El suelo temblaba bajo el peso del imponente ejército mientras las sesenta y cinco legiones de hierro marchaban hacia Ulthorath, una fuerza de 25,870,000 soldados en perfecta formación. Las armaduras de los legionarios brillaban bajo el sol, reflejando los millones de estandartes que ondeaban al viento. El lobo dorado en un fondo negro, con detalles escarlata, parecía cobrar vida con cada ráfaga, representando el orgullo y la ferocidad del ducado de Zusian.
El despliegue había sido monumental y rápido para el tiempo dado, un logro logístico casi milagroso considerando la vasta extensión del ducado. Ríos y rápidos habían sido usados de forma estratégica para acortar distancias, mientras que las impecables carreteras empedradas de Zusian permitieron un avance rápido y coordinado. A la cabeza de esta impresionante fuerza marchaba Varyn Firestorm, el cuarto general del ducado, un hombre cuya sola presencia inspiraba tanto respeto como temor. Su cabello dorado brillaba como una llama al viento, y sus ojos azules eran fríos y calculadores, siempre analizando, siempre un paso adelante. A su lado cabalgaba Quentin Shadowstrike, conocido como "El Imperturbable", sexto general del ducado cuyos ojos verdes parecían ser capaces de penetrar cualquier misterio. De expresión serena y postura imponente, Quentin era la encarnación de la calma en medio del caos.
Ulthorath emergió en el horizonte como un coloso de piedra y acero, una visión que dejaba sin aliento. Sus murallas negras, de más de 50 metros de altura, parecían tocar el cielo, una barrera inquebrantable que había resistido el paso de los siglos. Eran una amalgama de piedra y acero que, a la distancia, parecían pulsar con una fuerza propia. A lo largo de estas murallas, las torres de vigilancia se alzaban como gigantes vigilantes, equipadas con trabuquetes, balistas y escorpiones. Cada una de estas armas estaba preparada para vomitar destrucción sobre cualquier enemigo que se atreviera a acercarse.
Las puertas de la ciudad, enormes y cubiertas de hierro negro, estaban decoradas con relieves intrincados que narraban las historias de las grandes batallas y victorias zusianas. Enormes estatuas de los héroes de antaño flanqueaban la entrada, sus miradas de piedra fijas en el horizonte como si todavía vigilaran el ducado. Al llegar, las puertas se abrieron rápidamente, permitiendo que el ejército ingresara en un despliegue organizado de fuerza y disciplina. Los legionarios de hierro avanzaron con paso firme, llenando las amplias avenidas de la ciudad con el retumbar de sus botas y el relucir de sus armas.
Dentro de Ulthorath, las calles pavimentadas con adoquines oscuros resonaban bajo los cascos de los caballos y los pasos marciales de los soldados. Las avenidas principales eran lo suficientemente amplias como para permitir el paso simultáneo de columnas de soldados y enormes máquinas de guerra. Las estructuras, todas diseñadas con un propósito militar, emanaban una funcionalidad que imponía respeto. No había adornos innecesarios ni lujos; cada piedra y cada muro estaban allí para resistir, para proteger, para ganar.
En el corazón de la ciudad se alzaba Iron Castle. Era una construcción monumental, con murallas negras que parecían talladas directamente de las montañas y torres que se alzaban como espadas apuntando al cielo. Las figuras pétreas de lobos adornaban las almenas, símbolos inmortales del poder de los Erenford. El castillo era un bastión inexpugnable, rodeado de fosos, puentes levadizos y portones reforzados, un verdadero desafío para cualquier ejército invasor.
Las puertas principales del castillo, gigantescas y forjadas en hierro negro con detalles en oro, eran una obra maestra de la ingeniería y el arte. Grabadas en ellas estaban las epopeyas de las victorias zusianas, escenas de guerras antiguas que recordaban a todos los que cruzaban esas puertas que estaban entrando en el corazón de un ducado que nunca se rendía. Al atravesarlas, una sensación de solemnidad envolvía a todos. Cada piedra del castillo parecía cargada con los ecos de un pasado glorioso, de luchas titánicas y decisiones que habían moldeado el destino de millones.
Dentro de los muros de Iron Castle, el ambiente era sombrío, marcado por la gravedad de las semanas pasadas. Los supervivientes de las legiones de Lucan se encontraban dispersos, muchos de ellos vendados y apoyados en muletas improvisadas. A pesar de que el número había menguado drásticamente, quedando apenas 4 millones de legionarios de hierro, la fiereza y brutalidad en sus rostros era inconfundible. Aquellos hombres habían soportado lo inimaginable: con 11 millones habían logrado resistir durante semanas el asalto de un ejército combinado de más de 70 millones de soldados de Stirba y Zanzíbar. Sin embargo, la batalla había cobrado su precio, dejando a sus filas considerablemente mermadas.
Según los cálculos de Varyn y los informes de los exploradores, el enemigo ahora contaba con 51 millones de efectivos, una cifra aún abrumadora. Con la llegada de los refuerzos liderados por Varyn y Quentin, el ejército zusiano ascendía a 29 millones, pero incluso esa cifra, palidecía en comparación con la fuerza invasora. Podrían reclutar a Los Centinelas de Hierro de los alrededores, lo que con suerte les darían unos dos millones de hombres pero eran milicias al fin y alcabo, y en comparación con los veteranos endurecidos del campo de batalla. La situación era desesperada, pero dentro de la fortaleza, la esperanza se mantenía viva gracias a la presencia del hombre que los lideraba: Lucan Frostblade.
El camino hacia la sala de estrategias estaba marcado por el peso de la historia y la tensión del momento. A medida que Varyn y Quentin avanzaban, los "Osos Blancos", la guardia personal de Lucan, les informaron de su llegada. Estos hombres, imponentes en su propia medida, parecían casi insignificantes comparados con la leyenda a la que servían.
Lucan Frostblade, apodado "El Oso Blanco", era un hombre cuya mera presencia podía llenar de asombro incluso a los guerreros más experimentados. Su estatura, que superaba los dos metros con creces, lo hacía parecer más un coloso que un humano. Cada movimiento suyo era deliberado y pesado, como si incluso la tierra reconociera su autoridad. Su cabello, una cascada plateada, caía con elegancia sobre sus hombros, y su barba blanca, espesa y bien cuidada, acentuaba aún más la majestuosidad de su figura. Pero eran sus ojos los que realmente marcaban la diferencia: dos pozos helados que parecían leer los secretos de cualquiera que se atreviera a enfrentarlo.
Ni siquiera Varyn, con sus dos metros y medio de altura y su imponente musculatura, ni Quentin, cuyas habilidades estratégicas eran ya casi legendarias, podían evitar sentirse pequeños en presencia de Lucan. Este hombre había visto más batallas de las que ellos podrían imaginar y había sobrevivido a todas ellas, dejando a su paso una estela de victorias que se habían convertido en leyendas.
Lucan no perdió tiempo en formalidades. Su voz resonó con un timbre profundo y autoritario cuando habló, llenando la sala de estrategias:
—Generales, me alegra que la duquesa haya escuchado a su hijo y enviado refuerzos. Necesitamos cada hombre que podamos reunir. Ahora, hablemos de la estrategia.
