XVII

La falta de información estaba matando a Matilda por dentro. El hecho de no poder abandonar la Academia porque volaría su tapadera estaba destrozando sus nervios. Las patrullas constantes, quienes no perdían de vista al personal, restringían sus movimientos y a diferencia de la guardia estándar, estos serían más difíciles de burlar. 

Lo único que sabía era que la búsqueda continuaba. La noche anterior había visto al Príncipe Mendigo abandonar el lugar en el dragón de Tabitha. Solo podía rechinar los dientes ante la variable que había arruinado todo. Lo odiaba todo, tanto que a veces dolía.

Había planificado este asunto el tiempo suficiente, moviéndose con cuidado para no levantar sospechas. Codearse con todos estos malditos y arrogantes nobles que la veían desde arriba por ser supuestamente una hija bastarda. Más de una vez había escuchado lo que susurraban a sus espaldas.

Y como guinda del maldito pastel, ¡había tenido que soportar el acoso sexual del cerdo del director! Podría odiar a la nobleza, y aunque desconocía qué tanto se extendía la depravación del hombre, sentía lástima por las estudiantes al tener un viejo verde como director.

¿En qué pensaba la Corona al permitir que semejante basura dirigiera una escuela? Luego no le sorprendía que salieran estudiantes como Guiche, y aunque el niño todavía podía redimirse, estaba en camino a ser un cerdo más del montón. Realmente, Matilda había caído tan bajo si debía comportarse como una prostituta. 

Más de una vez había considerado tirarlo todo y largarse, al demonio con Reconquista. Podrían no ser los culpables directos de su desgracia, pero eran solo otro grupo de personas influyentes que solo cambiaban el color de sus ideales. La misma basura. Al igual que la magia solo se transformaba en lugar de crearse o destruirse, lo mismo podía decirse de los hombres al poder.

Pero, cuando ese deseo se hacía demasiado grande hasta el punto de querer llorar y enfurruñarse, llegaba a su mente el rostro de Tiffania. Su sonrisa y la de los niños eran lo que la obligaba a cumplir todas las demandas de su nuevo jefe.

No había olvidado la advertencia. Si fallaba, sería su familia la que pagase el precio. El hecho de que Tiffania fuese una mestiza no ayudaba nada en su caso. Esos bastardos endogámicos no dudarían en matar a una humana inocente con el fin de cumplir sus objetivos. ¿Una con sangre élfica corriendo por sus venas? Lo harían y lo disfrutarían.

Así que aquí estaba, con los nervios a flor de piel, esperando cualquier señal de sus dudosos aliados, o reunirse con ellos cuando la Academia fuese abierta una vez más. ¡Cómo quería, por una vez en su miserable existencia, que todo fuese fácil! 

Había mil y una formas para ponerse en contacto entre ellos, a pesar de que podría tomar tiempo. Por el amor de todo lo que fuese sagrado, ¿les costaba tanto enviar un mensaje discreto para hacerle saber que sus planes habían cambiado, o que todo debería seguir según lo estipulado? Tal falta de comunicación... 

—Mademoiselle Longueville.

La aludida casi saltó de su piel ante el llamado. Era una de las mosqueteras, una chica que apenas parecía mayor que las estudiantes. Su tez un poco maltratada por el sol, con una expresión que intentaba denotar madurez y profesionalismo. Sería adorable en una situación diferente.

—¿Puedo ayudarla? —se deslizó en su personalidad de secretaria.

—La princesa está reuniendo al personal de la Academia. Tiene un anuncio importante, así que, si fuera tan amable.

—Con mucho gusto, por favor, dirija el camino —le sonrió de forma alentadora.

No le costaba ser amable con estas mujeres, por mucho que estuviesen haciendo su vida un infierno. Eran plebeyas, después de todo, y tuvieron la suerte de conseguir un trabajo bien remunerado y, aunque riesgoso, aseguraba su posición. 

Saludó a unos cuantos sirvientes mientras caminaba, distraída. ¿Qué quería anunciar ahora la niña real? Era obvio que toda esta situación estaba por encima de su cabeza, y de no ser por la intervención del Príncipe Mendigo, habría logrado descubrir si la enana de pelo rosa era o no una maga del vacío. 

Sí, todo se redujo a eso. Todo el maldito plan para robar la reliquia se reducía a eso. No solo fue suficiente el haber invocado un familiar humano, porque, al parecer, hubo errores en el pasado. Querían una confirmación, y se decía que el Báculo de la Destrucción solo respondía ante un mago del vacío. No se activó para Matilda, al menos. 

Si lo pensaba de forma correcta, era aterradora la previsión del titiritero. Ni por un segundo creía que en realidad fuera Cromwell. El idiota era cegado por su propio ego, al igual que el montón de endogámicos que lo estaban siguiendo como perros a su amo. 

