Por fin acabó (Modificado)

El corazón de Vraken latía como un tambor de guerra, retumbando en sus oídos mientras observaba el despliegue implacable de las fuerzas élficas. Las filas de elfos se reorganizaban con precisión mortal, sus rostros sin emoción, decididos a aplastar lo que quedaba de su ejército. «Carajo, carajo», maldijo en su mente, sintiendo la presión del momento. El aire estaba cargado con la tensión de lo inevitable. «¿Estamos jodidos?», se preguntó, su mente atrapada entre la desesperación y el instinto. Pero algo en lo profundo de su ser se negaba a rendirse. Aún había una oportunidad, una chispa de esperanza en medio de la carnicería.

Las fuerzas élficas parecían infinitas, un mar de acero y carne dispuesto a aniquilarlo todo. Pero aún quedaba la infantería humana, resistiendo como un muro de carne y hueso, y la otra ala de caballería, oculta y preparada para emboscar. Aunque los jinetes estaban exhaustos, sudorosos y cubiertos de sangre, seguían siendo una fuerza letal, un martillo dispuesto a romper las líneas élficas en pedazos. Quizás, solo quizás, podrían sobrevivir a esta pesadilla.

—¡Rey Aldric! —Vraken rugió con una ferocidad que hizo vibrar el aire, sacudiendo al cuartel general del trance desesperado en el que estaban sumidos, rodeados por el enemigo—. ¡OCÚPESE DEL EJÉRCITO PRINCIPAL Y MANTENGA LAS FORMACIONES DE LA INFANTERÍA! ¡MANDE ÓRDENES CUANDO CREA QUE LA OTRA ALA DEBA ATACAR! YO TOMARÉ LA CABALLERÍA QUE TENEMOS AQUÍ Y IRÉ A DETENER A LOS ELFOS —la voz de Vraken era un trueno, cortando cualquier posibilidad de objeción. Su mirada era una promesa de muerte para cualquiera que osara cuestionarlo, mientras se volvía a poner el yelmo y tomaba su martillo y escudo que uno de sus jinetes sostenía con manos temblorosas.

El rey Aldric, con el rostro tenso pero decidido, asintió en silencio, enviando órdenes para mantener las formaciones. Había comprendido la urgencia y la gravedad de la situación.

—¡Cory! —el grito de Vraken resonó como un látigo—. ¡QUÉDATE CON EL REY Y MANDA ÓRDENES A LOS ARQUEROS Y BALLESTEROS! ¡QUE LA MITAD NOS DEN COBERTURA Y MANDA A LLAMAR A THORGAL! ¡QUE ABANDONE EL ALA IZQUIERDA Y VENGA CON SUS JINETES! ¡ENCÁRGATE DE QUE LA GUARDIA DEL REY MANTENGA EL FLANCO DERECHO! —Vraken dio las órdenes con la firmeza de un hombre que sabe que cada segundo cuenta, mientras señalaba con su martillo a los jinetes pesados y caballeros que rápidamente se alineaban en formación de cuña bajo su mando.

—Nos superan diez a uno y siguen apareciendo —dijo Baelgard, su voz un susurro frío y sin emoción, mientras desenfundaba sus enormes hachas dobles, aún manchadas con la sangre de los elfos caídos. Montaba a su lado en la vanguardia, listo para desatar el infierno.

—¿Tienes alguna mejor idea? —Vraken le gruñó, sus ojos ardían bajo la visera del yelmo mientras observaba las oleadas de elfos que se acercaban como una marea negra.

Baelgard negó lentamente con la cabeza, sus ojos brillando con una determinación oscura. Cerró su yelmo con un chasquido metálico, y Vraken hizo lo mismo, sintiendo el peso de la batalla en cada fibra de su ser.

—¡SANGRE Y MUERTE! —rugió Vraken, un grito que resonó como un eco maldito a través del campo de batalla. Sus hombres le respondieron al unísono, sus voces unidas en un cántico de odio y sed de sangre, mientras los jinetes sureños rugían con una furia primitiva. La carga comenzó, un aluvión de acero y carne dirigido directamente al corazón de las filas élficas, con la rabia y la desesperación como única guía.

El choque entre los ejércitos fue una visión del infierno hecho realidad. Las flechas y saetas llovían desde el cielo, un diluvio de muerte que no hacía distinción entre amigo y enemigo. Se clavaban en cuerpos y armaduras, desgarrando la carne, arrancando gritos de dolor que se mezclaban con el rugido ensordecedor de la batalla. El campo se transformó en una pesadilla, un lugar donde la muerte danzaba entre los vivos, reclamando a cualquiera que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino.

Vraken, montado en su imponente semental Muerteblanca, avanzaba como una fuerza de la naturaleza, su martillo moviéndose con una brutalidad que desafiaba la imaginación. Cada golpe era una sentencia de muerte, enviando cuerpos de elfos y ciervos volando por los aires en una explosión de sangre y huesos rotos. El campo de batalla era un lienzo de horror, pintado con los restos mutilados de los enemigos, que se amontonaban en pilas grotescas bajo los cascos de los caballos. A su lado, el viejo Baelgard luchaba como un demonio desatado, sus hachas gemelas segando vidas con una eficiencia despiadada. Los jinetes del norte eran como bestias salvajes, empapados en sangre, sus ojos brillando con una locura alimentada por la violencia, aplastando a los elfos bajo sus monturas como si fueran poco más que insectos.

La escena era un festín para la muerte, una orgía de sangre y destrucción donde ningún guerrero estaba a salvo. Las filas élficas se desmoronaban ante la furia implacable de Vraken y sus hombres, sus cuerpos despedazados por el poder crudo de los golpes. Cada paso que daban los jinetes norteños era una declaración de poder, un recordatorio de que en este mundo solo los más fuertes, los más despiadados, podían sobrevivir.

El terror se extendía como un veneno entre las filas élficas, sus rostros pálidos, deformados por la desesperación, mientras veían cómo sus camaradas caían uno tras otro, destrozados por la embestida. Pero no había piedad en el corazón de Vraken. No había lugar para el perdón o la misericordia. Solo había sangre y muerte, la promesa de un final violento para todos aquellos que se interpusieran en su camino. La batalla continuaba, una sinfonía de caos y muerte, donde cada golpe, cada grito, cada gota de sangre derramada, alimentaba la voraz hambre de la destrucción.

Los caballeros sureños y jinetes ligeros, liderados por Lord Autnulf, luchaban con una ferocidad alimentada por la desesperación, sus cuerpos exhaustos pero sus almas aún ardiendo con un odio implacable hacia el enemigo. Sus espadas y lanzas brillaban en el aire, destellando con la luz del sol que se filtraba a través de la nube de polvo y sangre que envolvía el campo de batalla. Cada estocada, cada tajo, era un grito de rabia y resistencia, un intento de mantener a raya la marea de elfos que los asediaba con una insistencia casi inhumana.

El suelo estaba cubierto de cadáveres, el olor a sangre y muerte era tan espeso que apenas se podía respirar sin sentir el sabor metálico en la lengua. Las flechas y virotes volaban en todas direcciones, silbando como serpientes venenosas, perforando carne, desgarrando músculos, y clavándose en los huesos. Los arqueros a caballo, sin descanso, disparaban con una precisión letal, cada disparo un clavo más en el ataúd de los enemigos. Los ballesteros, con sus rostros fríos y determinados, apretaban el gatillo una y otra vez, sus proyectiles atravesando armaduras élficas como si fueran de papel, arrancando gritos de dolor y terror de aquellos que caían bajo su alcance.

La brutalidad del enfrentamiento era inimaginable. Las manos temblaban de fatiga, los caballos estaban al borde del colapso, pero la voluntad de sobrevivir superaba cualquier límite físico. Cada hombre sabía que retroceder no era una opción; no había escape, solo la victoria o la muerte.

Vraken, en el corazón de la masacre, era una fuerza de la naturaleza, un titán entre hombres. Su martillo se movía con una velocidad y precisión que desafiaba su tamaño, aplastando elfos con una violencia que retumbaba en la tierra misma. Cada golpe era un espectáculo de carnicería, destrozando cuerpos, pulverizando huesos, y salpicando la sangre en arcos macabros a su alrededor. Los elfos, por muy ágiles y rápidos que fueran, caían como hojas ante una tormenta, incapaces de resistir la furia desatada de Vraken.

