XIII (Ver. Final)

Roderic Ironclaw llegó al corazón de las imponentes montañas de Karador, un reino mineral colosal cuyas entrañas ardían con la promesa de riqueza incalculable. Karador no era simplemente un conjunto de picos nevados y valles ocultos por la niebla; era una vasta red viva de minería y metalurgia, un sistema orgánico donde millones de hombres y mujeres horadaban la piedra día y noche, como hormigas devorando una colina de plata. Sus laderas estaban perforadas como un queso negro de acero, con túneles que se extendían como venas profundas llenas de hierro, estaño, carbón, oro, plata, cobre, platino, y piedras preciosas que brillaban como las lágrimas de dioses enterrados: rubíes, zafiros, esmeraldas, amatistas, y ocasionalmente, gemas sin nombre que los joyeros del ducado aún no podían clasificar.

Las montañas de Karador eran un monumento al poder geológico de la región y al hambre del hombre. Zusian, como nación, se mantenía en la cima del continente gracias a las entrañas de estas tierras. Era aquí donde nacían las espadas, donde se forjaban las armaduras, donde se fundían las monedas que daban forma al comercio y la guerra.

Las aldeas mineras, que en realidad eran ciudades ocultas entre la piedra y la nieve, se extendían como un enjambre de colmenas en los costados de las montañas. Algunas eran solo grupos de barracones con techos de pizarra y chimeneas permanentes escupiendo humo negro al cielo gris, otras eran verdaderas fortalezas subterráneas con túneles de varios niveles, forjas interiores y muros reforzados con hierro. La vida aquí era brutal, directa, sin espacio para el error ni la piedad. El día comenzaba antes de que el sol asomara entre los picos, y terminaba solo cuando los cuerpos colapsaban por el esfuerzo. Los derrumbes eran frecuentes, las enfermedades pulmonares comunes, los accidentes mortales inevitables. Pero aún así, llegaban más. Campesinos sin tierra, criminales, jóvenes desesperados por una oportunidad. Todos atraídos por el rumor de una vida mejor, por el oro que se decía brotaba de las piedras mismas.

Desde lo alto de una de las crestas que dominaban el valle, Roderic Ironclaw contemplaba el descenso de sus legiones hacia aquel hormiguero colosal. Las formaciones se movían con precisión milimétrica, columnas organizadas que avanzaban al ritmo del tambor y el estandarte. El aire estaba cargado de fragancia metálica, del olor crudo del mineral recién extraído, mezclado con el humo espeso de las forjas y el sudor reseco de miles de cuerpos en movimiento constante. Cada martillazo contra el yunque, cada chirrido de polea cargando carromatos, cada grito de un supervisor era una nota más en la sinfonía industrial que envolvía Karador.

Roderic no era un hombre de emociones fáciles. Su rostro, endurecido como el acero que portaba, no mostraba entusiasmo ni orgullo. Pero internamente, reconocía el poder que latía en esas minas. No solo económico. No solo estratégico. Era un poder simbólico. Tener el control de Karador significaba sujetar el pulso de gran parte del este con una sola mano.

Enviado por la duquesa Alba con un total de veinte legiones, entre ellas su Legión de Hierro personal, Roderic comandaba más de ocho millones de soldados. Karador debía ser fortificada no solo contra las amenazas externas, sino también como centro logístico y militar para el conflicto que ya se avecinaba como una tormenta por el horizonte. Desde hacía meses, antes incluso de que la guerra con el vizcondado de Rivenrock estallara oficialmente, Roderic ya trabajaba en la construcción de fortalezas de montaña, apostando guarniciones en los pasos clave, levantando bastiones camuflados entre los acantilados, asegurando que cada sendero, cada garganta y cada valle tuviera una guarnición que respondiera directamente a él.

