Trampa (Modificado)

En las despiadadas y agrestes tierras del norte, resonaba un nombre que hacía temblar hasta los huesos: Vraken Ironwind, conocido como El Terrible. Con apenas veintisiete años, su reputación se había cimentado como la de un hombre cuyo poder rivalizaba con el de los más antiguos señores de la guerra. Forjó su camino a la cima mediante una combinación letal de crueldad y astucia, y su lealtad, si es que se le podía llamar así, estaba reservada únicamente para sí mismo y sus insaciables ambiciones.

En este momento, Vraken cabalgaba junto a una cohorte de señores y monarcas, una asamblea peculiar donde convergían intereses tan variados como los climas del norte y el sur. Todos ellos se habían congregado bajo la llamada del rey Aldric III de Heartland, cuyo poderío en el sur era una leyenda en sí misma. El propósito de esta convocatoria no era menor: enfrentarse a una amenaza sin precedentes, un ejército de elfos comandado por un general cuyo pasado como esclavo de los hombres del Oeste había moldeado su nombre en los anales del terror: Lirion, El Demonio Verde.

El aire se cargaba de tensión mientras Vraken y sus acompañantes avanzaban hacia el horizonte incierto. La expectativa pesaba sobre ellos como una manta de plomo, cada uno consciente del peligro que acechaba más allá de las fronteras conocidas. Para Vraken, este conflicto representaba más que una simple batalla por territorio o poder; era una oportunidad para afianzar su dominio sobre las tierras del norte y abrir un nuevo capítulo en su saga de conquista y ambición desenfrenada.

A medida que las sombras de la guerra se alzaban sobre el horizonte, el vasto ejército reunido bajo el estandarte del rey Aldric III de Heartland parecía un océano negro que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Cinco nobles norteños, entre los que se contaba Vraken, habían congregado a ciento sesenta mil soldados, cuya reputación los precedía como los guerreros más feroces y habilidosos de todo el continente. Aunque su lealtad se compraba con oro y promesas de riquezas, su valía en el campo de batalla era innegable. Para ellos, los elfos eran poco más que un obstáculo en el camino hacia las jugosas recompensas que prometía la guerra.

Desde el sur, llegaban trescientos mil soldados, reunidos por trece señores cuyas alianzas eran tan frágiles como efímeras. Egoístas y condescendientes, estos señores habían dejado de lado sus diferencias momentáneamente en busca de un beneficio común. Acompañando a los soldados del sur, se erguían los estandartes de los últimos doscientos cincuenta mil hombres del rey Aldric, respaldados por otros cien mil soldados bajo el mando de Arthur, su yerno y otro rey sureño.

La magnitud de esta alianza, aunque impresionante, palidecía ante la sombra que se cernía sobre ellos: un ejército élfico de ochocientos noventa mil guerreros, una fuerza que prometía devastar el sur y el oeste. En medio de este panorama desolador, Vraken Ironwind se alzaba como una figura imponente, su mirada fiera y sus gestos calculados denotaban una confianza que desafiaba incluso a las circunstancias más adversas. Con cada fibra de su ser preparada para el choque inevitable, Vraken se aferraba a la promesa de gloria y fortuna, dispuesto a enfrentarse a cualquier desafío que el destino pusiera en su camino, siempre y cuando valiera el precio.

Vraken observaba las egoístas motivaciones que impulsaban a cada facción hacia el campo de batalla, consciente de que en aquel tumulto de intereses encontrados y alianzas frágiles, la verdadera naturaleza de la guerra se revelaba en sus formas más crudas y despiadadas. La figura de Lord Vraken destacaba entre la multitud como un coloso entre hombres. Su imponente estatura de dos metros y cuarenta centímetros irradiaba una presencia que no dejaba lugar a dudas sobre su posición en aquel macabro tablero de ajedrez de la guerra. Los rasgos de Vraken eran tan notables como su reputación: pómulos afilados, intensos ojos azulados que destilaban una crueldad calculada y un cabello negro como la noche que caía en cascada sobre su ancho pecho. Aunque su aspecto podría considerarse desaliñado por algunos, emanaba un aura de autoridad y oscuridad que dejaba claro quién dominaba el campo de batalla con puño de hierro.

Su armadura era una imponente obra de arte en sí misma, forjada con placas de un gris cenizo y adornada con antiguos grabados rúnicos de un rojo opaco, que hablaban de batallas pasadas y hazañas olvidadas. El arsenal de Vraken no era menos impresionante: una espada colosal de dos metros, con una hoja negra llena de grabados, atada con firmeza a su cinturón, anunciaba su dominio sobre el combate cuerpo a cuerpo. A su lado, dos hachas enormes con hojas grabadas y mangos negros, cada una alcanzando más de un metro y medio de longitud, reposaban sobre los lomos de su imponente semental. Y como si eso no fuera suficiente, un martillo de guerra negro y dorado, de dimensiones titánicas y empuñado con manos que parecían capaces de aplastar montañas, completaba su arsenal, prometiendo una destrucción sin igual sobre aquellos que se atrevieran a desafiarlo.

Detrás de este formidable exterior se escondía una mente calculadora, impulsada por el beneficio personal y el deseo de poder. La reputación de Vraken y sus temidos soldados del norte, conocidos por su ferocidad e implacabilidad hasta en la muerte, los convertía en un recurso muy codiciado por los reinos extranjeros. Pero no era solo su habilidad en la batalla lo que los hacía tan valiosos; su disciplina de hierro y su lealtad inquebrantable los elevaban a la categoría de una de las fuerzas militares más temidas y respetadas en todo el mundo conocido.

Vraken sabía que tenía el poder de unir sus fuerzas con cualquier rey lo bastante generoso como para pagar el precio adecuado en oro, plata, comida y mujeres. Sin embargo, la promesa de Aldric de una recompensa extravagante y la tentadora oportunidad de asegurar una alianza mediante el matrimonio con una de sus hijas, una que él consideraba la perfecta esposa para él, resultaban demasiado seductoras para resistirse.

Vraken, siempre oportunista y despiadadamente honesto consigo mismo, no se molestó en ocultar sus verdaderas intenciones mientras se preparaba para la batalla que se avecinaba. Para él, este conflicto no era una lucha para proteger a los sureños de la agresión élfica, sino más bien una oportunidad dorada para avanzar sus propios intereses y consolidar su dominio sobre las tierras del norte.

Dirigiendo su ejército de sesenta mil hombres del norte hacia el sur, Vraken los veía no solo como soldados, sino como peones en un tablero de ajedrez donde él era el único maestro. A su paso, los arqueros, infantes y jinetes, tanto pesados como medios, se mantenían firmes detrás de él, una formidable fuerza de combate que eclipsaba cualquier otro ejército en el campo de batalla. Sus guerreros llevaban pesadas armaduras de placas y cota de malla de un gris opaco, adornadas con las misteriosas runas rojas que hablaban de antiguos pactos y juramentos de lealtad. Equipados con pesados escudos de roble reforzados con acero, y armados hasta los dientes con alabardas, pesadas lanzas, espadas y hachas, así como arcos largos y una variedad de armamento mortal, estos guerreros eran la personificación misma del terror en el campo de batalla.

Pero estos cincuenta mil norteños no eran más que una fracción de la fuerza total que Vraken podía convocar a su servicio. Otros ciento setenta y ocho mil guerreros se mantenían vigilantes en los vastos terrenos del norte, protegiendo sus dominios de cualquier amenaza que se atreviera a desafiar su autoridad. Vraken había dejado deliberadamente a tantos hombres en sus tierras, consciente de que en el norte, cualquier indicio de debilidad sería aprovechado por sus enemigos para atacar y usurpar su posición. Para él, cada movimiento estratégico estaba cuidadosamente calculado para mantener su poderío intacto y asegurar su posición como el indiscutible señor norteño.

Mientras Vraken y sus soldados avanzaban, el paisaje comenzaba a transformarse. Las frías y estériles tierras del norte se suavizaban gradualmente hacia los valles fértiles y colinas ondulantes del sur. Los soldados marchaban en una formación impecable, reflejo de la disciplina férrea impuesta por su líder. Vraken sabía que la batalla que se avecinaba no solo sería un choque de armas, sino una prueba de voluntades. Y estaba decidido a emerger victorioso, no importaba cuán alto fuera el precio.

Mientras el imponente ejército de ochocientos diez mil hombres marchaba decidido hacia el conflicto contra los elfos silvanos, Vraken observaba con cierto desdén a la otra nobleza del norte con la que cabalgaba y dirigía a los ciento sesenta mil norteños bajo su estandarte. A pesar de la apariencia de unidad en la superficie, era evidente para él que cada uno de ellos buscaba más sus propios beneficios que el bienestar común.

