No te preocupes —el cocinero parecía revitalizado—, siempre hay comida para Nuestra Espada!

Zuko quiso preguntar por el extraño apodo, pero Saito lo notó antes y miró confundido, en especial el traje que estaba usando. Luego se encogió de hombros, como si hubiera visto cosas más extrañas que un príncipe vestido de cocinero.

—No pensé encontrarte aquí Zuko. 

—Solo las circunstancias. 

¿Quién podría haber previsto que el chef en jefe lo haría cocinar? Fue agotador, pero, como siempre, el trabajo duro era gratificante a su manera extraña. 

—¿Se conocen? —preguntó Siesta, aunque solo porque se le adelantó a Marteau.

—Bueno, duh —dijo Saito mientras se sentaba y tomaba la cuchara—. Este tipo ha dado de qué hablar en toda la academia. Llegando en un carruaje tirado por rinocerontes raros y todo. 

Al principio no parecieron estar procesando sus palabras, pero, cuando lo hicieron, la palidez se apoderó de sus rostros. La sirvienta incluso se desmayó en su asiento, mientras que el cocinero ahora parecía una estatua. El miedo debió paralizarlo, recordando cómo le había hablado.

Zuko le dio a Saito una mirada plana por su falta de tacto. Al menos tuvo la decencia de verse avergonzado, a pesar de no detenerse en la comida. Venían un montón de explicaciones. 

 

§

 

La risa de Kirche era estridente, atrayendo varios ojos de los alrededores. Algunos eran hostiles por alguna razón, y Zuko respondió en consecuencia. Ninguno fue capaz de sostenerle la mirada, lo que no era una sorpresa cuando crecían en un lugar tan seguro. 

Le había contado el incidente de la mañana y su razón para no presentarse a desayunar, tal como había prometido. Encontró la situación lo suficientemente hilarante como para no sostener sobre su cabeza la promesa rota. Al menos se reunieron en la clase.

Se vio obligada a controlarse con la llegada de un profesor. Se trataba de un delgado hombre mayor, de rasgos apuestos, aunque calvo en la parte superior y con amables ojos azules. Zuko de inmediato reconoció a un soldado, a pesar de las pretensiones. Tuvo que aprobar el mezclar personal militar con la docencia para mantener a los estudiantes seguros.

—Buenos días, clase —anunció, recibiendo una respuesta parecida.

—Profesor Colbert —un estudiante rubio con sobrepeso levantó la mano—, ¿qué es eso?

Colbert llevaba en sus manos una maquina extraña. Contaba con un cilindro de metal con sistema de tuberías, con un par de fuelles conectado, junto a una manivela en el cilindro, la cual se unía a una polea. Se culminaba con dos engranes emparejados con la polea.

—Es la lección de hoy. No obstante, ¿quién puede decirme cuales son los principios para la magia de fuego?

«Ira, odio y deseo de dominación», sería la respuesta del Káiser Ozwald. Tres principios que habría querido inculcarle a cada uno de sus hijos. Por desgracia, Zuko no fue lo suficientemente fuerte y decidido como para aprenderlo. Una vergüenza para la familia.

—Pasión y destrucción —dijo Kirche con languidez. 

Zuko negó con la cabeza antes de centrar sus ojos en su regazo, un poco divertido con su respuesta. Sabía que algo así iba a decir Kirche, siempre fue más del lado emocional. Ella era, después de todo y a diferencia de él, una maga talentosa. 

—No está equivocada —asintió el profesor—. Pero, además de la pasión, me parece que destruir es lamentable y solitario. El fuego no es solo para la destrucción, mademoiselle Zerbst. Es...

—Vida —murmuró Zuko, recordando las palabras de su tío—. Vida y energía. 

Al levantar la vista, notó que todos los ojos se habían posado sobre él. Luchó contra el impulso de ruborizarse, pero la sonrisa que le estaba enviando su prima no ayudaba. 

—Es correcto, Herr Von Schwarz-König —Zuko se estremeció un poco ante el apellido; necesitaba acostumbrarse—. ¿Podría preguntar dónde aprendió aquello?

Kirche, sabiendo bien de quién lo aprendió, y siendo consciente de que no iba a decir nada, decidió darle una mano a su manera, porque balanceó su cabello con arrogancia y declaró:

—¡Es algo germano, profesor! Por supuesto que, como tristanianos, no entenderán la verdadera naturaleza del fuego —este arrogante anuncio hizo enojar a una chica de cabello rosa junto a Saito, quien supuso era Leblanc de La Vallière—. Pero ¿qué es eso de allí?

—Es algo que inventé —declaró con orgullo, olvidando a Zuko—. Funciona con aceite y magia de fuego. En primer lugar, hay que vaporizar el aceite en el fuelle, luego, está el cilindro.

Colbert insertó la varita en el interior de un pequeño agujero y continuó con la explicación; Zuko la absorbió, curioso por lo que iba a suceder. La manivela comenzó a moverse junto a la polea, seguido de los engranajes antes de causar que una marioneta de serpiente comenzara a moverse. 

—¡Con el poder transferido a la manivela, esta hace girar la polea! —se escuchaba extasiado—. ¡Miren, la serpiente sale a saludarnos!

—¿Y qué? —preguntó un estudiante con voz monótona—. ¿Qué tiene de especial esa cosa?

—¿En este ejemplo? Nada —su entusiasmo se había evaporado—. Imagina este mecanismo en un carro. Será capaz de moverse, incluso sin los caballos. ¡Dependiendo de la fuerza, podrá ir más rápido y de forma constante!