Y no había sido en vano. El ducado de Stirba al norte, y el marquesado de Thaekar al oeste, habían comenzado a incrementar sus ataques furtivos. Escaramuzas. Incursiones nocturnas. Unidades pequeñas intentando desestabilizar las rutas mineras, quemar almacenes, sabotear forjas. Nada que amenazara aún a la maquinaria del ducado, pero suficientes para incomodar. Suficientes para forzar a Roderic a levantar el puño.

Kharagorn era su siguiente destino: la más grande de las ciudades mineras de Karador, una metrópoli de hierro y fuego. Miles de carromatos entraban y salían de sus murallas a diario, arrastrados por bueyes de montaña y vigilados por arqueros de los centinelas de hierro apostados en torres de piedra ennegrecida. Los supervisores gritaban órdenes desde plataformas elevadas mientras cuadrillas enteras de mineros se movían como engranajes humanos dentro del gran aparato económico de la ciudad. Era un lugar sucio, ruidoso, sofocante… pero absolutamente esencial.

Las defensas de Kharagorn eran impresionantes: murallas gruesas, torres con balistas, calderas de aceite hirviendo, puertas blindadas reforzadas con hierro fundido. Pero Roderic sabía que no era suficiente. Si las Huestes Juradas de Sangre de Stirba lanzaban un ataque coordinado, o si los Regimientos Plateados de Thaekar descendían en masa desde los pasos occidentales, las defensas actuales no resistirían. No sin sufrir pérdidas inaceptables.

Roderic evaluaba el terreno con la misma mirada con la que un orfebre analiza una gema en bruto. Vio los puntos débiles: las rutas de carromatos no estaban protegidas más allá de unos pocos kilómetros; los puestos de vigilancia en las montañas eran escasos y mal conectados; las reservas de alimentos y agua no estaban adecuadamente distribuidas para una defensa prolongada.

Ordenó de inmediato la construcción de nuevas fortificaciones, no pequeñas torres, sino bastiones con guarniciones permanentes. Triplicaría el número de fuertes a lo largo de los valles y laderas, asegurando que cada uno pudiera defender al siguiente, creando una red interconectada de fuego cruzado y apoyo logístico. No bastaba con resistir un ataque. Había que rechazarlo con violencia y luego perseguir a los sobrevivientes hasta exterminarlos.

Los caminos, vitales para transportar recursos y refuerzos, fueron los siguientes en su lista de prioridades. Identificó los puntos más vulnerables, los pasos estrechos donde emboscadas eran más probables, y los ordenó reforzar con bloques de soldados y barricadas de piedra y hierro. Pero no se detuvo allí. Roderic tenía la mente de un estratega paranoico. También mandó fortificar los caminos secundarios, los senderos de cabras, los pasos ocultos que solo los lugareños conocían. No dejaría brechas.

Ordenó a sus oficiales movilizar a los ingenieros militares sin demora. En apenas unas horas, los mensajeros de estandartes rojos partieron al galope por los senderos polvorientos y las gargantas profundas, llevando consigo los decretos firmados por Roderic. A los pocos días, comenzaron a llegar a Kharagorn una oleada de arquitectos de guerra, obreros curtidos por el acero, y herreros expertos en la construcción de bastiones. Se trajeron suministros en columnas interminables: vigas de roble negro de los bosques del norte, bloques de granito tallado, clavos del tamaño de dagas, calderas de alquitrán, herramientas de excavación y planos escritos en pergaminos reforzados con cuero.

Las laderas de las montañas fueron marcadas con estacas rojas para señalar las futuras ubicaciones de torres de vigilancia. En los valles más estrechos, comenzaron a cavar profundas trincheras que serían recubiertas con piedras apiladas y revestidas con metal. Las murallas existentes fueron duplicadas en altura y reforzadas desde el interior. Todo lo que era viejo fue desmantelado y reconstruido mejor. Lo que estaba firme, se reforzó aún más. No habría margen para el error. No habría una segunda línea si la primera caía. Roderic no construía defensas; construía una muralla viviente.

