Louise se miró fijamente en el espejo. Su ceño estaba fruncido, peinando su cabello. Probó dejarlo suelto. El vestido era rosa pálido, acentuando el color más vibrante de su cabello. Hombros al descubierto, pero no indecente. La atención debería centrarse en el collar de oro.
Negando con la cabeza, lo probó con una cola de caballo. Pasador dorado. Asintió con aprobación. Se notaría más las discretas joyas, en especial los pequeños pendientes. Su madre siempre le dijo que nunca debería verse de mal gusto a través del exceso.
Una parte de ella no quería asistir a la fiesta. Odiaba la atención por el simple hecho de que siempre resultó negativa. Este podría no ser el caso, por supuesto, pero los recuerdos siempre estaban allí. Las burlas y miradas, el desprecio apenas velado por su condición.
Lo peor era que no podía ausentarse, o irse temprano. Ella era uno de los invitados de honor. ¿Qué estaban celebrando? La muerte de Fouquet. Solo de pensarlo sintió un escalofrío. Louise no justificaba las acciones del criminal, y nunca lo haría, pero ¿no era demasiado exagerada la muerte? Supuso que no podía esperar demasiado de un salvaje de Germania.
Ella, junto con Kirche y Tabitha, fueron declaradas como partícipes, cuyo aporte fue indispensable para el acto. Toda una mentira. El Príncipe Mendigo, quien hizo todo el trabajo al final, se le consideraba el invitado de honor. Aunque ellas eran accesorios, podía darse el lujo de llegar un poco tarde.
Suspirando, giró sobre sus talones. Sentado en la cama, mirando a la nada, estaba Saito. Se había ataviado para la ocasión, luciendo una tonalidad de azul oscuro con algo de blanco. No hubo tiempo para hacerle ropa a medida, y por lo que había escuchado, la ropa era de Guiche. Basura o no, el infiel sabía de moda.
Si algo había que reconocer, era que Saito podía considerarse guapo. Cuando no vestía como un vagabundo y se la pasaba quejando. Incluso con sus facciones extrañas para un tristaniano. Tal vez debería invertir en el guardarropa para su familiar en un futuro cercano.
Aclarándose la garganta, Louise pasó por alto el rubor que manchó sus mejillas. Esperó recibir una respuesta, pero su familiar la estaba ignorando activamente. Frunció el ceño ante su actitud y volvió a toser en su puño, solo que con mayor fuerza. Esto pareció despertarlo de cualquier aturdimiento, aunque solo la miró, ceñudo, y volvió a lo que estaba haciendo.
¿Acababa de ignorarla...? ¡El nervio de este familiar! ¿Cómo se atrevía? Rechinando los dientes, inhaló y exhaló para intentar encontrar algo de paz. No podía causar una explosión; los nervios de todos estaban a flor de piel, y no se perdonaría si arruinaba el baile preparado por la princesa. Un poco apresurado, pero era un evento espontáneo.
Una vez que se sintió en calma, decidió dirigirse al dragón en la habitación.
—¿Qué haces allí sentado? ¡Peina tu cabello! No puedes presentarte así frente a la princesa.
En lugar de ponerse de pie de inmediato y acatar sus órdenes como lo haría normalmente, se quedó allí, solo que comenzó a mirar a través del balcón. Los dientes de Louise rechinaron antes de que pudiera darse cuenta, con la paciencia resquebrajada. No podía castigarlo, eso armaría una escena... Aunque, el látigo podría ser útil.
—¡Somos invitados importantes! —intentó hacerlo entrar en razón otra vez—. Fouquet fue detenido y...
—Querrás decir asesinado.
Louise se estremeció. Su voz era casi irreconocible. Ronca y amarga, baja en lugar del bullicio habitual. Fue en ese momento en que Saito la miró fijamente, sin reaccionar ante el hecho de que Louise lo estaba fulminando.
—Y fue Zuko quien lo mató. Solo fuimos carnada una vez, ¿y crees que nos están dedicando una fiesta? —bufó—. A veces me pregunto cómo cabe tanta arrogancia en ese pequeño cuerpo.