Entre los líderes norteños se destacaban figuras tan formidables como el poderoso Thorgal Blackheart, cuya ferocidad rivalizaba con la de las bestias más salvajes de los bosques del norte. Su enorme figura y semblante oscuro eran suficientes para intimidar incluso a los más valientes. A su lado, Valindra Frovz, una bruja anciana cuyos ojos habían visto más inviernos que los jóvenes con los que se acostaba, aportaba su amargura, lengua filosa y supuesta astucia a la mezcla. Junto a ellos se erguía Baelgard Kolyt, un guerrero feroz nacido y criado en el fragor de la batalla, cuya sed de sangre y gloria lo había convertido en una leyenda viva entre los guerreros del norte. Y por último, pero no menos importante, estaba Karuna Froztion, la única entre ellos que parecía poseer un sentido de inteligencia y perspicacia que trascendía los impulsos brutales de sus compañeros. A pesar de su ingenio, su carácter era conocido por ser tan helado como su nombre.

Cada uno de estos líderes tenía sus propias razones para luchar: riqueza, tierras, prestigio o simplemente la emoción de la batalla. Sin embargo, lo que les faltaba era cualquier sentido de camaradería o unidad más allá de sus aspiraciones egoístas. Esta coalición desarticulada los hacía vulnerables en caso de que la marea de la guerra se volviera en su contra. Cada señor lucharía principalmente para preservar sus propios intereses antes de considerar los de sus supuestos aliados, lo que creaba grietas y fisuras en la fachada de la unidad que presentaban al mundo. En el juego de la guerra, la falta de verdadera solidaridad podía resultar fatal, y Vraken lo sabía mejor que nadie.

A medida que los poderosos ejércitos convergían en los campos y bosques designados para la batalla inminente, los hombres se apresuraban a levantar las tiendas y a descansar, preparándose mental y físicamente para el conflicto que se avecinaba. Vraken, con su aguda perspicacia, inspeccionó el terreno con gran interés, sabiendo que la calma que precedía a la tormenta era solo el preludio de la violencia que estaba por venir. Aún no se divisaban rastros de los elfos, pero el rey Aldric había solicitado una reunión, y Vraken no podía permitirse ignorar una oportunidad para asegurar su posición en este juego mortal.

Caminando con paso seguro junto a un séquito de cien de sus hombres más brutales e intimidantes, Vraken se acercó a la tienda más grande y opulenta, adornada con los colores blancos y dorados que anunciaban la presencia del rey. Antes de poder avanzar, se encontraron con una guardia formidable, armada con una implacable armadura de placas blancas que resplandecían bajo el sol del norte. Los guardias lo estudiaron con detenimiento, reconociendo al feroz guerrero y líder que ahora se encontraba frente a ellos. Tras una breve pausa, uno de los guardias dio un paso adelante y habló con voz firme y respetuosa.

—Lord Vraken, por favor entre y espere la llegada del Rey Aldric. Sin embargo, debo enfatizar que su entrada debe ser solitaria—.

Asintiendo con gravedad, Vraken hizo un gesto a su pequeño séquito, indicándoles que permanecieran afuera mientras él avanzaba hacia la majestuosa tienda de reuniones. Adentrándose en su interior, se encontró con una asamblea que reflejaba la diversidad y complejidad del mundo en el que vivían. Los cuatro señores del norte, entre ellos él mismo, se alzaban como monumentos de poder y autoridad, mientras que los trece señores del sur y el rey Arthur, yerno de Aldric, representaban una amalgama de intereses y alianzas tan frágiles como la brisa del norte. Además, había nobles del reino de Heartland, quince en total, cuyas miradas y gestos insinuaban una mezcla de respeto y desconfianza hacia el imponente señor del norte que ahora se encontraba entre ellos.

Vraken se movió con la confianza de alguien que sabía que su reputación lo precedía. Mientras tomaba su lugar en el centro de la tienda, sus ojos recorrieron cada rincón, cada rostro, evaluando aliados y posibles enemigos. Los señores sureños, con sus ropas ostentosas y joyas brillantes, parecían fuera de lugar en comparación con los norteños, cuya apariencia era más austera y funcional. Sin embargo, Vraken sabía que la riqueza de estos hombres no debía subestimarse, pues podía comprar lealtades y forjar alianzas tan rápidamente como un golpe de espada.

Mientras la nobleza reunida aguardaba con impaciencia la llegada del rey Aldric, Vraken observaba a cada uno de sus homólogos con ojo perspicaz y calculador. Los cuatro señores del norte, cuyos territorios estaban dispersos en vastas extensiones gobernadas por familias, clanes y tribus, representaban la esencia misma de la dureza y la fortaleza que caracterizaban al norte salvaje. Con expresiones talladas en piedra que reflejaban un estoicismo y un desafío típicos del orgullo e independencia norteños, estos líderes se erguían como pilares de autoridad en un territorio gobernado por el principio del más fuerte y el más poderoso. En los dominios del norte, ningún hombre había logrado afirmar su autoridad lo suficiente como para ser coronado rey, hasta ahora...

Vraken estudiaba a cada señor con atención, evaluando sus fortalezas, debilidades y posibles alianzas que podrían ser forjadas o quebradas en el fragor de la batalla que se avecinaba. ¿Quién de entre ellos sería el primero en doblegarse ante la voluntad del rey Aldric? ¿O acaso alguno de ellos anhelaba el trono del sur lo suficiente como para traicionar a sus propios hermanos del norte? Las preguntas se agolpaban en la mente estratégica de Vraken, alimentando su sed de poder y ambición mientras esperaba el inicio de la reunión que podría cambiar el destino de todos los presentes.

Por el contrario, los trece señores del sur portaban las marcas de su devoción a la Iglesia de los Iluminados, cuyas influencias se veían reflejadas en su vestimenta ostentosa y lujosa, demostrando así su opulencia y prosperidad adquirida a través de alianzas eclesiásticas y políticas. Con un aire de pompa y ceremonia, estos señores del sur se destacaban entre la multitud por sus prendas bordadas con hilos de oro y plata, reflejando la riqueza de sus dominios más prósperos y codiciados. A su lado, representantes nobles de Heartland se alineaban en una muestra de solidaridad con sus aliados sureños, formando así una coalición aparentemente indestructible. Y entre todos ellos, destacaba el otro rey sureño, Arthur, un joven de aspecto imponente y atractivo, con cabellos dorados rizados que caían en cascada sobre sus hombros. Sus ojos verdes, brillantes como esmeraldas, destilaban desdén y arrogancia, mientras una sonrisa burlona jugaba en sus labios condescendientes. Según las leyendas y los murmullos de la corte, este joven monarca era conocido por su naturaleza impulsiva y desenfrenada, más inclinado a los campos de batalla que a los juegos políticos de la corte. Se decía que Arthur tenía poco interés por las intrigas cortesanas y las sutilezas del poder, prefiriendo en cambio desafiar al destino con la espada en mano y la mirada fija en la gloria militar. Algunos lo tachaban de amoral y deshonroso, mientras que otros lo describían como imprudente, testarudo y propenso a estallidos de ira. Sin embargo, nadie podía negar su habilidad innata como guerrero, ni su destreza en el campo de batalla, donde su espada relucía como un rayo de sol en la tormenta de la guerra. A pesar de sus defectos y pecados, Arthur era respetado y temido por igual, una figura controvertida cuyo destino estaba destinado a entrelazarse con el de aquellos que se atrevían a desafiarlo en el campo de batalla o en los salones del poder.

Después de lo que parecieron horas llenas de tensión, pero que en verdad solo fueron unos breves minutos, la solapa de la tienda se abrió y entró el viejo rey Aldric, acompañado de su hija, la radiante princesa Elise. Ella encarnaba una delicada belleza y una naturaleza gentil, que parecía emanar de cada poro de su piel. Su tez era suave como la porcelana, y parecía brillar con un resplandor etéreo bajo la suave luz de la tienda. Con un cabello dorado que caía en ondas perfectas sobre sus hombros, y un vestido blanco y dorado que acentuaba su figura fascinante, la princesa Elise irradiaba una elegancia innata. A pesar de su pequeña estatura de apenas uno cincuenta y cinco, su presencia se realzada por unos atributos físicos que no pasaban desapercibidos: unos pechos grandes y tentadores, firmes y llenos, que complementaban perfectamente su pequeña cintura y sus anchas caderas, cautivando la atención de cualquier hombre con solo un vistazo. Sus ojos, grandes y expresivos como amatistas, reflejaban una mezcla fascinante de profunda inocencia y vulnerabilidad, mientras sus suaves labios rosados temblaban ligeramente por la tensión del momento. La princesa Elise tomó asiento junto al trono de su padre, sus ojos explorando a los nobles reunidos con una curiosidad tímida pero palpable. Sabía que su destino estaba entrelazado con el de Vraken, siendo prometida como su futura y primera esposa como parte de las recompensas ofrecidas para asegurar la participación del Señor del Norte en la campaña. Además de la promesa de matrimonio, la carta de Aldric también había mencionado una generosa cantidad de oro, plata y alimentos como parte del acuerdo. Aunque Vraken podía sentir la tensión en el aire mientras la princesa se acomodaba en su asiento, no podía negar la fascinación que sentía por ella, una fascinación que pronto se transformaría en un vínculo que cambiaría el curso de sus vidas para siempre.

