Thornflic cabalgaba al frente de su ejército como una fuerza de la naturaleza encarnada en un hombre. Su imponente corcel de guerra, una bestia negra de ojos brillantes y una musculatura prodigiosa, avanzaba con paso firme, las placas de su armadura reflejando la luz del sol como un presagio de muerte. Cada pisada del animal hacía crujir la tierra bajo su peso, como si la misma naturaleza se doblegara ante el inexorable avance de las Legiones de Hierro. Flanqueándolo, Kael Darkbane marchaba con una presencia igualmente colosal. Su armadura, desgastada por innumerables batallas, mostraba las cicatrices de guerras pasadas, un testimonio de su letalidad y experiencia en combate. A su espalda, una espada de gran tamaño descansaba en su vaina, lista para ser desenvainada en el momento en que la sangre necesitara ser derramada.
Juntos encabezaban la abrumadora hueste de un millón quinientos noventa y cuatro mil legionarios. Cuatro legiones de hierro, formadas por veteranos endurecidos por la guerra, cada uno de ellos entrenado para combatir hasta su último aliento, marchaban con disciplina implacable. Su armadura negra y escarlata reflejaba la brutalidad de la facción que representaban. Junto a ellos, dos mil legionarios de las sombras avanzaban silenciosos, espectros de muerte que parecían deslizarse entre las filas sin esfuerzo. Cada uno de estos soldados llevaba la insignia del Ducado de Zusian sobre el pecho, un recordatorio de que su causa era justa, de que la venganza era su derecho y su deber.
El objetivo de esa legión de acero y sangre era Aldrake Keep, la colosal fortaleza que se alzaba en la frontera del Vizcondado de Rivenrock, bastión de Darius Erenford. Desde la distancia, ya podían ver sus formidables muros erguirse como una muralla impenetrable contra el cielo. Aldrake Keep no era simplemente una fortaleza; era una ciudad de guerra, una monstruosidad de piedra y hierro que albergaba a millones de soldados tras sus titánicas murallas. Desde su construcción, nunca había caído ante un asedio, una prueba irrefutable de su supremacía defensiva.
La estructura se alzaba sobre un escarpado acantilado, con muros tan gruesos que ni los arietes más poderosos jamás creados podrían fracturarlos con facilidad. Torres de vigilancia se levantaban en cada extremo, cada una equipada con balistas capaces de reducir a cenizas a los invasores antes de que siquiera pudieran acercarse a las puertas principales. Estas mismas puertas, forjadas con el hierro más resistente conocido, estaban reforzadas con inscripciones arcanas que, según decían, les otorgaban una resistencia más allá de lo natural. Pasadizos ocultos, trampas letales y un ejército de élite defendiendo su interior convertían la fortaleza en un desafío que ningún comandante sensato osaría enfrentar sin una estrategia meticulosamente calculada.
Pero Thornflic no era un comandante cualquiera.
Detestaba con cada fibra de su ser al hombre que gobernaba aquella fortaleza, Darius Erenford, el indigno hermano del difunto duque Kenneth. Para Thornflic, Darius no era más que una parodia de nobleza, una mancha vergonzosa en el linaje de los Erenford. Su codicia lo hacía peligroso, su ambición lo volvía traicionero, y su sola existencia era un insulto a la memoria de Kenneth. Mientras cabalgaban por la llanura que conducía a la fortaleza, el general no pudo evitar apretar con fuerza las riendas de su corcel, sus nudillos volviéndose blancos por la presión.
A su lado, Kael Darkbane rompió el silencio, su voz profunda y áspera como el roce de una cuchilla sobre una piedra de afilar.
—¿Crees que la duquesa tenga razón? ¿Que Darius está detrás del intento de asesinar al joven Iván?
Thornflic giró la cabeza levemente hacia su compañero, sus ojos oscurecidos por un odio que llevaba acumulando durante años.
Ambos hombres compartían una convicción profunda en la malicia de Darius Erenford y estaban decididos a llevar justicia al miserable que osara atentar contra el heredero del ducado de Zusian. La traición no era algo que se tomara a la ligera en su tierra, y mucho menos cuando el agraviado era alguien de sangre noble. Sus corazones ardían con ira contenida, un fuego que solo se apagaría con sangre, y con esa furia marcharon implacables hacia Aldrake Keep.
El camino hacia la fortaleza estaba cubierto de polvo y grava, las huellas de miles de botas y cascos de caballos marcaban el suelo como cicatrices de una tormenta de acero inminente. A cada paso, los estandartes del ducado ondeaban con orgullo, el majestuoso lobo dorado destacando contra el profundo campo negro que representaba la casa Erenford. No era solo un símbolo, era una advertencia. Un juramento de lealtad y un recordatorio de la brutalidad que aguardaba a quienes osaran desafiar su poder.
Thornflic y Kael pronto se encontraron con las otras cinco legiones de hierro. Filas y filas de soldados, miles de hombres, cada uno con el emblema del ducado bordado en sus capas, cada uno con la mirada afilada como la hoja de una daga. Sus ojos reflejaban la intensidad de un depredador acechando en la noche, esperando el momento justo para hundir los colmillos en la garganta de su presa. Entre ellos, resonaban murmullos de expectativa, el sonido del cuero tensándose al ajustarse las correas de las armaduras, el metálico roce de espadas deslizándose levemente en sus vainas, listos para ser desenvainadas a la primera orden.
Los rayos del sol de la tarde se reflejaban en las insignias doradas y rojas que adornaban las armaduras de los capitanes. Los colores parecían arder bajo la luz, dando a los soldados la apariencia de guerreros forjados en llamas. Los pendones, ondeando con el viento, eran como llamas negras y doradas en el horizonte, un océano de voluntad inquebrantable avanzando como una marea imparable.
Sin necesidad de palabras, Thornflic y Kael levantaron sus armas. Fue una señal clara, una orden muda que encendió la sangre de los soldados. Un rugido ensordecedor emergió de la garganta de las legiones, una sola voz hecha de miles, una promesa de guerra y devastación.
