29-Interrupción

[Punto de Vista: Alexander]

"Espada bañada en sangre de los más feroces campos de batalla, muestra toda tu gloria como representante del Dios de la Guerra… y abre el camino a la victoria."

Mis palabras resonaron en todo el santuario como un rugido ancestral.

Y entonces, la espada respondió.

Una onda de energía carmesí y dorada se expandió violentamente desde el filo, abrazando cada rincón del santuario con una presión asfixiante y sagrada.

Las antiguas armaduras, testigos de incontables batallas, comenzaron a desintegrarse una a una al ser tocadas por la luz. No con violencia, sino con solemnidad... como si ofrecieran su existencia voluntariamente.

Sus cenizas flotaron hacia mí, rodeándome como un manto de gloria.

Y entonces, lo imposible ocurrió.

Fragmento a fragmento, el polvo se fundió sobre mi cuerpo… y una armadura rojiza, fragmentada pero majestuosa, se formó alrededor de mí.

No era perfecta, pero cada pieza irradiaba un aura de Divinidad pura.

Este poder… no es mío.

Es el legado de Ares.

El alma misma de la guerra.

[Punto de Vista: Alexander - Interno]

Tan pronto como la armadura se completó, una avalancha de imágenes me invadió.

Batallas olvidadas, héroes sin nombre, muertes gloriosas… y la risa de un dios manchada con sangre.

El conocimiento… la historia… el instinto de un dios guerrero.

Todo fluía dentro de mí.

—¿Qué clase de ser eres…? —gruñó el Emperador Oscuro, su voz cargada de rabia y miedo.

Le respondí sin dudar.

"Alexander. Un simple humano que tuvo suerte."

Sin dar tiempo a más palabras, me lancé hacia él.

Las espadas se encontraron, y el aire estalló con cada choque.

—¡¿Cómo un humano puede empuñar ese tipo de poder?! —gritó, desesperado.

No respondí. No necesitaba hacerlo.

Dejé que nuestras divinidades hablaran.

Esta vez, él retrocedía. Cada golpe mío lo forzaba a ceder terreno, a defenderse.

Cuando intentó saltar hacia atrás, lo perseguí sin piedad.

"Acabemos con esto."

Sabía que el tiempo era limitado. Este poder… no me pertenece. Solo puedo mantenerlo gracias a la voluntad de Ares.

Tenía que terminar esta batalla antes de que desapareciera.

Reuní todo lo que me quedaba y me lancé como un rayo.

El Emperador Oscuro intentó escapar, pero ya era tarde. Me interpuse en su camino y lancé un corte vertical.

Aunque bloqueó mi golpe, la divinidad de mi espada comenzó a devorar su arma.

—¡Maldición… esto no puede ser! —bramó.

Este es el fin.

Me preparé para dar el golpe de gracia, el tajo final que sellaría el destino del Dios Caído.

Pero justo cuando mi espada descendía…

Una voz atravesó el mundo.

"No puedo permitir esto."

Todo se detuvo.

Una luz azul envolvió el santuario como un mar ineludible, y con ella, mi poder fue anulado.

[Punto de Vista: Santa Ángela]

Mientras presenciaba el clímax del combate, una voz resonó dentro de mí.

"Observa y guíame."

Mi cuerpo se estremeció.

—¿Diosa…?

Era la misma voz… la misma presencia que me había otorgado su bendición años atrás.

Cuando el joven estaba a punto de derrotar al Emperador Oscuro, su voz volvió a resonar.

"No puedo permitirlo."

Y con esas palabras… mi visión se desvaneció en un resplandor blanco.

[Punto de Vista: Alexander]

El santuario colapsó.

La tierra que me rodeaba cambió.

Cuando la luz se disipó, me encontré en una vasta pradera, infinita, bañada por una brisa serena.

No es el mundo real.

Esto… es otra barrera de realidad.

Pero no era del Emperador Oscuro. La sensación era completamente distinta. Más antigua. Más pura.

Una luz descendió del cielo, una columna de energía dorada entrelazada con azul.

Y entonces, apareció ella.

Una mujer de belleza celestial.

Piel nívea. Cabello largo y azulado como un río divino. Ojos dorados que brillaban como soles. Su túnica blanca resplandecía con adornos dorados y un misterioso tejido azul que parecía flotar.

No había duda.

Una Diosa.

Y a su lado, arrastrado por la misma luz… estaba el Emperador Oscuro.

Mi cuerpo se tensó de inmediato, pero no por él… sino por lo que escuché después.

"Ser inferior… ¿cómo te atreves a interponerte en mi diversión?"

Sus palabras no fueron un grito.

Fueron un decreto.

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