Louise se quedó con la boca abierta. Era esta la primera vez que su familiar tenía el valor para contestarle. Lo hizo en los primeros días, pero eran réplicas débiles e irritantes. Esta vez, Louise podía decir que estaba enojado. Como tal, contestó de la misma manera.
—¡¿Cómo te atreves a hablarme así?! —chilló—. ¡No eres más que un sucio familiar!
Esto pareció haber activado alguna especie de interruptor, porque, antes de que pudiera seguir hablando, Saito se había puesto de pie. Siempre tuvo que mirarlo hacia arriba debido a la diferencia de estatura, algo que la molestaba sin fin, pero era la primera vez que se sintió intimidada.
—¡Uno que salvó tu caprichoso culo noble!
—¡Es tu trabajo como familiar! —fue la respuesta automática.
—¡Mi trabajo! —exclamó, riendo a carcajadas por un par de segundos, antes de gruñir—: ¿Siempre tienes que ser tan perra? ¿Cuál es tu maldito problema?
—¿Yo tengo un problema? ¡¿Cuál es tu problema, hablándome así?!
—¿Ni siquiera sabes que lo tienes? —bufó, irritación exudando por cada poro—. Eres una niña caprichosa, engreída y demasiado arrogante como para ver algo más allá de tu nariz. ¿Siquiera piensas en otra persona que no seas tú? ¿Tienes acaso empatía? No, por supuesto que no, ¿por qué me molesto en preguntar?
Mientras Saito soltaba tal perorata, Louise solo pudo mirarlo con la boca completamente abierta. Aunque las palabras apagaron la ira de Louise por un momento, esta volvió con más fuerza ante el descaro.
—¡No te atrevas a hablarme así y acusarme de tus desvaríos dementes! ¡Por supuesto que tengo empat...
Ni siquiera la dejó terminar cuando soltó otra carcajada, solo que esta duró mucho más. Casi parecía ser capaz de caer al suelo y rodar. No obstante, incluso ella se dio cuenta de que no había nada de felicidad en la acción, era pura amargura.
—¡¿Dices que tienes empatía?!
—¡Por supuesto que lo tengo!
—¿Es así? —su rostro se dividió en una sonrisa torcida, maliciosa, diría—. Nueva información, Gremlin: ¡Me secuestraste de mi casa!
La boca de Louise se cerró de golpe. Había estado evitando pensar en eso. Nunca, bajo ningún motivo, se atrevió a preguntarse si su familiar tenía una vida antes de lo ocurrido. De hecho, se negaba a utilizar su nombre de ser posible, incluso se deshizo de la extraña ropa que trajo consigo, junto a cualquier baratija. Y aquí estaba, arrojándoselo a la cara, satisfecho de enmudecerla.
—¿Cómo crees que estará mi mamá, sabiendo que me desvanecí en el aire? ¿Mi papá? ¿El resto de mi familia, mis amigos? Y todo porque una pequeña perra pelirrosa quería una mascota glorificada para que no le dijeran en su cara una verdad innegable: ¡Que es una persona inútil y despreciable!
Y luego de eso, simplemente se fue, dejando a una Louise paralizada y mirando a la nada.
§
Henrietta recorrió el salón con la mirada. La mayoría de los asistentes eran estudiantes, por obvias razones; el evento se celebraba dentro de la Academia. Todos vestían sus mejores galas, y no le sería extraño si algunos decidieron escribir a casa para que enviaran algo. Incluso si era una celebración realizada en pocos días, todavía era un baile con la futura reina presente.
Luego estaba la facultad. El director estaba cerca de ella en la tarima improvisada, aunque elegante. Y, por último, algunos nobles que habían venido por la Exposición Familiar. La gran mayoría volvió a su territorio o la capital para atender asuntos que fueron postergados debido al encierro.
Los nobles que quedaban aquí, por desgracia una minoría, eran sus partidarios. No dudaba que estaban presentes por los juramentos a su difunto padre, pero era algo. Unos pocos no los reconocía como parte de los suyos, así que supuso que se los había ganado gracias a toda esta debacle, junto a la mentira del Báculo. Y también había un espía entre ellos.
