VIII (Ver. Final)

Las semanas habían transcurrido con una brutalidad inexorable desde el inicio de la campaña contra el Vizcondado de Rivenrock. El suelo se había teñido de rojo en cada choque, y los campos de batalla eran ahora cementerios improvisados donde los cuerpos quedaban abandonados a la putrefacción, alimento de los cuervos y los lobos. Kael, veterano legionario de las sombras y vicecomandante designado por la duquesa regente, se encontraba en el epicentro de esta maquinaria de guerra, guiando con mano firme a los legionarios de la Legión de las Sombras y asegurándose de que la venganza de los Erenford se ejecutara sin piedad ni tregua.

El avance de las fuerzas aliadas no había sido un simple despliegue militar; era una carnicería meticulosa, un exterminio sistemático de todo vestigio enemigo. En cada aldea y en cada guarnición que encontraban, los soldados arrasaban sin piedad. Cosechas robadas, pozos envenenados, ganado capturado que se contaba en centenares de miles de cabezas. Todo lo que no podían cargar era destruido con una eficiencia aterradora. No se trataba solo de una victoria militar; era una lección, una marca de fuego impuesta sobre la tierra para que el nombre de los Erenford fuera recordado con temor.

Kael observaba los frutos de su estrategia con una mezcla de satisfacción y cautela. A pesar del éxito aplastante de la campaña, la inquietud se instalaba en su mente como un veneno lento. No era un ingenuo; conocía los caprichos del destino y la naturaleza voluble de la guerra. Cada victoria traía consigo nuevos peligros, nuevas sombras que acechaban más allá del horizonte. Los ejércitos rivales no solo eran numerosos, sino astutos. Habían intentado reagruparse, consolidar fuerzas en un intento desesperado de resistir, pero Kael y sus hombres siempre estaban un paso adelante. Cada destacamento enemigo que intentaba unir fuerzas era emboscado y masacrado antes de que pudieran convertirse en una amenaza real. La guerra era un juego de ajedrez en el que la paciencia y la precisión definían al vencedor.

Pero había una pieza en ese tablero que Kael no lograba descifrar del todo. Thornflic.

Aquel hombre era un enigma cubierto de sangre y envuelto en sombras. Kael lo respetaba, incluso lo admiraba en ciertos aspectos, pero no podía evitar sentirse inquieto por la crudeza con la que ejecutaba sus órdenes. Thornflic no conocía la piedad, ni siquiera la consideraba. Para él, la guerra no era solo una herramienta de poder, sino un lienzo en el que plasmaba su propia visión de la dominación y la brutalidad. Su lealtad hacia los Erenford era incuestionable, pero su método para asegurar su victoria era algo que incluso los más curtidos guerreros encontraban perturbador. Kael lo había visto en acción, había presenciado con sus propios ojos la forma en que Thornflic disfrutaba del sufrimiento ajeno, cómo se deleitaba en la lenta aniquilación de sus enemigos.

Y sin embargo, no podía negar su eficacia.

En un mundo como Aurolia, donde la traición y el derramamiento de sangre eran el pan de cada día, hombres como Thornflic no solo eran necesarios, sino imprescindibles. La moralidad no tenía cabida en el campo de batalla. Solo la fuerza y la crueldad garantizaban la supervivencia. En su interior, Kael comprendía esta verdad, aunque una parte de él se resistía a aceptarla por completo.

Ahora, de pie sobre los muros ennegrecidos de la última fortaleza conquistada, Kael recorría con la mirada el paisaje devastado que se extendía ante él. Aquel baluarte había sido un símbolo de resistencia, una última esperanza para los leales al vizconde de Rivenrock en el oeste. Ahora no era más que un mausoleo humeante, una pila de escombros y cadáveres. El fragor del combate había sido reemplazado por los sonidos de la ocupación: el martilleo de los soldados reforzando las murallas, los gritos de los prisioneros encadenados, el murmullo de los hombres repartiendo el botín.

En el patio central, un grupo de soldados arrastraba a los prisioneros capturados, hombres y mujeres por igual, sucios y cubiertos de heridas, algunos aún tambaleándose por la brutalidad con la que habían sido sometidos. Había súplicas, sollozos ahogados, miradas llenas de desesperación y odio. Kael no sintió nada al verlos. Eran enemigos. Eran obstáculos que habían intentado interponerse en el camino de su causa. Sus destinos ya estaban sellados.

Junto a él, un contingente de dos mil legionarios de las sombras mantenía el orden dentro del fuerte. Los legionarios de la Legión de Hierro a su mando descansaba ecepto un contingente de seis mil jinetes ligeros, estos jinetes protegía el convoy de carretas que transportaban las riquezas saqueadas, junto con los pobladores rendidos, asegurando que nada ni nadie escapara de su destino.

Kael dirigió su atención a la distribución del botín con la misma precisión con la que manejaba una espada en el campo de batalla. La victoria no solo se medía en enemigos caídos, sino en la correcta administración de los recursos conquistados. El oro, las reservas de grano, el ganado y las armas capturadas serían trasladadas con sumo cuidado a las arcas de los Erenford, asegurando el crecimiento de su poderío militar y económico. Los artesanos y herreros capturados serían forzados a trabajar bajo supervisión estricta, fabricando armas, armaduras y herramientas que beneficiarían a los ejércitos del ducado de Zusian.

Los prisioneros que no fueran ejecutados serían convertidos en esclavos, una medida que, aunque despiadada, Kael consideraba necesaria. No se trataba solo de reducir la población enemiga, sino de aprovechar cada recurso disponible. Hombres y mujeres capaces serían enviados a los campos para trabajar la tierra, a las minas para extraer los metales que nutrirían la economia y a las ciudades en ruinas para reconstruirlas bajo el dominio de los Erenford. Los niños pequeños serían adoctrinados, transformados en súbditos leales, su identidad y pasado arrancados como la mala hierba. Kael sabía que algunos podrían intentar escapar o resistirse, pero la brutalidad del régimen impuesto les haría entender que la sumisión era su única opción.

