—"Su gracia, la invasión ha sido un éxito. Hemos atacado con ferocidad castillos, fortalezas y ciudades clave, cortando las líneas de suministro y paralizando la capacidad de resistencia de Edric Ravenwood y sus seguidores. Las aldeas y ciudades fueron sitiadas y sus poblaciones masacradas o esclavizadas como castigo por su lealtad al Vizconde. Campos en llamas, ciudades devastadas, todo como se nos ordenó. La batalla que la gente está llamando "el último vuelo del cuervo" fue una aplastante victoria de las legiones de hierro. Perdimos a algunos, en su mayoría infantería y caballería ligera, pero nada que no podamos reemplazar. A cambio, hemos eliminado la última amenaza que podría presentar estas tierras. Ya hemos ocupado casi por completo los un millón quinientos noventa mil kilómetros cuadrados de Rivenrock; solo falta asegurar las fronteras con Stailon, Trerian e Istedatis. La victoria es nuestra, solo falta restaurar la paz y el orden en estas tierras. Su humilde servidor, Thornflic Bladewing" —concluyó el mensajero, un jinete ligero de élite con una venda en la cabeza, ocultando uno de sus ojos tras un lienzo ensangrentado.
El aire del gran salón estaba cargado de expectación. El crepitar de las lamparas de aceite en las paredes apenas lograba disipar la fría solemnidad que había caído sobre la sala cuando el mensajero terminó su informe. Los tapices colgaban inertes, testigos mudos de una victoria bañada en sangre. Afuera, los vientos de invierno azotaban los muros de la fortaleza, silbando entre las piedras centenarias como si quisieran traer consigo los ecos lejanos de la guerra.
La noticia de la victoria se esparció por la sala como un incendio devorando madera seca. Gobernantes, terratenientes y consejeros, algunos con copas en mano y otros con documentos entre los dedos, intercambiaban miradas de satisfacción, murmurando entre ellos con esa mezcla de alivio y triunfo que solo la guerra podía otorgar. El aire estaba denso con el aroma de la cera derretida de los candelabros, el perfume de las damas de la corte y la tenue esencia metálica de la sangre que aún impregnaba la armadura del mensajero.
El hombre se mantenía firme pese al evidente agotamiento que surcaba su rostro. Su herida en la cabeza había empapado la venda con sangre seca, dejando un rastro oscuro sobre su sien. Su armadura, aunque limpiada apresuradamente antes de presentarse ante la duquesa, aún mostraba rastros de la batalla: abolladuras en las hombreras, arañazos profundos en el peto, y las botas cubiertas con el polvo del camino y la ceniza de las aldeas arrasadas.
La duquesa Alba, en contraste, se mantenía impecable. Su vestido azul oscuro caía en pliegues perfectos sobre su trono, su cabello recogido en un elaborado peinado que acentuaba la severidad de su porte. Los anillos de sus dedos reflejaban la luz de los candelabros mientras tamborileaba con paciencia sobre el reposabrazos de marfil, meditando sobre cada palabra del informe.
En su regazo, Iván permanecía inmóvil, observando con sus ojos azules llenos de una inteligencia impropia de un niño tan pequeño. Su cuerpo era frágil y cálido, envuelto en telas suaves, pero su mente era la de alguien que había vivido antes. La conciencia de Alex, aún latía dentro de él. No había sido un niño amado, ni siquiera uno protegido. En su otra vida, la supervivencia había sido su única prioridad, y su único refugio había sido la esperanza de que algún día escaparía de la miseria. Pero ahora, en este mundo, en este nuevo cuerpo, su destino era otro.
Se sentía seguro en los brazos de su madre. Eso era lo más extraño de todo. No conocía esa sensación, no recordaba haberla experimentado antes. La calidez de la duquesa, su firmeza, su forma de sostenerlo con la delicadeza de quien protege lo más valioso, era algo que su antigua vida jamás le había concedido. Y aunque sabía que este mundo era brutal, aunque comprendía que las palabras del mensajero describían el tipo de masacre que hubiera condenado en su vida anterior, no podía permitirse el lujo de sentirse débil. No en este mundo. No con este nombre.
La duquesa se levantó, aún sosteniéndolo, y su sola presencia bastó para imponer silencio en la sala.
—Son buenas noticias —dijo, su voz clara y firme, resonando entre los muros de piedra del gran salón—. Agradecemos la lealtad y valentía de nuestros soldados. Dígale al general Thornflic y al vicecomandante Kael que su éxito será recompensado como merece.
El mensajero inclinó la cabeza profundamente, su rodilla golpeando el suelo de mármol con un eco sordo.
—Así se hará, mi señora.
El aplauso que siguió fue seco y calculado. No había euforia desbordante en esta sala. No era un festín de victoria, sino una reunión de estrategas que sabían que la guerra no había terminado, que la batalla de hoy solo era un peldaño más en la escalera del dominio absoluto.