Podría deberse a todos sus años en el ejército, pero el beneficio para la guerra llegó de inmediato para Zuko, a pesar de la indiferencia de su prima y el resto. La logística será mucho más fácil si no tenían que depender del descanso de los vivos, aunque habría que pensar en una forma de hacer girar el vehículo.

No obstante, aquello era lo de menos. Instalar eso en un carro y arrojarlo sobre una formación enemiga haría desastres. No habría escudos capaces de detener todos esos kilogramos de madera. O existía la posibilidad de usarlo con un ariete para derribar las puertas durante un asedio, salvando así muchas vidas en el proceso. Y ¿quién dijo que no podrían ser usados para inventar armas completamente nuevas?

Aunque los estudiantes se veían aburridos, Zuko asintió cuando mencionó el usarlos con carbón en lugar de magia. Esto lo convertiría en algo que cualquiera podía usar, mejorando todavía con el hecho de que Germania tenía más carbón, bienes mineros en general, de los que podría usar. 

—¡Es un motor!

El grito de Saito sacó a Zuko, y al resto de la clase, de sus pensamientos. Se convirtió de inmediato en el centro de atención, pero parecía mucho más maravillado por el artefacto de lo que en realidad le importaba el resto del mundo. 

—¡¿Sabes lo que es?! —el profesor prácticamente saltó hacia el chico—. ¿De dónde eres?

Antes de que pudiera dar una respuesta, Leblanc de La Vallière lo jaló por la ropa y le susurró algo. Intercambiaron un par de frases hasta que Colbert repitió la pregunta, poniendo a Saito nervioso.

—¡S-soy de Rub' al Khali!

Zuko entrecerró los ojos. Hasta ayer, ni siquiera sabía de la existencia de ese lugar, y estaba seguro de que no tenían nada como este «motor», su tío se lo habría dicho... Tal vez fue algo más reciente, no obstante, ponía en duda las palabras de Saito. 

—Ya veo... al ser traído por el Ritual de Invocación Familiar, no tuviste que cruzar por territorio élfico. 

Solo mencionar a los elfos trajo un estremecimiento a los tristanianos. Kirche y Zuko permanecieron indiferentes, al igual que cierta chica que parecía solo estar leyendo a mitad de la clase; solo podría verla bien si se inclinaba hacia adelante, lo que no hizo. 

—Bien entonces, ¿a quién le gustaría probar el funcionamiento del mecanismo? ¡Es muy sencillo, y cualquiera de ustedes puede hacerlo!

A pesar del entusiasmo del profesor, Zuko nunca había visto a personas tan aburridas, excepto cuando tuvo que dirigir un pelotón para una emboscada. No pudieron decir ni una sola palabra por una semana entera. Quien hubiera dicho que la vida en el ejército era una emoción constante nunca había participado en una emboscada.

—¡Si es tan fácil, que lo haga Vallière! —anunció una chica rubia—. Tal vez incluso un Cero puede hacerlo.

Confundido ante el apodo, se inclinó hacia su prima y le preguntó al respecto.

—Es su... —tuvo que interrumpirse por una risa—. Lo siento. Es su nombre rúnico.

Sabía el asunto de los nombres rúnicos, el de Kirche era Ardiente, su padre era conocido como Rey Negro y su tío como el Dragón del Oeste durante su campaña junto a los Zerbst; incluso él tenía uno, más una formalidad que le dio su regimiento. Tenía mucho que ver tanto con la afinidad mágica como con los logros. 

—¿Por qué es su nombre rúnico?

—¡Oye Monmon! —gritó Saito, interrumpiendo a Zuko.

—¡Es Montmorency, por el amor de Dios!

—¡No provoques a Louise, o todos vamos a explotar!

¡¿Explotar?! El hecho de que los estudiantes de la primera fila retrocedieran significaba que todo parecía ser cierto. Su prima eligió ese momento para responder la pregunta de Zuko.

—Creo que lo averiguarás. 

Con su cuerpo temblando por lo que debía ser furia, Leblanc de La Vallière se dirigió hacia el frente a pesar de las débiles protestas del profesor. El hombre cedió al final, permitiéndole hacerlo. Toda la clase se quedó en un silencio expectante, y Zuko se estaba preparando para saltar. No era normal que sus instintos estuviesen activos en una situación escolar.

Cuando la chica murmuró el conjuro, diría que casi lo sintió antes de verlo. Con rapidez, se puso de pie frente a Kirche, justo cuando la explosión se apoderó del aula. No fue demasiado potente, apenas moviendo los pupitres en la primera fila. 

Por suerte, no recibió ningún impacto, notando una barrera de viento que los rodeaba. Provenía de la chica que estaba junto a Kirche, a quien detalló por primera vez. Cabello azul que combinaba con sus ojos, baja estatura y rostro indiferente adornado con lentes de marco rojo. Se veía como una hermosa muñeca, quien seguía leyendo como si nada. Zuko alabó sus reflejos, demasiado buenos para una simple estudiante.

—Gracias Tabi —dijo Kirche, antes de girarse hacia Zuko—. Por eso la llaman Cero. Cero atractivo, cero personalidad y cero magia. 

Lo primero podría ser discutible, lo segundo, por lo poco que había visto, tendía a ser tan explosiva como su habilidad. Las explosiones serían útiles si pudieran derribar estructuras, pero, por lo que estaba viendo, carecían de fuerza. 

Suspirando, siguió a los estudiantes para abandonar el aula.