A su lado, Baelgard no se quedaba atrás en la danza de muerte. Sus hachas gemelas eran extensiones de su propio ser, moviéndose con una gracia letal que convertía a los elfos en meros fragmentos de carne y hueso. Cada giro de su muñeca desataba una ráfaga de destrucción, cercenando extremidades, decapitando a los enemigos, y sembrando el terror en aquellos que aún se atrevían a enfrentarlo.

El flujo interminable de jinetes ligeros élficos era como una ola que se estrellaba una y otra vez contra un acantilado. Por cada cien que caían bajo el martillo de Vraken o las hachas de Baelgard, otros cien surgían para tomar su lugar, sus rostros endurecidos por la determinación de quebrar a sus enemigos. Pero no importaba cuántos vinieran, Vraken y sus hombres se mantenían firmes, un muro de acero y furia que no podía ser derribado.

La amenaza de los jinetes pesados élficos se cernía sobre ellos como una sombra ominosa, una promesa de una muerte aún más brutal. Pero Vraken no temía; su mente era un pozo de odio y resolución. Su plan, una maniobra desesperada pero brillante, estaba en marcha. Liderando una contracarga de caballería junto a Baelgard, se lanzó de nuevo al corazón del enemigo, atravesando sus filas como un martillo que se estrella contra el yunque. La idea era simple pero efectiva: atravesar el cerco enemigo, rodear a los jinetes élficos y aplastarlos entre las fuerzas combinadas de la guardia real y los jinetes de Thorgal.

La situación era crítica. Los cuerpos se amontonaban bajo los cascos de los caballos, creando montículos de carne mutilada y armaduras destrozadas. La tierra se había vuelto un lodazal rojo, empapada en sangre, donde los vivos luchaban por no resbalar en los restos de los muertos. Pero Vraken no permitía que sus hombres flaquearan; sus órdenes eran como latigazos que los mantenían en movimiento, que los empujaban a seguir luchando, a seguir matando.

Thorgal y sus seis mil jinetes pesados, todavía frescos y ansiosos por la sangre, llegaron como una tormenta oscura sobre el horizonte. Los estandartes negros y carmesí ondeaban en el viento, el círculo negro y el corazón en llamas, rodeado de espinas, se destacaban como una visión de muerte inevitable. Los elfos, ya agotados por la carnicería, comenzaron a vacilar cuando los jinetes de Thorgal se estrellaron contra su flanco izquierdo con la fuerza de un cataclismo. Los caballos de Thorgal galopaban con furia, aplastando cuerpos, destrozando líneas, mientras las lanzas y espadas de sus jinetes segaban vidas como una hoz segando trigo.

El impacto fue devastador. El flanco izquierdo élfico, ya debilitado por la presión de la batalla, se rompió como una presa ante una inundación. Los elfos gritaban en pánico, sus filas desmoronándose en un caos de cuerpos aplastados y armas rotas. Thorgal y sus hombres no mostraban piedad; avanzaban sin detenerse, un muro de muerte que barría todo a su paso.

Vraken, viendo la oportunidad, dirigió a sus hombres en una nueva carga, un último esfuerzo para aplastar a los elfos de una vez por todas. Sus voces se unieron en un grito de guerra que resonó sobre el campo de batalla, una promesa de destrucción total. La coordinación entre los diferentes grupos de combatientes era perfecta; los jinetes del norte, los caballeros sureños y los arqueros trabajaban como una máquina bien aceitada, cada uno cumpliendo su papel en este brutal ballet de sangre y muerte.

El flanco élfico cedió por completo, las líneas quebradas, los cuerpos destrozados. La batalla se convirtió en una masacre, una cacería donde los elfos eran la presa y los hombres de Vraken los cazadores. No había piedad, no había descanso, solo el hambre insaciable de la victoria, alimentada por el odio y la sed de sangre. La tierra temblaba bajo el peso de los jinetes, los gritos de los moribundos se alzaban al cielo como un coro de almas condenadas, y el sol, que antes brillaba sobre un mundo pacífico, ahora solo iluminaba un campo de muerte y desolación.

El campo de batalla, una extensión infinita de cuerpos mutilados y sangre empapando la tierra, se había transformado en un abismo de desesperación y locura. El aire vibraba con los gemidos de los moribundos, los gritos de los desesperados y el eterno clamor de las armas que chocaban en una danza macabra. La furia y brutalidad de Vraken y sus hombres eran como una tormenta desatada, un huracán de sangre y acero que destrozaba todo a su paso. Baelgard, con una salvajismo primigenio, desataba su ira sobre los elfos, mientras los arqueros, precisos y despiadados, segaban vidas a distancia, y la llegada brutal de Thorgal había desatado el caos definitivo. Era una sinfonía de carnicería, una danza de muerte que parecía no tener fin.

Poco a poco, el implacable avance de Vraken comenzó a abrir grietas en las líneas élficas. Cada paso era una conquista sangrienta, cada metro ganado estaba cubierto por una alfombra de cadáveres. Los elfos, que habían llegado como una fuerza arrolladora, ahora retrocedían, empujados por el pánico que se propagaba entre ellos como una enfermedad. Sus formaciones, antes inquebrantables, se quebraban bajo la presión de la embestida brutal de los jinetes del norte y los caballeros sureños.

Vraken, sintiendo el fragor de la victoria rozando sus dedos, levantó su martillo ensangrentado hacia el cielo, su cuerpo cubierto de sangre y sudor. Sus pulmones ardían, pero el grito que soltó resonó como un trueno en el campo de batalla, un rugido que retumbó sobre el estruendo de la lucha. Era un grito de desafío, de victoria y de muerte. Su martillo, manchado de vísceras élficas, era el símbolo de su poder inquebrantable, una herramienta de destrucción que no conocía piedad.

Cuando finalmente rompieron el cerco de los jinetes ligeros, Vraken y sus hombres emergieron de la masacre como demonios salidos de los infiernos más oscuros. Eran sombras cubiertas de sangre, sus armaduras destrozadas, sus cuerpos marcados por la violencia desatada. Cada uno de ellos llevaba flechas clavadas en la carne, heridas que hubieran matado a cualquier otro, pero que en ellos solo alimentaban su furia. Los ojos de Vraken ardían con una rabia sobrenatural, una ira que se había convertido en su única razón para seguir adelante. Sus jinetes, heridos y exhaustos, no se quedaban atrás; eran espectros vengativos, figuras que parecían haber nacido de la misma muerte.

Baelgard y sus jinetes, tan jodidos por la carnicería como los hombres de Vraken, eran la viva imagen del sufrimiento y la desesperación. Sus cuerpos, aunque al borde del colapso, aún se movían con una determinación casi inhumana, impulsados por una rabia que no conocía límites. Habían perdido a muchos en la batalla, sacrificados en un altar de sangre y acero, pero no había tiempo para el duelo ni para el remordimiento. El único camino que quedaba era hacia adelante, hacia una muerte segura o una victoria tan sangrienta que solo unos pocos la sobrevivirían.

El sonido ensordecedor de los cuernos resonó en el aire, señalando el avance de la ala izquierda en el campo principal. Fue un eco de esperanza sombría, una señal de que la batalla no había terminado, de que aún quedaba más sangre por derramar. Con un último rugido, los guerreros norteños, arrasados por el cansancio pero impulsados por un odio visceral, se lanzaron de nuevo a la carga. Muerteblanca, el caballo de Vraken, corría como un demonio encarnado, su aliento convirtiéndose en vapor en el aire frío de la batalla, sus cascos aplastando cráneos y cuerpos sin piedad.

