El primer rayo del alba se filtraba a través de los ventanales del castillo, proyectando largos haces de luz dorada sobre las sábanas de seda. La habitación aún estaba envuelta en la penumbra del amanecer, con el aire impregnado de una quietud casi fantasmal. Iván abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la tenue claridad que se deslizaba sobre su rostro. Durante un instante, la calidez de los brazos de su madre alrededor de su pequeño cuerpo le hizo olvidar los horrores del día anterior. Su pecho subía y bajaba con una respiración tranquila, ajena a la tormenta de pensamientos que aún se arremolinaban en la mente de su hijo.
El niño permaneció inmóvil, hundiendo el rostro en la suavidad del cuello de su madre, aspirando su aroma, buscando consuelo en aquella cercanía que lo hacía sentir a salvo. Pero incluso en aquel momento de aparente tranquilidad, una sombra persistía en su interior. Las imágenes del caos, los gritos de los caídos, la sangre tiñendo los suelos de mármol del castillo, todo seguía ahí, latente, como brasas bajo las cenizas.
—No te preocupes, mi querido Iván —susurró la mujer con dulzura, su voz acariciando el aire como una melodía suave. Sus dedos largos y finos se deslizaron por el cabello del niño, peinando cada mechón con ternura, como si con aquel gesto pudiera borrar las cicatrices invisibles que la noche anterior había dejado en su alma.
El niño cerró los ojos, dejándose arrullar por su voz.
—Tu madre siempre te protegerá.
Eran palabras que había escuchado antes, pero esa vez llevaban un peso distinto. No eran solo un consuelo vacío, sino un juramento hecho de acero y fuego. En su tono, en su mirada, había una promesa silenciosa de que haría lo que fuera necesario para mantenerlo a salvo, sin importar el precio.
El tiempo transcurrió con lentitud mientras madre e hijo compartían un instante de paz. Afuera, el castillo despertaba lentamente, pero dentro de aquella habitación, el mundo se reducía a la calidez de un abrazo y el latido constante de un corazón que aún latía con fuerza.
Finalmente, Iván se separó con cierta reticencia y, tras un baño con agua perfumada y la ayuda de los sirvientes, se vistió con una túnica negra adornada con bordados dorados, un reflejo del atuendo que su madre llevaba. La tela se sentía pesada sobre su piel, un recordatorio de la solemnidad del momento. Aquella no era una mañana cualquiera.
Caminaron juntos por los pasillos del castillo, sus pasos resonando sobre las frías baldosas de piedra. Había algo en el aire, algo más que la quietud propia del amanecer. El bullicio usual de los sirvientes preparando el día, los murmullos de los guardias conversando en las esquinas, todo había sido reemplazado por un silencio sepulcral. Era un silencio cargado de tensión, de expectación. No hacía falta preguntar. Todos sabían que las sombras de la noche anterior aún se cernían sobre ellos.
Las puertas del gran comedor se abrieron ante ellos con un chirrido leve, y el ambiente dentro era aún más denso que en los pasillos. Las largas mesas de roble estaban ocupadas por nobles y oficiales de alto rango, pero la usual algarabía de la mañana había desaparecido. Nadie reía, nadie hablaba en voz alta. Solo murmullos discretos y miradas furtivas, como si incluso las palabras fueran un lujo en aquel ambiente de luto.
Iván tomó asiento junto a su madre en la mesa principal, pero apenas probó bocado. La comida frente a él —frutas frescas cortadas en pequeños trozos, pan recién horneado con una fina capa de mantequilla derretida y una jarra de leche tibia— parecía carecer de sabor en su boca. La tensión en el comedor pesaba como una manta sofocante. Sus ojos recorrieron el salón, observando los rostros de los presentes. Los sirvientes mantenían la mirada baja, moviéndose con una cautela poco usual, casi como si temieran hacer el más mínimo ruido. Algunos terratenientes evitaban cruzar miradas con él, mientras que otros lo observaban de reojo con un brillo de inquietud en los ojos. Algo había cambiado desde la noche anterior. Algo en él. Y ellos lo habían notado.