Alguien estaba tirando de los hilos tras bambalinas. Y quien lo hacía, la aterraba. Tal vez saber que la princesa visitaría ese año exacto no fue tan difícil; la niña Vallière y ella fueron amigas. Pero ¿lograr predecir las acciones que se tomarían durante la reunión para buscar el Báculo? Que los maestros se negarían, que Vallière se ofrecería... 

Se arruinó por un factor que nadie tuvo en cuenta, pero eso era lo de menos. Ningún plan sobrevivía al contacto con el enemigo y eso ella lo sabía. Sea como fuere, no cambiaba el hecho de que todos estuvieron bailando al son del titiritero desconocido. 

Salió de su trance cuando la mosquetera se aclaró la garganta. Sintiendo sus mejillas enrojecer, le agradeció a la chica y atravesó las puertas fuertemente custodiadas. No solo mosqueteras, sino también caballeros en sus pesadas armaduras. Tuvo que esforzarse en no bufar; lentos y vulnerables con todo ese metal.

Con la cabeza gacha en fingida sumisión y deferencia, buscó un asiento apartado. Era el mismo lugar donde tuvieron la reunión anterior, como un extraño y deforme coliseo, con asientos que se elevaban para permitir un gran número de personas. 

A la cabeza de la reunión estaba la futura reina y su futuro esposo. Ella le estaba hablando con una sonrisa suave, amistosa diría, a pesar de que el hombre estaba más tenso que la cuerda de un arco. Esto hizo que Matilda frunciera el ceño.

Sabía que no se llevaban bien, prácticamente hicieron un espectáculo del desprecio apenas velado de Henrietta. Pero aquí estaban, todo amigables entre ellos. ¿Qué cambió en tan poco tiempo? ¿O era una fachada que ahora mostraban al mundo? Era lo más probable. 

Si había algo en lo que compadecía a las damas nobles, era en los matrimonios arreglados. Sabía lo mal que podían salir, y la infelicidad que acarreaba. No de primera mano, por suerte. 

—Agradezco que hayan venido tan pronto como los he llamado.

Matilda quería golpearse. Se había estado distrayendo demasiado, y ni siquiera se dio cuenta de que el último miembro de la facultad había ingresado. Colbert, el idiota que era, se disculpó a trompicones mientras buscaba un asiento. Era el único de todos estos bastardos al que iba a extrañar.

—Los he traído aquí para presentar muy buenas noticias. El Báculo de la Destrucción ha sido recuperado con éxito. 

Matilda sintió que su mundo se desmoronaba, y las pocas hebras que lo sostenían se terminaron rasgando cuando la capitana de las Mosqueteras exhibió el estuche frente a todos los presentes. Si no tuviera experiencia en manejar situaciones de alta tensión, habría olvidado cómo respirar. 

Esto no podía ser posible. ¿Por qué sucedió esto? ¿Cómo sucedió? ¿En qué maldito momento? Esto no podía ser posible. Y aunque quería entrar en pánico, tal vez enloquecer para por fin descansar, se obligó a volver a la lucidez cuando la princesa iba a hablar. Alguien debió formular alguna, o todas, las preguntas que invadieron la mente de Matilda.

—Todo fue un esfuerzo de mi prometido —acarició el broche de fénix y sonrió soñadoramente—. En un riesgo más allá del deber, y exhibiendo el valor por el cual es conocido, partió la noche anterior en busca de los hombres que atentaron contra mi vida.

La última parte fue dicha con un tono lastimero, inclinándose más cerca del hombre que se sentaba a su lado. Era como si buscase su protección, a pesar de estar en uno de los lugares más resguardados de Tristain. Sea como fuere, dejó que la declaración se hundiera en todos ellos, pero fue el director quien continuó:

—Por desgracia, el Báculo ya no es seguro en la Academia debido a que la bóveda se encuentra en reparación. Será transportado esta noche a la Capital para ser custodiado en el palacio.

«No, no, no. Esto no puede ser. ¡Si llevan esa cosa al castillo, bien podría despedirme de robarlo!».

Entrar a la Academia fue fácil debido a la lujuria del viejo verde, y era una actriz natural; mantener su trabajo fue más una cuestión de paciencia que de esfuerzo. No obstante, el palacio era un lugar resguardado que le costaría asaltar desde fuera, y el robo solo tuvo lugar gracias a su tapadera.

¿Lograr la misma hazaña sin tapadera? Imposible. No solo evitarían contratar a una mujer de dudoso origen para algún cargo que requiriera el uso de algún catalizador, sino que registraban a todos los sirvientes para saber si cargaban alguno. Había formas de reconocer el uso reciente de magia.

Además, ¿casualmente encontró trabajo allí luego del fiasco en la Academia? Incluso un retrasado mental podría unir los puntos y pronto su cabeza estaría en una pica.