Lucan se inclinó sobre la mesa de mapas, que mostraba el territorio marcado con precisión. Continuó:
—Desde que nos retiramos de los pasos de Khorathor, el ejército combinado ha avanzado rápidamente, tomando varios fuertes y ciudades menores en nuestras fronteras. Su general en jefe, Darian Khoras, apodado "El Carroñero", es un enemigo formidable. Hace años que nadie lograba derrotarme en una batalla defensiva en esos pasos, pero él lo logró. Si no lo contenemos pronto, ganará más terreno y recursos, y entonces su posición será aún más difícil de revertir.
Lucan señaló un punto en el mapa, una vasta extensión al este de Ulthorath.
—Aquí, en los llanos de Valormere, haremos nuestra defensa final —anunció Lucan, con su voz retumbando como un trueno en la sala estratégica—. Hubiera preferido un lugar con defensas naturales más favorables, pero no tenemos el lujo de elegir. El enemigo se ha reunido allí, y si queremos detener su avance antes de que tomen más ciudades y fortalezas, debemos enfrentarlos en este terreno abierto.
Su dedo señalaba el vasto mapa extendido sobre la mesa, marcando con precisión las posiciones de ambos ejércitos. El terreno de Valormere, aunque amplio y nivelado, ofrecía pocas ventajas naturales. Apenas unas suaves colinas dispersas y un río estrecho que serpenteaba hacia el este. Pero Lucan sabía que este era el lugar donde Zusian debía alzar su última barrera contra el colosal ejército enemigo.
—Es un terreno traicionero —continuó, sus ojos glaciares fijándose en cada hombre en la sala—. Amplio, abierto, y perfecto para las cargas masivas de su caballería. Darian Khoras no es un comandante cualquiera. Es astuto, metódico y sabe cómo explotar nuestras debilidades. Pero su ejército es una amalgama de tropas de Stirba y Zanzíbar, hombres con doctrinas y tácticas distintas, unidos solo por alianzas frágiles y el miedo. Esa es nuestra ventaja: la disciplina, el orden y la cohesión de nuestras legiones. Somos una máquina de guerra perfectamente engranada, mientras ellos son un monstruo de cabezas múltiples que puede ser decapitado.
Se giró hacia Varyn Firestorm y Quentin Shadowstrike. Los ojos de Lucan, tan fríos como el acero de una espada al amanecer, se fijaron en ellos con intensidad.
—Prepárense, porque esta será una batalla cruel —dijo, con una voz que no permitía objeción ni dudas—. No habrá cuartel, ni honor para los caídos. Este será un enfrentamiento a muerte, y cada hombre que esté con nosotros deberá estar dispuesto a luchar hasta su último aliento.
El silencio que siguió a sus palabras fue pesado, cargado de la gravedad de lo que estaba por venir. Varyn tomó un paso adelante, su rostro duro pero decidido.
—¿Cuál es nuestro plan inicial, general? —preguntó, su voz profunda y firme.
Lucan asintió, satisfecho por la disposición de sus hombres.
—Dividiremos nuestras fuerzas en tres contingentes principales. La vanguardia será liderada por ti, Varyn. Tus hombres serán nuestra punta de lanza, un muro de acero y fuego que resistirá las primeras oleadas de su infantería. Quiero que uses nuestras nuevas armas, los cañones que capturamos de Stirba, para abrir brechas en sus líneas.
Varyn inclinó la cabeza en señal de comprensión, mientras Lucan continuaba.
—Quentin, tú liderarás nuestra fuerza de flanqueo. Seras mi espada.
—Considerado hecho —respondió Quentin, su voz serena pero con un filo de determinación.
Lucan señaló el centro del mapa, donde sus tropas principales formarían la línea defensiva.
—Yo lideraré el centro. Aquí es donde se decidirá el destino de la batalla. Usaremos nuestras legiones para mantener la línea, pero también quiero que fortifiquemos la posición con zanjas y estacas. Cada metro que cedamos debe costarles mil vidas. Este será su infierno, no el nuestro.
Hizo una pausa, mirando a los comandantes con un semblante severo.
—No debemos olvidar su caballería pesada. Los Stirbanos son famosos por sus cargas brutales, y los Zanzibarianos cuentan con tantos soldados que pueden causar estragos en nuestras filas. Quiero una pantalla de ballesteros y arqueros en cada flanco, protegidos por escudos móviles. Nuestra prioridad será destruir sus caballos antes de que lleguen a nuestras líneas. Si podemos quebrar su caballería, habremos ganado la mitad de la batalla.
El ambiente en la sala era tenso, cargado con la expectativa de la guerra. Cada palabra de Lucan era un recordatorio de lo que estaba en juego. El destino de Zusian yacía en ese campo de batalla, y lo sabían.
—Recuerden esto, generales —dijo Lucan, su voz más baja pero aún llena de autoridad—. Valormere no será solo un campo de batalla. Será un cementerio. Cada hombre que entre en ese terreno, amigo o enemigo, debe estar preparado para morir. Pero nosotros no luchamos solo por la victoria. Luchamos por nuestras familias, por nuestras tierras, y por el futuro de Zusian. Y no permitiremos que estas tierras caigan mientras tengamos sangre en nuestras venas y acero en nuestras manos.
El eco de sus palabras se extendió por la sala, como un rugido silencioso que inflamó los corazones de todos presentes. Los generales asintieron, sabiendo que lo que les esperaba en Valormere no era una batalla, sino una carnicería. Y ellos, como siempre, estarían en la primera línea.
Después de la reunión, apenas hubo tiempo para un breve descanso antes de que Varyn y Quentin encabezaran a sus legiones en la marcha. El castillo estaba sumido en un caos organizado mientras las tropas cargaban suministros en carretas y ajustaban sus armaduras para la larga jornada que les esperaba. El aire olía a tierra húmeda mezclada con el sudor de miles de soldados, mientras los oficiales gritaban órdenes sobre el incesante ruido de botas y ruedas.
Varyn, montado en su imponente corcel bayo, observaba con atención cómo algunos oficiales organizaban a la infantería en torno a unas carretas gigantescas que captaron su curiosidad de inmediato. Estas carretas no eran comunes. Cada una era enorme, con cuatro líneas tiradas por doce bestias colosales que parecían una mezcla entre caballos de guerra y bueyes de montaña. Sus cascos golpeaban el suelo con una fuerza que hacía vibrar el aire a su alrededor, y sus respiraciones pesadas formaban nubes en el frío de la mañana.
Varyn desmontó de su caballo y caminó hacia las carretas, donde vio a Ottokar, la mano derecha de Lucan, supervisando el embarque con la precisión de un cirujano en un campo de batalla. Ottokar era un hombre alto, aunque no tanto como Varyn, y tenía una postura rígida que irradiaba autoridad. Su cabello negro, atado hacia atrás, contrastaba con la luz tenue del amanecer, y sus ojos mostraban una mezcla de pragmática seriedad.
—¿Qué es esto? —preguntó Varyn, señalando las carretas mientras los soldados subían a bordo, desde infantería hasta los tiradores.
