Graham Ronkler, apodado por generaciones como "El Viejo", permanecía de pie a las afueras de la tienda del cuartel general, su silueta rígida recortada contra la luz mortecina de las antorchas que titilaban en la noche. Su capa larga, de un gris plateado casi fantasmal, ondeaba al viento como una bandera de tiempos pasados. El emblema bordado en su espalda —un dragón negro de alas abiertas, símbolo ancestral del Marquesado de Thaekar— se agitaba con la brisa helada que descendía desde los riscos de Karador como un presagio sombrío. Bajo la luz de la luna, el rostro arrugado de Graham, curtido por más de un siglo de guerra, parecía tallado en granito. Cada arruga era una cicatriz vieja, cada línea en su frente una historia no contada de batallas, traiciones y campañas victoriosas.
Graham había vivido 132 años, y de ellos, 121 los había entregado al ejercito de Thaekar. Había servido bajo tres generaciones de marqueses, derramado sangre en las tierras de Nohrval, en las llanuras de Fjurn y en los campos del sur, donde los huesos aún asomaban tras las tormentas. Su longevidad no era un regalo de la naturaleza, sino una consecuencia de la sangre que corría por sus venas: una herencia maldita y gloriosa a la vez. Su abuela materna había sido una esclava élfica del antiguo linaje de Alverion, raptada, criada y luego tomada por un antepasado de los Ronkler como consorte de guerra. De esa unión quedó un linaje mezclado, impuro según los puristas, pero poderoso. La sangre élfica, diluida pero presente, le otorgaba longevidad, resistencia, agudeza mental… y una memoria que era más una condena que un don.
Miraba el campamento extendido en el fondo del valle de Uragan, sus labios apretados en una línea dura. A su alrededor, el ejército del marquesado dormía, roncaba, bebía o cantaba. Más de diecisiete millones de soldados —un número tan absurdo que incluso Graham, veterano de guerras imposibles, encontraba difícil de gestionar. Era una marea humana mal distribuida, mal dirigida, mal posicionada.
Todo por culpa de dos imbéciles bastardos con ínfulas de grandeza.
—Malditos idiotas... —murmuró entre dientes, con el tono de un padre desencantado que contempla cómo sus hijos incendian la casa por orgullo.
El mayor de ellos, Dorian Ramdell, era un tipo arrogante, alto, apuesto y de voz elocuente. Siempre vestido como si estuviera en un baile de gala, no en una campaña militar. Amaba los discursos, la poesía y las tácticas de libro que jamás se habían probado en una batalla real. El otro, Kaeron Ramdell, era más impulsivo, más belicoso, de esos que creen que gritar más fuerte significa tener la razón. Ambos bastardos habían sido criados en la corte del marqués, educados por tutores privados, adulados por cortesanos y sacerdotes que veían en ellos una posible línea de sucesión… si los hijos primarios morían o caían en desgracia.
Y ahora estaban allí, al mando del treinta por ciento del ejército del marquesado, una fuerza que ningún otro general se había atrevido a concentrar en una sola ofensiva. Ellos lo habían hecho con la bendición de su padre, el marqués Thelor Ramdell, idiota e incopentente, cegado por el deseo de ver a sus "otros hijos" lograr gloria por sus propios medios. Pero esa gloria no era más que ambición mal dirigida.
El plan era un disparate. Las montañas de Karador, repartidas entre el Ducado de Zusian, Stirba, Thaekar, Hallbrück y Dornath, eran una zona de conflictos perpetuos. Las minas eran la joya disputada: oro, platino, piedras presiosas. Thaekar tenía solo el veinte por ciento de esas montañas, y las suyas, aunque extensas, eran pobres en comparación. Carbón, hierro, cobre… y apenas trazas de plata. Las verdaderas riquezas estaban en las manos de Zusian y Stirba. Y para colmo, Zusian tenía en su frontera a un monstruo: Roderic, el Invicto.
A Graham le hervía la sangre solo de pensar en lo que vendría. No solo no se le había dado el mando total de la expedición —algo que cualquier mente sensata habría hecho—, sino que lo habían nombrado vicegeneral bajo órdenes directas de los dos bastardos. Dos niños jugando con soldados reales.
El primer error fue evidente desde el principio: mantener juntos los doscientos regimientos plateados como una sola fuerza. Una concentración de tropas colosal que habría sido intimidante… en campo abierto. Pero en terreno montañoso, en pasos estrechos, senderos angostos, y con los riscos vigilando desde arriba como ojos acechantes, era una receta para el desastre. Graham les había rogado dividirse, atacar por múltiples frentes, moverse como serpientes en vez de como un toro ciego. Ignorado. Totalmente ignorado. Dorian había dicho que “la unidad proyecta fuerza”. Kaeron, que “un solo puño golpea más fuerte que muchos dedos”.
—Un puño, sí… pero ahora ese puño es tan grande que no puede moverse sin aplastarse a sí mismo —gruñó Graham, mientras escupía al suelo con desprecio.
El campamento, al observarlo con mirada de soldado veterano, era un caos vestido de orden. Tiendas alineadas, sí, pero mal distribuidas. Hogueras encendidas demasiado juntas, sin previsión para emboscadas nocturnas o ataques de arqueros desde la montaña. Las carretas de suministros bloqueaban las vías de escape. Los animales de carga estaban mezclados con los caballos de guerra, y las unidades de elite habían sido colocadas demasiado cerca de las tropas regulares sin ningun orden para reaccionar en caso de ataque.
Y peor aún: no había moral de combate. Había confianza, sí, pero una confianza insensata. Los soldados cantaban canciones, comían carne asada, bebían licor y bromeaban como si estuvieran en un festival. No entendían lo que venía. No sabían que al otro lado de las montañas, no más allá de un día de marcha, se encontraba Roderic, el Demonio de Ojos Azules. No sabían que aquel hombre no solo vencía: aniquilaba.
Graham cerró los ojos por un instante y dejó que el viento helado lo atravesara. Sus huesos crujieron levemente bajo la armadura que aún usaba, más por hábito que por necesidad. No necesitaba verla, podía imaginarla: una marea oscura descendiendo en silencio, desde los riscos, con fuego, flechas y acero. Un asalto quirúrgico, preciso, como un bisturí cortando carne desprevenida.
—Mañana o pasado… —susurró Graham para sí mismo—. Cuando la luna esté alta y nadie mire hacia arriba, vendrán. Y entonces… estos idiotas aprenderán, si es que sobreviven lo suficiente para comprender.
Apretó su vieja hacha de petos con fuerza, sus nudillos blancos bajo los guanteletes de malla gastada. El frío del metal era casi reconfortante. Aquella hacha no era un simple instrumento de guerra, era una extensión de sí mismo, un legado forjado en sangre, ceniza y años. Su hoja ancha, curvada como el diente de un gigante, mostraba mellas y muescas como cicatrices de su historia. Miles de batallas la habían visto alzada, centenares de generales enemigos habían sentido su filo rasgarles la carne, y millones de soldados comunes yacían muertos bajo la sombra de sus golpes. La sangre la había cubierto tantas veces que su color original, un gris oscuro de acero templado de Zanzíbar, se había vuelto opaco, casi negruzco en los bordes, como si la muerte se hubiese impregnado en el metal.
Aquel filo era testigo de toda una carrera militar, una que había comenzado cuando los condes antiguos aún gobernaban sobre las Llanuras de Onther, antes de que los actuales ducados se consolidaran como lo que son ahora. Graham había combatido en guerras que ya ni siquiera figuraban en los libros. Había enterrado a camaradas cuya memoria solo él recordaba, había liderado cargas donde el barro y la sangre se mezclaban hasta ser indistinguibles. Ahora, sin embargo, sabía que el acero no bastaba. Ni fuerza, ni fama, ni el miedo que su nombre despertaba entre sus enemigos bastarían en esta campaña. No cuando los líderes eran dos imbéciles que confundían el ruido con el poder, la juventud con invulnerabilidad.
Lo que se necesitaba era juicio. Inteligencia. Visión. Y maldita sea, también se necesitaba que esos dos bastardos se dignaran a escuchar.
Respiró hondo, dejando que el aire helado llenara sus pulmones y disipara, aunque fuera un poco, la furia que bullía en su pecho. Con pasos lentos, pesados como su alma, volvió a entrar en la tienda del cuartel general. Un gran pabellón de lona reforzada, erigido al centro del campamento, con estandartes de Thaekar colgando de los mástiles y un brasero central que apenas lograba calentar el ambiente. Dentro, el aire olía a cuero, sudor, vino y frustración.