A pesar de su frialdad, Kael comprendía que el uso excesivo de la fuerza podía derivar en rebeliones. Por ello, se había implementado una norma singular: los esclavos serían liberados después de cinco años de servicio forzado. Si lograban sobrevivir las arduas condiciones de trabajo, se les concedería la ciudadanía del Ducado de Zusian, un incentivo que, aunque cruel, ofrecía un tenue destello de esperanza para los más resistentes. Era una estrategia pragmática; aquellos que lograran soportar la carga se convertirían en súbditos productivos, agradecidos por la oportunidad de vivir con cierta dignidad, y al mismo tiempo, mantenía un flujo constante de mano de obra para sostener la maquinaria de guerra de los Erenford.

Mientras supervisaba la clasificación de los bienes saqueados, uno de sus soldados se acercó con un cuerno de cerveza en la mano y se lo ofreció. Kael aceptó sin decir palabra, bebiendo un largo sorbo del líquido espeso y amargo. No era la mejor cerveza que había probado, pero le brindaba un momento de alivio en medio del caos organizado que regía su vida. Observó a su alrededor mientras se secaba la boca con el dorso de la mano: los legionarios de la Legión de las Sombras revisaban las armas capturadas, los jinetes ligeros patrullaban los alrededores asegurando que ningún enemigo quedara con vida, y los esclavos recién capturados eran encadenados para evitar cualquier intento de escape.

El ambiente olía a sangre, sudor y cenizas. Los muros ennegrecidos por el fuego aún soltaban finas columnas de humo, vestigios de la resistencia que había sido aplastada. Cadáveres de soldados enemigos yacían apilados en las afueras del fuerte, donde pronto serían incinerados para evitar enfermedades. La conquista no era solo una victoria en el campo de batalla; era un proceso sistemático de destrucción, reorganización y dominio absoluto.

Un sonido agudo y prolongado quebró la momentánea quietud del campamento. El cuerno de alarma resonó con urgencia, su eco expandiéndose por toda la fortaleza como una advertencia ineludible. Kael sintió cómo la adrenalina volvía a recorrer su cuerpo en un instante. Soltó la jarra de cerveza y se levantó de inmediato, sus ojos afilados escudriñando el horizonte en busca de la fuente de la señal. Los legionarios reaccionaron con disciplina, tomando sus armas y poniéndose en formación, mientras los centinelas en las murallas giraban sus cabezas hacia la entrada del fuerte.

El rechinar metálico del rastrillo al abrirse rompió el tenso silencio del campamento, su sonido áspero y oxidado anunciando la llegada de alguien con prisa. Un jinete emergió de entre las sombras de la entrada, galopando a toda velocidad, su caballo cubierto de espuma y polvo, con las venas marcadas por el esfuerzo sobre su piel sudorosa. La bestia resopló con fuerza, sus cascos martilleando el suelo con un ritmo frenético mientras el jinete tiraba bruscamente de las riendas, obligándola a detenerse en seco en medio del patio de la fortaleza. Un relincho agudo resonó en el aire mientras el animal pateaba el suelo con impaciencia, su aliento escapando en violentas bocanadas de vapor.

El jinete vestía una armadura ligera, su coraza cubierta de una gruesa capa de polvo y suciedad. Su capa, una vez de un azul vibrante, estaba desgarrada y teñida de barro y sudor. En su lanza, ondeando como una bandera de guerra, se hallaba el estandarte de los Erenford, manchado de tierra pero aún imponente. Su postura tensa y el temblor casi imperceptible de sus manos dejaban en claro que no se trataba de un simple mensajero con noticias triviales. Sus ojos, enrojecidos por la falta de sueño y la intensidad del viaje, brillaban con la urgencia de alguien que ha visto lo que no debía ser visto, que ha sido testigo de algo que haría temblar incluso a los más curtidos en la guerra.

Kael, quien se encontraba a pocos pasos de distancia, observó al recién llegado con una mezcla de frialdad y cálculo. Sus ojos evaluaban cada detalle: la forma en que el jinete apretaba los dientes, la rigidez de sus músculos, la manera en que su pecho se agitaba con una respiración entrecortada. Era evidente que traía consigo algo más que un simple informe; traía una advertencia, una amenaza latente que requería acción inmediata.

El jinete, apenas recuperando el aliento, deslizó su pierna con torpeza sobre el lomo de su agotado corcel y cayó de rodillas al suelo, casi desplomándose por la fatiga acumulada. Sus dedos buscaron apoyo en el suelo de piedra mientras intentaba estabilizarse. Sus labios, secos y agrietados, se separaron con dificultad mientras su voz emergía entre jadeos forzados.

—Vicecomandante… Vicecomandante Kael… —su tono era áspero, raspado por la resequedad de su garganta, pero su urgencia era innegable. Trató de enderezarse, obligándose a hablar con claridad—. El general Thornflic ordena que usted y las legiones cercanas se reúnan con él en la ciudad de Glotyor…

Se detuvo un instante, tragando saliva, recuperando fuerzas para continuar. Kael no apartó la mirada de él, su expresión inmutable pero sus pensamientos calculando posibilidades con precisión quirúrgica.

—El vizconde Edric ha reunido finalmente sus fuerzas —prosiguió el jinete, ahora con mayor firmeza, a pesar de su evidente agotamiento—. Ha contratado compañías mercenarias élficas, orcas y de hombres lagarto. No son soldados de segunda categoría; ha conseguido guerreros curtidos, endurecidos por la batalla y la sangre, y los ha puesto bajo el mando del general Narrok.

Las palabras golpearon el aire como un martillazo. Un murmullo contenido recorrió a los soldados cercanos, quienes, pese a la disciplina férrea que los mantenía en su lugar, no pudieron evitar intercambiar miradas de preocupación. Narrok. Ese nombre no era desconocido para nadie que hubiera estudiado el arte de la guerra. Un comandante cruel y meticuloso, famoso por su ferocidad en combate y su mente táctica despiadada. No era un enemigo cualquiera, y si Edric había logrado reunir mercenarios de semejante calibre bajo su estandarte, la guerra estaba lejos de estar decidida.

Kael exhaló lentamente, su expresión no mostrando ni sorpresa ni miedo. Esto no cambiaba el hecho de que la victoria aún debía ser asegurada, y la única manera de lograrlo era con estrategia, no con dudas o vacilaciones.

