La tensión en el aire era casi tangible. El sonido de los tambores y cuernos resonaba por todo el campo como un rugido gutural y monótono que vibraba en los huesos, un preludio de la violencia que estaba a punto de desatarse. Los estandartes ondeaban con fiereza bajo el viento helado de la mañana, mientras las filas de soldados permanecían en un inquietante silencio, expectantes, con las armas firmemente sujetas en sus manos. Los caballos resoplaban, pisoteando el suelo con nerviosismo, sintiendo la tensión de los jinetes que los montaban. A lo lejos, el sol comenzaba a asomarse sobre las colinas, bañando el campo de batalla con un resplandor dorado y pálido, como si la misma naturaleza tratara de imponer una calma efímera antes del derramamiento de sangre inevitable.
De repente, entre las filas enemigas, un jinete se separó y avanzó con paso firme. Sobre su lanza ondeaba una bandera blanca, el símbolo universal de una tregua temporal. Su caballo negro se movía con elegancia, sus cascos golpeando la tierra seca con un ritmo constante. Se acercó con determinación hasta detenerse a pocos metros del frente de batalla, donde clavó la lanza en el suelo con un golpe seco, la tela ondeando suavemente con la brisa matutina. Había evitado, por pura suerte o conocimiento previo, las estacas ocultas entre la hierba, un detalle que no pasó desapercibido para Kael.
Él sabía perfectamente lo que significaba ese gesto. Narrok deseaba una reunión, un encuentro entre comandantes antes de que la batalla comenzara. Un movimiento común entre líderes que querían negociar, intimidar o simplemente medir a su oponente cara a cara antes del derramamiento de sangre.
Kael no dudó ni un instante. Levantó su mano derecha y, con un gesto calculado, ordenó que quinientos de los legionarios de las sombras lo escoltaran. Junto a ellos, cincuenta de los desolladores carmesí de Thornflic se sumaron a la marcha. Su armadura relucía bajo la luz matinal, grabados intrincados adornaban las placas metálicas que cubrían su cuerpo, símbolos de su rango y autoridad. Subió a su caballo, un imponente animal de pelaje oscuro y mirada fiera, protegido con una barda de guerra que lo hacía parecer más una bestia de batalla que un simple corcel. Los legionarios que lo escoltaban montaban caballos similares, disciplinados y entrenados para la guerra, sus resoplidos resonaban en el aire mientras se alineaban en formación.
Recorrió las filas de sus hombres con la vista, observando sus rostros endurecidos y resueltos. Cada uno de ellos era un guerrero probado en combate, curtido en la brutalidad de la guerra, leales hasta la muerte.
Los ejércitos enemigos observaban en absoluto silencio mientras Kael y su escolta avanzaban hacia el punto de reunión. A su vez, Narrok hacía lo mismo, acompañado por un grupo de sus propios guerreros de élite. Sus caballos se movían con una sincronía tensa, el sonido de los cascos golpeando la tierra se mezclaba con el susurro del viento y el crujido de la hierba seca bajo sus pasos.
El encuentro se llevó a cabo en un terreno neutral, una franja de tierra que separaba ambos ejércitos. Cuando Kael y su grupo se detuvieron, el jinete enemigo que había portado la bandera desmontó con agilidad, lanzando una mirada de evaluación antes de dar unos pasos hacia adelante. Kael hizo lo mismo, desmontando con calma, con cada movimiento calculado para proyectar control y autoridad. Sus botas se hundieron ligeramente en la tierra húmeda mientras avanzaba, cada paso resonando con un eco sutil pero imponente.
En el centro del campo, Kael se detuvo frente a Narrok. Su mirada era fría y penetrante, analizándolo sin el menor asomo de emoción. Narrok, un hombre de mediana edad con el rostro marcado por el rigor de la guerra, lo miraba con una calma tensa. Su cabello negro, largo y atado en una coleta baja, caía sobre su armadura de placas purpúrea, una obra de artesanía repleta de grabados en oro negro que reflejaban la luz del sol con un brillo siniestro.
A su lado, destacaban tres figuras de gran importancia.
El primero era un orco colosal, con la piel de un verde oscuro y cicatrices profundas que cruzaban su rostro en patrones desordenados, recuerdos de incontables batallas libradas sin piedad. Su armadura, aunque gruesa y resistente, estaba desgastada y marcada por incontables golpes. En su cintura colgaba un enorme hacha de guerra, su hoja mellada por los años de uso. Montaba un rinoceronte de guerra, una bestia monstruosa protegida con gruesas placas de metal, cuyos resoplidos dejaban salir nubes de vapor en el aire frío de la mañana.
Junto a él, un hombre lagarto de escamas verdes y grises observaba con cautela. Su rostro afilado y sus ojos reptilianos brillaban con una inteligencia depredadora. Una cicatriz en forma de zarpa surcaba su mejilla izquierda, testimonio de un combate brutal. Su armadura era más rústica, compuesta de placas de metal superpuestas y cuero endurecido, diseñada para permitirle moverse con velocidad y agilidad. A su lado, su montura, una gigantesca lagartija de escamas rojas, se mantenía inquieta, su cola moviéndose con lentitud pero con una amenaza latente.
Finalmente, la última figura que acompañaba a Narrok era un alto elfo. Su piel pálida y sus rasgos finos le conferían una belleza casi irreal, como si fuera una escultura viviente tallada en mármol. Sus orejas alargadas sobresalían de su yelmo dorado, y su armadura blanca resplandecía con la luz del sol. Cada movimiento suyo era elegante, casi fluido, como si el peso del metal no lo afectara en absoluto. Montaba un ciervo blanco como la nieve, su armadura decorada con intrincados grabados dorados que reflejaban la luz con un resplandor etéreo.
La brisa helada arrastraba consigo el olor a tierra húmeda y acero, meciendo los estandartes como si fuesen las fauces abiertas de bestias ancestrales, ansiosas de devorar a aquellos que osaran desafiar el equilibrio de la guerra. El sol del amanecer, apenas un orbe pálido en el horizonte, proyectaba sombras largas y distorsionadas sobre el campo de batalla, como si la misma tierra estuviera aferrándose a la penumbra, negándose a presenciar la inminente carnicería.
El aire vibraba con la tensión de dos ejércitos enfrentados, y en el centro, dos figuras destacaban como titanes destinados a decidir el destino de miles.
Narrok permanecía erguido, su armadura negra reflejando destellos carmesí a la luz del sol naciente, como si la sangre de incontables batallas hubiera impregnado el metal mismo. Sus ojos rojos, duros como piedras preciosas arrancadas de las profundidades del infierno, perforaban la distancia entre él y su oponente. Frente a él, Kael, imponente sobre su montura, lo observaba con una mezcla de desprecio y diversión.
—Qué rápido fue tu rendición, Narrok —soltó Kael, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, fríos y calculadores—. Pensé que el "Asesino Rojo" iba a ser más desafiante.
Su voz resonó en la llanura silenciosa, provocando un leve temblor entre las filas enemigas. Acto seguido, escupió en la tierra, su saliva oscura manchando la hierba como un presagio de lo que vendría.
Narrok, con su expresión pétrea, no respondió de inmediato. Sus dedos, cubiertos por guanteletes con grabados de runas antiguas, se crisparon apenas sobre la empuñadura de su espada, pero su rostro no mostró más que un leve gesto de fastidio.
—No he venido aquí a rendirme, Kael. He venido a ofrecerte una oportunidad para evitar una masacre innecesaria —dijo finalmente, su voz profunda, grave, con el tono de quien está acostumbrado a dar órdenes y verlas cumplidas.
Kael inclinó la cabeza levemente, su sonrisa convirtiéndose en una mueca burlona. Luego, dejó escapar una carcajada breve, seca, carente de verdadero humor.
—¿Evitar una masacre? —repitió, degustando cada palabra como si fueran un manjar exótico. Sus ojos recorrieron a Narrok de arriba abajo, evaluándolo como un depredador evalúa a su presa antes de desgarrarle la garganta—. ¿Y por qué haría yo eso? Mis hombres están listos para luchar, ansiosos de desollar a tus fuerzas y arrancar sus cabezas de sus miserables cuerpos. No necesito tu compasión ni tus ofertas de tregua.