Dorian y Kaeron estaban allí, discutiendo con voces que subían de tono como cuchillos cruzándose. El mayor, Dorian, de porte altivo y gesto esculpido por la vanidad, llevaba una capa de hilo de plata demasiado ostentosa para un campo de guerra. Su armadura, pulida hasta brillar, no mostraba una sola abolladura. Kaeron, por otro lado, era un manojo de nervios mal dirigidos, más robusto, más tosco, siempre con una mano en la empuñadura de su espada como si estuviera listo para batirse con cualquiera que lo contradijera.
Ambos se callaron cuando Graham entró, aunque sólo por un momento. Como si su presencia interrumpiera un juego, no una discusión sobre el destino de millones. Luego reanudaron sus parloteos, lanzando ideas absurdas con la seguridad de quienes nunca habían sentido la desesperación de ver a sus hombres morir por un error suyo.
Graham se mantuvo en silencio al principio, evaluando. Pero su mirada, tan afilada como su hacha, era imposible de ignorar.
—General Graham —dijo Dorian con esa voz engolada que usaba para los discursos en banquetes—. Nos informan que el Ducado de Stirba también ha movilizado sus huestes de sangre. Se estima que marchan con más de seis millones de efectivos hacia el frente norte. Lo más probable es que ese loco de Roderic haya salido a enfrentarlos con sus legiones. Eso nos deja el paso occidental libre. Así que discutimos cómo aprovechar esta oportunidad. ¿Tienes alguna sugerencia o vas a limitarte a observar desde la sombra, como sueles hacer?
La condescendencia en su voz era como una daga envenenada. Graham apretó la mandíbula, sintiendo cómo la rabia intentaba romper las barreras de su compostura. Se obligó a respirar por la nariz. No podía perder el control, no allí, no ahora. Pero el veneno seguía goteando en su mente.
Subestimaban a Roderic. Todos lo hacían… hasta que era demasiado tarde. Roderic, Primer General del Ducado de Zusian, no era simplemente un comandante brillante, era una fuerza de la naturaleza disfrazada de hombre. Había alcanzado su rango más alto en apenas doce años, escalando puestos con una eficiencia brutal, dejando un rastro de enemigos muertos y campañas ganadas que parecía sacada de una leyenda. Su ira, después del asesinato de su duque, había sido cataclísmica. Graham lo había visto con sus propios ojos tomar venganza por aquel ataque coordinado en el que él mismo, con pesar, había participado.
Stirba, Zanzíbar, Thaekar, Rorus, Bolum, Vonid… y una docena de feudos mas se habían unido con la esperanza de aplastar a Zusian en un solo movimiento, eliminando a su mayor amenaza. Una coalición que superaba a Zusian diez mil hombres por cada uno. Y sin embargo, fracasaron. Graham había visto cómo el Duque Kenneth Erenford, “el Lobo Sangriento”, se plantó con sesenta legiones y convirtió el campo de batalla en una carnicería ritual. Sí, Kenneth cayó en aquella emboscada que habían tramado, sí, lo mataron. Pero con él murieron millones… y su muerte sólo encendió un fuego que ningún río podía apagar.
Roderic emergió de aquella pérdida como un titán. Lo que hizo después fue impensable. En menos de cuatro meses, destrozó toda la frontera norte hasta llegar a la mitad del terriotio de Stirba. Con menos de tres millones de soldados, aniquiló a una fuerza combinada de más de cuarenta millones. Nadie entendía cómo. Graham lo había enfrentado directamente en el paso de Erthalin. El duelo había durado apenas dos minutos, pero fueron los dos minutos más largos de su vida. Apenas salió vivo, y aún conservaba una cicatriz en la clavícula donde el acero negro de Roderic le había rozado el alma.
Aún podía recordar esos ojos: fríos, azules, vacíos, como si ya no pertenecieran a un hombre.
Graham respiró hondo, luego habló con la gravedad de quien ha visto el abismo y sabe nombrarlo.
—Señores —dijo con voz controlada, pesada, llena de historia—, no es sabio subestimar a Roderic. No ahora. No aquí. Las montañas de Karador no son simples terrenos elevados. Son laberintos, fortalezas naturales, nidos de muerte. Atacar en masa es firmar una sentencia. Necesitamos dividir nuestras fuerzas, movernos como sombras entre los riscos. Roderic deja trampas. Deja fortalezas escondidas. Si vamos como un solo cuerpo, seremos como un oso en una trampa para lobos. Debemos fraccionarnos, encontrar puntos débiles, golpear y retirarnos, como cuchillas pequeñas pero precisas.
Kaeron rió, una carcajada seca, incrédula.
—¿Dividir nuestras fuerzas? ¿Renunciar a nuestra única ventaja: el número? ¿Crees que esos bastardos no se asustarán cuando vean nuestra marea avanzar? Te equivocas, viejo. Esto es guerra, no política de salón. Vamos a arrasarlos con todo. Sin piedad.
La desesperación se encajó en el pecho de Graham como una daga. Aquellos mocosos no comprendían que una marea grande también puede ahogarse en su propio peso. Intentó una vez más, con voz ya más dura, más amarga.
—Esa estrategia es suicida. Lo que propones es marchar hacia un abismo con los ojos cerrados. Morirán miles, decenas de miles, antes de que siquiera toquemos sus murallas. ¿Y para qué? ¿Para que tu padre pueda sonreír en su lecho creyendo que sus bastardos han hecho historia?
Kaeron dio un paso hacia él, sus ojos encendidos.
—Cállate ya, Graham. Tus advertencias nos aburren. Ya hemos tomado una decisión. Atacaremos en bloque, como una sola fuerza. Y tú harás bien en recordar tu lugar. Vicegeneral. Nada más.
Graham cerró los ojos, sintiendo un calor amargo subirle por la garganta. No había más que pudiera hacer. La voluntad de los idiotas se había sellado como un sarcófago.
Se dio media vuelta sin responder. Salió de la tienda como una sombra arrastrada por el viento, su capa ondeando detrás de él, su hacha de petos descansando en sus hombros, más un juramento silente que un arma de guerra. Cada paso que daba sobre el lodo endurecido por el frío era un eco de resignación y rabia contenida. Afuera, el aire era cortante, como una daga invisible que se deslizaba entre los pliegues de la ropa, y el cielo nublado, con nubes de plomo, parecía presagiar el desastre que se avecinaba. El campamento seguía vivo, inconsciente de su destino, rebosante de vida, risas, canciones desentonadas, y cánticos de victoria prematuros. Inocentes. Ciegos. Ignorantes del abismo al que marchaban con paso firme y estúpido.
Mientras cruzaba el campamento, Graham miró a los soldados. Hombres jóvenes, la mayoría sin más batallas que las peleas de taberna, reían, compartían vino barato y hablaban de botines que jamás verían. Algunos afilaban sus armas, otros escribían cartas que jamás serían leídas, y unos cuantos dormían profundamente, agotados, sin saber que quizás ya dormían por última vez. ¿Cuántos de ellos, pensó Graham con un nudo en el pecho, verían el amanecer dentro de una semana? ¿Cuántos regresarían enteros, y cuántos regresarían mutilados, locos o en pedazos dentro de sacos de lona?
Suspiró, un suspiro profundo, que pareció arrancarle algo del alma, y se dirigió a su tienda personal. Al llegar, sus sirvientes lo esperaban en silencio. Le ofrecieron una palangana con agua tibia, una toalla áspera y un sencillo guiso humeante. Le ayudaron a quitarse la armadura pieza por pieza, cada una cayendo al suelo con un sonido hueco y metálico que le recordaba el peso de sus años, de sus errores, de sus fantasmas. Le dolían las rodillas, los hombros, la espalda... Le dolía el corazón. Se sentía viejo, no por la edad, sino por la historia. Un hombre cuya sangre ya había manchado demasiados campos, cuyas decisiones habían condenado a miles. Tal vez, pensó con amargura, ya no pertenecía a este tiempo. Tal vez su lugar estaba entre los campos dorados del sur, con su esposa, sus nietos, el calor de un hogar, y no entre estandartes manchados de lodo y cadáveres sin nombre.
Tomó el cuenco de agua y, al mirarse en él, vio el rostro de un guerrero desgastado por el tiempo. Cicatrices surcaban su cara como ríos secos, mapas de campañas lejanas. Tenía los ojos de un hombre que había visto morir demasiados amigos y matar demasiados enemigos. Los ojos de alguien que ya no distinguía el sueño de la pesadilla, la gloria de la culpa.
—Gracias —susurró, apenas audible, como si hasta su voz estuviera cansada.
