XVIII

Lo sintió más que verlo. Saltó del caballo, notando la ráfaga de viento mientras la tierra temblaba. Sin darle demasiada importancia, rodó por el suelo y buscó algo de estabilidad. Eran estos los momentos en los que agradecía la experiencia adquirida a través de métodos que odiaba.

Su visión era muy limitada, pero fue capaz de percibir cómo el estuche del Báculo era arrebatado del lomo del caballo sin lastimarlo. Apenas se distinguía como la extremidad de un gólem, el método favorito de Fouquet para luchar. Aunque era su enemigo, Zuko no pudo evitar admirar tal precisión y control. Al menos, antes de desenvainar los sables.

Azula llegó desde el cielo, claramente sorprendiendo al ladrón. El brazo del gólem evitó que el gran fénix desgarrara al humano en su hombro, pero el viento le quitó la capucha y la luz que provenía de Azula iluminó el rostro del atacante. O la atacante; al parecer, Tirstain no conocía a sus propios ladrones, porque era una mujer. Longueville, si recordaba bien el nombre de la secretaria del director. 

—¿No podías solo entregarme el Báculo como un buen chico? —gruñó Fouquet.

Azula fue arrojada, aunque se recuperó y sobrevoló el terreno, permitiendo que Zuko pudiera ver. El caballo había desaparecido, entrenado para volver a la Academia. Esa era la señal, y aunque normalmente tomaría tiempo para los refuerzos, otra vez estaba dependiendo de Tabitha... Dejando su vida en manos de una espía, el mundo era un lugar curioso.

—Entrégate —fue lo único que le dijo Zuko. 

—Lamento decepcionarte, chico. Si no hubieras visto mi rostro, consideraría dejarte ir. No es nada personal.

Zuko suspiró. Odiaba lo que estaba por venir, pero ya había dado su palabra de que regresaría aprehendería al culpable. Así que, con un movimiento de muñeca, los sables se vieron envueltos en llamas. Fouquet los miró, interesada, claramente ubicándolo como los catalizadores. 

Contrario a lo que decían, golpear primero no siempre daba la ventaja, y mucho menos cuando la defensa del enemigo era superior. Y el fuego, en circunstancias normales, era el elemento más débil en combate directo; el viento privaba del oxígeno necesario para su mantenimiento, la tierra lo bloqueaba y el agua lo extinguía. 

Un movimiento de la elegante varita blanca creó una estaca que apuntó a su corazón. Se deslizó hacia un lado, solo para ver un puño enorme que se cernía sobre él. Saltó y rodó, varias veces porque, al parecer, era fanática del empalamiento.

La intervención de Azula le compró un par de segundos para estabilizarse. Esto era entonces un mago de clase triángulo de Tristain, y admitía que no estaba mal. Pero no era el primero que mataba.

Sus sables centellearon. El fuego voló en dirección de Fouquet, tomando forma de medialuna. El hombro del gólem se deformó hasta crear una pared que fue chamuscada y cortada. La falta de visibilidad le permitió reposicionarse y continuar con la ofensiva.

El fuego volaba en dirección de la ladrona, siempre interceptado por un muro. El gólem, por su parte, intentaba golpear al fénix que lo arañaba y retrocedía. Era lento, pero su respuesta a las ordenes no era algo que tuviera una construcción normal. Hablaba de talento. 

La piedra volaba en dirección de Zuko, desprendida de la cabeza que pronto se reparaba. Apenas bajaba la defensa, o interrumpía el asalto a Azula. La varita de Fouquet se movía como la batuta de un director de orquesta. Movimientos fluidos y elegantes, aunque podía notar cierta incomodidad. No estaba acostumbrada a pelear. 

Zuko bailó entre la lluvia de rocas afiladas, devolviendo el favor con cortes. El puño del gólem se adelantó nuevamente. Con un paso hacia un lado, lanzó un tajo en lo que debería ser la muñeca. Normalmente, una cuchilla no podría atravesar la roca, pero estos no eran sables normales y su magia de fuego ayudaba en ese departamento. 

La mano cayó con un ruido sordo, y la sorpresa se pintó en el rostro de la ladrona. Fue un momento que Zuko aprovechó sin ningún tipo de duda. Sus sables cortaron la pierna, desestabilizando a Fouquet. Por desgracia, logró sostenerse, aunque apenas.

Apretando los dientes, Zuko saltó cuando la extremidad cortada explotó en pequeñas púas. Algunas rebotaron en su armadura, o se clavaron en un par de secciones desprotegidas. Nada serio. 