Ottokar, sin apartar la vista de los soldados, respondió con voz firme:
—Es una invención de mi señor Lucan. Diseñó estos transportes para maximizar la velocidad y eficiencia de nuestras tropas. Estas carretas no solo transportan soldados; son un medio para llevar la guerra a lugares donde nuestros enemigos no esperan que lleguemos tan rápido. Cada una está diseñada para mover infantería pesada, media y ligera, además de arqueros y ballesteros, sin importar el terreno. Pueden avanzar incluso en colinas escarpadas y caminos fangosos, donde las marchas a pie ralentizarían al ejército.
Varyn se acercó más para examinar las carretas. Las ruedas eran enormes, construidas de metal reforzado y diseñadas para resistir el peso y la presión. Las estructuras de las carretas estaban protegidas con placas de acero que las convertían en fortalezas móviles. Los bancos internos permitían que los soldados se sentaran ordenadamente, mientras compartimentos ocultos almacenaban suministros y armas.
—Ingenioso —murmuró Varyn, pasando la mano por el borde metálico de una de las ruedas—. Aunque son pocas, esto cambiará mucho la manera en que desplegamos nuestras fuerzas.
Ottokar asintió con una leve sonrisa.
—Todavía estamos en las primeras etapas de implementación. Pero con el tiempo, esto será lo que marque la diferencia entre ganar y perder. Cada minuto que ahorremos movilizando tropas nos acerca más a la victoria.
Varyn observó cómo los soldados se acomodaban dentro de las carretas, algunos con expresiones de asombro al notar la innovación. Las bestias que tiraban de ellas resoplaban y movían las colas mientras los conductores revisaban las riendas y los arneses. Aunque no todas las tropas podían beneficiarse de estos transportes, el simple hecho de mover a una parte significativa del ejército de manera más rápida y eficiente ya representaba una ventaja estratégica enorme.
Mientras la columna comenzaba a moverse, el sonido de los tambores de guerra resonó en el aire, marcando el ritmo de la marcha. El eco grave de los tambores se combinaba con el ruido metálico de las armaduras y el rechinar de las ruedas sobre el suelo. La vista era imponente: un río interminable de soldados avanzando con disciplina férrea hacia el campo de batalla que definiría el destino de Zusian.
De repente, algo más llamó la atención de Varyn: los cañones. Había escuchado hablar de estas armas, pero verlos en persona era otra cosa. Eran piezas colosales, tubos de metal macizo montados sobre plataformas de madera reforzada. Cada uno parecía al borde de romper su propia base bajo el peso abrumador, pero allí estaban, tirados por filas de caballos de carga enormes y musculosos. Los artilleros, vestidos con túnicas de cuero reforzado, cota de malla y yelmos de acero, supervisaban su transporte con un cuidado casi reverencial, revisando cada detalle de las piezas como si fueran reliquias sagradas.
Uno de los comandantes artilleros, al notar la mirada de Varyn, levantó la vista y habló:
—Estas son las armas que capturamos de Stirba. Cañones, los llaman. Su potencia es devastadora, aunque son lentos de cargar y difíciles de manejar. Pero cuando disparan, pueden romper las formaciones más densas y espantar incluso a los caballos más entrenados.
Varyn asintió, impresionado por la presencia de estas máquinas de guerra. Aunque rudimentarias en comparación con la elegancia de las tácticas tradicionales, su sola existencia ofrecía nuevas posibilidades estratégicas.
Mientras la marcha continuaba, Varyn mantenía su rostro estoico, como un muro impenetrable ante los ojos de sus hombres. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, sentía un peso monumental sobre sus hombros. Cada hombre que marchaba detrás de él, cada carreta que crujía con su carga, y cada arma lista para ser desenvainada representaban no solo herramientas de guerra, sino vidas depositadas en sus manos. Él sabía que de su liderazgo dependía el destino de millones, y aunque sus rasgos no delataban emoción alguna, en su interior se juró una y otra vez que ganaría esta guerra. No podía fallar. No debía fallar.
La marcha duró tres días, un recorrido extenuante marcado por el retumbar constante de tambores y el incesante ruido de botas golpeando el suelo. Finalmente, el ejército llegó a los llanos de Valormere. Era un paisaje vasto y desolador que no ofrecía refugio ni ventajas evidentes. El terreno era amplio y nivelado, una extensión de pastos bajos que ondeaban con el viento como un océano verde apagado. Aquí y allá, unas suaves colinas se alzaban tímidamente, como si el mismo paisaje temiera alterar su monotonía. A lo lejos, un río estrecho y sinuoso se extendía hacia el este, sus aguas oscuras reflejando el gris del cielo encapotado. Este lugar, aunque perfecto para desplegar grandes ejércitos, no ofrecía ninguna protección natural. Todo se decidiría por la fuerza y la estrategia.
En el horizonte, los estandartes del enemigo comenzaban a hacerse visibles. La insignia del Sol Áureo de Zanzíbar, un disco dorado sobre un campo naranja, ondeaba con arrogancia, sus colores vibrantes destacando incluso bajo la luz menguante del crepúsculo. Junto a ella, el León Coronado de Stirba, negro sobre un campo rojo sangre, parecía desafiar a los cielos mismos. Cada bandera era un recordatorio del inmenso desafío que tenían delante. A pesar de la distancia, era evidente que el ejército enemigo era colosal. Las filas se extendían como un mar interminable, y aunque las tropas aún no se habían formado para el combate, la mera visión de su número era suficiente para helar la sangre.
Varyn calculó rápidamente. Entre ambos ejércitos sumaban entre 40 y 45 millones de soldados. Era una fuerza titánica que sobrepasaba por mucho a las legiones que él comandaba. Pero no se permitió titubear. Las batallas no siempre las ganaba el ejército más grande, y él estaba decidido a convertir esta llanura en la tumba de sus enemigos.
Con la llegada de la noche, el combate se consideró inviable. Luchar en la oscuridad sería un suicidio para ambos bandos. En su lugar, las órdenes fueron claras: levantar un campamento tipo 2. Los soldados trabajaron con la precisión de un reloj mientras erigían una gran empalizada cuadrada. Troncos afilados se clavaron en el suelo, creando una muralla improvisada que protegía el perímetro. Frente a ella, profundas zanjas llenas de estacas se cavaron como la primera línea de defensa contra cualquier ataque sorpresa. A medida que las antorchas se encendían y el campamento tomaba forma, el aire se llenó del murmullo contenido de soldados que preparaban todo para el día siguiente.
Varyn caminó lentamente hacia su tienda, sus pasos pesados por el cansancio acumulado y el peso de su armadura negra y escarlata, que reflejaba las llamas de las antorchas como un presagio de sangre y muerte. Su tienda, una estructura sobria con lona negra como todas las demás, apenas se distinguía del resto. Era grande, pero sin ornamentos que delataran su rango más allá de lo necesario. Dentro, el espacio era austero: un catre, una mesa con mapas estratégicos y su alabarda, apoyada en un rincón. La hoja del arma brillaba bajo la tenue luz, un recordatorio de la responsabilidad que recaía sobre él.