Se sentó en un taburete de madera vieja y comió en silencio. El guiso estaba tibio, pero sin sabor. La carne era dura, y las verduras, pocas. Aun así, comió lentamente, cada bocado un ancla a la realidad. Mientras masticaba, su mente no dejaba de repasar estrategias, rutas de escape, posibles líneas defensivas. ¿Y si colocaba una vanguardia en el paso del norte? ¿Y si enviaba exploradores a la garganta del río de ese valle. Ideas... planes... tácticas que no importaban porque los dos bastardos hijos del marqués ya habían decidido condenarlos a todos con su arrogancia.
Terminó su comida, se limpió la boca con la manga y despidió a los sirvientes. Cuando quedó solo, se recostó sobre su lecho de paja y mantas, incómodo y áspero, como la vida misma. Miró el techo de la tienda, desgarrado en algunos puntos, por donde se colaban delgadas hebras de viento helado. Cerró los ojos, buscando algo de paz, pero la paz era una amante que hacía años lo había abandonado.
—¿Qué harías tú en mi lugar...? —murmuró, su voz quebrándose, mientras las imágenes de su hijo, Federik Ronkler, acudían a su mente como dagas candentes.
Federik. Su segundo hijo. Un prodigio militar desde la adolescencia, superando a sus hermanos y hasta al propio Graham en ingenio, visión y determinación. Un genio puro. Y, sin embargo, fue su misma genialidad la que lo condenó. Fue él quien ideó el maldito plan para asesinar al duque Kenneth Erenford. El Lobo Sangriento. El titán que había sostenido a Zusian cuando todos los demás esperaban su colapso. La ira que su muerte desató no fue humana. Fue primitiva, brutal, casi mítica. Como si con su sangre hubiesen despertado a dioses antiguos sedientos de venganza.
Y fue entonces cuando llegó el infierno. La represalia. Los generales de Zusian, enloquecidos por la pérdida de su duque, lanzaron ofensivas implacables, más que guerras, castigos divinos. Y al frente de esa tormenta, el peor de todos: Thornflic Bladewing.
El nombre le supo a ceniza en la boca. La Espada del Verdugo. El Carnicero de Zarev. El Genocida de los Thaekarnos. Un monstruo vestido de hombre. Liderando veinte legiones de hierro, arrasó con todo lo que se interponía en su camino. No capturaba prisioneros. No perdonaba. Torturaba con puro y crudo desprecio. Quemaba aldeas, violaba las tierras y dejaba cadáveres como ofrendas obscenas a los dioses. Lo que hizo al marquesado de Thaekar fue indescriptible.
En la batalla de Lágrimas Rojas, enfrentó a seis de los hijos de Graham. Seis de sus hijos. Federik entre ellos. Y los masacró. No los mató: los despedazó. Solo se supo lo que pasó por los pocos restos que recuperaron después. Brazos arrancados, torsos abiertos, cabezas irreconocibles. Algunos cuerpos estaban tan quemados y desfigurados que ni los anillos de familia sirvieron para identificarlos.
Y eso fue solo el comienzo.
Los otros tres hijos de Graham, enceguecidos por la rabia y el dolor, juraron vengar a sus hermanos. Pero Thornflic los esperaba. Y uno a uno los destruyó. No en combate justo. Los capturó, los humilló, los torturó durante días, arrancándoles la carne poco a poco, obligándolos a ver cómo mataban a niños y mujeres frente a ellos. Los hizo desear morir. Y cuando finalmente murieron, sus cabezas fueron montadas en largas picas, junto a los cuerpos de bebés empalados, mujeres embarazadas abiertas de lado a lado, sacerdotes negros leales a el marqueseado colgados por las tripas. Thornflic no solo buscaba aniquilar. Buscaba que cada rincón del marquesado supiera que su existencia era una blasfemia que debía ser erradicada.
Graham apretó los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos, y sangre brotó de la palma donde las uñas se clavaban. Su mandíbula temblaba, su pecho ardía. El dolor seguía ahí. El odio seguía ahí. El vacío... nunca se iría. Fue entonces cuando se preguntó si había algo más que guerra en su vida. Si algún día lograría morir en paz, sabiendo que su linaje, su casa, su nombre, no serían solo un epígrafe en un libro de derrotas.
Pero esta batalla... esta locura que estaban por cometer... era un espejo. Una repetición. Y él, aunque lo sabía, aunque lo veía, no podía detenerla.
Y eso era lo peor de todo.
Mientras se recuperaba de las memorias que lo atormentaban, un alarido desgarrador interrumpió la quietud de su tienda, como una cuchilla cortando el velo del recuerdo. Otro grito siguió al primero, y luego otro, y otro más, hasta que el aire mismo pareció saturarse de pánico. Los chillidos eran tan agudos, tan desesperados, que parecían provenir no solo de gargantas humanas, sino del mismo infierno.
Graham se enderezó de golpe, como impulsado por una descarga eléctrica. El corazón le golpeaba las costillas con una violencia casi insoportable. Entonces lo sintió: el calor. No el calor reconfortante de una fogata, sino el ardor implacable del fuego descontrolado. Un resplandor anaranjado comenzó a colarse entre los pliegues de la tela, y el humo denso se arremolinaba como una serpiente venenosa que se deslizaba por el suelo.
Y comprendió.
Estaban siendo atacados.
La tela de su tienda empezó a resquebrajarse con un chasquido siniestro. Las llamas la lamían con gula, devorándola palmo a palmo. Graham no lo pensó. Se levantó como un resorte, sus piernas protestando, su cuerpo aún cansado, pero su alma ardiendo de urgencia. Salió tambaleándose, apenas vestido, y se encontró con el caos absoluto.
El campamento era un infierno hecho carne.
Las llamas danzaban sobre las tiendas como demonios liberados. La oscuridad de la noche había sido sustituida por una lumbre sangrienta que lo bañaba todo con tonos carmesíes. Las sombras de hombres corriendo, cayendo, gritando, eran proyectadas grotescamente contra los restos de las carpas como marionetas de pesadilla. El sonido de las flechas silbando era constante, pero lo peor era el zumbido húmedo de los cuerpos siendo atravesados. Algunos caían con un quejido apenas audible. Otros chillaban mientras se retorcían, con los cuerpos ardiendo, envueltos en llamas vivas que les devoraban la carne.
Levantó la vista y lo vio: el cielo parecía desangrarse. Una lluvia de flechas incendiarias caía en oleadas desde las alturas, oscureciendo la luna. Eran miles, decenas de miles, quizás cientos de miles, y cada una parecía una sentencia de muerte. Las puntas encendidas atravesaban pechos, gargantas, espaldas, incendiaban tiendas, caballos, barriles de proviciones. Un hombre a unos pasos de él recibió una en el ojo, y la cabeza explotó hacia atrás como un saco de vísceras cuando un caballo desborcado la piso. Otro fue alcanzado en el vientre y cayó de rodillas, sujetando sus intestinos mientras estos le salían como serpientes viscosas.
—¡A las armas! —gritó Graham, su voz rugiendo sobre la marea de gritos y destrucción—. ¡Formen filas, prepárense para la batalla! ¡LOS ESTÁN ANIQUILANDO, MALDITA SEA!
Pero sus órdenes se perdían en el caos. Algunos soldados lo oyeron y corrieron hacia él, desesperados, manchados de sangre y humo. Otros corrían en la dirección contraria, arrojando sus armas, presa del pánico. Un joven, no mayor de diecisiete, tropezó frente a él con la mitad del rostro carbonizado, llorando sangre y chillando por su madre. Graham lo apartó de un empujón, rugiendo una maldición.
Corrió de nuevo hacia lo que quedaba de su tienda, el calor abrasador golpeándole como una muralla. Alcanzó su cota de escamas, platenada y negra, y se la colocó a toda prisa, aún ardiendo por algunos puntos. Se quemó las manos al ponerse los guanteletes, pero no importaba. El yelmo se lo calzó con rabia, y luego tomó su escudo, mellado pero firme, y su hacha de petos, pesada, confiable, sedienta. Cuando estuvo armado, salió al encuentro de la muerte.
El centro del campamento era un campo de masacre.
Torres de vigilancia envueltas en llamas caían como árboles rotos, aplastando tiendas enteras. Desde lo alto de los riscos que rodeaban el valle, se veían siluetas de arqueros y ballesteros descargando oleada tras oleada de proyectiles. Estos ya no ardían; eran virotes de ballesta, gruesos, pesados, diseñados para atravesar armaduras. Y lo hacían. A lo lejos, Graham vio a un grupo de veteranos reunirse bajo un estandarte, intentando resistir. Una ráfaga de virotes los alcanzó. Uno recibió un impacto en el cuello y su cabeza giró grotescamente antes de desprenderse con un chorro de sangre como una fuente. Otro fue atravesado en el estómago y colapsó, soltando sus tripas mientras pataleaba y se orinaba encima.
