XII (Ver. Final)

La luz dorada del amanecer se derramaba con lentitud entre las densas copas de los árboles, tiñendo de un resplandor cálido y espectral la tierra removida y húmeda del campamento. Los primeros rayos del sol proyectaban sombras alargadas y danzantes, como fantasmas antiguos que se cernían sobre los estandartes ondeantes de la Decimocuarta Legión de Hierro, una unidad curtida en guerras, enviada por la siempre implacable duquesa Alba para asegurar el dominio sobre las tierras vencidas del extinto territorio de Rivenrock. Su misión era sencilla en teoría, pero vital en su ejecución: mantener el orden, sofocar cualquier chispa de insurrección antes de que brotara y, sobre todo, consolidar el poder del ducado mediante la reconstrucción militar de la región conquistada.

Aquel amanecer no traía la calma, sino una pausa pesada en la tensión que colgaba sobre el campamento. El aire estaba impregnado del olor metálico de la sangre seca y el sudor viejo, mezclado con el aroma tentador del pan recién cocido y la carne asada en las hogueras. Los soldados de la legión, tras semanas de marcha y ocupación, se entregaban a un descanso merecido pero siempre vigilante. Algunos se reían con risa ronca y pesada, compartiendo tragos de vino rancio y chanzas obscenas sobre las mujeres del lugar; otros yacían exhaustos en los brazos de esas mismas mujeres, pagadas o forzadas a brindar placer a los conquistadores; unos dormían profundamente con el rostro enterrado en las mantas, respirando con un ritmo casi infantil, y unos pocos, los más disciplinados, seguían en sus puestos, ojos alertas y alabardas listas, observando el horizonte sin confiar en la quietud aparente.

Gracias a la brutal campaña liderada por el general Thornflic —un hombre conocido por su crueldad metódica y eficacia despiadada—, la voluntad de los habitantes de Rivenrock había sido completamente quebrada. Los civiles sobrevivientes de Rivenrock, ahora doblegados por el filo de la espada y el hambre de la guerra, eran sombras de lo que alguna vez fueron. Muchos habían sido esclavizados temporalmente, marcados con brazaletes de hierro, obligados a levantar piedras y construir murallas bajo la supervisión cruel de los capataces de la legión. Se les prometía la ciudadanía una vez terminada su labor, pero todos sabían que esa promesa era frágil, colgando de un hilo tan fino como el aliento de un moribundo. Aun así, trabajaban, impulsados por el miedo, la esperanza o la simple necesidad de sobrevivir otro día más.

Los ingenieros militares dirigían la edificación de bastiones estratégicos, fuertes de piedra y madera reforzada que serían los ojos y garras del ducado en la región. La frontera con el condado de Istedatis, aún con la posibilidad de una futura disputa, debía ser fortificada con urgencia. Era una línea de defensa y una declaracion de que esas tierras eran ahora de Zusian.

El campamento de la Decimocuarta Legión era una manifestación viva de orden militar. Las tiendas de campaña estaban dispuestas con precisión geométrica, formando calles de lona entre las que transitaban soldados, bestias de carga y esclavos. Las forjas no dejaban de rugir: martillos que golpeaban el acero, chispas que volaban como luciérnagas embravecidas, y yunque tras yunque que moldeaban armas para las futuras campañas. Los herreros, cubiertos de hollín y sudor, trabajaban sin tregua. Los cocineros, por su parte, sacaban bandejas repletas de víveres, vertían calderos humeantes y repartían pedazos de carne asada entre los guerreros. El aire estaba cargado, vibrante, impregnado del ruido constante del deber y el ritual marcial.

En medio de esta maquinaria viviente de guerra se alzaba una tienda más grande, más robusta y ornamentada: la del comandante Rokot. Él no era un hombre común. Su figura imponente dominaba el interior de la tienda, su torso desnudo como una escultura viva de cicatrices, músculos tensos y piel curtida por el sol y la batalla. Cada marca en su piel era una historia, una victoria, una lección aprendida a sangre y acero. Sus ojos grises eran fríos, calculadores, como los filos de las espadas que comandaba. Su rostro, severo y cuadrado, estaba cincelado por los años de guerra y decisiones difíciles.