Tras la entrada del rey Aldric y la princesa Elise, la atmósfera dentro de la tienda experimentó un cambio perceptible. Vraken mantuvo un contacto visual firme con el monarca, sin titubear ni un instante. A su lado, los señores del norte permanecieron inquebrantables, con expresiones que no revelaban ni sumisión ni miedo. En contraste, los señores del sur y los representantes de Heartland se pusieron de pie y inclinaron la cabeza con reverencia hacia su líder, mostrando una deferencia evidente. Solo Arthur, el joven rey del Sur, parecía poco impresionado por la muestra de obediencia. Su mirada se mantenía fija en la princesa Elise, claramente cautivado por su deslumbrante belleza. «Bastardo codicioso», pensó Vraken para sí mismo, recordando que el joven rey ya estaba casado con una de las hijas de Aldric.

—Señores y señoras—comenzó el rey con una voz que resonaba con autoridad y sabiduría, llenando la tienda con su presencia imponente—. En primer lugar, deseo expresar mi agradecimiento a los lores y damas del Norte por haber respondido a mi pedido de ayuda. A pesar de la alianza temporal, está claro que muchos de ustedes todavía albergan dudas sobre nuestras intenciones y motivos. Pero les pido que por el momento dejen de lado su escepticismo ante un enemigo común—declaró con firmeza, su mirada pasando de los lores del sur a los de Heartland, buscando transmitir su determinación y confianza en la causa que los había reunido.

Los señores del norte intercambiaron miradas sutiles, conscientes de las palabras de Aldric pero también de sus propios intereses. Thorgal Blackheart se irguió un poco más, como si considerara la propuesta con la intensidad de un depredador evaluando a su presa. Valindra Frovz se limitó a asentir con una sonrisa enigmática, sus ojos ocultando pensamientos profundos. Baelgard Kolyt permaneció en silencio, su mente probablemente enfocada en la estrategia militar y en las batallas por venir. Karuna Froztion, por su parte, observaba a Vraken con una mezcla de interés y cautela, preguntándose quizás cómo él influiría en el desarrollo de los acontecimientos.

El rey Aldric continuó, detallando el plan de batalla y cómo los ejércitos del norte y del sur se coordinarían para enfrentar a los elfos silvanos. Cada palabra era cuidadosamente elegida para inspirar confianza y unidad, pero Vraken sabía que las verdaderas intenciones de cada líder serían puestas a prueba en el campo de batalla.

Finalmente, la reunión llegó a su fin y los nobles comenzaron a dispersarse, regresando a sus campamentos para preparar a sus hombres para el conflicto inminente. Vraken, sin embargo, se quedó un momento más, observando a la princesa Elise mientras ella se retiraba junto a su padre. Sabía que su destino estaba entrelazado con el de ella, y que este vínculo podría ser tanto una fortaleza como una debilidad en los tiempos venideros.

Con una última mirada a la tienda del rey, Vraken salió al aire libre, respirando profundamente mientras el viento frío del norte acariciaba su rostro. La guerra estaba por comenzar, y él estaba listo para enfrentar cualquier desafío que se presentara, sabiendo que, al final, solo los más fuertes y astutos prevalecerían.

—He recibido noticias que el ejército élfico ha sido visto a dos horas de nuestra posición—anunció el rey Aldric con un tono que denotaba la urgencia de la situación. Ante esta revelación, la inquietud se apoderó del ambiente en la tienda, y uno de los nobles sureños, con la voz temblorosa, se atrevió a preguntar:

—¿Qué planes tiene en mente su Majestad?—.

La petición del rey fue recibida con un coro de voces, cada noble expresando su opinión y sugiriendo planes diferentes. Desde la idea de lanzar un ataque sorpresa hasta la propuesta de retirarse y buscar un terreno más favorable, todos hablaban como si su opción fuera la única correcta.

Fue Arthur, el yerno del rey, quien intervino con una propuesta audaz:

—Ataquemos con todo, igualamos su número y tenemos más caballería—.

Sin embargo, su sugerencia fue recibida con escepticismo por parte de uno de los señores norteños, Baelgard, cuya voz ruda y presencia imponente lo hacían destacar entre la multitud.

—¿Eres imbécil, niño?—gruñó Baelgard, un norteño tosco e imponente, con una gran calva y una barba que había visto muchos inviernos—. ¡No buscas nada más que tu propia muerte gloriosa, mocoso! ¡Atacar de frente no lograría tal cosa!—. Hizo un gesto hacia Vraken y los tres señores que estaban a su lado, cada uno de los cuales encarnaba a figuras veteranas en el arte de la guerra—. Deberíamos luchar a la defensiva, hacer uso de nuestro terreno y tácticas de emboscada—sugirió Thorgal, otro señor del Norte, con voz brusca pero mesurada.

Sin embargo, Arthur continuaba insistiendo en su plan de ataque frontal, ignorando los defectos obvios que otros señores señalaban.

—Con el debido respeto, Lord Baelgard y Thorgal, nuestras fuerzas combinadas las superan con creces—. Argumentó Arthur con un tono condescendiente y desdeñoso.

La tensión en la tienda era palpable mientras las opiniones divergentes chocaban entre sí, y el destino de la batalla pendía en un delicado equilibrio.

Vraken soltó una risa fría y, por primera vez desde su llegada a la tienda, habló con claridad.

—Creo que está equivocado, su majestad. Que yo sepa, los elfos nos superan con ochenta mil, además no creo que los delicados corceles de torneo sepan lo que es cargar contra un muro de escudos élficos —comenzó, su tono impregnado de una confianza que no admitía dudas—. Nuestra mejor oportunidad reside en utilizar nuestros números estratégicamente, atacando rápidamente y desde múltiples direcciones. Debemos explotar sus debilidades en lugar de marchar ciegamente hacia una masacre —señaló con un gesto de desdén hacia las sugerencias de ataque frontal—. Sugiero que primero escuchemos a su majestad, antes de que sigamos perdiendo el tiempo escuchando graznidos y rugidos de idiotas y cobardes—. declaró con un tono que no admitía réplica.

El silencio cayó sobre la tienda, tenso y cargado de expectación. Algunos nobles parecían al borde de la explosión, listos para confrontar a Vraken por su insolencia. Sin embargo, antes de que la tensión pudiera intensificarse, el rey Aldric se levantó con gracia de su trono y comenzó a hablar con autoridad y calma, restableciendo así el orden en la sala y preparando el escenario para la discusión estratégica que estaba por venir.

—Se lo agradezco, Lord Ironwind —expresó el rey mientras manipulaba algunas figuras de madera que representaban tanto a ellos como a los elfos sobre el mapa táctico extendido frente a ellos—. El plan original era hacer un rodeo, mantener tropas en los flancos del bosque y atacar cuando los elfos estén lo suficientemente atrapados en nuestra formación, pero con las ideas de muchos de ustedes y conociendo a Lirion, esto puede fallar. Así que planeo llevarlo a una trampa —explicó con calma el monarca, tomando un breve respiro antes de continuar—. Sé que muchos de ustedes saben que las razas élficas nos ven como meros salvajes desorganizados, y Lirion no es diferente. Así que la nueva estrategia es que mientras una fuerza dirigida por Lord Ironwind y nuestros guerreros más fieros carguen de manera desorganizada y sin tanta disciplina, pareciendo salvajes, ellos desorganizarán y calentarán el espíritu de las filas élficas lo suficiente para que pierdan su disciplina y el orgullo los guíe. Después, esa fuerza se retirará para atraerlos a una trampa—. Movió las piezas para hacer una formación—. Una formación cerrada y organizada, infantería pesada, ballesteros y arqueros, que los mantengan a raya, mientras que otra fuerza, infantería y caballería, los rodea y acaba con ellos—

La carpa se quedó en silencio tras el plan del rey, cada señor considerando la propuesta de su majestad. Los lores del Norte asintieron con la cabeza, viendo los méritos de su plan. Sin embargo, otros lores sureños seguían siendo escépticos o se aferraban obstinadamente a sus propias ideas. Con un dejo de desafío en su voz, Vraken ofreció:

—¿Quizás alguien aquí tenga un plan mejor que el del rey? —retó, su mirada escudriñando la asamblea una vez más en busca de cualquier signo de disensión o desacuerdo.