Thornflic alzó su enorme hacha dentada, el filo desgarrado por incontables batallas, cubierto de muescas y cicatrices de acero, pero aún tan letal como el día en que fue forjada. Su hoja brillaba con la promesa de una fuerza implacable, reflejando la ferocidad que ardía en su portador. Kael, por su parte, empuñaba una gigantesca maza, un arma que para cualquier hombre común habría sido imposible de levantar con una sola mano, pero en la suya descansaba con la facilidad con la que un herrero sostiene su martillo. El peso del arma no era solo físico, sino simbólico. Era la manifestación de su poder, la prueba de que él no era un simple guerrero, sino una fuerza de la naturaleza hecha carne y hueso.
Las puertas de hierro del fuerte se abrieron con un rechinido, sus bisagras protestando ante el peso de los siglos. Más allá del umbral, las tropas avanzaron con paso imponente, sus armaduras resonando con cada movimiento, como si la tierra misma temblara ante su presencia.
Los "Centinelas de Hierro" aguardaban en formación. Eran la reserva del ducado, soldados encargados de defender los castillos, fuertes, ciudades y pueblos. No eran tan letales ni tan experimentados como las legiones de hierro, pero su disciplina y entrenamiento los convertían en una muralla infranqueable. Sus filas eran densas, escudos alineados, lanzas apuntando al cielo como una advertencia silenciosa. No retrocedían, no vacilaban. Eran la última línea de defensa entre el caos y la estabilidad del ducado.
Thornflic avanzó al frente, su imponente armadura reflejando la luz con destellos carmesí. Su guardia personal, los Desolladores Carmesís, lo seguía de cerca. Guerreros de élite que no solo eran soldados, sino carniceros en el campo de batalla. Sus armaduras, marcadas con cicatrices de guerra, estaban diseñadas para infundir miedo. Los grabados en sus petos narraban historias de masacres, de conquistas y exterminios.
Kael, a su lado, encabezaba a los Legionarios de las Sombras. Sus pesadas armaduras negras absorbían la luz del sol, volviéndolos sombras andantes, espectros de la muerte misma. Sus lanzas brillaban con un filo peligroso, afiladas hasta el punto en que incluso una caricia sería suficiente para abrir carne y romper hueso. Su disciplina era absoluta, sus movimientos precisos, calculados. A su paso, los centinelas del fuerte los observaban con una mezcla de respeto y temor, algunos con admiración contenida, otros con recelo, pero ninguno osaba cuestionar su autoridad.
El patio del fuerte estaba impregnado de una tensión espesa. La brisa que soplaba a través de los muros traía consigo el olor del hierro, de la tierra pisoteada y del sudor acumulado tras horas de patrulla. A lo lejos, los sonidos del ajetreo militar llenaban el aire: el entrechocar de espadas en entrenamientos, las voces de oficiales impartiendo órdenes, el relinchar inquieto de los caballos en los establos.
Fue entonces cuando un grupo de infantería de los Centinelas de Hierro avanzó para recibirlos. Sus pasos eran firmes, sincronizados, marcando el ritmo de su disciplina. Vestían gambesones acolchados y cotas de malla completas, protegidos por pecheras adornadas con el emblema del ducado de Zusian. Sus grandes yelmos cónicos ocultaban sus rostros, dejando ver solo sus ojos tras las rejillas de metal.
Cada uno portaba una lanza con la firmeza de quien ha empuñado un arma desde su juventud, escudos redondos reforzados con hierro, martillos de guerra listos para destrozar huesos, y espadas largas en sus cinturas. Su formación, aunque rígida y disciplinada, palidecía ante la presencia abrumadora de las legiones de hierro. Aun así, no mostraban signos de debilidad.
Se acercaron con la intención de tomar las riendas de los caballos y escoltar a los comandantes hasta el interior de la fortaleza. Sin embargo, antes de que los centinelas pudieran completar su tarea, un pesado sonido metálico retumbó en el aire, marcando la llegada de otro grupo.
Desde el interior del imponente torreón, emergieron cien legionarios de las sombras, sus siluetas oscuras contrastando contra la luz que se filtraba a través de la entrada. Sus armaduras negras, ornamentadas con intrincados detalles en oro y grabados con runas antiguas, parecían absorber la luz del sol, proyectando un aura opresiva y dominante. Cada uno portaba un arma de diseño exquisito y letal: espadas bastardas con filos reforzados, mazas cuyos cabezales estaban adornados con púas crueles y alabardas de hoja curva que parecían diseñadas para desgarrar la carne con cada golpe.
Estos hombres no eran los Legionarios de las Sombras de la rama principal. No servían a la casa Erenford en su totalidad, sino que habían jurado lealtad exclusiva a Darius Erenford, el hermano de su anterior duque, aquel que bastardo que consideraban el verdadero heredero del ducado. Su presencia no solo era una declaración de poder, sino también un desafío abierto a cualquier otra autoridad que osara imponerse sobre ellos.
El crujido de la grava bajo las pesadas botas de los legionarios de las sombras era lo único que rompía el tenso silencio mientras se acercaban. A pesar de no pronunciar palabra, la hostilidad que emanaban era palpable, una presión casi sofocante que se extendía por el patio del fuerte. Sus ojos, ocultos tras los visores de sus yelmos, ardían con un fuego que mezclaba desprecio y desafío, especialmente cuando sus miradas se posaban sobre Thornflic y sus tropas.
La respuesta fue inmediata. Como si se tratara de bestias respondiendo a la presencia de un depredador rival, los Legionarios de las Sombras bajo el mando de Kael se adelantaron un paso, sus armaduras igualmente negras brillando con reflejos siniestros. Junto a ellos, los Desolladores Carmesís, la guardia personal de Thornflic, hicieron lo mismo. Sus pesadas capas rojas ondearon con el movimiento, como manchas de sangre fresca sobre la oscura marea de acero. Las manos de muchos fueron instintivamente hacia las empuñaduras de sus armas. Un solo gesto erróneo y la tensión acumulada podría explotar en un baño de sangre.