Entonces sonó el cuerno.
Un rugido gutural que heló la sangre de todos los que aún vivían.
Desde las colinas descendían como una marejada oscura los jinetes enemigos. Miles. Sus estandartes ondeaban con el lobo dorado de Erenford, brillando bajo el fulgor del fuego. Sus armaduras relucían, oscuras y carmesíes, y sus caballos estaban cubiertos con cotas de malla y gualdrapas negras con detalles carmesis. Caballería ligera, pero mejor armada que la pesada de cualquier otro ejército. Era un despliegue de terror calculado.
Y entonces, irrumpieron.
Como una tormenta. Como un alud de acero.
Los cascos destrozaban huesos, las lanzas se clavaban en la carne, las espadas hendían cráneos. Un grupo de reclutas trató de formar una línea, pero los jinetes los atravesaron como si fueran papel. Un hombre fue levantado del suelo por una lanza que lo ensartó desde la pelvis hasta el pecho, y su cuerpo fue arrojado contra una tienda aún en llamas, donde se retorció como una antorcha humana hasta desplomarse.
Graham no podía esperar más. Un jinete se le vino encima. Su lanza apuntaba a su pecho. En el último segundo, se giró, alzando su escudo. El impacto fue brutal. Cayó de rodillas, pero la lanza se astilló. Con un rugido, Graham giró y hundió su hacha en el flanco del caballo, desgarrando músculo y costillas. El animal relinchó con un chillido agónico, cayó y aplastó al jinete. Este intentó arrastrarse fuera, gritando, hasta que Graham le destrozó la cara de un hachazo. El cráneo se partió como una fruta madura, y los sesos salpicaron la tierra caliente.
Otro jinete vino a él, esta vez blandiendo una espada. Graham lo esquivó por centímetros, sintió el filo rozar su yelmo. Contraatacó con un giro brutal, y el filo de su hacha se clavó en la clavícula del enemigo, partiéndola y avanzando hasta el pecho. La sangre brotó a chorros, caliente, espesa, cubriendo a Graham como una ducha de muerte.
El suelo estaba tan empapado en sangre que cada paso era una danza con la muerte. Las botas de Graham chapoteaban en aquel barro viscoso, mezcla de tierra, sangre, grasa y fragmentos humanos. El hedor era insoportable, una mezcla putrefacta de carne chamuscada, vísceras abiertas, excremento y el aroma metálico de la sangre fresca. Cada rincón del campamento era un infierno desatado, un espectáculo dantesco de cuerpos mutilados y fuego consumiendo todo a su paso. El aire estaba saturado de humo y de los gritos lastimeros de los moribundos, suplicando una muerte rápida o llamando por madres que ya no existían.
Por doquier se libraba una carnicería inhumana. Hombres degollados como ganado, sus gargantas abiertas de lado a lado, la tráquea colgando de sus cuellos como cuerdas rotas. Algunos fueron literalmente partidos en dos por las cargas salvajes de los jinetes enemigos, sus torsos volando separados de sus piernas en chorros de sangre como fuentes de carne rota. Otros intentaban, sin esperanza, arrastrar los cuerpos calcinados o ensangrentados de sus hermanos de armas fuera del fuego, solo para ser atravesados por lanzas enemigas con brutal precisión. Una de estas escenas quedó grabada en los ojos de Graham: un joven soldado, aún con el rostro manchado por lágrimas y ceniza, levantaba a su compañero inconsciente sobre los hombros cuando una lanza le atravesó la espalda y emergió por el pecho como una rama retorcida de acero. Su cuerpo se arqueó y tembló violentamente antes de caer como una marioneta deshilachada, dejando un reguero de sangre y orina.
—¡Defiendan el campamento! —gritó Graham con toda la fuerza que le quedaba en los pulmones, su voz rugía como una bestia herida, furiosa.
Unos cuantos hombres corrieron hacia él, algunos ya heridos, cubiertos de cortes y sangre seca, el terror pintado en sus rostros. Juntos, intentaron formar un muro de escudos, una línea defensiva desesperada, un último bastión en medio del abismo. Pero fue inútil. Los jinetes enemigos se aproximaban como una tormenta de muerte, lanzas en ristre, espadas brillando con la sangre de sus víctimas anteriores.
Y entonces, como una ola arrasadora, los jinetes impactaron. El muro de escudos fue hecho añicos en un segundo. Las lanzas perforaban los escudos y los hombres por igual, levantando cuerpos en el aire como si fueran meros sacos de carne. Algunos soldados fueron empalados y arrastrados varios metros antes de caer al suelo, abiertos en canal. Graham rugió con furia inhumana, y alzó su hacha de petos, girándola con la violencia de un huracán. El primer golpe arrancó la cabeza de un caballo, cuya sangre brotó como un géiser sobre el rostro de su jinete. El segundo golpe partió en dos a un jinete desde el hombro hasta el ombligo, haciendo que sus entrañas cayeran al suelo con un sonido húmedo y asqueroso.
Graham se convirtió en una máquina de matar, impulsado por pura rabia y desesperación. Cada arco de su hacha dejaba tras de sí una estela de sangre, fragmentos de carne, huesos astillados y gritos que se apagaban súbitamente. Cuerpos destrozados, brazos cercenados, cráneos abiertos como frutas maduras. En un momento, cortó de un solo tajo el pecho de un jinete, desgarrando las costillas y dejando al corazón expuesto, latiendo aún por un instante antes de colapsar en su propio charco de sangre.
La batalla ya no era humana. Era un espectáculo de horror primitivo, un infierno de acero, hueso y vísceras. Los jinetes de Zusian se movían como lobos en una carnicería, sin piedad ni remordimiento. Graham vio a un grupo de soldados veteranos de Thaekar intentar formar otra línea defensiva. Fueron destrozados en segundos. Uno de ellos fue decapitado por una espada, y la cabeza rebotó tres veces en el suelo antes de detenerse, con los ojos aún abiertos de horror.
Otro soldado fue atravesado en el vientre, y mientras caía, sus intestinos se enredaron en la lanza enemiga. El jinete lo alzó en el aire, colgando como un muñeco destripado, antes de dejarlo caer entre gritos agónicos. La sangre corría como ríos por el suelo, arrastrando dientes, dedos, cabellos y fragmentos de cráneos abiertos.
Graham sintió una punzada de impotencia, pero la transformó en furia. Un enemigo se lanzó hacia él con una espada levantada. Graham bloqueó el golpe con su hacha, y con un rugido desgarrador, lo contraatacó clavándole el arma en el pecho con tanta fuerza que el filo atravesó su armadura, la carne y hasta la columna. El hombre cayó de rodillas, con sangre brotando a borbotones por la boca y los ojos. Aún intentó aferrarse al mango del arma, con una mano temblorosa, mientras la otra buscaba su daga. Pero Graham no le dio tregua: con un movimiento salvaje, le destrozó el cuello, separando la cabeza del torso con un chasquido húmedo.
La sangre le empapaba el rostro, entraba por las rendijas del yelmo, le llenaba la boca con su sabor metálico. Apenas podía respirar, jadeaba como una bestia furiosa. Entonces, un segundo cuerno resonó. Un rugido grave, profundo, como si lo emitiera una criatura ancestral.
Era un nuevo ataque.
Desde el norte, surgieron los jinetes ligeros de élite de las legiones, sombras veloces y letales. Se movían con una coordinación sobrehumana, cortando filas enteras de soldados de Thaekar como si fueran cañas de trigo. Sus espadas brillaban con cada tajo, y detrás de cada jinete quedaba una estela de cadáveres mutilados. Graham vio cómo uno de sus capitanes era atravesado de lado a lado por una lanza, y aún vivo, fue arrastrado por el caballo mientras gritaba y golpeaba inútilmente contra el suelo antes de morir con la cara reducida a pulpa.
Un grupo de hombres intentó resistir, pero cayeron como muñecos rotos. Uno fue cortado en diagonal desde el hombro hasta la cadera, y su cuerpo cayó en dos mitades, derramando sangre y órganos humeantes. Otro fue desmembrado viva: el jinete le cortó ambas piernas de un tajo y lo dejó retorciéndose en el barro mientras chillaba de dolor y sus tripas se salían por el abdomen reventado.