Mientras la maquinaria de la fortificación se ponía en marcha con una eficiencia casi brutal, Roderic, tras asegurarse de que los trabajos progresaran según su estricto plan, decidió dirigirse personalmente al corazón de Kharagorn. Pasaron algunos días de preparación y coordinación antes de que pudiera dejar el puesto de mando. Cuando finalmente lo hizo, marchó acompañado por sus Lobos Negros y heraldos.

La plaza principal de Kharagorn, situada en el centro exacto del cruce entre las minas, los barracones y los talleres de fundición, era un espacio amplio empedrado con losas volcánicas, oscuras y rugosas. A su alrededor se alzaban estructuras de madera reforzada y piedra, todas ennegrecidas por el humo constante de las forjas y el hollín del carbón que impregnaba el aire. La plaza hervía de actividad incluso antes de que llegara Roderic, pero cuando los tambores anunciaron su presencia, una oleada de silencio barrió el lugar como una marea.

Los aldeanos, los mineros y sus familias, los centinelas de hierro, y hasta los comerciantes ambulantes se detuvieron para escucharlo. El aire estaba cargado de expectación, y el eco de los martillos se extinguió como si el propio hierro contuviera la respiración.

Roderic subió a una tarima improvisada, elevada sobre barriles reforzados con remaches de bronce. Su figura, alta y esculpida por años de batalla, dominaba el espacio como una estatua viviente de guerra. Con una voz grave, poderosa como el trueno que rompe las cumbres, comenzó su discurso.

—Hombres y mujeres de Kharagorn —dijo, su mirada recorriendo cada rincón de la plaza—. El ducado de Zusian y la propia duquesa Alba saben, sin sombra de duda, lo esenciales que son para la supervivencia y grandeza de nuestra tierra. Aquí, entre estas rocas sagradas y estos túneles sudorosos, nace la fuerza de nuestro ejército, el alma de nuestras ciudades, y la sangre metálica de nuestra civilización.

Una breve pausa, mientras sus palabras resonaban entre los muros ennegrecidos y las vigas chirriantes de las casas.

—Como muestra de gratitud por su entrega, la duquesa me ha enviado con presentes: provisiones frescas, barriles de cerveza oscura, carnes saladas y harina blanca. Pero eso no es todo. A partir de este mes, tendran derecho a conservar un cuatro por ciento de todo lo que extraigan y transporten. Oro, plata, hierro, cobre... será suyo, para alimentar a sus hijos, para comprar herramientas, para reparar sus techos, para guardar como semilla de libertad.

Un murmullo recorre la plaza. Ojos se ensanchan. Algunos sonríen. Otros no lo creen.

—A cambio —continuó, con tono más severo—, necesitamos su lealtad. No como un deber, sino como un escudo compartido. Stirba y Thaekar observan estas montañas con codicia desde hace generaciones. No importa cuánto tengan: quieren más. Y quieren lo nuestro. Quieren nuestras minas, nuestras rutas, nuestros hijos. Pero...

Se detuvo un momento. Un silencio espeso cayó sobre la multitud. Roderic dio un paso al frente.

—Pero no se los daremos. No cederemos ni una roca, ni una veta de cobre, ni un palmo de ladera. Esta tierra no fue ganada con tratados ni pactos, sino con sangre, sudor y fuego. Estas montañas no son sólo depósitos de riqueza; son la columna vertebral de nuestra nación. Nuestra identidad. Nuestra herencia. Y no la perderemos mientras haya un solo martillo que golpee, un solo centinela que vigile, un solo brazo que se alce.

La multitud comenzó a murmurar. Esta vez no de duda, sino de emoción contenida.

