Desde lo alto de Aldrake Keep, Thornflic observaba el paisaje desolado que se extendía ante él, un mar de colinas grises y campos que parecían áridos bajo un cielo que parecía a punto de estallar en furia. Las nubes, densas y pesadas como una condena, se agolpaban, amenazando con liberar una tormenta que reflejaba la tormenta en su alma. El viento cortante, cargado con la amenaza de lo que estaba por venir, se colaba entre su armadura y le azotaba la piel, pero él no sentía su frío. Estaba demasiado absorto en la vorágine de pensamientos que lo arrastraban hacia un destino marcado por la venganza, como si el mismo aire estuviera impregnado de ira. La marea gris del cielo parecía reflejar su estado interior, como si las nubes compartieran el mismo deseo de destrucción.
A su alrededor, el campamento de su ejército cobraba vida en un frenesí de movimientos sincronizados, cada legionario realizando su cometido con la precisión esperada de ellos. Los ecos de los cuernos de guerra, resonando como un trueno que retumbaba en los huesos de todos los presentes, convocaban a las tropas a la formación. El sonido cortante y penetrante de aquellos cuernos atravesaba la mañana sombría, resonando en el aire y llenando a los hombres de una energía primitiva, de una certeza de lo que estaba por suceder. Los tambores de guerra, ubicados a lo largo del campamento, marcaban el compás, el latido de un corazón oscuro que, con cada golpe, parecía cobrar vida propia. La vibración en el suelo hacía que la tierra misma palpitara, como si las entrañas del mundo respondieran a la llamada de la guerra.
El tintineo metálico de las armas chocando entre sí llenaba el aire, creando una melodía siniestra, como un preludio de lo que vendría. Las armas relucían bajo la tenue luz de la mañana, mientras los hombres afilaban sus armas con la precisión de artesanos, un ritual silencioso antes de la carnicería que estaba por desatarse. Los soldados, la mayoría de ellos endurecidos por años de lucha, ajustaban sus armaduras, revisaban sus provisiones y se preparaban mentalmente para la batalla.
Los estandartes, altos y orgullosos, ondeaban al viento con una furia que parecía resonar con el propio espíritu del ejército. A través de la niebla matutina, los colores oscuros de las telas ondeaban con solemnidad. El lobo dorado, emblema de la casa Erenford, brillaba con un fulgor casi sobrenatural sobre el fondo negro, con detalles rojos como la sangre. La imagen del lobo, feroz y majestuoso, dominaba el campamento, un símbolo de poder, de una fuerza imparable que se acercaba al horizonte, lista para arrasar todo a su paso. Los hombres bajo ese estandarte no eran solo soldados; eran la encarnación de una voluntad implacable, de un deseo insaciable de venganza que se forjaba en cada batalla, en cada victoria sangrienta.
La mente de Thornflic se centró de nuevo en el heredero de los Erenford, el joven Iván, cuya vida había sido puesta en peligro por la imprudencia de un hombre que ahora pagaría el precio de su temeridad. La imagen de Iván tan parecida a su difunto duque y hermano pensar que estuvo a nada de morir. Su corazón, la ira ardía con la fuerza de un incendio que no podía apagarse. Cada golpe de tambor, cada paso de los soldados, era una respuesta a esa furia. Este conflicto, más que cualquier otro, era por el hijo de su hermano en todo en menos por sangre, Kenneth Erenford, por el futuro que había sido amenazado por la estupidez y el orgullo.
Un hombre apareció frente a él, avanzando con paso firme, su armadura reluciendo con el brillo apagado de la guerra que nunca cesa. Aldric, el comandante de su guardia personal y su mano derecha, se acercó con un aire de solidez y fuerza. El hombre era un gigante de complexión robusta, con una cicatriz que surcaba su rostro y hablaba de los innumerables combates que había enfrentado. La cicatriz corría de su frente a su mejilla, dejándole un rostro endurecido por el tiempo y la lucha. Su voz, grave y profunda, resonó con la autoridad de un hombre que conocía el peso de la guerra en su piel.
—¿Me llamó, mi señor? —preguntó Aldric, sin más que la formalidad necesaria en sus palabras. Su mirada, sin embargo, reflejaba el respeto y la lealtad inquebrantable que sentía por Thornflic.
Thornflic giró hacia él, su rostro grave como una roca, sus ojos fijados en el horizonte antes de dirigirse a su mano derecha. El aire que lo rodeaba parecía cargado de tensión, como si la propia atmósfera respondiera a la seriedad de la conversación.
—Sí, Aldric —respondió Thornflic con voz grave, arrastrada por la determinación—. Quiero que tomes a la mitad de mi guardia personal y una parte de nuestros jinetes de élite. Te adelantarás a las fortalezas y ciudades que podrían obstaculizar nuestra marcha. Infíltrate, y cuando lleguemos, quiero que elimines a los defensores y nos abras las puertas.
Aldric asintió, su rostro se endureció aún más, un reflejo de la responsabilidad que recaía sobre él. Sabía que esa misión era crucial, que cualquier fallo podría costarles la victoria.
—Entendido, mi señor —dijo con firmeza, su voz resonando con la certeza de quien ha sido entrenado para cumplir misiones como esa.
Thornflic lo miró con una intensidad que atravesaba el alma, sus ojos reflejando no solo la confianza, sino la amenaza implícita que traía consigo el fracaso.
—Confío en ti, Aldric —dijo Thornflic, sus palabras cargadas de peso, una promesa y una advertencia al mismo tiempo—. No me decepciones.
Hubo un breve instante de silencio entre los dos hombres, un momento en que sus miradas se cruzaron con un entendimiento mutuo. Aldric sabía lo que se esperaba de él, y Thornflic sabía que podía contar con él. La conexión era inquebrantable, forjada en el crisol de la guerra y las penurias.
Con una última inclinación de cabeza, Aldric se dio la vuelta y se dirigió a cumplir sus ordenes. Su figura desapareció rápidamente entre las sombras de las escaleras, y Thornflic no pudo evitar seguirlo con la mirada. Sabía que, con Aldric al mando, las puertas del enemigo caerían como si fueran de papel. La guerra por la venganza ya había comenzado. No habría espacio para la duda, ni para la misericordia. Los recuerdos de Iván en peligro, alimentaba el fuego en su interior, y con cada paso que daba hacia la batalla, el peso de su juramento se hacía más pesado, más claro. No descansaría hasta que todo lo que había amenazado a el hijo de Kenneth fuera reducido a cenizas.
Mientras tanto, el campamento hervía con actividad febril. Los soldados se formaban en filas disciplinadas, sus pesadas botas resonando contra el suelo endurecido por el frío. El estruendo de las ruedas de los carros de guerra agregaba un tono grave y monótono a la sinfonía de la marcha, mezclándose con los gritos de los oficiales que impartían órdenes sin descanso. El hedor del metal aceitado, la piel curtida y el sudor impregnaba el aire con una intensidad asfixiante. El cielo, cubierto por una gruesa capa de nubes grises, amenazaba con descargar su furia sobre la tierra, pero ni siquiera la inminente tormenta parecía capaz de enfriar el ardor de la batalla que se avecinaba.