El silencio en la habitación era palpable, y el peso de su pregunta parecía llenar el aire con una expectativa cargada. No es que Vraken fuera particularmente leal o fiel a Aldric; simplemente no deseaba cargar con el peso de liderar a aquellos nobles arrogantes y testarudos. Él mismo tenía un plan similar en mente, pero sabía que si lo revelaba, los sureños lo verían mal y los norteños, cegados por su orgullo, lo rechazarían de plano. Por eso, por el momento, prefirió mantener sus cartas cerca del pecho y esperar a ver cómo se desarrollaba la discusión.

—¿Cómo sería la distribución de tropas?—preguntó Arthur con un dejo de brusquedad, mostrando su impaciencia por poner en marcha la estrategia.

El rey, manteniendo su calma habitual, respondió dirigiéndose a toda la carpa.

—En cuanto a la distribución de tropas—dijo el rey con calma, dirigiéndose a toda la carpa—. Nuestro objetivo principal debe ser mantener a los elfos ocupados y confundidos. Una fuerza de caballería puede enfrentarse a ellos mientras la mayor parte de nuestro ejército se prepara para la pinza—. Moviendo algunas piezas en los mapas dispuestos sobre la mesa, explicó con detalle cómo podrían las fuerzas enemigas ser atrapadas y atacadas simultáneamente desde ambos lados por unidades de infantería y caballería, aprovechando la sorpresa y la desorientación—. Necesitamos mantener el equilibrio entre nuestras fuerzas ofensivas y nuestras defensas. Aproximadamente noventa y siete mil y doscientos cincuenta jinetes pesados norteños y caballeros, dirigidos por Lord Ironwind, Sir Jock, Lord Autnulf y Lord Thorgal, atacarán a los elfos directamente para crear caos y confusión. Mientras tanto, yo y varios de nosotros esperaremos y dirigiremos la formación de las tropas. Por último, tú, Arthur, dirigirás el flanco derecho, y Lord Areth dirigirá el flanco izquierdo para el movimiento de pinza—explicó el rey mientras asignaba las tropas y sus respectivos objetivos con claridad y precisión.

El plan estratégico estaba trazado con meticulosidad, cada detalle considerado para maximizar las posibilidades de éxito en el campo de batalla. Los presentes en la carpa asentían con seriedad, comprendiendo la importancia de seguir las órdenes con disciplina.

—Nuestra principal prioridad debería ser la destrucción de sus dirigentes y de objetivos clave dentro de sus filas—añadió, subrayando la importancia no solo de abrumarlos militarmente, sino también de limitar su capacidad para montar una respuesta eficaz—. Una vez que logremos esto, sus fuerzas se desmoronarán bajo nosotros—concluyó, resaltando la importancia de debilitar el liderazgo enemigo como parte fundamental de nuestra estrategia.

Muchos de los lords presentes murmuraron de acuerdo y asintieron solemnemente al reconocer la lógica detrás de estos pasos. Con la estrategia general y la distribución de tropas más claras y con un propósito definido, todos se retiraron para comenzar a dar las órdenes necesarias para poner el plan en marcha. El ambiente estaba tenso, cada líder consciente de la carga que llevaban sobre sus hombros y la responsabilidad que tenían hacia sus hombres y hacia sus propios intereses. Era el momento de la acción, y estaban preparados para enfrentar lo que sea que el destino y los dioses les tuvieran reservado en el campo de batalla.

Vraken se retiró hacia el campamento que sus hombres habían levantado, una hueste de guerreros que inspiraban temor en cualquier adversario que osara enfrentarlos. Eran cincuenta mil en total, una fuerza formidable que representaba la esencia misma de la ferocidad y la crueldad de su líder. Entre ellos, se contaban doce mil jinetes pesados del norte, guerreros que no se doblegaban ante nadie, superando en habilidad y coraje a cualquier caballero de tierras lejanas. Además, estaban los ocho mil arqueros a caballo, cuyas flechas caían como lluvia de muerte sobre el enemigo, seguidos por once mil infantes medios, diez mil infantes pesados y nueve mil arqueros con arco largo, todos ellos expertos en el arte de la guerra y listos para luchar hasta el último aliento.

Vraken contempló a sus hombres con una mirada implacable, una mezcla de crueldad y locura.

—¡Escuchen bien, cabrones! Nuestro único objetivo es acabar con esos malditos elfos. ¡Ninguna misericordia, ningún descanso, ninguna piedad! ¡Hasta que ese puto ejército esté completamente reducido a cadáveres y a charcos de sangre!—rugió con una intensidad que helaría la sangre de cualquiera que lo escuchara, excepto para sus hombres, que respondieron con vítores y bramidos, afirmando su compromiso con la causa y su lealtad inquebrantable a su líder.

En sus ojos brillaba el fuego de la batalla y la certeza de la victoria, dispuestos a seguir a su señor hasta el final de los tiempos si así lo requería el destino.

—¡Los jinetes y Cory me acompañarán, la infantería se quedará al mando de Grod, sigan las órdenes y mantengan las posiciones!—ordenó Vraken con voz firme. Sus hombres comenzaron a moverse con diligencia, cada uno asumiendo su rol con la precisión y la ferocidad características de su ejército.

La caballería pesada y los jinetes arqueros se alistaron rápidamente. Los sementales de guerra, de imponente estatura y musculatura, se alzaban sobre sus jinetes, impacientes por el combate. Con pelajes que variaban desde el negro azabache hasta el gris oscuro, cada uno de ellos estaba protegido por una pesada y blindada barda completa de placas, una defensa formidable que había sido forjada en innumerables batallas y que mostraba signos de desgaste, testigos silenciosos de la dedicación de sus portadores a la causa de Vraken. Los jinetes revisaban su equipo y se preparaban para el enfrentamiento inminente, con sus pesados yelmos cónicos con viseras que ocultaban sus rostros, reflejando la crueldad implacable de su líder. Sus pesadas armaduras de placas grises opacas eran como la de su señor, sin ninguna abertura.

Los doce mil soldados de caballería pesada del ejército de Vraken estaban equipados con una amplia variedad de armas y escudos. Espadas largas de doble filo colgaban de las caderas de muchos jinetes, diseñadas para cortar y apuñalar con precisión mortal. Otros preferían grandes hachas o alabardas, confiando en la fuerza bruta para deshacer a sus enemigos. Algunos más optaban por mazas y martillos de guerra, armas capaces de infligir golpes contundentes que podían romper huesos y desfigurar armaduras. Pero todos ellos portaban lanzas, listas para cargar con devastador efecto contra las líneas enemigas. Expertos jinetes manejaban estas armas con maestría, preparados para desatar el caos entre las filas enemigas y abrir el camino hacia la victoria. Con cada hombre y cada caballo listo para el combate, el ejército de Vraken se erigía como una fuerza imparable, lista para desafiar cualquier obstáculo en su camino hacia la recompensa de su victoria.

Los ocho mil arqueros montados, ubicados detrás de Vraken, se preparaban para la batalla montando caballos feroces y ágiles. Con arcos compactos y cuatro carcajes llenos de flechas, estos arqueros mantenían sus miradas fijas en el horizonte, listos para desencadenar un vendaval de muerte sobre sus adversarios en el momento oportuno. Para el combate cuerpo a cuerpo, llevaban espadas y mazas, y se ajustaban un escudo redondo en sus brazos para ofrecer protección adicional. Cada hombre estaba equipado con una cofia de malla y un yelmo cónico de acero, salvaguardando así sus cabezas y cuellos de los golpes enemigos. Sus torsos y brazos estaban envueltos en una armadura de cota de malla y cuero endurecido, proporcionando una defensa sólida contra los ataques enemigos. Además, aseguraban sus antebrazos derechos con correas de cuero, lo que les permitía un mejor control del arco y minimizaba su exposición mientras disparaban. Con sus habilidades de tiro precisas y su preparación meticulosa para la batalla, estos arqueros montados se erigían como una fuerza formidable que contribuiría decisivamente al triunfo de Vraken en el campo de batalla.