Azula graznó de furia y atacó, pero Fouquet lo había visto venir. Contó con la furia del fénix y una columna que surgió del suelo la golpeó directo en la cabeza. Zuko miró en su dirección de inmediato.

—¡Azula!

Zuko apenas tuvo tiempo de disminuir el impacto. Fue como ser embestido por un rinoceronte de komodo. Aunque desorientado, rodó por el suelo para evitar las rocas y picos. 

—¡Quédate quieto!

Saltó del sitio y retrocedió, tomando algo de espacio. Y aunque iba a presentar un contraataque, se dio cuenta de que sus sables no estaban en sus manos. Esto también fue algo que notó Fouquet, porque se echó a reír a todo pulmón. Parecía ser una burla descarada, pero supuso que también había algo de alivio.

—¿Qué piensas hacer ahora? Créeme, te he estado observando. Nunca cargas una varita —negó con la cabeza, divertida, aunque pronto adquirió un semblante serio—. Si te rindes, lo haré rápido, indoloro. Te doy mi palabra.

Zuko no era bueno juzgando a las personas, pero sabía que no le estaban mintiendo. Y no podía detectar malicia viniendo de ella. Pero la ignoró, cerrando los ojos, calmando su respiración y permitiéndose un momento para viajar por el carril del recuerdo.

—¡No, no  es así! —gritó su tío Iroh, levantándose de su asiento.

Parecía estar atrapado en el tiempo. Rostro surcado por arrugas, patillas gruesas con una barba de chivo y cejas pobladas, pero delineadas. Era calvo en la parte superior, aunque parte del cabello de la sección trasera, que era una melena, se elevaba en un extraño moño de Rub' al Khali. Su cuerpo estaba dentro de una armadura modificada para acomodar su panza. 

—El poder del fuego proviene de la respiración —continuó con su reprimenda—, no de los músculos. La respiración se transforma en la energía —el consejo vino acompañado de movimientos suaves—, que luego se extenderá por todo tu cuerpo, transformándose en ¡fuego!

Culminó con un puñetazo que expulsó llamas. Sintió el calor, pero no entró en pánico, ya que no quemó su rostro a pesar de la cercanía. Ni siquiera pestañeó. La cicatriz picó.

—Hazlo bien esta vez.

—¡He estado haciendo esto todo el día! —se quejó como un niño, lo que en realidad era—. Ya tuve suficiente. Quiero aprender el siguiente ejercicio, estoy listo. 

A pesar de que intentó que su tono pareciera una amenaza, su tío mantuvo las manos detrás de su espalda, impasible. 

—No. Estás impaciente. Debes lograr dominar lo esencial. Inténtalo de nuevo.

Zuko abrió los ojos y bajó su postura, expulsado su aliento junto a una bola de fuego de su puño derecho. Sorprendida, Fouquet casi no fue capaz de bloquear. El impacto destruyó el delgado muro y la envió fuera del gólem. La pérdida de concentración causó que el constructo se desmoronara.

Aunque la ladrona logró amortiguar la caída con un hechizo, Zuko no dejó de moverse. El fuego volaba como rayos en dirección de la ladrona. Las piedras enviadas para interceptar, o los pequeños muros cada vez que alguno escapaba, estallaban al contacto. 

La mujer gruñía de frustración ahora que estaba a su nivel, en sus términos. Para Zuko era algo mecánico. Golpear y moverse. El juego de pies grabado en él desde que pudo caminar. El dolor fantasma de los moretones picando, recordándole la consecuencia de los errores. Su cicatriz ardía cada vez que su puño expulsaba llamas. El constante aumento de temperatura.

Los ataques iban acompañados de acrobacias cortas y frecuentes. Ella no solo estaba a la defensiva, así que Zuko estaba obligado a esquivar cada ataque. Se movía hacia adelante, tratando de cerrar la distancia. La debilidad de los magos era el combate cercano, y si todo se reducía a un combate de puños, tendría la ventaja.

Una zanja intentó hacerlo tropezar, y saltarlo lo habría enviado a un agujero lleno de picos afilados. A pesar de del gruñido en sus labios, sus elegantes facciones aristocráticas seguían allí y los movimientos de su varita continuaban siendo finos, aunque desesperados.

El terreno hacía tiempo que había cambiado. El prado verde fue reemplazado por un terreno irregular y destrozado. Cualquier señal de vegetación fue removida o chamuscada, testigo de la brutalidad presentada a pesar de la falta de derramamiento de sangre.

Tal como había previsto, ella no era una luchadora. Era buena en eso, pero, como ladrona, y una buena, difícilmente tendría que defenderse encarar a sus perseguidores. Fue un golpe de suerte para Zuko, en realidad. 