Las Mosqueteras estaban en cada esquina de la habitación, con algunos caballeros mezclándose entre los invitados. Agnès saltaba ante cada ruido, todavía insegura sobre que todo había terminado, como si esperase a cualquier asesino colándose en el evento.
No pudo encontrar a Louise sin importar cuánto la buscó, y sus ojos se dirigieron a Zuko a su lado. Podía mezclarse con los otros atuendos elegantes, de simple negro y dorado, pero el suyo destacaba por sus aires militaristas. Parecía un oficial en lugar de un príncipe, erguido como cualquier soldado y solo desentonaba un poco gracias a la máscara de una tonalidad de negro más clara que su atuendo.
Zuko pareció sentir su mirada, pero ella volvió sus ojos al frente cuando él hizo ademán de girarse. La atención de todos estaba en ella. Acarició el broche de fénix y decidió terminar el asunto de una vez por todos.
—Sean todos bienvenidos. Es un placer para mí anunciar que el Báculo de la Destrucción fue recuperado con seguridad.
La declaración trajo una ola de aplausos, aunque suaves y practicados, se podía notar la alegría y excitación de los estudiantes. Ella, por su parte, sentía que la bilis subía por su garganta. Una cosa era mentir en la cara de los nobles que no dudarían en apuñalarla si se les presentaba la espalda. Otra muy diferente era mentirle a su reino. Hacía tiempo, cuando era ingenua, pensó que todo se haría más fácil.
—Debo hacer énfasis en tres estudiantes que, en una muestra de valor, honor y deber, ayudaron a recuperar la reliquia. Kirche Augusta Frederica von Anhalt-Zerbst.
Apenas evitó mostrar una sonrisa irónica cuando la mitad masculina del alumnado aplaudió con mucha más fuerza. La mencionada se pavoneó ante la atención, al menos para un observador ignorante. Henrietta podía sentir sus ojos, ardiendo como llamas, casi como si esperaba que la princesa lo arruinase. No le daría el placer.
—Tabitha.
La princesa de Gallia no se veía por ningún lado, y si lo poco que sabía de ella era cierto, debería aparecer cuando nadie le prestase atención. Esta vez los aplausos fueron más tranquilos, aunque no menos acogedores que los anteriores. Henrietta no siguió buscándola y proclamó el último nombre:
—Y Louise François Leblanc de La Vallière.
Esta vez, la recepción fue vacilante, dudosa. Quiso fruncir el ceño, pero eso enviaría un mensaje equivocado. Era bueno que su amiga no hubiera llegado todavía, no querría que presenciase esto. Para salvarla de más vergüenza, siguió adelante:
—No obstante, hay un nombre que merece una mención especial. No solo fue quien evitó que los estudiantes antes mencionados se dirigieran a una trampa plantada por el criminal.
Henrietta evitó estremecerse. Estuvieron así de cerca de caer en las garras de Longueville. No se hizo público, por supuesto. A pesar de todo, la princesa evitó dañar la reputación de la mujer y la versión oficial era que murió en el cumplimiento del deber. En realidad, fue una petición de Zuko.
—También dirigió la operación que llevó a detener al infame ladrón Fouquet, el Desmoronador —iba a presentarlo ya, pero ¿por qué no divertirse? A veces le gustaba ser un poquito dramática—. Muchos de ustedes habrán escuchado su nombre mediante rumores, ya fuesen maliciosos o aquellos que traen sus hazañas a nuestra nación.
»Conocido como un táctico prodigioso que fue criado por el mismísimo Dragón del Oeste, un mago poderoso cuya sangre noble se ha mantenido pura por generaciones y un guerrero sin parangón sobre el que cantan los bardos con jubiloso placer. Mi futuro esposo, rey consorte y general de las fuerzas militares de Tristain: el Fénix de Oriente, Zygmunt Ulrich Korbinian von Schwarz-König.
