V (Ver. Final)

El sol del mediodía bañaba la llanura en un resplandor cegador, tiñendo el horizonte de un oro incandescente. Bajo aquel cielo impasible, la tierra temblaba con cada paso de la colosal marcha que avanzaba inexorablemente hacia su destino. Habían transcurrido diez días desde que la declaración de venganza de la duquesa Alba había sido sellada con sangre. Diez días desde que los traidores fueron arrancados de sus madrigueras y expuestos a un castigo tan brutal como ejemplar. Ahora, sus cuerpos empalados se alzaban en las afueras de la ciudad, dispuestos en largas hileras que se extendían como una muralla de carne y hueso. Una advertencia grotesca, un testimonio silencioso de lo que le aguardaba a cualquiera que osara desafiar el dominio de la Casa Erenford.

El hedor a podredumbre se mezclaba con la brisa, cargando el aire con un peso opresivo. Decenas de carroñeros, desde simples cuervos hasta bestias más audaces, revoloteaban entre los cadáveres, picoteando la carne reseca con la indiferencia propia de la muerte. El zumbido de las moscas formaba una sinfonía macabra, apenas ahogada por el distante retumbar de los tambores de guerra.

El sonido de los cuernos de batalla rasgó el aire como un rugido ancestral, señalizando la llegada del verdadero terror. Tres legiones de hierro, cada una compuesta por 398,000 legionarios, avanzaban con una precisión sobrehumana, sus pasos resonando en perfecta sincronía sobre el suelo endurecido. El ejército era una masa impenetrable de acero y disciplina, una marabunta de escudos relucientes y armas astadas tan afiladas que destellaban bajo el sol como un océano de cuchillas.

Al frente, ondeando con un esplendor inquebrantable, se alzaban los estandartes del ducado. Sobre un fondo negro profundo, el lobo dorado de la Casa Erenford extendía sus fauces, con detalles carmesí que semejaban sangre fresca chorreando de sus colmillos. Los pendones se sacudían con la brisa, como si compartieran la sed de violencia de los hombres que marchaban bajo su sombra.

En el corazón del ejército, montado sobre un imponente corcel de pelaje oscuro, cabalgaba la figura que encarnaba el horror y la gloria de Zusian: el general Thornflic Bladewing.

Su armadura era una obra de arte en la forja de la guerra, una amalgama de acero ennegrecido y rubíes resplandecientes que formaban la silueta de lobos carmesíes. La sangre de sus enemigos parecía aún incrustada en cada ranura de las placas metálicas, sus cicatrices eran marcas de la muerte que había sembrado en incontables campos de batalla. Su larga melena negra ondeaba al viento como la sombra de una maldición, y sus ojos, ardientes como brasas, parecían perforar el alma de quien osaba mirarlo directamente.

La legión avanzó hasta el Campo de las Lanzas, un antiguo punto de reunión donde los ejércitos zusianos se congregaban antes de desatar el caos. Desde una plataforma elevada, Iván contemplaba la llegada de las fuerzas con una mezcla de admiración y ansiedad. A su lado, su madre, la duquesa Alba, permanecía firme, su porte era el de una soberana indiscutible. Vestía un atuendo azul profundo con bordados dorados, la seda ceñida a su figura con una gracia implacable. No se necesitaban joyas ostentosas para demostrar su autoridad; su sola presencia bastaba para imponer respeto y sumisión.

A su alrededor, la Legión de las Sombras esperaba en silencio. Sus caballos, entrenados para la guerra, permanecían inmóviles, y los jinetes, envueltos en capas oscuras, apenas parecían humanos. Eran la guardia más letal del ducado, asesinos de élite cuya sola mención hacía temblar a los conspiradores y a los enemigos de la corona.

El suelo tembló bajo el peso de los cascos y las pisadas firmes cuando Thornflic Bladewing llegó al punto de reunión. Su caballo, una bestia de músculos tensos y pelaje oscuro como la medianoche, relinchó con un resoplido grave, expulsando vapor por las fosas nasales. Un leve tirón de las riendas bastó para que el animal se detuviera de inmediato, demostrando el control absoluto que su jinete tenía sobre él. Thornflic desmontó con un movimiento fluido, pero la fuerza con la que sus botas golpearon la tierra fue suficiente para transmitir un mensaje claro: era un guerrero nacido para la guerra, y su mera presencia lo proclamaba sin necesidad de palabras.