Graham rugió, como si fuera el último grito de la humanidad resistiendo. Vio a un jinete galopar hacia él, la espada alzada en un arco perfecto. Bloqueó el golpe con su escudo, el impacto le recorrió todo el brazo como una descarga. El jinete se preparó para un segundo tajo, pero Graham fue más rápido. Le aplastó el rostro con la maza de su hacha. El cráneo explotó en una nube de sangre, fragmentos de hueso y masa encefálica. El cuerpo sin cabeza se desplomó del caballo, que relinchó y se alejó entre las llamas.
Rodeado, exhausto, herido y cubierto con capas de sangre ajena y propia, Graham seguía luchando como un animal acorralado, como una bestia dispuesta a devorar la muerte antes de dejarse atrapar por ella. Su cota de escamas estaba con piezas faltantes, hendida, sucia de vísceras y ceniza. Su escudo era ya un amasijo astillado de madera, cubierto con restos de dientes, uñas, carne pegada, imposible de limpiar. Apenas si sentía sus músculos, pero cada movimiento era un latido de rabia, cada tajo de su hacha un alarido de furia ciega. Ya no sabía si peleaba por sobrevivir, por sus hombres o por la idea del honor que una vez había significado algo. Lo único que sabía con certeza era que mientras sus pulmones supieran arder, mientras su corazón golpeara como un tambor de guerra, seguiría matando.
El caos era total. La tierra era una ciénaga espesa, saturada de sangre coagulada, huesos astillados, heces, orina y órganos descompuestos. Los cuerpos formaban montículos grotescos, algunos aún convulsionando con espasmos involuntarios, otros abiertos como bestias destripadas, sus entrañas expuestas y humeantes al aire gélido de la madrugada. Caballos destripados gemían como niños, con las tripas arrastrándose detrás de ellos mientras intentaban dar pasos tambaleantes antes de desplomarse con un crujido de huesos. Un soldado se arrastraba sin piernas, gritando, su columna expuesta y arrastrando sus intestinos como una serpiente húmeda entre sus manos ensangrentadas, rogando por una lanza en el cuello que nadie tenía tiempo de concederle.
Graham apenas podía respirar. El aire estaba lleno de humo, de gritos, de fuego y del hedor de la carne calcinada. Era como inhalar la boca de un horno que ardía con cuerpos humanos. Sus fuerzas flaqueaban, las manos le temblaban, pero su voluntad era hierro fundido. No podía caer ahora. No cuando los suyos aún estaban ahí, resistiendo, creyendo en su liderazgo, en su furia. Más jinetes cargaron contra él, lanzando alaridos espeluznantes, como si el mismo infierno hubiese abierto sus puertas. Graham les dio la bienvenida con un golpe devastador de su hacha, que se hundió en sus rostros con un crujido húmedo. Los cráneos enemigos se partieron en dos, y sus cerebros estallarron como frutas maduras, salpicando a Graham con trozos viscosos. Los cadaveres cayeron con un chasquido sin vida, y sus caballos, sin jinetes, huyeron enloquecido, uno tropezando con un cuerpo y rompiéndose el cuello al caer.
Giró justo a tiempo para bloquear otro ataque por la espalda. Su escudo, ya resquebrajado, absorbió el impacto de una lanza que lo empujó hacia atrás varios pasos. Graham soltó un gruñido, y con un giro rápido de su cuerpo, cortó ambas piernas al atacante. El hombre cayó de espaldas con un alarido agudo, su sangre manando como una fuente. Antes de que pudiera arrastrarse o suplicar, Graham le aplastó la cabeza con el talón, haciéndola estallar como una calabaza.
La batalla se prolongaba, y los soldados de Thaekar, al fin, comenzaban a recuperar algo de terreno. La resistencia crecía con cada segundo, una tormenta de furia ancestral renacía en los corazones de aquellos hombres. Los gritos de "¡Por Thaekar!" resonaban como tambores de guerra, y las líneas defensivas se multiplicaban. Eran más de diecisiete millones, y aunque los jinetes enemigos causaban estragos, empezaban a caer, rodeados, empalados, hechos pedazos por lanzas, quemados vivos por aceite hirviendo lanzado desde las pocas torres de madera que aun no ardian.
Graham alzó su hacha, su voz quebrando el estruendo del combate.
—¡Por Thaekar! ¡Maten a todos!
Y se lanzó otra vez al infierno, con renovada furia. Las espadas de sus hombres brillaban con la sangre de los enemigos, cortando extremidades, atravesando torsos, abriendo vientres como sacos podridos. Un enemigo se abalanzó sobre Graham con una lanza. El general giró con velocidad felina, su hacha describiendo un arco tan rápido que el aire silbó antes de que la hoja partiera la lanza y después el cuerpo del hombre en dos mitades, desde la clavícula hasta la cadera. Sangre, trozos de costillas y pulmones volaron como si el viento los dispersara. El cuerpo cayó con un sonido húmedo, y el cráneo aún intentaba emitir un gemido antes de que la lengua se le desprendiera y cayera al barro.
Otro cuerno sonó. Otro. Luego otro más. Tres notas graves, ominosas. Una nueva oleada de caballería se acercaba: caballería media y caballería media de élite. Guerreros con armaduras pesadas, sus caballos cubiertos con bardas de acero y cota de malla. Cargaban gujas tan largas y afiladas que parecían cuchillas de muerte talladas por dioses crueles. Graham vio cómo, en un solo impacto, la primera línea de hombres fue partida en dos. Literalmente. Cuerpos divididos desde el cráneo hasta el abdomen. Tripas, médulas y sangre brotando en chorros calientes mientras los jinetes pasaban por encima de los cadáveres con indiferencia brutal.
Un grupo de soldados intentaba reunir materiales para una empalizada improvisada. Antes de que pudieran apilar siquiera dos tablas, un jinete medio de élite los embistió. Su guja cortó a un hombre por la cintura, la mitad superior de su cuerpo volando, aún parpadeando. Otro fue atravesado por la garganta, clavado en el suelo como una bandera humana. Graham corrió hacia ellos, apenas a tiempo para desviar un tajo mortal. El impacto lo arrojó al suelo, jadeando. Con un tajo desesperado, cortó la pata del caballo enemigo. El animal relinchó con un chillido inhumano y cayó sobre su costado, aplastando a un soldado que no logró apartarse. Pero el jinete no se detuvo. Rodó, se levantó, y con su guja en mano ataco con una velocidad sobrehumana.
El combate fue distinto. El hombre era más que un simple soldado. Se movía como un cazador experimentado, cada golpe preciso, cada paso calculado para matar. Graham bloqueó uno, dos, tres ataques. Las chispas saltaban de los metales. Cada estocada era una sentencia de muerte evitada por centímetros. Cuando un aliado intentó intervenir, el jinete lo decapitó de un solo tajo, la cabeza del hombre volando por los aires mientras el cuerpo seguía de pie por un segundo antes de desplomarse, soltando un chorro de sangre que empapó el rostro de Graham.
Lucharon como bestias. Como lobos rabiosos. Graham gritó con todas sus fuerzas, su hacha se estrelló contra la guja del jinete, desviándola con tal fuerza que lo hizo retroceder. Aprovechó y lanzó un corte ascendente que abrió el muslo del enemigo. El hombre rugió de dolor, pero no cayó. Atacó con la fuerza de una tormenta, obligando a Graham a retroceder. Bloqueó un golpe con su escudo, que estalló en pedazos bajo la fuerza del impacto. Le temblaba el brazo. Aun así, siguió. Empujó al enemigo, rompió su guja, y alzó su hacha para rematarlo. Pero el jinete desenfundó una espada y una maza de guerra. El combate se tornó frenético. El choque de armas era ensordecedor, una sinfonía de muerte.
Graham vio los ojos del enemigo a través de su visera: estaban inyectados en sangre, no había humanidad en ellos, solo una furia helada que no distinguía entre victoria o derrota, solo matanza.
En el fragor del combate, Graham oyó otro grupo de jinetes acercarse. El retumbar de los cascos parecía sacudir la tierra misma. Giró hacia sus hombres.
—¡Formen una línea defensiva! ¡No dejen que pasen! ¡Mantengan la puta línea!
Los soldados, exhaustos, empapados de sangre, arrastrando heridas abiertas, obedecieron. Formaron un muro de escudos improvisado. Pero la caballería se estrelló contra ellos como una ola de acero. Los escudos se partieron, los hombres fueron lanzados por los aires. Un soldado fue empalado por una guja, levantado como un muñeco y lanzado hacia atrás. Su cuerpo impactó contra otros, rompiendo huesos con el golpe. Graham vio cómo uno de sus hombres era pisoteado por un caballo, su cráneo estallando bajo los cascos, su rostro reduciéndose a una pasta irreconocible.