Thornflic bajo las murallas, y montó sobre su corcel de guerra, un coloso de músculos negros con ojos como brasas, inquieto bajo el peso de la armadura que lo cubría casi por completo. Cada centímetro del animal reflejaba la ferocidad de su jinete. Thornflic, con su propia armadura resplandeciendo bajo la tenue luz de la mañana, parecía una entidad forjada en las entrañas de la guerra misma. Su capa de grueso tejido rojo ondeaba tras él, arrastrada por el viento, como si fuera un estandarte viviente de sangre y fuego.
Sus dedos enguantados se cerraron con fuerza sobre el mango de su hacha, la misma que había partido cráneos y arrancado vidas sin vacilación. No podía permitirse la debilidad, no en este momento, no cuando el hijo de su hermano en todo menos en sangre, estuvo en peligro de morir, la única esperanza que quedaba de su linaje, había sido amenazado por la estupidez y la codicia de hombres que no merecían nada más que la aniquilación.
El peso de la responsabilidad ardía en su pecho como un hierro candente. Cada batalla que librarían en los próximos días sería corta y brutal, una danza de muerte orquestada con precisión milimétrica. No dejaría supervivientes que pudieran clamar piedad. No habría tregua ni negociación. Solo fuego, acero y carne despedazada. Era la única justicia aceptable para la afrenta cometida contra su familia.
Desde lo alto del torreón de Aldrake Keep, Darius lo observaba con ojos cargados de odio y resentimiento. No había palabras entre ellos, solo una guerra silenciosa librada en la intensidad de sus miradas. Thornflic llevó una mano a su hacha y la levantó levemente, apuntándola en su dirección, un gesto que hablaba por sí mismo. Era una promesa, una advertencia, una sentencia de muerte escrita en el aire gélido de la mañana. Darius no respondió con palabras, pero la furia latente en sus ojos decía todo lo necesario. Pronto, uno de los dos caería.
El cuerno de guerra sonó entonces, profundo y estremecedor, un lamento ominoso que anunció el inicio de la marcha. Con un tirón de las riendas, Thornflic llevó a su caballo al frente, su figura imponente marcando el camino a seguir. La multitud de hombres tras él respondió con un rugido ensordecedor, un estruendo de voces enardecidas que vibró en el pecho de cada soldado presente. Se habían convertido en una bestia con miles de piernas y un solo propósito: la venganza.
Las puertas de la fortaleza se abrieron con un rechinar lento y pesado, como si la misma piedra se lamentara por lo que estaba a punto de suceder. Uno a uno, los legionarios de hierro comenzaron a cruzar el umbral, una marea de acero y muerte que avanzaba sin vacilación. Los estandartes ondeaban con orgullo: el majestuoso lobo dorado sobre un fondo negro profundo, con sus detalles carmesí reflejando la sangre que se derramaría en su nombre.
Aldric, al frente de su destacamento, se separó del grueso del ejército con sus hombres de confianza. Su misión era clara: infiltrarse en las fortalezas enemigas, asesinar a los defensores y abrir las puertas desde adentro. Algunos pensarían que no había honor en esa táctica, pero no había honor en la guerra, la victoria era la única meta de un ejercito y lo único que importaba en una guerra.
Mientras la columna avanzaba, el paisaje comenzaba a cambiar. Las colinas ondulantes se extendían como sombras alargadas por la luz mortecina del amanecer, y los bosques espesos que cubrían el camino parecían contener secretos antiguos, esperando ser despertados por el estruendo de la batalla. En el aire flotaba una sensación opresiva, como si la propia tierra supiera que pronto sería bañada en sangre.
Thornflic inspiró profundamente, sintiendo el olor a humedad y tierra. Pronto ese aroma sería reemplazado por el hedor del metal oxidado por la sangre derramada, por la carne quemada y los cuerpos putrefactos apilados como despojos olvidados. Un fuego oscuro se encendió en su interior. Era un animal enjaulado, rabioso y ansioso por desgarrar carne con sus propias manos. La ira lo consumía, pero no le nublaba la razón. Cada paso era calculado, cada estrategia pensada con precisión quirúrgica. No cometería errores, no dejaría cabos sueltos.
El vizcondado de Rivenrock estaba cerca, y con él, la destrucción total.
El rugido de la guerra se extendía por el aire como un presagio de muerte mientras las tropas de Thornflic avanzaban con un ritmo implacable, sus filas firmes como una marea de hierro que se extendía por la llanura. Los cascos de los caballos resonaban sobre la tierra endurecida, acompañados por el crujir del cuero de las botas y el tintineo de las armas que descansaban a sus costados.
Thornflic cabalgaba al frente, su imponente corcel negro avanzando con paso pesado y decidido. Su mirada, dura y despiadada, recorría el horizonte en busca de su presa. Sabía que el enemigo aguardaba tras los muros de la Fortaleza Albaclara, una estructura que no se rendiría con facilidad. El viento azotaba los estandartes de sus legiones, ondeando los colores oscuros del ducado como sombras que presagiaban la masacre venidera.
Cuando la fortaleza apareció a la distancia, Thornflic no pudo evitar esbozar una sonrisa torva. Se alzaba sobre una colina, dominando el paisaje con su presencia imponente y amenazante. Sus muros, construidos con piedra gris oscura, eran gruesos y reforzados con torres de vigilancia que se alzaban como garras listas para destrozar a cualquiera que intentara escalarlas. A lo largo de las almenas, antorchas parpadeaban con una luz anaranjada, proyectando sombras inquietantes sobre las paredes de la fortaleza.
El foso que la rodeaba era ancho y profundo, con aguas turbias que reflejaban el crepúsculo como un espejo inquieto. Se extendía como una herida abierta alrededor de la estructura, una barrera letal que dificultaría cualquier intento de asedio directo. El puente levadizo, forjado en madera gruesa y hierro ennegrecido, estaba aún abajo, lo que indicaba que los habitantes del área circundante seguían refugiándose en el interior. Se podía ver a hombres, mujeres y niños apresurándose por la explanada, algunos con paquetes de provisiones, otros con la desesperación pintada en sus rostros al darse cuenta de que el enemigo ya estaba a las puertas.
Desde las murallas, los guardias de la fortaleza observaban la aproximación de la Legión de Hierro con semblantes tensos y mandíbulas apretadas. Sabían que el enemigo no era un ejército ordinario; era una fuerza despiadada comandada por un hombre cuya reputación estaba manchada con la sangre de incontables víctimas. Sus arqueros ya ocupaban posiciones estratégicas, las flechas listas para ser disparadas al menor indicio de agresión.