—Entendido —dijo con firmeza, su voz resonando con la calma gélida de alguien que ha pasado su vida en el campo de batalla.

Con un gesto sutil, indicó a dos de sus hombres que ayudaran al jinete a incorporarse. No era bondad lo que lo movía, sino pragmatismo: necesitaba que su mensajero estuviera en condiciones de responder a cualquier otra pregunta que pudiera surgir. Mientras tanto, giró sobre sus talones y dirigió su mirada a los oficiales que lo rodeaban.

—Cambio de planes —anunció, su voz cortando la incertidumbre como una cuchilla afilada—. Mil hombres de infantería ligera, mil ballesteros y dos mil arqueros permanecerán aquí para resguardar el botín y a los prisioneros. No podemos darnos el lujo de perder esta fortaleza ni los recursos que hemos obtenido.

Su mirada recorrió a los hombres presentes, asegurándose de que comprendieran la importancia de cada palabra que decía.

—El resto, prepárense para una marcha forzada hacia Glotyor —continuó con la misma dureza implacable—. No tenemos tiempo para lujos ni distracciones. Partimos al amanecer, y quiero que cada hombre esté listo para moverse sin demora.

Un asentimiento general se extendió entre los oficiales, quienes rápidamente comenzaron a transmitir las órdenes a sus respectivos batallones.

Kael hizo una pausa breve antes de añadir:

—Doscientos jinetes ligeros de élite partirán de inmediato. Necesito que se dispersen y envíen mensajes a todas las unidades en los alrededores. Quiero que cada legión se movilice sin demora.

Mientras los soldados se preparaban frenéticamente, Kael recorrió la fortaleza con paso firme y mirada crítica. Ordenó que las armas fueran revisadas dos veces, que cada coraza estuviera bien ajustada, que cada hombre tuviera al menos un odre lleno de agua antes de partir. La marcha sería brutal, y un soldado exhausto o deshidratado no era más que un estorbo en el campo de batalla.

Las tropas que permanecerían en la fortaleza comenzaron a reforzar las defensas. Barricadas de madera y piedra fueron levantadas con prisa, pero sin descuido. Los arqueros y ballesteros tomaron sus posiciones en las murallas, tensando sus arcos y asegurando las ballestas, listos para repeler cualquier ataque sorpresa. La posibilidad de que el enemigo atacara en cuanto el grueso de las fuerzas se retirara no era algo que Kael estuviera dispuesto a ignorar.

—Quiero turnos de vigilancia constantes. Nadie duerme sin haber doblado la guardia —ordenó con dureza.

El capitán encargado de la guarnición asintió de inmediato y comenzó a repartir órdenes entre sus hombres. No había tiempo para discursos ni para palabras innecesarias.

Kael volvió su atención a sus tropas. La legión de hierro, con su disciplina implacable, se movía con la precisión de una máquina de guerra. Los soldados revisaban sus armas y armaduras con la eficiencia de quienes habían vivido y sobrevivido al fragor del combate. Los oficiales caminaban entre las filas, inspeccionando a los hombres, asegurándose de que todo estuviera en orden. La guerra no era solo una cuestión de fuerza, sino de preparación, y Kael no toleraba la negligencia.

Mientras tanto, los jinetes ligeros de élite se reunieron en el patio. Sus monturas, entrenadas para la velocidad y la resistencia, resoplaban con impaciencia, arañando el suelo con sus cascos. Estos hombres no solo eran mensajeros; eran exploradores, guerreros expertos en desplazarse rápido, en evadir emboscadas y en adaptarse a cualquier terreno. Su misión era crucial. Debían avisar a los grupos dispersos y a las legiones cercanas sobre la nueva orden de reunirse en Glotyor. Cada minuto que tardaban en transmitir el mensaje significaba que el enemigo tenía más tiempo para preparar su ofensiva.

Kael se acercó al líder del grupo, un veterano llamado Luthar, un hombre de rostro curtido por el sol y las cicatrices de innumerables batallas.

—Luthar, esta misión es vital. No quiero excusas ni errores. Deben moverse como el viento y asegurarse de que cada comandante reciba la orden. Si encuentran resistencia, no se detengan a pelear. Lo único que importa es la velocidad —dijo Kael, su tono severo como el filo de una espada.

Luthar sostuvo su mirada y asintió.

—Lo entiendo, comandante. No fallaremos.

Kael no necesitaba más confirmaciones. Dio un paso atrás y observó cómo Luthar montaba su caballo con un movimiento ágil y preciso. Un instante después, alzó la mano y dio la señal.

—¡Adelante!

Los jinetes partieron en un estruendo de cascos, lanzándose a la oscuridad de la noche. Sus siluetas se desdibujaron en la penumbra hasta convertirse en sombras distantes, y pronto solo quedó el eco de su galope en el aire.

Kael no se permitió seguir viéndolos partir. Volvió su atención a sus tropas. La infantería ya estaba formada, las filas de soldados de armadura oscura se extendían en la explanada, esperando la orden para marchar. Los abanderados sostenían los estandartes en alto, las telas ondeando con el viento nocturno, y el sonido metálico de las armaduras ajustándose resonaba en el silencio previo a la partida.

Kael montó su caballo con la agilidad de alguien que había pasado más tiempo sobre una montura que en tierra firme. Desde su posición elevada, recorrió con la mirada a sus hombres. No había miedo en sus rostros, solo determinación. Eran guerreros curtidos, hombres que habían visto la muerte de cerca y que sabían que solo el acero y la estrategia decidirían su destino.

—¡Legionarios! —exclamó con voz firme, resonando sobre el campamento—. Esta noche comenzamos una marcha que decidirá el curso de la guerra. No esperen misericordia de nuestros enemigos, porque nosotros no se la daremos. En Glotyor, les mostraremos por qué la legión de hierro es temida en todo el continente.

Un rugido de aprobación se elevó de las filas. El sonido de espadas chocando contra escudos llenó el aire, un estruendo que hablaba de una sed de batalla que solo podía ser saciada con la sangre del enemigo.