Aunque la multitud se quedó paralizada por unos segundos, pronto aplaudieron con fuerza. Su fervor fue menos que cuando lo hicieron por Zerbst, no obstante, fue una recepción mucho más cálida de la que esperaba. La parte femenina fue especialmente entusiasta, y notó que, ahora que la multitud no le prestaría atención, la princesa de Gallia hizo acto de presencia.
Miró de forma disimulada a su prometido, quien no pareció reaccionar, al menos, no más de lo que Henrietta esperaba. A Zuko se le notaba confundido, que se estaba resistiendo a romper el protocolo y llenarla de preguntas. Y ella sabía que debían hablar, la conversación se había estado postergando demasiado.
Con una orden, la princesa los envió a todos a bailar. Normalmente se reservaba la pista para ella y su primer baile, pero no había tanta rigurosidad en este evento. Además, tenerlos a todos distraídos le daría algo de la privacidad que quería.
Zuko, sabiendo lo que se esperaba de él, se acercó y le ofreció la mano. Ella la tomó, despidiendo a Agnès mientras se alejaba. Hubo risas y goce, además de varias otras charlas entremezclándose con los acordes de los músicos. No el mejor, pero todavía un lugar aceptable para una charla.
Si bien esperaba que el príncipe estuviese más tenso, se sorprendió cuando lo notó moviéndose con soltura. Bueno, no era tan sorprendente, en realidad. Se sabía que sobresalía como espadachín, y bailar no debería ser más complicado.
—Supongo que te debo esa conversación, Zuko —intentó deslizar algo de ligereza y diversión en su tono.
En lugar de una respuesta verbal, el príncipe asintió. Henrietta suspiró. Esto era algo que se había ganado, en serio, pero estaba buscando reparar. El hecho de que todavía podía sentir los ojos de Zerbst en su nuca no ayudaba a su nerviosismo.
—Primero me gustaría disculparme... La forma en la cual te traté no... no fue justa. Estaba enojada, y ni por un momento pensé en que tu estabas en una situación igual a la mía.
No era lo mismo. Un matrimonio arreglado era diferente para un hombre y una mujer. No obstante, ambos iban a estar atrapados en este contrato con un completo desconocido.
—No debería disculparse —el ojo visible del príncipe se cerró por un par de segundos—. Aparecí de la nada con el único propósito de arruinar su vida. Lo extraño sería que no me odiase.
Henrietta mordió su labio inferior. Había esperado desprecio, cualquier señal de que Zuko estaba molesto por tener que soportar los insultos. En su lugar, le entregaron comprensión y casi diría que consuelo.
—Sea cual sea la razón, no fui justa contigo. No merecías el mal trato que te he entregado, y a pesar de ello, no has sido más que un caballero conmigo, y un hombre honorable con Tristain.
Siguieron bailando en silencio, dejando que las palabras fueran absorbidas. Zuko era bastante bueno, y respetuoso, si debía agregar. Había perdido la cuenta de todas las veces en las cuales atrapó a su pareja de baile mirando su pecho. Los ojos del príncipe nunca abandonaron los de Henrietta, aunque, si tuviera que decirlo, su mente estaba en otro lugar.
Se mantuvieron así tanto tiempo que la princesa pensó que la conversación había terminado. No obstante, fue esta vez él quien la inició.
—Tenía pensado abandonar la Academia sin que nadie se percatara —confesó—. Lo pensé mejor, y la habría perjudicado con mis acciones. No obstante, la opción sigue en pie. Se libraría de este matrimonio por conveniencia. Solo dígalo, y nunca volverá a saber de mí.
Henrietta resistió el impulso de reír. Si Zuko le hubiera hecho esa oferta un poco antes, más específicamente, antes de la confrontación de Zerbst... Ella habría aceptado. Sin ningún tipo de duda, e incluso contra el buen consejo de Mazarin, le habría dicho que se fuera.
¿Ahora? Haciendo memoria, Zuko siempre fue respetuoso con ella a pesar de que le dio razones para no serlo. No había ningún tipo de lujuria, nada de avaricia desmedida o condescendencia. Era demasiado rígido, sí, e incluso un hereje si tenía que creer las palabras de Romalia. Un hombre dulce, si confiaba en Zerbst.