Iván observó las reacciones a su alrededor. Los terratenientes asintieron con aprobación, algunos con sonrisas satisfechas, otros con la mirada perdida en cálculos sobre cuánto oro, tierras o esclavos les corresponderían tras esta conquista. Pero fue el rostro del mensajero lo que capturó su atención. Su expresión era estoica, pero sus ojos reflejaban algo más: un cansancio profundo, una sombra que solo aquellos que han visto demasiado pueden llevar en la mirada.
Iván no lo culpaba. Sabía lo que era estar en medio de la violencia, aunque en su otra vida la guerra no fuera con espadas y ejércitos, sino con armas de fuego y asesinatos callejeros. Sabía que la guerra nunca terminaba cuando caía el último enemigo, sino cuando los sobrevivientes cerraban los ojos por la noche y aún escuchaban los gritos.
Su madre habló de nuevo, su tono tan sereno como el filo de una daga bien afilada.
—Quiero que se abran convocatorias para que nuestros ciudadanos puedan emigrar a nuestras nuevas tierras. También para los nuevos esclavos nativos del vizcondado. Aquellos que ayuden en su reconstrucción verán sus años de esclavitud reducidos a la mitad y obtendrán la ciudadanía mucho antes.
Un murmullo recorrió la sala. No era piedad lo que ofrecía la duquesa, sino pragmatismo. Un territorio devastado no servía de nada si no había manos para reconstruirlo. Y los esclavos que supieran que podían ganarse un lugar en esta nueva sociedad trabajarían con menos resistencia.
—Que cuatro legiones de hierro frescas asistan con esta emigración y se instalen para reemplazar a las legiones ya cansadas —continuó—. Además, quiero que la ciudad y Drakonholt Keep se preparen para una celebración.
Los terratenientes y consejeros presentes sonrieron ante la última orden. Una celebración no era solo un banquete con vino y festines interminables; era una demostración de poder, un mensaje claro a aliados y enemigos por igual. La Casa Erenford no solo vencía en la guerra, sino que prosperaba tras ella, alimentándose de la sangre y las cenizas de sus enemigos como el fuego que siempre ardía en las piras de Deepdown.
El mensajero se retiró con una última reverencia, su expresión de agotamiento apenas oculta por la satisfacción de haber traído buenas nuevas. A su paso, las puertas del gran salón se cerraron con un eco sordo, dejando dentro a los líderes de la Casa Erenford inmersos en conversaciones de logística y administración.
Iván, aún en los brazos de su madre, cerró los ojos por un instante. Absorbió el calor de su cuerpo, la firmeza de sus brazos, el perfume sutil de lavanda que se mezclaba con el terciopelo de su vestido. No sentía culpa. No podía permitirse sentirla. Pero en lo más profundo de su mente, en lo más recóndito de su ser, algo aún se removía incómodo ante la normalidad con la que se hablaba de muertes, saqueos y esclavitud.
Un eco del pasado. Un resquicio de su antigua vida.
Y algún día, lo acabaría por completo.
El bullicio en el salón seguía como un rugido constante de voces entremezcladas. Se discutían temas de logística, la administración de los nuevos territorios conquistados, la distribución de los recursos saqueados, el manejo de la población esclavizada. Para todos ellos, eran números, balances, beneficios a largo plazo. Para Iván, que en su vida anterior había sido poco más que un desecho humano para una banda de asesinos, la frialdad con la que hablaban de aquellos que estaban en el lado perdedor de la guerra tenía una ironía cruel.
—Mamá, ¿puedo retirarme temprano? —preguntó en voz baja, sin apartar la mirada de la madera oscura del suelo.
La Duquesa Alba lo miró con cierta sorpresa, pero su expresión se suavizó enseguida. Le acarició el cabello con ternura y lo pasó a los brazos de Amelia, una de sus niñeras personales.
—Por supuesto, Ivy —dijo con una sonrisa—. Descansa un poco.
Mira, otra de sus niñeras, acarició su mejilla con afecto mientras lo envolvían con su capa para resguardarlo del frío de los pasillos.
El niño fue llevado fuera del salón por las tres mujeres que lo cuidaban, escoltado por la sombra constante de los legionarios que vigilaban cada uno de sus pasos. Desde el intento de asesinato contra su vida, su madre había incrementado la seguridad alrededor de él. Cien hombres de la Legión de las Sombras patrullaban constantemente los alrededores de su habitación, mezclándose con la penumbra de los corredores como espectros de acero y disciplina.
Los pasillos del castillo eran largos y oscuros, iluminados solo por antorchas que proyectaban sombras titilantes en las paredes de piedra. Las llamas danzaban con cada corriente de aire, reflejándose en las armaduras de los guardias, en los tapices carmesí que narraban las glorias pasadas de la Casa Erenford. Cada paso resonaba con un eco profundo, como si la propia fortaleza respirara con ellos.