Kael asintió.

—¡Marchamos!

Los tambores comenzaron a sonar, marcando el ritmo de la marcha. La columna de soldados se puso en movimiento, avanzando con paso firme y decidido. Los estandartes se alzaban sobre sus cabezas, ondeando como espectros en la noche. La ciudad de Glotyor se encontraba a varios días de distancia, y el camino no sería fácil. Tendrían que cruzar bosques densos y colinas escarpadas, territorios en los que el enemigo podía acechar en cualquier sombra. Pero no había vuelta atrás.

Durante las primeras horas de la marcha, Kael mantenía su mente ocupada analizando la situación. No era un hombre que se dejara consumir por la ansiedad, pero el panorama que se desplegaba ante él exigía toda su atención. El vizconde Edric había reunido a sus fuerzas con una rapidez impresionante, y la composición de su ejército revelaba un nivel de preparación que no debía tomarse a la ligera. La inclusión de mercenarios elfos, orcos y hombres lagarto añadía un factor impredecible al conflicto; no solo por sus habilidades individuales, sino por la dificultad que implicaba coordinar fuerzas de tan distintos orígenes y culturas. Sin embargo, eso no lo tranquilizaba. Kael no subestimaba a nadie, y menos cuando el general Narrok estaba al mando.

Narrok tenía una reputación bien ganada como estratega despiadado y brutal. Sus campañas anteriores habían dejado un rastro de destrucción tan absoluto que en muchas regiones su nombre se usaba para asustar a los niños rebeldes. Pero Kael no se preocupó demasiado. Narrok podía ser una bestia en el campo de batalla, pero Thornflic era peor. Ese cabrón no solo era cruel, sino que disfrutaba de la guerra de una manera que resultaba perturbadora. No veía la violencia como un medio para un fin, sino como un arte en sí mismo. Si los informes eran correctos, Albaclara había sido su lienzo más reciente, un espectáculo de horror tan absoluto que incluso los veteranos más endurecidos se estremecían al hablar de ello. Kael recordaba haber leído los detalles de aquella masacre: cuerpos colgados de los muros, aldeanos quemados vivos en sus propias casas, niños descuartizados como si fueran ganado. No había honor ni estrategia en aquello, solo una demostración de poder cruda y salvaje.

Mientras el sol descendía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo ardiente, la columna se detuvo para descansar. Los hombres, agotados por la marcha forzada, no perdieron tiempo en desmontar sus equipos y preparar el campamento. En cuestión de minutos, pequeñas hogueras comenzaron a encenderse por todo el claro, iluminando los rostros curtidos de los soldados con un resplandor anaranjado. El crepitar de la leña y el murmullo de conversaciones bajas rompían el silencio del bosque, pero la tensión aún flotaba en el aire como una niebla invisible. A pesar del cansancio, los centinelas se apostaron en puntos estratégicos, sus ojos escudriñando la penumbra en busca de cualquier señal de movimiento.

Kael caminó entre sus hombres, observando cada detalle con su mirada afilada. No se limitaba a dar órdenes desde la distancia; prefería estar entre ellos, asegurándose de que cada soldado estuviera en condiciones de seguir adelante. Se detuvo junto a un grupo que compartía una bota de vino y sonreían con una camaradería forjada en la batalla. Escuchó fragmentos de sus historias, relatos de aldeas lejanas, de mujeres esperándolos en casa, de promesas hechas a los dioses antes de cada batalla. Kael no participó, pero su mera presencia bastó para infundirles una confianza silenciosa. Sabían que su comandante estaba con ellos, que no los veía como simples piezas en un tablero de guerra.

Cuando la noche cayó por completo, Kael se retiró a su tienda. Dentro, la luz titilante de las lámparas de aceite proyectaba sombras alargadas en las telas, deformando su silueta mientras se inclinaba sobre el mapa de la región. Sus dedos recorrían las líneas trazadas en el pergamino, analizando cada posibilidad. La geografía de Glotyor era un arma tanto para ellos como para el enemigo. Los bosques densos y las colinas escarpadas podían servir de refugio o convertirse en trampas mortales si Narrok decidía aprovecharlas para emboscarlos.

Afuera, el bosque cobraba vida con sonidos nocturnos. Un búho ululó en la distancia, su canto solitario resonando entre los árboles. Los grillos llenaban el aire con su monótono zumbido, y en algún lugar cercano, el aullido de un lobo interrumpió momentáneamente la tranquilidad del campamento. Kael suspiró, frotándose las sienes. Sabía que dormir sería un lujo en los próximos días. Pero aún así, se obligó a recostarse en su catre, cerrando los ojos con la esperanza de encontrar al menos un momento de descanso.

Al amanecer, el campamento despertó con una disciplina férrea. Antes de que el sol terminara de elevarse sobre el horizonte, el crepitar de las últimas llamas se extinguió y las tiendas fueron desmontadas con precisión. Los soldados, aún con el peso del sueño en los párpados, empaquetaban sus pertenencias y aseguraban sus armas con movimientos calculados y eficientes. En cuestión de minutos, la columna retomó la marcha, y el sonido de cientos de botas golpeando la tierra seca resonó en el aire, marcando un compás monótono y constante que solo era interrumpido por el ocasional relincho de los caballos y el crujido de la gravilla bajo el peso de las ruedas de los carros de suministro.

El camino se tornaba cada vez más arduo. A medida que se adentraban en el corazón del vizcondado de Edric, el terreno cambiaba. Las vastas llanuras fértiles quedaron atrás, dando paso a colinas pedregosas y bosques espesos que se erguían como barreras naturales. Los hombres avanzaban con esfuerzo, sus pasos volviéndose inseguros sobre la gravilla suelta, y más de uno resbaló al intentar mantener el ritmo impuesto por los comandantes. Los árboles, altos y retorcidos, proyectaban sombras que parecían alargarse con cada paso, como si la misma naturaleza tratara de advertirles del peligro que los aguardaba. Kael, montado en su corcel, observaba con mirada analítica la progresión de sus tropas. No necesitaba palabras para notar el desgaste en sus rostros, la fatiga acumulada en cada músculo tenso y en cada respiración pesada. Sin embargo, nadie se quejaba. Todos sabían que la batalla estaba cada vez más cerca.