El aire en el comedor se sentía espeso, cargado de una anticipación incómoda. Los cubiertos chocaban con los platos de porcelana con un sonido apagado, casi discreto, como si incluso el acto de comer fuera una interrupción inaceptable en aquel silencio. Iván sintió cómo un escalofrío recorría su espalda. No era miedo. No, el miedo era una emoción demasiado frágil para describir lo que sentía en ese momento. Era más bien la certeza de que el mundo que conocía se estaba desmoronando lentamente a su alrededor, ladrillo por ladrillo, máscara por máscara.
Después del desayuno, junto a su madre, ascendió por las escaleras de mármol negro pulido hacia la sala del trono. Cada paso resonaba en los pasillos vacíos, el eco de sus pisadas prolongándose en el aire como un murmullo lejano. La fortaleza, usualmente llena de actividad, se sentía extrañamente vacía, como si sus habitantes hubieran aprendido a desaparecer entre las sombras.
La sala del trono del Ducado de Zusian se alzaba como un monumento imponente de poder y legado. Las puertas dobles, hechas de un roble tan antiguo que parecía casi petrificado, se abrieron con un crujido profundo, revelando la inmensidad del salón. El techo, abovedado y colosal, estaba decorado con frescos que representaban antiguas batallas, escenas de conquistas y victorias grabadas con trazos de oro y carmesí. La luz filtrada a través de los vitrales coloreados arrojaba un resplandor rojizo y azul sobre los suelos de mármol negro con vetas plateadas, como si la propia historia del ducado se filtrara en cada rincón de la estancia.
Las paredes estaban cubiertas con tapices de un grosor lujoso, bordados con hilos de oro y plata, representando emblemas y gestas heroicas de los Erenford. En los laterales, balcones elevados permitían que los miembros más importantes del ducado observaran las ceremonias con una vista privilegiada. Desde esos balcones, ojos invisibles escrutaban cada movimiento, cada palabra pronunciada, cada gesto que pudiera revelar una verdad oculta.
El aire estaba impregnado con el aroma de la madera pulida y el incienso quemado en los braseros dorados que rodeaban la estancia. La chimenea, una estructura maciza de piedra negra, tenía un fuego bajo pero constante, su resplandor oscilante proyectando sombras danzantes en los muros.
Y allí, en el centro de todo, estaba el trono.
El asiento ancestral de los Erenford no era una simple silla, sino un monumento en sí mismo. Esculpido en madera roja escarlata y ébano, adornado con placas de oro y gemas engarzadas en patrones de intrincada belleza, cada centímetro de su superficie irradiaba poder. Su respaldo alto estaba labrado con patrones en espiral que parecían moverse bajo la luz, entrelazándose en un diseño hipnótico. En los reposabrazos, dos cabezas de lobo talladas en obsidiana observaban con ojos vacíos, sus fauces entreabiertas como si fueran a emitir un gruñido en cualquier momento.
Iván observó cómo su madre tomaba asiento en el trono con la elegancia innata de una soberana, la seguridad de quien no conocía la derrota y la determinación de una mujer que nunca se permitiría flaquear. Su vestido, un elaborado conjunto de negro profundo con bordados dorados, resaltaba su piel pálida y sus rasgos afilados, cada pliegue cayendo en perfecta armonía, como si incluso la tela misma entendiera que debía obedecer su voluntad. Sus manos, de dedos largos y delicados, descansaban con una calma engañosa sobre los reposabrazos del trono, la única joya en ellas era un anillo con el sello de los Erenford, símbolo absoluto del linaje que representaba y su autoridad. Sus ojos, afilados como dagas bien forjadas, recorrieron la sala con una frialdad serena, sin necesidad de moverse para hacerse sentir.
Los soldados de la Legión de las Sombras permanecían en posición, con sus imponentes armaduras negras reflejando la luz del fuego que crepitaba en la chimenea. Aunque mantenían sus rostros impasibles, la rigidez de sus mandíbulas y la tensión en sus músculos delataban que estaban más alerta de lo normal. Lo que había sucedido la noche anterior había cambiado la atmósfera del ducado, había sembrado una semilla de incertidumbre, y todos estaban esperando ver cómo florecería.