La formación de la infantería media y pesada de Vraken comenzó con una precisión metódica. Los soldados de infantería media vestían un gambesón negro, una cota de malla gris opaco sobre una primera armadura de grueso cuero, reforzada con placas de metal estratégicamente colocadas y una coraza, guanteletes, hombreras y grebas de acero. Sus cabezas estaban protegidas por yelmos barbutas de acero, que resguardaban completamente la nuca, parte del rostro, orejas y cejas de los golpes enemigos. Colgando de sus cinturones, afiladas dagas aguardaban ser desenvainadas en el fragor del combate cuerpo a cuerpo. Mientras tanto, sus espadas largas, hachas de batalla y mazas permanecían envainadas, ansiosas por saborear la sangre del enemigo. Las largas lanzas que portaban relucían con un resplandor tenebroso, listas para empalar a quienes osaran enfrentarlos. Cada soldado llevaba un robusto escudo de torre, elaborado con madera maciza reforzada con acero, y decorado con el emblema distintivo de Vraken: un enorme lobo rojo oscuro sobre un campo gris opaco, rodeado de espadas negras. Estos escudos proporcionaban una protección vital contra los ataques a distancia y las contracargas enemigas, manteniendo a salvo a los soldados mientras avanzaban hacia el campo de batalla.

Mientras tanto, los infantes pesados se alzaban por encima de sus compañeros de menor rango. Fácilmente distinguibles por su mayor tamaño y su impresionante variedad de armas, estos gigantes exudaban un aura de impenetrabilidad y pura fuerza. Cada pieza de su armadura, desde los guantes hasta las grebas y los petos, estaba forjada con el mejor acero disponible, y se había probado en innumerables batallas. Los diez mil infantes pesados de Vraken encarnaban el poderío y la fortaleza de su fuerza terrestre, listos para aplastar a cualquier enemigo que osara interponerse en su camino. Las colosales figuras de la infantería pesada de Vraken estaban equipadas con una variedad impresionante de armas masivas diseñadas para aniquilar las líneas enemigas y sembrar la desolación entre sus adversarios. Cada guerrero portaba un imponente escudo rectangular fabricado con metal grueso y reforzado, otorgándoles una defensa prácticamente impenetrable incluso ante los ataques más feroces. Como armas secundarias, preferían enormes espadas de dos manos, capaces de partir a un oponente por la mitad con facilidad. Otros optaban por gigantescas hachas de batalla, que podían paralizar a los enemigos con un solo golpe contundente. También había quienes empuñaban martillos de guerra pesados, capaces de destrozar armaduras y huesos con cada golpe. Sin embargo, su arma principal era la larga alabarda, una lanza con una hoja ancha y afilada en un extremo y una punta en el otro, ideal para mantener a raya a múltiples enemigos a la vez. Estos soldados indomables servían como el martillo de Vraken en el campo de batalla, capaces de asestar golpes decisivos que marcarían el curso de la contienda. Ya sea de manera individual, blandiendo sus armas con ferocidad, o formando un muro inexpugnable de acero y carne hombro con hombro, estos guerreros estaban ansiosos por enfrentarse al enemigo de frente y hacer realidad la retorcida visión de la victoria de su comandante.

Ascendiendo la columna de infantería se encontraban los nueve mil arqueros de arco largo, una fuerza formidable equipada con grandes y poderosos arcos elaborados con materiales avanzados. Estos arcos destacaban por su impresionante alcance y sus capacidades destructivas, capaces de sembrar la devastación en las filas enemigas desde la distancia. Además de sus arcos, cada arquero llevaba consigo una espada larga y una daga, preparados para enfrentamientos cercanos si la batalla se acercaba demasiado. Su vestimenta estaba cuidadosamente diseñada para brindar tanto protección como movilidad en el campo de batalla. Llevaban una capa gris con capucha para camuflarse en el entorno, túnicas de tela bien confeccionadas y una combinación de cota de malla y cuero endurecido para protegerse de los ataques enemigos. Los pantalones de cuero y las botas altas proporcionaban cobertura y soporte adicional, permitiéndoles moverse con facilidad mientras disparaban sus mortales flechas. Cada arquero llevaba múltiples carcajes llenos de flechas, asegurando que nunca se quedaran sin munición durante el combate y garantizando que pudieran mantener un fuego constante y preciso contra sus adversarios.

Vraken se elevaba entre sus hombres, incluso por encima de las otras tropas montadas a caballo, montando a su poderoso semental blanco, Muerteblanca, un verdadero espectáculo de poder y gracia. Este magnífico semental era más que un mero caballo; era una criatura imponente que inspiraba reverencia y temor en igual medida. Muerteblanca, un espécimen digno de contemplar, tenía un cuerpo imponente, lleno de músculos poderosos que lo distinguían como un ser excepcional. Con una estatura que casi duplicaba la de un caballo normal, se alzaba con orgullo y majestuosidad sobre el campo de batalla. Sus poderosas extremidades, capaces de impulsar a su enorme jinete a velocidades asombrosas, aseguraban que fuera más que un mero corcel: era un guerrero en sí mismo. 

Vestido con una pesada armadura de placas diseñada específicamente para protegerlo de los proyectiles enemigos, Muerteblanca irradiaba una sensación de invulnerabilidad. Su armadura cubría todo su cuerpo, desde el poderoso cuello hasta las robustas patas, brindando una protección incomparable tanto para él como para su jinete. Con una altura impresionante de casi tres metros hasta el hombro, Muerteblanca se movía con una agilidad sorprendente, desafiando las expectativas de lo que un ser de su tamaño podría lograr. Cada paso era una exhibición de gracia y destreza, demostrando que la fuerza y la elegancia podían coexistir en perfecta armonía. Su pelaje blanco, impecablemente cuidado, irradiaba un resplandor etéreo que lo hacía destacar incluso en la oscuridad de la noche. Su melena y cola, largas y sedosas, se trenzaban con hilo de oro, agregando un toque de opulencia a su apariencia majestuosa. En conjunto, Muerteblanca y su jinete formaban una pareja formidable, lista para desafiar a cualquier enemigo que se atreviera a cruzar su camino. Con su presencia imponente y su poderío indiscutible, eran la personificación misma del poder y la muerte en el campo de batalla.

Montado en Muerteblanca, su hermoso y majestuoso semental blanco, Vraken se dirigió a sus hombres con una rabia ardiente. —¡Guerreros de Zokya, hoy somos los elegidos de Mukon, y le daremos una ofrenda digna de su grandeza!— Sus palabras fueron recibidas con gritos de fervor y aprobación mientras los guerreros levantaban sus armas hacia el cielo, listos para la batalla. —¡Sangre y muerte!— rugió Vraken, su voz retumbando sobre los clamores de sus hombres, quienes repitieron las palabras con una intensidad salvaje. —¡Demuestren que son verdaderos hijos de Zokya, dispuestos a vivir y morir por los dioses en este día!— proclamó Vraken con una pasión incendiaria, infundiendo a sus hombres con una ferocidad y rabia aún mayor. Los gritos de guerra llenaron el aire, resonando con una fuerza que parecía sacudir el suelo bajo sus pies. Con un gesto firme, Vraken ordenó avanzar, y sus hombres se movieron con una coordinación impresionante. La infantería y los arqueros se separaron de la columna de caballería y se dirigieron hacia la retaguardia, donde prepararán la trampa, mientras que él lideraba a sus jinetes pesados y arqueros a caballo hacia el frente de batalla. 

El rugido de los guerreros se mezclaba con el tronar de los cascos de los caballos, creando una sinfonía de guerra que anunciaba la llegada de la destrucción. Con cada paso, Vraken y sus hombres se acercaban más al enemigo, listos para enfrentar lo que fuera necesario en nombre de sus dioses y su rey.

No tardaron en divisar a los caballeros sureños bajo el mando de Sir Jock, el prestigioso líder de la guardia real del rey Aldric. Se alzaba como una figura imponente, con una estatura que rozaba los dos metros, y su presencia irradiaba una gracia regia acorde a su posición. Su armadura de acero blanco, ajustada a la perfección, resaltaba la magnificencia de su porte. Cada pieza de su armadura, forjada por los más hábiles artesanos del reino, relucía bajo los rayos del sol, testamento de su inquebrantable durabilidad y exquisita calidad. Los símbolos heráldicos del reino, cuidadosamente estampados en su armadura, dejaban claro su inquebrantable lealtad a Aldric y al reino que protegía. Las capas que ondeaban tras los mil caballeros de la guardia real llevaban el distintivo real: el león azul sobre un campo blanco, enmarcado por bordes dorados, un emblema de poder y autoridad. Aunque su número era limitado, su papel como guardia personal del rey los elevaba por encima de cualquier otro contingente. Junto a ellos, se alineaban miles de caballeros nobles y jinetes más ligeros, portando orgullosamente los estandartes de Heartland y del reino, uniendo sus fuerzas en un espectáculo de lealtad y devoción hacia su soberano y su tierra.