Tras cuatro días de marcha ininterrumpida, la columna finalmente emergió del laberinto de colinas y bosques, encontrándose con el imponente perfil de Glotyor. La ciudad se alzaba ante ellos como un coloso de piedra y hierro, su sola presencia irradiando una mezcla de esperanza y desconfianza. Sus murallas, altas y robustas, parecían desafiar el paso del tiempo, con sus torres de vigilancia recortándose contra el cielo nublado como centinelas inquebrantables. Los arqueros y ballesteros apostados en lo alto observaban con atención la llegada de la columna, sus siluetas inmóviles, pero listas para reaccionar ante cualquier amenaza. El viento, cargado con el olor a piedra húmeda y hollín, arrastraba el eco de las conversaciones lejanas que se filtraban a través de las estrechas calles de la ciudad.

Cuando los estandartes de las legiones fueron reconocidos, las enormes puertas de madera y hierro comenzaron a descender con un rechinar grave y profundo, permitiéndoles el paso. Al cruzar las puertas, la atmósfera dentro de la ciudad era distinta. Las calles empedradas se extendían como un laberinto de piedra y vida, pero el bullicio habitual de un asentamiento de tal tamaño estaba atenuado por una tensión latente. Los ciudadanos, muchos de ellos con las ropas sucias y los rostros marcados por la preocupación, se detenían a observar la marcha de los soldados con miradas cautelosas. Algunos se apartaban apresuradamente, otros se limitaban a seguir su camino, fingiendo indiferencia. Sin embargo, el miedo era palpable, reflejado en los ojos de quienes sabían que la guerra había llegado a sus puertas.

Kael avanzó sin desviar la vista de su destino: el castillo que dominaba el centro de Glotyor. A diferencia de las construcciones más modestas de la ciudad, aquella fortaleza era un símbolo inquebrantable del poder del vizcondado. Sus torres se alzaban con una solemnidad imponente, sus muros, gruesos y reforzados con hierro, hablaban de siglos de conflictos y asedios resistidos. Los estandartes ondeaban con orgullo, portando el emblema del linaje gobernante, mientras los guardias apostados en la entrada observaban con expresión inescrutable a los recién llegados.

Al cruzar el puente levadizo, Kael fue recibido por los Desolladores Carmesí, la temida guardia personal de Thornflic. Hombres endurecidos por la guerra, con armaduras oscuras manchadas de cicatrices de batalla, le hicieron un gesto para que lo siguiera. Sus pasos resonaron en el pasillo de piedra, donde antorchas parpadeaban, proyectando sombras que danzaban con un ritmo hipnótico sobre los muros rugosos. El aire dentro del castillo era pesado, cargado con el aroma de la cera quemada, la humedad de la piedra y el hierro de las armas.

Finalmente, las puertas de madera maciza de la sala de guerra se abrieron con un crujido que reverberó en el espacio. La estancia era amplia, iluminada por candelabros pesados que colgaban de las vigas del techo y por la luz grisácea que se filtraba a través de los ventanales. Una gran mesa de madera ocupaba el centro, cubierta por mapas, documentos y figuras estratégicas que representaban las fuerzas enemigas y aliadas. Los oficiales, vestidos con armaduras de distintos rangos, estaban congregados alrededor, algunos con expresión severa, otros murmurando entre ellos en voz baja.

En el extremo opuesto de la mesa, Thornflic se alzaba como una presencia imponente. Su armadura, negra como la noche, estaba ornamentada con detalles carmesíes que recordaban la sangre derramada en incontables batallas. Su rostro, curtido por la guerra, permanecía impasible, pero sus ojos, fríos y calculadores, escrutaban cada movimiento en la sala. Cuando la mirada de Kael y la suya se encontraron, hubo un breve instante de reconocimiento, una comprensión silenciosa entre dos hombres que habían vivido lo suficiente para saber que la guerra no otorgaba treguas.

—Kael, justo a tiempo —dijo Thornflic, su voz resonante y autoritaria rompiendo el silencio. Sus palabras no eran una simple bienvenida, sino una afirmación de que la batalla estaba a punto de decidirse.

Kael asintió, acercándose a la mesa mientras su mirada recorría las posiciones marcadas en los mapas. Se avecinaba una guerra brutal, y solo los más despiadados sobrevivirían.

—Hemos recibido informes de que el ejército de Narrok se encuentra a solo dos días de marcha de aquí —informó Thornflic, con su voz grave y segura, mientras señalaba un punto en el mapa extendido sobre la mesa de roble macizo—. He enviado patrullas, espías y exploradores a vigilar sus movimientos. Daerin, dime, ¿qué descubriste?

La sala de guerra estaba iluminada por una gran lámpara de aceite que proyectaba sombras alargadas en los muros de piedra. Mapas, documentos y piezas de estrategia cubrían la mesa central, y el aire estaba cargado con el olor a pergamino viejo, cera de vela derretida y el sutil aroma a cuero de las armaduras de los oficiales presentes. Los hombres en la habitación mantenían una postura rígida, algunos con los puños cerrados, otros con los brazos cruzados, pero todos compartían una expresión de concentración absoluta.

Daerin, un hombre flaco de rostro anguloso y mirada astuta, tragó saliva antes de hablar. Su voz sonó firme, aunque un atisbo de ansiedad se filtró en sus palabras al desgranar la información que había reunido.

—Por lo que sabemos del enemigo y mis estimaciones, cuentan con todas las guardias de cuervos sobrevivientes del vizcondado. Eso es aproximadamente un millón de soldados profesionales. Cada guardia de cuervo está compuesta por cuatro mil hombres, así que creo que la cifra es bastante precisa. Además, han reclutado una leva ciudadana de casi dos millones, en su mayoría campesinos y artesanos con entrenamiento básico. Sumando las compañías mercenarias, tienen otros seiscientos mil efectivos adicionales.

Daerin inhaló profundamente antes de continuar, sabiendo que la información que estaba por proporcionar era crucial.