Se quitó la pesada armadura, dejando que el frío de la noche acariciara su piel cubierta de sudor. Cada movimiento era lento, como si el agotamiento le arrancara las fuerzas a pedazos. Colocó la armadura cuidadosamente junto a su alabarda, su compañera inseparable en tantas batallas. Sus dedos rozaron la hoja por un instante, como si buscara fuerza en el metal. Luego, se dejó caer en el catre. Cerró los ojos, pero el sueño no llegó de inmediato. En su mente, las imágenes de la batalla que se avecinaba se mezclaban con el peso de la responsabilidad. Sabía que el amanecer traería consigo el infierno, un caos de sangre, gritos y acero, y él estaría en el corazón de todo.
Finalmente, el cansancio lo venció, y el sueño lo envolvió como un manto oscuro. Pero ni siquiera el descanso le trajo paz. En sus sueños, las sombras de la batalla lo acechaban, recordándole que el amanecer traería sangre, fuego y acero. La imagen del enemigo era una constante, una amenaza que se hacía más tangible con cada respiración en la penumbra.
Antes de que los primeros rayos de sol tocaran el horizonte, un cuerno resonó con un eco profundo y ominoso, anunciando que la hora había llegado. Varyn ya estaba despierto, sentado en el borde de su catre con el semblante endurecido. Con movimientos firmes, se levantó, revelando su imponente figura de dos metros y medio. Cada músculo de su cuerpo estaba definido, como si hubiera sido esculpido para la guerra. Su mera presencia imponía respeto y miedo a partes iguales.
Su armadura estaba lista, una obra maestra de los maestros herreros de Zusian hecha de acero Monter forjado. El material era oscuro como la noche, con un brillo tenue que absorbía la luz en lugar de reflejarla, otorgándole un aura casi sobrenatural. Cada pieza estaba diseñada para maximizar la protección sin sacrificar movilidad. El peto tenía intrincados lobos hechos con rubis, símbolos de su lealtad a los Erenford, mientras que los guanteletes y grebas estaban reforzados con placas adicionales que protegían las articulaciones. El yelmo era cerrado, con una visera que asemejaba el rostro de un demonio, y dos finos cuernos curvados hacia atrás como un eco de su ferocidad. Las líneas carmesí que recorrían la armadura, hechas de rubíes incrustados mas pequeños que el de los lobos, pareciendo ser venas que emanaban una energía latente, una amenaza silenciosa que intimidaba a cualquiera que lo mirara.
Tomó su alabarda con ambas manos. El arma era un espectáculo por sí misma, una pieza única diseñada para la destrucción total. La hoja, de un acero igualmente oscuro, era afilada como un la obsidiana y estaba decorada con runas talladas que parecían brillar tenuemente bajo ciertas luces. El contrapeso en el extremo opuesto era una punta de lanza pesada, perfecta para apuñalar, mientras que el asta de la alabarda, hecha de madera negra reforzada con bandas de metal, estaba grabada con inscripciones que contaban las historias de sus victorias pasadas.
Al salir de la tienda, su enorme corcel ya lo esperaba. Era un caballo de guerra de un tamaño imponente, su pelaje bayo con la ornamentada barda que llevaba. La armadura del animal estaba hecha del mismo acero Monter, reforzada con detalles en oro y rubíes que brillaban a la luz de las antorchas. Sus ojos, inteligentes y salvajes, parecían comprender la gravedad de la situación. Este no era un simple caballo; era una bestia entrenada para el caos de la batalla, leal únicamente a Varyn.
A su alrededor, sus Heraldos Negros estaban listos, formando una línea disciplinada. Los 5,000 guerreros eran una élite que él mismo había entrenado durante los últimos quince años. Cada uno de ellos portaba armaduras similares a la de su comandante, aunque menos ornamentadas. Eran negras con detalles carmesí, cubriendo completamente sus cuerpos desde el cuello hasta las botas. Sus yelmos tenían viseras cerradas, y las capas oscuras que llevaban ondeaban ligeramente con el viento. Cada uno empuñaba un arma personalizada, desde espadas largas hasta mazas reforzadas, y todos llevaban una daga curva grabada con el símbolo de su legión: un cuervo negro sobre un campo escarlata.
Los soldados de las legiones comenzaron a salir del campamento y a formarse en los llanos. Varyn lideraría la vanguardia, como se le había ordenado, al mando de la caballería pesada, la infantería pesada y la mitad de los arqueros y ballesteros. En total, 2,925,000 soldados de infantería y caballería pesada, junto con 4,225,000 tiradores, sumaban 7,150,000 almas bajo su mando. A su alrededor, los cañones estaban siendo instalados en posiciones estratégicas. Cada uno era un monstruo metálico que necesitaba ser cargado con pólvora y proyectiles del tamaño de una cabeza humana. Los artilleros trabajaban con precisión mecánica, conscientes de que estos instrumentos podrían definir el curso de la batalla.
En el horizonte, el ejército enemigo estaba haciendo lo mismo. Sus filas se extendían como un océano de acero y estandartes, superando a las tropas de Zusian por un centenar de miles. Los estandartes de Zanzíbar y Stirba ondeaban con un desafío silencioso. Incluso desde la distancia, el rugir de los tambores enemigos se sentía como un eco que retumbaba en los huesos.
Atrás, en las filas secundarias, se organizaban las tropas dirigidas por Quentyn y Ottokar. Cada uno comandaba la mitad del contingente destinado al rodeo, un total de 13,520,000 soldados. Estas filas estaban compuestas por caballería media y ligera, tanto de élite como regular, junto a la otra mitad de los arqueros y ballesteros y toda la infantería ligera. Este era un ejército diseñado para la movilidad y los flanqueos, y su éxito dependería de la coordinación perfecta entre ambos comandantes.
Finalmente, en el centro del ejército y dirigiendo el núcleo más pesado, estaba Lucan. Su fuerza consistía en la infantería media de élite y regular, con un total de 3,250,000 soldados, además de las diez legiones más veteranas que había comandado durante su carrera: 4,000,000 de legionarios curtidos, cada uno con una experiencia que los hacía superiores a cualquier tropa regular. Estas legiones eran la columna vertebral del ejército, con una distribución normal de infantería ligera, media y pesada, arqueros, ballesteros y jinetes. Si el resto del ejército fallaba, esta fuerza sería la última línea de defensa, la que debía resistir a cualquier costo.
El sol ascendía con lentitud, pintando los cielos con un rojo profundo que parecía presagiar la sangre que bañaría los llanos ese día. Varyn ajustó su yelmo, la visera cerrándose con un clic metálico que selló su rostro tras la máscara demoníaca de acero Monter. Montó su imponente corcel, que pateó el suelo nervioso, sus ojos oscuros como pozos reflejando una inteligencia que ningún caballo común podría poseer. A su alrededor, los Heraldos Negros tomaron posición, 5,000 sombras envueltas en acero negro y carmesí, con sus capas ondeando como alas de cuervos. Este era el preludio del infierno, y Varyn lo sabía. Hoy sería un día de fuego, acero y muerte, un día que decidiría el destino de millones.
Frente a él, al otro lado de los llanos de Valormere, el enemigo comenzaba a desplegarse. Los infantes pesados de Zanzíbar avanzaban con una precisión implacable. Sus yelmos borgoñotas cerradas ocultaban sus rostros tras viseras que parecían máscaras de verdugo. Sus armaduras de placas relucían como espejos bajo la tenue luz del amanecer, y sus escudos anchos formaban una muralla de metal que prometía quebrar cualquier asalto frontal. En sus manos, portaban partesanas, hojas largas y mortales que podían atravesar incluso la más gruesa armadura.