Si lo pensaba detenidamente, era el candidato perfecto para ella. Un príncipe de una poderosa nación, quien carecía de cualquier aspiración de poder, el comandante competente que tanto le hacía falta, en su rango de edad y terrible para mentir. ¿Qué más podría pedir de un matrimonio, en el que pudo, si tenía mala suerte, conseguir a alguien opuesto que bien podría ser su padre o abuelo?
Henrietta se acercó a él, casi abrazándolo. Su cabeza descansó en el hombro de Zuko, quien evitó sobresaltarse. Su temperatura corporal era alta. Ignoró las miradas que le dirigieron; tenía que vender el acto, después de todo.
—No... Simplemente... me costó aceptar las cosas. Amaba... —Henrietta cerró los ojos por unos segundos y se corrigió—: Todavía amo a alguien que no está entre nosotros. Incluso luego de tanto tiempo. Y verte aparecer, con una arrogancia nacida de mi subconsciente, me hizo enojar.
»Quiero este matrimonio. Has demostrado una y otra vez ser un hombre digno y honorable, más de lo que he demostrado merecer... Pero no puedo amarte.
Y ese era el quid de la cuestión. Todavía amaba a Wales. Una pequeña parte de ella sentía que lo traicionaba al aceptar el matrimonio. Era ridículo, infantil, casi delirante.
—No creo... que pueda amarte tampoco —fueron las suaves y dudosas palabras del príncipe.
Sonaba ridículo, pero eso le trajo alivio. ¿No sería una desgracia que cualquiera de los dos se enamorase de una persona que no correspondería sus sentimientos? Sabía lo trágico que podía ser el amor.
—El amor no es necesario, al menos el romántico —se corrigió a sí misma—. Simplemente... quiero ser tu amiga. Conocerte. Amarte de una manera diferente a lo que se espera, si me lo permites.
Henrietta se separó y lo miró a la cara. Habría jurado que estaba sonriendo, pero debió ser una ilusión. Lo que sí destacaba era la ausencia de su ceño fruncido habitual, dándole una cualidad mucho más afable. Al menos podría decir que su esposo, si aceptaba el matrimonio, era un poco guapo.
—Será un honor para mí.
No hubo necesidad de más palabras mientras bailaban.
§
Zuko se separó de la princesa cuando terminó la canción. Henrietta, a quien debería acostumbrarse a llamar por su nombre y tutear, quería hablar con su amiga. Vallière había llegado tarde, y tampoco se veía muy feliz al respecto, aunque nunca la vio contenta por nada.
Estando libre, aprovechó para un baile con Kirche. La mirada de Zuko fue suficiente para espantar a uno de los pretendientes, para gran diversión de su prima. Su vestido púrpura era demasiado... germano, a falta de un término mejor; significaba que ofendía el pudor de muchas damas tristanianas debido al escote y la ausencia de hombros.
—Veo que arreglaste las cosas con la princesa —fue el comentario de bienvenida.
—Hablaste con ella, ¿no es así? —dijo Zuko.
Kirche era una excelente bailarina, hasta el punto en que hacía que Zuko se sintiera como un novato. Él no alegaría maestría, pero practicó lo suficiente, y su prima fue tanto su pareja como instructora, hasta que el tío tomó el relevo.
—Solo una pequeña charla de chicas, ¿sabes? —se rio con gracia—. Un insignificante... ¿Cómo lo llaman los tristanianos? Un tête à tête.
—Kirche...
Su prima chasqueó la lengua, consciente de que no lo había engañado. El cambio de actitud de la prince- Henrietta fue demasiado abrupto, y todo luego de que Kirche se quedase a solas. Gracias al alboroto de Matilda no le dio demasiada importancia, pero, que no fuese bueno tratando con las personas, no lo convertía en un idiota.
—¿Qué querías que hiciera? —rechinó los dientes—. No iba a dejarla que te tratara como si estuviera por encima de ti.