Thornflic tiró de las riendas de su corcel y alzó la mirada, observando cada detalle de la construcción con ojo crítico. Sus años en la guerra le habían enseñado que toda fortaleza, por impenetrable que pareciera, tenía un punto débil y él había infiltrado ese punto débil.
—Prepárense —ordenó con voz firme, girando apenas la cabeza hacia sus oficiales. Su tono era cortante, sin dejar espacio a la vacilación—. Pronto cargaremos con todo hacia esa fortaleza.
Los oficiales asintieron sin cuestionar sus órdenes, y de inmediato los soldados comenzaron a moverse con disciplina y precisión mecánica. Se escucharon gritos de mando cortando el aire como látigos de acero, seguidos del entrechocar de escudos al alinearse y del golpear del metal contra el suelo cuando los legionarios comenzaron a marchar y a rodear la fortaleza.
Sin embargo, antes de que todas las legiones tomaran posiciones, Thornflic alzó una mano enguantada, deteniendo momentáneamente el despliegue. Sus ojos inyectados en sangre se fijaron en su vicegeneral.
—Kael —llamó con voz grave y tajante, su tono un filo de obsidiana deslizándose por la garganta de la noche—, toma dos de las legiones y arrasa los alrededores. Masacra a cualquiera que se interponga.
El comandante de los Legionarios de las Sombras no necesitó más instrucciones. Su expresión permaneció impasible, sin mediar palabras, alzó el brazo y 736,000 soldados se dispersaron como una plaga de langostas hambrientas. Pronto, los aullidos de terror comenzarían a alzarse en los poblados cercanos, arrastrados por el viento como una letanía de desesperación.
Mientras tanto, Thornflic espoleó su caballo negro como la brea y cabalgó junto a los Desolladores Carmesí, su guardia personal. Sus armaduras, teñidas con la sangre seca de innumerables enemigos, reflejaban los destellos de las antorchas, como si las mismas llamas del infierno danzaran sobre sus cuerpos. El suelo temblaba bajo los cascos de los caballos, una marcha fúnebre que anunciaba la llegada del juicio.
Deteniéndose a pocos metros de la fortaleza, Thornflic inspiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire frío y cargado de la tensión que pendía sobre el campo de batalla como una guillotina lista para caer. Su mirada recorrió las murallas ennegrecidas por la humedad y el musgo, las almenas atestadas de arqueros y ballesteros con los nudillos crispados sobre sus armas. El miedo era palpable, aunque intentaran ocultarlo detrás de una fachada de determinación.
Cuando habló, su voz no fue un simple grito de advertencia. Fue un trueno que desgarró la noche, una sentencia grabada con hierro candente en la carne de aquellos que osaban resistirse.
—¡Escuchen, defensores y habitantes de Albaclara! —bramó, su voz reverberando contra las piedras antiguas de la fortaleza—. ¡Soy el general Thornflic, más conocido como La Espada del Verdugo!
Un murmullo inquieto recorrió a los soldados enemigos, algunos intercambiando miradas tensas, otros tragando saliva con dificultad.
—Vengo en busca de justicia por el intento de asesinato del heredero de los Erenford, un niño inocente de cinco años —continuó, su tono envolviendo el campo de batalla con un peso ineludible—. Ríndanse ahora y evitarán la muerte; solo harán trabajos forzosos durante unos meses y serán libres.
Las palabras flotaron en el aire como un veneno dulce, una oferta de misericordia con un filo oculto.
—Pero si optan por resistir… —la voz de Thornflic descendió a un gruñido, como la promesa de un depredador acorralando a su presa—. Prepárense para enfrentar nuestra ira y brutalidad. No habrá piedad para aquellos que se interpongan en nuestro camino. La elección es suya.
El eco de su declaración se apagó lentamente, dejando tras de sí un silencio espeso, cargado de anticipación. Durante un instante, solo el crepitar de las antorchas y el susurro del viento rompieron la quietud, hasta que finalmente, desde lo alto de las murallas, una voz desafiante rasgó la noche.
—¡Soy Theon Asoy, señor de esta fortaleza, y no te tengo miedo, Espada del Verdugo! —El rugido del comandante enemigo fue seguido por un estruendoso clamor de sus soldados, un eco desesperado de valor forzado—. ¡Yo mismo te mataré si por milagro llegas a entrar en esta fortaleza!
Desde las almenas, los defensores golpearon sus escudos con las lanzas, creando un sonido ensordecedor de desafío. Las antorchas parpadeaban en sus manos, iluminando sus rostros con destellos de furia y determinación. Era una escena de obstinada resistencia, un último acto de desafío antes de que la tormenta de fuego y acero cayera sobre ellos.
Pero Thornflic no era un hombre que se dejara intimidar por las bravatas de un hombre atrapado. Su expresión permaneció pétrea, una máscara de muerte esculpida con la crudeza de un guerrero que había visto demasiados hombres romperse ante su presencia.
—Puedes intentarlo, Theon Asoy —murmuró, su voz baja y afilada como el cuchillo de un verdugo antes de segar una vida—. Pero todos en esta fortaleza, sin importar si son hombres, mujeres, niños o ancianos, serán masacrados.
El silencio que siguió a las últimas palabras de Thornflic se tornó más denso, sofocante, casi irreal. Se sintió como si la propia noche hubiera contenido la respiración, expectante ante el baño de sangre que estaba por desatarse. Desde las murallas de Albaclara, solo la brisa nocturna rompía el mutismo sepulcral, silbando entre los estandartes que ondeaban con pesadez, como si presagiaran la matanza que estaba por caer sobre la fortaleza.
Entonces, el silencio fue despedazado por un estruendo que surgió del interior de la fortaleza. Ecos de acero chocando contra acero, gritos de angustia sofocados antes de alcanzar su punto álgido y el sonido sordo de cuerpos desplomándose resonaron en la noche. Thornflic sonrió, satisfecho. Sus infiltrados ya habían comenzado su labor, derramando la primera sangre desde dentro, envenenando las filas enemigas con traición y acero oculto. El caos se esparcía como fuego en un bosque seco, y los defensores aún no comprendían del todo que su destino estaba sellado.
Mientras tanto, fuera de las murallas, su ejército ya se desplegaba con precisión letal. La infantería pesada se ubicó al frente, sus filas apretadas, con escudos de torre reforzados con placas de hierro cubriendo sus cuerpos como una muralla viviente. Sus alabardas, mandobles y martillos de guerra resplandecían bajo la luz de las antorchas, listos para abrirse paso a través de carne y hueso. Tras ellos, la infantería media y ligera aguardaba la señal, armas en mano, tensos como depredadores a punto de lanzarse sobre una presa debilitada.