La pierna de Zuko giró en un amplio arco, enviado una llama en forma de medialuna. El muro que lo bloqueó se derrumbó, permitiéndole ver una gran bola de roca que viajó en su dirección. Aunque pudo hacerse a un lado, escuchó el crujido de su brazo izquierdo. Roto, pero no se detuvo.

Inhaló una gran cantidad de aire, recordando lo que le había enseñado su tío. Su última lección, una que, desgraciadamente, no continuó aprendiendo. Dolía cada vez que recordaba sus enseñanzas, la herida estaba fresca y pronto olvidó la última enseñanza. Hasta ahora.

Exhaló. El fuego subió por su garganta, quemándola y casi haciéndolo gritar. Fue solo un segundo, más un espectáculo de luces para cegarla, lo cual funcionó. Realizó una carrera, enviado fuego en pequeñas oleadas. Rodó para tomar el sable y saltó hacia ella, derribándola.

 

§

 

Se desorientó cuando su cabeza golpeó el suelo, pero el dolor la trajo a la realidad. Un dolor punzante. ¿Su estómago? ¿Alguna otra parte de su abdomen? No lo sabía. Estaba mareada, cansada y con nauseas. Respirar dolía, pero lo hizo en grandes bocanadas para recuperar el aliento. 

E incluso cuando estaba intentado que su cerebro se pusiera al día, la imagen del Príncipe Mendigo lanzando fuego de sus manos se repetía en su cabeza. ¿Cómo era posible? ¿Tenía sangre élfica corriendo por sus venas? ¿Hasta ese punto llegaba la «herejía» de Germania? Tantas preguntas, y tan poco tiempo.

A pesar de que la neblina apenas se disipaba, sabía que se estaba desangrando. Era lo que menos le preocupaba ante la realización tan desastrosa que la embistió como un dragón enojado. Y, desesperada como estaba, no movió un solo músculo.

¿Estaba en shock? Tal vez solo demasiado agotada como para intentar algo. No importaba mucho, en realidad. No había una forma para dejar salir el pánico que estaba creciendo. Intentó anclarse a la realidad en lugar de perderse en su cabeza.

Escuchaba jadeos. Respiraciones pesadas. ¿Eran suyas? No, bueno, una sí lo era. La otra debía pertenecer al Príncipe Mendigo. Recordó romperle el brazo. Un poco más a la izquierda y habría terminado todo. 

No peleaba mucho. Era una ladrona, una buena en eso. Pero sabía que las batallas eran asuntos rápidos y sucios. No había discursos grandilocuentes, momentos grandiosos u horas de batalla como describían las historias. Un error y estaba fuera. Minutos de duración era lo suficientemente largo, y ellos se tomaron su tiempo, y solo porque Matilda lo convirtió en algo parecido a un asedio.

—Debiste entregarte.

Por un momento pensó que no lo había escuchado bien, demasiado concentrada en la espada que la estaba travesando, en lugar del chico, no, del hombre a su lado. No pudo evitar reír, deteniéndose casi de inmediato ante el recordatorio de que fue empalada.

—Na-nadie ha a-atrapado a Fo-Fouquet. N-no co-comenzaría... a-ahora.

Dolía como una perra, pero no pudo evitar hablar. Reconocía que a veces era demasiado infantil y corría riesgos durante los robos, o cuando se regodeaba, pero ¿podían culparla? Si nadie amaba su profesión, estaba condenado a una vida miserable. 

Pensar que el robo se convertiría en su sustento. No es que tuviera algún tipo de sueño o anhelo que perseguir. Siempre fue demasiado realista para eso. No obstante, habría esperado algún tipo diferente de situación, incluso si disfrutaba escuchar su apodo en boca de tantos. 

—¿Por qué... lo hiciste?

Ah, esa pregunta. Siempre la escuchaba, en realidad. Muchos lo gritaban cuando se veían despojados de sus riquezas, aunque mucho menos educados o calmados. Más bien alaridos de animales moribundos. Lamentables. 

—E-emoción. Ve-venganza.

Medias verdades. Era excitante hacer lo que hacía, y odiaba a todos los bastardos endogámicos por igual. Pero no lo hacía simplemente porque quisiera. Todo fue como una bola de nieve que solo crecía, hasta que fue incapaz de detenerlo.

El primer robo estaba en su memoria. Un noble despistado, en realidad. Fue más una coincidencia que un acto planificado, pero casi podría llamarlo destino. Ver los platos de comida llenos, las sonrisas emocionadas de los niños, satisfechos por primera vez. La dulzura en los ojos de Tiffania. 