Cuando llegaron a la puerta de su habitación, los legionarios apenas inclinaron la cabeza antes de abrir la pesada estructura de madera reforzada con hierro. Iván fue llevado dentro, donde el calor del brasero lo envolvió de inmediato, disipando el frío de los pasillos.
Amelia y Elara, con la precisión de quienes han repetido la misma rutina cientos de veces, comenzaron a preparar su baño. Agua caliente fue vertida en la gran tina de mármol oscuro, llenando la habitación con vapor aromatizado con hierbas relajantes. Mientras tanto, Mira salió en busca de su cena, dejándolo a solas con las otras dos mujeres.
Iván se dejó desvestir sin oponer resistencia. Su pequeño cuerpo, aún infantil, contrastaba con la mente que habitaba en su interior. Se sumergió en el agua, sintiendo el calor relajante calar en sus músculos tensos. Las manos de Amelia y Elara lo lavaban con suavidad, pasaban el jabón perfumado por su piel con delicadeza, como si fuera algo frágil.
Él rompió el silencio con una pregunta que había estado rondando en su cabeza.
—Elara... Amelia… ¿Creen que esté mal que me sienta triste, pero que no sienta culpa por esta guerra?
Las dos mujeres intercambiaron una mirada rápida. Fue un destello apenas perceptible, pero Iván lo notó.
Amelia fue la primera en hablar. Su voz, dulce y calmada, llevaba un tinte de comprensión maternal.
—No hay nada de malo en sentir tristeza, mi pequeño. No importa cuán fuerte seas, cuán grande sea tu destino… aún eres humano.
Elara se inclinó un poco más cerca, sumergiendo un paño en el agua y pasándolo suavemente por su espalda.
—Lo que debes entender, Iván, es que este mundo no es bondadoso. No lo ha sido nunca, y jamás lo será. La guerra es la norma, no la excepción. Los fuertes devoran a los débiles. No puedes cambiar eso, pero puedes decidir en qué lado de la balanza quieres estar.
Sus palabras eran suaves, pero detrás de ellas había una verdad inquebrantable.
Amelia continuó. —Este continente ha estado en guerra desde que el tiempo tiene memoria. La paz es solo el intermedio entre conflictos, una tregua momentánea antes de que la sangre vuelva a correr. No hay lugar para la culpa aquí. La culpa no llena estómagos. La culpa no mantiene caliente a tu gente en invierno. La culpa no construye ciudades, castillos ni las fortalezas.
El agua de la tina se agitó cuando Iván hundió un poco más los brazos en ella, observando las ondas extenderse en la superficie.
—Pero eso no significa que debas convertirte en un monstruo sin sentimientos —dijo Elara con una sonrisa suave—. Un gobernante que solo conoce la crueldad es un gobernante que será derrocado. Debes encontrar el equilibrio. Ser fuerte, pero no perderte en el camino.
Iván guardó silencio. Sus ojos azules recorrieron el reflejo distorsionado en el agua de la bañera, contemplando su propio rostro. Un niño pequeño, de cabello níveo y piel pálida, con la mente de alguien que ya había vivido el horror de la vida en carne propia. No se veía particularmente fuerte o imponente, pero detrás de esos ojos infantiles se ocultaba una mente que ya entendía demasiado sobre la crudeza del mundo.
Las palabras de sus niñeras no disipaban la sombra en su pecho, pero las comprendía.
Era la naturaleza de este mundo.
Era su destino.
Y, tarde o temprano, aprendería a aceptarlo. No porque estuviera obligado a hacerlo, sino porque no había otra opción. Porque la alternativa era la debilidad, y él ya había sido débil una vez. Porque le gustase o no, esa era su vida. Y, en el fondo, sí le gustaba. No era maltratado. No era odiado. No era utilizado como herramienta desechable. Era amado, respetado y tenía poder. Un poder que le pertenecía y que no dejaría que nadie le arrebatara.
El agua caliente se llevó consigo los últimos rastros de su incomodidad.
Cuando salió del baño, con su cuerpo envuelto en telas suaves y perfumadas, sus niñeras lo llevaron hasta su habitación. El lugar era amplio, con muebles tallados en maderas nobles, cortinas gruesas de color carmesí y un enorme dosel adornado con intrincados bordados dorados. En una esquina, una chimenea crepitaba con un fuego tenue, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra oscura. La habitación olía a incienso y a velas de cera de abeja, un aroma que siempre le resultaba reconfortante.
Mira regresó poco después con la cena. Le sirvieron en una mesa baja de madera barnizada, frente a su cama. Sobre platos de cerámica reluciente descansaba una comida digna de su estatus: estofado de carne de caza con papas y zanahorias, suculento y humeante; pan recién horneado con una fina capa de mantequilla derretida, dejando escapar un aroma cálido y tentador; y una taza de leche tibia, endulzada con miel.