Los jinetes norteños, una fuerza imparable de furia y acero, atravesaban las filas élficas con una violencia que desafiaba toda lógica. Los cuerpos de los elfos caían ante ellos como trigo ante la guadaña, sus gritos de agonía se mezclaban con el clamor de la batalla. La desesperación se reflejaba en los ojos de los elfos, un miedo palpable que impregnaba el aire. Para Vraken y sus hombres, no había alternativa; cada paso era una lucha contra la muerte, cada golpe un esfuerzo titánico por sobrevivir. No había lugar para la retirada, no había opción para el fracaso. Solo quedaba luchar, hasta el último aliento, hasta que cada enemigo cayera bajo su martillo o su espada.

Baelgard, luchando codo a codo con Vraken, mostraba la misma determinación feroz. Sus hachas se movían con una precisión mortal, cercenando extremidades, abriendo gargantas, destrozando cuerpos. El verde brillante de las armaduras élficas se volvía carmesí bajo su furia, el acero teñido de la sangre de sus enemigos. Cada tajo era una sentencia de muerte, cada golpe una promesa de venganza. La batalla continuaba, y con ella, la masacre. El campo de batalla se había transformado en un infierno, un paisaje de muerte donde la esperanza se desvanecía como un suspiro en la oscuridad.

Vraken, con cada movimiento, reafirmaba su voluntad de no ceder. Sus ojos, fijos en el horizonte lleno de enemigos, no veían más que una cosa: la victoria, o la muerte. El ejército de Lirion se erguía imponente frente a él, y los malditos elfos le cerraban el paso por detrás. No había escapatoria. Escapar por los flancos significaría sacrificar a su infantería y arqueros, una pérdida que no estaba dispuesto a permitir. No porque los apreciara, sino porque había invertido demasiado en ellos. Perderlos sería una catástrofe, un golpe a su orgullo y su reputación. Sus hombres le perderían el respeto, y con ello, el miedo que les mantenía bajo su control.

Cada paso en el campo de batalla era un acto de pura voluntad, un combate contra la desesperanza y el agotamiento que amenazaba con consumirlo. Pero la rabia de Vraken era una llama inextinguible, un fuego que ardía con la intensidad de mil soles. Su martillo se movía con la fuerza de una tormenta, aplastando cráneos, rompiendo huesos, pulverizando cuerpos. La sangre de los elfos manchaba su armadura, cubriéndolo como una capa carmesí, convirtiéndolo en una figura de pesadilla, un gigante envuelto en la muerte de sus enemigos.

A su alrededor, los jinetes luchaban con una ferocidad que desafiaba toda lógica. Los gritos de los heridos y moribundos llenaban el aire, una sinfonía de dolor que se mezclaba con el clamor de las armas y los rugidos de los guerreros. Cada avance era un pequeño triunfo, cada metro ganado un testamento de su determinación y fuerza. Baelgard, a su lado, blandía sus hachas con una precisión letal, abriendo brechas en las filas élficas, protegiendo el flanco de Vraken y asegurando que ningún enemigo escapara a su ira.

La batalla continuaba, implacable y cruel, pero Vraken y sus hombres no cedían. Sabían que su única esperanza era seguir adelante, seguir luchando hasta el último aliento. La furia y la desesperación los impulsaban, dándoles la fuerza para continuar cuando todo parecía perdido. Con cada golpe, con cada enemigo caído, reafirmaban su determinación de sobrevivir, de no rendirse jamás. Y así, mientras el sol se ocultaba tras un horizonte teñido de rojo, la batalla continuaba, una carnicería sin fin en la que la única salida era la muerte o la victoria total.

Después de un tiempo de frenesí desenfrenado, donde sus instintos primarios se mezclaron con el deseo ardiente de sobrevivir, Vraken se convirtió en algo más que un guerrero: se transformó en una fuerza de la naturaleza que solo conocía la brutalidad y el caos. Había perdido su martillo y escudo en algún punto, y ahora luchaba con su gran espada y hacha. Estas armas se convirtieron en extensiones de su propio ser, y él, perdiendo conciencia de sus movimientos, entró en un estado de concentración tal que sus reacciones y ataques eran instintivos pero certeros, gracias a su entrenamiento y a tantas batallas. Sus músculos tomaron conciencia propia, moviéndose instintivamente y actuando como herramientas de muerte y devastación, partiendo a la mitad todo lo que se interponía en su camino.

Cada golpe de su espada y hacha era un acto de destrucción pura. Con cada barrido, la sangre y las entrañas de elfos y ciervos salpicaban el suelo, pintando el campo de batalla de un rojo oscuro y macabro. Las cabezas volaban, los torsos eran abiertos de par en par, y las extremidades caían como hojas en otoño. El sonido de los huesos crujientes y los gritos agonizantes llenaban el aire, una sinfonía de muerte que alimentaba el frenesí de Vraken. Se movía con una ferocidad despiadada, sus músculos trabajaban al máximo, cada fibra de su ser clamaba en agonía, pero su voluntad de sobrevivir lo mantenía en pie.

El sudor y la sangre cubrían su cuerpo, una mezcla repugnante que solo servía para alimentar su rabia animal. Los ojos de Vraken ardían con un brillo febril, su respiración era un rugido constante y sus movimientos, aunque agotadores, eran precisos y letales. Con cada enemigo que caía, su furia crecía, y el número de cuerpos a su alrededor aumentaba.

En medio del caos, Vraken era una figura imponente. Sus movimientos eran rápidos y letales, cada golpe era un vendaval de acero que desmembraba y destruía. Los elfos caían a su paso, sus cuerpos eran cortados, perforados y aplastados sin piedad. La tierra bajo sus pies se volvía fangosa con la mezcla de sangre y barro, un recordatorio constante de la carnicería que había desatado.

Finalmente, cuando la ola de elfos comenzó a adelgazarse, Vraken sintió un enorme alivio y un destello de esperanza en medio del caos. Con un último y violento golpe de su gran espada, logró deshacerse de dos elfos de gran tamaño que intentaron detenerlo con enormes gujas mortales. Sus cuerpos se dividieron limpiamente por la mitad, sus ojos todavía mostrando el asombro y el terror mientras caían al suelo, muertos antes de tocarlo.

La sangre de sus enemigos salpicó su ya manchado yelmo, una última marca de su brutalidad. Por fin, rompiendo el cerco élfico con una mezcla de rabia y sed de sangre, Vraken emergió de la batalla dejando atrás un sendero de destrucción y muerte. Los cuerpos mutilados y desmembrados marcaban su paso, una prueba tangible de su furia imparable. Cada respiración era un esfuerzo, cada movimiento un desafío, pero su determinación era inquebrantable. Había superado el horror y la desesperación, convirtiéndose en un símbolo viviente de la brutalidad y la supervivencia.

Antes de que pudiera empezar a rodear a los jinetes élficos, la sombra de la muerte se cernió sobre ellos en forma de diez mil elfos oscuros, más temibles y siniestros que los elfos comunes. Estos guerreros, vestidos con armaduras negras adornadas con detalles rojizos y púrpuras, emanaban un aura de malicia y crueldad que solo había visto en los clanes caníbales del norte. Bestias que apenas podían considerarse seres humanos.

Sus monturas, enormes mantícoras negras con armaduras púrpuras, rugían con ferocidad mientras avanzaban hacia Vraken y su séquito. Los ojos de estas bestias ardían con una luz demoníaca, y sus colmillos goteaban con la promesa de muerte y destrucción. Las mantícoras eran criaturas imponentes, sus cuerpos musculosos y escamosos cubiertos por una coraza natural que hacía casi imposible penetrar sus defensas. Sus alas, enormes y membranosas, batían con fuerza, levantando nubes de polvo y escombros mientras se acercaban a la batalla.

Los elfos oscuros, seres de una belleza sombría y una ferocidad inigualable, se alzaban como señores de la muerte. Sus ojos, fríos y despectivos, brillaban con una malevolencia que helaba la sangre. Sus rostros, esculpidos con una perfección casi inhumana, estaban distorsionados por una crueldad que trascendía lo mortal. Las armaduras que llevaban no solo eran funcionales, sino también símbolos de su estatus y poder. Talladas con runas oscuras y adornadas con gemas que brillaban con una luz siniestra, estas armaduras parecían absorber la luz del entorno, proyectando una oscuridad palpable a su alrededor.