Thornflic, con la mirada afilada como la hoja de un verdugo, observaba la fortaleza con calma depredadora. El estruendo dentro de las murallas aumentaba. Se escuchaban órdenes desesperadas, el choque del acero y el crepitar de antorchas derramadas sobre madera. Una parte de los defensores, confusos y aterrados, intentaban contener la rebelión interna sin saber que la verdadera tormenta estaba a punto de azotarlos desde el exterior.
Y entonces, ocurrió.
Con un crujido ensordecedor, las pesadas cadenas que sostenían el puente levadizo comenzaron a moverse. El rechinar de los engranajes y el rechinar del metal contra la piedra anunciaron la caída de la barrera que separaba a la horda de Thornflic de su objetivo. El puente descendió con estrépito, golpeando contra la base con un estruendo seco que reverberó en la noche. Al mismo tiempo, el rastrillo de hierro negro se elevó lentamente, liberando el acceso a la fortaleza.
Hubo un breve instante en el que el tiempo pareció congelarse.
Y luego, el rugido de guerra rompió la noche.
—¡ADELANTE, ASESINEN A TODOS!
La orden de Thornflic resonó como un trueno, y con ella, la marea de muerte se desató.
La infantería pesada avanzó primero, un muro de acero, músculo y furia desatada. Sus pisadas resonaban como tambores de guerra, una sinfonía de muerte que anunciaba el fin de los desdichados que aguardaban tras los muros. Las antorchas temblaban en el viento helado, reflejándose en los filos de las armas, mientras los ojos de los atacantes brillaban con un ansia asesina.
Los defensores apenas habían tenido tiempo de organizarse. La primera línea se formó a toda prisa, un muro de escudos de hombres aterrados tratando de mantener la compostura, pero cuando el choque llegó, fue como si la furia de una tormenta invernal los arrollara. Las primeras filas fueron destrozadas en segundos: escudos de acero impactaron con la fuerza de martillos de herrero, cráneos estallaron como frutas podridas, huesos se quebraron con un sonido húmedo y repugnante.
Los gritos llenaron el aire: aullidos de dolor, de terror, de agonía pura y cruda. Algunos fueron empalados antes de poder levantar sus armas, sus cuerpos temblando como marionetas rotas mientras la sangre burbujeaba en sus gargantas. Otros fueron derribados y pisoteados sin piedad, sus costillas trituradas bajo las botas de los asaltantes.
Desde las murallas, arqueros y ballesteros intentaron frenar el avance, disparando en un intento desesperado de contener la marea asesina. Virotes y flechas descendían perforando carne y hundiéndose en las grietas de las armaduras, pero la infantería pesada era imparable. Alzaron sus escudos en formación de tortuga, soportando el aluvión de proyectiles mientras avanzaban con una disciplina inhumana. Y entonces, llegó la respuesta.
Los arqueros de Thornflic desataron su propio infierno. Flechas de indiciadas surcaron la noche como espíritus vengativos, encendiendo los tejados de la fortaleza. En cuestión de minutos, las llamas crecieron voraces, devorando la madera seca y vomitando columnas de humo negro. La luz anaranjada del incendio proyectaba sombras grotescas en los muros, figuras deformes de hombres luchando, matando, muriendo.
Dentro de la fortaleza, el combate era una carnicería desatada. No había honor, no había piedad, solo la brutalidad desnuda de la guerra. La sangre cubría los suelos como un río carmesí, resbalando bajo las botas de los guerreros. Un hombre recibió un hachazo en la clavícula; la hoja se hundió hasta la mitad de su torso antes de que su atacante la arrancara con un giro violento, esparciendo vísceras y astillas de hueso por todas partes.
Un soldado enemigo fue derribado y cayó de espaldas; antes de que pudiera gritar, un pie le aplastó la tráquea con un crujido repulsivo. Otros fueron acuchillados tantas veces que sus cuerpos dejaron de parecer humanos, reducidos a masas informes de carne desgarrada y órganos esparcidos.
Los gritos de los moribundos se mezclaban con el estrépito del acero y el rugido de las llamas. Un guerrero, con las tripas colgando de una herida abierta, intentó sostenerlas con las manos, su rostro retorcido en una máscara de horror absoluto antes de que una espada le partiera el cráneo en dos.
Los pocos que intentaron rendirse fueron ignorados. No había clemencia, solo muerte. Uno de los invasores arrancó la lengua de un soldado enemigo con un cuchillo, riendo mientras el hombre se retorcía en el suelo, ahogándose en su propia sangre.
La fortaleza se convirtió en un matadero, las piedras de sus muros empapadas con la sangre de los caídos. La noche avanzaba, pero los gritos no cesaban. El asedio no había terminado; el verdadero horror apenas comenzaba.
Thornflic ajustó su yelmo, sintiendo el peso familiar de su hacha dentada en la mano. La sangre ya salpicaba su armadura ennegrecida, escurriendo en finas líneas carmesí sobre el acero bruñido. Bajo la visera de su casco, sus ojos relampagueaban con el reflejo de las llamas, el fulgor de la devastación que consumía la fortaleza. Sus labios se torcieron en una mueca lobuna, un atisbo de placer cruel.
—¡Acaben con todos! —rugió, su voz surcando el fragor de la batalla como un trueno que anunciaba el apocalipsis.
Detrás de él, sus 105,200 jinetes pesados, elites y regulares, irrumpieron en la fortaleza como una ola de destrucción incontrolable. Sus monturas, bestias de guerra con los ojos inyectados en sangre, embistieron con una furia imparable. Las alabardas de los jinetes descendieron en un coro de muerte, atravesando carne y hueso con la facilidad de una cuchilla cortando manteca. El estrépito de los cascos resonaba en los adoquines como una tormenta de hierro, acompañando el clamor de la aniquilación.
Thornflic fue el primero en manchar de rojo los muros. Se lanzó al frente, su hacha dentada trazó un arco amplio y se hundió con un crack nauseabundo en el cráneo de un soldado enemigo. El yelmo del desafortunado se partió como una cáscara de huevo, su contenido esparcido en una lluvia viscosa sobre el empedrado. Antes de que el cadáver se desplomara, Thornflic ya había girado con la velocidad de un depredador, cercenando la garganta de otro adversario. El grito de agonía del hombre se convirtió en un gorgoteo húmedo, mientras su sangre brotaba en una cascada espesa y caliente, salpicando la cara del siguiente desgraciado en la fila de la muerte.
Los Desolladores Carmesí avanzaban con la brutalidad de demonios surgidos de las entrañas del infierno. No mataban; descuartizaban, desmembraban, pulverizaban. Cada tajo de sus armas arrancaba extremidades, abría vientres y despedazaba cuerpos con una precisión monstruosa. Las murallas de la fortaleza temblaban con los alaridos de los moribundos, con los gritos desesperados de aquellos que, en sus últimos momentos, comprendían la absoluta y despiadada indiferencia del destino.