Narrok esbozó una sonrisa apenas perceptible, aunque el destello de furia en sus ojos traicionó su aparente calma.
—No subestimes a mis hombres, Kael —advirtió en un tono más bajo, apenas un susurro que el viento helado arrastró entre ellos—. Sabes tan bien como yo que esta batalla está a mi favor. Pero aún hay tiempo para resolver esto sin derramamiento de sangre innecesario.
Se detuvo un instante, dejando que sus palabras se filtraran en la mente de Kael antes de continuar:
—El vizconde Edric te da una oferta a ti y al general Thornflic: ustedes y sus hombres podrán irse sin ser perseguidos, sin ser atacados. No habrá guerra, no habrá batalla. Esta invasión será perdonada.
Kael entrecerró los ojos con evidente irritación. Pero Narrok prosiguió:
—Obviamente, habrá condiciones. Se devolverán las tierras ocupadas, los súbditos de mi vizconde serán liberados y, como compensación, se exigirá un pago de dos millones de lingotes de platino, ocho millones de lingotes de oro, quince millones de lingotes de plata y el doble en monedas. A cambio, no habrá destrucción. Todos podrán regresar a sus hogares con vida.
El silencio que siguió fue absoluto. Incluso el viento pareció contener el aliento, expectante.
Entonces, Kael soltó una risotada, una carcajada hueca que se extendió como el eco de una campana de funeral.
—Tu señor no solo es inútil, patético y despreciable —murmuró, su voz cargada de veneno—, sino que también es un gran idiota.
Avanzó un paso más, sus botas aplastando la hierba reseca bajo su peso. La maza en su mano derecha, una bestia de acero y muerte, colgaba de su costado como si estuviera ansiosa por saciar su hambre.
—¿Realmente crees que vamos a aceptar semejante propuesta? —continuó, su voz goteando desprecio con cada palabra—. Esta batalla no se evitará con promesas vacías y demandas absurdas.
Narrok no apartó la mirada, aunque un destello de furia cruzó fugazmente su expresión.
—Kael —dijo con calma forzada—, esta es tu última oportunidad.
—No necesito oportunidades. Solo necesito tu cabeza en una pica —interrumpió Kael, su tono carente de cualquier rastro de paciencia.
Narrok apretó los dientes.
—Mi señor ha sido generoso.
—Que se meta su generosidad por el culo —espetó Kael, inclinándose lo suficiente como para que sus palabras llegaran con claridad absoluta a los oídos de Narrok—. Prepárate para ver cómo sus tierras arden, cómo sus súbditos claman por piedad y cómo su linaje es reducido a cenizas.
El general enemigo no respondió de inmediato. Por primera vez en toda la conversación, su expresión se endureció en una máscara de verdadera furia. Sin embargo, cuando habló, su voz fue apenas un murmullo.
—Que así sea, Kael. Pero recuerda mis palabras cuando tus hombres caigan y tus huesos sean olvidados en este campo de batalla.
Kael no se molestó en contestar. Simplemente se dio la vuelta, con la maza descansando sobre su hombro, y señaló con un leve gesto a sus hombres para que se retiraran.
—Narrok, espero que tengas una tumba preparada —gruñó, antes de alzar su arma y ordenarle a sus hombres que regresaran.
Los guerreros de Kael no necesitaban más órdenes. Sabían que la diplomacia había fracasado y que la brutalidad tomaría el relevo. La tregua temporal había sido solo una pausa antes del inevitable derramamiento de sangre.
Narrok, con una mirada de fría determinación, regresó a su grupo. Su orco comandante, una bestia brutal con cicatrices que atravesaban su cara y brazos, se adelantó, su aliento apestando a carne cruda.
—¿Vamos a acabar con ellos, jefe? —gruñó, con una voz como el roce de acero sobre piedra.
Narrok asintió, su mirada fija en el horizonte donde se encontraba el ejército de Kael.
—Sí. Vamos a darles lo que merecen.
El hombre lagarto se relamió las fauces, sus ojos reluciendo con anticipación.
—He esperado este momento. Sus gritos serán música para mis oídos.
A medida que Kael y sus hombres regresaban a sus líneas, el sol se levantaba, bañando el campo de batalla con una luz dorada que realzaba la tensión en el aire. El silencio que había prevalecido durante la tregua se rompió abruptamente cuando los tambores y cuernos de guerra comenzaron a sonar nuevamente, resonando por todo el valle y señalando el inicio de la confrontación. Las órdenes resonaban a lo largo de las filas, y los soldados ajustaban sus armaduras, afilaban sus espadas y lanzas, y preparaban sus escudos, alistándose para el inevitable choque.
Kael recorrió una vez más las filas de sus hombres, su voz resonando como un rugido.
—¡Hoy, venceremos! ¡No dejaremos que un vizconde patético y sus mercenarios nos detengan! ¡Por el Ducado de Zusian, por Iván, por los Erenford! ¡Por la venganza! ¡Sangre por sangre!
Sus hombres respondieron con un rugido ensordecedor, golpeando sus escudos y armaduras, elevando sus armas hacia el cielo. La formación se ajustó y cambió, siguiendo las órdenes de Kael. Kael había aprendido una formación defensiva de los más grandes generales y estrategas de Yuxiang, el enorme continente lleno de dinastías sumidas en guerras tan sangrientas y masivas como las de la propia Aurolia. Esta formación funcionaría mejor para la táctica que planeaban usar.
Deshizo los bloques de infantería y los reformó en varios "armazones" de infantería pesada de élite, apoyados por unidades que actuaban como "uniones". Estas uniones podían rápidamente enlazar un armazón con otro, modificando la formación de manera precisa, como barras o columnas de apoyo que se apuntalan a sí mismas para sumar su fuerza. Estas uniones podían absorber y dispersar ataques, previniendo que los armazones se fracturaran. Kael también separó a la mitad de los infantes pesados para formar bloques densos de soldados que protegieran a los ballesteros comunes y de élite. Reubicó a los arqueros en la colina donde él mismo se encontraba, mientras movilizaba a los infantes ligeros, listos para lanzar una lluvia de jabalinas. Con la infantería media formó pequeños bloques para que actuaran como refuerzos y apoyo, dispuestos a entrar en combate donde fueran necesarios.
En la distancia, el ejército de Narrok también se preparaba, sus propios tambores resonando en respuesta. Los estandartes ondeaban en el viento, y el ejército enemigo marchaba en formación, avanzando lentamente hacia el campo de batalla. Los ojos de Kael se estrecharon al ver los toscos estandartes con un cuerno negro sobre un campo sangriento de los orcos, que estaban a la vanguardia. Estos avanzaban lentamente, mientras los cuernos rasgaban el cielo, anunciando su presencia con un eco aterrador.
Los mercenarios de Narrok se desplegaban con la ferocidad de una plaga desatada, un aluvión de bestias sedientas de sangre que cubría la llanura con su oscura presencia. Al frente, los orcos cabalgaban sobre colosales rinocerontes acorazados, sus monturas monstruosas avanzaban con pesadas pisadas que hacían retumbar la tierra. La gruesa armadura de los bestiales jinetes relucía bajo la pálida luz del sol, desgastada por incontables batallas y manchada con la sangre de enemigos caídos. Sus pieles verdes, curtidas por cicatrices de antiguas guerras, resplandecían con un fulgor aceitoso, y sus rostros deformados por colmillos descomunales y ojos inyectados en ira eran la viva imagen de la brutalidad primigenia.
Justo detrás de ellos, con un sigilo reptiliano, marchaban los hombres lagarto. Sus cuerpos cubiertos de escamas reflejaban la luz con un brillo enfermizo, y sus ojos amarillos, alargados y llenos de hambre, destellaban con un ansia asesina. Se deslizaban entre las filas orcas con movimientos calculados, su andar metódico y depredador haciendo parecer que acechaban una presa invisible. De vez en cuando, sus lenguas bífidas asomaban entre sus fauces entreabiertas, probando el aire, degustando el miedo de aquellos que sabían lo que venía.
Más atrás, una horda de levas vestidos con armaduras desiguales y portando una mezcolanza de armas robadas y forjadas en herrerías de baja calidad, marchaba sin la disciplina de los legionarios del Ducado. Sin embargo, lo compensaban con número y la desesperación de aquellos que luchaban por oro o supervivencia. Se movían con un bullicio errático, gritando entre ellos, ajustándose los yelmos y asegurando sus lanzas en las manos sudorosas, algunos con sonrisas nerviosas, otros con el vacío de la resignación en la mirada.