La línea estaba al borde del colapso. El frente se quebraba como un cristal a punto de estallar, y sin embargo, en medio de aquel infierno, Graham seguía de pie. Su cuerpo era una amalgama de heridas abiertas, magulladuras violáceas y sangre seca pegada a su piel como una segunda armadura. Su rostro era una máscara de furia pura, irreconocible por la suciedad, el sudor y los coágulos que se adherían a su barba. Respiraba con dificultad, como si cada bocanada de aire fuera arrancada del pecho a la fuerza. Pero mientras sus pulmones aún tomaran aire, mientras su corazón, aunque destrozado por el peso de la pérdida y la fatiga, aún latiera... no habría rendición. Solo quedaba muerte. Solo quedaba más guerra. Solo más sangre.
Cuando Graham se disponía a gritar, a dar una última orden que pudiera mantener la moral de sus hombres en pie, un ataque brutal lo obligó a alzar su arma. El jinete enemigo con el que se enfrentaba no daba tregua. Su hoja silbó al cortar el aire, y el acero chocó con acero una vez más. El estruendo fue ensordecedor. El combate se reanudó con violencia renovada, mientras a su alrededor el campo de batalla se transformaba en un matadero sin sentido ni redención. Cadáveres mutilados, cuerpos sin cabeza, torsos partidos por la mitad, intestinos arrastrándose por el fango... todo formaba parte de un mismo tapiz de horror y ruina.
Ambos guerreros, Graham y el jinete, se arrojaban el uno contra el otro como bestias salvajes. Cada tajo, cada embestida, era ejecutada con la desesperación del que sabe que no hay mañana. El hacha de Graham dibujaba arcos sangrientos en el aire, impactando con violencia sobre escudos, corazas o carne de enemigos que intentaban atacarlo durante su duelo. Los jinetes zusianos no se detenían, como si no sintieran el miedo o el dolor. Su disciplina era tan perfecta como aterradora, sus lanzas y espadas se deslizaban entre los huecos de las defensas con una precisión quirúrgica. Graham desvió una hoja destinada a su cuello, apenas a tiempo. Pero ese momento de distracción fue suficiente.
El jinete desmontado aprovechó la apertura. Lanzó un golpe devastador con su espada. Esta no solo traspasó el escudo de Graham: lo destruyó, reventando la madera y el hierro, atravesando la cota de escamas y cercenando el brazo izquierdo de Graham a la altura del codo. El sonido fue como el crujido de una rama seca quebrándose. La sangre brotó como un géiser, empapando el suelo, la armadura del enemigo y el rostro mismo de Graham, que rugió como un animal herido, sus ojos abiertos de par en par, su boca desfigurada por el dolor.
Tres cuernos más sonaron, agudos y largos, como si los mismísimos demonios del infierno anunciaran su llegada. No solo el retumbar de cascos llenó el aire, sino también el atronador estrépito de miles de botas marchando. Desde la colina surgió una nueva oleada. Flechas y saetas llovían con mayor densidad, y cada segundo que pasaba más hombres eran perforados, ensartados, destrozados como muñecos de trapo empapados en sangre. Algunos eran empalados contra el suelo, retorciéndose como insectos clavados con alfileres; otros, decapitados por la fuerza de los impactos, caían sin rostro, solo un chorro caliente de sangre disparado por el cuello.
Graham, tambaleante, con el brazo inutilizado colgando en jirones, se arrojó de nuevo sobre el jinete que lo había mutilado. Su hacha, sucia y mellada, golpeó con fuerza sobre la pierna del enemigo, partiendo carne y hueso. El jinete cayó de lado, aullando de dolor. Pero antes de que Graham pudiera rematarlo, un rugido atronador se alzó por encima del estruendo.
Una figura colosal montada en un caballo cubierto de placas negras emergió entre el caos. Un jinete pesado zusiano, su armadura tan densa que parecía parte del propio cuerpo. La bestia que montaba echaba espuma por la boca, sus ojos inyectados en sangre. El jinete portaba una maza tan grande que parecía haber sido forjada para un gigante. Sus ojos, visibles tras la visera, estaban llenos de una crueldad febril, casi inhumana. Sin previo aviso, atacó. La maza descendió con una fuerza tan brutal que Graham apenas alcanzó a levantar su hacha para defenderse.
El impacto fue un trueno. La fuerza del golpe lanzó a Graham por los aires, estrellándolo contra un montón de cadáveres. Sintió cómo varias costillas se rompían bajo la presión. Escupió sangre, y por un instante, el mundo se volvió una mancha roja y negra de dolor. El jinete medio, sin piedad, avanzó. Cada paso era una sentencia. Cada golpe, una campanada de muerte. La maza cayó de nuevo, y Graham apenas logró rodar a un lado, sintiendo cómo la tierra temblaba bajo el peso del acero.
El enemigo levantó su maza una vez más, y esta vez la dejó caer sobre el costado de Graham, impactando con un golpe sordo que trituró placas, huesos y carne. El sonido fue húmedo, quebradizo. La sangre manó con violencia, y Graham cayó de rodillas, jadeando como un moribundo.
—No... me... rendiré... —escupió entre dientes, con los ojos hinchados de rabia, escupiendo sangre junto a sus palabras.
Con un rugido de una fuerza que ni él mismo sabía que le quedaba, Graham se levantó y lanzó un tajo horizontal con su hacha. El enemigo intentó alzar su maza para detenerlo, pero fue demasiado lento. La hoja se incrustó en el muslo del jinete, desgarrando músculo y arterias. Un chorro de sangre oscura brotó como una fuente. El jinete gritó, pero antes de que Graham pudiera matarlo, otro combatiente se lanzó sobre él con una lanza apuntando a su pecho.
Graham giró justo a tiempo para desviar el golpe con su hacha. La lanza se astilló con el impacto, pero el dolor en su brazo inutilizado lo hizo vacilar. Su visión era un remolino de sangre, ceniza y muerte. Gritando como un hombre poseído, decapitó al caballo del jinete. La hoja cortó el cuello del animal como si fuera mantequilla. La cabeza voló, lanzando un chorro de sangre caliente y oscura que cubrió a todos los cercanos. El cuerpo del animal colapsó, atrapando al jinete bajo su peso, quebrándole las costillas.
Graham retrocedió, tambaleante, esquivando el campo sembrado de muerte. Mientras corría, escuchaba los gritos desgarradores de sus hombres siendo masacrados. Hombres decapitados, partidos por la mitad, rostros desfigurados por los cascos de los caballos, cuerpos abiertos en canal con los intestinos arrastrándose entre el lodo.
La batalla era una sinfonía de destrucción, una pintura hecha con vísceras y fuego. El cielo comenzaba a clarear, pero la luz del amanecer era devorada por las llamas que consumían las carretas, los cadáveres y los estandartes. Las sombras danzaban como espectros sobre el campo de batalla, proyectadas por el fuego, grotescas, monstruosas.
Graham, cubierto de sangre hasta las cejas, jadeaba con cada paso. Su armadura colgaba de él hecha trizas, la cota abierta por decenas de tajos. Su hacha, deslustrada por la sangre, se alzaba una y otra vez. Cada tajo que daba era un alarido de venganza. Cada enemigo que caía bajo su arma era una súplica rechazada, una oración pisoteada.
Flechas cruzaban el aire con un silbido agudo, y los que caían lo hacían de rodillas, escupiendo sangre, ojos abiertos de par en par mientras morían sin entender. El suelo era un charco rojo, tan saturado de sangre que las botas se hundían, resbalaban. Cuerpos apilados se deslizaban unos sobre otros como basura. Brazos amputados, cabezas con las mandíbulas colgando, torsos abiertos como frutas maduras.
Graham, aún vivo, aún furioso, aún luchando... era el último vestigio de voluntad en un mar de desesperación. Allí, entre la muerte, la locura y el caos, no había gloria. Solo quedaba resistir. Solo quedaba matar. Solo quedaba morir.
Un nuevo grupo de jinetes irrumpió desde la niebla del amanecer como heraldos de una tormenta de acero. No eran simples soldados, sino auténticas máquinas de guerra sobre monturas entrenadas para la devastación. Sus armaduras relucían con un brillo oscuro, forjadas no solo para la protección, sino para infundir terror. Cada uno de ellos estaba cubierto con capas de acero sobre acero, escudos con púas y yelmos decorados con filigranas de obsidiana. Blandían lanzas largas como astas de estandarte, y espadas anchas que cortaban con la fuerza de un dios airado. Los cascos de sus corceles estaban reforzados con placas de acero, y sus pezuñas herradas pisaban los restos humanos sin vacilación ni compasión.