Ya no estaba hablando tristaniano. Cambiaba de idioma, de bajo germano, pasando por dänischi, sorbisch, saterfriesisch y por último nordfriesische. Sonaría desordenado para un oyente exterior, pero diseñaron un sistema y era algo que hacían desde niños cuando necesitaban mantener sus conversaciones en privado. La variedad lingüística de Germania lo permitía; por algo era un imperio, después de todo.
—Y lo agradezco —respondió de la misma forma, variando el lenguaje—. Pero no deberías inco...
—Al diablo la princesa —era obvio que se esforzaba por no gritar, y su sonrisa solo tuvo un pequeño tic—. Piensa en ti por una vez. ¿Qué es lo que quieres?
¿Qué quería él, si todavía podía hacerse esta pregunta? Nada, porque no lo merecía. Sin opciones, pero podría hacer lo que siempre hacía: sacar lo mejor de cada situación. La única alternativa que tenía cuando su vida no estaba en sus manos. Así que, sabiendo que no podía mentirle, no a ella, dijo:
—Creo... creo que esto es lo mejor. Son las órdenes de Su Majestad, pero... No estoy en contra. La prin... Henrietta es una buena persona, a pesar de sus defectos y... estás aquí, en Tristain. No puedo pedir más.
Era extraño ver a Kirche avergonzada, así que disfrutó de la vista extraña. Dejarla sin palabras era una ocurrencia tan rara que podía contarlas con una sola mano. Y como siempre, no lo señaló, solo disfrutaron de su mutua compañía hasta que la música terminó.
Zuko se despidió de ella con un rápido abrazo que inició, escabulléndose cuando los buitres llegaron para reclamar un poco de atención. Fue una oportunidad para alejarse de todos los ojos que lo miraban, pero decidió planificar cómo, en un futuro, eliminar a todos los carroñeros que la sobrevolaban. Sus privilegios familiares.
Se dirigió al balcón, donde podía ver a Azula, y fue uno de esos momentos en los que agradecía que su rostro estuviese atrapado en un constante ceño fruncido. Las personas que se interpusieron en su camino se abrieron como el mar Rojo frente al supuesto Fundador.
El balcón era amplio, podía sostener a varias personas hombro con hombro. No era completamente silencioso, pero al menos no había tantas personas asfixiándolo. Se apoyó en el borde, acariciando al fénix y soltando un suspiro antes de mirar las lunas en el cielo.
Las multitudes lo ponían nervioso, al menos las desordenadas. Ya se había acostumbrado a su regimiento y la disciplina inherente a ese tipo de vida. Incluso si nunca fue de los que participaba en las fiestas de la victoria, no de forma voluntaria al menos, podía tolerarlos durante un tiempo decente.
Una parte de él extrañaría la vida militar, aunque por los aspectos menos emocionantes. Todo era simple, en realidad. Ir al lugar destinado, y hacer lo que se le ordenó y cosechar los resultados. Bueno, él era el hombre a cargo y dispensaba los comandos, pero el punto era el mismo, ya que su objetivo era claro.
La vida civil, por el contrario, era confusa y demasiado voluble para su gusto. Muchas de las cosas que ocurrían no tenían sentido, la mayoría de las acciones carecían de lógica. Pelear no era diferente, pero no era eso lo que extrañaría Zuko.
Simplemente... todo esto no era algo que supiera cómo manejar. Sobrellevó emboscadas que casi le costaron la vida. Vio el rostro de la muerte más veces de las que un chico de catorce a dieciocho años debería. Y aquí estaba, torturado por la incertidumbre de la vida palaciega.
«Rey consorte», en eso se convertiría. Una parte morbosa de su mente, una que nunca alimentaba, no pudo evitar recordar las palabras de sus hermanos mayores. Nunca escatimaron en restregarle en su cara que jamás se volvería gobernante, y aquí estaba, recibiendo la corona primero que cualquiera de ellos. Oh, la ironía no se le escapaba.
Volvió a suspirar. Al menos, haría algo que le resultaría familiar. Y eso sería poner en forma a las fuerzas militares de Tristain. A diferencia de Germania, y a pesar del nombre, su nueva nación no contaba con un ejército permanente. Había posiciones que sí estaban ocupadas de forma indefinida, por supuesto, pero el ejército de pie...