Elara, sentada a su lado, le ofreció una cucharada del estofado con una sonrisa tranquilizadora.
—Vamos, Iván, come un poco más.
—Necesitas estar fuerte, cariño —añadió Amelia, deslizándole un trozo de pan untado con miel.
Iván aceptó la comida de buen grado, sintiendo el calor y el cuidado en cada bocado. Comía con tranquilidad, sus modales impecables, sin prisa pero sin titubeos. A su alrededor, las niñeras también tomaban su propia cena, conversando en susurros, compartiendo miradas ocasionales con él.
Cuando terminó, Mira limpió suavemente su boca con una servilleta de lino y, junto con Elara y Amelia, lo llevaron a su cama. Las sábanas eran gruesas y cálidas, el colchón lo envolvió con una suavidad reconfortante. Una a una, las mujeres le dieron un beso en la frente antes de retirarse, dejando la habitación en penumbra, iluminada solo por el resplandor del fuego.
Pero Iván no se durmió de inmediato.
Se quedó mirando el techo, perdido en sus pensamientos. En su mente, las palabras de sus niñeras y su madre se mezclaban con los recuerdos de su vida pasada. No es que extrañara su antigua existencia—en realidad, no lo hacía—, pero aún recordaba lo que era vivir sin poder, sin un propósito, sin una verdadera familia. Aquí, en este mundo, tenía todo lo que alguna vez le fue negado. Un hogar. Un linaje. Un destino.
Y, con ello, una carga que no podía ignorar.
Un suave crujido en la puerta interrumpió su ensoñación. Giró la cabeza y vio la silueta de su madre entrar a la habitación con la gracia que solo una mujer de su linaje podía poseer. Su vestido de terciopelo oscuro se deslizaba con suavidad sobre el suelo de piedra pulida, y su cabello, largo y negro caía sobre sus hombros en ondas perfectas. Había en su porte una dignidad innata, una mezcla de firmeza y ternura que solo una madre podía ofrecer.
Sus ojos recorrieron la estancia con detenimiento hasta detenerse en la diminuta figura de su hijo, acurrucado en la inmensidad de su lecho. Iván parecía más pequeño de lo que realmente era, envuelto en gruesas mantas bordadas con hilos de oro y escarlata, los colores del Ducado de Zusian. Sus ojos, dos zafiros reflejando la luz de las lámparas de aceite, la miraban con una mezcla de curiosidad y duda.
Sin decir palabra, Lady Alba se sentó en el borde de la cama, su delicada mano acariciando con suavidad la mejilla de su hijo. Sus dedos eran cálidos, su tacto familiar y reconfortante, pero Iván no apartó la vista de su rostro. Había aprendido que, aunque su madre era amorosa, jamás decía algo sin propósito.
—¿Qué te preocupa, mi querido Iván? —su voz era un susurro suave, un eco maternal que llevaba consigo la promesa de protección absoluta.
Iván no respondió de inmediato. Sus labios se entreabrieron, pero no supo cómo traducir en palabras el torbellino de pensamientos en su mente. Su vida en este mundo era cómoda, era amada, venerada incluso. Pero la guerra, la violencia, la brutalidad con la que su familia mantenía su dominio... eso era algo que aún le costaba procesar.
—Vi tus ojos, cariño —prosiguió su madre con una leve sonrisa, acariciando con ternura su cabello despeinado—. Siempre has sido un niño muy inteligente. Sé que comprendes más de lo que dejas ver.
Iván bajó la mirada, observando sus pequeñas manos sobre la colcha bordada. Su madre tenía razón. Entendía lo que pasaba a su alrededor, entendía las palabras de los sirvientes, de los soldados, de los consejeros de su madre. No era un niño normal.
—Mamá... entiendo que todo esto es para mantener nuestra posición y poder —susurró al fin, su voz más firme de lo que un niño de cinco años debería tener—, pero a veces me siento... extraño por lo que sucede en la guerra. No siento culpa, pero... no sé cómo explicarlo.
Su madre mantuvo el silencio por un instante, sus ojos zafiro escrutando el rostro de su hijo como si intentara leer cada pensamiento escondido en su joven mente. Entonces, con la misma dulzura de siempre, besó su frente.
—Es normal sentirte así, Iván —susurró—. La guerra trae sufrimiento y pérdidas, pero también nos da seguridad, estabilidad. Nos permite mantener lo que es nuestro, lo que hemos construido con esfuerzo y sangre.
Iván no apartó la vista de su madre, absorbiendo cada palabra como si fueran lecciones grabadas en piedra.
—Hay cosas que son difíciles de aceptar —continuó ella, su tono más solemne—, pero nunca debes olvidar quién eres. Eres mi hijo, un Erenford, y con ese nombre viene una responsabilidad inmensa.