Tras él, una visión aterradora se desplegaba en perfecta sincronía. Quinientos Desolladores Carmesís, su guardia personal, avanzaban como un ejército de espectros de la muerte. Montaban caballos de guerra enormes, sus bardas metálicas decoradas con runas y calaveras grabadas a fuego, cada una contando una historia de masacre y victoria. Sus armaduras eran tétricas, forjadas con placas negras y ribetes carmesíes que parecían imitar la sangre fresca corriendo por sus bordes. Sus yelmos, sin aberturas visibles, daban la impresión de que ningún hombre habitaba dentro de ellos, sino más bien entidades de pesadilla atrapadas en una carcasa metálica. Las que portaban que portaban brillaban al sol, sus hachas con dientes parecidos a los de una cierra estaban afiladas y teñidas de escarlata como si no pudieran olvidar la carne que habían desgarrado en batallas pasadas.

El aire se volvió pesado con su presencia. La tensión era como una cuerda de arco a punto de romperse. Cada soldado en la llanura, sin importar su rango o experiencia, sintió un escalofrío recorrerle la columna cuando la sombra de Thornflic y sus guerreros se extendió sobre el Campo de las Lanzas.

Con pasos decididos, Thornflic avanzó hacia la plataforma elevada donde lo esperaban Lady Alba y su hijo, Iván. Su armadura de placas negras resonaba con un sonido metálico en cada movimiento, las inscripciones rubís que decoraban el peto y las hombreras brillaban bajo la luz del sol, reflejando destellos ominosos. Cada cicatriz en su rostro narraba una historia de guerra y traición, de victorias obtenidas a un costo inimaginable. Su cabellera negra, larga y salvaje, danzaba con la brisa, como si la misma guerra susurrara entre sus mechones.

Los legionarios de las Sombras de la Duquesa Alba se mantuvieron firmes a su alrededor, con los rostros ocultos tras visores oscuros y sus manos descansando sobre las empuñaduras de sus alabardas. Aunque bien entrenados y disciplinados, incluso ellos sintieron la presencia de Thornflic como una amenaza latente, una bestia contenida únicamente por su lealtad a la familia ducal.

Thornflic se detuvo frente a Lady Alba e Iván, e inclinó levemente la cabeza en señal de respeto. No era un hombre dado a las reverencias exageradas, y no necesitaba serlo. Su lealtad era incuestionable, pero su orgullo como guerrero le impedía inclinarse más de lo necesario.

—Su Gracia… mi lord —su voz era profunda, grave, como el eco de un trueno contenido en el pecho de un hombre—. Vine tan pronto como fui llamado. Juro por la sangre que he derramado y la que aún derramaré que esta ofensa no quedará sin castigo. Cada traidor, cada enemigo que haya osado alzarse contra usted pagará su osadía con su carne, su sangre y su última exhalación.

Las palabras del general eran un juramento forjado en hierro y fuego, una sentencia inapelable que ya se había dictado en su mente. No había clemencia en su tono, ni un atisbo de duda. Para él, la guerra no era simplemente una batalla de ejércitos, sino un ajuste de cuentas, una danza de muerte en la que él era el verdugo supremo.

Lady Alba, majestuosa en su vestido azul y dorado, asintió con la misma solemnidad con la que se asiente ante la ejecución de un reo. Sus ojos, fríos y calculadores, reflejaban la satisfacción de saber que su general más letal estaba preparado para la matanza.

—Se lo agradezco, general —su voz era suave pero firme, como el filo de una daga envainada—. Su determinación es un alivio en tiempos inciertos. La traición ha manchado nuestro hogar, pero no permitirá que sus perpetradores vivan para regodearse en su osadía. Póngase a mi lado y al de mi hijo. Hoy, el destino de estos malnacidos se sella con nuestras palabras… y mañana, con nuestras espadas.

Thornflic asintió con gravedad, su rostro marcado por la determinación de un hombre que había vivido más batallas de las que podía contar. Su capa oscura se agitó con el viento cuando ascendió los escalones de la plataforma, sus botas de acero golpeando la madera con el peso de su presencia. Cada paso era firme, imponente, una declaración de poder y liderazgo que no necesitaba palabras. Los Desolladores Carmesís, su guardia personal, avanzaron tras él con precisión casi mecánica, sus armaduras reflejando la luz del sol como si estuvieran manchadas de sangre seca. Había algo brutal en la manera en que se movían, como depredadores acechando en la penumbra de un campo de batalla aún por nacer.

Los legionarios de las sombras, no apartaban la mirada de ellos. Su lealtad era incuestionable, su vigilancia absoluta. No eran soldados comunes, sino la élite de la elite, sombras vivientes con el único propósito de proteger a la duquesa y a su hijo de cualquier amenaza. Sus capas negras apenas se agitaban con la brisa, sus manos listas sobre las empuñaduras de sus alabardas. La tensión entre ambos grupos de élite era palpable, pero no se traducía en hostilidad abierta, sino en un mutuo reconocimiento de poder y letalidad.