Rokot era un símbolo de poder y brutalidad, pero también de eficiencia absoluta. No era amado por sus hombres, pero sí respetado, temido y seguido sin cuestionamientos. Su palabra era ley, y su lealtad al ducado, inquebrantable. Había ganado su lugar no con favores ni noble cuna, sino con sangre, sudor y disciplina férrea. El título de comandante de legión le otorgaba casi el mismo poder que un general en campaña, y lo ejercía con mano firme.

En ese momento, el poderoso comandante se encontraba sentado en una silla robusta de roble, mientras una mujer se deslizaba detrás de él, sus manos suaves trabajando con destreza sobre la espalda endurecida del guerrero. Leila, una de sus concubinas favoritas, era más que una simple amante. Era un bálsamo temporal para la brutalidad del mundo que los rodeaba.

Leila era una joven de belleza exótica y serena. Su piel era tersa y oscura, con un matiz dorado bajo la luz tenue de la tienda. Su cabello, largo y ondulado, caía en cascada sobre sus hombros, perfumado con aceites aromáticos. Tenía ojos almendrados, de un ámbar profundo que parecía brillar con una inteligencia callada y una sumisión aprendida. Sus labios carnosos se curvaban en una sonrisa suave, y su cuerpo era delgado pero firme, moldeado por la necesidad de agradar, de sobrevivir, de seducir.

—Eres más tenso que de costumbre, mi señor —murmuró ella, sus dedos recorriendo los nudos de tensión en la espalda de Rokot con movimientos precisos y sensuales, acariciando las cicatrices como si fuesen trofeos sagrados.

Rokot no respondió al instante, su respiración pesada como el hierro. Gruñó apenas, un sonido gutural, más animal que humano, mientras sus pensamientos vagaban por mapas, informes, estrategias y amenazas no dichas.

—Hay demasiado en juego, mujer. No podemos darnos el lujo de errores. Estos fuertes no se construirán solos, y la paz... la paz no es más que una ilusión frágil —dijo finalmente, con la voz áspera como grava. —Un soplo de viento podría desmoronarlo todo.

Leila no contestó de inmediato. Se deslizó más cerca, su cuerpo presionándose contra la espalda de Rokot, sus labios rozando su cuello con suavidad calculada. Besó lentamente su piel curtida, dejando rastros húmedos y cálidos.

—Lo sé… lo sé, mi señor. Pero incluso el acero necesita templarse con agua. Usted es fuerte, imparable… pero no debería romperse por dentro. Permítame aliviar su carga, aunque sea por un instante.

Sus palabras se deslizaron como seda entre las sombras de la tienda, tan suaves como sus manos, que continuaban descendiendo lentamente por la espalda ancha y musculosa del comandante. Leila no era una simple concubina, era una obra de arte viviente, esculpida por la necesidad, el deseo y la voluntad ajena. Su cuerpo, delicado y firme, parecía hecho para la adoración. Su piel era tersa, de un tono ámbar que atrapaba la luz tenue de las lámparas de aceite como si fuera bronce pulido. Su cabello caía en ondas largas, oscuras como la noche, perfumado con esencias traídas desde el sur, donde las flores florecían incluso en las tierras más secas. Sus pechos, redondos y suaves, se apretaban ligeramente contra la espalda de Rokot mientras ella se deslizaba con movimientos fluidos y silenciosos, como si supiera que incluso la respiración debía ser medida en la presencia de un hombre como él.

Rokot apretó la mandíbula. La respiración se le hizo más pesada, no por la pasión, sino por la tensión contenida, por el peso invisible que parecía haberse anclado a sus hombros desde hacía semanas. Y aun así, no la detuvo. No emitió una sola orden. No pronunció ninguna palabra para frenar aquellas manos que comenzaban a recorrer no solo su espalda, sino también su pecho, su vientre, sus caderas, con una mezcla perfecta de dulzura y lujuria. Sus caricias, calculadas y ensayadas, pasaron de lo terapéutico a lo íntimo con una naturalidad escalofriante. Leila sabía cómo tocarlo, cómo presionar los músculos exactos, cómo deslizar su lengua por el borde de su cuello justo antes de susurrar sin que el sonido saliera de sus labios.