Kael observaba todo desde la colina, su expresión imperturbable, sus ojos fríos como la piedra. Nada en el despliegue enemigo era casualidad. La brutal vanguardia de los orcos no solo era una barrera de fuerza bruta, sino un embate diseñado para desgastar sus filas en los primeros instantes del combate. Los hombres lagarto, veloces y letales, flanquearían a cualquiera que intentara resistir demasiado cerca del frente, desgarrando gargantas y cercenando extremidades antes de que los soldados siquiera pudieran reaccionar. Y las levas... las levas eran la carne desechable, enviados a donde fueran necesarios para sostener la marea.
—Quieren que derramemos nuestra sangre antes de que el verdadero enfrentamiento comience... —murmuró Kael, su voz apenas un susurro ahogado por el estruendo del ejército en movimiento. Una sonrisa sutil, helada, cruzó sus labios.
El sonido de las pisadas de los rinocerontes se intensificó, creciendo de un retumbar distante a un trueno devastador. Los jinetes orcos, embebidos en su sed de matanza, soltaron alaridos de guerra que resonaron por todo el campo, una sinfonía de brutalidad ancestral que buscaba quebrar la voluntad del enemigo antes incluso de la primera embestida. Las bestias, cada una del tamaño de una casa, avanzaban con furia desatada, sus cascos despedazando la tierra y lanzando fango y polvo a su paso. La distancia entre ellos y las líneas de legionarios se acortaba a un ritmo vertiginoso.
Kael levantó la mano con calma, y la respuesta de su ejército fue inmediata. No hubo órdenes gritadas, solo la obediencia instintiva de soldados curtidos en la masacre. Los arqueros y ballesteros, atrincherados en sus posiciones, desataron un diluvio de proyectiles con la precisión de verdugos. Flechas y virotes hendieron el aire con un silbido mortal antes de hundirse en carne, atravesando ojos que estallaron como frutos podridos, perforando hocicos y desgarrando gargantas con la furia de depredadores invisibles.
Los rinocerontes bramaron en un coro de dolor inhumano. Algunos intentaron continuar la carga con los cuerpos atravesados por docenas de proyectiles, pero sus patas traicionaron su brutalidad y se desplomaron, aplastando a sus propios jinetes en una carnicería de huesos rotos y entrañas esparcidas. Los que aún cabalgaban lo hacían sobre monturas moribundas, cuyos corazones latían por última vez antes de estallar en una hemorragia interna que les convertía en cadáveres andantes.
Pero la horda no se detenía.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, la infantería ligera zusiana lanzó sus jabalinas con una violencia despiadada. No hubo fallos. Las lanzas se hundieron en cuellos, abrieron vientres como si fuesen de papel, atravesaron corazones con la facilidad con la que un verdugo hunde su hacha en la carne de un condenado. Un rinoceronte recibió una jabalina directamente en la boca, y su cráneo estalló en un charco de sangre y sesos antes de caer sobre su costado, aplastando a tres orcos que apenas tuvieron tiempo de gritar antes de ser reducidos a pulpa bajo su peso.
Y entonces sonó el cuerno de guerra.
El suelo rugió con hambre de muerte, y como colmillos de una bestia ancestral, hileras de estacas surgieron de la tierra, letales, despiadadas. Los primeros rinocerontes no tuvieron oportunidad de esquivarlas. Las estacas de madera y acero se hundieron en sus pechos, rompiendo costillas como ramas secas, empalando corazones aún latiendo. Sus cuerpos convulsionaron en una agonía infernal, pateando el aire con desesperación, vomitando sangre en borbotones antes de quedar inmóviles, convertidos en grotescos monolitos de carne perforada.
Los orcos no tuvieron mejor suerte. Algunos fueron lanzados por los aires solo para caer con un crujido seco sobre la tierra ensangrentada. Otros quedaron atrapados en la maraña de cadáveres, piernas y brazos destrozados, gritando mientras las estacas les atravesaban lentamente el torso, clavándose entre costillas y perforando órganos con la frialdad de un carnicero en plena labor.
La carga se convirtió en un lodazal de muerte y sufrimiento. Los cuerpos de las bestias caídas formaron montañas de carne mutilada, de donde aún salían estertores, gemidos ahogados y alaridos de aquellos que aún no habían muerto, pero estaban demasiado destrozados para seguir luchando. Algunos orcos rompieron algunas estacas y cargaron, pero los tiradores zusianos no les dieron tregua.
Desde la retaguardia, los tiradores renovaron su ataque. Flechas y virotes llovieron sobre los orcos atrapados, clavándose en espaldas, perforando cráneos, atravesando lenguas que intentaban gritar maldiciones pero solo escupían sangre. Algunos, aún con media docena de proyectiles en el cuerpo, intentaron arrastrarse lejos del infierno que los devoraba, solo para ser pisoteados por sus propios camaradas en su desesperación por huir.
El campo de batalla era un océano de vísceras, un altar de carne destrozada ofrecido a dioses crueles. El aire hedía a sangre caliente, a bilis, a la peste de la muerte inminente. Y en medio de todo, Kael miró el espectáculo con la frialdad de un arquitecto observando la obra maestra de la destrucción.
La embestida había sido detenida. La primera oleada de Narrok, devastada.
Pero Kael no era ingenuo. Sabía que esto era solo el inicio.
El estruendo de los tambores de guerra resonó en el campo de batalla, un ritmo grave y ominoso que marcaba el compás del derramamiento de sangre. Cada golpe era un eco de la muerte, un llamado a la masacre. La infantería media comenzó a moverse con precisión letal. Sus botas hundiéndose en la tierra empapada de sangre, avanzaban como una ola imparable, cercando a los orcos que, ahora atrapados, gruñían y rugían como bestias salvajes acorraladas.
Las estacas de madera, ennegrecidas por la sangre y la carne de los primeros jinetes que habían caído en la emboscada, se erguían como crueles centinelas sobre un campo de batalla transformado en un matadero. Las enormes bestias de guerra, esas criaturas colosales que los orcos usaban como monturas, aún jadeaban en agonía, sus cuerpos perforados y sus rugidos sofocados por la muerte inminente.
Kael no dejó que la euforia de la ventaja lo cegara. Con un gesto de su mano, ordenó el avance de la infantería pesada. Como una muralla de hierro y carne, estos soldados avanzaron con pesados escudos relucientes y alabardas afiladas, cerrando cada posible escape de los orcos.
La lucha cuerpo a cuerpo era una orgía de brutalidad sin piedad. Hombres y bestias se enfrentaban en un espectáculo de violencia despiadada. Un infante pesado, sin el yelmo y con la mandíbula tensa y los ojos ardientes de furia, hundió su espada en el cuello de un orco. La hoja se deslizó entre la carne y el hueso con un sonido húmedo y nauseabundo. La sangre brotó en un chorro caliente y oscuro, bañando al soldado en una lluvia de muerte. Sin inmutarse, sacó su espada y con un giro veloz, cercenó la cabeza de otro enemigo que se lanzaba sobre él con una maza de guerra.
Más adelante, un veterano legionario, su rostro marcado por viejas cicatrices, elevó su alabarda por encima de su cabeza y la dejó caer con una fuerza devastadora. El filo se hundió en el cráneo de un orco, partiéndolo como una fruta madura. Un crujido espantoso reverberó en el aire mientras la criatura caía de rodillas, su cerebro esparcido sobre el lodo ensangrentado.
Pero los orcos, incluso acorralados y superados en número, no cayeron sin luchar. Eran guerreros por naturaleza, hijos de la guerra y la brutalidad. Sus rugidos se mezclaban con los gritos de los moribundos mientras blandían sus armas con la desesperación de un animal herido. Un orco enorme, con el rostro cubierto de cicatrices y un ojo perdido en alguna batalla pasada, empuñaba un mandoble con ambas manos. De un solo tajo, partió a un legionario en dos, sus intestinos deslizándose entre el barro.