El avance de esta fuerza de élite no fue una carga, sino un derrumbe, una avalancha mecánica de muerte. Graham los vio venir y supo que no había defensa posible, solo resistencia. Los cuerpos de los caídos eran destrozados bajo los cascos de los caballos, sus huesos quebrándose como ramas secas. Las armas pesadas de los jinetes cortaban en línea recta, sin interrupción, sin misericordia. A cada golpe correspondía un grito ahogado, un cuerpo partido, una vida reducida a carne. La tierra, ya empapada de sangre, se volvía barro espeso y negruzco que se pegaba a las botas como si el propio suelo intentara retener a los hombres, como si el infierno quisiera arrastrarlos hacia abajo.
En medio del pandemonio, Graham observó con una mezcla de orgullo y desesperación cómo sus hombres, agotados, heridos, cubiertos de sangre y ceniza, intentaban improvisar una defensa. Algunos arrastraban mesas rotas de los carros de suministros, otros empuñaban escudos astillados como si aún fueran sagradas barreras contra la muerte. Se armaron con espadas, lanzas, hachas y escudos Gritaban, empujaban, maldecían. El terror los envolvía, pero seguían luchando.
La formación improvisada no duró. Los jinetes enemigos rompieron las filas con una brutalidad sin precedentes. Las lanzas perforaron el aire, atravesando pechos, gargantas, vientres. Hombres salían volando, sus cuerpos girando grotescamente por el impacto. Algunos quedaban colgados de las astas de las lanzas, temblando como muñecos rotos antes de desplomarse sin vida. El sonido del acero desgarrando carne era constante, acompañado por el crujir de huesos y los gemidos ahogados de los moribundos.
Y luego vino la infantería. Como una segunda ola infernal, los hombres a pie de Zusian descendieron sobre el campo. Venían en tres oleadas distintas: la pesada, la media, la ligera. Los de armaduras pesadas se movían lentamente, pero con la fuerza de un muro de piedra. Blandían alabardas enormes que cortaban escudos como si fueran de papel. Los infantes medios con partesanas venían tras ellos, rápidos, eficientes, como artesanos de la muerte. Finalmente, los ligeros, armados con lanzas se deslizaban por los flancos, rodeando como lobos a quienes intentaban escapar o defenderse.
El campo de batalla se convirtió en una trituradora de carne. La defensa se desmoronó como un castillo de arena bajo la marea. Un soldado de Thaekar, apenas un muchacho con armadura incompleta, gritó mientras una jabalina volaba hacia él. El proyectil lo atravesó por el torso, y su cuerpo se elevó en el aire como un espantapájaros grotesco antes de estrellarse contra el lodo ensangrentado, ya sin vida. Su sangre se mezcló con el barro, y su rostro quedó congelado en una mueca de sorpresa eterna.
Graham apenas podía ver con claridad, cegado por la sangre en su rostro, pero supo que estaban perdiendo. El mundo a su alrededor era una escena de horror constante. Vio a uno de sus oficiales, un veterano valiente con cicatrices en el rostro, rodeado por enemigos. A pesar de sus esfuerzos sobrehumanos, fue derribado por una docena de cortes, su cuerpo despedazado como si lo destazaran. Los enemigos lo siguieron golpeando incluso después de muerto, como si su carne fuera una abominación que debía ser borrada del mundo.
Y entonces, uno de los jinetes más temibles que Graham había enfrentado se aproximó. Iba montado en un corcel negro como el azabache, armado con una maza en cada mano, los ojos brillando con una furia primitiva. El primer golpe de la maza contra el hacha de Graham fue como el choque de un rayo. El impacto sacudió todo su cuerpo, su brazo temblando de dolor. Cayó sobre una rodilla, jadeando. El suelo le olía a sangre y cenizas. Otro golpe, y sintió que su hombro se dislocaba. Un tercero, y su visión se tornó negra por un instante. Solo la intervención de un grupo de soldados, empujando al jinete hacia atrás, lo salvó de una muerte segura.
Pero el respiro fue breve. El río cercano, que antes fluía plácidamente por el valle, ahora era un torrente de sangre y cuerpos. Su superficie reflejaba el fuego de las tiendas incendiadas, creando un efecto de espejismo demoníaco. Y desde la linde del bosque emergió otro destacamento. Graham reconoció a Roderic Ironclaw incluso antes de que su imponente figura surgiera completamente de la línea de árboles, porque el campo de batalla pareció enmudecer por un instante al ver aproximarse a aquel monstruo de carne y acero. La caballería que lo escoltaba era su guardia personal, los infames "Lobos Negros" de Zusian, conocidos por su crueldad, su disciplina y su capacidad de desmembrar ejércitos enteros con la precisión quirúrgica de un carnicero veterano. Los estandartes ondeaban entre la bruma y el humo, negros como la noche, marcados con un lobo de oro que parecía rugir al viento, con detalles escarlata que no eran pintura, sino tintes de sangre reseca. Las armas de sus jinetes brillaban bajo la luz del sol, reflejando no solo acero, sino una amenaza implícita, una promesa de aniquilación total. Se movían como una ola de acero, una muralla en movimiento que arrasaba con todo lo que tocaba.
La línea de Thaekar colapsaba frente a ellos. Los hombres eran barridos como espigas bajo la guadaña. Los cuerpos se amontonaban, y sus rostros, distorsionados por el pánico, el dolor y la sorpresa, se congelaban en la muerte como máscaras de horror absoluto. Algunos eran lanzados por los aires tras el impacto de los martillos de guerra, atravesados de lado a lado como insectos clavados en tablones. Otros eran derribados de sus caballos y luego aplastados por los cascos de las bestias de guerra, sus costillas crujían como ramas secas, sus órganos reventaban bajo el peso implacable. El barro se mezclaba con la sangre hasta volverse una pasta densa y pútrida que tragaba botas y cadáveres con igual indiferencia. El aire estaba impregnado del hedor a vísceras expuestas, heces involuntarias y carne quemada por los incendios.
Pero entonces, entre la desesperación creciente, Graham vio otra figura emerger: Dorian, con su armadura de placas plateada y adornos negros, liderando a los legendarios 32,000 Demonios de Plata. Eran la élite, entrenados desde la infancia para combatir hasta la muerte, sin mostrar temor, sin clamar piedad. Formaban una línea que parecía impenetrable, una legión blindada que se desplazaba con una sincronía aterradora. Las lanzas brillaban como un bosque metálico, los escudos relucían con la insignia de Thaekar, y sus cascos ocultaban rostros sin alma, listos para matar.
Ambas fuerzas colisionaron con la furia de dos mundos destinados a destruirse. Pero Roderic no era un simple general. Era una tormenta encarnada, un dios de guerra disfrazado de hombre. Blandía su martillo de guerra como si fuera una extensión de su voluntad, y al primer impacto, el caos fue absoluto. Con un solo arco devastador, golpeó con tanta fuerza que Dorian junto a los jinetes cercanos fue decapitado al instante. Sus cabezas explotaron contra los yelmos, un chorro de sangre caliente y trozos de cráneo junto a el de los Demonios de Plata cercanos. La columna cervical asomó como una raíz rota, y el cuerpo, aún de pie por un segundo, cayó de rodillas antes de ser arrastrado y pisoteado por los caballos enemigos, su torso convertido en una masa informe de carne y hueso astillado.
Los Demonios de Plata, en formación cerrada, intentaron responder. Pero Roderic, acompañado por sus Lobos Negros, rompió sus líneas como un carnicero arranca miembros a un cadáver. Los martillos de los Lobos descendían como lluvia infernal. Cráneos eran aplastados, mandíbulas arrancadas con brutalidad, torsos partidos a la mitad por golpes que los levantaban del suelo. A cada paso que daba la caballería enemiga, dejaban un cementerio humeante de cuerpos irreconocibles. Hombres decapitados corrían dos o tres pasos antes de caer, mientras sus cuellos vomitaban sangre a borbotones como fuentes macabras. Soldados eran cortados por la cintura y sus intestinos caían como serpientes sangrientas sobre el barro ardiente. Otros eran empalados y elevados por las cabezas de los martillos, dejados clavados en el aire como grotescos estandartes de derrota.
La muerte de Dorian no fue solo una baja táctica, fue una catástrofe espiritual. La moral se quebró en un segundo. Un grito seco, no de dolor, sino de desesperación pura, se escuchó entre las filas de los Demonios de Plata al ver la cabeza de su comandante estallar como una fruta podrida. Algunos soltaron sus armas, otros huyeron tropezando sobre los cadáveres de sus compañeros. Aquellos que quedaron fueron masacrados sin clemencia. Roderic parecía invencible, cubierto de sangre, con los sesos del bastardo aún goteando de su martillo mientras avanzaba como una bestia sin alma.