¿Cómo podría detenerse allí? Ropa más cálida. Medicamento. Todo lo que necesitaba estaba al alcance, sujetas por manos codiciosas. ¿No estaba en su derecho hacerse con él? Ni siquiera era para su uso personal. Estaba a haciendo lo que todos le decían que era imposible: comprando la felicidad. 

—Mientes —ya no sonaba tan sin aliento.

—I-ilumíneme, A-alteza —se esforzó en sonar burlona.

—No eres una mala persona. 

Esta vez rio con ganas, sin importarle el dolor de hacerlo. Oh, eso era delicioso. Era la primera vez que un noble le decía que no era una mala persona. Le habría gustado grabarlo de alguna manera. 

Y se detuvo de pronto. Se esforzó en girar su cabeza para mirar al chico a su lado, iluminado por una pequeña llama en su mano y la luz de las lunas. No veía odio o burla, la miraba con total seriedad. ¿Por qué no abandonaba su futuro cadáver para que se pudriera?

—¿Po-por qué si-sigue a-aquí?

—Nadie merece morir en soledad —fue un suave murmullo.

Tuvo una idea descabellada. Ya estaba en las puertas de la muerta, al menos si no recibía tratamiento inmediato. Y no había nadie para hacerlo. Así que, ¿importaba decirle todo, entonces?

Que alguien pudiera recordar a Fouquet por lo que en realidad era. La persona debajo del personaje caricaturesco del que se hablaba por toda Tristain. Solo un vistazo a su vulnerabilidad no importaba en el gran esquema de las cosas.

—Amor.

Y así se resumían las cosas. Amaba a Taffania. Amaba a esos niños en el orfanato. Habría llegado a las lunas y de regreso solo por ellos. Por algo tan simple, infravalorado e incluso ignorado como lo era el amor. Nada demasiado grandioso o malvado como esperarían.

—To-todo lo hi-hice por...

—La amable y adorable Tiffania —una voz distorsionada la interrumpió.

Matilda se sintió estremecer, y Zuko hizo lo mismo. De pie con indiferencia, y apenas alcanzando a ver algo, había un hombre con una máscara blanca. Estaba cubierto de pies a cabeza con una capa negra, por lo que su identidad permanecía en el anonimato. 

Pero Matilda lo conocía, o lo más que podía conocer a cualquier espía. Ese hombre fue su contacto para el trabajo, pero apenas supo de él exceptuando por un par de ocasiones, como presentar el nombre del pub frecuentado por el director. 

El príncipe se había puesto en guardia, aunque solo un brazo era funcional en ese momento. Ella no pudo estar más que feliz en este momento. Sí, estaba muriendo, pero al menos el Báculo de la Destrucción todavía llegaría a sus empleadores.

—Pensar que la gran Fouquet fracasaría —las palabras fueron como un balde de agua fría—. Supongo que no puedo esperar mucho de una ladrona.

Como si quisiera probar un punto, pateó el estuche que había arrebatado del lomo del caballo. Abierto gracias al impacto, no vio más que un bastón común en el interior. Sintió que las lágrimas picaban en sus ojos, pero se obligó a mirar a su contacto.

—Nunca recuperaron el Báculo, no fue más que una estratagema. Está a buen recaudo, en realidad. Siempre supimos que fracasarías —a pesar del abierto desprecio, sintió que la esperanza surgía, hasta las siguientes palabras—: Por eso matamos a la chica.

Fue como si el mundo se hubiera detenido. Creyó haber captado todo mal. Y se dio cuenta de que había hecho una pregunta cuando escuchó al enmascarado reír. 

—Solo un cabo suelto que debía ser... 

Ya no estaba escuchando. Apenas distinguió la bola de fuego disparada por el príncipe, respondida por viento. Fue un intercambio corto, apenas un minuto como máximo, ni siquiera una lucha, en realidad. El hombre solo se desvaneció, de forma literal, tras ser apuñalada por un carámbano. Dejó atrás nada más que la capa y la máscara, como si se hubiera evaporado. 

Pero a Matilda no le importaba. Sus ojos, fijos en la nada, distinguieron la figura inconfundible del dragón azul con el que se había familiarizado en la Academia. Su dueña saltó del lomo, mirando los alrededores con ojo crítico, antes de enfrascarse en una conversación.

No sabía de qué estaban hablando. Sus labios se movían, pero nada llegaba a los oídos de Matilda. Lo último que vio fue el asentimiento de Tabitha antes de cerrar los ojos. Se permitió, entonces, dejarse llevar por la nada. ¿Qué importaba ahora? Solo quería que terminara de una vez por todos, y tal vez, solo tal vez, por fin tener algo de paz. Estaba tan jodidamente cansada.