Lord Autnulf destacaba no solo por su imponente estatura, que rivalizaba incluso con la de los caballeros más altos (a excepción de los norteños, cuyos miembros más bajos superaban fácilmente el metro ochenta y cinco), sino también por el peso de la historia que acompañaba su nombre. Ataviado con una reluciente armadura de placas azules, grabada con intrincados diseños que simbolizaban su linaje y poder, irradiaba un aura de autoridad y determinación inquebrantable. Sobre su cabeza descansaba un yelmo con forma de cabeza de dragón gruñendo con ferocidad, el rasgo más distintivo de su armadura, que lo identificaba como un guerrero formidable y temido en el campo de batalla. Su caballo de guerra, igualmente magnífico, se erguía orgulloso a su lado, con una barda que cubrían su pecho y lo protegían de cualquier embate enemigo. La criatura exhalaba vapor por sus fosas nasales, un signo inequívoco de la preparación de su dueño para afrontar cualquier desafío que el destino les deparara. Lord Autnulf estaba acompañado por los caballeros y jinetes de los nobles sureños, cada uno portando estandartes que representaban los linajes y símbolos de sus respectivas casas. Entre ellos, destacaba el estandarte de lord Autnulf, un majestuoso dragón negro sobre un campo azul, una representación poderosa y emblemática de su linaje y legado.

Para Vraken, aquellos sureños estaban más preocupados por el adorno que por la verdadera habilidad guerrera; eran poco más que una distracción en el campo de batalla. En su mente, no alcanzaban la autenticidad y la ferocidad de los verdaderos guerreros, como el último lord, Baelgard. Aunque fuera un enemigo, Vraken reconocía su valía como líder y guerrero. Su armadura negra, marcada por innumerables arañazos y rasguños, hablaba de las muchas batallas que había librado y las cicatrices que había acumulado en el camino hacia la gloria. El emblema de un puño de hierro sosteniendo una espada roja en campo negro, estampado en su pecho, simbolizaba la fuerza de Baelgard y sus hombres. Acompañado por sus quince mil jinetes pesados y sus nueve mil arqueros a caballo, todos norteños, todos guerreros desde la cuna, Baelgard personificaba el espíritu indomable del norte. A los ojos de Vraken, este era el tipo de líder cuya muerte en la guerra no solo representaría una pérdida estratégica para el enemigo, sino también una oportunidad para reclamar sus tierras y hombres para la causa de Zokya.

—¿Qué opinas, majestad? ¿No es este el momento que tanto anhelabas?— Su voz resonó con un tono sarcástico, Vraken arrojó sus palabras como flechas afiladas, apuntando directamente al orgullo de Arthur y desafiando su valía en el campo de batalla. Mientras el joven rey permanecía en medio del campo, envuelto en su armadura dorada y blanca, montando su elegante corcel blanco, Vraken no perdió la oportunidad de señalar la ironía de la situación.

Antes de que Arthur pudiera responder, las palabras de Vraken fueron secundadas por las burlas de Baelgard, cuyo tono áspero y sonrisa de autosuficiencia se combinaron para aumentar la tensión en el aire.

—Si el joven quiere demostrar su valentía, quizás debería unirse a nosotros en la vanguardia y no esconderse en los bosques como un cobarde—. La provocación de Baelgard, aunque directa, tenía un toque de verdad que resonaba en el silencio que siguió.

Arthur, furioso pero sin palabras, se vio obligado a contener su ira mientras Vraken se retiraba con una última sonrisa burlona, dejando a Arthur con la incomodidad de su desafío sin respuesta. 

—¿Cómo te atreves a hablarme así, maldito bárbaro?— La pregunta retórica de Arthur resonó en el aire, aunque más como una afirmación de su propio estatus que como una verdadera consulta, cargada de orgullo y autoridad, se encontró con la misma frialdad de Baelgard, quien no parecía dispuesto a ceder ni un ápice ante el desafío del joven rey. 

La tensión en el aire era palpable cuando Arthur enfrentaba las burlas de Baelgard, cuyas palabras resonaban con una despectiva indiferencia.—¿Quién eres tú?— Baelgard, sin inmutarse, respondió con una burla igualmente mordaz, desafiando la autoridad del joven monarca con la misma sonrisa despectiva que Vraken le había ofrecido momentos antes .

—Soy Arthur, hijo de Areth y rey de Thenal—. La respuesta de Arthur estaba cargada de arrogancia, mientras se pavoneaba con la seguridad de su linaje y posición. —Y tú me insultaste, debes pedirme disculpas, bárbaro—. Su voz resonó con una autoridad que esperaba ser obedecida.

Sin embargo, la respuesta de Baelgard fue cortante y despectiva, revelando su desdén por las pretensiones de Arthur. —No me importa, no me interesa—. Baelgard hizo caso omiso de las demandas de disculpas de Arthur, dejando claro que su opinión sobre el joven rey no era nada relevante para él. Con un gesto indiferente, Baelgard se dio la vuelta y comenzó a cabalgar hacia la vanguardia, claramente cansado de la petulancia del joven monarca.

La indignación de Arthur fue evidente ante la falta de respuesta de Baelgard. —¡¿Qué?!— Exclamó Arthur, su voz cargada de incredulidad y frustración.

—Me oíste, mocoso. No me interesa que seas el hijo del rey o la princesa de la casa de las flores. Te dije que no me interesas—. La respuesta de Baelgard fue firme y despectiva, dejando claro que no tenía tiempo ni paciencia para las pretensiones de Arthur.

Antes de que Arthur pudiera replicar, uno de los caballeros del rey Aldric intervino, llevándolo hacia el flanco derecho con un gesto que dejaba en claro que era mejor que Arthur se retirara antes de que la situación se volviera aún más tensa.

Antes de que Vraken pudiera avanzar hacia la colina con sus jinetes, un caballero de la guardia real lo detuvo con una orden firme.

—Lord Ironwind, por favor espere —la voz del caballero resonó con autoridad, pero con un claro tono de terror al ordenar a alguien que casi le duplicaba en altura y fuerza. Vraken se detuvo en su camino hacia la vanguardia, una expresión de sorpresa y ligera molestia en su rostro.

Solo unos instantes después, la figura de la tímida y delicada princesa Elise se acercó a él, acompañada de un pequeño séquito de guardias y doncellas. Vraken frunció el ceño ligeramente, sorprendido por la presencia de la princesa en medio del campo de batalla.

—¿Qué haces aquí? —su voz era firme, pero había un destello de curiosidad en su mirada al dirigirse a la joven princesa.

—Yo... —la voz de Elise titubeaba, reflejando su nerviosismo ante la imponente figura de Vraken. Para él, esa timidez era adorable, y no pudo evitar pensar en cómo disfrutaría manipulándola cuando finalmente se convirtiera en su esposa. —Quería darte esto —con manos temblorosas, Elise extendió hacia él un listón blanco tejido finamente, su voz apenas un susurro en medio del bullicio de la preparación para la batalla. —Mi padre me dijo que sería tu esposa... —las palabras de Elise eran apenas audibles, pero resonaban en los oídos de Vraken. —Y dicen que si una dama le da una parte de su ropa a su señor esposo, él estará a salvo —la princesa no se atrevía a levantar la mirada, su rostro teñido de un rubor delicado que Vraken encontraba encantador.

Vraken tomó el listón con un gesto despreocupado, y antes de que Elise pudiera retirarse, él la detuvo con un gesto suave, acariciando con delicadeza su rostro. La sorpresa se reflejó en los ojos de la princesa, pero Vraken levantó con suavidad su mentón y la besó con una mezcla de autoridad y desdén. Era parte de su plan para controlar y manipular a su futura esposa, y Elise parecía caer bajo su hechizo con facilidad. La princesa se ruborizó intensamente ante el gesto inesperado, y con una inclinación apresurada se retiró rápidamente, avergonzada y apenada por la situación. Vraken, por su parte, se limitó a colocar el listón en su brazo derecho con un gesto casi displicente antes de avanzar hacia la vanguardia con su caballería pesada, con la mente ya puesta en la batalla que se avecinaba.

—Malditos sureños —la maldición de Baelgard resonó con gravedad en el aire tenso del campo de batalla, captando la atención de Vraken, quien lo miró con una mezcla de curiosidad y cautela.

—¿A qué te refieres? —la pregunta de Vraken era directa, su curiosidad aguijoneada por las palabras sombrías de Baelgard.

—A que su estupidez nos puede condenar —Baelgard señaló con gesto hacia Arthur, que se retiraba hacia uno de los flancos, su actitud arrogante aún palpable a pesar de la retirada estratégica.