A su alrededor, los últimos jinetes orcos intentaban reorganizarse, pero el cerco de Kael era implacable. Uno de ellos, un comandante con una armadura de placas oscuras adornadas con cráneos humanos, aulló órdenes en su lengua gutural. Su rinoceronte, una bestia monstruosa con el hocico ensangrentado y el costado cubierto de jabalinas y partesanas clavadas, embistió con furia. Con un solo golpe de su cuerno, atravesó a tres soldados, sus cuerpos destrozados en un instante. Pero en ese mismo momento, una docena de infantes medios rodearon al animal. Sus partesanas, largas y filosas, se hundieron en la carne gruesa de la criatura, que bramó en un alarido de agonía. Su jinete gritó maldiciones mientras era derribado de la silla, su cráneo reventado contra una roca al caer.
El suelo se había convertido en un océano de muerte. Cadáveres mutilados, miembros cercenados y rostros congelados en expresiones de terror adornaban el campo de batalla como un lienzo macabro. La sangre formaba riachuelos oscuros que corrían entre los cuerpos, mezclándose con la tierra y el sudor.
Kael, observando desde la distancia, alzó la mano una vez más, su mirada impasible reflejando la certeza de la victoria. En las colinas cercanas, los arqueros tensaron sus cuerdas con precisión mecánica, sus movimientos sincronizados como los engranajes de una máquina de guerra. La luz del sol se reflejaba en las puntas de las flechas, que descendieron como una lluvia letal sobre los orcos restantes. No hubo piedad ni error. Cada proyectil encontraba su blanco con una precisión mortal, perforando gargantas, ojos y corazones. Algunos orcos se desplomaban de inmediato, mientras que otros caían de rodillas, ahogándose en su propia sangre, con sus cuerpos convulsionándose en espasmos grotescos.
La sangre salpicaba en todas direcciones, creando un paisaje infernal de barro y fluidos vitales que impregnaban el aire con el hedor metálico de la muerte. Pero aun así, los infantes medios de Kael avanzaban con una determinación feroz, sus espadas y partesanas cortando a través de la carne con una precisión despiadada. Las armas se hundían profundamente en los cuerpos de los orcos, desgarrando músculos y quebrando huesos con un sonido húmedo y crujiente. Los gemidos de los agonizantes resonaban por el campo de batalla, apenas audibles sobre el estruendo del combate. Las armas, ya opacadas por la sangre coagulada, brillaban bajo la luz del sol con un fulgor carmesí que solo incrementaba la sensación de brutalidad del enfrentamiento.
Kael recorría el campo de batalla con una mirada fría y calculadora, cada movimiento de sus tropas reflejado en sus pensamientos como si estuviera presenciando un tablero de guerra viviente. Su estrategia estaba funcionando, pero sabía que no podía permitirse el lujo de subestimar a los orcos. Con un gesto, ordenó a sus ballesteros y arqueros en la colina que concentraran sus proyectiles en los puntos de resistencia más fuertes. De inmediato, una nueva lluvia de proyectiles comenzó a descender sobre los orcos, diezmando a los guerreros más peligrosos con una precisión implacable. Las flechas y virotes perforaban armaduras y carne, atravesaban yugulares, se incrustaban en cavidades oculares y destrozaban tráqueas con una facilidad espantosa. Algunos orcos caían con gritos de agonía, sus cuerpos convulsionando mientras la sangre brotaba en torrentes oscuros y espumosos. Otros, con virotes clavados en el pecho, intentaban seguir luchando solo para desplomarse segundos después, su furia apagada por la inexorable realidad de la muerte.
Kael despachó a una parte de los legionarios de las sombras y a los desolladores carmesíes, quienes con su letal eficacia atacaban con precisión quirúrgica. Se movían como espectros entre las filas enemigas, sus alabardas y espadas eliminando a los líderes orcos y desmantelando cualquier intento de contraataque antes de que pudiera tomar forma. Uno de ellos, con una velocidad inhumana, esquivó un tajo de un orco corpulento antes de hundir su alabarda en la garganta de la bestia y girar la muñeca con un movimiento fluido. La sangre brotó a borbotones mientras el orco intentaba respirar, sus ojos inyectados en furia apagándose lentamente. Otro desollador carmesí, con una precisión milimétrica, cercenó el tendón de aquiles de un orco antes de decapitarlo con un giro ágil de su espada flamígera.
El campo de batalla se teñía de rojo y negro a medida que los cuerpos se apilaban y la resistencia orca disminuía. La sangre empapaba el suelo, convirtiendo la tierra en un fango pegajoso que dificultaba el movimiento. Pero los soldados de Kael avanzaban sin pausa, su disciplina y entrenamiento sobrepasando con creces la fuerza bruta de los orcos. Cada movimiento estaba calculado, cada ataque ejecutado con precisión quirúrgica. Las espadas y partesanas destrozaban sin piedad, desmembrando y destripando, bañando a los soldados en una lluvia de sangre y vísceras.
La formación defensiva, inspirada en los estrategas de Yuxiang, probaba su valía mientras los infantes pesados mantenían las líneas firmes. Sus escudos de acero forjado se unían en una barrera impenetrable, resistiendo los embates desesperados de los orcos que aún luchaban con la ferocidad de bestias acorraladas. Algunos, en un frenesí de desesperación, intentaban trepar sobre los escudos, solo para ser empalados por alabardas antes de tocar el suelo. Las unidades de apoyo aseguraban que ningún soldado quedara sin respaldo, lanzando jabalinas y proyectiles con la misma precisión metódica que había definido la batalla hasta el momento.
Los gritos de guerra se mezclaban con los gemidos de los heridos y los alaridos de los moribundos, creando una sinfonía macabra de muerte y desesperación. Las extremidades cercenadas seguían volando por el aire, y el suelo se seguía cubriendo de cadáveres mutilados y charcos de sangre. La escena era dantesca, un cuadro de destrucción en su forma más cruda y brutal.
Los desolladores carmesíes, con sus hachas y espadas manchadas de un negro viscoso, arrancaban gritos de agonía de sus enemigos mientras los desmembraban con brutal eficiencia. Uno de ellos lanzó su hacha con un movimiento experto, incrustándola en el cráneo de un orco que rugía en medio del caos. La criatura se tambaleó, su cuerpo sacudido por espasmos antes de caer de bruces en el fango ensangrentado. Otro, con una sonrisa sádica, hundió su daga en el abdomen de un orco y giró la hoja, destripándolo con un movimiento lento y metódico.
—¡Mantengan las líneas! ¡No se dispersen! —ordenó Kael, asegurándose de que sus tropas no cayeran en la euforia del combate. —¡Empujen más! ¡No dejen que se reagrupen! ¡Pesados de élite, mantengan sus posiciones; que ninguno entre en la melee de los infantes medios! —su voz resonaba con una autoridad incuestionable, cortando a través del estruendo del combate como una cuchilla afilada.
Los soldados obedecieron sin vacilar, manteniendo la formación y avanzando con determinación inexorable. Su disciplina y preparación contrastaban con el caos desesperado de los orcos, cuyas filas se desmoronaban ante la marea implacable de la estrategia de Kael. Haciendo que el campo de batalla se volviera un espectáculo de horror y violencia sin igual, un terreno donde la sangre y el acero tejían una sinfonía macabra. La tierra, ennegrecida por el hedor de la muerte, se volvía resbaladiza bajo el peso de los cadáveres amontonados, mientras riachuelos de sangre negra y roja se filtraban entre las grietas del suelo como si la misma tierra bebiera del sacrificio que se le ofrecía. Los gritos de dolor, el estrépito del metal chocando contra el metal, y los gemidos guturales de los moribundos componían la única melodía que resonaba en aquel infierno.
Kael, con la vista afilada como la de un depredador, no dejaba de analizar cada detalle de la batalla. Sabía que la aniquilación de los orcos era inminente, pero la llegada del ejército principal lo obligaba a reajustar su estrategia. Su mente trabajaba con la precisión de un reloj de guerra mientras escudriñaba las formaciones enemigas, sus ojos recorriendo con rapidez los estandartes negros de las Guardias del Cuervo y las monstruosas figuras de los berserkers lagartos que marchaban con furia inhumana. Cada uno de aquellos guerreros reptilianos, con cuerpos cubiertos de escamas gruesas y cicatrices de antiguas batallas, alzaba su enorme hacha de doble filo con una facilidad aterradora. Su avance era implacable, como una marea oscura dispuesta a arrasar todo a su paso.