No había distinción entre soldados y civiles. No había piedad.
Hombres que levantaban armas improvisadas en defensa de sus familias eran despedazados sin misericordia, sus cuerpos desfigurados y retorcidos como muñecos de trapo empapados en sangre. A uno le arrancaron el brazo de un solo tajo y cayó de rodillas, gimiendo como un perro herido, hasta que una partesana le perforó la boca y emergió por la nuca con un chasquido húmedo.
Mujeres que corrían en busca de refugio eran atrapadas por garras de acero. La súplica en sus ojos no hallaba compasión en los rostros ocultos tras los yelmos ennegrecidos. Las hojas descendían sin titubeo, hendiendo carne tierna, rajando vientres, derramando entrañas calientes sobre el suelo ardiente.
Y los niños…
Los niños lloraban y temblaban, sus diminutos cuerpos sacudidos por el terror puro. Algunos se encogían en rincones oscuros, las manos sobre la cabeza, rezando a dioses crueles y sordos. Otros corrían a ciegas, chocando contra los cadáveres destrozados de sus padres. Pero no había salvación.
Uno de los jinetes atrapó a un muchacho que sollozaba, su pequeño pecho subiendo y bajando con espasmos de miedo. Un tajo de su cuchillo le abrió la garganta de lado a lado. La sangre emergió en un chorro violento, cubriendo el suelo con un charco carmesí mientras el cuerpo infantil se estremecía y convulsionaba hasta quedarse inmóvil.
El festín de la guerra era absoluto.
El olor del humo y la carne quemada se mezclaba con la pestilencia del miedo y la muerte. La fortaleza se convertía en un matadero, los pasillos eran ríos de sangre, las murallas estaban empapeladas con restos de carne humana.
Thornflic saboreó el hedor de la muerte en el aire y sonrió.
El exterminio no había terminado.
Aún quedaban gritos por arrancar.
El suelo pronto se volvió resbaladizo con la sangre de los caídos, convirtiendo la fortaleza en un matadero donde la desesperación y la agonía se entrelazaban en una danza macabra. El hedor metálico de la sangre se mezclaba con el humo denso de los incendios, formando una nube asfixiante que impregnaba cada rincón. Por las callejuelas y corredores, la muerte avanzaba sin restricciones, dejando tras de sí un rastro de cuerpos destripados, miembros cercenados y rostros congelados en expresiones de horror absoluto.
Los gritos de súplica y terror eran silenciados uno a uno, cortados en seco por el acero que desgarraba carne y hueso. Los que aún agonizaban en el suelo intentaban arrastrarse lejos de la carnicería, sus dedos ensangrentados dejando surcos en el lodo mezclado con sesos y vísceras. Algunos sollozaban, otros balbuceaban plegarias a dioses sordos mientras la vida se les escapaba por las heridas abiertas.
Thornflic avanzaba como un monstruo desatado, una bestia envuelta en acero y sangre. Un soldado enemigo se interpuso en su camino, su lanza temblorosa apuntada a la garganta de su caballo. Pero antes de que pudiera siquiera lanzar el golpe, Thornflic atrapó el asta con una mano y, con la otra, hundió su hacha en la clavícula del hombre con tal fuerza que la hoja partió carne, hueso y médula como si fueran pergamino. El soldado soltó un estertor ahogado, su boca abierta en una mueca de espanto mientras su torso se dividía grotescamente. Su cuerpo, aún sacudido por espasmos involuntarios, cayó pesadamente sobre el suelo cubierto de charcos rojos.
Los arqueros apostados en las torres disparaban desesperadamente, sus manos temblorosas al ver cómo sus compañeros eran destrozados uno tras otro. Pero la lluvia de flechas no bastaba. Los ballesteros de Thornflic, posicionados en los tejados y murallas conquistadas, respondían con precisión letal. Cada virote encontraba su objetivo con un sonido seco, hundiéndose en gargantas, atravesando mejillas, destrozando globos oculares y emergiendo por la nuca con restos de médula adheridos a la madera. Los defensores caían desde las alturas como muñecos rotos, estrellándose contra el empedrado con un crujido espantoso de huesos triturados y órganos reventados.
Las rutas de escape estaban bloqueadas. La caballería media y ligera de Kael patrullaba cada salida, atrapando a los desertores en una cacería despiadada. Algunos intentaban escalar las murallas con las manos desnudas, sus uñas arrancándose al aferrarse desesperadamente a la piedra resbaladiza por la sangre. No importaba. Los infantes ligeros los alcanzaban sin piedad, ensartándolos como animales antes de empujarlos al vacío, donde sus cuerpos se rompían como muñecos de trapo contra el suelo de adoquines manchados de vísceras.
Dentro de la fortaleza, la matanza era aún peor. El aire estaba saturado de un hedor sofocante: sangre, sudor, hierro candente y carne quemada se mezclaban en una peste insoportable. El combate cuerpo a cuerpo se había convertido en un infierno de caos y brutalidad. No había honor ni estrategia, solo cuchillas abriéndose camino a través de cuerpos vivos, manos aferrándose a tripas derramadas, rostros deformados por el miedo y la locura. Los defensores, antaño soldados orgullosos, ahora no eran más que despojos humanos, con las espadas resbalando en sus dedos temblorosos, sus rodillas cediendo ante la certeza de la aniquilación.
Thornflic, cubierto de sangre y hollín, con el rostro deformado en una mueca de furia insaciable, alzó su hacha dentada y rugió con la voz de un demonio desencadenado. Se lanzó sobre un grupo de soldados aterrados, su hoja descendiendo como la guadaña de la muerte. El filo se hundió en el cráneo de un hombre, partiendo su cabeza en dos mitades que se separaron como una fruta podrida, dejando escapar un chorro de materia gris y huesos astillados. Con un movimiento brutal, Thornflic arrancó el arma del cadáver aún convulsionante y la balanceó de nuevo, cortando de un solo tajo el brazo de otro guerrero.
El hombre aulló como un cerdo en el matadero, la sangre manando a borbotones de su muñón mutilado. Se tambaleó, sosteniendo el muñón con su mano restante, su rostro contorsionado en una expresión de puro horror... hasta que una lanza lo atravesó de lado a lado, saliendo por su espalda con un chorro de sangre caliente. Cayó de rodillas, boqueando como un pez fuera del agua, hasta desplomarse con un gemido final.
A su alrededor, la matanza continuaba. No había piedad, no había prisioneros. Solo muerte en su forma más cruda y despiadada. Y Thornflic, el espectro carmesí, avanzaba imparable, dejando a su paso un rastro de cadáveres destrozados y almas condenadas.
Los jinetes pesados eran como un vendaval de acero y furia, desmontando con la brutalidad de depredadores que saboreaban la caza. El sonido de los cascos chocando contra los adoquines era ahogado por el estruendo de cráneos aplastados, huesos astillados bajo el peso de las armaduras y espadas que entraban y salían de cuerpos como si fueran cuchillas carniceras en carne tierna.