Los soldados de Stirba, en cambio, proyectaban una presencia más siniestra. Sus yelmos celadas adornados con plumajes oscuros les conferían una apariencia casi espectral, mientras que sus gorgueras y baberas protegían cada centímetro de sus cuellos. Sus corcescas, lanzas con hojas ornamentadas y cruelmente afiladas, destellaban a la luz, y sus escudos de cometa de acero, marcados con el emblema del león coronado, parecían absorber la luz, envolviendo a estos guerreros en una sombra inquietante.
Mientras observaba a sus enemigos, Varyn no pudo evitar que su mente viajara quince años atrás, a la guerra de coalición que lo marcó para siempre. Entonces, apenas había ganado su ascenso a general, un joven prometedor bajo el mando del duque Kenneth Erenford, el Lobo Sangriento. Aquel hombre era un visionario, un estratega incomparable, y el único líder que había hecho que Zusian soñara con la gloria absoluta. Pero esa maldita coalición, formada por Zanzíbar, Stirba y muchos otros territorios, había truncado todo. Había visto cómo sus hombres caían uno tras otro en el norte, sacrificándose para ganar tiempo. Había perdido amigos, camaradas, hermanos de armas, mientras los ejércitos enemigos caían sobre ellos como una tormenta interminable. Y cuando finalmente el duque cayó, la ira de Varyn quedó grabada en su alma.
Un sonido lo devolvió al presente: los tambores. Profundos y constantes, resonaban desde el otro lado del campo. El enemigo había comenzado a avanzar, sus líneas desplegándose con una formación dispersa que buscaba minimizar los estragos de los proyectiles. Lucan dio la orden, y las banderas con el lobo dorado en campo negro y detalles escarlata de Zusian se alzaron. Los tambores de su propio ejército respondieron, y los cuernos rugieron mientras los soldados tomaban sus posiciones. Varyn levantó su alabarda, una señal inconfundible para sus hombres.
El primer disparo de los cañones sacudió el aire. Fue como si el cielo mismo hubiera estallado. El sonido era ensordecedor, un rugido que hacía temblar la tierra y perforaba los oídos. Ningún zusiano había escuchado algo semejante antes. El olor de la pólvora era extraño, ahumado y acre, invadiendo las fosas nasales como un veneno. El proyectil, una esfera de hierro del tamaño de una cabeza humana, cruzó los cielos con un silbido mortal y aterrizó en las filas enemigas.
El impacto fue devastador. La explosión levantó un cráter en la tierra, arrancando cuerpos y tierra en todas direcciones. Hombres fueron despedazados al instante; otros, cercanos al impacto, fueron lanzados al aire, gritando mientras sus cuerpos destrozados caían al suelo. La sangre salpicó como lluvia oscura, y los gritos de agonía llenaron el aire. Pero los cañones enemigos no tardaron en responder. Los proyectiles cruzaron el campo en dirección opuesta, uno de ellos impactando en las líneas zusianas. Varyn vio cómo hombres y caballos eran reducidos a carne destrozada, sus restos esparcidos en un radio de metros. El olor a sangre, pólvora y carne quemada comenzaba a mezclarse en el aire.
—¡Dispersa las líneas! —ordenó Varyn con un grito firme, alzando su voz por encima del caos. Sabía que mantener las formaciones compactas sería un suicidio frente a la artillería enemiga. Los infantes pesados comenzaron a abrirse en filas más amplias, manteniendo la cohesión pero reduciendo su vulnerabilidad.
A lo lejos, el enemigo seguía avanzando. Los tambores no cesaban, un ritmo constante que parecía sincronizado con el avance de sus filas. La infantería pesada de Zanzíbar y Stirba lideraba el frente, protegida por escudos y armaduras casi impenetrables. Entre sus filas, Varyn notó cómo los ballesteros enemigos comenzaban a cargar sus armas, mientras los arqueros tensaban sus cuerdas. Sabía que el intercambio de proyectiles sería el siguiente acto en este sangriento teatro.
—¡Arqueros, Ballesteros, preparados! —rugió, y las líneas de tiradores zusianos tomaron posición, levantando sus arcos y ballestas hacia el cielo. La orden fue clara. Cuando los enemigos entraron en rango, las flechas volaron en un arco mortal. Millones de proyectiles oscurecieron los cielos por un momento, descendiendo sobre las filas enemigas con un silbido que anunciaba la muerte. Pero los enemigos no se quedaron atrás. Las flechas y virotes enemigos respondieron en igual número, y los hombres de ambas filas comenzaron a caer como hojas en otoño, atravesados por proyectiles que no perdonaban carne ni hueso.
Varyn avanzó con su imponente corcel, el pesado trote del animal resonaba como un tambor funerario entre el caos que comenzaba a desatarse. La sangre ya manchaba el suelo y teñía el barro bajo los cascos de su montura. Su alabarda, un arma de diseño letal, brillaba con el destello de la mañana. El asta era negra, forjada en acero reforzado, con grabados en espirales que parecían absorber la luz. La hoja, afilada como la voluntad misma de su portador, era curva en un extremo para desgarrar y recta en el otro para perforar, mientras que el gancho lateral prometía desarmar o destripar a cualquier enemigo que se atreviera a enfrentarse a ella. En aquel momento, no era solo un arma, sino una extensión de su voluntad indomable.
A lo lejos, las líneas de infantería pesada enemiga finalmente llegaban al rango de colisión. Los tambores enemigos resonaban en un ritmo constante, apagando cualquier pensamiento de piedad. Desde su posición elevada, Varyn podía observar cómo avanzaban, una marea de acero y carne que parecía interminable. Hombro con hombro, los guerreros enemigos gritaban con furia, chocando sus armas contra sus escudos en una cacofonía que buscaba intimidar.
—¡Formen las líneas! —ordenó Varyn con un rugido que se alzó por encima del caos.
Sus legiones reaccionaron al instante. Los soldados pesados de Zusian reformaron sus filas con precisión, alzando sus escudos hasta que formaron un muro impenetrable, una barrera de acero que reflejaba la luz del amanecer y las llamas de las explosiones a su alrededor. Pero no había tiempo para contemplar la solidez de su formación, pues los enemigos ya estaban cargando.
La primera oleada chocó contra el muro zusiano con la fuerza de una tormenta desatada. El impacto resonó como un trueno, y la tierra misma pareció temblar bajo el peso de miles de hombres en combate. Partesanas y corcescas se estrellaron contra los escudos y armaduras de los defensores. Los gritos de batalla se mezclaban con los alaridos de los heridos y el estruendo metálico de las armas chocando.
Los enemigos, superiores en número, comenzaron a presionar con fuerza. Varyn pudo ver cómo las líneas zusianas comenzaban a tensarse. Aunque sus hombres mantenían la posición, era evidente que la presión estaba haciendo mella en la formación.
—¡Ballesteros de élite, adelante! —gritó Varyn, alzando su alabarda hacia el frente.