Los guerreros elfos oscuros blandían armas de diseño exótico y letal: espadas largas y curvas que podían partir a un hombre en dos con un solo golpe, lanzas de puntas serradas que desgarraban carne y hueso, y arcos cuyas flechas, recubiertas con venenos desconocidos, podían paralizar o matar al instante. Sus movimientos eran precisos y coordinados, una coreografía de muerte y destrucción.

—¿Qué-qué son esos, mi señor?— preguntó Dougal, uno de sus jinetes, con la visera de su yelmo destrozada, dejando a la vista su gran barba castaña manchada de sangre. Sus ojos reflejaban un miedo palpable, algo raro en un veterano de tantas batallas.

—Elfos oscuros...— gruñó Vraken, su voz casi ahogada por el agotamiento. Según los rumores, su presencia en el campo de batalla es una advertencia de que la muerte y la destrucción los siguen de cerca, listos para consumir a cualquiera que se cruce en su camino.

La aparición de los elfos oscuros cambió el tono de la batalla. Estos guerreros no eran meros combatientes; eran fuerzas de la naturaleza, antiguos y experimentados guerreros con años de experiencia. Sus ojos, brillando con un odio inhumano, se fijaron en Vraken y sus hombres con una intensidad que prometía sufrimiento y muerte. La atmósfera se volvió más densa, cargada con la expectativa de la carnicería que estaba a punto de desatarse.

—¿Qué hacemos, Vraken?— preguntó Baelgard con cansancio, su rostro demacrado mostrando las cicatrices de la batalla. Junto a él, varios de sus jinetes que también habían logrado atravesar el último cerco miraban con temor el contingente élfico cargando contra ellos.

—Toma el mando de la caballería que está cruzando antes de que los elfos puedan reaccionar— respondió Vraken, su voz grave y decidida. —No tenemos mucho tiempo. Seguramente el ejército principal ahora está peleando contra Lirion y sus tropas de élite, así que lo más seguro es que no envíen refuerzos. Además, el flujo de flechas ha bajado, lo que probablemente significa que los arqueros están cansados y ya no tienen flechas o los reagruparon para enfrentar al ejército principal de elfos. Entonces nuestra única esperanza es que tomes el mando y rodees a los elfos, mientras yo tomaré algunos de mis hombres para enfrentar a los elfos oscuros. Tengo un presentimiento que si no los enfrentamos apropiadamente, nos matarán a todos—.

Vraken terminó de hablar con una seriedad sepulcral, mientras comenzaba a cabalgar sobre su corcel Muerteblanca. Cada músculo de su cuerpo temblaba por el agotamiento, pero su voluntad férrea le impedía ceder. Alzando su espada y hacha, clavó su mirada en la oscura marea de elfos que se aproximaba, envueltos en una sombra de muerte. A su alrededor, sus hombres, apenas cinco mil jinetes que habían sobrevivido al último asalto, se preparaban para lo que parecía una batalla condenada. Eran veteranos curtidos, bestias de guerra envueltas en acero, hombres que habían visto horrores más allá de la comprensión, y que ahora miraban a la muerte de frente sin pestañear. Cada uno de ellos sabía que se llevaría consigo al menos a diez elfos antes de caer.

—¡Prepárense para la cacería!— rugió Vraken con una furia incontenible, su voz atravesando el estruendo de la batalla como un trueno. Sus jinetes respondieron con un alarido que resonó por todo el campo, un grito lleno de rabia y desesperación, que erizaba la piel de cualquier ser viviente. Los cascos de los caballos golpeaban el suelo con una violencia que hacía vibrar la tierra, y las mantícoras élficas, al otro lado del campo, respondieron con un rugido infernal.

Los elfos oscuros avanzaron, montados en esas bestias demoníacas, sus rostros desprovistos de cualquier emoción humana, excepto el odio más puro. La armadura negra y púrpura de las mantícoras brillaba bajo la luz mortecina del atardecer, y sus ojos ardían con una malicia inhumana. Los colmillos de las bestias goteaban veneno, y sus garras, afiladas como cuchillas, estaban ansiosas por desgarrar carne.

Vraken, con un rugido final de desafío, espoleó a Muerteblanca hacia la oscuridad. Su corcel, un imponente semental blanco, relinchó con furia y se lanzó hacia adelante, encabezando la carga. El aire a su alrededor vibraba de tensión. Los jinetes del norte, siguieron a su líder, entrando en la boca del infierno con una ferocidad inhumana. El choque fue brutal, una explosión de sangre y acero.

Los elfos oscuros, sorprendidos por la violencia de la embestida, no tuvieron tiempo de reaccionar. Vraken lanzó sus dos hachas hacia las cabezas de dos mantícoras, los filos girando en el aire antes de clavarse profundamente en los cráneos de las criaturas, haciendo que se desplomaran con un rugido agonizante. Las bestias cayeron, y en la confusión, los jinetes norteños se abalanzaron sobre los elfos, masacrando a todo lo que se interponía en su camino.

El aire se llenó de un hedor insoportable a sangre, vísceras y sudor. Las espadas y hachas de los hombres de Vraken cortaban el aire con silbidos mortales, seguidas de un crujido sordo cuando el acero encontraba carne y hueso. Cada golpe partía cuerpos por la mitad, desgarraba miembros o decapitaba a los elfos oscuros con una precisión brutal. Las cabezas rodaban por el suelo, dejando tras de sí una estela de sangre que salpicaba el campo de batalla como una lluvia macabra.

El propio Vraken era una visión de pura destrucción. Su espada, pesada y manchada con la sangre de cientos de enemigos, se movía con una furia incontrolable. Cada golpe era un vendaval de acero que partía torsos y destrozaba extremidades. Sus enemigos caían como moscas, sus gritos de agonía ahogados por el rugido constante del combate. Los cuerpos de los elfos, mutilados y desmembrados, cubrían el suelo, mezclándose con los restos de las mantícoras muertas. 

El estruendo de la batalla era ensordecedor: el choque del acero, los gritos de dolor y el rugido de las bestias moribundas. Los elfos oscuros, aunque letales, no estaban preparados para la carnicería desatada por los jinetes norteños. Las mantícoras, feroces en su ataque, desgarraban caballos y hombres por igual, sus colmillos atravesando las armaduras y desgarrando la carne con facilidad. Pero incluso esas bestias infernales sucumbían ante la furia ciega de Vraken y sus hombres.

El campo de batalla se transformó en un abismo de muerte. La sangre fluía como un río, empapando la tierra y creando un fango oscuro y pegajoso que dificultaba cada paso. Los cuerpos caían como hojas muertas, amontonándose unos sobre otros en una grotesca pila de carne destrozada. Las mantícoras, desesperadas, rugían y aullaban mientras eran abatidas por los ataques implacables de los norteños, sus alas membranosas desgarradas por el filo de las espadas. 

Vraken, desprovisto de toda humanidad en su frenesí, avanzaba sin detenerse. Partía torsos con un solo golpe, decapitaba elfos con una eficiencia aterradora y dejaba tras de sí un sendero de cadáveres que se extendía como una herida abierta en el campo de batalla. Su respiración era un gruñido animal, y su rostro, cubierto de sangre y sudor, se había convertido en una máscara de odio y determinación.

Las mantícoras restantes, sintiendo la derrota, luchaban con desesperación, lanzándose contra los jinetes con una ferocidad aún mayor. Sus colas, terminadas en afiladas puntas, se movían como látigos, perforando la armadura de los hombres y arrancando miembros de sus cuerpos. El suelo se llenaba de gritos inhumanos, de carne siendo desgarrada, y el sonido sordo de los cuerpos cayendo uno tras otro.

En medio de la carnicería, Dougal, uno de los hombres más fieros de Vraken, se debatía por sobrevivir. Su armadura, hecha pedazos, colgaba de su cuerpo como harapos, mientras sus ojos, llenos de una desesperación salvaje, reflejaban la locura de la batalla. Una mantícora se cernía sobre él, su rugido resonando como un presagio de muerte inminente. Con un rugido de triunfo, la bestia lanzó un zarpazo que destrozó la barda del caballo de Dougal, arrojando al animal al suelo en un charco de su propia sangre. En ese mismo instante, un elfo oscuro, aprovechando la distracción, se lanzó sobre Dougal, su espada destellando con una crueldad asesina. El golpe fue certero y despiadado, arrancándole a Dougal la mitad de su rostro en un estallido de sangre y huesos que salpicó el aire. Su grito de dolor fue sofocado por la marea de carne que se le desprendía de la cara, dejando al descubierto una máscara grotesca de hueso y carne viva. 