La sala del trono en sí misma era un monumento a la grandeza, cada centímetro diseñado para recordar a quienes entraban que estaban en presencia de poder. Las gigantescas columnas de ónix negro ascendían hasta un techo abovedado cubierto de frescos que representaban las victorias de la familia Erenford a lo largo de los siglos. Tapices de color carmesí y dorado colgaban de las paredes, con hilos de oro entretejidos en patrones que representaban antiguos emblemas de guerra y gloria. Los ventanales altos, incrustados con vidrio de colores vibrantes, proyectaban sombras y reflejos de rojo sangre y ámbar sobre los suelos de mármol pulido. Y allí, en el centro de todo, se alzaba el trono, una obra maestra de madera escarlata, ébano y oro, con los reposabrazos tallados en forma de cabezas de lobo con colmillos afilados, un recordatorio constante de la ferocidad de la casa que lo gobernaba.
Iván permaneció de pie al lado del trono, con la mirada fija en los presentes. Podía sentir sus miradas sobre él, algunas de respeto, otras de desconfianza, unas pocas incluso de desprecio apenas disimulado. No les culpaba. No después de lo que había ocurrido la noche anterior. Sabía lo que todos estaban pensando. Sabía que lo miraban y veían a un niño que no debería estar allí, que aún no tenía la fuerza ni la astucia para portar el peso del poder. Lo sabían, y él también lo sabía. Pero lo que no entendían, lo que aún no podían ver, era que él no tenía intención de ser débil.
El silencio en la sala no era vacío. Era denso, opresivo, como una tormenta contenida en el aire. Solo el crepitar del fuego en la gran chimenea rompía la quietud, un sonido bajo y persistente, como un animal dormido al que no convenía despertar. La iluminación parpadeante de las llamas proyectaba sombras alargadas sobre las paredes de piedra, dibujando figuras siniestras que parecían observar con ojos invisibles. El mármol negro del suelo reflejaba destellos de luz temblorosa, como si la habitación misma respirara con un ritmo lento y calculado, esperando el próximo movimiento.
Iván estaba sentado en su silla, sus manos pequeñas descansaban sobre el regazo, pero la tensión en sus hombros delataba que su cuerpo estaba lejos de estar relajado. Su madre lo observó en silencio durante un momento, como si midiera su reacción antes de dar el siguiente paso. Entonces, con la misma elegancia con la que siempre se movía, se puso de pie. Su vestido largo de un tono carmesí oscuro, con bordados dorados que parecían absorber la luz, se deslizó suavemente contra el suelo de piedra. Cada paso que daba resonaba con una quietud calculada, como si cada movimiento tuviera un propósito específico.
Se acercó a él con calma y, sin decir una palabra, se inclinó ligeramente para dejar un beso en su frente. Sus labios eran cálidos, pero la sensación fue fugaz, como una chispa que se extingue demasiado rápido.
—Bien, Iván, en estos momentos debo adoptar un papel distinto, y quiero que aprendas de mí —su voz era suave, pero su tono estaba impregnado de un peso inquebrantable—. Eres joven, querido mío, pero es hora de que comprendas cómo es nuestro mundo. ¿Lo entiendes, cariño?
La mirada de la duquesa Alba era profunda, sus ojos de un tono ámbar se posaban sobre su hijo con una mezcla de expectativa y determinación. Buscaba algo en él, quizás una señal de entendimiento, de madurez.
Iván tragó saliva y asintió. No era un niño ingenuo. Había crecido entre mucha mierda, había vivido una vida llena de peligro y maltratos, este era su nueva oportunidad y no la desabrocharía. Sabía que estas palabras de su madre no eran una simple lección. Eran una advertencia, un recordatorio de lo que significaba llevar el nombre Erenford, su nuevo nombre.
—Sí, mamá.