Más tropas de las Legiones de Hierro comenzaban a entrar en la fortaleza, su marcha resonando como un tambor de guerra. Los centinelas del fuerte observaban la escena en silencio, conscientes de la gravedad de la situación. Sus rostros eran máscaras de incertidumbre, pues sabían que cualquier enfrentamiento entre las fuerzas internas del ducado podría derivar en un conflicto catastrófico.
Los legionarios de Darius se detuvieron a unos pasos de distancia, aún sin hablar, pero sus gestos decían más que las palabras. Algunos apretaban con fuerza las empuñaduras de sus alabardas, sus nudillos crujieron bajo la presión. Otros cruzaban los brazos sobre el pecho en un gesto de abierto desafío. Era un enfrentamiento de voluntades tanto como de fuerzas, una batalla que se libraba en miradas y posturas.
Thornflic, en el centro del conflicto, no se inmutó. Su expresión se mantenía impasible, pero sus ojos recorrían meticulosamente cada rostro, cada insignia, cada detalle de aquellos que osaban desafiarlo. Su mirada no era simplemente la de un líder observando a sus hombres, sino la de un depredador evaluando a su presa.
El silencio era opresivo. Luego, sin previo aviso, la voz de Thornflic rompió la quietud con la fuerza de un trueno.
—¿Qué me ven, idiotas? —gruñó con una aspereza que hizo vibrar el aire—. ¿Dónde está el respeto hacia un general?
Sus palabras cayeron pesadas como el golpe de un martillo. No eran simples reproches; eran una advertencia. Un recordatorio de que su autoridad no podía ser puesta en duda, y que desafiarlo traería consecuencias.
Por un instante, los legionarios de las sombras de Darius no respondieron. La tensión se hizo aún más pesada, como si el mundo mismo contuviera el aliento, esperando el desenlace. Entonces, un paso firme resonó sobre la piedra del patio.
De entre las filas de los legionarios de Darius, un soldado avanzó con determinación. Su armadura, aunque similar a la de sus compañeros, portaba marcas de batalla y cicatrices que hablaban de incontables enfrentamientos. Su presencia irradiaba poder, y cuando habló, su voz profunda resonó con una autoridad innegable.
—General Thornflic —dijo, su tono imperturbable—. Somos soldados leales a Lord Darius Erenford, y no reconocemos autoridad alguna que no provenga de él.
Sus palabras no fueron un grito ni un desafío abierto, pero la firmeza con la que las pronunció dejó en claro su postura. A pesar del respeto implícito en su tono, había algo inquebrantable en su convicción. Para ellos, Thornflic no era su superior. Su lealtad pertenecía a otro hombre.
El aire se tornó pesado, cargado de tensión e ira contenida. Era como si la mismísima atmósfera del fuerte presintiera la violencia que estaba al borde de estallar. Los músculos se tensaron, los nudillos se blanquearon alrededor de las empuñaduras de alabardas y espadas, y la respiración de los soldados se volvió más controlada, medida, como si en cualquier momento tuvieran que lanzarse al combate.
Los legionarios de las sombras de Darius no cedieron terreno. Se mantuvieron firmes, sus armaduras negras resplandeciendo bajo la luz del sol, los grabados dorados reluciendo como si el mismísimo fuego del infierno ardiera en ellos. Sus miradas, sombrías y desafiantes, reflejaban un desprecio apenas contenido por el hombre que se erguía frente a ellos con la imponente presencia de un depredador al acecho.
Thornflic permaneció inmóvil por un momento, su rostro pétreo e inescrutable. Sin embargo, aquellos que lo conocían bien pudieron notar el leve tic en su mandíbula, la sutil sombra que cruzó sus ojos escarlatas. No era miedo ni duda lo que lo recorría, sino una rabia densa y oscura, fría como el acero. Su paciencia pendía de un hilo, y aquel que lo rompiera estaría firmando su sentencia de muerte.
Kael, de pie a su lado, ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa torcida. No era una expresión de simple diversión, sino de una anticipación cruel. Sus ojos brillaron con un destello casi hambriento al observar la escena. No le molestaba la tensión en absoluto; de hecho, parecía deleitarse en ella, como un espectador esperando que la obra maestra de la violencia diera inicio.
Aún no se había derramado sangre, pero el filo de las palabras ya estaba probándola.
—No me digas idioteces, hijo de puta —espetó Thornflic de repente, su voz como el trueno que precede a la tormenta—. Ustedes son hombres de Zusian y juraron lealtad a la casa Erenford, igual que yo y todos los que estamos aquí. Mientras nuestro heredero siga siendo un niño, su madre es la regente y a quien le deben lealtad.
Su tono fue cortante como una cuchilla, cada palabra goteando desprecio y amenaza. Sus ojos recorrieron a cada uno de los legionarios de las sombras, desafiándolos a contradecirlo. La tensión en el aire se volvió casi insoportable, un campo de batalla invisible donde la guerra aún no se libraba con espadas, sino con miradas y palabras envenenadas.
Algunos legionarios de las sombras apretaron los dientes, pero ninguno se atrevió a hablar de inmediato. Era evidente que sus órdenes provenían directamente de Darius, y cualquier enfrentamiento en ese instante podría significar su muerte. Sin embargo, el orgullo de los soldados no les permitía inclinar la cabeza tan fácilmente.
En ese momento, Kael dio un paso adelante. No alzó la voz ni desenfundó su espada, pero su mera presencia bastó para imponer silencio sobre el patio del fuerte.
—Basta, soldados —declaró con una calma inquietante, su tono tan firme como el acero—. Este no es el momento ni el lugar para disputas internas. Tenemos un objetivo ya marcado, Thornflic: devastar el vizcondado de Rivenrock. Estamos aquí de paso, solo para restablecer nuestros suministros.