—Por lo que he averiguado, las compañías mercenarias que se han unido a Narrok son de renombre. La Legión Blanca de los altos elfos ha desplegado ciento cincuenta mil soldados de élite, organizados en infantería pesada, arqueros de largo alcance y jinetes de ciervos con armaduras impenetrables. Luego están los Cuernos Negros de los orcos, cincuenta mil jinetes de rinocerontes de guerra, brutales y prácticamente imparables en una carga. Por último, tenemos a las Garras Negras de los hombres lagarto, una fuerza de cuatrocientos mil guerreros, en su mayoría berserkers y tropas ligeras, además de una caballería de jinetes lagarto que se mueve con una velocidad aterradora.

El silencio se apoderó de la sala por unos segundos. Kael mantuvo la mirada fija en el mapa, repasando mentalmente cada número y cada posible estrategia. Conocía la ferocidad de los berserkers, la disciplina impecable de los elfos y la brutalidad sin igual de los orcos. Enfrentar a un ejército así requería algo más que valentía y número; se necesitaba inteligencia táctica y un control total del campo de batalla.

Thornflic frunció el ceño, analizando el mapa con atención mientras movía las piezas que representaban las fuerzas enemigas.

—Díganme los posibles campos de batalla —pidió con voz firme.

Aldar, un veterano de muchas campañas, se inclinó sobre la mesa. Sus manos curtidas por la guerra recorrieron el pergamino con seguridad, marcando tres posibles lugares.

—La geografía nos favorece en varios aspectos, general. A pocos kilómetros tenemos tres opciones.

Aldar señaló la primera opción con su índice grueso.

—El Valle de las Sombras. Un terreno estrecho, rodeado de riscos elevados. Podríamos emboscarlos aquí, forzándolos a un combate cerrado donde su superioridad numérica se vería reducida. Sin embargo, si Narrok sospecha nuestras intenciones y encuentra una ruta alternativa, podríamos quedar atrapados entre dos frentes sin escapatoria.

El veterano desplazó su dedo hacia el noreste.

—El Paso del Trueno. Un claro en medio del bosque. Nos permitiría un despliegue amplio, pero nuestros flancos estarían expuestos. Si los elfos logran rodearnos con su caballería, tendríamos serios problemas para mantener la cohesión de nuestras filas.

Finalmente, golpeó con el puño cerrado la última opción.

—La Llanura de los Susurros. Un campo abierto y extenso. Aquí, nuestra caballería tendría la mayor ventaja posible. Sin embargo, esto también nos haría vulnerables a los arqueros élficos y a las cargas de la infantería lagarto.

Kael escuchó atentamente. Cada opción tenía sus riesgos y beneficios, y la elección que hicieran podría determinar el curso de la guerra. Miró a Thornflic, quien observaba el mapa en silencio, tamborileando los dedos sobre la mesa con un ritmo metódico.

—¿Tienes algún plan? —preguntó finalmente, alzando la vista hacia Kael.

Kael asintió, cruzando los brazos sobre su pecho.

—Si nuestros refuerzos llegan a tiempo y logramos reunir a todas nuestras fuerzas dispersas, podríamos ejecutar una maniobra de pinza en un campo que nos dé ventaja. Sin embargo, si nos encontramos en inferioridad numérica, la mejor opción sería atrincherarnos en la ciudad, resistir el asedio y usar la caballería para golpear su retaguardia cuando menos lo esperen.

Un destello cruel cruzó la mirada de Thornflic mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.

—Buenas ideas, pero hay una mejor opción —murmuró, moviendo las piezas en el mapa. Luego, levantó la mirada, asegurándose de que todos en la sala estuvieran prestando atención—. Kael, llevarás a la infantería, arqueros y ballesteros. También te daré algunos miles de caballería media. Tu tarea será resistir en la Llanura de los Susurros. Mientras tanto, yo tomaré toda la caballería pesada y media, y los flancos estarán protegidos por nuestra caballería ligera.

Se inclinó sobre la mesa, su voz adquiriendo un tono de absoluta confianza.

—Cuando el enemigo crea que tiene la ventaja y esté completamente inmerso en la batalla, atacaré su retaguardia con toda mi fuerza. En ese momento, tú lanzarás un contraataque frontal y aplastaremos a cada maldito bastardo en ese campo. No dejaremos a nadie vivo.

Las palabras de Thornflic dejaron un silencio espeso en la sala. Nadie se atrevió a discutirlo. La estrategia era brutal, pero efectiva. Si lograban ejecutarla con precisión, la victoria sería aplastante.

—En unas horas sabremos si nuestros hombres restantes llegan a tiempo. Si lo hacen, marcharemos al amanecer. Si no… —Thornflic esbozó una sonrisa afilada, como la de un lobo hambriento—, entonces les dejaremos creer que han ganado, y cuando bajen la guardia, los devoraremos como la peste.

Kael asintió, sin apartar la vista del mapa. El destino de la guerra se decidiría en las próximas horas. No había espacio para la duda ni para la debilidad. Era ganar… o morir.

La sala de guerra era un espacio amplio, iluminado por el parpadeo de numerosas antorchas que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra rugosa. Un inmenso mapa estaba desplegado sobre la mesa central, cubierto de marcas de carbón y pequeñas figuras de madera representando los ejércitos. El aire era espeso, cargado con el olor de cera derretida, sudor y cuero envejecido. La tensión en la habitación se podía sentir como una presión invisible sobre los pechos de los presentes, cada uno de ellos plenamente consciente de lo que estaba en juego.

Los oficiales permanecían en silencio, sus miradas fijas en Thornflic mientras absorbían sus palabras. El plan estaba claro, y la brutalidad de su ejecución no les resultaba ajena. No había lugar para la moral en la guerra. Aquí, solo importaba la victoria. Kael, con los brazos cruzados y una expresión estoica, observó a sus compañeros. Algunos asentían en aprobación, mientras que otros mantenían el rostro pétreo, procesando la crudeza de la estrategia.

—Muy bien, vayan a descansar y esperemos a ver qué pasa —ordenó Thornflic con su voz cortante, seca como el golpe de un látigo.