Ella pasó los dedos por su cabello, acariciándolo con ternura, aunque en su mirada había algo más allá del afecto maternal. Luego, se enderezó, adoptando una postura firme y digna, con la barbilla elevada y los hombros rectos. Iván, consciente de su papel, trató de imitarla. Respiró hondo y se obligó a sentarse con la misma dignidad que ella, aunque su corazón aún latía con la inquietud de lo que estaba por venir.
Entonces, la voz de su madre se alzó, firme y clara, como el sonido de una espada desenvainándose en la oscuridad.
—El ducado de Zusian no es un hogar para los débiles. No lo ha sido, ni lo será jamás.
Las palabras resonaron en la sala como un trueno. No había suavidad en su tono, ni espacio para la compasión. Era una afirmación, un hecho innegable, una ley escrita en sangre sobre los cimientos de la casa Erenford.
Iván sintió cómo esas palabras se enredaban en su interior, cómo algo dentro de él respondía a ellas con una extraña y profunda certeza. No era miedo lo que sentía. Tampoco respeto. Era algo más oscuro, más profundo, una comprensión silenciosa que se arraigaba en lo más hondo de su ser.
Los presentes mantuvieron el silencio mientras la duquesa Alba continuaba, con su mirada recorriendo la multitud con la precisión de un filo bien afilado.
—El día de hoy nos encontramos aquí por los sucesos de la noche anterior, pero antes de proceder con castigos y condenas, quiero expresar mi profundo agradecimiento a la Legión de las Sombras por su inquebrantable lealtad y su rápida acción. También debo honrar el sacrificio de los ocho valientes hombres que perdieron la vida, así como reconocer a los veintitrés heridos que defendieron con valentía a mi hijo y al legítimo duque de Zusian.
Un leve murmullo recorrió la sala, una corriente de aprobación silenciosa. Los veintitrés heridos fueron llamados al frente, cada uno de ellos portando vendas en diversas partes del cuerpo, algunos con cortes aún visibles en sus rostros, otros con el peso del dolor reflejado en sus posturas. Pero ninguno de ellos mostró debilidad. Caminaron con la misma disciplina con la que lo harían en el campo de batalla, sin un solo titubeo, sin una sola mirada de más.
Los rayos de sol que entraban por los grandes ventanales iluminaban las placas de oro y las armaduras nuevas que les fueron entregadas en un gesto de gratitud y reconocimiento. Algunos de los nobles y líderes presentes aplaudieron con respeto, pero el gesto se detuvo abruptamente cuando la duquesa alzó la mano, reclamando silencio una vez más.
—Los muertos serán honrados. Los vivos serán recompensados. Pero lo que ocurrió anoche no quedará sin consecuencias.
Su tono se endureció, y una sombra pareció descender sobre la sala.
Iván observó en silencio. No parpadeó, no apartó la vista. Sabía que lo que venía a continuación no sería fácil de presenciar. Pero también sabía que debía verlo. Que debía aprender.
Porque el poder no se obtenía con palabras bonitas ni con promesas vacías. El poder se tomaba, se forjaba con sangre y fuego, y él, más que nadie, debía entenderlo.
Las puertas del salón se abrieron con solemnidad, y en ese momento, Elara, Mira y Amelia entraron. Su presencia era como un bálsamo en medio de la tensión que llenaba el aire. Habían estado ausentes toda la mañana, pero su llegada a la sala del trono era un alivio para Iván. Las tres niñeras vestían ropas modestas en tonos oscuros con delicados detalles plateados, una elección que reflejaba tanto su modestia como su elegancia.
La mirada severa de su madre se suavizó al verlas, un indicio de la profunda conexión que compartían.
—Pero los verdaderos héroes del día de ayer fueron Elara, Mira y Amelia.
Las palabras de la duquesa resonaron en la sala, y las tres mujeres se levantaron con un brillo de orgullo y emoción en sus ojos. Iván sintió el calor de su mirada buscando la suya, repleta de afecto y preocupación.
—Elara, Mira y Amelia, el ducado de Zusian y yo les debemos una deuda incalculable. Pidan lo que deseen, y se les concederá.