—¡Torak, dirige la mitad de las tropas de proyectiles a las nuevas unidades enemigas! —rugió Kael, su voz cortando el estrépito del combate.
Las órdenes fueron ejecutadas con la precisión de un mecanismo bien aceitado. En las colinas y tras las filas de infantería, miles de arqueros y ballesteros alzaron sus armas en perfecta sincronía, alineándose con la disciplina que solo el entrenamiento más brutal podía inculcar. La tensión de las cuerdas se hizo audible, un siniestro presagio de la muerte que se cernía sobre el enemigo.
—¡Lancen!
El cielo se oscureció momentáneamente cuando la lluvia de flechas y virotes ascendió con un silbido agudo antes de precipitarse sobre la vanguardia enemiga. El impacto fue devastador. Los proyectiles penetraron carne, perforaron escamas y atravesaron armaduras con una violencia implacable. Berserkers lagartos, criaturas que parecían inmunes al dolor, se tambalearon al ser atravesados por docenas de flechas. Algunos cayeron al instante, con gargantas perforadas o cráneos destrozados, mientras otros, aún con los cuerpos cubiertos de proyectiles, rugían con una ira ciega antes de desplomarse.
Pero las Guardias del Cuervo eran distintas. Aquellos guerreros curtidos por la guerra alzaron sus escudos en formación cerrada, formando un muro casi impenetrable que absorbió gran parte del impacto. Kael frunció el ceño. Sabía que estos soldados no eran simples reclutas, sino veteranos endurecidos, verdaderas unidades militares que no se quebrarían con facilidad.
Mientras los proyectiles continuaban cayendo como una tormenta implacable, el resto del campo de batalla se transformaba en un matadero sin piedad.
En el epicentro de la carnicería, la infantería media avanzaba como una marabunta de acero y músculo, empujando a los orcos hacia su aniquilación total. Aquellas bestias, desorientadas y desgastadas por el combate prolongado, comenzaban a sucumbir bajo la presión de los disciplinados soldados humanos. Cada tajo y cada golpe de alabarda y partesana, cada embate de escudo era ejecutado con precisión quirúrgica.
Los gritos de los orcos moribundos se elevaban en el aire, mezclándose con el sonido del acero desgarrando carne y astillando hueso. El hedor a sangre, sudor y muerte impregnaba la atmósfera, volviéndola densa, casi sofocante. En medio del caos, un orco de tamaño colosal, cubierto de cicatrices y con un mandoble oxidado en las manos, lanzó un rugido de furia antes de abalanzarse sobre un grupo de soldados. Con un solo barrido de su arma, partió a dos hombres por la mitad, sus cuerpos cayendo como muñecos rotos. Pero antes de que pudiera alzar su espada nuevamente, una alabarda atravesó su pecho con un sonido sordo y grotesco. El orco soltó un gruñido entrecortado, su mirada vidriosa descendiendo hasta la punta de acero ensangrentada que emergía de su torso.
Su asesino, un legionario ensangrentado pero imperturbable, giró la alabarda con brutalidad, abriendo una herida monstruosa en el cuerpo de la bestia. El orco cayó de rodillas, la sangre brotando de su boca en gruesos borbotones negros. Intentó murmurar algo, quizás una maldición, pero la espada del soldado se hundió en su cuello antes de que pudiera emitir un sonido más.
—¡Toquen el cuerno! ¡Que la infantería media deje el cerco y se reagrupe en nuestra retaguardia! ¡Que la infantería pesada cubra a los soldados en frente y que los pesados de élite frescos reemplacen a los ya desgastados! —bramó Kael.
Los cuernos resonaron con una profundidad ominosa, un estruendo que se propagó por el campo de batalla como la voz de la mismísima muerte. La infantería media comenzó a retirarse con disciplina férrea, cubiertos por la imponente línea de la infantería pesada. Los orcos rezagados, aún atrapados en el cerco, aullaban de rabia y desesperación, pero sus gritos fueron acallados por la interminable lluvia de proyectiles.
Los infantes medios, empapados en sangre enemiga y jadeantes por el esfuerzo, cruzaron la línea de defensa y se reagruparon en la retaguardia, listos para una nueva fase del combate. Frente a ellos, la infantería pesada se plantó como una muralla impenetrable, sus enormes escudos formando una barrera infranqueable. Y entre ellos, los pesados de élite avanzaron al frente, guerreros colosales envueltos en placas de acero que reflejaban la luz del sol como si fueran heraldos de la muerte misma.
La batalla no había terminado. No mientras la marea de la guerra aún rugiera, no mientras Kael y sus hombres se mantuvieran firmes. La tierra seguiría bebiendo sangre, y la muerte continuaría danzando entre los guerreros hasta que el último de sus enemigos cayera bajo la furia de su acero.
Mientras los últimos pesados de élite cambiaban de lugar, las unidades enemigas avanzaban sobre los cadáveres en un instante. Los berserkers y las Guardias del Cuervo, cubiertos de sangre y con los ojos llenos de furia, chocaron con una brutalidad desmedida junto a una lluvia de flechas de los elfos, de la leva y de los cuerpos de Guardias del Cuervo del ejército de Narrok, que avanzaba más cerca de sus formaciones. El impacto fue brutal, los gritos de guerra y el choque de las armas resonaron con una intensidad ensordecedora. El aire se llenó con el hedor de la sangre y el sonido de carne desgarrada. Las armas chocaban con un sonido metálico y los gritos de dolor de los orcos se mezclaban con los de los hombres de Kael. Las hojas afiladas atravesaban armaduras y carne, desgarrando todo a su paso. El suelo temblaba bajo el peso de la batalla, mientras la tierra se empapaba de sangre.
Los orcos restantes, ahora atrapados entre las fuerzas de Kael y la embestida de sus propios refuerzos, luchaban desesperadamente ya no por un bando sino por su propia supervivencia. Los soldados de Kael, manteniendo la formación, repelían el ataque con una precisión letal. Las alabardas se hundían en carne y hueso, cercenando extremidades y partiendo cráneos. Los gritos de dolor y agonía llenaban el aire mientras los soldados de Kael mantenían su implacable avance. Los cuerpos destrozados de los orcos y berserkers yacían en montones, algunos todavía moviéndose con espasmos finales de vida, los ojos vidriosos fijos en el vacío.
La sangre manchaba la armadura de los combatientes, los rostros curtidos por el esfuerzo mostraban tanto la adrenalina del momento como el agotamiento de la batalla. El sonido de los huesos crujiendo bajo las botas de los guerreros resonaba entre los gritos de guerra y los alaridos de los moribundos. La presión ejercida por la infantería pesada de Kael resultaba insoportable para los enemigos, quienes comenzaban a ceder terreno, forzados a retroceder bajo la fuerza incesante de los embates.
Las enormes hachas de los berserkers hombres lagarto, cubiertas de sangre y vísceras, descendían como guadañas, partiendo cuerpos y astillando escudos. Sin embargo, la disciplina de los legionarios de hierro mantenía la línea, resistiendo los embates con escudos reforzados y alabardas que encontraban su objetivo en los torsos desprotegidos de los lagartos. Algunos de estos colosos caían con gruñidos guturales, la vida escapando de sus enormes cuerpos mientras sus vísceras se esparcían sobre el suelo empapado de sangre.
Finalmente, el cuerno de Narrok resonó y sus fuerzas comenzaron a retirarse, pero no sin dejar un rastro de cuerpos destrozados y mutilados. Los soldados de Kael avanzaban sobre los cadáveres, sus botas hundiéndose en la mezcla de sangre y barro, cada paso produciendo un chasquido húmedo y repugnante. La visión era la de un campo de matanza, donde la vida se extinguía con cada momento que pasaba. Kael, con ojos fríos y calculadores, observó la retirada.
Kael ordenó que sus tropas desgastadas fueran reemplazadas rápidamente, anticipando el próximo asalto. La infantería media y pesada se reorganizó con disciplina, sus filas cerrándose como una muralla de acero, mientras los arqueros y ballesteros volvían a tensar sus armas, preparándose para otra lluvia mortal de proyectiles.