—Hoy mismo —prosiguió Roderic— comenzaron las obras de defensa. Se levantarán nuevos bastiones en cada garganta, en cada paso, en cada sendero que lleve a nuestras puertas. Las antiguas torres serán reforzadas, las murallas duplicadas, y los caminos asegurados. No con miedo, sino con determinación. Cada uno de ustedes tiene un papel. Mineros: sigan cavando, sigan alimentando el corazón de esta tierra. Centinelas de hierro: preparense, afilen sus hojas, vigilen las sombras. Artesanos: trabajen como si sus vida dependiera de cada remache. Porque así es.

Roderic se detuvo una última vez. Su mirada era fuego puro.

—No estan solos. Zusian no os ha abandonado. Yo no los abandonaré. Estas montañas no caerán. No mientras respiremos. ¡Ahora, a trabajar! ¡Por Zusian! ¡Por Karador!

El grito que brotó de la multitud fue brutal, gutural, un aullido de acero y orgullo. Los mineros golpearon sus picos contra el suelo. Los centinelas alzaron sus lanzas. Las mujeres levantaron a sus hijos para que vieran al hombre que hablaba como las montañas.

A medida que el sol se hundía lentamente detrás de las cumbres afiladas de Karador, tiñendo de rojo oscuro y naranja los cielos de la frontera, el general Roderic contemplaba en silencio el avance de las obras defensivas. Las nuevas fortificaciones, aún inacabadas, se alzaban como esqueletos colosales recortados contra el crepúsculo. Desde su posición elevada, sentado en un campamento de mando instalado sobre una meseta rocosa, podía ver las siluetas de las torres emergentes, los muros reforzados con acero forjado y las hileras de estacas punzantes que empezaban a rodear las entradas principales a los pasos de montaña. Las hogueras comenzaban a encenderse, y la danza de las sombras sobre las paredes de piedra recordaba a espíritus en guerra.

Pero Roderic sabía que eso no era más que el principio. Todo lo construido hasta ese momento era solo una piel delgada sobre el cuerpo desnudo de una defensa que aún debía consolidarse. Los enemigos no eran torpes ni lentos; eran pacientes, feroces, y si bien podían parecer irracionales en su ambición, nunca eran estúpidos.

Esa noche, mientras bebía un vino denso y especiado en la penumbra de su carpa de mando, observando los fuertes a lo lejos desde una ventana abierta, un sonido de cascos y gritos apagados rompió la calma. Poco después, un jinete ligero irrumpió en el campamento. Llegó cubierto de polvo, los ojos inyectados en sangre por el esfuerzo y el rostro marcado por una urgencia que no dejaba espacio para dudas.

—General Roderic —dijo, jadeando—, traigo noticias. Uno de los destacamentos de exploradores ha confirmado movimiento en el paso norte. Son treinta Huestes Juradas de Sangre de Stirba, marchando en formación irregular.

El rostro de Roderic no mostró ni un atisbo de sorpresa. La amenaza no lo alteraba. Era un hombre que había vivido más guerras que inviernos; había comandado campañas donde la derrota significaba el exterminio absoluto. No era un político jugando a la guerra, ni un noble jugando a ser comandante. Era un líder de hierro, moldeado en fuego, barro, sangre y traición.

—Supongo que los comandantes de legión ya mandaron a los arqueros, ballesteros, y a la infantería ligera —respondió con voz seca, sin volverse siquiera—. Así que envía órdenes para que los refuerzos provengan de los fuertes traseros en esa zona. Solo los tiradores. Los caminos ahí son demasiado estrechos para un despliegue masivo. Si esos idiotas stirbanos creen que treinta Huestes pueden abrirse paso en pasos tan cerrados, son más estúpidos de lo que pensaba. Ni aunque trajeran otros seis millones de soldados podrían avanzar sin masacrarse entre sí.

Se puso de pie lentamente. Su silueta se alzó, imponente, rozando el techo de la carpa. Medía más de dos metros, y cada movimiento que hacía parecía ejecutado por una bestia en calma. Miró al jinete con una intensidad helada, su voz descendiendo a un tono más íntimo y terrible.