Amelia dio un paso adelante, inclinando la cabeza con respeto.
—Mi señora… —su voz tembló apenas, pero se mantuvo firme—. Anoche, las tres hablamos sobre nuestros deseos, y llegamos a un acuerdo sobre lo que realmente anhelamos.
Elara tomó la palabra con una serenidad similar.
—Aunque pueda sonar como una petición simple y humilde de tres plebeyas, lo único que verdaderamente deseamos es permanecer cerca de nuestro joven señor. Incluso si es solo hasta que ya no necesite de nuestros servicios, simplemente queremos formar parte de su vida.
Las tres se arrodillaron ante la duquesa y ante Iván, con la cabeza inclinada en un gesto de profundo respeto.
Su madre guardó silencio por un momento, sus ojos recorriendo con afecto cada una de las figuras ante ella. Con gracia y gentileza, se levantó de su asiento y se acercó a ellas, ofreciéndoles una sonrisa amable que reflejaba su reconocimiento y aprecio.
Elara, Mira y Amelia—dijo la duquesa Alba, pronunciando cada nombre con un tono de solemne agradecimiento. Sus palabras no eran solo un reconocimiento, sino un juramento. Con un gesto sutil de su mano enguantada, hizo una señal a los sirvientes apostados cerca de los muros del gran salón. Estos reaccionaron al instante, moviéndose con precisión y sin titubeos, como engranajes de un mecanismo bien aceitado.
Avanzaron portando cojines de terciopelo rojo adornados con filigranas doradas, sobre los cuales reposaban colgantes de oro puro, incrustados con rubíes que brillaban bajo la luz de las lámparas de cristal. Cada colgante tenía el escudo de la casa Erenford grabado con minucioso detalle, la heráldica del linaje que gobernaba Zusian desde tiempos inmemoriales. Era un símbolo de lealtad, pero también de posesión.
La duquesa tomó con delicadeza uno de los colgantes y avanzó hacia las tres mujeres, que permanecían de rodillas con la cabeza inclinada en señal de respeto absoluto. Su expresión, antes severa, se suavizó apenas, como el filo de una espada envainada, lista para ser usada en cualquier momento.
—Aprecio profundamente su devoción hacia mi hijo —dijo, su voz resonando con calidez medida, una calidez que no mitigaba la frialdad con la que gobernaba. Con movimientos fluidos y elegantes, colocó los colgantes alrededor de los cuellos de Elara, Mira y Amelia, como si les estuviera confiriendo algo más que un simple adorno.
Elara sintió el peso del metal contra su piel y reprimió el impulso de tocarlo. Sabía lo que significaba. No era solo una muestra de gratitud, sino una marca. Un recordatorio de a quién pertenecían ahora.
—Como madre y duquesa regente de Zusian, acepto su petición —continuó la duquesa, dejando que su mirada recorriera el salón antes de regresar a ellas—. Y como muestra de mi gratitud, les aseguro que serán tratadas y cuidadas como nobles de la más alta estirpe.
Elara, Mira y Amelia inclinaron la cabeza en un gesto de aceptación. Sus rostros permanecieron impasibles, pero en sus ojos había una mezcla de orgullo y algo más profundo, algo que solo Iván pudo percibir: una devoción silenciosa y absoluta.
Iván, sentado en su lugar, observaba todo en silencio. La gratitud de su madre era un arma de doble filo. Les otorgaba un lugar de honor, sí, pero también las encadenaba con lazos invisibles más fuertes que el acero.
Cuando la duquesa volvió a tomar asiento en el trono, el aire pareció cambiar. Lo que antes era solemnidad se tornó en algo más denso, más frío, como si un manto de sombra se desplegara sobre la sala. Un escalofrío recorrió la espalda de muchos de los presentes cuando la voz de la duquesa resonó de nuevo, ahora vacía de calidez.
—Que pasen.
Las puertas del salón se abrieron con un rechinido pesado, el sonido de la madera y el metal resonando como un presagio funesto. Desde el umbral, emergieron diez figuras vestidas de negro, sus presencias proyectando largas sombras que parecían devorar la luz del salón.