El cuerpo de ella se fundía contra el suyo, envolviéndolo en un calor casi irreal. Sus piernas lo rodearon por detrás, y sus manos no cesaban. Se movía como una serpiente sagrada en un ritual olvidado. Él cerró los ojos por un instante, permitiéndose aquel suspiro. Una pausa. Una tregua.

Pero la tregua fue breve.

Un murmullo creciente, primero lejano y luego inevitablemente cercano, comenzó a flotar desde fuera de la tienda. No era el grito de alarma, no eran los cuernos de guerra, pero sí era una agitación inesperada, un tumulto anómalo en la rutina estricta de su campamento. Su ceño se frunció de inmediato. Aquel instinto, nacido no del entrenamiento sino del corazón de la guerra, se encendió como una llama viva. Gruñó, un sonido casi animal, y sin mirar a Leila, se separó de ella. El calor abandonó su piel de golpe, reemplazado por el frío del deber.

Se levantó con firmeza, sus músculos contrayéndose bajo la piel curtida, tomó su cinturón y lo ajustó con movimientos rápidos y decididos. Leila, aún arrodillada sobre la alfombra, lo observó con ojos grandes, obedientes, resignados a su posición. Él no le dirigió la mirada.

—¿Qué es este alboroto? —rugió con voz seca y autoritaria, mientras apartaba la entrada de su tienda de un solo tirón.

Sus pasos eran pesados, resonando sobre el suelo de tierra como martillazos. El murmullo crecía a su alrededor a medida que se acercaba a la fuente del alboroto. Los soldados, al verlo, se apartaban instintivamente. Nadie deseaba interponerse entre Rokot y aquello que estaba perturbando la calma. Los hombres sabían que una palabra mal pronunciada en su presencia podía costar dedos, dientes, o días de castigo encadenados al poste de vigilancia.

En el centro del tumulto, varios soldados rodeaban a un jinete cubierto de polvo. Su capa ondeaba al viento, y su caballo, exhausto, aún resoplaba con espuma en el hocico. El hombre desmontó, tambaleante, y se arrodilló ante Rokot, extendiéndole un pergamino enrollado con un sello negro, el emblema del lobo de Erenford: el símbolo inequívoco del poder central del ducado.

Rokot tomó el mensaje y rompió el sello sin ceremonia. Sus ojos grises escanearon el contenido, línea por línea, con una intensidad de acero templado. No reaccionó de inmediato.

—¿Qué noticias traes? —preguntó sin levantar la vista del pergamino.

—Comandante, la duquesa regente Alba ha enviado nuevas órdenes. Son las reformas militares impuestas por la duquesa regente, firmadas hace apenas dos días en la capital —dijo el mensajero con voz entrecortada por el cansancio y la reverencia.

Rokot continuó leyendo en silencio, sin pestañear, mientras cada palabra se grababa en su mente como una orden divina. Las reformas eran ambiciosas, profundas. El ducado entraba en una nueva era de militarización. La estructura completa de las legiones iba a cambiar: nuevos mandos, nuevos sistemas de instrucción, un rediseño completo del sistema logístico, e incluso una reevaluación de las fronteras internas de jurisdicción entre los generales.

Cada uno de los diez generales recibiría autoridad para comandar diez legiones completas —una escalada de poder sin precedentes que permitiría una respuesta militar aplastante ante cualquier amenaza externa o rebelión interna. Rokot arqueó una ceja. Aquello transformaba completamente la balanza del poder militar.

Lo más interesante del mensaje, sin embargo, era la convocatoria masiva: se buscaban reclutas, no comunes, sino los más feroces, despiadados, eficientes asesinos y guerreros del ducado, incluso más allá de sus fronteras. Se abrirían quinientas mil vacantes para formar la nueva Legión de las Sombras, una guardia personal destinada únicamente a proteger a la familia ducal, operar en misiones secretas, y ejecutar las órdenes más peligrosas sin cuestionar.

«Quizá debería postularme», pensó Rokot. Pero sabía que la competencia sería atroz. Entre los más de treinta y cinco millones de legionarios repartidos en todo el ducado, habría millones, quizás mas, dispuestos a matar por esa posición. Era prestigio, era poder, era riqueza. La paga de un legionario de las sombras era equivalente a la mitad del salario de un general —una suma que un campesino jamás soñaría amasar ni en diez vidas. Pero el precio era alto: misiones suicidas, secretos que no podían contarse ni a los propios dioses, y una lealtad absoluta que implicaba traicionar sin pestañear, si así lo ordenaba la familia ducal.