—El plan tiene muchas posibilidades de éxito, pero si algún joven caballero cree que va a ganar reconocimiento y honor atacando antes de tiempo, el plan se va a la mierda —las palabras de Baelgard fueron pronunciadas en voz baja, pero su gravedad resonó en los oídos de Vraken.

—Ve el lado bueno, si mueres, tus hombres y tus tierras estarán libres para que los pueda reclamar—Vraken respondió con una sonrisa burlona, sabiendo exactamente cómo irritar a Baelgard, quien lo miraba con fastidio.

—Tus burlas no me divierten —Baelgard respondió seriamente, su tono frío dejando en claro que no estaba de humor para juegos.

—No te preocupes, cuidaré de tus hijas —la sonrisa de burla de Vraken se amplió ante la mirada furiosa de Baelgard, quien, a pesar de su enfado, aceptó la mano extendida de Vraken en un gesto de respeto mutuo.

—Solo quiero que te maten antes que a mí —las palabras de Baelgard fueron pronunciadas con una frialdad que hizo eco en el aire entre ellos, pero aun así, se despidieron con un apretón de manos y cada uno se dirigió hacia su caballo y sus hombres, listos para la batalla que se avecinaba.

No pasó mucho tiempo antes de que la vanguardia de los elfos se abriera paso a través de los densos bosques. Los sureños comenzaron a rezar fervientemente al Iluminado, mientras que los norteños se hicieron cortes en sus manos y empezaron a dibujar viejas y sagradas plegarias rituales en sus armaduras, rezando en silencio por la protección de sus dioses ancestrales. 

En el centro de la formación élfica, destacaba la imponente figura de Lirion, montando un enorme ciervo blindado que emergía majestuosamente de entre la frondosa arboleda. A su alrededor, cientos de miles de elfos avanzaban en perfecta formación, vestidos con elegantes túnicas verdes y armaduras finamente elaboradas de un verde oscuro que se mimetizaba con el entorno boscoso. A medida que el ejército elfo continuaba su avance, se dividía en tres partes distintas, cada una bajo el mando de un general de renombre.

La primera parte, liderada por el imponente general Kael, se destacaba por su imponente figura, más grande y musculosa que la de un elfo común. Kael comandaba a más de trescientos mil soldados de infantería y doscientos mil jinetes de ciervos pesados, formando una fuerza formidable que avanzaba con determinación.

La segunda parte del ejército elfo estaba bajo el mando de la intrépida general Ilsa, una elfa de estatura mediana pero de piel pálida y un rostro que, a primera vista, parecía inocente. Sin embargo, los rumores hablaban de su feroz destreza en combate, y ella lideraba con fiereza a ciento cincuenta mil soldados de infantería y cien mil jinetes de ciervos pesados, dispuestos a hacer frente a cualquier desafío que se presentara.

La tercera y más importante parte del ejército élfico estaba al mando directo de Lirion, el líder supremo del recientemente formado reino élfico de Anhöt. Con más de doscientos veinticinco mil soldados de infantería de élite y ochenta mil jinetes de élite a su disposición, junto con su escuadrón de guardias reales compuesto por más de diez mil elfos oscuros, Lirion encabezaba una fuerza formidable, lista para enfrentarse a cualquier enemigo que se interpusiera en su camino hacia la victoria.

Los elfos avanzaban con una cadencia tranquila y segura, sin mostrar ningún signo de prisa o ansiedad. La infantería élfica lucía imponente con sus armaduras finamente forjadas, verdaderas obras maestras de la herrería élfica. Equipados con lanzas, escudos y elegantes espadas dobles, así como arcos y flechas para combate a distancia, estos guerreros estaban listos para enfrentar cualquier desafío que se les presentara.

Los jinetes de ciervos, por su parte, llevaban armaduras más pesadas y distintivos yelmos con viseras en forma de "Y", diseñados para brindar una protección óptima sin sacrificar la visión periférica. Equipados con largas lanzas y escudos más compactos pero igualmente resistentes, estos jinetes también portaban un par de espadas gemelas en sus cinturones, junto con elegantes mazas que relucían con la promesa de un combate devastador.

Observando la imponente marcha de los elfos, Vraken compartió sus observaciones con Cory, uno de sus más confiables lugartenientes, cuya experiencia y habilidades en combate lo habían convertido en uno de los hombres de confianza del líder norteño.

—Son más de lo que estimábamos —comentó Vraken en voz baja, su mirada evaluadora recorriendo las filas interminables de elfos que se aproximaban.

—¿Cómo lo sabe, mi señor? —inquirió Cory, dirigiendo una mirada igualmente cautelosa hacia las filas de los elfos.

—Es simple —respondió Vraken con calma—. Solo cuento el número de la primera fila y luego multiplico por las filas restantes.

Asintiendo con entendimiento, Cory volvió su atención hacia la vanguardia enemiga, donde los jinetes de ciervos, dirigidos por el imponente general Kael, avanzaban con una determinación casi sobrehumana.

—¿Algunas últimas palabras, mi señor? —inquirió Cory con respeto, mientras ajustaba su postura en preparación para el avance.

—Ya les di su motivación —respondió Vraken a secas, mientras avanzaba junto a Muerteblanca, el semental blanco que relucía con una majestuosidad imponente. Un jinete le ofreció su escudo y yelmo, una imponente pieza de roble cubierta de placas de acero, tan grande y pesada como un hombre adulto y sano, y un pesado yelmo con una visera cerrada que cubría y protegía toda su cabeza.

—¡¡Avancen!! —rugió Vraken con furia, su voz resonando como un trueno mientras galopaba con todo lo que Muerteblanca podía dar. Tras su llamado, sus jinetes lo siguieron con obediencia, cada uno dispuesto a enfrentar el peligro que se avecinaba.

Poco después de su rugido, los otros líderes dieron órdenes similares y sus tropas se lanzaron al ataque con igual fervor. Los elfos, sin quedarse atrás, respondieron con una lluvia de flechas que oscurecía el cielo, obligando a los jinetes a esquivar y maniobrar para evitar el impacto devastador. Sin embargo, para muchos, ya era demasiado tarde. Las flechas descendieron como una tormenta mortal, atravesando armaduras y cuerpos con precisión letal.

Con un movimiento poderoso, Vraken blandió su enorme martillo, atravesando a los jinetes elfos que se interponían en su camino, dejando un rastro de destrucción a su paso mientras avanzaba hacia el corazón del enemigo. El martillo de guerra, una gigantesca masa de acero decorada con runas antiguas, se movía con una fuerza imparable, aplastando huesos y destrozando armaduras.

El choque fue una brutal y sangrienta demostración de fuerza, donde humanos y elfos caían por igual, envueltos en un frenesí de combate despiadado. Lo único constante en ese caos era la lluvia de flechas que oscurecía el cielo y el implacable avance de Vraken y sus jinetes. Con cada brutal balanceo de su martillo, elfos y sus monturas perecían bajo el poderoso golpe del líder norteño, cuya ferocidad y brutalidad parecía no tener límites.

Los jinetes de Vraken no se quedaban atrás, cada uno emulando el ímpetu de su señor mientras avanzaban a través del mar de combatientes elfos, decididos a abrirse paso hacia la victoria. Los guerreros del norte, conocidos por su resistencia y tenacidad, luchaban con una furia indomable, sus armas cortando y aplastando a sus enemigos con precisión mortal.

Sin embargo, Vraken no era el único líder que avanzaba en medio del caos. Lord Autnulf y Sir Jock también se abrían paso con fiereza, demostrando por qué eran considerados guerreros temidos y respetados en ambos lados del conflicto. Lord Autnulf, un hombre de aspecto severo y armado con una espada larga, luchaba con una eficiencia letal, sus movimientos eran rápidos y precisos, cada golpe destinado a incapacitar o matar. Sir Jock, por su parte, manejaba una lanza de caballería con una habilidad impresionante, derribando a los elfos desde sus monturas con una fuerza arrolladora.

Incluso los caballeros que los acompañaban, aunque no avanzaban con la misma furia que los norteños, mostraban una tenacidad impresionante al atravesar el mar de caos y muerte que se extendía ante ellos. Los caballeros, cubiertos de armaduras relucientes, se movían con disciplina y coordinación, sus escudos formando un muro protector mientras avanzaban.