Los torturadores del Ducado.
Eran altos, imponentes, cada uno con una complexión robusta y una postura firme. Sus túnicas negras caían hasta sus tobillos, reforzadas con placas de acero ennegrecido. Sus rostros estaban ocultos tras capuchas gruesas, de las cuales solo se asomaban sus ojos, vacíos de emoción, huecos como si miraran más allá de la carne y el hueso. En sus cinturones colgaban instrumentos de tortura: garfios de hierro, dagas de filo irregular, látigos de cuero trenzado endurecido por la sangre de incontables condenados.
Uno de ellos, el que caminaba al frente, llevaba en sus manos un grueso libro encuadernado en piel oscura. Se detuvo en medio de la sala y lo abrió con un movimiento lento y deliberado. Sus dedos, largos y nudosos, recorrieron las páginas con una precisión casi inhumana antes de levantar la vista hacia la duquesa.
—Los prisioneros han sido traídos, mi señora —dijo Arthur, su voz ronca y áspera, como el crujir de ramas secas en un bosque muerto.
El eco de sus palabras se expandió por la gran sala del trono, como si la misma piedra absorbiera la gravedad del momento. Detrás de él, las figuras encapuchadas de los torturadores empujaban y arrastraban a los condenados como si fueran simple ganado al matadero. Las cadenas que ataban sus muñecas y tobillos resonaban con un tintineo seco y lúgubre, acompañando el arrastre de pies descalzos sobre el mármol pulido.
Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, algunos apenas reconocibles bajo la costra de sangre seca y la suciedad que cubría sus cuerpos, se tambaleaban o caían de rodillas, jadeantes y temblorosos. Sus rostros reflejaban una combinación de terror y resignación, sabiendo que la piedad era un lujo inexistente en aquel salón. Algunos apenas podían sostenerse en pie, otros eran arrastrados como harapos humanos, sus cuerpos maltrechos por las horas de tortura.
Iván los observó sin pestañear. No había compasión en su mirada, tampoco desprecio. Solo curiosidad. Una fría, analítica e inhumana curiosidad.
—Duquesa, aquí están todos los involucrados en el atentado contra el joven señor, así como los asesinos sobrevivientes —continuó Arthur, con una calma que solo acentuaba lo inquietante de la situación.
El silencio se extendió por la sala, denso y pesado, cargado con el hedor del miedo y el sudor de los condenados.
—¡Mi señora! —el grito desesperado rasgó el aire cuando una de las sirvientas, con el vestido desgarrado y el rostro cubierto de hematomas, intentó hablar. Sus ojos, hinchados por el llanto y la fatiga, reflejaban desesperación pura.
Pero Arthur se movió con la precisión de una guillotina. Su mano, grande y callosa, se estrelló contra la mejilla de la mujer con un golpe seco que resonó en la sala como un látigo. Ella se desplomó al suelo, escupiendo sangre y un diente roto.
—Silencio —ordenó el líder de los torturadores, su voz apenas un murmullo, pero con la certeza de que sería obedecido.
La sirvienta gimió, pero no volvió a abrir la boca.
—Continuando donde lo dejé —prosiguió Arthur, ignorando la escena con la indiferencia de un carnicero ante la agonía de un cerdo—, los involucrados confesaron que el vizconde Edric Ravenwood del vizcondado de Rivenrock sobornó a estos ochenta traidores, liderados por la ama de llaves, quienes fueron responsables de distraer a los guardias que custodiaban una de las salidas secretas y permitir el paso de los veinte mil asesinos de la Neblina, así como de los mercenarios y asesinos a sueldo.
El nombre de la organización cayó como una maldición sobre la sala.
Los Asesinos de la Neblina.
Una orden de despiadados verdugos, nacidos y moldeados en la bruma de las tierras de más allá de los mares del sur. Eran asesinos sin rostro, sombras que acechaban en la niebla antes de matar con precisión quirúrgica. No tenían lealtades, no seguían ideales. Solo respondían al oro y al contrato de sangre que sellaba su misión. Sus víctimas jamás los veían venir. Para cuando la niebla los envolvía, ya era demasiado tarde.