—Pero asegúrate de que nuestros hombres entiendan mi mensaje: sin piedad. Quiero emboscadas en cada curva, trampas en cada descenso, lanzas entre la niebla, cuerpos desgarrados colgando de árboles. Que los arrastren hacia el desgaste, que jueguen con ellos como cazadores con presas heridas. Quiero caos en sus filas. Que se infiltren en sus campamentos, envenenen su agua, destruyan sus víveres, degüellen a sus oficiales en plena noche. No quiero capturas, quiero terror. Que se den cuenta de que poner un pie en Karador es abrir las puertas del infierno.

El jinete asintió, palideciendo aún más. Sabía de los métodos de Roderic. Y también sabía que los castigos por desobedecer eran mucho peores que morir.

—Sí, general —dijo rápidamente, haciendo un gesto de respeto antes de girar su montura y perderse en la oscuridad como un espectro.

Roderic permaneció un momento más observando las sombras danzantes sobre los muros lejanos. El silencio regresó brevemente al campamento, apenas roto por el viento que soplaba como un gemido entre las rocas.

Cansado de la inactividad, se dirigió hacia el interior del asentamiento, donde una de las casas más grandes del pueblo había sido convertida en cuartel general. Dentro, los comandantes de legión y varios de sus capitanes se encontraban reunidos alrededor de una gran mesa de piedra, sobre la cual se extendía un mapa gigantesco, marcado con alfileres, notas y diagramas. El ambiente olía a sudor, cera derretida y cuero.

—Necesitamos más recursos para reforzar las barricadas del paso norte —dijo uno de los comandantes, un hombre joven de cabello oscuro, que apenas había sido ascendido al rango tras la muerte de su predecesor.

—No desperdicies recursos ni tropas —cortó Roderic de inmediato—. Envía un porcentaje limitado de arqueros y ballesteros de las fortalezas cercanas. No necesitamos una fuerza masiva, solo precisión. El terreno hace el trabajo por nosotros. Si nuestros tiradores están bien posicionados, podemos diezmarlos sin perder más que unas docenas de flechas.

El joven comandante asintió con la cabeza baja. Había hablado de más, y lo sabía. Roderic no lo mató, no por misericordia, sino porque, pese a su torpeza, tenía potencial, y por ahora, era útil.

—¿Y qué hacemos con los informes de movimientos enemigos en el oeste? —preguntó otro oficial, con los ojos hundidos y las manos temblorosas por la falta de sueño.

—Envíen a unos cientos de infantería ligera. Quiero reconocimiento, no una confrontación. Que me traigan datos claros: número, equipo, origen, dirección, ritmo. Si se atreven a acercarse, los interceptaremos antes de que puedan desplegarse.

Roderic se inclinó sobre el mapa, observando los pasos, los riscos, los senderos secretos que solo sus tropas conocían. Cada rincón podía ser una trampa mortal o una salvación, dependiendo de quién lo controlara. Estaban rodeados de amenazas, pero él no planeaba ceder ni una sola piedra.

Entonces, un golpe urgente en la puerta interrumpió la reunión. Otro explorador entró, cubierto de polvo, con los ojos desorbitados y las ropas rasgadas por ramas y espinas.

—General, los exploradores han regresado del valle de Uragan. El enemigo ha comenzado a concentrar fuerzas allí. Más de doscientos regimientos plateados, armados hasta los dientes con maquinaria de asedio. Torres móviles y catapultas. Están formando campamento.

—¿Eso es todo? —preguntó Roderic sin alterarse, sin levantar la mirada del mapa.

—Sí, general. ¿Quiere que se envíe una convocatoria total? ¿Que reunamos todas las legiones disponibles?

Roderic soltó un resoplido, casi divertido.

—¿Convocatoria total? ¿Por doscientos regimientos? No seas imbécil. Solo manda llamar a las cuatro legiones que tenemos aquí en reserva y dile a mi guardia personal que se prepare. Quiero ver esto con mis propios ojos.