Las palabras de su madre pesaban sobre su pecho, pero no de una forma sofocante, sino como una armadura que empezaba a ajustarse a su cuerpo.
—Tu padre también enfrentó esta difícil responsabilidad —prosiguió—. Expandir y preservar el poder del Ducado no es sencillo ni sin costo. Pero él siempre creyó que la fuerza y la compasión pueden coexistir. Es un legado que ahora tú llevarás adelante.
Iván asintió lentamente. Su padre... un hombre al que apenas conocía más allá de las historias que se contaban sobre él. Un guerrero implacable, un líder despiadado, pero también un hombre amado por su pueblo, amado por su ejército.
—No necesitas sentir culpa por las acciones necesarias para proteger nuestro hogar —dijo su madre con una firmeza implacable—, pero nunca olvides la importancia de la humanidad. La compasión no es debilidad, Iván, es un arma. Un arma que, usada correctamente, puede ser más poderosa que cualquier espada.
La habitación quedó en silencio. Solo el crepitar de las lámparas de aceite llenaba el espacio, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra.
Iván sintió que algo dentro de él encajaba, como si su madre le hubiera dado la última pieza de un rompecabezas que llevaba demasiado tiempo sin resolver. Tal vez solo necesitaba escuchar que lo que hacían estaba bien. O tal vez solo quería creerlo.
La Duquesa Alba se deslizó en la cama junto a su hijo, rodeándolo con sus brazos, atrayéndolo hacia su pecho con la delicadeza de quien protege un tesoro. Iván sintió su calidez, el latido de su corazón marcando un ritmo constante y tranquilizador.
—Todo estará bien, mi amor —susurró ella, besando su cabello con ternura—. Siempre estaré aquí para guiarte. Te amo más que a nada en este mundo.
Por un momento, Iván no respondió. Solo cerró los ojos y se permitió hundirse en ese abrazo, en esa sensación de protección que, en su otra vida, jamás había conocido. Y en los brazos de su verdadera madre, se permitió olvidarse del pasado y aceptar, al menos por esa noche, el presente que le había sido dado.
Después de semanas de espera, el bullicio de la ciudad de Vardenholme se intensificó a medida que se acercaba la esperada celebración. Las noticias de la victoria final habían viajado rápido, y la capital del ducado de Zusian, situada en el corazón de su territorio, estaba a punto de ser testigo de una de las mayores festividades recientes. Los preparativos eran frenéticos, casi caóticos, pero con un nivel de precisión que solo aquellos acostumbrados a lidiar con el poder y la gloria podían gestionar. Cada rincón de la ciudad se adornaba con banderas y estandartes de los colores emblemáticos del ducado: negro, dorado y rojo. Las calles se llenaban de comerciantes que apresuraban sus puestos, ofreciendo todo tipo de productos que satisficieran a la multitud hambrienta que se agolpaba, ansiosa por participar de la festividad. Los dulces, las especias, las carnes asadas y el vino corrían en abundancia, mientras los aromas impregnaban el aire y se mezclaban con la brisa que traía consigo el inconfundible olor de la victoria.
Las casas y los edificios, todos en un esfuerzo por rendir homenaje a los vencedores, estaban decorados con cintas de colores brillantes y guirnaldas de flores que recorrían las fachadas, mientras las plazas principales se iluminaban con miles de antorchas y luces de colores, listos para recibir la noche que se avecinaba. Los tambores retumbaban en la distancia, y el sonido de las trompetas comenzaba a alzarse sobre el bullicio de la multitud, marcando el compás de lo que sería una jornada de celebraciones interminables.
Finalmente, el cortejo de los vencedores hizo su entrada triunfal en la ciudad. Los legionarios de hierro avanzaban con una precisión impresionante, su armadura reluciendo bajo los últimos rayos de sol de la tarde, reflejando su disciplina y su poder. Los soldados marchaban en formación, sus pasos sincronizados como una maquinaria bien aceitada, mientras los estandartes del ducado ondeaban con orgullo a lo alto, mostrando con cada onda su victoria y el dominio de sus líderes sobre la guerra.
En la vanguardia de este desfile majestuoso, avanzaba Thornflic Bladewing, el general en jefe de la campaña, su armadura negra estaba adornada con sus lobos escarlatas. Cada paso que daba resonaba con autoridad, mientras su mirada fija al frente no dejaba espacio para la duda. A su lado, Kael, el temido vicecomandante de los legionarios de las sombras, montaba su caballo con una presencia igualmente formidable. Su rostro, aunque marcado por la fatiga y el desgaste de la campaña, mantenía una postura desafiante, casi intimidante. La mirada que arrojaba a la multitud no era de alegría, sino de control, como un hombre que había estado en el fragor de la batalla y ahora caminaba entre los suyos con la conciencia de su poder inquebrantable.