Sin más que agregar, los oficiales se dispersaron, cada uno dirigiéndose hacia sus respectivas unidades para transmitir las órdenes. El crepitar del fuego y el sonido de botas pesadas sobre la piedra acompañaron su partida. Kael permaneció en la sala unos segundos más, con la mirada fija en el mapa. La batalla estaba cerca, y aunque la estrategia de Thornflic era despiadada, tenía sentido. No podía permitirse dudar.

Las horas transcurrieron con la lentitud de un reloj de arena casi vacío. El viento helado soplaba entre las murallas de la ciudad de Glotyor, haciendo aullar las rendijas de las estructuras de madera. La espera se tornaba insoportable. Los centinelas observaban el horizonte con ojos cansados pero alerta, mientras los exploradores enviados por Thornflic regresaban uno tras otro con informes constantes. El enemigo avanzaba sin descanso, una marea oscura que se aproximaba con la inevitable certeza de la muerte. Finalmente, cuando la noche se asentó por completo sobre la ciudad, un cuerno resonó en las murallas, su lúgubre sonido cortando el aire como el grito de un moribundo.

Kael y Thornflic emergieron de la fortaleza y se dirigieron rápidamente hacia las murallas, sus capas ondeando detrás de ellos con cada ráfaga de viento. Los soldados apostados en las almenas mantenían la vista fija en la distancia, donde la silueta de una columna de soldados avanzaba hacia la ciudad como un río de sombras en la penumbra.

—Parece que los dioses quieren su ofrenda de sangre, Kael —dijo Thornflic con una sonrisa torcida, iluminada por la luz temblorosa de las antorchas. Sus ojos brillaban con un entusiasmo peligroso, el tipo de emoción que solo se veía en aquellos que disfrutaban el arte de la guerra no solo como necesidad, sino como placer.

Volviéndose hacia los oficiales y soldados cercanos, comenzó a repartir órdenes con la precisión de un herrero golpeando acero al rojo vivo.

—Que los recién llegados descansen. Pero los demás soldados y los ciudadanos de esta inmunda ciudad se prepararán para alistar el campo a nuestra ventaja. Quiero que todos los herreros enciendan sus fraguas de inmediato. Necesitamos lanzas improvisadas. Los troncos del bosque serán cortados y afilados, y sus puntas reforzadas con metal. Los colocaremos en la vanguardia de nuestras formaciones y les ataremos cadenas para levantarlas en el momento exacto en que la caballería enemiga cargue. No quiero ver un solo jinete de rinoceronte atravesar nuestras líneas con vida.

El general miró a los presentes con una expresión severa antes de continuar.

—Todas las mujeres y niños que puedan sostener un cuchillo deben comenzar a fabricar flechas. No me importa si sus manos sangran, cada proyectil puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Los hombres que no sean soldados ayudarán a cavar zanjas y preparar el campo. Si alguno se niega… que su cadáver sirva de advertencia para los demás. No toleraré debilidad.

Su mirada se volvió aún más cruel cuando añadió:

—Quiero que nuestra infantería ligera y caballería exploren los alrededores. No quiero ojos ni oídos enemigos cerca. Maten a cualquier explorador de Narrok que encuentren, sin preguntas, sin piedad. Si un soldado se atreve a holgazanear, que lo azoten hasta que su espalda quede en carne viva. Y que pelee en la batalla sin su armadura. Que aprenda a la fuerza que la guerra no tolera inútiles.

Kael asintió con aprobación, sus ojos afilados como cuchillas. Sabía que la disciplina implacable era la única forma de mantenerse con vida en la carnicería que se avecinaba.

—Thornflic, ordena que pequeños escuadrones de caballería ligera de élite acosen a las fuerzas principales del enemigo. Si no podemos igualarlos en número, los desgastaremos de otra forma. Privarlos del sueño será una ventaja crucial para la batalla —sugirió Kael con frialdad. Si los exploradores estaban en lo correcto, aún tenían un día antes del choque definitivo. Cada momento de desgaste sumaba a su favor.

El general consideró la sugerencia y asintió lentamente, su expresión oscura reflejando el placer que le causaba la idea.

—Buena idea, Kael. Ordenaré que la caballería ligera se divida en grupos pequeños y realicen ataques de hostigamiento durante la noche. Que sus noches sean un infierno. Quiero que cada vez que cierren los ojos, el miedo les carcoma los huesos.

Los tambores de guerra resonaron en la distancia, un eco siniestro que auguraba el desastre. La noche avanzó con una rapidez inquietante, como si el tiempo mismo se burlara de aquellos que sabían que la muerte acechaba en el horizonte. En la ciudad, el frenesí de actividad era absoluto. Las forjas rugían, los martillos caían sin descanso sobre el metal incandescente, los campesinos y herreros improvisados trabajaban hasta que sus músculos ardían, y la tierra era removida para formar zanjas y trampas. No había descanso, no había tregua. Solo la preparación implacable para la batalla que decidiría el destino de todos.

Kael observó desde las murallas, su expresión impasible, pero su mente calculaba cada movimiento, cada variable. La ciudad de Glotyor no era solo un último bastión; era una trampa mortal, un altar de sacrificio donde el ejército de Narrok se ahogaría en su propia sangre.

La venganza por Iván estaba más cerca que nunca.

Pasaron una noche y un mediodía. Cuando todo estuvo listo, el ejército abandonó la ciudad, dejando apenas una guardia simbólica detrás. Los habitantes estaban tan agotados que ni siquiera pensaban en rebelarse, sus cuerpos y espíritus rotos por la brutalidad de las órdenes impuestas. La ciudad, ahora vacía de soldados, se sumía en un silencio inquietante, con el humo de las fraguas aún disipándose en el aire y las calles marcadas por el frenesí de la preparación.

El ejército marchó en formación, moviéndose con precisión hacia el campo de batalla elegido de antemano. A medida que avanzaban, el paisaje se transformaba de colinas bajas y dispersas a un terreno más abierto y extenso, ideal para la confrontación inminente. A cada paso, la tensión se hacía más densa, como una cuerda estirada al borde de la ruptura. Finalmente, al llegar al sitio, instalaron un campamento con la disciplina de veteranos. Los estandartes ondeaban, el acero resonaba al afilarse y las órdenes eran transmitidas con eficiencia casi mecánica. Sabían lo que estaba por venir.