De inmediato, las unidades de ballesteros avanzaron unos pasos, los infantes pesados que no estaban en formación colocaron sus escudos para crear una plataforma para que estos subieron y disparan para diezmar a los enemigos. Sus movimientos eran rápidos y precisos, el resultado de años de entrenamiento. Alzaron sus ballestas reforzadas, apuntaron hacia el frente y dispararon en perfecta sincronía. Una lluvia de virotes de acero salió disparada con un zumbido mortal, impactando a corta distancia contra la infantería pesada enemiga.
Los virotes atravesaron armaduras como si fueran de papel. Algunos hombres cayeron al instante, sus cuerpos perforados en múltiples puntos. Otros gritaban mientras caían al suelo, sujetándose desesperadamente las heridas que brotaban sangre como fuentes. La línea enemiga vaciló por un momento, pero solo por un momento. Los oficiales enemigos, gritando órdenes y agitando estandartes, empujaron a los rezagados hacia adelante, obligándolos a llenar los vacíos dejados por los caídos.
El cielo, mientras tanto, era un espectáculo dantesco. Las flechas y virotes volaban en tal cantidad que parecían nublar la luz del sol. Cada proyectil encontraba su objetivo o se clavaba en el suelo, tapizando el campo de batalla con millones de ellos. Las líneas traseras de ambos ejércitos disparaban sin cesar, generando un rugido constante de arcos tensados y ballestas liberando su carga mortal.
En medio del caos, las órdenes de Varyn eran claras. Sus portaestandartes, se aseguraban de llevar mensajes y asegurando que las formaciones se mantuvieran firmes. Cada hombre sabía que la supervivencia dependía de la cohesión, y cualquier brecha en la línea sería un desastre.
De repente, un nuevo rugido llenó el aire, diferente a los gritos y el estruendo de la batalla. Varyn giró su cabeza justo a tiempo para ver el destello de un disparo de cañón enemigo. La explosión fue ensordecedora. La esfera de hierro cruzó el campo con un zumbido terrible y se estrelló contra las filas zusianas, levantando un cráter en la tierra.
El impacto fue devastador. Docenas de hombres fueron despedazados al instante, sus cuerpos reducidos a una nube de carne y sangre. La explosión levantó una nube de tierra y barro que cubrió a los soldados cercanos, cegándolos y aturdiéndolos. Caballos cercanos al impacto relinchaban de terror, algunos cayendo al suelo con sus jinetes aplastados bajo su peso.
—¡Mantengan las líneas! ¡No retrocedan! —gritó Varyn, su voz cortando el caos como un cuchillo.
Sabía que cualquier muestra de debilidad sería fatal. Ordenó que las líneas de infantería pesada se dispersaran más, reduciendo el daño que los cañones enemigos podían causar. La artillería zusiana, mientras tanto, respondía con furia. Cada disparo enviaba proyectiles hacia el enemigo, causando devastación similar. Hombres y caballos eran lanzados al aire, y la tierra misma parecía protestar por la carnicería que se estaba llevando a cabo.
Varyn avanzó más hacia el frente, dejando que el polvo y el hedor a sangre llenaran sus pulmones. La alabarda descansaba en sus manos, lista para hundirse en el enemigo en el momento preciso. El caos de la batalla rugía como un océano desatado, y podía sentir cómo la tensión del combate resonaba en cada fibra de su ser. La vida y la muerte estaban en disputa con cada paso que daban sus hombres, y sabía que el destino de millones se decidiría en ese campo de muerte.
Todavía no era su momento. Aún no. Observaba a sus infantes pesados luchando con disciplina casi inhumana, sus alabardas cortando a través de carne y armadura mientras sus enormes escudos de torre absorbían los golpes del enemigo. El centro de su formación resistía, pero la presión aumentaba con cada segundo. Varyn sabía que si no tomaba el control de la situación pronto, la línea podría colapsar.
Entonces, con la claridad de un estratega curtido en mil batallas, tomó su decisión. Una táctica clásica, probada y efectiva: un rodeo en forma de "U". Si los flancos podían avanzar lo suficiente, podrían rodear al enemigo y aplastar su avance desde los costados.
Varyn giró hacia su segundo al mando, Aeler, el capitán de su guardia personal y su más leal comandante. Aeler era joven, pero su cabello escarlata, sus ojos morados intensos y las dos cicatrices que cruzaban su rostro le daban un aire de veterano curtido. Había demostrado su valía en incontables batallas, y Varyn confiaba en él como en ningún otro. Sin dudar, señaló el flanco derecho.
—Encárgate del flanco derecho, Aeler. Que avancen sin importar las bajas. Necesitamos romperlos y empujar desde ese lado. ¿Entendido?
Aeler asintió sin pronunciar palabra. Espoleó a su caballo, que salió disparado hacia la derecha, y comenzó a organizar a los hombres con la precisión de un relojero. Varyn no necesitaba mirar para saber que cumpliría su orden al pie de la letra.
Luego, Varyn giró hacia su izquierda, donde estaba su otro comandante de confianza. Era un hombre imponente, de complexión robusta y mirada acerada. Su nombre era Dareth, un veterano de cuarenta y tantos años cuya armadura negra y carmesí estaba marcada con las cicatrices de innumerables enfrentamientos. Su cabello era negro como la noche, con mechones grises que hablaban de su experiencia. Un tatuaje tribal adornaba el lado izquierdo de su rostro, un recuerdo de su origen como guerrero en las tierras del continente norte.
—Dareth, toma el flanco izquierdo. Haz lo mismo que Aeler. Avancen sin titubear. Yo me quedaré aquí, mantendré el centro estable. ¿Entendido?
Dareth le devolvió una mirada firme. No era un hombre de muchas palabras, pero asintió con respeto antes de girar su caballo y galopar hacia el flanco izquierdo, su voz resonando mientras daba órdenes a los oficiales bajo su mando.
Varyn volvió su atención al centro, donde la lucha era más encarnizada. El suelo estaba cubierto de cadáveres, algunos mutilados más allá del reconocimiento. La sangre formaba riachuelos que se mezclaban con el barro, y el aire estaba saturado con los gritos de los moribundos y el choque metálico de las armas. Los enemigos seguían empujando con todo lo que tenían, pero los legionarios no cedían ni un centímetro. Sus hombres, envueltos en armaduras negras con detalles carmesí, parecían espectros implacables en medio del caos. Cada movimiento era preciso, cada golpe mortal.
Entonces, llegó el momento crítico. El enemigo había detectado la debilidad aparente en el centro, un espacio calculado y controlado que Varyn había dejado deliberadamente. Los oficiales enemigos comenzaron a concentrar sus fuerzas en ese punto, creyendo que podrían romper la formación zusiana. Era justo lo que Varyn esperaba.
—¡Preparen el retroceso! —gritó, su voz como un trueno entre el rugido del combate. Sus oficiales se apresuraron a transmitir la orden, y las líneas comenzaron a retroceder de manera ordenada, fingiendo un repliegue. Los enemigos, creyendo que tenían la ventaja, cargaron con más fuerza.