Sus palabras cortaron la tensión como una navaja afilada. Durante un instante, todo el fuerte pareció contener el aliento, como si evaluaran la sensatez de aquel recordatorio. Era cierto. La guerra aún no había comenzado, y ya estaban al borde de un enfrentamiento entre ellos mismos.
Thornflic gruñó, su labio superior crispándose en una mueca de frustración. A pesar de su temperamento explosivo, sabía que Kael tenía razón. No podían permitirse fracturas en su ejército, no cuando el verdadero enemigo aún respiraba.
—Carajo —bufó, girándose bruscamente—. ¡Hombres, descansen y restablezcan las provisiones, ahora!
Su rugido resonó en todo el fuerte, su voz impregnada de la autoridad de un hombre que no estaba dispuesto a ser desafiado. Su mirada fiera barrió a los legionarios de las sombras de Darius, advirtiéndoles que cualquier otro atrevimiento no sería tolerado.
Los soldados de ambos bandos intercambiaron miradas tensas antes de obedecer. Algunos lanzaron miradas furtivas hacia sus líderes, aún con resentimiento reflejado en sus ojos, pero ninguno se atrevió a desafiar la orden directa de Thornflic. Uno a uno, los hombres comenzaron a dispersarse, algunos moviéndose hacia los barracones, otros encargándose de las provisiones. Sin embargo, la tensión aún era palpable en el aire, como un incendio que había sido sofocado, pero cuyas brasas seguían al rojo vivo.
Thornflic, aún con la rabia ardiendo en su pecho, avanzó con pasos firmes hacia el líder de los legionarios de las sombras, su mera presencia obligando al soldado a cuadrarse con respeto. La mirada del general era gélida, calculadora, como un verdugo observando a su víctima antes de la ejecución.
—Dile a esa escoria que llamas señor que quiero hablar con él —ordenó, su tono cargado de veneno.
El líder de los legionarios de las sombras apenas titubeó. Su rostro permaneció impasible, pero en sus ojos ardía una chispa de desafío. Sin embargo, sabía que no era el momento para hacer preguntas ni para provocar la furia del general.
Con un movimiento firme, asintió y se giró sobre sus talones, dirigiéndose con pasos rápidos hacia las profundidades de la fortaleza. Su capa negra ondeó tras él como una sombra viva, y sus botas resonaron en la piedra con cada pisada.
Mientras lo veía alejarse, Thornflic cruzó los brazos sobre su pecho, su expresión endureciéndose aún más. No le importaba lo que Darius pensara de él. No le importaba si aquel bastardo se sentía ofendido. Solo había una verdad que importaba en ese momento: él no iba a dejar que un grupo de malnacidos traidores lo miraran por encima del hombro.
Kael, aún con su sonrisa burlona, lo observó de reojo.
—Parece que no has cambiado nada, Thornflic —comentó con un deje de diversión en su voz—. Sigues igual de testarudo.
El general no respondió de inmediato. Sus ojos permanecieron fijos en la entrada del torreón, donde el líder de los legionarios de las sombras había desaparecido. Finalmente, gruñó entre dientes.
—Si cedes terreno ante los perros una vez, se creerán dueños de la casa.
Kael soltó una risa baja, sin apartar la vista del fuerte.
—Veremos qué tiene que decir Darius.
Ambos hombres se mantuvieron en su posición, con los rayos del sol filtrándose entre las nubes y proyectando sombras alargadas sobre las piedras del fuerte. La calma era solo un espejismo. Detrás de cada muralla, en cada pasillo, la guerra acechaba como un depredador paciente.
Y aunque el enfrentamiento había sido evitado por el momento, todos sabían que solo era cuestión de tiempo antes de que la sangre comenzara a teñir las piedras bajo sus pies. La guerra era una bestia dormida, y su aliento aún podía sentirse en el aire, pesado y cargado de un hedor metálico, como si la misma tierra ya anticipara el derramamiento de sangre.
El crepúsculo arrojaba una luz mortecina sobre el fuerte, tiñendo los muros de piedra de un tono rojizo que hacía que parecieran salpicados de sangre seca. En el patio, el sonido de las botas resonaba con un ritmo pesado y constante, un eco de la maquinaria de guerra que se preparaba para una nueva carnicería. Los soldados, aún con los músculos tensos por la reciente tensión, acataban las órdenes con una eficiencia casi mecánica, conscientes de que cualquier error podría costarles la vida en los días venideros.
Thornflic se mantenía inmóvil en el centro del patio, como un monolito imponente que dominaba el espacio a su alrededor. Su armadura, ennegrecida por incontables batallas, reflejaba la tenue luz del sol poniente con un brillo opaco, como si la muerte misma la hubiera tocado. Su presencia era una sombra que se cernía sobre los soldados, su mirada dura e inquebrantable asegurándose de que cada uno de ellos comprendiera la gravedad de la situación.
A su lado, Kael observaba con la misma intensidad, sus ojos recorriendo el fuerte con una vigilancia casi felina. Había algo en la calma forzada de aquel lugar que le resultaba inquietante, como si una amenaza latente acechara en cada rincón. No confiaba en Darius, ni en los hombres que aún le eran leales dentro de aquellas murallas.
—Debemos mantenernos vigilantes aquí, Kael. No sabemos qué artimañas pueda estar tramando Darius en su fortaleza —advirtió Thornflic, su voz grave y carente de toda emoción innecesaria.
Kael asintió lentamente, su mandíbula apretándose en un gesto de resolución.
—Entiendo, general. Mantendré a nuestros hombres alerta y preparados para cualquier eventualidad —respondió con firmeza, su tono dejando en claro que no necesitaba más instrucciones para saber lo que debía hacer.
A su alrededor, los soldados continuaban con sus tareas, reabasteciendo las provisiones, revisando las defensas, afilando las hojas de sus armas con una precisión casi ritualista. El sonido del metal deslizándose contra la piedra era como un lamento ahogado, un recordatorio de que pronto esas armas perforarían carne y triturarían huesos.