El sol descendía lentamente en el horizonte, derramando su luz dorada sobre el campamento y tiñendo de sombras alargadas el suelo endurecido por incontables pisadas. En la distancia, los bosques y colinas parecían observar en silencio, como si la tierra misma contuviera la respiración antes de la tormenta. El sonido de los cascos de los caballos se mezclaba con el crepitar de las hogueras y el murmullo de los soldados. La caballería pesada y media se ocultó en los pliegues del terreno, escondida tras colinas estratégicas, mientras que la caballería ligera, tanto la de élite como la común, se sumergía en el bosque cercano. Los árboles gruesos ofrecían cobertura suficiente para disimular su número, y el terreno, aunque irregular en algunos puntos, era lo suficientemente sólido como para evitar lesiones a los caballos.

Cuando la oscuridad finalmente cubrió el cielo, el campamento entró en un estado de calma tensa. Solo el chisporroteo de las fogatas y el viento silbando entre las tiendas rompían el silencio. Los soldados, unos con gestos serenos y otros con la inquietud del que teme su última noche, intentaban descansar. Kael, sin embargo, se retiró a su tienda con la tranquilidad de un hombre que ya había vivido demasiadas batallas. Se despojó de su capa con movimientos pausados, se acomodó sobre un lecho improvisado y cerró los ojos. La guerra no era un arte nuevo para él. Sabía que la verdadera lucha no comenzaba con el choque de espadas, sino con la capacidad de un hombre para descansar y recuperar fuerzas antes del primer golpe. Su respiración se volvió lenta y profunda. Y durmió.

El amanecer llegó sin piedad. El sol, una esfera anaranjada emergiendo del horizonte, bañó el campamento con su luz tibia. Un cuerno resonó en la distancia, y el campamento cobró vida de inmediato. Los hombres salieron de sus tiendas, algunos aún restregándose los ojos, otros ya completamente listos, con la determinación reflejada en sus rostros curtidos por la guerra. El aire se llenó del sonido metálico de hebillas ajustándose, espadas desenvainadas y armaduras encajando en su lugar. Los herreros, que no habían descansado en toda la noche, daban los últimos retoques a las armas y armaduras.

Kael emergió de su tienda, ya completamente vestido con su armadura. Su caballo, un imponente corcel de pelaje gris oscuro, resoplaba mientras su jinete ajustaba las riendas. Con un gesto, Kael se subió a la montura con la destreza de quien había nacido para la guerra y lideró la formación, su mirada fija en el horizonte. Sentía el peso de la responsabilidad, pero lo abrazaba sin vacilación.

Conforme la infantería se organizaba, los comandantes transmitían órdenes con voz firme. En el frente, la infantería de élite se agrupaba en densos bloques, flanqueados por la infantería pesada común. Detrás de ellos, los ballesteros formaban filas ordenadas, con las armas listas para disparar a la señal. En una colina cercana, la infantería media protegía a los arqueros de élite y a los ballesteros más experimentados, garantizando una posición estratégica para un bombardeo inicial efectivo. En los extremos, la infantería ligera se desplegaba con rapidez, preparada para adaptarse a cualquier necesidad táctica.

El despliegue de la caballería era más complejo. Kael sabía que su número era limitado, apenas veinte mil jinetes medianos, pero la clave estaba en la percepción. Ordenó que se posicionaran de manera que parecieran muchos más, distribuyéndolos en formaciones amplias que creaban la ilusión de una fuerza considerable. A su lado, los mil legionarios de las sombras y los doscientos desolladores carmesí de Throlgal reforzaban la imagen de una presencia aún más temible.

El silencio apenas duró unos instantes. Un cuerno resonó en la distancia. Luego otro. Y otro más. Como si fueran las trompetas del juicio final, los tambores enemigos comenzaron a rugir, marcando el avance del ejército contrario. La respuesta no se hizo esperar. Los cuernos del ejército de Kael bramaron como bestias enardecidas, y sus tambores retumbaron con una intensidad que hacía vibrar el suelo. Los soldados, contagiados por la anticipación, comenzaron a golpear sus escudos y a emitir gruñidos y gritos desafiantes. La atmósfera se volvió sofocante, una mezcla de furia y miedo, una chispa a punto de incendiarlo todo.

Desde su posición, Kael observaba el avance enemigo con atención calculada. Podía ver la vasta marea de soldados que se aproximaba, cada una de sus divisiones marcadas por estandartes distintivos. En el flanco izquierdo, una espada dorada sobre un fondo blanco indicaba la presencia de la Legión Blanca de los altos elfos, conocidos por su disciplina y precisión letal. Al frente, los orcos avanzaban con su característica brutalidad, sus estandartes toscos luciendo un cuerno negro sobre un campo rojo. Jinetes de rinocerontes se preparaban para la carga, sus monturas resoplando nubes de vapor en el aire frío de la mañana.

Más a la derecha, Kael distinguió los estandartes de los hombres lagarto: una zarpa negra sobre un fondo verde, señal de su ferocidad en combate. Pero lo que más le llamó la atención fue el centro del ejército enemigo, donde ondeaban con orgullo los estandartes del vizcondado, el cuervo negro en campo púrpura. Era el recordatorio de que esta batalla no era solo una cuestión de conquista. Era venganza.

El general Narrok avanzaba al frente, acompañado por los líderes de las compañías mercenarias. A su alrededor, elfos, orcos y hombres lagarto marchaban con una disciplina fría y calculada. A pesar de la diversidad de razas, el ejército enemigo se movía como una única entidad letal, lista para devorar todo a su paso.

Kael no apartó la mirada. Sabía que la batalla estaba a punto de comenzar. Un ligero viento sacudió su capa, y por un instante, todo pareció detenerse. Luego, con un solo gesto, desenvainó su espada y alzó la voz con la fuerza de un trueno.

—¡Prepárense! ¡Hoy aplastamos a estos bastardos y sellamos su destino en la historia!

Los gritos de su ejército respondieron al unísono. La guerra estaba a punto de desatarse.