Los Desolladores Carmesí se movían con una precisión aterradora, como sombras sin alma que solo vivían para segar vidas. No eran simples guerreros; eran la muerte de carne y metal, figuras envueltas en sangre y tripas, arrancando gritos de agonía de aquellos lo bastante desafortunados como para quedar atrapados en su camino. Uno de ellos, su yelmo embadurnado en los fluidos de sus víctimas, atrapó a un soldado enemigo que intentaba huir. Lo sujetó por la mandíbula y, con un tirón brutal, le arrancó la quijada, dejando un agujero abierto donde antes había un rostro. El hombre cayó de espaldas, convulsionando, gorgoteando sobre su propia sangre hasta que su cuerpo quedó inerte.
Las mujeres y niños que corrieron a esconderse en las habitaciones internas no encontraron salvación, solo un destino aún más cruel. Las puertas fueron arrancadas de sus goznes, y los legionarios entraron con la sonrisa torcida de chacales encontrando carne fresca. Algunos suplicaban, otros intentaban luchar con cuchillos de cocina o herramientas oxidadas, pero solo lograban prolongar su agonía. Un anciano se arrojó sobre uno de los Desolladores con una lanza improvisada, pero recibió un tajo en el vientre que lo partió casi en dos, sus intestinos cayendo como serpientes viscosas al suelo. Su respiración se volvió un jadeo ahogado mientras intentaba recoger sus propias entrañas con manos temblorosas, la expresión de incredulidad aún en su rostro cuando su atacante le abrió la garganta de un solo movimiento.
En la plaza central, la sangre formaba ríos espesos, mezclándose con los charcos de orina y excremento de los moribundos. Thornflic avanzaba como un dios de la guerra hecho carne, cada golpe de su hacha desmembrando cuerpos como si fueran muñecos de trapo. Un joven soldado, demasiado inexperto para estar allí, trató de alzar su espada, pero Thornflic le cortó ambos brazos con un solo tajo, dejando muñones temblorosos que escupían sangre a borbotones. El chico cayó de rodillas, chillando como un cerdo, y Thornflic le hundió su arma en la boca, partiendo su cabeza en dos mitades deformes.
Los intentos de resistencia se convertían en escenas de puro terror. Un capitán enemigo, con el rostro cubierto de hollín y sangre, trató de reunir a sus hombres para un último esfuerzo. Gritó órdenes con voz desgarrada, pero sus hombres ya estaban rotos. Uno de ellos, tembloroso y con la cara cubierta de lágrimas, dejó caer su espada y se arrodilló, suplicando por su vida. Thornflic le respondió con una patada en la boca que le rompió los dientes y le destrozó la mandíbula, dejándolo gimiendo como un perro herido antes de que su caballo le pisotéala el cráneo hasta convertirlo en una pulpa irreconocible.
Los cuerpos caían en montones grotescos, amontonados como leña húmeda, sus rostros congelados en expresiones de terror absoluto. Las vísceras salpicaban las paredes, y los adoquines de la fortaleza se volvieron resbaladizos por la sangre caliente que manaba sin descanso. Thornflic, cubierto de la cabeza a los pies con los restos de sus víctimas, soltó un gruñido de placer animal mientras giraba sobre sí mismo, su hacha trazando un arco sangriento que partió en dos a otro pobre desgraciado.
Los Zusianos se extendían por la fortaleza como una plaga de langostas devorando todo a su paso. Cazaban a los rezagados con una meticulosidad cruel, persiguiéndolos por los pasillos, atrapándolos en rincones oscuros y disfrutando de la desesperación en sus rostros antes de abrirles el cuello como si fueran reses de matadero. Uno de ellos empaló a un soldado en su lanza y lo levantó varios centímetros del suelo, dejando que pataleara y se ahogara en su propia sangre mientras los demás reían de su agonía.
En los muros, los arqueros intentaban disparar flechas hasta el último aliento, pero los legionarios los arrastraban por los tobillos y los lanzaban al vacío. Sus cuerpos caían como bolsas de huesos rotos, estrellándose contra las piedras con un crujido húmedo. Algunos sobrevivían al impacto, gimiendo y arrastrándose con las piernas rotas, solo para ser rematados por los soldados que pasaban, quienes se detenían apenas un instante para aplastarles el cráneo con sus botas.
Las llamas consumían los estandartes, los salones, los pasillos tapizados de cadáveres. La fortaleza no era más que un altar de masacre, un templo dedicado a la crueldad más extrema, donde el único dios presente era la muerte. Y Thornflic, su sumo sacerdote, continuaba su obra, destrozando cuerpos con un frenesí insaciable, su risa retumbando en el aire saturado de gritos, fuego y el hedor nauseabundo de la muerte.
Al llegar al torreón principal, Thornflic desmontó de un salto, su armadura pesaba como una segunda piel, rígida y endurecida por capas de sangre coagulada. Había tanto rojo sobre su acero que apenas se distinguía el metal bajo la costra de muerte. La sangre goteaba de su hacha dentada en gruesos hilos oscuros, chorreando en el suelo de piedra como si el arma misma respirara, viva y hambrienta de más carnicería.
Tras él, sus guerreros se movían como espectros de guerra, sus ojos inyectados en sangre, sus armaduras empapadas en los restos de aquellos que habían masacrado sin misericordia. No eran hombres, no en ese momento. Eran cazadores, lobos rabiosos que olían la desesperación en el aire y se alimentaban de ella.
El gran salón del torreón era un matadero esperando a llenarse. La última línea de resistencia se reunía en el centro, y en el corazón de esa defensa inútil estaba Theon Asoy, con la espada firme en la mano y el rostro endurecido por la inevitable certeza de la muerte. Su armadura estaba abollada, su rostro surcado por sudor y ceniza, pero sus ojos aún ardían con la feroz obstinación de quien prefiere morir a rendirse.
Thornflic avanzó, su hacha apoyada en el hombro como si no pesara nada, con la boca torcida en una sonrisa de depredador.
—¿Así que este es el hombre que pretendía desafiarme? —musitó, su voz grave, burlona y teñida de un desprecio absoluto.
Theon no respondió. No tenía nada que decirle a un carnicero. Solo alzó su espada con un gesto sereno, listo para su último baile con la muerte.
Y entonces, el infierno se desató.
El choque del acero contra el acero fue como el rugido de una tormenta de sangre. Thornflic atacó con la brutalidad de un carnicero, su hacha descendiendo como un martillo titánico, buscando pulverizar carne, hueso y acero. Theon esquivó por un pelo, su espada centelleando en el aire mientras contraatacaba con movimientos precisos y letales, buscando una grieta en la monstruosa defensa de su oponente.