Pero Dougal no era un hombre que aceptara la muerte con facilidad. Con un rugido que sólo podía nacer de la locura y la desesperación, se lanzó contra la mantícora, blandiendo su enorme hacha con una furia sobrehumana. La hoja se hundió en el cráneo de la bestia con un crujido sordo, partiendo hueso y cerebro en una explosión de sangre y masa encefálica. La mantícora cayó al suelo, sus ojos apagándose en un último estertor de agonía, pero Dougal no se detuvo. Con un giro salvaje, se abalanzó sobre el elfo oscuro que lo había mutilado, y en un combate corto y brutal, lo destrozó. El hacha de Dougal se hundió en el pecho del elfo, rompiendo costillas y aplastando su corazón, antes de arrancar la hoja hacia un lado, desgarrando carne y vísceras en un torrente de sangre oscura que empapó el suelo.

A pesar de la brutalidad de la batalla y de la marea de enemigos que se cernía sobre ellos, los norteños seguían avanzando, implacables, como si fueran la encarnación misma del caos y la destrucción. Sus filas estaban reducidas a un puñado de guerreros ensangrentados, pero su sed de sangre era inquebrantable. El suelo bajo sus pies se había transformado en un pantano de cadáveres y sangre, y el aire estaba saturado con el hedor nauseabundo de la muerte. Vraken, sintiendo la carga del destino en cada paso, sabía que no habría retorno. La batalla era un preludio de la muerte inevitable que les aguardaba, pero eso no lo detenía. Si iba a morir, lo haría entre ríos de sangre y los gritos de sus enemigos, tal como dictaba el credo de Mukon.

La danza macabra de la batalla continuaba, y en ella, Vraken era el maestro absoluto. Su espada, una extensión de su voluntad destructiva, se movía con una gracia mortal, cortando carne y hueso con la facilidad con la que un carnicero separa la carne de un cadáver. A pesar de la ventaja en fuerza bruta de los norteños, la lucha era una pugna desesperada por la supervivencia. Cada estocada fallida era una invitación a la muerte, y los elfos oscuros, expertos en el arte de matar, no desaprovechaban ninguna oportunidad de infligir dolor y muerte a sus enemigos. Los hombres de Vraken luchaban con una rabia feroz, pero incluso su valor y su ferocidad parecían insuficientes para detener la marea de elfos oscuros que los rodeaba. La sangre salpicaba el suelo mientras las espadas se hundían en la carne enemiga, y los gritos de agonía se mezclaban con el rugido de los corceles y las mantícoras.

Muerteblanca, el temible semental de Vraken, pisoteaba a los caídos con una furia incontenible, sus cascos aplastando cráneos y triturando huesos con una fuerza descomunal. Vraken, en medio del caos, se movía con una fiereza animal, su espada manchada hasta el mango de sangre, brillando con la promesa de la muerte. Cada golpe era un acto de aniquilación, cada movimiento un poema de violencia. Los elfos oscuros caían a su paso, sus cuerpos destrozados por la furia del señor del norte.

El campo de batalla se había transformado en una pesadilla viviente, un paisaje infernal de carne desgarrada y huesos rotos. Los elfos oscuros, aunque feroces, eran abatidos por la furia inhumana de los jinetes norteños. Las armas cortaban carne, separaban miembros y partían cráneos. Las mantícoras rugían en agonía mientras las espadas norteñas se hundían en sus cuerpos, desgarrando carne y destrozando huesos. La sangre salpicaba el aire, creando un espeso rocío rojo que cubría a los combatientes.

Vraken, blandiendo su espada con una precisión letal, se abrió paso entre la marea de enemigos. Sus golpes eran brutales y precisos, partiendo cuerpos en dos, decapitando elfos y desmembrando mantícoras. Sus movimientos eran un torbellino de muerte y destrucción, y sus hombres, inspirados por su liderazgo, combatían con una furia similar.

El suelo temblaba bajo el peso de la batalla, y el aire estaba lleno de un hedor acre a sangre y sudor. Los gritos de los moribundos resonaban en los oídos de los combatientes, mezclándose con el rugido de la batalla. El campo se llenaba de cadáveres, un mar de cuerpos destrozados y sangrantes. La sangre corría en ríos, empapando la tierra y creando un paisaje infernal de muerte y destrucción.

Con cada paso, Vraken y sus hombres dejaban tras de sí un rastro de cadáveres. La batalla se convirtió en un torbellino de violencia y caos, una danza macabra de muerte y destrucción. Los elfos oscuros, aunque feroces y letales, no pudieron resistir la embestida de los jinetes norteños. Cada golpe de Vraken era un martillazo de muerte, cada movimiento una declaración de que no se rendiría sin luchar hasta el último aliento. Y así, en medio del caos y la carnicería, los jinetes norteños demostraron una vez más que, incluso ante la más oscura de las amenazas, su espíritu indomable y su ferocidad en combate eran inigualables.

El aire se volvió denso, casi palpable, cargado con la promesa de una tormenta inminente. Muerteblanca, siempre imperturbable, comenzó a inquietarse, sus movimientos se volvieron erráticos, algo que solo ocurría cuando estaban ante un peligro excepcional, como los jefes de asalto de los Gigantes y Trolls del norte. No pasó mucho tiempo antes de que Vraken entendiera la razón de esa tensión. Un elfo oscuro de estatura imponente se acercaba, su presencia dominaba el caos a su alrededor.

Este elfo oscuro, casi tan alto como Vraken, vestía una armadura que parecía más un monumento a la depravación que una protección. Cada placa de metal estaba adornada con runas malditas y detalles siniestros, pulsando con una energía propia que emanaba una malicia palpable. Las filigranas de púrpura y rojo oscuro que decoraban la armadura parecían vibrar con una vida propia, un contraste que hacía que su figura se destacara aún más en medio del caos de la batalla.

La espada que portaba era una obra de arte macabra: enorme y pesada, con un filo tan negro que parecía devorar la luz a su alrededor. La hoja, cubierta de runas arcanas, oscilaba ligeramente, como si estuviera viva, resonando con una energía oscura y sedienta de sangre.

Montaba una mantícora monstruosa, mucho más grande y feroz que las que habían enfrentado hasta ahora. La criatura tenía una musculatura impresionante, su pelaje negro azabache brillaba con un brillo maligno. Sus ojos rojos ardían con una furia salvaje, y sus colmillos goteaban un veneno tan corrosivo que quemaba el suelo donde caía. La armadura que llevaba la mantícora estaba hecha a medida, con placas negras y púrpuras que protegían sus puntos vitales sin limitar su agilidad o fuerza.

Cada paso de la mantícora hacía temblar el suelo, y su respiración pesada era un rugido constante que resonaba en el campo de batalla. A medida que se acercaba, los combatientes cercanos, tanto amigos como enemigos, se detenían momentáneamente, atrapados por la aura de poder y terror que emanaba de la criatura y su jinete.

El elfo oscuro, con una mirada que podía atravesar el acero, avanzaba con una confianza y una crueldad que se sentían en el aire. Su presencia era una declaración de poder absoluto, y cada movimiento suyo parecía premeditado, como si ya supiera el

—¡Soy Drahkor, el Azote de las Sombras, el tercer y más poderoso general del verdadero rey de todos los elfos, basura inmunda! ¿Y tú, maldito gusano humano? ¿Qué título de mierda llevas tú?—. Su voz gutural, cargada de veneno y desprecio, resonó como un látigo de odio, cada palabra un golpe cruel a la dignidad de su oponente.