Si no recordaba mal, estaban los Caballeros Dragón, Mantícora y Grifo. Junto a ellos, las posiciones más técnicas y especializadas de la armada también mantenían personal permanente. Supuso que los estrategas de turno estaban en su lugar sin fecha obvia de despido.
No había forma amable de decirlo. El ejército de Tristain era mundialmente conocido por ser lamentable, y ahora estaba sobre sus hombros la responsabilidad de hacerlo competente.
Demasiado trabajo, pero lo mantendría distraído. Necesitaba reorganizar el ejército. Los Caballeros Dragón, Mantícora y Grifo pasarían a un solo liderazgo que respondería solo a Henrietta y él; no obstante, todavía existirá la posición de capitán para el liderazgo de campo y se tendrán en cuenta sus especialidades.
El ejército de a pie iba a necesitar un comandante competente; se desharía del nepotismo sin duda, además de agregar variedad; Germania no solo era un grupo de plebeyos zarandeando palos, no cuando el adiestramiento estaba en orden.
Reestructuraría la protección de Henrietta. Promovería el reclutamiento y entrenamiento de Mosqueteras, además de filtrar a los caballeros de a pie. No necesitaba incompetentes y espías entre ellos.
Por último, la armada. Podría tomarla por su cuenta, ya que tenía experiencia en eso... ¿Debería escribir una carta a su regimiento? No era tan obtuso como para ignorar el hecho de que la mayoría le era leal a él, no a Germania. Había espías, pero sabía que, si le escribía a su lugarteniente, solo los confiables responderán el llamado.
Procedería con la idea. También estaba en orden preparar los alojamientos necesarios, lo que incluía la familia, que podrían usarse como palanca para amenazarlos. Sin contar el hecho de que sabía lo doloroso que era estar separado de los seres queridos.
Con esto hecho, solo quedaba una parte igual de importante, pero que sería mucho más difícil de lograr: cambiar la mentalidad de la nación. No se hacía ilusiones, por supuesto, porque no era más que un soldado. No obstante, había algo que era imposible pasar por alto: Tristain odiaba demasiado a los plebeyos.
Las Mosqueteras eran una excepción, por supuesto, pero una que fue hecha por Henrietta. Los demás plebeyos, reclutados como levas, no recibían entrenamiento de combate. Germania, por su parte, instruyó parte de su población para luchar, un servicio militar obligatorio. Otro asunto que necesitaba cambiar si quería que Tristain sobreviviera su guerra contra Albion.
Ni por un momento creía que el Káiser en realidad los ayudaría, sería demasiado bueno para ser cierto. Una Tristain debilitada y dependiente favorecería el dominio de Germania sobre la región.
Con un tercer suspiro, dio media vuelta para apoyarse en la baranda. No obstante, su corazón casi salió de su pecho y sus manos emitieron leves chispas cuando vio a Tabitha de pie frente a él. Como si siempre hubiera estado allí, comía con indiferencia de un plato con una cantidad impropia de una pequeña dama.
Su largo vestido era uno con volantes y varias tonalidades de azul, además de blanco, bastante recatado si se comparaba con las elecciones de la mayoría de las damas germanas. No obstante, no era menos atractivo; diría que era todo lo contrario, a pesar de su poco sentido de la moda. Resaltaba la belleza de Tabitha de una forma que solo la modestia podía hacerlo.
Tabitha pasó a su lado y miró en dirección de las lunas, todavía comiendo. Zuko tuvo suerte de que no fuera otra persona, aunque tampoco creía que alguien al azar podría acercarse a él sin que pudiera escuchar.
Sabía que iba a pasar más tiempo con Tabitha en un futuro cercano, incluso con sus responsabilidades como rey consorte. Ella era la única persona en Tristain que sabía su pequeño secreto; la magia sin catalizador era herético y podía hacer que cualquiera, junto a su familia y conocidos, ardieran en la hoguera.
Zuko no estaba en completa desventaja, puesto que sabía que ella era una espía. Si volaba su tapadera, no tardaría en ser aprehendida y ejecutada por representar un peligro para el futuro de Tristain. Nada comparado con lo que haría Romalia si descubría lo que Zuko y toda su familia era capaz.