Volvió a la realidad cuando la princesa retomó la palabra.

—El Báculo será transportado esta noche bajo el amparo de la oscuridad —alcanzó la mano del Príncipe Mendigo en un suave apretón—. Mi prometido aceptó la responsabilidad de tal misión por su cuenta. 

»El director y yo acordamos anunciar lo contrario durante el almuerzo. Para los estudiantes y cualquier oyente, el Báculo permanecerá en custodia de la Academia. Nos gustaría que toda la facultad se mantuviera en guardia hasta mañana que se anuncie...

Matilda dejó de escuchar. Sentía que la sangre se acumulaba en su cabeza y el bombeo constante la ensordecía. Estaba segura de que hubo alguna especie de discusión, como si alguno de ellos tuviera el poder para cambiar la decisión de la gobernante del reino. Tampoco dudaba de que felicitaciones hipócritas estuvieron en orden y algo sobre planear un baile de celebración.

Ah, la hipocresía. Todos estos nobles escupieron insultos sobre el Príncipe Mendigo, los rumores desagradables que se contaban en Tristain, sumándole el desprecio común a Germania por cualquier razón, incluyendo la herejía. Todos lo miraron desde arriba porque era abiertamente odiado por la princesa, una basura a los ojos de la nobleza tristaniana.

Qué rápido cambió todo con un par de gestos cariñosos y sonrisas de la princesa. Y ni hablar de los logros que consiguió en menos de un mes, confirmando su maestría militar. Ahora era el futuro rey favorecido por la futura reina, y todos se ponían en fila para lamer sus botas.

Apenas recordó balbucear la despedida correcta cuando las puertas se abrieron y les permitieron marcharse. Ignoró la larga fila de lamebotas dispuesto a escupir estupideces sobre su linaje, y tal vez inventar que algún antepasado suyo era germano. Eran sorprendentes las mentiras que inventaban; la dejaban a ella, una ladrona, anonadada.

Apenas logró despedirse de Colbert de forma educada, y mecánicamente saludó a los sirvientes mientras caminaba. La sonrisa en su rostro era una máscara tan bien puesta que no se resquebrajó a pesar de que todo en ella se estaba rompiendo. Quemando, agregaría. 

Se había quedado allí, esperando a que las cosas fluyeran como deberían, en lugar de actuar. Fue complaciente, confiando en sus nuevos aliados, demasiada fe en sus propias habilidades. Lo trató como un robo más de rutina y, en consecuencia, todo se fue al infierno. 

Ya no podía quedarse aquí sentada, esperando a ser contactada por un grupo de personas que estaban, de seguro, muertas. ¡Al diablo con todos esos malditos bastardos endogámicos! Haría lo que tenía que hacer. ¿Que no averiguaba si la niña era una maga del vacío? ¡Invocó un familiar humano! A la mierda todo.

La mitad del éxito siempre era mejor que ninguno. 

 

§

 

Henrietta suspiró cuando el director abandonó la habitación, coincidiendo con el suspiro de König... No, de Zuko. No pudo evitar reír un poco al verlo tan incómodo. Tal como había pensado, la actuación no tan sutil de favorecer al príncipe despertó la codicia del profesorado. Se acercaron como animales hambrientos, arrojando cumplidos y cualquier cosa que pudiera ponerlos en el lado bueno de quien percibían sería el futuro rey. 

—No pareces disfrutar de los halagos —bromeó la princesa. 

Era sorprendente todo lo que lograban un par de sonrisas, gestos y palabras. Temía por el futuro de su nación si los educadores de las generaciones venideras se dejaban manipular tan fácilmente. 

—No lo hago. 

El tono cortante la habría hecho entrar en cólera, pero Zerbst tuvo razón. Solo bastó un poco de observación para darse cuenta de que la mayoría de la arrogancia de Zuko era producto de su incomodidad. Todo se reflejaba en su tono y frases cortas. Henrietta ya ni siquiera podía enojarse por esto.

—¿Crees que el plan funcionará? —decidió preguntar, casi de la nada.

Aunque Henrietta quería tener esa conversación que le prometió a Zuko, sabía que no era el momento. Así que quedaba posponerlo, esperaba que no demasiado y pronto pudiera quitar un peso de sus hombros.

—Son pocas las opciones —la respuesta vino con seriedad en lugar de nerviosismo enmascarado—. Sin el Báculo de la Destrucción, nuestra única opción es atrapar al infiltrado. 

Allí estaba el problema. Todo fue construido a base de una mentira. Aunque sí encontró a los asesinos en el escondite, Zuko informó que le fue imposible atrapar a cualquiera de ellos. Suicidio, una píldora que había en su máscara, oculta y de fácil acceso. Henrietta desconocía, hasta ese momento, que el hombre estaba versado en subterfugios. 