El aire era denso, sofocante, cargado con el peso de la incertidumbre. Cada hombre en ese patio sabía que la tregua era frágil, que la paz momentánea era solo el preludio de una tormenta de sangre y fuego. Y lo peor de todo era la espera.
Pasaron los minutos con una lentitud exasperante, hasta que finalmente, el legionario enviado como emisario regresó. Su rostro estaba imperturbable, pero en la rigidez de su postura se podía leer que el mensaje que traía no era tranquilizador.
—Señor, Darius ha aceptado la reunión —informó con una voz seca, su tono apenas contenido—. Pero ha impuesto una condición: solo se reunirá con usted y sin guardias.
Un murmullo sordo recorrió a los soldados más cercanos. La petición de Darius no era ninguna sorpresa, pero eso no la hacía menos peligrosa. Thornflic se quedó en silencio un instante, su rostro permaneciendo estoico mientras procesaba la información. Sus ojos, sin embargo, parecieron oscurecerse con algo parecido a la ira contenida.
—Darius acepta la reunión, pero solo conmigo y sin guardias —repitió, más para sí mismo que para los demás. Su voz era un filo de acero en la penumbra—. Mantente alerta y asegúrate de que nuestros hombres estén listos para cualquier eventualidad. No confío en este bastardo.
Kael, con el semblante endurecido por la desconfianza, asintió.
—No te preocupes, Thornflic. Estaremos preparados. Ve y haz lo que tengas que hacer. Nos aseguraremos de que no haya sorpresas desagradables.
El general sostuvo la mirada de Kael por un largo instante. Entre ellos no hacían falta más palabras, porque ambos sabían lo que debía hacerse si algo salía mal. Finalmente, Thornflic exhaló un suspiro imperceptible y se dispuso a marchar.
Pero antes de alejarse, su voz se alzó una vez más, esta vez con la frialdad de un hombre que ya había decidido el destino de muchos.
—Kael, si no vuelvo en unas horas, masacra todo y a todos en ese fuerte. Y después ve al vizcondado y devástalo.
Kael no dudó. No pestañeó. No preguntó si hablaba en serio. Simplemente asintió, porque sabía que Thornflic no lanzaba amenazas vacías.
Con un último vistazo al patio y a los hombres bajo su mando, el general se giró y comenzó a caminar hacia el torreón. Su paso era firme, su silueta recortándose contra la luz anaranjada del atardecer como la sombra de un verdugo marchando hacia su ejecución.
Cada crujido de la grava bajo sus botas parecía resonar con un eco hueco, cada paso lo acercaba más a la boca del lobo. El viento soplaba con un silbido extraño entre las rendijas de las murallas, como si el propio fuerte murmurara advertencias en un lenguaje que solo los muertos podían entender.
El torreón se alzaba ante él, su piedra ennegrecida por los años y las tormentas, con pequeñas grietas que parecían cicatrices de antiguas batallas. A medida que ascendía los escalones de la entrada, su mano derecha se cerró ligeramente sobre la empuñadura de su espada, no en un gesto de temor, sino de preparación.
Al llegar a la entrada principal, fue recibido por un grupo de guardias, hombres de rostros pétreos y armaduras que reflejaban la luz de las antorchas con un brillo mortecino. El crujido del metal y el cuero acompañó cada uno de sus movimientos cuando formaron un semicírculo alrededor de él. No hablaron, ni hicieron ademán alguno de hostilidad, pero en sus ojos latía la misma desconfianza que Thornflic sentía por ellos. Sin embargo, no hizo comentario alguno. Sabía que su simple presencia bastaba para que aquellos soldados se mantuvieran en guardia, conscientes de que, si llegaban a cruzar la línea, no vivirían para lamentarlo.
Le hicieron una señal para avanzar y lo guiaron a través de los pasillos del fuerte, un laberinto de piedra fría que olía a humedad y hollín. El sonido de sus botas resonaba en el suelo de piedra, cada paso firme y decidido. No era un hombre que dudara ni un instante de sus acciones, y menos cuando se trataba de enfrentar a un hombre como Darius Erenford.
Las puertas de roble de la sala de audiencias se abrieron con un chirrido prolongado, revelando un salón sombrío donde la tenue luz de los candelabros apenas lograba disipar la penumbra. A pesar de la riqueza evidente en los tapices y los muebles tallados, el aire del lugar se sentía pesado, viciado por la presencia de su anfitrión.
Thornflic entró con paso firme, sus hombros anchos proyectando una sombra imponente sobre el umbral mientras sus ojos se clavaban en la figura que lo esperaba al otro lado de la estancia.
Darius Erenford estaba allí, sentado en un sillón ornamentado con tallados dorados, su postura relajada, con un brazo descansando sobre el reposabrazos y la otra mano sosteniendo una copa de vino rojo como la sangre. Observaba a Thornflic con una sonrisa apenas perceptible, un gesto calculado que destilaba burla y veneno.
Su cabello blanco, rasgos de los Erenford, estaba desaliñado y ligeramente grasiento, caía sobre su frente, enmarcando un rostro pálido y anguloso, cuyos ojos dorados opacos tenían una frialdad que recordaba al filo de un cuchillo oxidado. Contrastaba enormemente con el brillo pulcro y ardiente que habían tenido los ojos de su difunto hermano, el duque Kenneth. Aunque vestía con la elegancia que su linaje exigía, cada detalle de su apariencia gritaba decadencia: el cuello de su túnica de terciopelo negro estaba apenas desajustado, las joyas que portaba brillaban con una ostentación vacía, y su expresión dejaba ver la clase de hombre que era. Uno que disfrutaba del poder, pero al que la grandeza le quedaba demasiado grande.
Thornflic lo miró con desdén, sin molestarse en ocultarlo.
—Darius.
Su voz era un filo de acero, carente de cortesías o falsas formalidades.
Darius se inclinó ligeramente hacia adelante, dejando la copa sobre una mesa de madera oscura a su lado.