Fue entonces cuando Varyn vio la señal en ambos flancos. Aeler y Dareth habían cumplido su parte. Los flancos zusianos comenzaron a avanzar para cerrar hacia adentro, envolviendo a las fuerzas enemigas en un abrazo mortal. La táctica de la "U" estaba funcionando, y el enemigo, atrapado entre tres frentes, comenzaba a perder su cohesión. Algunos soldados se revolvían con la furia de la desesperación, mientras que otros caían en un caos total, empujados y aplastados por sus propios compañeros en un intento vano de huir y reoganizarse.
Pero antes de que los flancos zusianos pudieran consolidar su avance, el eco profundo de una trompeta resonó desde las líneas enemigas. Varyn alzó la mirada con el ceño fruncido, el sonido era claro y cargado de intención. Los infantes pesados del enemigo redoblaron su esfuerzo, golpeando los escudos zusianos con sus armas en un intento desesperado de romper las líneas antes de que el cerco se cerrara por completo. A pesar de la presión creciente, Varyn mantuvo la calma, pero sus ojos se estrecharon cuando notó algo que hacía que su estómago se retorciera.
A lo lejos, en el horizonte, una gigantesca nube de polvo ascendía al cielo, desdibujando el paisaje y tiñéndolo de un marrón sucio. Varyn maldijo para sus adentros. No eran solo refuerzos. Eran jinetes pesados, las élites montadas de ambos ducados enemigos. Una fuerza devastadora que avanzaba directamente hacia los flancos zusianos, amenazando con aplastarlos desde los lados y romper su maniobra. Era un golpe calculado por el enemigo, un movimiento inteligente para contrarrestar la táctica de envolvimiento que Varyn había puesto en marcha.
Sin perder tiempo, giró a su caballo y llamó a un mensajero cercano, un joven soldado con un semblante pálido, casi tan tenso como el de las cuerdas de los arcos que se tensaban a su alrededor.
—¡Corre al centro! ¡Dile a Quentyn y Ottokar que necesito refuerzos en los flancos! ¡Que envíen a la caballería media y ligera para contener esa carga antes de que lleguen a nuestras líneas! ¡Date prisa, muchacho! —le gritó, y el mensajero salió disparado entre el caos.
Mientras daba la vuelta, evaluando la situación, la preocupación de Varyn crecía. No quería comprometer aún su caballería pesada, la cual estaba destinada para un golpe decisivo más adelante, pero sabía que necesitaría algo más que la infantería para frenar a esos jinetes antes de que se derramaran sobre sus líneas como un río desbordado.
Sin embargo, no fue necesario dar más órdenes. Tanto Quentyn como Ottokar ya habían anticipado el movimiento enemigo y estaban actuando. A su derecha, Quentyn, un hombre de rostro severo, con una larga barba y ojos de esmeraldas frías, lideraba a sus jinetes con alabarda en mano. Su grito resonó por encima del caos, y su caballería media, equipada con alabardas y escudos, comenzó a maniobrar en formación, preparando una línea de choque. Antes de lanzarse a la embestida, sus hombres desenvainaron arcos cortos y dispararon una lluvia de flechas hacia los jinetes pesados enemigos, buscando debilitar su carga antes del impacto.
A la izquierda, Ottokar, un guerrero corpulento que manejaba una maza enorme con la misma facilidad con la que otros sostendrían una espada, encabezaba a los jinetes ligeros. Con movimientos rápidos y precisos, sus hombres armados con lanzas largas y arcos acosaban a los jinetes enemigos desde los flancos, aprovechando su velocidad para atacar y retirarse antes de que los pesados pudieran responder. Las flechas se hundían en los resquicios de las armaduras, y los gritos de caballos heridos se mezclaban con los de los hombres derribados.
La estrategia conjunta de Quentyn y Ottokar comenzó a surtir efecto. La carga de los jinetes enemigos perdió fuerza mientras los zusianos les arrancaban ventaja con cada segundo que pasaba. Pero la lucha estaba lejos de terminar. Varyn vio cómo los jinetes pesados enemigos, aunque desorganizados, seguían avanzando con determinación. Sus caballos, grandes como toros, arremetían contra todo lo que se interpusiera en su camino. Algunos jinetes zusianos cayeron aplastados bajo los cascos, mientras otros fueron despedazados por las armas largas de los enemigos montados.
A pesar de las bajas, los legionarios respondieron con brutalidad. Los jinetes medios de Quentyn se lanzaron al choque directo, hundiendo sus alabardas en los costados de los caballos enemigos, haciendo que los animales cayeran al suelo, aplastando a sus propios jinetes. Los jinetes ligeros de Ottokar seguían hostigando, rodeando a los pesados como lobos alrededor de un oso herido. El campo de batalla se convirtió en un espectáculo grotesco de caos. Sangre, vísceras y miembros cercenados cubrían el terreno mientras los gritos de los moribundos resonaban en el aire cargado de polvo y pólvora.
Varyn no apartó la vista del combate ni un segundo. Su mente trabajaba a toda velocidad, analizando cada detalle, buscando cualquier oportunidad para explotar una debilidad. Aunque sus hombres estaban conteniendo la carga enemiga, sabía que esto era solo el principio. Si los enemigos lograban romper por cualquiera de los flancos, toda su formación estaría en peligro.
En ese momento, vio a Quentyn liderar personalmente un contraataque. Montado en su caballo, giraba su alabarda con maestría, cortando a través de jinetes enemigos como si fueran de papel. La sangre salpicaba su armadura, pero su rostro seguía imperturbable, concentrado en mantener la cohesión de sus hombres. Ottokar, por su parte, utilizaba su maza con una brutalidad devastadora, derribando tanto hombres como caballos con cada golpe. Su risa grave resonaba incluso por encima del estruendo, un sonido que escalofriaba a los enemigos cercanos.
Varyn apretó los dientes con tal fuerza que sintió el sabor metálico de la sangre en su lengua. Sus ojos recorrían el campo de batalla con una intensidad abrasadora, buscando cualquier señal de debilidad en el enemigo. Levantó su alabarda y señaló a los oficiales y soldados que permanecían a su lado, algunos cubiertos de sudor y polvo, otros empapados en sangre qué salía volando de las líneas principales.
—¡No somos hombres, no somos héroes! ¡Somos bestias hechas de carne y furia! —rugió, su voz rasgando el aire como un trueno—. ¡Esta tierra no nos recordará por nombres, sino por el hedor de la sangre que derramamos hoy! ¡Cada hombre frente a ustedes es carne para el matadero! ¡No retrocedan! ¡Quiero que el barro se tiña tan rojo que el enemigo lo sienta en su garganta cuando caigan! ¡Esta noche, bebo con hombres rojos, con monstruos que destrozaron imperios con sus manos! ¡Ahora, maten o mueran, no hay otra opción!
El rugido de su ejército fue ensordecedor, una marea de voces que resonaba como el estruendo de un millón de truenos. Los hombres, enardecidos, avanzaron como un único organismo, sus pasos resonando al unísono en el suelo empapado de sangre y vísceras.