Pero alrededor de ellos, el mundo se sumió en una orgía de muerte.
Los soldados que intentaban resistir eran despedazados con una crueldad inhumana. Un hombre gritó cuando una espada le abrió el estómago de lado a lado, sus intestinos derramándose en un borbotón de vísceras calientes. Se tambaleó, tratando de sujetar sus entrañas temblorosas, pero un hacha le partió el cráneo como si fuera una fruta madura.
Otro fue derribado y rodeado por tres legionarios, quienes lo apuñalaron sin piedad, una y otra vez, hasta que su cuerpo dejó de moverse, convertido en un saco de carne perforada. Su sangre formó un charco alrededor de su cadáver espasmódico, los ojos aún abiertos en un mudo grito de horror.
Un soldado joven, apenas un mocoso con la cara empapada en lágrimas, intentó huir. No llegó lejos. Un guerrero lo atrapó por la nuca, le arrancó el yelmo y lo empujó de rodillas. Con una risotada gutural, sacó su daga y se la hundió en la boca, desgarrando su lengua antes de rebanarle la garganta con un tajo crudo. La sangre manó en una fuente caliente, y el niño murió ahogándose en su propio líquido vital, pataleando como un pez fuera del agua.
Las mujeres que intentaron esconderse en las habitaciones fueron arrastradas fuera de sus escondites por manos brutales, sus alaridos de terror perforaban la cacofonía de la matanza. No encontraron misericordia. Fueron lanzadas contra las paredes, sus cráneos abriéndose como cáscaras de huevo bajo los golpes implacables de los asesinos.
En el caos, un hombre anciano cayó de rodillas, sus brazos alzados en súplica. Sus palabras fueron cortadas de golpe cuando una maza le destrozó la boca, haciéndole saltar los dientes en un rocío de huesos rotos y saliva ensangrentada.
Mientras la fortaleza se sumía en un frenesí de horror y locura, Theon Asoy resistía, su espada bailando con destreza letal. Pero incluso la voluntad de un hombre condenado tiene un límite.
Thornflic encontró una apertura y atacó con toda su fuerza. Su hacha cayó como un relámpago infernal, atravesando la defensa de Theon y enterrándose en su costado. El acero destrozó carne y hueso, y el líder defensor dejó escapar un alarido de agonía, su espada cayendo de sus manos mientras se desplomaba de rodillas.
La sangre brotó de la herida en un torrente oscuro, empapando su armadura, sus manos temblorosas tratando de contener lo que ya no podía ser contenido. Su mirada, empañada por el dolor, se alzó para encontrarse con la de Thornflic.
—Esto es por el intento de asesinato del heredero de los Erenford —gruñó Thornflic, levantando su hacha con un gesto lento, ceremonial, como si estuviera disfrutando del momento.
Theon quiso decir algo, pero la hoja descendió.
El golpe le partió la cabeza en dos, de la coronilla a la mandíbula. La sangre, el cerebro y fragmentos de cráneo salpicaron a los soldados cercanos, y su cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo, como un muñeco de trapo roto.
Los pocos defensores que quedaban, al ver caer a su líder, comprendieron que todo estaba perdido. Algunos arrojaron sus armas y se entregaron, temblando y con los ojos vidriosos por el terror. Otros, aferrándose a una vana esperanza, cargaron una última vez contra Thornflic y sus hombres. No duraron mucho.
Las hachas se hundieron en carne blanda, los huesos crujieron como ramas secas, y los gritos se extinguieron en gorgoteos sanguinolentos cuando la sangre llenó gargantas destrozadas. Los corredores del torreón principal se convirtieron en un matadero donde la vida se apagaba con la brutalidad de una tormenta de acero. Thornflic avanzó sin detenerse a mirar a los caídos, su respiración agitada formando nubes de vapor en el aire gélido. Su sombra se proyectaba sobre las paredes de piedra, oscilando con el titilar de las llamas que devoraban estandartes y tapices, arrancando la historia de aquel lugar con la misma brutalidad con la que su hacha sesgaba vidas.
Las paredes de piedra estaban teñidas de rojo, goteando con la sangre de los caídos. Trozos de carne, dedos cercenados, visceras abiertas en un espectáculo grotesco decoraban el suelo, mientras los cuerpos sin vida yacían en posiciones antinaturales, como muñecos de trapo arrojados sin cuidado. Los cadáveres aún se estremecían en sus últimos espasmos, los ojos vidriosos reflejaban el infierno desatado en la fortaleza.
Los pasillos y las cámaras eran un laberinto de muerte donde Thornflic y sus hombres avanzaban como una marea de destrucción imparable, arrasando todo a su paso. Sus soldados, curtidos en la guerra, disfrutaban la masacre, con sonrisas enfermas mientras sus espadas desgarraban carne y sus manos empujaban a los moribundos a un abismo de agonía. No había distinción entre combatientes y civiles, todos eran presas en la cacería despiadada que se desarrollaba entre las sombras y el fuego. Hombres, mujeres y niños se convertían en poco más que juguetes rotos para la furia de los invasores.
El sonido de la batalla no era solo un eco de la destrucción, era un himno de brutalidad. Los gritos de los heridos y moribundos se entremezclaban con el repiqueteo del acero chocando, con el crujir de huesos aplastados bajo botas blindadas y el silbido de flechas cortando el aire antes de incrustarse en carne blanda. Los cuerpos caían como hojas marchitas arrastradas por el viento, y la sangre, caliente y espesa, formaba ríos que descendían por las grietas del suelo de piedra.
Una figura se tambaleó frente a Thornflic, un soldado enemigo cubierto de sangre, con una espada rota en una mano temblorosa. Sus ojos reflejaban desesperación y terror, pero aún tenía la suficiente voluntad para levantar su arma en un intento fútil de resistir. Thornflic lo miró como si fuera un insecto, sin emoción alguna, y con un movimiento brutal, su hacha descendió. El cráneo del hombre se partió en dos, su cuerpo cayó de rodillas antes de desplomarse sobre los charcos de sangre.
A su alrededor, la masacre continuaba. Sus hombres eran como bestias desatadas, rasgando la carne de sus enemigos con una ferocidad primitiva. Un soldado enemigo intentó huir, pero fue alcanzado por una lanza que le atravesó la espalda y emergió por su pecho. Se desplomó con un grito desgarrador, sus dedos arañando el suelo en un intento desesperado por aferrarse a la vida, mientras la sangre burbujeaba en sus labios. Otro fue rodeado, sus miembros fueron amputados uno por uno antes de que su cabeza rodara por el suelo, sus ojos aún parpadeando en un reflejo de horror.
Los cuerpos mutilados cubrían el suelo, las paredes estaban decoradas con salpicaduras de sangre y carne pegada como si fueran grotescas pinturas de guerra. Un soldado de Thornflic tomó a una mujer por el cabello, arrastrándola entre los cadáveres mientras sus gritos se convertían en sollozos impotentes. Otro degolló a un anciano que apenas podía sostenerse en pie, su vida se extinguió en un instante mientras su cuerpo caía como un muñeco de trapo roto.