—General Thornflic —respondió con un tono meloso y lleno de fingida cordialidad—. Qué sorpresa verte aquí. Supongo que has venido a discutir el lamentable intento de asesinato de mi querido sobrino.
Thornflic no respondió de inmediato. Avanzó un par de pasos hacia el centro de la sala, sin apartar la vista de Darius, midiendo cada uno de sus gestos. La burla en su tono no pasó desapercibida, y aunque cualquier otro hombre podría haber explotado de furia ante semejante insolencia, él solo sintió que su desdén crecía.
—Sí, Darius —dijo al fin, su voz firme como un martillo golpeando yunque—. He venido a discutir ese asunto. Y sé que estás involucrado de alguna manera. No te atrevas a negarlo.
Darius alzó una ceja, fingiendo sorpresa.
—¿Involucrado? Oh, Thornflic, me duele que pienses así de mí.
—Fuiste tú quien ordenó que las cinco legiones que protegían la frontera se retiraran al límite con el Marquesado de Sylvaria —continuó Thornflic sin inmutarse—. Dejaste el camino libre para esos asesinos.
El aire en la sala pareció volverse más pesado.
Darius entrelazó los dedos sobre su regazo y suspiró, como si estuviera cansado de escuchar a un niño testarudo.
—Ah, Thornflic —dijo, su voz impregnada de condescendencia—. Siempre tan rápido para señalar con el dedo y buscar culpables. Pero deberías saber que en la política de nuestro ducado, las cosas no son tan simples como parecen. Las órdenes de retirar las legiones fueron estratégicas, no una traición.
Thornflic avanzó un paso más. Su presencia, ya de por sí imponente, pareció crecer dentro de la habitación.
—¿Estratégicas? —su voz resonó con el peso de la furia contenida—. No me tomes por un imbécil, Darius. No hay estrategia en exponer a tu propio sobrino a un ataque de asesinos. No hay táctica en dejar indefensa la frontera en un momento crítico. No juegues conmigo.
Darius sostuvo su mirada con una sonrisa torva, pero hubo algo en su expresión que delató una leve incomodidad. Quizás porque, por mucho que lo negara, sabía que Thornflic no era un hombre con quien se pudiera jugar sin consecuencias.
—Sabes, Thornflic —dijo tras un breve silencio—, siempre me ha fascinado tu lealtad ciega a la casa Erenford. Como un perro bien entrenado. Obediente. Feroz. Pero… dime, ¿realmente crees que Iván está preparado para gobernar?
Thornflic no respondió. No necesitaba hacerlo. Sus ojos se oscurecieron como la tormenta que precede a un rayo.
Darius dejó escapar una risa baja, apenas un murmullo.
—Oh, Thornflic, Thornflic… —su tono era venenoso—. No me malinterpretes. No tengo nada en contra de mi joven sobrino, pero dime… ¿un niño de cinco años puede llevar el peso de un ducado?
—Iván es el legítimo heredero —respondió Thornflic con firmeza—. Y si alguien lo amenaza, yo mismo arrancaré su cabeza de sus hombros.
Darius se inclinó un poco más hacia adelante.
—¿Incluso si ese alguien soy yo?
El silencio que siguió fue sepulcral.
Un crujido sutil rompió la quietud de la sala cuando Thornflic apretó los puños. Su mirada se mantuvo clavada en la de Darius, pero en su mente ya veía los posibles desenlaces de aquella conversación.
—Si estás insinuando algo, Darius, elige bien tus próximas palabras.
El hermano del difunto duque sonrió con desdén y tomó de nuevo su copa de vino, girándola con pereza entre sus dedos.
—Solo digo que, en este mundo, los más aptos sobreviven. Y el joven Iván… aún es muy frágil. ¿No crees? A los cinco años un niño puede morir con suma facilidad… Y si eso ocurre, mi querida cuñada perdería todos sus derechos al ducado. Sería una verdadera lástima, ¿no lo crees? Pero al final, el trono del ducado no puede quedarse sin gobernante, y en ese caso… la responsabilidad caería sobre mí.
Darius se recargó contra el respaldo del lujoso sillón en el que estaba sentado, cruzando una pierna sobre la otra con una calma despreciable. Sus labios se curvaron en una sonrisa venenosa al ver la reacción del hombre frente a él.
—Y entonces, Thornflic —prosiguió con voz pausada y afilada—, tendrías que servirme, como el buen perro que siempre has sido.
El aire se tornó pesado, como si una mano invisible hubiese estrujado la habitación con una fuerza ominosa. El crepitar de las velas en las lámparas de la estancia fue el único sonido durante unos segundos que parecieron eternos.
Thornflic no necesitó escuchar más. Sus ojos, de un escarlata encendido, brillaron con una intensidad casi inhumana. Un ardor visceral recorrió su cuerpo, pero no era furia irracional; era la ira fría y calculadora de un guerrero que ha tomado una decisión irrevocable.
Darius Erenford era un hombre muerto. Solo que aún no lo sabía.
Thornflic avanzó un paso, su armadura de guerra tintineando con el movimiento. La presión en la sala aumentó, y los guardias apostados a la entrada intercambiaron miradas nerviosas. La presencia del general de las Legiones de Hierro era sofocante, un peso imposible de ignorar.
—Darius.
Su voz era un rugido contenido, un filo de acero listo para hundirse en la carne de su enemigo.
—Sabes bien que tus acciones pusieron en peligro la vida de Iván y desestabilizaron todo el ducado. No permitiré que continúes con tus maquinaciones en contra de la casa Erenford. Me importa una mierda que lleves la misma sangre que mi señor… Porque mi lealtad no es a un gusano como tú. Mi lealtad es al hijo de Kenneth.
La sonrisa de Darius se ensanchó, como si la amenaza le divirtiera. Ladeó la cabeza, observando al guerrero con un brillo burlón en la mirada.
—Vaya, qué conmovedor… el perro fiel aún sigue aullando en nombre de su amo.
Su risa fue un eco vacío, una carcajada hueca y carente de verdadero humor.