Que una facción de su calibre hubiese sido contratada para asesinar a Iván solo significaba una cosa: quien los contrató no solo tenía recursos exorbitantes, sino también una obsesión ciega por ver su muerte consumada.
—Los sobrevivientes de esta organización confesaron que fueron contratados por despecho —Arthur dejó que la palabra flotara en el aire como una sentencia—. Despecho porque fue rechazado por usted, Duquesa.
El aire pareció volverse irrespirable.
Hubo un largo y funesto silencio.
Luego, sin previo aviso, el estruendo del puño de la Duquesa al impactar el trono resonó por toda la sala como el rugido de una tormenta desatada.
El golpe no solo fue fuerte. Fue brutal.
Las llamas de los candelabros temblaron ante la onda expansiva de su ira.
—Ese... ese miserable e insignificante vizconde de Rivenrock… —su voz era un siseo venenoso, cada palabra empapada en un odio inconmensurable—. ¡Ese pedazo de mierda inútil, escoria despreciable, alimaña carroñera, gusano bastardo con ínfulas de grandeza!
Su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas, su mirada se había oscurecido con un brillo asesino.
—Venganza… —susurró, y la palabra fue como un filo deslizándose lentamente por un cuello indefenso—. Juro venganza.
Venganza. La palabra escapó de sus labios como un filo deslizándose lentamente por un cuello indefenso, suave pero implacable, prometiendo una muerte segura. No fue un grito, ni una exclamación llena de furia irracional; fue un juramento, una condena inquebrantable, como el frío de un invierno que se extiende sin tregua. Sus dedos se crisparon sobre el trono, las uñas hundiéndose en la madera tallada con tal fuerza que parecía que podría astillarla con su pura voluntad.
Su mirada, antes serena, era ahora una tormenta en el horizonte, un océano embravecido que ocultaba horrores insondables en sus profundidades. Ya no era la duquesa de mirada ecuánime y sonrisa amable y educada, no. Ahora era la encarnación de la ira misma, un fuego devorador al que no le bastaba consumir solo a aquellos que la habían traicionado, sino que ansiaba arrasar con sus raíces, con sus familias, con sus tierras, con todo lo que alguna vez les dio un propósito en la vida.
—Torturen y violen a esas escorias hasta su patética muerte y lancen sus restos a los perros o a los cerdos, no me importa un carajo lo que pase con sus cuerpos.
El salón entero pareció encogerse ante la sentencia, como si las propias paredes sintieran la crudeza de aquellas palabras. Las gargantas de los prisioneros se desgarraron en alaridos de terror, súplicas ahogadas en llantos, promesas desesperadas de fidelidad, de arrepentimiento, de cualquier cosa que pudiera cambiar su destino. Pero no había salvación.
El jefe de los torturadores, Arthur, no reaccionó con sorpresa ni con duda. Su expresión permaneció inmutable, su semblante severo y curtido por los años de sufrimiento que había infligido sin un atisbo de remordimiento. Asintió con la cabeza, con la parsimonia de un verdugo que ya ha dejado de contar las cabezas que han rodado bajo su hacha.
—Será como ordena, mi señora.
Los guardias arrastraron a los prisioneros fuera de la sala. Algunos luchaban, forcejeaban con las fuerzas que aún les quedaban, como animales acorralados dispuestos a morir mordiendo, pero solo recibían golpes que les partían los labios o les hacían escupir dientes. Otros, en cambio, no se resistieron; simplemente cayeron de rodillas, temblando, sus mentes ya quebradas por el destino que les aguardaba.
El sonido de las cadenas arrastrándose y los sollozos fue apagándose a medida que las puertas de la gran sala se cerraban tras ellos, dejando tras de sí un silencio sepulcral. Un vacío ominoso que solo fue roto por la siguiente orden, pronunciada con la misma frialdad con la que un dios podría dictar el destino de un mundo entero.