—¿General... planea enfrentar a más de diecisiete millones con poco más de un millón y medio de legionarios? —preguntó el explorador, incrédulo.

La mirada de Roderic se volvió tan dura como la piedra que pisaban.

—¿Tú eres idiota o acabas de salir del útero, jinete? ¿Sabes cuánto tiempo llevo matando a bestias como esas?

El explorador tragó saliva.

—Mi nombre es Edrick, general. Llevo cuatro meses como jinete ligero.

—Pues escucha bien, Edrick —dijo Roderic, acercándose hasta quedar frente a él—. No necesito una legión completa para acabar con esa fuerza. ¿Sabes por qué? Porque cada grieta de estas montañas es mía. Cada bosque, cada pasaje, cada cueva. Ellos tienen los números, sí, pero nosotros tenemos el terreno, el acero y el odio. Y eso, Edrick, vale más que todos los caballos blindados del mundo. Solo cumple tu función. Ve y reúne a los hombres que pedí. Deja que los idiotas avancen. Los voy a enterrar vivos bajo las piedras de Karador.

Edrick se retiró con un temblor en las manos. Roderic se giró, su capa oscura ondeando detrás de él. En su rostro no había emoción, solo una determinación inquebrantable. Karador no caería. No mientras su espada siguiera manchada de sangre y su mirada pudiera infundir miedo incluso en los corazones de los suyos.

—Bien, enfoquémonos en los próximos pasos —dijo Roderic, con una voz firme y contenida, mientras su mirada se clavaba en el mapa extendido sobre la mesa central del cuartel general. El pergamino estaba cubierto de marcas, símbolos, anotaciones recientes en tinta oscura, y fichas de metal con formas minuciosamente esculpidas que representaban a las diversas unidades del ejército de Zusian. Algunos oficiales murmuraban entre sí, otros simplemente lo observaban, aguardando instrucciones.

—Quiero que cada comandante de legión tenga absolutamente claro cuál es su papel. Nadie debe improvisar —continuó, con un tono autoritario, su voz llenando la sala—. Las legiones de hierro avanzarán conmigo hacia el valle de Uragan, pero no dejaremos los flancos ni la retaguardia desprotegida. Los centinelas de hierro ocuparán cada uno de los puntos estratégicos que nuestras legiones dejen atrás. Son milicianos, sí, pero están entrenados y equipados para mantener la línea el tiempo necesario. Que fortifiquen los accesos, que aseguren los almacenes, y que mantengan el control de las rutas de suministro. Si algún enemigo intenta flanquearnos o cortar nuestras líneas, quiero que se encuentren con una pared de acero y fuego.

Los comandantes anotaban sus órdenes, atentos a cada palabra. Uno de ellos, un veterano con cicatrices en el rostro y la mandíbula torcida por una vieja herida de hacha, levantó la mano con respeto.

—General, ¿y los suministros? Si el combate se prolonga más de lo esperado, podríamos quedarnos cortos. Es un riesgo considerable, especialmente con esa cantidad de hombres movilizados.

Roderic lo miró con dureza, y avanzó hacia el mapa con paso lento y pesado, como si el suelo temiera crujir bajo su bota. Extendió la mano y trazó una línea directa entre la actual posición del campamento y el valle de Uragan.

—El enfrentamiento no se va a prolongar —replicó, casi escupiendo las palabras—. No vamos a improvisar ni a improvisar una defensa desesperada. Vamos a exterminar a ese ejército antes de que tengan tiempo de organizarse completamente. Llevaremos lo esencial: comida racionada, agua y municiones. El viaje es de dos días a paso regular, uno si marchamos sin detenernos, y eso es exactamente lo que haremos. Partimos con lo justo para ir y regresar. No quiero mulas lentas ni carros pesados entorpeciendo el avance.