—Tus acusaciones son infundadas, Thornflic —continuó, entrelazando los dedos sobre su regazo con una calma estudiada—. No me sorprende tu predisposición a creer en conspiraciones sin pruebas. Después de todo, siempre has sido un perro de mi casa, obediente y fiel hasta la estupidez.
La tensión en la habitación era un alambre a punto de romperse. Thornflic apretó los dientes, su mandíbula marcándose con fuerza mientras sus puños se cerraban. La repulsión que sentía hacia ese hombre hervía en su sangre como una maldición.
Darius, disfrutando del momento, exhaló lentamente antes de volver a hablar.
—Oh, Thornflic, siempre tan predecible en tu arrogancia —susurró, con un deje de superioridad que solo sirvió para avivar la furia de su oponente—. Crees que puedes venir aquí y amenazarme con tus ejércitos como si fueras el dueño absoluto de este ducado. Pero te equivocas, general. Este es mi territorio. Y no permitiré que tú ni nadie más lo pise sin mi consentimiento.
El aire se volvió irrespirable.
Thornflic clavó su mirada en él, y por primera vez, Darius sintió un escalofrío recorrerle la columna. Era como si el fuego del mismísimo infierno ardiera en las pupilas del guerrero.
—Te advierto, Darius —su voz se deslizó como una daga afilada—. Si descubro que estás detrás del intento de asesinato de Iván, no habrá un solo rincón en este mundo donde puedas esconderte.
Darius sonrió, pero esta vez hubo un atisbo de rigidez en su expresión.
—Entonces, será mejor que te des prisa en encontrar esas pruebas, Thornflic. Porque hasta entonces, no eres más que un perro ladrando en la oscuridad.
Y luego, con una lentitud casi teatral, añadió:
—Y quién sabe… los niños pequeños pueden morir en cualquier momento. Y cuando eso suceda… el poder será mío.
Antes de que Darius pudiera reaccionar, Thornflic lo agarró del cuello con una fuerza brutal, alzándolo del sillón con una facilidad aterradora. Sus dedos se cerraron como un cepo de hierro alrededor de la garganta del hombre, sofocando cualquier intento de réplica.
El silencio que siguió fue absoluto. Solo el sonido lejano de la actividad en el fuerte se filtraba a través de las gruesas paredes de piedra. La luz de los candelabros tembló en las superficies pulidas de la habitación, proyectando sombras danzantes que parecían reflejar la tensión que se acumulaba en el aire.
Darius jadeó, sus ojos dorados desorbitados por la sorpresa y el dolor. Sus manos se aferraron al brazo de Thornflic en un intento desesperado por liberar su garganta de la presión implacable, pero sus dedos no encontraron resquicio alguno de debilidad. Era como tratar de doblegar el tronco de un roble con las manos desnudas.
—¡Suéltame, maldito bastardo! —su voz, antes engreída y burlona, ahora tenía un matiz de verdadera furia y desesperación. Intentó patalear, pero Thornflic ni se inmutó.
El general inclinó el rostro, acercando su aliento ardiente a la piel sudorosa de su prisionero.
—Escúchame bien, Darius.
Cada palabra cayó con el peso de una sentencia inapelable, un susurro cargado de amenaza, de veneno destilado con meticulosidad.
—No me importa quién eres ni qué posición ocupas en esta casa. Si descubro que estás detrás del intento de asesinato de Iván, haré que cada segundo de tu existencia se convierta en una agonía sin fin.
Darius se retorció con más fuerza, pero su lucha solo consiguió que los dedos de Thornflic se clavaran más en su piel. Su rostro pasó de rojo a un tono amoratado. Su aliento se hizo errático, fragmentado, convertido en jadeos débiles.
Thornflic observó su sufrimiento con una expresión gélida, sin un ápice de compasión.
—Voy a destruirte.
Y con un movimiento brutal, lo lanzó al suelo como si no fuese más que un muñeco de trapo.
Darius cayó pesadamente, su cuerpo golpeando el mármol con un sonido sordo. Jadeó, llevándose una mano temblorosa al cuello enrojecido. Su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas, su cabello revuelto pegándose a su frente cubierta de sudor. Ya no era el noble altivo de antes. Ahora, con su cuerpo tembloroso y su dignidad destrozada, parecía un hombre reducido a su forma más básica: un ser humano al borde de la desesperación.
Thornflic lo miró desde arriba, con la superioridad de un depredador que contempla a su presa derrotada.
—Reza para que no encuentre pruebas —su voz era un filo de acero desgarrando la quietud de la habitación—. Porque si las encuentro… no morirás rápido.
Sin más, se giró sobre sus talones y salió de la estancia con pasos firmes, su capa ondeando tras él con la gracia de un espectro vengador.
El sonido de sus botas resonó en los pasillos del fuerte, dejando atrás el eco de su amenaza.
Darius, aún en el suelo, se limpió el sudor de la frente con la manga temblorosa. Exhaló un aliento entrecortado, su mandíbula apretándose con furia contenida.
Por primera vez en su vida, entendió que había cruzado una línea peligrosa.
Y que tal vez… ya era demasiado tarde para retroceder.
Lentamente, apoyó sus manos en el suelo y se irguió con dificultad. Su cuerpo aún temblaba por la humillación, pero su mente ardía con una mezcla de odio y cálculo frío.
Sus labios se curvaron en una mueca de desprecio.
—Cometes un grave error, Thornflic —su voz emergió áspera, quebrada por la presión de hace unos momentos, pero llena de veneno—. Tus acciones no quedarán impunes. Este ducado no es tuyo para destruir a tu antojo.
Se ajustó el cuello del ropaje con dedos temblorosos, sintiendo el ardor que la brutalidad de Thornflic había dejado en su piel. La ira lo devoraba por dentro, pero por encima de todo, sentía una emoción que nunca antes había experimentado tan crudamente.
Miedo.
No.
No podía permitirse eso.