La batalla se convirtió en un pozo de locura. Los jinetes de Zusian, enloquecidos por la sangre, embestían sin pausa. Sus lanzas ya no se molestaban en buscar puntos débiles, simplemente perforaban donde encontraran carne. Cuerpos eran atravesados de lado a lado, tres, cuatro hombres empalados por la misma lanza, colgando como si fueran animales ensartados para un festín infernal. Algunos caían vivos, gimiendo, sin poder gritar porque la sangre les llenaba la boca, ahogándolos en su propia muerte.
El suelo se convirtió en una trampa mortal. No había un solo metro sin sangre, sin vísceras, sin restos humanos. Tripas abiertas cubrían las piedras. Un hombre intentó arrastrarse lejos, con la mitad de su cuerpo faltante, solo para ser pisoteado por un caballo que le arrancó la cabeza con una pezuña metálica. Otro, con el brazo colgando de un hilo de piel, trató de empujar a un enemigo con su espada, pero fue respondido con una estocada en la boca que le salió por la nuca. Sus ojos siguieron parpadeando aún después de caer.
Las barricadas improvisadas, ya casi completamente destruidas, solo servían como trampas para los vivos. Hombres caían sobre ellas, quedando atrapados mientras las lanzas de los enemigos los atravesaban por los costados. Uno gritaba por su madre mientras sus intestinos eran extraídos por un infante enemigo con una hoja curva, como si rebuscara en busca de algo sagrado entre la carne.
Los gritos no cesaban. Algunos eran agudos, como chillidos animales; otros, bajos y guturales, como suspiros de hombres que morían sabiendo que nadie los recordaría. El fuego se expandía, envolviendo carretas, tiendas, cadáveres. El humo lo cubría todo, como un velo de muerte. El calor era insoportable, el olor, nauseabundo. Era el fin, el apocalipsis de acero y sangre.
Y aún así, en medio de aquella orgía de violencia, Graham seguía en pie. Sus piernas temblaban como ramas golpeadas por el viento, su cuerpo cubierto de sangre —ajena y propia— y sus ojos medio cegados por el sudor, las lágrimas y el humo. Respiraba con dificultad, cada inhalación era como tragar fuego, un suplicio de aire espeso cargado de muerte. El mundo a su alrededor era un caos irreconocible, una pesadilla hecha carne. Todo lo que alguna vez fue su ejército yacía triturado, reducido a huesos rotos y armaduras manchadas, dispersos como juguetes rotos por la mano cruel de deidades sordas.
El rugido de los Lobos Negros aún resonaba como una tormenta de acero. El estruendo de sus cascos golpeando el suelo era como el tambor del juicio final. La batalla, lejos de menguar, se adentraba en una dimensión de brutalidad sin nombre, un abismo de salvajismo que devoraba todo orden, toda táctica, toda esperanza. No había ya líneas ni mando, no había flancos ni vanguardia: solo una carnicería donde los hombres eran desgarrados como bestias en un matadero. Era el colapso absoluto de la razón.
Graham vio cómo los restos de su fuerza —hombres ensangrentados, con la mirada perdida, escudos astillados y armas rotas— intentaban por última vez formar una línea de defensa. Los escasos comandantes gritaban órdenes desesperadas que eran tragadas por el rugido del combate. Levantaron armas de asta torcidas y escudos remendados, una última muralla de carne antes del olvido. Pero la caballería enemiga los arrolló como un alud sin alma. Los caballos les pasaban por encima, rompiendo huesos con la violencia de un trueno. Lanzas descendían en picada, atravesando gargantas, estómagos, clavículas, y luego eran arrancadas con fuerza, trayendo consigo jirones de carne palpitante. Gujas hendían cráneos, partían mandíbulas, abrían torsos con el mismo entusiasmo con el que un carnicero descuartiza un animal.
La tierra era un pantano de sangre. Una mezcla densa y caliente de vísceras, miembros amputados y cadáveres despedazados. Los cuerpos se amontonaban unos sobre otros en formas grotescas, como esculturas macabras construidas con desesperación y muerte. Algunos soldados aún se arrastraban sobre esos montones, con las tripas colgando, los ojos vidriosos suplicando una muerte que no llegaba. Las bocas se abrían y cerraban sin voz, ahogadas en su propia sangre, masticando gritos que ya no tenían fuerza para salir.
El sol comenzaba a alzarse lentamente, cruel y sereno, como si quisiera presenciar la culminación de aquel infierno. Su luz dorada no traía esperanza, sino que acentuaba cada detalle de la masacre. Cada gota de sangre brillaba bajo su fulgor, cada herida abierta se convertía en un grito visual, cada columna de humo era un dedo acusador que ascendía hacia el cielo indiferente. El amanecer no trajo salvación, sino una claridad insoportable, una crudeza que revelaba lo que la noche había intentado esconder: la completa y absoluta destrucción del ejército de Thaekar.
Los gritos de agonía eran el único sonido constante, una letanía interminable de dolor que se mezclaba con los golpes secos de las armas al hundirse en carne, el crujir de huesos al romperse, el borboteo de la sangre al escapar de las heridas abiertas. Era música infernal, una sinfonía del colapso humano.
Exhausto, roto en espíritu y cuerpo, Graham cayó de rodillas. Su cota de escamas colgaba hecha jirones, cubierta de barro, sangre seca de los moribundos. Su brazo derecho colgaba de un tendón desgarrado, inútil, con el hueso expuesto y la piel como un trapo. El rostro estaba cubierto de cortes profundos, uno le atravesaba desde la sien hasta la mandíbula. Su respiración era un suspiro entrecortado, un esfuerzo heroico por mantenerse vivo un segundo más. A su alrededor, solo quedaban unos cuantos hombres, tan derrotados como él, parpadeando con los ojos enrojecidos, algunos ya sin armas, solo con las manos vacías y temblorosas, aferrándose a la nada.
La infantería enemiga, implacable como una máquina de muerte, avanzaba en formación compacta. Ya no corrían, no necesitaban hacerlo. Caminaban con paso seguro, sabiendo que el enemigo no era más que un puñado de fantasmas a punto de ser borrados. Empujaban con escudos, aplastaban con botas, alzaban sus espadas solo para confirmar que la resistencia ya no existía. Atrás quedaban los capturados, reunidos como ganado al matadero, empujados con golpes amontonados junto a los cuerpos de sus compañeros muertos. Algunos lloraban, otros balbuceaban oraciones rotas, y unos pocos miraban al vacío con ojos huecos, ya ausentes de todo lo humano.
Graham alzó la vista, sus pupilas veladas por la sangre seca. Vio a los jinetes de Zusian formar un círculo en torno a los prisioneros. Montaban a sus caballos como si fuesen parte de ellos, criaturas fusionadas con el odio. Sus armaduras negras aún humeaban de sangre reciente. En sus rostros no había fatiga, solo la mirada fría del depredador saciado. La derrota de Thaekar era total. El suelo era una alfombra de cadáveres, la mayoría irreconocibles. Algunos estaban quemados, otros eviscerados, algunos cortados en tantos pedazos que ya no eran hombres sino restos informes.
Los pocos soldados de Thaekar que aún respiraban se arrastraban como lombrices por el lodo, intentaban huir sin piernas, se arrinconaban bajo cadáveres fingiendo estar muertos. Pero nada los salvaría. Los soldados enemigos iban uno por uno, rematando a los caídos con estocadas certeras, abriendo gargantas, hundiendo hojas en estómagos blandos.
Los prisioneros demasiados heridos comenzaron a ser ejecutados. Sin juicio, sin palabras. Simplemente eran obligados a arrodillarse y luego degollados, uno tras otro, como reses en una línea de matanza. La sangre formaba surcos que descendían por la colina en pequeños arroyos espumosos.
Graham, una sombra de su antiguo yo, apenas respirando, yacía inmóvil en el barro, con los ojos clavados en el horizonte, donde la luz del amanecer rompía con cruel indiferencia. Su rostro era una máscara de barro, sangre y desesperación. Ya no tenía palabras. Ya no tenía pensamientos. Solo sentía el peso del fracaso, el calor pegajoso de sus entrañas rotas, el zumbido de la muerte que se aproximaba paso a paso, como un verdugo sin prisa.
Y así terminaba todo. No con gloria. No con redención. Solo con sangre, llanto y el vacío absoluto.