Los murmullos desaparecieron. La claridad de sus órdenes era incuestionable. Roderic no dejaba espacio para la duda, y cada frase que pronunciaba se sentía como una sentencia escrita con sangre.

El general se inclinó sobre el mapa y colocó una gran ficha de hierro en el valle de Uragan, justo en el centro. Luego, con dedos firmes, empezó a posicionar las unidades.

—Thaekar es lento, porque su ejército es monstruosamente grande. Mover a más de diecisiete millones de hombres a través de pasos de montaña y sendas estrechas no es solo torpe: es suicida. Calculo que le tomará al menos cinco días desplegar completamente su fuerza. Nosotros llegaremos al segundo día. Descansaremos solo lo necesario para afilar el acero, revisar las líneas y alimentar a lps caballos de guerra. Luego, atacaremos en la noche. Mientras estén dormidos o distraídos construyendo sus catapultas y ajustando su formación.

Roderic señaló con la punta de su daga las laderas norte y este del valle.

—Primero lanzaremos una tormenta de fuego desde las alturas. Los arqueros lanzarán flechas incendiarias sobre sus tiendas, sus depósitos, sus ingenieros y sus líderes. El caos debe ser inmediato. No quiero formaciones ordenadas. Quiero gritos, confusión, cuerpos envueltos en llamas corriendo como ratas. Luego, los ballesteros se moverán a posiciones elevadas, allí donde prepararemos plataformas ocultas. Desde esas alturas, deben cegar y romper las líneas exteriores. Quiero que los tiradores tengan objetivos claros: oficiales y portadores de estandartes. Desangrarlos antes de que entiendan lo que está ocurriendo.

Avanzó más fichas en dirección al centro del valle, ahora representando a la caballería.

—En cuanto su formación empiece a desmoronarse, lanzaremos la caballería en tres oleadas. Primero, la ligera, después la media y finalmente, la caballería pesada. La carga final será un muro de carne, hueso y acero. Si aún hay resistencia, entonces entra la infantería. Primero ligera, como aguijón. Después la media, para mantener la presión. Y al final, los pesados. Que avancen junto con las reservas de jinetes, y que no quede ni un cadáver entero del enemigo.

Los oficiales permanecían en silencio absoluto. Cada paso de la estrategia era una sinfonía de destrucción compuesta con una frialdad clínica. Era la obra de un hombre que había nacido para la guerra. Un hombre que no sólo conocía el arte de matar, sino que lo perfeccionaba con cada campaña.

—No habrá retirada, no habrá línea de repliegue. Este no es un combate de desgaste, es una ejecución. Un golpe tan brutal, tan desproporcionado, que haga temblar los cimientos militares de Thaekar y cualquier otro territorio que intente atacar —dijo, clavando su mirada helada en los comandantes presentes—. Esto no lo dicta la necesidad, lo dicta mi voluntad. Yo soy Roderic, Primer General de Zusian, el Invicto, el Demonio de Ojos Azules.

Sus palabras no fueron gritadas, pero cayeron con un peso insoportable. En su tono no había arrogancia, sino certeza absoluta. Era un hombre que había sobrevivido a lo imposible, y que ahora se preparaba para convertir el valle de Uragan en una fosa común sin nombre.

—Así es como lo haremos —concluyó con voz profunda y final—. Asegúrense de que cada legionario, cada oficial, cada centinela sepa exactamente qué se espera de él. No hay lugar para errores. Esta será una lección que recordarán durante generaciones.

Uno a uno, los comandantes se pusieron de pie, saludando en silencio y saliendo de la sala. La tensión que había flotado en el aire como una tormenta comenzó a disolverse mientras los hombres se movían, urgidos por la responsabilidad.

Roderic permaneció allí, solo por un momento, observando las fichas aún sobre el mapa. Sabía que lo que venía no sería una batalla, sino una masacre. Y así debía ser.