—No sabes en lo que te estás metiendo, Thornflic —susurró, con un deje de odio puro en su tono. Sus ojos brillaban con la ferocidad de un animal acorralado—. Te aseguro que lamentarás haberme desafiado.
Sus nudillos se tornaron blancos al apretar los puños con fuerza.
Thornflic apenas contuvo una risa de desprecio ante aquellas palabras. Conocía demasiado bien a Darius. Un hombre que dependía de su apellido y su riqueza para imponer su voluntad jamás sería rival para alguien como él.
—No me impresionan tus amenazas, Darius —su voz, aunque calmada, resonó como un trueno contenido—. No eres más que un traidor y un cobarde.
El general se inclinó levemente hacia él, observándolo con una expresión que mezclaba asco y absoluta certeza.
—Tu riqueza y tu influencia no son nada. Yo soy un soldado, y no descansaré hasta que se haga justicia por el intento de asesinato de Iván.
Darius sintió una oleada de furia hervir en su sangre, pero permaneció en silencio. Lo único que podía hacer en ese momento era observar cómo Thornflic desaparecía por el umbral de la puerta, llevándose con él el dominio absoluto de aquella confrontación.
Cuando la figura del general finalmente desapareció, Darius permitió que su expresión de furia se desvaneciera, reemplazada por una sonrisa torcida.
—Oh, Thornflic… —susurró para sí mismo, con una risa apenas audible—. Crees que ya has ganado.
Su mano aún temblorosa se deslizó por su propio cuello, sintiendo la marca ardiente de los dedos de su enemigo.
—Pero apenas estamos comenzando.
Thornflic salió del cuarto con pasos pesados, cada uno de ellos cargado de una rabia contenida que parecía capaz de hacer temblar los cimientos de la mansión. Sus hombros rígidos, sus puños cerrados hasta que los nudillos se tornaron blancos y su mandíbula tensa delataban que la furia aún ardía en su interior como una brasa incandescente a punto de desatar un incendio voraz.
El aire nocturno le golpeó el rostro al cruzar el umbral hacia el patio principal, pero el frío no logró apaciguar el fuego en su interior. La luna, alta y pálida en el firmamento, bañaba el terreno con una luz espectral, proyectando sombras largas y fantasmales de los soldados que aguardaban su llegada.
Los hombres se alineaban en formación, algunos afilaban sus armas bajo la tenue iluminación de las antorchas, otros ajustaban sus armaduras con expresiones sombrías y resueltas. Eran guerreros endurecidos, hombres que habían visto el filo de la muerte en más de una ocasión, pero incluso entre ellos se sentía una tensión distinta aquella noche.
Thornflic se detuvo en el centro del patio, y cuando su mirada, abrasadora como un incendio en plena tormenta, recorrió a sus hombres, el murmullo de la preparación cesó de inmediato. Un silencio pesado cayó sobre ellos, el aire pareció volverse más denso, como si el propio cielo contuviera el aliento ante lo que estaba por venir.
El general respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire cargado de anticipación y rabia contenida, y cuando habló, su voz resonó como un trueno en la quietud de la noche:
—¡Mañana comenzará nuestra venganza!
Su grito cortó la calma como una hoja afilada rasgando carne. Los soldados enderezaron sus posturas, cada músculo de sus cuerpos se tensó, cada latido de sus corazones se alineó con el bramido de su líder.
—¡Mañana tomaremos lo que es nuestro por derecho, en nombre del heredero legítimo, Iván!
El eco de su proclamación retumbó en los muros de piedra, rebotando con un poder que erizaba la piel de quienes lo escuchaban.
—¡No habrá clemencia, no habrá piedad! ¡Cada hombre, mujer y bastardo que ose interponerse entre nosotros y nuestra venganza será reducido a cenizas! ¡Arrasaremos el vizcondado de Rivenrock hasta que no quede piedra sobre piedra!
Un rugido de aprobación emergió de la multitud. Era un sonido primitivo, una marea de furia que crecía, una bestia alimentada por la sed de sangre y el deseo de retribución.
—¡Quienes se rindan serán nuestros esclavos, y quienes se atrevan a luchar sentirán el filo de nuestras espadas!
Más gritos, más rugidos. Los cascos de los caballos relincharon en la distancia, como si incluso los animales sintieran la energía violenta que emanaba de la multitud.
—¡La venganza es nuestra! ¡El enemigo caerá y nuestros estandartes ondearán sobre sus ruinas!
El fervor de los soldados alcanzó su punto máximo. Golpeaban sus pechos, alzaban sus armas al cielo, clamaban el nombre de Iván y de Thornflic como un canto de guerra. "La Espada del Verdugo", lo llamaban. Un título que había nacido en el campo de batalla, forjado con la sangre de innumerables enemigos, y que ahora resonaba como un presagio de muerte para Rivenrock.
Con el discurso aún vibrando en sus huesos, los hombres se dispersaron, pero ninguno regresó a descansar. La preparación continuó hasta bien entrada la madrugada. El sonido del metal afilándose, de las cuerdas de los arcos tensándose, de los caballos siendo ensillados y de las órdenes siendo murmuradas llenaba la fortaleza con una energía febril.
Los herreros martillaban sin descanso, reparando armaduras y reforzando espadas, las mujeres de la guarnición distribuían raciones y preparaban vendas para las heridas que estaban por venir. Los estrategas se reunían en los salones, revisando mapas y rutas, afinando el golpe que caería sobre el enemigo con la precisión de un verdugo afilando su hacha.
La noche avanzaba, pero nadie dormía. Nadie podía permitirse el lujo del descanso cuando la guerra se cernía sobre ellos como una tormenta inevitable.
En la distancia, más allá de las murallas, más allá de los campos silenciosos y los bosques oscuros, el vizcondado de Rivenrock dormía en una paz ilusoria. Sus habitantes no sabían que, con el primer rayo del alba, la muerte se alzaría sobre ellos con la forma de un ejército imparable.
Porque cuando el sol emergiera en el horizonte, lo haría sobre un campo teñido de rojo.