Ambos guardaban el secreto del otro, además de uno compartido. Y disfrutaba su silenciosa compañía. El silencio era siempre ligero, carente de demandas y expectativas.
Pero no tenía pensado mantenerlo, no en esta ocasión. Todavía recordaba que ella le había hecho una pregunta cuando estaban en la Posada de las Hadas Encantadoras. Una a la que respondió a medias, y sobre la cual no hubo exigencias. Si sabía algo que podía hacer que lo mataran, ¿por qué no decir sus razones para todo lo que hizo?
Cruzándose de brazos y con la mirada dirigida al salón, donde todos revoloteaban en feliz ignorancia, dijo:
—Fue por deber. Debía redimirme ante los ojos de mi padre. Deshonraba su apellido. Germania valora las habilidades marciales casi como Tristain valora a su Fundador.
»No fue más que un castigo. Un exilio en todo menos el nombre. Así que necesitaba sacar lo mejor de él. Podía ayudar a mi nación, a las personas, a través de mis acciones. He derramado demasiada sangre, pero mucha menos que si el Káiser o los otros príncipes lo hubieran hecho.
Ese era el asunto clave. Odiaba la guerra, las batallas y cualquier matanza. Pero fue necesario. Él lo hizo rápido, indoloro para las partes en conflicto. Trajo orden. Y se odió a sí mismo cada segundo de ello.
No hubo necesidad de decir nada más. Ni siquiera sabía si la necesidad de explicarse fue correcta. ¿Por qué hacerlo? Era obvio que ella no lo veía como un loco homicida como el resto. ¿Tal vez porque era amiga de Kirche? Más preguntas sin respuestas.
Salió de sus pensamientos cuando sintió que jalaban su ropa. Miró en dirección de la única persona presente, quien le apuntaba con el tenedor. Había un pequeño trozo de carne, y el plato vacío; la primera acción fue sorprenderse ante tal velocidad de ingesta.
Los ojos indiferentes de Tabitha no revelaban nada, pero las acciones hablaban más. Esto solo podía ser una ofrenda de paz, si no un gesto genuinamente amable al notarlo decaído. En realidad, no importaba. Ambos podían destruirse mutuamente, así que ¿por qué no ser civilizados el uno con el otro?
Inclinándose, tomó la ofrenda. No había probado comida del banquete, y aunque era de los que prefería la simpleza, fue agradable para su paladar. Tendría que acostumbrarse a las comidas palaciegas de ahora en adelante, porque enviaría un mensaje incorrecto si comía solo pan en las mañanas.
Sus ojos volvieron al baile. Todos divirtiéndose, riendo como si no hubiera preocupación alguna en el mundo. Como si Albion no los estuviera amenazando con la guerra inminente. Le hizo preguntarse si alguna vez tuvo tal emoción e inocencia... Por supuesto que sí, pero se sentía tan lejano, casi como ver a una persona diferente.
Chispas azules caían a su alrededor, algo que le hizo buscar a Azula. Estaba sobrevolando perezosamente, dejando el rastro habitual con cada aleteo. Pareció aburrirse de estar sentada, pero tampoco quería alejarse demasiado, así que optó por la mejor opción.
Miró de nuevo a su compañera en el crimen, y tuvo una idea repentina. ¿Por qué no, de todas formas? Tenía el espacio suficiente, era una de las cosas que disfrutaba, aunque era más por su madre y los recuerdos. Lo transportaba a una época mucho más simple, cuando podía decir, sin lugar a dudas, que era verdaderamente feliz.
Zuko ofreció su mano derecha en una petición silenciosa. Notó, aunque fue fugaz, que había tomado a Tabitha por sorpresa con eso. La duda estuvo allí, pero la hizo a un lado y correspondió su gesto.
Ambos se sumergieron en un lento vals bajo las lunas, y Zuko, a pesar de la incertidumbre, de desconocer si las cosas iban en realidad a mejorar, se permitió una suave sonrisa que desapareció en un parpadeo.