Las levas enemigas, tratando de despejar el campo, se encontraron con la brutal embestida de la caballería media de Kael. El retumbar de los cascos sacudió la tierra, los corceles avanzaban con fuerza y los jinetes blandían sus espadas, lanzas y gujas con precisión letal. Los hombres de Narrok apenas tuvieron tiempo de reaccionar cuando la tormenta de acero y músculo los arrolló sin piedad.
Las armas cortaban carne y quebraban huesos, las lanzas de los jinetes perforaban torsos y gargantas, mientras las espadas cercenaban extremidades y abrían vientres, desparramando órganos sobre el fango carmesí. La desesperación se reflejaba en los ojos de los enemigos, algunos soltando sus armas en un intento inútil de huir, solo para ser abatidos por los jinetes de Kael, quienes no mostraban ni una pizca de misericordia.
El campo se llenaba nuevamente de cadáveres mientras las tropas de proyectiles descansaban para la próxima oleada, sus arcos y ballestas listos para desatar otra lluvia mortal de flechas y virotes.
Narrok, reorganizando sus fuerzas, preparaba una formación letal. Las cuñas de caballería pesada, con los jinetes de ciervo elfos al frente, se movían como una serpiente,cando el punto exacto donde el infierno estallaría con mayor violencia.
Los jinetes de ciervo avanzaban con una disciplina inquebrantable, sus armaduras brillantes y sus armas listas para desatar una embestida mortal. La tensión en el aire era palpable, una carga que oprimía el pecho de cada soldado en el campo. Kael, consciente del peligro, ajustaba sus propias formaciones con precisión quirúrgica, su mirada calculadora recorriendo la línea de batalla, resplandeciendo bajo el sol abrasador, reflejando destellos cegadores que parecían lenguas de fuego danzando sobre el metal bruñido. Sus lanzas, afiladas como colmillos de una bestia mítica, apuntaban hacia las filas de Kael, amenazantes, sedientas de carne y sangre. En sus ojos, una mezcla de odio implacable y determinación férrea. No había miedo, solo la certeza de que su carga traería muerte y gloria. Sus monturas, imponentes ciervos de pelaje blanquecino y astas afiladas como dagas, golpeaban el suelo con cascos de acero, pisoteando cadáveres y esparciendo vísceras con una brutal indiferencia.
El sol, ahora en su cenit, bañaba la llanura con una luz impía, revelando cada charco de sangre, cada extremidad cercenada, cada rostro contorsionado en un último grito de terror. El hedor a carne pudriéndose y sangre coagulada impregnaba el aire, mezclándose con el grito de los cuervos que ya daban vueltas sobre el campo, esperando el festín que se avecinaba.
Entonces, los tambores volvieron a retumbar, un sonido profundo y gutural que resonó como una sentencia de muerte. La gran cuña de jinetes de ciervo avanzó con una velocidad brutal, la tierra temblando bajo el peso de su carga. Kael no dudó.
—¡Arqueros! ¡Lluvia continua, no los dejen avanzar! —rugió, su voz perforando el caos de la batalla.
Los arqueros respondieron de inmediato, soltando una oleada de proyectiles que oscureció el cielo durante un instante. Las flechas descendieron como un enjambre de avispas furiosas, silbando en el aire antes de impactar contra la caballería enemiga. Algunos jinetes fueron derribados, sus cuerpos perforados y sus monturas cayendo en un aluvión de sangre y polvo. Pero la mayoría, con reflejos casi sobrehumanos, maniobraron con una destreza imposible, esquivando la muerte con movimientos calculados, como si danzaran con la misma parca.
Kael frunció el ceño. Había algo extraño en la trayectoria de la cuña. No iba directamente contra el centro de su formación, sino que se dirigía con una precisión quirúrgica hacia el pilar izquierdo, un punto crítico de su línea de defensa. Lo comprendió de inmediato: Narrok había identificado una debilidad en su formación.
—¡Rápido! ¡Refuercen el pilar izquierdo! ¡Formación cerrada, escudos arriba! —bramó, sus ojos clavados en la amenaza inminente.
Los mensajeros corrieron para transmitir la orden, pero el tiempo era escaso. La caballería enemiga avanzaba a una velocidad devastadora. Los soldados del pilar izquierdo, conscientes del inminente desastre, apretaron las filas, alzaron sus escudos y clavaron las alabardas en el suelo, formando una barrera de acero y determinación. Respiraban con dificultad, el sudor y la suciedad pegándose a sus rostros, el miedo latiendo en sus venas como una plaga silenciosa.
El impacto fue catastrófico.
Los jinetes de ciervo irrumpieron en las filas como una tormenta de muerte. El estruendo del choque fue ensordecedor, un crisol de metal contra hueso, de carne destrozada y gritos de agonía. Los escudos se astillaron como cristal quebrado, las lanzas se partieron bajo la presión insoportable, los cuerpos fueron lanzados al aire como muñecos de trapo. La primera línea de defensores fue prácticamente aniquilada en el primer embate.
Kael observaba con una mirada acerada el caos desatado en el campo de batalla. La sangre, espesa y caliente, formaba pequeños riachuelos en la tierra ennegrecida por la muerte, y el sonido del combate era un rugido incesante de acero chocando, gritos de dolor y el crujir de huesos rotos bajo el peso de los combatientes. La brisa traía consigo el hedor de la carne abierta, del sudor y del miedo, una mezcla penetrante que llenaba los pulmones y volvía todo más insoportable.
Los soldados de Kael luchaban con furia, pero los elfos, con su velocidad y precisión letal, los hacían caer uno tras otro. Un veterano de la vanguardia, con el rostro surcado de cicatrices y la armadura desgarrada, se debatía con una lanza atravesada en el estómago. Su sangre empapaba su armadura y su cota de malla, y sus labios intentaban formar palabras, quizás una súplica o una maldición, pero lo único que salió de su boca fue un borbotón rojo y espeso antes de desplomarse en el barro. Un arquero elfo, desde la distancia, disparó una flecha que se incrustó en el ojo de otro soldado, quien cayó de rodillas con un gemido sordo antes de desplomarse sin vida.
Los ciervos de guerra, enormes y brutales, embestían con fuerza imparable, sus astas destrozaban armaduras y desgarraban carne con facilidad. Un soldado trató de bloquear una de esas embestidas con su escudo, pero la fuerza del impacto le hizo volar por los aires, cayendo con el cuello torcido en un ángulo imposible. Otro, atrapado bajo el peso de su camarada muerto, intentaba arrastrarse, dejando tras de sí un rastro de sangre mientras un jinete élfico le atravesaba la espalda con una lanza sin ni siquiera mirarlo.
Kael frunció el ceño. No podía permitirse una batalla prolongada, no contra los elfos y su velocidad. La señal era necesaria. Levantó su brazo y rugió con voz de trueno:
—¡Ahora!
Desde la retaguardia, la caballería ligera de Kael, oculta tras los bosques, emergió como una sombra de la muerte. Decenas de jinetes, con lanzas bajas y espadas listas, cargaron con furia devastadora. Los elfos, que apenas habían comenzado a percatarse del peligro, fueron sorprendidos. Sus jinetes intentaron reorganizarse, pero el impacto fue brutal. Los jinetes ligeros se lanzaron sobre las líneas élficas con una fuerza arrolladora, lanzas atravesaron costillas y corazones, y los cuerpos salieron despedidos por la violencia del choque.
Un jinete élfico, de armadura dorada, giró su montura en un intento desesperado por esquivar, pero un jinete zusiano le rebanó el cuello con un tajo certero, haciendo que su cabeza rodara por el suelo aún con una expresión de sorpresa grabada en su rostro. Otro elfo intentó bloquear un golpe con su escudo, pero una lanza le perforó la axila, hundiéndose en su torso hasta que la punta emergió ensangrentada por su espalda.
Kael bajó la mirada hacia sus hombres que resistían en la línea del frente. Los sobrevivientes, ensangrentados y cubiertos de polvo y vísceras, continuaban luchando con el mismo frenesí que sus enemigos. Cada paso sobre el suelo era un recordatorio de la brutalidad de la batalla. El barro mezclado con sangre hacía que el terreno se sintiera resbaladizo y pegajoso, y cada cadáver era un obstáculo más en aquella carnicería sin sentido. Los legionarios se aferraban a la vida con dientes y uñas, cada uno luchando por su propia supervivencia en un mundo donde la muerte acechaba en cada rincón. En un rincón del campo de batalla, un oficial elfo, de armadura ornamentada, gritaba órdenes en su lengua nativa, tratando de reestructurar sus fuerzas.