—Llamen al general Thornflic Bladewing y a su legión, y que también convoquen a otras dos legiones de hierro cercanas. Además, que las cinco legiones que custodian las fronteras donde está Rivenrock se preparen para la guerra. Quiero que el general y las tres legiones se reúnan con la legión que ya está afuera de la ciudad de Vardenholme.
La orden cayó como un martillo sobre la piedra, resonando en la sala y marcando el inicio de lo inevitable. Las piezas del tablero de guerra comenzaban a moverse, los engranajes de la destrucción giraban con la precisión de una máquina de muerte bien engrasada.
Thornflic Bladewing. La mera mención de su nombre bastaba para helar la sangre de aquellos que conocían su historia. El general era conocido por tres apodos; "La Espada del Verdugo", "El Carnicero de Zarev" y "El Genocida de los Thaekarnos".
Cada uno de sus títulos era un eco de los horrores que había sembrado en el continente. Un hombre cuya existencia estaba tallada en la carne de los caídos, cuyos pasos dejaban huellas imborrables de sangre y cenizas.
El primer título lo había ganado en la Guerra de los Valles Negros, donde los rebeldes de Zhorst, liderados por un noble con delirios de restauración, fueron aplastados sin piedad. No hubo rendición. No hubo términos negociables. Thornflic no era un comandante que aceptara medias victorias. Sus tropas arrasaron cada bastión rebelde, cada fortaleza, cada pueblo que hubiese brindado refugio a los traidores. Y cuando el último de los insurgentes cayó, no se conformó con una simple ejecución. Ordenó apilar los cadáveres en colinas simétricas, creando un paisaje de muerte que se extendía por kilómetros.
El segundo título lo obtuvo en la caída de Zarev, una ciudad fortificada que, por generaciones, había resistido asedios. Se decía que sus muros eran inquebrantables, que su ejército era de los mejores entrenados del continente. Thornflic demostró lo contrario. Ocho días. Solo ocho días bastaron para que los muros cayeran y la ciudad quedara a su merced. No hubo juicio para sus defensores. No hubo piedad. Los hombres fueron empalados, sus cuerpos expuestos como advertencia, mientras las llamas consumían lo que quedaba de la ciudad.
Pero el tercer título… El tercer título era el que había convertido su nombre en una maldición en boca de reyes y mendigos por igual.
El Genocidio de los Thaekarnos no fue una batalla. No fue una guerra. Fue un exterminio.
Cuando se descubrió que un general thaekarno había creado la estrategia que asesino a el padre de Iván, Kenneth Erenford, Thornflic no esperó órdenes. No pidió confirmación. Simplemente marchó. Con su ejército al frente, arrasó cada asentamiento, cada aldea, cada pueblo que portara el estandarte de los Thaekarnos. No hubo distinciones entre soldados y campesinos, entre nobles y plebeyos, entre ancianos y recién nacidos.
No quedó nada.
Las crónicas no hablan de supervivientes. No hay registros de que alguien haya escapado. Solo ruinas, cenizas y un silencio sepulcral en las tierras donde alguna vez prosperó un pueblo.
Por eso, cuando la duquesa pronunció su nombre, los presentes sintieron un escalofrío. Porque no era un llamado a la batalla.
Era un llamado a la masacre.
Las puertas de la sala se abrieron de nuevo cuando los heraldos salieron apresurados a cumplir con sus órdenes. Afuera, en los pasillos de mármol, en las calles de la ciudad, los tambores de guerra comenzarían a resonar en cuestión de horas. Los herreros trabajarían sin descanso para reforjar armas y armaduras. Los soldados afilarían sus espadas y montarían a sus caballos con la certeza de que pronto marcharían.
La guerra se cernía sobre Rivenrock como la sombra de una bestia hambrienta, una que no se saciaría hasta devorar hasta el último rincón de su existencia.
Y en el trono, con la mirada clavada en el vacío, la duquesa no pensaba en la victoria.
Pensaba en cómo haría que sufrieran.