—¡Lord Vraken Ironwind, el Terrible, señor de Zokya y el único que va a desollarte vivo, hijo de perra!—. La respuesta de Vraken fue un rugido áspero, lleno de una furia contenida que amenazaba con desbordarse en cualquier momento. Sus ojos, encendidos con una rabia inhumana, se clavaron en el elfo oscuro mientras su mano se cerraba con violencia alrededor de la empuñadura de su gigantesca espada. El acero resonó al salir de su vaina, prometiendo carnicería. Tomó las riendas de Muerteblanca, su semental blanco, cuyos ojos brillaban con una ferocidad salvaje, preparados para desatar un infierno de sangre y violencia.

—¿Vraken Ironwind?—. Drahkor escupió el nombre con un desprecio absoluto, una sonrisa torcida deformando sus rasgos oscuros.—Tienes el nombre de un pedazo de mierda. No eres más que un maldito cobarde que ha venido a morir como un perro patético frente a un verdadero guerrero.—. La provocación era como veneno goteando de su lengua, y cada palabra encendía más la furia de Vraken.

Vraken sintió la sangre hervir en sus venas, sus puños se cerraron con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su corazón latía con un ritmo demencial, alimentado por un odio incontrolable. Sin mediar más palabras, lanzó un grito de guerra lleno de rabia animal y espoleó a Muerteblanca hacia adelante, cargando directamente contra Drahkor. El semental relinchó con una furia desmedida, como si compartiera el mismo deseo de destrucción que su jinete. 

Al mismo tiempo, la mantícora de Drahkor respondió con un rugido que sacudió el suelo, sus enormes alas negras batiendo el aire con fuerza mientras se lanzaba hacia adelante con una ferocidad igualmente salvaje. La bestia, una amalgama de pesadilla, combinaba la fuerza bruta de un león con la crueldad venenosa de un escorpión, y su cola escamosa chasqueó en el aire, ansiosa por desgarrar carne humana.

Los ojos azules de Vraken brillaban con un fuego demoníaco mientras alzaba su espada, cada músculo de su cuerpo tenso como la cuerda de un arco, listo para desatar toda la violencia que había acumulado en su alma. En contraste, los ojos rojos de Drahkor resplandecían con una malicia infernal, y una sonrisa sádica se extendió por su rostro mientras blandía su espada con una destreza mortal.

Ambos guerreros chocaron como fuerzas de la naturaleza desatadas, el estruendo de sus armas resonando como un trueno, y chispas de pura furia se dispararon al aire. Las espadas cantaban una sinfonía de odio y violencia, cada golpe era un intento de destruir no solo al oponente, sino su misma existencia. Vraken blandía su espada con una ferocidad implacable, lanzando cortes y estocadas que habrían destrozado a cualquier adversario menor. Pero Drahkor no era un adversario menor. Su agilidad era sorprendente, y respondía con movimientos letales, cada uno destinado a abrir una herida profunda en la carne de su enemigo.

El combate era una danza macabra de muerte y destrucción, y mientras sus espadas chocaban una y otra vez, Muerteblanca y la mantícora se enredaban en su propia lucha brutal. Las pezuñas del semental blanco golpeaban con una furia indomable, tratando de aplastar a su enemigo bajo su enorme peso, mientras que las garras afiladas de la mantícora se lanzaban en un frenesí de violencia, buscando desgarrar la carne del semental. Los rugidos y relinchos llenaban el aire, mezclándose con los gritos de dolor y la sangre derramada, creando una cacofonía de horror.

Vraken y Drahkor luchaban con una intensidad que rayaba en lo inhumano, cada uno movido por una sed de sangre insaciable y un odio tan profundo que era casi palpable. Cada golpe de Vraken era una promesa de muerte, cada esquive de Drahkor una burla cruel al destino. El campo de batalla se convirtió en un infierno, con los jinetes pesados de Vraken y los elfos oscuros de Drahkor enfrentándose en un combate igualmente feroz a su alrededor. Las espadas se hundían en carne y hueso, arrancando gritos desgarradores de los labios de los combatientes. Las cabezas rodaban y los cuerpos caían, convirtiendo el suelo en un pantano de sangre y vísceras.

El hedor a hierro y muerte impregnaba el aire, cada respiro era una tortura para los sentidos. Los gritos de los moribundos se elevaban como un coro macabro, acompañando la sinfonía de la destrucción que se desarrollaba a su alrededor. Vraken y Drahkor estaban inmersos en un pandemonio de violencia y muerte, donde solo el más despiadado y brutal prevalecería. La sangre empapaba sus ropas, sus cuerpos marcados por innumerables cortes y heridas. Cada movimiento era una batalla en sí misma, cada respiración un triunfo sobre la muerte.

—¡Maldito elfo de mierda!—. Escupió Vraken mientras lanzaba un tajo que cortó el aire con un silbido mortal. Drahkor esquivó por poco, sus ojos rojos brillando con un odio que casi rivalizaba con el del humano.

—¡Tu carne será el festín de las bestias, humano asqueroso!—. Rugió Drahkor mientras contraatacaba, su espada cortando el aire con una precisión letal.

El campo de batalla se transformó en un escenario de pesadilla, un lugar donde la carne desgarrada y los huesos rotos eran lo único que quedaba como testimonio de la brutalidad y el odio que impulsaban a los combatientes. La victoria solo sonreiría al más despiadado, al que pudiera soportar la marea de muerte y destrucción sin titubear. Y en medio de todo esto, los destinos de Vraken y Drahkor estaban entrelazados en un abrazo mortal, con la promesa de la muerte como única certeza.

Vraken dirigía a Muerteblanca con una mano firme, cada embestida del semental era un alarde de fuerza bruta, una tormenta de pezuñas y acero. Drahkor, por su parte, se movía con una agilidad sorprendente sobre su mantícora, la bestia rugiendo y lanzando zarpazos, sus alas batiendo el aire con fuerza. Cada movimiento de Drahkor era calculado, cada ataque una danza mortal de precisión y furia. 

El duelo entre los dos guerreros se intensificaba con cada segundo que pasaba, el suelo se teñía de rojo con la sangre derramada, y los cuerpos de los caídos creaban un tapiz macabro a su alrededor. El clamor de la batalla era ensordecedor, los gritos de los heridos y los moribundos mezclándose con el sonido del acero chocando contra el acero. Muerteblanca y la mantícora continuaban su duelo brutal, con cada golpe y mordisco que se intercambiaban resonando como un presagio de muerte. 

El destino de ambos guerreros pendía de un hilo, una cuerda hecha de sangre y odio, tan tensa que podía romperse en cualquier momento. Cada movimiento era una danza macabra de muerte y destrucción, cada golpe una sinfonía de dolor, donde el acero se mezclaba con la carne y los gritos de agonía eran la melodía principal. En medio de este caos desatado, solo uno de ellos emergería victorioso, dejando al otro en una tumba de barro y sangre, devorado por los cuervos. En ese campo de batalla, donde los débiles ya habían caído y solo los más fuertes y despiadados seguían en pie, no había lugar para la piedad ni el honor. Aquí, la única ley era la del más fuerte, y el único destino para los derrotados era la muerte.

Vraken y Drahkor se movían con la furia de los condenados, sus ojos llenos de una rabia que nacía del odio más profundo. Cada uno de sus movimientos estaba cargado con una energía demoníaca, una fuerza que no conocía el cansancio ni la rendición. Eran bestias, no hombres, en una lucha donde el único final posible era la muerte. La batalla se transformó en una vorágine de violencia pura, un torbellino de carne, huesos y sangre, donde la vida era un recurso fugaz y la muerte era la única certeza. Los cuerpos caían a su alrededor como hojas en otoño, empapando el suelo con su sangre, creando un mar rojo que absorbía el eco de los gritos y los sollozos.

La furia de Vraken era incontenible, su mirada fija en Drahkor con una intensidad que parecía capaz de atravesar el mismo aire. Con un grito que resonó como un trueno en medio de la tormenta de sangre, Vraken lanzó una serie de estocadas con una velocidad que desafió a los dioses. Drahkor, con la gracia de una pantera, logró parar los golpes, pero uno de ellos casi cortó una parte de su yelmo, dejando al descubierto su rostro pálido y sudoroso. En un movimiento desesperado, Drahkor intentó contraatacar, pero Vraken, aprovechando la más mínima vacilación, lanzó un puñetazo con una fuerza que habría destrozado una roca. El impacto desorientó al elfo oscuro, su visión se nubló por un instante, pero eso fue suficiente para Vraken. Con una precisión mortal, hundió su espada en el pecho de Drahkor, atravesando su armadura como si fuera de papel, perforando su corazón con un sonido húmedo y desagradable.