Sea como fuere, el estuche estaba vacío y solo una nota que advertía sobre la evacuación. Supusieron que estaba destinada al contacto dentro de la Academia, quien permanecía ignorante. La magia bloqueaba la comunicación a larga distancia, y nadie abandonó los terrenos. 

—Debemos contar con su desesperación —suministró Zuko, inmerso en sus pensamientos y las palabras fluyendo casi por sí solas—. La desinformación es el peor enemigo de un soldado, y un espía. Fouquet es un ladrón, y funciona bajo las reglas del último.

—¿Estás seguro de que es Fouquet?

No quería llegar a esa conclusión, pero todo coincidía, al menos, según los puntos señalados por el príncipe. No hubo incidentes de Fouquet desde hacía tiempo, y repentinamente atacó desde el interior de la Academia. Eso llevaba a dos conclusiones: dedicó todo este tiempo a estudiar el objetivo, o se infiltró.

—No es garantía —admitió—, pero es la mejor apuesta. Sea un informante o el mismo Fouquet, no atacará mientras el objeto de interés permanezca dentro de la Academia. Ha demostrado paciencia y autocontrol, no obstante, se encuentra contra las cuerdas.

—Si se le presenta la oportunidad de completar su tarea —agregó la capitana—, la tomará para compensar el error que cometió. O creyó cometer. Fouquet ha demostrado tener una personalidad narcisista, si no infantil. Quiere que todo el mundo sepa que es responsable, y que nunca falla. 

Fue la primera intervención voluntaria de Agnès. Siempre se ponía silenciosa y hosca cada vez que el príncipe estaba presente. Sabía que odiaba a los magos de fuego, pero Zuko ni siquiera era tristaniano para empezar. Y, para terminar, ella sería responsable de su seguridad en un futuro cercano.

—Tal y como dijo, sir. Fouquet no querría una mancha en su historial al permitir que el objeto robado termine en un lugar mucho más seguro. 

—¿Y por qué no acepta llevar escolta? —preguntó Henrietta.

Ese era otro punto de discusión. Zuko iría solo. Era, básicamente, una carnada. Había intentado convencerlo de tomar mayores medidas de seguridad. No quería agregar más culpa de la que ya tenía.

Fouquet era un mago clase triángulo, como mínimo. Tampoco podían ir y preguntarle. Zuko, por el contrario, no se consideraba bueno en la magia, aunque no habló más del tema. Los rumores no eran confiables, pero los menos exagerados lo describían como uno de línea.

—Necesita sentirse seguro. Puede estar desesperado y deseoso de enmendarse, pero no es estúpido. 

Henrietta mordió su labio, evitando seguir hablando. Ella no era la experta en asuntos de guerra, así que cualquier opinión que tuviera solo sería escuchada por su posición de princesa. Sus aportes eran todo menos útiles...

Curiosamente, no se sentía demasiado mal. Solo el sentimiento de no poder ayudar, uno al que estaba acostumbrada. Normalmente, odiaba sentirse inferior, innecesaria. Pero, viendo la situación de forma objetivo, eso no sería cierto. Y, para bien o para mal, Zuko encajaba como su pareja. 

El hombre no podía desenvolverse en un ambiente social ni aunque su vida dependiera de ello. Era como ver a un niño tímido fingiendo ser un adulto, aunque uno intimidante. Allí era donde entró Henrietta. En caso contrario, ella era ignorante en materia militar. 

—Solo... tenga cuidado. Si la situación escapa a su control, no dude en regresar. Su seguridad es prioridad, no aprehender al culpable.

Poco más podía hacer. Zuko asintió, murmurando una despedida rápida antes de marcharse. Sus pasos firmes resonaron hasta que la puerta se cerró detrás de él. Ni duda ni vacilación, tan diferente de cuando intentaba hablar. Se dirigía a la batalla como un hombre que tenía la certeza de la victoria.

Y esperaba que así fuera. Iba a corregir este matrimonio que ella misma había arruinado, darle a Zuko la oportunidad que se merecía. Tal vez, solo tal vez, podrían llegar a una amistad. Era lo mínimo que quería.

Suspirando, se puso de pie y abandonó la habitación. Tenía planeada una visita a Louise. La había descuidado en su momento de necesidad, cuando su familiar estaba pasando por una situación tan difícil que la afectaba más de lo que dejaba ver. 

Pensar que todo esto ocurrió porque había querido hacer una visita a su querida amiga. A veces tenía el pensamiento herético de que toda su vida era para el entretenimiento de Brimir. Que, a pesar de los lujos y la sensación de libertad, no era nada más que una actriz en un escenario trágico, con una trama que no la favorecía.

Y, por desgracia, para bien o para mal, solo podía sacar lo mejor de toda esta situación.