El silencio cayó sobre el Campo de las Lanzas cuando Lady Alba dio un paso al frente, sus ojos de hielo recorriendo a las filas de soldados con la misma intensidad con la que un general examina a sus tropas antes de una masacre. Su presencia era hipnótica, un equilibrio perfecto entre belleza y autoridad, entre la gracia de una reina y la ferocidad de una diosa de la guerra. Sus labios se separaron y, con un simple movimiento de su mano, una sutil corriente de energía se extendió por el aire cuando su magia amplificó su voz.

—¡Soldados de las Legiones de Hierro! —su voz retumbó como un trueno que sacudió la columna vertebral de cada hombre y mujer en las filas. No era el grito histérico de una mujer cegada por el dolor, ni la arenga desesperada de quien busca consuelo en la venganza. No, su tono era el de una líder absoluta, de una depredadora que exigía justicia en su forma más primitiva y despiadada—. Hoy nos reunimos en medio de la furia y el deseo de venganza. El vizcondado de Rivenrock, esa maldita plaga, ha osado levantar su miserable mano contra nuestro ducado. ¡Han intentado matar a mi hijo! ¡A Iván! El único ser en este mundo por el que mi corazón late con fervor.

Su mirada ardía con una intensidad que hizo estremecer incluso a los veteranos más endurecidos.

—Kenneth el Lobo Sangriento —continuó, su voz desgarrada por un rencor afilado como una hoja de acero—. Mi amado y difunto esposo. Nustrp valeroso duque. El hombre que cayó hace seis años defendiendo estas tierras con cada gota de su sangre. ¡Y ahora esos malditos bastardos de Rivenrock se atreven a pisotear su legado! ¿Se creen con el derecho de desafiar nuestra autoridad? ¿Piensan que pueden atacar a nuestra familia y salir impunes? ¡No habrá perdón para los que se atrevan a desafiar a la casa Erenford! ¡Ni hoy, ni nunca!

El eco de sus palabras se expandió como una llamarada hambrienta. Hubo un murmullo en la multitud, una vibración de rabia contenida que crecía como el trueno que antecede a la tormenta. Los puños se cerraron, los músculos se tensaron y los ojos de los soldados relampaguearon con un odio incandescente. El aire era pesado, cargado de electricidad pura.

Alba respiró hondo y su voz se elevó nuevamente, cortando el cielo como el filo de una guadaña.

—¡Soldados, dejen que la ira los guíe! ¡Que el fuego de la venganza arda en sus venas y los impulse a la batalla con una furia incontenible! ¡No tengan compasión ni misericordia, porque no hay lugar para ellas en esta guerra! No luchamos por simple conquista ni por gloria vana. ¡Luchamos por venganza! ¡Luchamos porque han osado escupir en el rostro de los Erenford y han creído que podrán vivir para contarlo!

Los soldados escuchaban con los dientes apretados, con los corazones bombeando veneno en sus venas. Un rugido crecía en sus gargantas, uno primitivo, uno inhumano.

Alba dio un paso al frente, su voz tembló, no de debilidad, sino de rabia.

—¡Quiero que cada paso y cada golpe que den, sea una afrenta contra Rivenrock! ¡Quiero que sus tierras se conviertan en polvo, que sus campos se empapen de la sangre de sus habitantes! ¡Que sus fortalezas se derrumben, que sus ciudades sean pasto de las llamas, que sus gentes lloren y griten hasta que los dioses los abandonen! ¡No dejen piedra sobre piedra, ni vida que no haya implorado su propia muerte! ¡Aplástenlos, despedácenlos, erradíquenlos de la historia! ¡Que el nombre de Rivenrock sea borrado de la faz de Aeloria! ¡Que su memoria se disuelva en cenizas y olvido!

Hubo un segundo de absoluto silencio. Solo el viento, frío y hambriento, susurraba entre las filas de soldados.

Luego, como si la tierra misma se desgarrara, la multitud rugió. Un rugido salvaje, visceral, una única palabra escapó de las gargantas de miles de hombres y mujeres con la violencia de un trueno partiendo los cielos:

—¡SANGRE POR SANGRE!

El estruendo era ensordecedor, una ola de ira pura que golpeó el suelo como el galope de un ejército imparable. Los legionarios alzaban sus armas al cielo, los escudos chocaban con un estrépito que resonaba como campanas de guerra, y en cada par de ojos brillaba la promesa de una masacre.

Los legionarios de las sombras, se mantuvieron en silencio, pero sus miradas destellaban con la misma rabia incontrolable. No necesitaban gritar; su odio era un incendio silencioso, una bestia que aguardaba con paciencia, lista para desgarrar la carne de sus enemigos en la penumbra.