El desfile avanzaba a través de la ciudad con una lentitud ceremonial, cada paso resonando en el suelo de piedra, como si el tiempo mismo estuviera observando. La multitud, que se agolpaba en las aceras y balcones, estallaba en vítores ensordecedores, su entusiasmo imposible de contener. Se lanzaban flores, cintas de colores y pequeños obsequios a los soldados, algunos incluso se inclinaban y vitoreaban con fervor. El aire se impregnaba de una excitación palpable, el sonido de la gente y el retumbar de los tambores mezclándose en una única sinfonía de euforia. En esos momentos, la ciudad parecía latir con una energía propia, como si la victoria hubiera despertado algo profundo en sus venas.
Cada vez que el cortejo se detenía en puntos estratégicos, las figuras clave del ducado se reunían para rendir homenaje a los héroes de la campaña. En la plaza central, la duquesa Alba esperaba, un manto elegante cubriendo su figura y un aire de dignidad imperturbable en su rostro. A su lado, Iván, el pequeño hijo de la duquesa, observaba el desfile con los ojos bien abiertos, completamente absorto en lo que sucedía ante él. Su túnica, hecha de los mejores materiales que se podían conseguir en todo el ducado, reflejaba su estatus, una prenda que brillaba con la misma intensidad que los ojos del niño, cargados de una sabiduría que parecía desbordar su corta edad.
Iván, aunque tan pequeño, comprendía el peso de lo que estaba ocurriendo. Sabía que esta victoria no era solo un triunfo de la guerra, sino una reafirmación del poder y la supremacía de su familia. La visión de los soldados desfilando con sus armas y su disciplina, de los generales que encabezaban la marcha como figuras casi divinas, se grababa en su mente, dejándole una sensación de asombro y de responsabilidad, una mezcla extraña que no lograba descifrar por completo. Sabía que su vida nunca sería sencilla. La sombra de la guerra, del poder y de las decisiones difíciles siempre estaría ahí, acompañándole, marcando su camino.
Cuando el desfile alcanzó su punto culminante, los héroes de la campaña fueron recibidos con una ovación ensordecedora, y fue entonces cuando Iván, a su lado, levantó la vista hacia su madre, buscando respuestas en sus ojos. Lady Alba, con una sonrisa que apenas tocaba sus labios, le observó con una mirada que hablaba más que mil palabras. Ella sabía que su hijo era diferente, que en sus ojos brillaba una inteligencia que iba más allá de lo esperado para un niño de su edad. Su mente, forjada en un mundo que exigía siempre más, comenzaba a comprender lo que la vida le deparaba. Y ella, con la serena firmeza de la duquesa que sabía cuán grande sería la carga para su hijo, le pasó la mano por la cabeza con un gesto lleno de cariño y amor.
Finalmente, el desfile llegó a la gran plaza frente al salón del trono, donde un escenario majestuoso se había erigido para la ocasión. La construcción, elaborada con madera oscura y adornada con estandartes de seda carmesí, se alzaba sobre la multitud como un símbolo de poder y victoria. La plaza estaba abarrotada, un océano de rostros que se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Terratenientes de vestiduras ostentosas, con sus capas bordadas en oro y joyas relucientes, se mezclaban con terratenientes de porte orgulloso, cuyos dominios aún conservaban cierta influencia, y con gobernantes locales que ansiaban rendir pleitesía a la nueva autoridad. Entre ellos, la aristocracia comerciante, vestidos con túnicas de seda y cinturones de plata, aplaudía con entusiasmo.
La duquesa Alba avanzó con paso firme hacia el centro del escenario, su silueta envuelta en un vestido de brocado negro y rojo, colores de la casa Erenford. Sus cabellos, recogidos en un elaborado peinado, estaban decorados con una tiara de rubíes que centelleaban bajo la luz de las antorchas. A su lado, Iván caminaba en silencio, su figura aún pequeña en comparación con la imponente presencia de su madre. A pesar de su corta edad, mantenía la espalda recta y la mirada alta, consciente de que cada movimiento suyo era observado por miles de ojos. La escolta de los Legionarios de las Sombras se posicionó estratégicamente a su alrededor, sus armaduras negras como la obsidiana reflejando la luz de las llamas.
Su madre elevó la mano, y la multitud enmudeció de inmediato, expectante. Su voz resonó con claridad y autoridad, como un eco de la propia historia de Zusian.
—Hoy celebramos no solo una victoria en el campo de batalla, sino la fortaleza de nuestra gente —proclamó, sus ojos recorriendo el rostro de cada soldado, cada noble y cada ciudadano—. Gracias al coraje y fiereza de nuestros guerreros, hemos asegurado el futuro de nuestras tierras y extendido la gloria de nuestra casa. Que esta celebración sea un recordatorio de nuestra grandeza y un tributo a aquellos que han caído en la lucha. Que su memoria nos inspire a seguir adelante con honor y valentía.