El mensaje también anunciaba la creación de las Legiones del Duque. Tropas de élite, aún más selectas, directamente subordinadas a la duquesa regente y al heredero. Una fuerza compuesta por los más fanáticos y fieles soldados, preparados para morir sin dudar, entrenados desde la brutalidad de las batallas. Sería una fuerza capaz de aplastar rebeliones, ejecutar castigos colectivos, o atravesar líneas enemigas como un cuchillo por mantequilla.

El pergamino describía, con detalle casi enfermizo, las nuevas armas y armaduras en desarrollo. Las armaduras serían forjadas con aleaciones ligeras y resistentes Se crearían nuevos diseños de armas: arcos cortos para unidades ligeras y medias, alabardas para caballería media, máguales de tres cabezas, martillos de guerra para los jinetes más pesados. Ninguna legión quedaría sin tocar por el rearmamento. Algunas serían reestructuradas completamente desde cero.

Las tácticas también cambiarían. La rigidez de las antiguas formaciones rectilíneas sería reemplazada por formaciones vivas, móviles, impredecibles. Se adoptaría la guerra de guerrillas como estrategia estándar para los primeros embates de una campaña, atacando líneas de suministro, eliminando comandantes enemigos, sembrando el caos antes de las batallas abiertas. Como en la reciente masacre contra el vizconde Eldric, donde nueve legiones de hierro habían aniquilado a más de seis millones de hombres —las guardias del cuervo, sus tropas élite, y cuatro compañías mercenarias— sin sufrir bajas notables.

Por último, las nuevas señales de campo se detallaban con precisión casi obsesiva. El pergamino mencionaba el uso de estandartes móviles manipulados por operadores expertos en leer las señales. Estos estandartes servirían como ejes visuales en medio del caos, marcando no solo la posición de los comandantes, sino también transmitiendo órdenes a unidades dispersas a lo largo del frente. Las señales de humo, por su parte, no eran las anticuadas columnas visibles a leguas, sino un sistema sofisticado de colores y formas, manipuladas con telas impregnadas en aceites aromáticos y minerales específicos, capaces de generar humaredas de tonalidades precisas. Estas señales permitirían una comunicación casi instantánea en terrenos montañosos o boscosos, donde la línea visual directa entre unidades era imposible.

Los cuernos de guerra serían afinados a distintas frecuencias. Cada nota indicaría una acción concreta: carga, defensa, flanqueo, retirada o avance coordinado. El sistema también incluía tambores. Básicamente, la bandera se convertiría en el cerebro de la formación, y los cuernos en su voz; uno daba la orden, el otro le daba forma, ritmo y dirección.

Todo estaba fríamente calculado. Era la construcción de un ejército no solo más violento, sino más inteligente. Todo apuntaba, sin lugar a dudas, a una sola cosa: el ducado no solo se preparaba para una guerra sin cuartel contra potencias extranjeras; se estaba blindando desde dentro. El mensaje implícito era claro: cualquier ciudad o facción que no se doblegara ante la autoridad central sería aplastado con eficacia clínica y brutal. El hierro ya no era solo la herramienta del poder: era su dogma, su ley, su destino.

—Esto será interesante... —murmuró Rokot, dejando escapar una risa seca y baja, sus labios torcidos en una sonrisa cruel, casi infantil, como un niño que acaba de encontrar un nuevo juguete y ya planea cómo romperlo.

Tenía que reconocerlo: la duquesa regente Alba, esa mujer extranjera a la que muchos consideraban una intrusa, una intrusa con más perfumes que cicatrices, estaba demostrando ser mucho más que una figura decorativa en el trono de los Erenford.

Joder, pensó, para ser una lady, sí que sabe cómo reordenar un ejército.