Alba levantó su puño al cielo.

—¡Por los Erenford! ¡Por la venganza! ¡Sangre por sangre!

El rugido de respuesta fue casi un terremoto.

—¡POR LOS ERENFORD! ¡POR LA VENGANZA! ¡SANGRE POR SANGRE!

El estruendo de los gritos se extendió como un relámpago por el campamento, un eco de guerra que anunciaba la inminente masacre. Los caballos relinchaban inquietos, con sus ojos abiertos de par en par, sintiendo en el aire la tensión previa a la matanza. Las llamas de las antorchas temblaban, lanzando sombras alargadas sobre la tierra, como si los mismos espectros de la muerte ya estuvieran bailando entre las filas de los soldados.

Lady Alba permanecía en lo alto, con la postura firme y la mirada encendida por la determinación inquebrantable. Su belleza, normalmente comparable a la de una deidad, se había convertido en algo temible, una visión de la ira personificada. Sus labios, curvados en una expresión de absoluta autoridad, apenas se movieron mientras sus ojos recorrían a los hombres y mujeres que se alzaban frente a ella. Sus palabras habían sido como un veneno dulce, infiltrándose en la sangre de sus soldados y encendiendo un fuego en sus corazones que solo podría ser apagado con sangre enemiga.

Los guerreros de las Legiones de Hierro, endurecidos por años de guerra y sin una pizca de piedad en sus ojos, apretaban los puños con tanta fuerza que sus nudillos se volvían blancos. Golpeaban sus escudos con los pomos de sus espadas, haciendo que el sonido metálico retumbara como los truenos de una tormenta que se avecina. Los más fervorosos ya estaban sudando, sus cuerpos tensos con el ansia de batalla, y sus rostros mostraban una mezcla de rabia y éxtasis.

El General Thornflic, una bestia de guerra envuelta en su armadura oscura y pesada, avanzó con pasos firmes hasta el centro de la formación. Su silueta parecía devorar la luz, y sus ojos, fríos como el acero antes de hundirse en la carne, escanearon a sus soldados. Elevó su espada al cielo, un arma bañada en incontables batallas, su filo reflejando el resplandor del fuego como si bebiera la luz misma.

—Por los Erenford. Por el Ducado de Zusian. Por la venganza.

Su voz fue un trueno en la noche, un llamado que arrastró a las legiones al borde del frenesí. Los soldados respondieron en un clamor ensordecedor, sus gritos desgarrando la tranquilidad de la noche y haciendo temblar hasta las estrellas.

—¡Por los Erenford! ¡Por la venganza! ¡Sangre por sangre!

El eco de sus voces rebotó en el cielo oscuro y se filtró en la tierra como una maldición. Desde lo alto, las aves nocturnas alzaron el vuelo, sintiendo en sus huesos la calamidad que se cernía sobre la región.

Thornflic bajó la espada, señalando hacia el horizonte.

—Hijos de Zusian, hoy marchamos hacia el enemigo. No buscamos gloria ni compasión. Nuestra misión es simple: arrancar la vida de todo aquel que ose desafiar nuestro dominio. Sus campos serán cenizas, sus fortalezas polvo y sus cuerpos alimento para los cuervos.

La multitud rugió, una ola de fuego y odio extendiéndose por el ejército. Los soldados no temían la guerra, la ansiaban. La esperaban como un amante espera la piel de su amada.

Thornflic giró su caballo, su armadura crujiendo con el movimiento.

—Que sus gritos de agonía alimenten nuestra sed. Que sus huesos rotos sean el testamento de nuestro poder. Que sus nombres se pierdan en el olvido y su linaje se extinga bajo nuestras botas. ¡A Rivenrock!

Las tropas se pusieron en marcha con un estruendo de pasos sincronizados, el suelo temblando bajo el peso de los guerreros. Los estandartes de la casa Erenford se alzaban, ondeando en la brisa nocturna como estigmas de la muerte que acechaba. El latido de los tambores de guerra marcaba el avance, cada golpe una sentencia, cada compás un juramento de sangre.

Desde lo alto de una colina, Iván observaba el mar de armaduras avanzando hacia el vizcondado de Rivenrock. Era una marea de destrucción, imparable, inevitable. Su madre, erguida como una diosa de guerra, le dirigió una última mirada. No había duda en sus ojos, solo la certeza de que la justicia no existía, solo el poder y la voluntad de aquellos lo suficientemente fuertes para imponerlo.

El viento arrastró el último rugido del ejército mientras se perdían en la oscuridad. La tormenta había comenzado.