El elfo oscuro soltó un rugido de agonía, un sonido que parecía brotar de lo más profundo de su ser, antes de caer de su montura. Su cuerpo golpeó el suelo con un estruendo sordo, levantando una nube de polvo que se mezcló con la sangre que manaba de su herida mortal. La vida se escapaba de sus ojos mientras estos se abrían de par en par, mirando al cielo por última vez. El campo de batalla se llenó de un silencio ominoso, roto solo por el sonido distante de otros combates y el susurro del viento que soplaba entre los cadáveres, como si la misma muerte respirara sobre ellos. Vraken, con el pecho jadeante y su respiración agitada, miró el cuerpo inerte de su enemigo caído. Bajo su yelmo, una sonrisa siniestra y maliciosa curvaba sus labios, un gesto que no denotaba ni compasión ni satisfacción, sino una cruel determinación. La victoria era suya, pero en su corazón sabía que la batalla aún no había terminado. Esta era solo una de las muchas muertes que causaría antes de que el día acabara.

Al ver a su líder caer, los elfos oscuros, impulsados por una furia desesperada, se lanzaron contra Vraken con una última carga suicida. Pero sus hombres, leales hasta la médula, formaron un muro de carne y acero a su alrededor, repeliendo a los atacantes con una violencia que solo la desesperación y el miedo podían alimentar. La desesperanza se reflejaba en los ojos de los elfos mientras chocaban contra ese muro de muerte, sabiendo que el final estaba cerca, pero sin otra opción que avanzar hacia la muerte.

En medio de este frenesí, Muerteblanca, el imponente semental blanco, se alzó sobre sus patas traseras con un brinco que pareció rasgar el cielo, y con una poderosa patada, atravesó el cráneo de la mantícora de Drahkor. La bestia, aturdida por la muerte de su amo, no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el casco de Muerteblanca se hundiera en su cabeza, destruyendo hueso y cerebro en un instante. El cuerpo enorme de la mantícora cayó muerto al instante, desplomándose con un golpe sordo que resonó como un trueno en el campo de batalla.

Vraken, rápido como una serpiente y letal como una tormenta, se recompuso de inmediato. Su espada, ahora un arma de destrucción total, cortó el aire con un silbido mortal, partiendo a la mitad a los elfos oscuros que lograron evadir a sus hombres. La hoja de su espada se movía como un rayo, segando vidas con cada golpe, dejando cuerpos destrozados a su paso. La sangre brotaba en todas direcciones, empapando la tierra, mezclándose con el polvo y el sudor en el aire, creando una neblina roja que nublaba la vista y el juicio de todos los que estaban cerca. Los elfos oscuros caían uno tras otro, sus cuerpos desgarrados y su moral destrozada, convirtiéndose en meras sombras de lo que una vez fueron. La furia de Vraken no conocía límites, y sus enemigos pronto se dieron cuenta de que enfrentarlo era lo mismo que firmar su propia sentencia de muerte.

La vista a su alrededor era un paisaje infernal de carnicería y caos, un lienzo de muerte pintado con los restos de los elfos oscuros que yacían desmembrados en el suelo. Sus cuerpos inertes formaban un macabro manto sobre la tierra, un recordatorio de la brutalidad de la batalla que acababa de librarse. Vraken, con su yelmo cubierto de sangre y su armadura marcada por innumerables cortes y golpes, se erguía como un coloso de muerte y destrucción en medio de ese océano de cadáveres. Era un titán, una fuerza de la naturaleza desatada, cuyo poder parecía ilimitado. Sus hombres, al ver la victoria de su señor, se llenaron de una renovada energía, luchando con una ferocidad que solo la certeza de la victoria podía proporcionar. Empujaron a los elfos oscuros hacia una retirada desesperada, cazándolos como animales, eliminando a cada uno con una precisión despiadada.

El viento soplaba entre los cadáveres, llevando consigo el eco de los gritos y los lamentos de los caídos. Era un susurro frío, un aliento helado que parecía provenir de la misma muerte, que acechaba en cada rincón de ese campo de batalla. En medio de este infierno, Vraken se mantuvo firme, su mirada fija en el horizonte, sabiendo que aunque esta batalla estaba ganada, la guerra aún no había terminado. Pero en ese momento, en ese campo de muerte y gloria, Vraken Ironwind, el Terrible, era indiscutiblemente el vencedor, un dios de la guerra en un mundo donde solo los más fuertes podían sobrevivir.

Después de acabar de masacrar a los elfos oscuros sobrevivientes, ordené que le cortaran la cabeza a Drahkor. No lo hice por un simple acto de barbarie, sino como un símbolo, un trofeo que mostraría a todos cuál era el destino de aquellos que osaran enfrentarse a mí. La cabeza del elfo caído fue separada de su cuerpo con un golpe limpio, y su expresión quedó congelada en una mueca de dolor y sorpresa, un último vestigio de la vida que se le había escapado.

—¿Cuántos siguen con vida?—. Pregunté al jinete que estaba a mi lado, mientras el hedor de la muerte impregnaba el aire. Su nombre era Angus, si mal no recordaba, aunque en este campo de carnicería, los nombres importaban tanto como la vida de los gusanos que pronto devorarían los cuerpos que yacían a nuestros pies.

—Tres mil quinientos doce, mi señor—. Respondió la gruesa voz del hombre, ronca por los gritos de batalla y el polvo de los cadáveres. Su tono estaba desprovisto de cualquier emoción, como si la cifra fuera un simple número, una estadística en medio del infierno que habíamos desatado.

Mis ojos se clavaron en el campo de batalla, donde los restos de los elfos oscuros se retorcían en sus últimos estertores de vida. La tierra, empapada de sangre, formaba charcos viscosos que se mezclaban con las entrañas y los miembros desmembrados. Algunos jinetes norteños y caballeros aún se deleitaban en la carnicería, acorralando a los sobrevivientes como bestias rabiosas, su sed de sangre insaciable.

—Y los que están masacrando a los otros elfos—. Añadió Angus, señalando a los jinetes que habían rodeado a los elfos restantes, cortándoles cualquier vía de escape. Los gritos de los elfos eran un cántico de desesperación, una melodía dulce para mis oídos.

—Bien, forma a los hombres, iremos al campo principal—. Ordené, mi voz cortando el aire como un cuchillo. Angus asintió sin decir palabra, y sus ojos reflejaban la aceptación de una realidad que solo los verdaderos guerreros entendían: la batalla era nuestra, pero la guerra solo acababa de comenzar.

—¡¿Alguno aún tiene alguno de mis estandartes?!—. Grité, buscando entre los jinetes con ojos fieros. Mis palabras resonaron con una autoridad que no dejaba lugar a la duda. El caos del combate se disolvía en la disciplina brutal que yo imponía.

Uno de los jinetes, un hombre joven con cicatrices recientes en el rostro, se acercó con su larga alabarda. El estandarte que llevaba estaba empapado en sangre, pero aun así, el lobo rojo oscuro en un campo gris opaco se distinguía claramente, rodeado de espadas negras y runas que brillaban con un rojo oscuro, casi como si estuvieran imbuidas con la misma sangre que manchaba el lienzo.

—Bien, tú cabalgarás a mi lado. Que el estandarte esté en alto en todo momento—. Le ordené con una frialdad calculada. El joven asintió, su mirada fija en mí con una mezcla de respeto y temor. Sabía que un solo error sería su último, y eso lo hacía valioso en esta carnicería.

—¡Wolfrar! ¡¿Estás aquí?!—. Llamé a mi guerrero más imponente, mi voz perforando el ruido de la batalla como un trueno en medio de una tormenta.