Un rugido de vítores y aclamaciones estalló en la plaza. Los soldados alzaron sus espadas en señal de triunfo, los nobles brindaron con copas de cristal llenas de vino dorado, y los ciudadanos golpearon sus pies contra el empedrado en un estruendo ensordecedor. La música comenzó a tocar, y con ella, la celebración se desató.
Las calles se convirtieron en un festín viviente. Largas mesas de madera habían sido dispuestas en la plaza principal, repletas de manjares que hacían agua la boca. Había venados enteros asados hasta alcanzar un tono dorado y crujiente, cerdos salvajes cubiertos de hierbas aromáticas, panecillos recién horneados con mantequilla espesa y miel, frutas de los huertos más fértiles y dulces que se derretían al contacto con la lengua. Barriles de cerveza eran abiertos sin cesar, sirviendo la espumosa bebida a los sedientos comensales. Juglares y bailarinas recorrían el lugar, deleitando con sus melodías y acrobacias a quienes se entregaban al frenesí de la celebración.
El gran salón del trono era un derroche de lujo y ostentación, una manifestación tangible del poder de la familia Erenford. Las inmensas lámparas de cristal, colgadas de las vigas de mármol tallada, proyectaban una luz cálida y dorada que realzaba cada detalle de la opulenta decoración. Los tapices que adornaban las paredes narraban historias de antiguas conquistas y linajes gloriosos, sus colores vibrantes resaltaban bajo el resplandor de las velas. La alfombra que recorría la estancia era gruesa y exquisita, con patrones entrelazados en hilo de oro y plata, y amortiguaba el sonido de los pasos de los invitados que se movían entre las mesas con una elegancia casi ensayada.
Las mesas estaban dispuestas en un patrón meticuloso, cada una cubierta con manteles de terciopelo rojo oscuro, bordeados con filigranas de hilo dorado. Sobre ellas, los manjares se disponían en una muestra de extravagancia sin reparos: fuentes de plata repletas de carne de venado en su punto exacto, bañadas en salsas de especias exóticas que impregnaban el aire con un aroma embriagador. Mariscos traídos desde los puertos más lejanos, aún frescos y con un brillo que delataba su calidad, descansaban en platos de porcelana fina, acompañados de delicadas hierbas aromáticas. Las aves, asadas lentamente sobre brasas perfumadas con maderas raras, presentaban una piel dorada y crujiente, mientras su carne tierna y jugosa se deshacía al primer corte.
El vino fluía como un río de sangre oscura, llenando copas de cristal tallado con una profundidad rojiza que reflejaba la luz de los candelabros. Licores más fuertes, aguardientes destilados con el cuidado de alquimistas y añejados en barricas de roble durante décadas, pasaban de mano en mano entre los militares y gobernantes, calentando sus gargantas y desatando conversaciones cada vez más animadas. La música de los bardos llenaba el aire con melodías envolventes, cuyas notas danzaban entre los murmullos y las risas, creando una atmósfera de regocijo embriagador.
La Duquesa Alba, ataviada con un vestido de seda negra bordado con hilos plateados, se movía entre los invitados con la gracia de una reina. Su sola presencia imponía respeto y admiración. Con una sonrisa serena pero calculada, intercambiaba palabras con los altos oficiales y gobernantes aun útiles presentes, asegurándose de que cada uno recibiera la atención que merecía. Su porte, aunque amable, no dejaba lugar a dudas sobre su posición. Era la duquesa de Zusian, y su autoridad era incuestionable.
A medida que la noche avanzaba, los bardos cedieron su lugar a los ilusionistas de fuego, quienes comenzaron su espectáculo con destellos de luz danzante. No era la primera vez que Iván veía algo así, pero seguía encontrándolo fascinante. En su vida anterior, la pirotecnia y los fuegos artificiales eran un espectáculo común en las festividades, pero aquí, la magia, aunque limitada, tenía un encanto más etéreo, menos agresivo y más misterioso. Las llamas se retorcían en figuras caprichosas, adoptando formas de bestias mitológicas y espadas flameantes que se desvanecían en el aire antes de tocar el suelo.
La multitud aplaudía, embelesada por el espectáculo, pero Iván notaba la diferencia. Sabía que la magia no era omnipotente en este mundo. Aunque tenía su lugar en las leyendas, en la realidad era frágil, volátil, e incluso peligrosa para aquellos que la usaban de manera irresponsable. Los magos que realizaban estos trucos eran más artistas que guerreros, pues intentar utilizar la magia en combate era casi un suicidio.