Las reformas no eran sólo ambiciosas, eran eficientes. Meticulosas. Su precisión era casi quirúrgica. No era el tipo de movimiento que uno esperaría de una aristócrata; era la obra de alguien que entendía la guerra, o que al menos sabía rodearse de quienes la conocían de forma íntima. Para Rokot, aquello era admirable. Él no tenía tiempo para caprichos políticos o cortes llenas de veneno y sonrisas. Él hablaba en el lenguaje de los cuerpos rotos, de los campamentos quemados, de la sangre que se coagulaba en la tierra al amanecer. Y ese lenguaje, ahora, parecía ser también el lenguaje del ducado.

—¿Qué están viendo, cabrones? —gruñó, sin molestarse en ocultar el desprecio que goteaba de cada sílaba—. Vayan a ver que los bastardos de los ciudadanos sigan trabajando. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo.

Los oficiales y soldados no esperaron una segunda orden. Se dispersaron como ratas al oír el crujir de una bota. Nadie quería estar bajo la mirada directa de Rokot más tiempo del estrictamente necesario. Sabían que su paciencia era tan delgada como el filo de una daga, y el filo de Rokot cortaba sin previo aviso.

Mientras los hombres se apresuraban a cumplir sus deberes, el comandante regresó a su tienda. Su figura, encorvada levemente por los años de batalla, seguía irradiando autoridad. Allí, entre mapas, informes y pergaminos, se dejó caer en el taburete de hierro, frotándose las sienes. Reflexionaba en silencio, como un herrero evaluando el filo de una espada recién forjada. Las nuevas armas no eran solo herramientas. Las nuevas tácticas no eran solo instrucciones. Todo era parte de una maquinaria inmensa, despiadada, que comenzaba a girar con fuerza imparable. Y él... él era uno de sus engranajes más antiguos. Y uno de los más letales.

Sabía que la introducción de aquellas innovaciones no sólo cambiaría el campo de batalla. Cambiaría la forma misma en que se libraba la guerra. Las líneas rectas, las formaciones en bloque, los gritos improvisados de los capitanes, todo eso desaparecería. Sería reemplazado por precisión, coordinación, estrategia. Por un ejército que no solo golpeaba más fuerte, sino con más inteligencia.

Y con ello, él también se elevaría. Su reputación, su estatus, su influencia. Un comandante eficaz en tiempos de cambio era un tesoro invaluable. Y Rokot no tenía intención de quedarse atrás.

El sol ya estaba en lo alto cuando el bullicio del campamento comenzó a estabilizarse. Las voces, el sonido de los martillos y los gritos de los supervisores formaban un coro disciplinado. Rokot salió de su tienda y se detuvo frente a ella, observando. Era una sinfonía de esfuerzo. De sudor, fuerza y miedo.

Los herreros seguían trabajando sin descanso, sus músculos tensos, sus rostros perlados por el calor del fuego. Las forjas ardían como dragones encadenados, moldeando acero que pronto se teñiría de rojo. Los soldados practicaban con las nuevas armas en los campos de entrenamiento: algunos probaban las alabardas, otros los martillos que requerían ambas manos y una fuerza considerable para maniobrarlos con eficacia. Algunos, más ágiles, entrenaban con los nuevos arcos cortos, perfeccionando la velocidad del disparo en espacios reducidos.

Aquellos fuertes, levantados con madera robusta y piedra oscura, crecían como hongos entre el barro. Las cuadrillas de obreros, en su mayoría prisioneros de Rivenrock, trabajaban bajo constante vigilancia. Hombres encadenados, cubiertos de mugre, escarbaban la tierra, colocaban piedras, transportaban troncos.

Al final del día, mientras los últimos rayos de luz teñían de rojo el cielo y los cuervos comenzaban a sobrevolar el campamento con sus graznidos proféticos, Rokot se permitió un instante de paz. Subió a una colina baja, donde podía observar el campamento en su totalidad, y se cruzó de brazos. La brisa le azotaba el rostro, pero él no se inmutaba. Allí, de pie como una estatua hecha de cicatrices, contemplaba el nacimiento de una nueva era.

Pensaba en el futuro del ducado. En cómo, poco a poco, se transformaría en una máquina de guerra perfecta como antaño. En cómo la sangre derramada ahora sería la tinta con la que se escribiría su legado.

Con una última mirada, descendió la colina y regresó a su tienda. La noche caía, pero para él, la oscuridad solo era el preludio de otra jornada de hierro.