De entre los jinetes emergió una montaña de hombre, Wolfrar, una bestia de dos metros y veinte centímetros, con una armadura que goteaba sangre y la barda de su caballo destrozada, bañada en el mismo líquido carmesí. Cada paso que daba hacía temblar la tierra, y su figura era un testamento viviente de la brutalidad del combate que acabábamos de librar. Su enorme maza, completamente ensangrentada y adornada con fragmentos de huesos y carne, era un símbolo del terror que había sembrado entre nuestros enemigos.

—Mi señor—. La voz del gran hombre norteño era grave y ronca, resonando con la autoridad de alguien que había arrancado la vida de cientos, sino miles, con sus propias manos.

Le entregué una lanza y la cabeza de Drahkor, aún goteando sangre. El cabello del elfo oscuro colgaba como un trofeo, y su rostro congelado en una mueca de dolor y sorpresa era un recordatorio de su derrota. 

—Empala la cabeza y cabalga a mi lado. Di que Drahkor, El Azote de las Sombras y tercer general del ejército elfo, ha muerto por mis manos—. Ordené, mi voz impregnada de un veneno que sabía que Wolfrar destilaría con cada palabra que pronunciara. Había llamado a Wolfrar porque su voz resonaba como un trueno, una de las pocas capaces de ser escuchadas sobre el clamor del campo de batalla.

Wolfrar asintió, su figura imponente alzándose sobre su caballo. La cabeza de Drahkor fue clavada en la lanza, alzándose sobre su hombro como un estandarte macabro, un símbolo de nuestra victoria y una herramienta de terror para aquellos que aún osaran desafiarnos.

Con pasos pesados y cansados, mis jinetes se prepararon junto a su señor para liderar la comitiva que anunciaría nuestra victoria. Nos movimos en formación, el estandarte con el lobo rojo oscuro ondeando en alto, seguido por la lanza con la cabeza de Drahkor. A medida que cabalgábamos hacia el campo principal, la atmósfera estaba cargada de tensión y expectativa. La sangre y los cuerpos de los caídos cubrían el terreno, y el aire estaba impregnado del hedor de la muerte.

El campo principal estaba infestado de elfos que, aunque intentaban mantener la formación, no podían evitar que el miedo se reflejara en sus ojos. Sabían lo que les esperaba. Sabían que la muerte estaba cerca, y la visión de la cabeza de su general solo confirmó sus peores temores.

—¡¡¡Hombres del norte!!! ¡¡¡Hombres del sur!!! ¡¡¡Escuchadme y temblad ante la grandeza del señor de Zokya, Vraken Ironwind El Terrible!!! ¡¡¡Hemos hecho pedazos a los fieros elfos oscuros!!! ¡¡¡Vraken Ironwind ha aniquilado y decapitado al más fiero de sus generales, Drahkor, El Azote de las Sombras!!! ¡¡¡Con nuestras manos, hemos traído la muerte a aquellos que osaron desafiar nuestra supremacía en este campo de batalla!!!—. Las palabras de Wolfrar resonaron en el aire, cargadas de autoridad y poderío. Los norteños y sureños respondieron con un estruendoso rugido, sus gritos llenando el cielo mientras intensificaban la masacre de los jinetes elfos atrapados en la formación que él había ideado.

La batalla, si es que aún podía llamarse así, se convirtió en una cacería. Los elfos, ahora sin líder, corrían como presas acorraladas, sus gritos ahogados por el sonido de espadas desgarrando carne, de huesos rompiéndose bajo el peso de mazas y el chocar de acero contra acero. La sangre corría como ríos por el campo de batalla, mezclándose con la tierra y creando un fango oscuro y resbaladizo. Los elfos caían uno tras otro, sus cuerpos destrozados formando un macabro mosaico de muerte y destrucción.

Vraken, montado en su imponente corcel Muerteblanca, se detenía por un momento, deleitándose en la escena de caos y destrucción que había desencadenado. Sus ojos, afilados como cuchillas, contemplaban el infierno que había creado, un paisaje infernal teñido de rojo donde la vida y la muerte se entrelazaban en un macabro baile. La cabeza de Drahkor, el temido Azote de las Sombras, empalada en una lanza a su lado, se balanceaba grotescamente, como un trofeo de la dominación absoluta que acababa de imponer.

Mientras avanzaba hacia el campo principal, sus hombres lo rodeaban, sus armaduras cubiertas de sangre, sus espadas y lanzas chorreando con los restos de los elfos oscuros caídos. Las cabezas decapitadas de estos desgraciados adornaban las armas de los jinetes, un desfile de muerte que seguía a Vraken como una sombra. La tierra bajo sus pies estaba saturada con la sangre de ambos bandos, el barro carmesí tragándose los cadáveres como un pantano infernal que nunca saciaba su sed.

La voz de Wolfrar, retumbante y cargada de poder, cortaba el aire con una fuerza que estremecía los corazones de los vivos y los muertos por igual. Sus palabras eran como martillos de hierro forjados en el mismo abismo, proclamando la grandeza indomable de Vraken, El Terrible. Sus gritos de guerra eran órdenes para continuar con la masacre, palabras que transformaban el horror en fervor, alimentando a los guerreros con una sed insaciable de sangre.

A medida que se acercaban al corazón de la batalla, donde la caballería norteña y sureña se enfrentaba ferozmente con la guardia de Lirion, el anuncio de la muerte de Drahkor golpeó a los elfos como un mazazo al cráneo. Sus rostros, ya pálidos por el agotamiento y el miedo, se deformaron en muecas de terror absoluto. La noticia de la caída de su general, el infame Azote de las Sombras, se extendió como un veneno por las filas élficas, quebrando su espíritu con una brutalidad devastadora.

—¡Han matado a Drahkor! ¡El demonio de hierro lo ha decapitado!— se escuchaba entre los susurros desesperados de los elfos, sus voces ahogadas por el miedo y la incredulidad. La moral de la guardia de Lirion se desplomaba bajo el peso de la realidad, sus cuerpos temblando mientras la muerte se cernía sobre ellos como una bestia hambrienta.

Vraken observaba con una satisfacción cruel cómo sus enemigos caían presa del pánico. Los jinetes, alimentados por la victoria inminente, arremetían con una furia renovada, despedazando la formación élfica. Las espadas cortaban carne y hueso, las lanzas atravesaban corazones, y los gritos de los moribundos se mezclaban con el clamor de los victoriosos. Era un festín de sangre, un sacrificio grotesco al poder inquebrantable de Vraken y sus hombres.

El campo de batalla se convirtió en un abismo de carne y sangre. Cabezas y extremidades volaban por el aire, los cuerpos se desplomaban en el barro ensangrentado, y la muerte bailaba entre los guerreros con una gracia macabra. El estruendo de la batalla se mezclaba con los gritos de victoria, creando una sinfonía de caos que resonaba en los corazones de todos los presentes.

Vraken, con su yelmo cubierto de sangre y una mirada que no conocía piedad, alzaba la vista hacia el horizonte, donde la batalla finalmente se extinguía. La cabeza de Drahkor, empalada y exhibida con orgullo, se alzaba como un oscuro estandarte de su victoria. Pero sabía que esto era solo el comienzo. Su sed de poder y dominación no tenía fin, y esta victoria era solo un escalón más en su ascenso hacia la supremacía absoluta.

Finalmente, el cuartel de Lirion, el último bastión de resistencia, cayó ante la implacable arremetida de sus fuerzas. Los pocos elfos que quedaban fueron abatidos sin misericordia, y sus cabezas pronto se unieron al grotesco desfile que adornaba las lanzas y alabardas de los jinetes. En medio de este espectáculo de muerte, la cabeza de Lirion, empalada como la de su general, marcaba el fin definitivo de la resistencia élfica.

La batalla había terminado, pero la escena que quedó atrás era un testimonio inmortal de la brutalidad y la crueldad de Vraken. El campo de batalla, una vez un lugar de vida, ahora era un cementerio, un reino de cadáveres donde la muerte reinaba suprema. Y en medio de todo, Vraken, El Terrible, se erguía como un dios oscuro, su armadura empapada en la sangre de sus enemigos, su mirada fija en un futuro donde su poder sería absoluto e incontestable.