Su madre, de pie junto a él, observaba también el espectáculo, pero su mirada estaba lejos de las llamas danzantes. Sus ojos analizaban a los invitados, midiendo reacciones, interpretando gestos y susurrando órdenes en silencio con el solo movimiento de sus dedos. No había un solo detalle en la sala que escapara a su escrutinio.
Cuando el último resplandor se extinguió, Iván sintió que la fatiga comenzaba a asentarse en sus huesos. No era el cansancio físico lo que lo afectaba, sino la pesadez de la situación. Sabía que su vida en este mundo no sería sencilla. No era solo un niño noble en una familia poderosa; era un sobreviviente en un entorno donde el poder se obtenía a través de la astucia y la crueldad.
Su madre se volvió hacia él y lo cargó en sus brazos con un movimiento suave pero firme, como si el peso del niño fuera insignificante para ella. A pesar de la delicadeza de sus gestos, sus brazos eran fuertes, los de una mujer que no solo había conocido la vida entre sedas y lujos, sino que también había sentido el peso del deber sobre sus hombros. Se alejó del bullicio del gran salón, sus tacones resonando con elegancia sobre el mármol, avanzando con una determinación tranquila que solo una madre con un propósito podía poseer. Subieron por una escalera majestuosa, de peldaños blancos pulidos, cuyos bordes estaban adornados con detalles dorados. Antorchas de plata alineaban el camino, sus llamas titilando con un fulgor dorado, proyectando sombras que danzaban en las paredes de piedra como si fueran espectros de tiempos pasados, testigos silenciosos de la historia que se seguía escribiendo en ese castillo.
Al llegar a la terraza, el aire nocturno los envolvió con su frescura, portando consigo el aroma de la ciudad en plena celebración. Desde allí, la vista era imponente. Las calles de Vardenholme estaban vivas con el resplandor de cientos de linternas colgando de postes de hierro y balcones de madera. Las antorchas se alzaban en manos de los ciudadanos que aún festejaban, sus voces elevándose en canciones y vítores. Risas, música y el murmullo del gentío se mezclaban en un eco que llegaba hasta lo alto de la fortaleza. El río que atravesaba la ciudad reflejaba los colores de la magia que todavía chisporroteaba en el cielo, como si la misma corriente estuviera adornada con polvo de estrellas.
La Duquesa Alba sostuvo a Iván con ternura, su calidez envolviéndolo. Sus ojos, de un azul profundo como el océano en una noche de tormenta, se posaron sobre el rostro de su hijo con una expresión que mezclaba amor incondicional con una sombra de pesar. Sus labios se curvaron en una sonrisa leve, pero en su mirada se reflejaba algo más, una tristeza imperceptible para la mayoría, pero evidente para alguien que, como Iván, podía ver más allá de las apariencias.
—Te amo, mi lindo bebé —susurró, su voz temblando apenas, como si aquella confesión llevara más peso del que sus palabras podían transmitir—. Esta guerra fue para protegerte… para asegurar que tengas un futuro, para que no conozcas el miedo, ni la pérdida, ni la desesperación.
Iván, en su pequeño cuerpo infantil, sintió algo extraño al escuchar esas palabras. Una parte de él, la que aún recordaba su vida anterior, sabía que las promesas de protección absoluta eran solo eso, promesas. Nadie estaba completamente a salvo. La vida no concedía garantías, y la tragedia podía golpear sin previo aviso, sin importar la nobleza de las intenciones. Pero otra parte, la que ahora era un niño en los brazos de su madre, quería creer en sus palabras. Quería aferrarse a la idea de que, esta vez, podría tener una vida diferente. Una vida en la que no tuviera que temer cada día, en la que no tuviera que vivir como un esclavo de la violencia, en la que pudiera simplemente… ser un niño.
El viento sopló con suavidad, alzando los mechones oscuros de su cabello. Su madre lo sostuvo con más fuerza, como si temiera que la brisa pudiera arrebatárselo. Sus dedos largos acariciaron su mejilla con una delicadeza casi reverencial, como si estuviera tocando algo sagrado. Sus ojos recorrieron su pequeño rostro con devoción, como si quisiera memorizar cada detalle, como si cada pestaña, cada curva de su piel, fuera una obra de arte que debía atesorar.
—Juré que haría cualquier cosa por ti… y lo haré. No importa el precio.
Sus palabras eran una promesa sellada en la misma esencia de su ser. Iván no necesitaba haber vivido en este mundo por mucho tiempo para entender que su madre no hablaba a la ligera. Esta no era una simple expresión de amor maternal; era un juramento absoluto, uno que no dudaría en cumplir, sin importar las consecuencias.
La celebración en la ciudad continuaba, pero en la terraza, solo existían ellos dos. Madre e hijo, unidos por un lazo más fuerte que la sangre, más fuerte que cualquier destino impuesto. Y por primera vez, en mucho tiempo —o quizás en toda su existencia—, Iván se permitió cerrar los ojos y sentir lo que era ser protegido.