—¡Maten al comandante! —rugió, señalando con su maza.
Sus hombres no dudaron. Un grupo de arqueros disparó en un solo instante, y las flechas volaron como un enjambre de muerte. Algunas rebotaron contra la armadura del comandante élfico, pero una, una sola, se incrustó en su garganta. El oficial se tambaleó, tratando de hablar, pero su voz solo fue un gorgoteo de sangre antes de desplomarse. Su caída fue la señal de un quiebre en las filas élficas. Algunos intentaron continuar la lucha, pero el pánico comenzó a extenderse como una peste.
Kael sonrió, una mueca sombría en su rostro endurecido por la guerra. La batalla aún no había terminado, pero la balanza comenzaba a inclinarse a su favor. Sin embargo, la guerra no solo se medía en victorias y derrotas, sino en la cantidad de muertos que quedaban sobre el campo. Y aquel día, la tierra estaba hambrienta.
—¡Rompan la formación y vuelvan a los bloques de infantería densos! —ordenó Kael. —¡Infantería ligera común y de élite, avancen para apoyar a la caballería!
Mientras reorganizaba sus fuerzas, el sol brillaba intensamente, iluminando el horror de la guerra. Los soldados obedecieron rápidamente, ajustándose a la nueva disposición, sus rostros manchados de sudor y sangre, sus ojos llenos de determinación y furia. El sonido de los tambores de guerra retumbaba como el latido de una bestia inmensa y furiosa, marcando el ritmo de la matanza que se desplegaba sobre el campo de batalla.
Kael, dirigiendo a sus hombres con mano firme, no podía deshacerse de la sensación de que algo andaba mal. Mandó las señales para que Thornflin y la caballería ligera atacaran, pero solo la ligera lanzó el ataque. Vio al frente y Narrok no parecía perturbado por la llegada de la oleada de caballería ligera. Narrok solo dio una señal y su infantería de vanguardia se puso a la defensiva, levantando escudos y lanzas en una barrera impenetrable.
Los jinetes ligeros chocaron contra la muralla de escudos, sus lanzas quebrándose con el impacto, sus caballos relinchando de dolor cuando las afiladas puntas de lanza atravesaron sus vientres y pechos. Los jinetes fueron arrojados de sus monturas con una brutalidad despiadada, cayendo al suelo con un estrépito de huesos rompiéndose y armas tintineando al tocar la tierra. Los que lograban mantenerse sobre sus caballos trataban de abrirse paso, pero la disciplinada formación enemiga no les daba resquicio. Lanzas emergían entre los escudos, perforando muslos, destripando caballos, hiriendo con precisión despiadada.
La infantería ligera también se lanzó contra las filas enemigas con una ferocidad implacable. Sus lanzas perforaban corazones y gargantas, mientras las espadas se hundían en la carne, desgarrando cuerpos y abriendo heridas mortales. Pero los elfos y sus aliados resistían, con una coordinación casi antinatural, como si estuvieran predestinados a este combate, como si sus movimientos ya hubieran sido escritos en las estrellas.
El enfrentamiento se convirtió en una brutal lucha cuerpo a cuerpo. Un legionario con la armadura salpicada de sangre ajena, levantó su espada para cortar a un elfo por la mitad, pero una daga salió de entre los escudos y le cortó la muñeca de un solo tajo. Gritó, la sangre brotando a borbotones mientras se tambaleaba, apenas entendiendo lo que le había ocurrido antes de que una segunda estocada le perforara la garganta. Otro soldado, con los ojos desorbitados por el frenesí de la batalla, empujó su lanza con todas sus fuerzas en el pecho de un enemigo, sintiendo cómo el metal se abría paso entre costillas y carne, pero antes de poder recuperar su arma, una espada descendió sobre su cráneo, partiéndolo en dos hasta la mandíbula.
Las armas chocaban con un sonido metálico y los gritos de dolor se mezclaban con los alaridos de guerra. La sangre fluía en torrentes, empapando el suelo y creando un campo de batalla resbaladizo y traicionero. El hedor del hierro oxidado por la sangre, el sudor y la podredumbre de los cuerpos destripados comenzaba a llenar el aire, volviéndose tan denso que parecía que el mismo campo de batalla respiraba muerte.
Y entonces, llegó la verdadera tormenta.
Una nueva oleada de berserkers, orcos a pie e infantería pesada de las guardias de cuervo emergió del flanco derecho y izquierdo, ignorando a la infantería y caballería ligera para arremeter contra los bloques de infantería pesada de Kael, que apenas se estaban reorganizando y cerrando las jaulas con los jinetes elfos. Los berserkers, cubiertos de cicatrices y con los ojos enrojecidos por la furia, cargaron como bestias descontroladas, blandiendo enormes hachas a dos manos que partían a los soldados en dos con una facilidad aterradora. Uno de ellos, un gigante de piel marcada por rituales de sangre, alzó su arma sobre su cabeza y la dejó caer con una fuerza monstruosa, partiendo a un soldado desde el hombro hasta la cadera.
Los orcos, con sus gruñidos guturales, avanzaban como una marea imparable. Sus mandíbulas se abrían en muecas bestiales mientras golpeaban con sus mazas y espadas, derribando a los humanos con un salvajismo inhumano. Un soldado intentó defenderse con su escudo, pero la fuerza del impacto de una maza lo lanzó al suelo con las costillas hechas añicos. Se revolvió en el suelo, gimiendo y escupiendo sangre, pero la enorme bota de un orco descendió sobre su rostro, aplastándolo contra la tierra como si fuera un insecto.
Las Guardias de Cuervo, soldados de élite vestidos con placas negras y bordes afilados como cuchillas, marchaban tras la tormenta de carne y acero, disciplinados y metódicos. Sus alabardas no eran torpes ni salvajes; cada corte era limpio, preciso, mortal. Un legionario veterano se lanzó contra uno de ellos, blandiendo su espada con una furia desesperada, pero la Guardia de Cuervo esquivó el golpe con un paso calculado y, en un movimiento fluido, le hundió su estilete en la axila, atravesando la armadura y perforando el corazón con un solo y devastador golpe.
—¡Línea de escudos! ¡Cierren las filas! —rugió con toda la fuerza de su voz, su garganta desgarrándose por la intensidad.
Los soldados obedecieron de inmediato, formando una muralla de acero y músculo. Las alabardas se alzaron en un ángulo perfecto y los escudos se alinearon perfectamente, listos para recibir la embestida. El suelo temblaba bajo el avance de los berserkers, los orcos y los soldados de la Guardia del Cuervo, sus rugidos mezclándose con el estruendo del choque de armas y los alaridos de los heridos. La presión del enemigo era abrumadora, una marea de cuerpos bestiales y brutalidad inhumana que avanzaba sin miedo a la muerte.
Los berserkers chocaron contra la línea como una ola contra un acantilado, algunos siendo empalados por las alabardas, otros cortando a través de la formación con su pura brutalidad. Los orcos, con sus cuerpos musculosos y sus armas pesadas, golpeaban los escudos con una fuerza devastadora, tratando de abrir brechas en la formación de Kael. Sus hachas de guerra descendían con un ímpetu aterrador, partiendo hombres en dos, esparciendo sangre y vísceras en todas direcciones. Los legionarios, disciplinados y entrenados para soportar lo impensable, mantenían su posición con dientes apretados, resistiendo la carnicería con una determinación casi suicida.
Las lanzas perforaban carne, atravesando pechos y estómagos con precisión letal, pero los berserkers no parecían registrar el dolor. Muchos, aún con las entrañas colgando o con alabardas clavadas en sus cuerpos, continuaban luchando, desgarrando con sus armas y dientes a los soldados que tenían la mala suerte de estar cerca. Un legionario, con el rostro cubierto de sangre y un corte profundo en el brazo, clavó su espada en el cuello de un lagarto berserker, pero la bestia solo gruñó, arrancando la hoja de su propia carne y cortándolo en dos con un brutal mandoble de su hacha.