Pero entre todos los guerreros destacaba lord Baelgard, cuya figura vieja y decrépita se transformaba en la de una bestia enloquecida por la batalla. Con sus dos enormes hachas gemelas, dejaba un brutal rastro de destrucción a su paso, mientras sus jinetes, tan salvajes como su señor, avanzaban como una fuerza imparable, consumidos por el deseo de sangre y muerte en medio del caos de la batalla. Las hachas de Baelgard, forjadas con acero negro y decoradas con inscripciones rúnicas, cortaban a través de la carne y el hueso con facilidad, dejando a su paso una estela de cuerpos destrozados.

El fragor de la batalla resonaba por todo el campo, los gritos de los heridos y moribundos mezclándose con el clamor del acero chocando contra el acero. La tierra se teñía de rojo bajo los cascos de los caballos y ciervos, y el aire estaba cargado con el olor acre de la sangre y el sudor. Vraken, Autnulf, Jock y Baelgard, junto con sus tropas, luchaban con una ferocidad y una valentía que sólo se ve en los guerreros más dedicados. La batalla continuaba, una danza mortal de vida y muerte y sacrificio, donde cada guerrero luchaba no sólo por la victoria, sino por la gloria y la supervivencia.

Después de varios minutos de frenético combate, Vraken finalmente llegó al borde del mar de jinetes elfos, donde se encontraba la imponente formación de la infantería de Kael. Ante él se erigía un bosque de finas y afiladas lanzas, apuntando hacia él y sus jinetes con una precisión letal. Sin embargo, el líder norteño no vaciló ni por un instante y, sin detenerse, se abalanzó contra el muro de escudos élfico con una rabia feroz, abriendo un camino sangriento a través de las filas enemigas y sembrando la muerte a su paso. Poco después, lord Baelgard se unió a él, siguiendo su ejemplo con igual ferocidad, seguido de cerca por Sir Jock y lord Autnulf. Todos ellos, que antes lucían impecables armaduras, ahora estaban cubiertos de sangre y despojos elfos, testigos mudos de la brutalidad del enfrentamiento.

A pesar de la resistencia de los elfos y su disciplina inquebrantable, Vraken no cejaba en su avance, llevando a cabo una verdadera masacre entre las filas enemigas con cada golpe de su martillo. El martillo de guerra, una gigantesca masa de acero decorada con runas antiguas, se movía con una fuerza imparable, aplastando huesos y destrozando armaduras. A su paso, los cuerpos de los elfos caían, mutilados y destrozados, sus gritos de agonía resonando por todo el campo de batalla. La sangre fluía en riachuelos, tiñendo la tierra de un rojo oscuro y pegajoso, mientras los cadáveres se amontonaban en pilas grotescas.

A medida que avanzaba, Vraken no podía evitar sentir un cierto respeto por la disciplina y la dedicación de sus enemigos elfos, que se mantenían firmes incluso en medio del caos y la devastación que él y sus hombres sembraban entre ellos. Sin embargo, esa admiración no hacía más que alimentar su sed de sangre y su deseo de acabar con aquellos que se interponían en su camino hacia sus recompensas y poder. En medio del caos y la furia del combate, Vraken y sus jinetes se encontraron rodeados por la imponente infantería élfica, justo en el corazón del campo de batalla. Fue entonces cuando divisaron a Kael, emergiendo entre las filas enemigas con una presencia imponente, ataviado con una pesada armadura verde jade y blandiendo una enorme guja con destreza mortal.

Sin vacilar ni un instante, Vraken esbozó una sonrisa desafiante y ordenó a Muerteblanca que avanzara con toda su fuerza hacia el imponente general élfico. Preparó su martillo, manchado hasta el mango con la sangre de los elfos caídos, mientras Kael empuñaba su guja con ferocidad, listo para enfrentar al líder norteño. Un primitivo rugido brotó de la garganta de Vraken, resonando a través del campo de batalla y desafiando al propio Kael, cuyo rugido en respuesta buscaba igualar la ferocidad del líder norteño. Con el choque inevitable a punto de desencadenarse, ambos guerreros se prepararon para el enfrentamiento que definiría el destino de la batalla.

En un violento y decisivo golpe, el martillo de Vraken se estrelló contra el pecho de Kael con una fuerza devastadora, atravesándolo de lado a lado y enviando su cadáver volando por los aires, brutalizado al instante. El crujido de los huesos y el desgarrar de la carne resonaron, mezclándose con los gritos de pánico y dolor de los elfos circundantes. La sangre de Kael salpicó a los soldados cercanos, quienes retrocedieron horrorizados ante la brutalidad del ataque. Pero la furia de Vraken no se detuvo ahí; con un giro salvaje, arremetió contra la guardia de Kael, despedazándolos sin piedad con cada oscilación de su martillo. La cabeza de uno de los guardias explotó en una masa sangrienta de hueso y cerebro, mientras otro era aplastado contra el suelo, sus extremidades quebrándose bajo la fuerza del golpe.

La muerte repentina y brutal de Kael desencadenó el caos entre las filas élficas. La disciplina se desvaneció rápidamente mientras la infantería y los jinetes elfos abandonaban sus formaciones con desesperación, arrojándose desordenadamente hacia Vraken y sus hombres. Incluso Ilsa, desafiando toda lógica táctica, se lanzó al combate sin coordinación alguna. En ese momento crítico, Vraken tomó su cuerno de guerra y lo hizo sonar con estruendo, una señal clara para que sus tropas se retiraran y atrajeran a los elfos hacia la trampa previamente preparada. Con decisión y agilidad, lideró la retirada, abriéndose paso a través de las caóticas formaciones enemigas para dar la vuelta y preparar el embate final. En medio del tumulto de la batalla, los arqueros a caballo demostraron su valentía y habilidad, cubriendo la retirada de sus camaradas con una lluvia de flechas certeras. Cuando uno de ellos quedaba rezagado, no vacilaba en enfrentarse al enemigo cuerpo a cuerpo, blandiendo su espada o maza como un auténtico guerrero, sacrificándose como un buen norteño.

El galope frenético de Vraken y sus jinetes resonaba en la llanura mientras se precipitaban hacia la trampa preparada. Cada paso agotado de las monturas parecía un eco de la furia de los hombres que los montaban, decididos a llevar al ejército élfico hacia su perdición. Tras soportar varias pérdidas en el camino, finalmente lograron conducir a los elfos hacia el bosque, donde los esperaba el ejército humano en una formación de media luna. Mientras los jinetes se abrían paso entre las filas élficas, una lluvia de flechas y saetas descendía desde las líneas humanas, cubriéndolos y brindándoles una preciosa protección en su avance. Las flechas perforaban las armaduras élficas, clavándose en la carne y los huesos, arrancando gritos de dolor y muerte. La tierra se cubría de cadáveres, los cuerpos de los elfos formando un grotesco mosaico de muerte.

Avanzando implacablemente, los jinetes alcanzaron la retaguardia, donde se encontraba el rey y su selecta guardia, acompañados por caballeros sureños y jinetes norteños. La llegada de los últimos jinetes cerró las filas de la infantería, que se preparó para el embate inminente de los elfos, quienes cargaban sin disciplina, mezclando infantes y jinetes en una confusión caótica y desordenada. El choque inicial fue devastador, pero la disciplina y la firmeza de las formaciones humanas las mantuvieron en pie, mientras los arqueros y ballesteros les proporcionaban un constante apoyo mortal desde atrás. A medida que las primeras filas de elfos se daban cuenta de que estaban siendo masacradas, ya era demasiado tarde; el campo de batalla se había convertido en una carnicería donde el caos de cuerpos y confusión, y la propia masa de soldados elfos se convertía en su perdición.

Mientras Vraken observaba la sangrienta carnicería, el rey Aldric dio una señal y los cuernos y trompetas sonaron. Era el momento de comenzar una maniobra planeada: el centro de la infantería humana comenzaría a retroceder lentamente, mientras los flancos avanzaban para rodear al enemigo. Todo parecía ir según lo planeado, pero un presentimiento oscuro se apoderó de Vraken, instándolo a estar alerta. Antes de que pudiera expresar su inquietud al rey Aldric, escuchó el sonido de trompetas provenientes del flanco derecho. Era Arthur, el imbécil, que había cargado antes de tiempo. Aunque al menos el flanco izquierdo se mantenía en su posición, desde lejos se divisaban las insignias de Lirion, con su distintivo diseño de hoja de árbol esmeralda sobre fondo blanco, delineado en oro.

Preparándose para apoyar al flanco derecho y evitar un desastre total, Vraken se disponía a movilizar a sus jinetes cuando un escalofrío recorrió su espalda. Un sonido atronador resonó en todo el campo de batalla: era el retumbar de miles de pezuñas que se aproximaban desde la retaguardia. Al darse la vuelta, Vraken vio surgir del bosque una marea de sombras esmeraldas: miles de jinetes elfos, tanto pesados como ligeros...