La fortaleza se había convertido en un infierno en la tierra, un lugar donde la moralidad y la compasión habían sido consumidas por el fuego de la guerra. No habría sobrevivientes, no habría redención para los vencidos. Solo quedaría el eco de los gritos, la pestilencia de la muerte y las llamas devorando los restos de lo que alguna vez fue un bastión de resistencia.
Thornflic se detuvo un instante, su pecho subiendo y bajando con pesadas respiraciones. Sus ojos recorrieron la carnicería con una expresión imperturbable, como si todo esto fuera simplemente un paso necesario en su sendero de conquista.
Cuando la carnicería llegó a su fin, el silencio descendió como un sudario sobre la fortaleza. Un silencio espeso, cargado del hedor de la sangre, la carne abierta y la pólvora quemada. Thornflic permanecía en el centro del patio, con la respiración pesada y el cuerpo cubierto de sangre, la mayor parte ajena. Su armadura, ennegrecida por el hollín de las antorchas derribadas y las cenizas de los estandartes ardiendo, brillaba con el rojo viscoso de los caídos. Sus hombres, con las armas aún goteando, lo rodeaban como una jauría de lobos aguardando nuevas órdenes, los ojos encendidos con la fiebre de la victoria.
A su alrededor, la fortaleza se había convertido en un campo de matanza. Cuerpos despedazados yacían esparcidos sin orden alguno, algunos aún estremeciéndose en los últimos espasmos de la muerte. La piedra, antaño pulcra y orgullosa, estaba teñida de rojo, con rastros oscuros donde la sangre había comenzado a coagular. El suelo era un lodazal de entrañas y miembros cercenados, y el aire, espeso con el hierro de la sangre y la peste de los intestinos abiertos, era difícil de respirar. Los muros, testigos mudos de la masacre, goteaban con la evidencia del horror que había tenido lugar en su interior.
Thornflic inspiró profundamente, llenando sus pulmones con la fragancia pútrida de la muerte. No había gozo en su rostro, solo una calma peligrosa, el tipo de serenidad que precede a un nuevo estallido de violencia. Alzó la cabeza y dejó escapar un rugido, un grito que resonó en la noche y atravesó el aire como el aullido de un depredador proclamando su dominio. Un llamado primitivo que heló la sangre de aquellos que aún se ocultaban en los rincones oscuros de la fortaleza. Sus hombres, enardecidos por la masacre, respondieron al unísono, levantando sus armas y gritando con una furia que reverberó en las paredes de piedra.
Entonces, sin vacilar, comenzaron la segunda parte del castigo. La victoria no estaba completa hasta que los restos de sus enemigos fueran convertidos en una advertencia viviente para aquellos que osaran desafiar su dominio. Los cuerpos fueron arrastrados sin ceremonia, despojados de armaduras, ropas y cualquier objeto de valor. Los más afortunados fueron simplemente apilados en grandes montículos, convertidos en montañas de carne para ser incineradas. Los menos afortunados sufrieron un destino mucho peor.
Las cabezas fueron cortadas con precisión despiadada, arrancadas de los cadáveres con el filo de espadas y hachas. Cada golpe levantaba un rocío de sangre, bañando los rostros de los guerreros que reían entre sí como si estuvieran participando en un juego vulgar. Las bolsas de cuero grueso se llenaron hasta el borde con los cráneos ensangrentados, algunas aún con los ojos abiertos en una expresión congelada de terror absoluto.
Pero no se detuvieron ahí. El patio fue convertido en un bosque de muerte. Estacas gruesas fueron clavadas en el suelo, y sobre ellas, los cuerpos de los defensores fueron empalados uno a uno, sus extremidades temblando débilmente en un reflejo tardío de agonía. La madera crujía al perforar carne y hueso, los gritos ahogados de aquellos que aún respiraban se perdían en el bullicio de la masacre. Algunos soldados tomaron su tiempo, asegurándose de que sus víctimas vivieran lo suficiente para sufrir cada centímetro de la perforación antes de que la muerte finalmente los reclamara.
Los muros de la fortaleza no fueron excluidos de la decoración macabra. Las cabezas fueron clavadas en picas y alineadas a lo largo de la muralla, formando una grotesca fila de rostros congelados en un rictus de horror. La sangre de los decapitados goteaba en hilos oscuros por la piedra, creando un mural de muerte que escurría hasta el suelo. Era un mensaje, un recordatorio de lo que significaba desafiar a Thornflic y a las Legiones de Hierro.
Las mujeres que habían sido encontradas no fueron ejecutadas de inmediato. Algunas fueron arrastradas entre los cadáveres, lanzadas sin cuidado entre los cuerpos de sus esposos, hermanos e hijos, obligadas a presenciar la total aniquilación de su hogar antes de que llegara su turno. Sus gritos eran apenas audibles entre la sinfonía de violencia, sus súplicas ignoradas por completo. Aquellos que aún respiraban lo hacían entre sollozos, con la certeza de que la muerte no sería el peor de los destinos que les esperaba.
El cielo sobre la fortaleza, ahora teñido por el resplandor de las llamas, se asemejaba a un firmamento carmesí, como si la misma noche se hubiera contagiado de la sangre derramada. Las banderas del enemigo ardían en lo alto, consumidas por el fuego, sus emblemas reducidos a cenizas llevadas por el viento. La luz anaranjada danzaba sobre los cuerpos empalados, proyectando sombras alargadas y grotescas sobre las murallas, haciendo que los cadáveres parecieran retorcerse aún en una última lucha por la vida.
Thornflic observó su obra con la mirada de un artista contemplando su creación final. Esto no era solo una batalla ganada, era una lección grabada en la carne y el hueso de sus enemigos. Cualquier territorio que osara desafiar el poder de Zusian vería este espectáculo y entendería el precio de la rebelión. No necesitaba discursos, no necesitaba proclamas grandilocuentes. La sangre que cubría la piedra hablaría por él.
Finalmente, cuando no quedó nada más por destruir, cuando los gritos se habían reducido a gemidos aislados y la fortaleza estaba convertida en un altar de muerte, Thornflic bajó su arma. Miró a su alrededor, inhalando una vez más el hedor a hierro, carne quemada y miedo impregnado en el aire. Luego, con la misma calma implacable con la que había desatado la masacre, giró sobre sus talones y caminó hacia la salida. Sus hombres lo siguieron, dejando atrás un infierno que jamás sería olvidado.
La fortaleza Albaclara, que una vez se alzó orgullosa como un bastión de resistencia, ahora era un mausoleo al terror. El amanecer continuó, pero su sombra jamás abandonaría las ruinas teñidas de rojo.