La línea tembló, pero no cedió. Kael, observando la escena desde su montura, comprendió que debía actuar rápidamente para evitar que su flanco derecho fuera completamente destruido. Con un movimiento decidido, levantó su maza y gritó una orden a sus tropas:
—¡A los bloques de infantería! ¡Refuercen los flancos y mantengan la línea a toda costa!
Los soldados respondieron de inmediato, moviéndose con precisión y rapidez para reforzar el flanco amenazado. Los bloques de infantería se cerraron, creando una barrera sólida contra el avance enemigo. La lucha continuaba con una ferocidad inhumana, cada lado luchando con todo su ser por la victoria.
La sangre corría en ríos, empapando el suelo y creando un lodazal negro, rojo y morado. Los gritos de dolor y agonía llenaban el aire mientras los soldados de Kael mantenían su implacable avance. Los cuerpos destrozados de los orcos y berserkers yacían en montones, algunos todavía moviéndose con espasmos finales de vida, los ojos vidriosos fijos en el vacío.
Kael sintió la presión en el pecho, no de miedo, sino de la urgencia de la batalla. Sabía que no podían sostener esa línea por mucho tiempo. Alzó la vista y vio un nuevo peligro aproximándose. Desde la retaguardia enemiga, columnas de infantería pesada avanzaban con paso firme, sus armaduras de placas reflejando la luz mortecina del sol entre el humo y el polvo. No eran simples guerreros; eran la élite del Vizcondado, los despiadados guardias personales del vizconde.
Las nuevas tropas irrumpieron en la refriega con un estruendo de acero y gritos de guerra. Las filas de la infantería enemiga comenzaron a resquebrajarse ante la renovada presión, los hombres de Kael empujaban con una ferocidad casi inhumana, aprovechando cada grieta en la formación enemiga para abrirse paso a través de carne y hueso. El suelo, antes seco y polvoriento, se había convertido en un lodazal de sangre, cuerpos destrozados y armas rotas.
Kael alzó su maza, la sangre chorreando de su cabeza de hierro, y espoleó a su caballo hacia el frente. Su armadura ennegrecida por la batalla relucía bajo el sol, su capa carmesí ondeaba con cada movimiento. Sabía que este era el momento de inclinar la batalla a su favor. No había margen para la duda ni la piedad, solo el instinto de aplastar al enemigo antes de que este pudiera reagruparse.
Entonces, una lluvia de flechas descendió como una tormenta negra sobre la caballería e infantería ligera de Kael. Las sombras de los proyectiles se deslizaron sobre la tierra como augurios de muerte, seguidos de gritos desgarradores cuando las puntas afiladas perforaron carne y atravesaron cráneos. Algunos jinetes cayeron de sus monturas con los ojos desorbitados, la vida desvaneciéndose en un instante. Los que lograron sobrevivir se protegieron con sus escudos o maniobraron sus caballos fuera del alcance mortal de la andanada, reorganizándose rápidamente para lanzar una nueva carga. Pero no había respiro.
Desde la retaguardia enemiga, una nueva amenaza surgió. Narrok desplegó su reserva de jinetes lagarto, hombres lagarto montados en bestias de escamas gruesas y fauces colosales, junto con su infantería ligera reptiliana. Las criaturas, con garras afiladas y mandíbulas poderosas, se lanzaron contra los caballos de guerra de Kael con una ferocidad imparable. El choque fue brutal. Los enormes reptiles desgarraban los flancos de los corceles con dentelladas voraces, triturando huesos y carne en una exhibición de violencia primitiva. Jinetes y caballos por igual fueron lanzados al aire como muñecos rotos, algunos desmembrados en pleno vuelo antes de tocar el suelo, donde la infantería lagarto los remataba sin piedad.
Kael sintió la furia rugir dentro de él. Con un grito que resonó sobre el fragor de la batalla, ordenó a su infantería pesada avanzar con toda su fuerza. La línea de escudos se cerró como una muralla viviente, mientras los soldados empujaban hacia adelante con disciplina de hierro. Las alabardas atravesaban la carne escamosa de los lagartos, las espadas cortaban sus cabezas con un chasquido húmedo y los mazos destrozaban sus costillas en una lluvia de sangre púrpura.
Pero los lagartos no eran fáciles de derribar. Sus jinetes, armados con lanzas curvadas y espadas dentadas, luchaban con una destreza cruel. Uno de ellos lanzó su lanza directamente al cuello de un jinete ligero, perforando su tráquea con un chorro de sangre burbujeante. Otro desmontó ágilmente y, con una velocidad casi sobrenatural, cercenó las piernas de dos infantes ligeros antes de ser derribado por una maza que le partió el cráneo en dos.
La batalla se convirtió en un pandemónium de muerte y destrucción. La caballería media de Kael, aunque en menor número, cabalgó en apoyo de los jinetes ligeros, atacando los flancos de los jinetes lagarto y empujándolos hacia la línea de infantería. Los caballos relinchaban de dolor cuando las garras de los reptiles se hundían en sus flancos, pero los jinetes luchaban con furia, hundiendo sus gujas y mazas en los cuerpos escamosos con una determinación feroz.
Kael vio cómo su caballería ligera se abalanzaba sobre los lagartos montados, sus lanzas perforando la carne reptiliana con un chasquido seco. Los lagartos respondían con sus propias armas grotescas, desgarrando la carne humana y triturando huesos con una brutalidad espeluznante. La sangre seguía salpicando en todas direcciones, y más cuerpos se amontonaban en montones grotescos. El choque entre los jinetes y los lagartos fue una visión de pesadilla. Los hombres caían, sus cuerpos destrozados, mientras las criaturas reptilianas rugían y desgarraban carne con dientes afilados como cuchillas. Los jinetes ligeros zusianos atravesaban a los lagartos con sus lanzas, pero muchos eran despedazados en el proceso. El suelo se volvía un lodazal de sangre y las entrañas de los caídos, creando una escena de horror indescriptible.
Kael, desde su posición elevada, veía cómo la batalla se desarrollaba con una ferocidad desmedida. La caballería ligera y media, a pesar de su valentía, estaba siendo diezmada por los lagartos. Kael sabía que debía actuar rápido. Ordenó a la infantería de su ejército principal que se preparara para un contraataque decisivo. Los soldados, endurecidos por años de combate, se agruparon en formaciones compactas, listos para avanzar. Los jinetes elfos y la caballería pesada de Narrok intentaron flanquear a la caballería ligera zusiana, pero fueron recibidos con una resistencia feroz. Los choques eran constantes, los cuerpos caían en una danza macabra de muerte y los gritos de agonía resonaban en el aire mientras los hombres luchaban por sus vidas, cada golpe de guja y cada estocada de lanza desgarrando carne y huesos.
Antes de que él, junto a su ejército principal, llegara a la carnicería, el ejército de Narrok ya había llegado, desmoronando muchas líneas de su caballería e infantería ligera y mermando en gran medida a su caballería media. Mientras avanzaban, vio a los hombres y bestias caer por igual, convertidos en una masa de carne triturada y huesos rotos. Los gritos de los moribundos llenaban el aire, mezclándose con los rugidos de los lagartos y los bramidos de los caballos de guerra. Kael, viendo el devastador impacto en sus filas, apretó los dientes con furia y tomó una decisión. Antes de que Kael se pusiera el yelmo y tomara su gran maza para entrar a tratar de nivelar esa masacre junto a los legionarios de las sombras, los desolladores carmesíes y toda la infantería pesada y media, se escuchó un gran cuerno que desgarró el aire, imponiendo un silencio tenso en el campo de batalla. Kael, con el corazón acelerado, se volvió hacia el sonido, buscando su fuente.
En ese momento, vio con alivio y una chispa de esperanza cómo miles de estandartes negros y rojos, adornados con el lobo dorado, ondeaban majestuosamente en la distancia. Las pisadas de caballos retumbaban como un trueno en la retaguardia enemiga. A lo lejos, se destacaba la imponente figura de Thornflic, manchado de restos de sangre y huesos, liderando una vasta horda de jinetes pesados comunes, de élite, y la otra mitad de los legionarios de las sombras, junto con sus temidos desolladores carmesíes, todos tan bañados de sangre como Thornflic.