Mas adelante, la lucha alcanzaba un nivel de brutalidad inconmensurable. Los jinetes enemigos, con sus armaduras resplandecientes y caballos colosales, chocaban contra las líneas de los flancos zusianos como un torrente imparable. Sin embargo, la infantería pesada no cedían terreno. Los jinetes medios, liderados por Quentyn, habían logrado abrir brechas en la formación enemiga con una precisión letal. Las alabardas penetraban las armaduras de los caballos y sus jinetes, dejando tras de sí un rastro de cuerpos desgarrados. Los jinetes ligeros, más ágiles, aprovechaban cada apertura creada por Quentyn y sus hombres, lanzando ataques rápidos que desgarraban los flancos de los jinetes pesados antes de retirarse con la velocidad de un rayo.
Los gritos de los heridos y moribundos eran ensordecedores. Caballos sin jinetes galopaban enloquecidos, aplastando tanto a aliados como a enemigos bajo sus cascos. La sangre salpicaba el aire como una lluvia carmesí, cubriendo a hombres y animales por igual. Un jinete zusiano, con el brazo colgando casi desprendido, aún tenía la fuerza suficiente para clavar su lanza en el cuello de un caballo enemigo antes de ser derribado por un hacha. Todo el campo de batalla era un caos de carne y acero.
Varyn observó cómo los flancos comenzaban a consolidarse, pero sabía que aún no era suficiente. Su mirada se dirigió hacia la retaguardia, donde Lucan, el general en jefe de las Legiones de Hierro, permanecía montado en su caballo blanco, observando el caos con una calma glacial. Lucan era un hombre cuya presencia llenaba el aire de un peso insoportable, como si el mismo campo de batalla se inclinara hacia él. Alzando su espada martillo de guerra, emitió una orden que resonó con claridad incluso a través del ruido ensordecedor de la batalla.
—¡Refuercen el flanco derecho con la segunda y cuarto oleada! ¡No permitan que los jinetes pesados ganen terreno! —gritó, con una voz tan fría como el filo de un cuchillo—. ¡A los arqueros, carguen con virotes incendiarios! ¡Quiero que el cielo arda antes de que el enemigo lo cruce! ¡Infantería pesada, preparen las alabardas! ¡Vamos a devolverles el peso de su carga!
El movimiento fue inmediato. Las líneas zusianas comenzaron a moverse con la precisión de una máquina bien aceitada. La segunda y cuarta oleada, compuestas por infantería pesada armada con alabardas y escudos, marcharon hacia el flanco derecho, reforzando la línea que comenzaba a ceder ante la presión de los jinetes enemigos. Desde las filas traseras, los arqueros encendían las flechas en fogatas improvisadas antes de dispararlos en un arco que parecía teñir el cielo de rojo. Los proyectiles llovieron sobre los jinetes enemigos, incendiando a hombres y caballos por igual. Los gritos de los condenados resonaban como un eco macabro en todo el campo.
En el centro, Varyn mantenía el equilibrio de las líneas. Su táctica de la "U" aún estaba funcionando, pero la presión enemiga era constante. Los infantes pesados zusianos empujaban con escudos de torre y alabardas, mientras los ballesteros avanzaban detrás de ellos, disparando a corta distancia para maximizar el impacto. Cada avance era una lucha cuerpo a cuerpo, una danza mortal donde cada golpe tenía que contar. Varyn vio cómo un grupo de infantes enemigos rompía temporalmente la línea y avanzaba, cortando a los hombres a su paso, pero antes de que pudieran hacer más daño, un contingente de Heraldos Negros, liderado por Dareth, cargó contra ellos con una ferocidad inhumana, destrozándolos por completo.
Mientras tanto, en el flanco izquierdo, Ottokar continuaba liderando su caballería ligera con tácticas golpear y huir. Sus hombres, expertos en movilidad, acosaban a los enemigos con una precisión mortal, apuntando a las juntas de las armaduras y a los caballos para desestabilizar la carga. Ottokar mismo, con su maza cubierta de sangre y trozos de carne, dirigía los ataques desde el frente, golpeando con una fuerza que hacía temblar a los enemigos cercanos.
Varyn observaba el caos desde su posición elevada, la mirada fija en el mar de cuerpos que chocaban entre sí como olas en medio de una tormenta. Las filas zusianas, aunque firmes, mostraban signos de desgaste. Por cada línea que se mantenía, otra era empujada al límite por la marea de enemigos. El hedor de la sangre y la carne quemada llenaba el aire, mezclándose con los gritos de agonía que resonaban como una sinfonía macabra. El suelo bajo los cascos de los caballos estaba tan empapado de sangre que el barro rojo parecía querer tragarlos a todos.
A lo lejos, una nueva columna de polvo se alzaba en el horizonte. Varyn apretó las riendas de su caballo y fijó la vista. Sabía lo que significaba. Darian Khoras, el general enemigo, estaba moviendo otra fuerza a la batalla. Darian era conocido por su mente estratégica despiadada y su capacidad para explotar cualquier debilidad con precisión quirúrgica. Las trompetas enemigas resonaron, largas y graves, y una nueva ola de infantería pesada comenzó a avanzar desde el flanco derecho enemigo, respaldada por caballería media y un contingente de caballería ligera.
—Ese maldito hijo de puta —murmuró Varyn entre dientes, su tono lleno de un odio frío. Señaló a un mensajero cercano—. Ve con Lucan. Dile que Darian está movilizando refuerzos hacia el flanco derecho. Necesito que se desplieguen más reservas. Ahora.
El mensajero partió al galope, y Varyn volvió su atención al frente. En los flancos, Aeler y Dareth estaban manteniendo sus posiciones, pero la presión era abrumadora. Las legiones de hierro de los zusianos habían logrado formar un muro de escudos en el centro, pero las fuerzas de Khoras lo estaban probando con cada ola de soldados frescos que lanzaban. La táctica era clara: desgastar a las tropas zusianas hasta romperlas.
Un cuerno enemigo resonó en el aire, y los jinetes ligeros comenzaron a lanzar una lluvia de flechas desde los flancos. Las flechas descendían como una nube negra, perforando a hombres y caballos por igual. Varyn levantó su la mano de su guantelete cubriendo sus ojos, sintiendo el impacto de varias flechas que se clavaron en el metal. Los gritos de sus hombres eran ensordecedores. Las líneas zusianas comenzaron a tambalearse mientras los proyectiles enemigos los castigaban sin piedad.
—¡Arqueros, disparen! ¡Apunten a los malditos jinetes! —rugió Varyn, señalando con su alabarda hacia el enemigo.
Los arqueros y ballesteros zusianos, bien entrenados, respondieron de inmediato, comenzando a disparar flechas y virotes con precisión mortal. Los jinetes enemigos enemigos cayeron de sus caballos en grupos, sus cuerpos desplomándose entre gritos ahogados. Sin embargo, por cada uno que caía, otro tomaba su lugar, y la presión no disminuía.
En el centro, Varyn vio algo que le heló la sangre. Los infantes pesados de Khoras, equipados con armaduras negras y corsecas largas, avanzaban en formación cerrada, protegiendo a un contingente de grandes carros con algún tipo de recipientes. Su objetivo era claro: romper el muro de escudos zusiano y dividir el centro del ejército. Si lo lograban, la batalla estaría perdida.
—¡Heraldos Negros, conmigo! —gritó Varyn, espoleando a su caballo hacia el frente.
Los Heraldos Negros, su élite personal, le siguieron sin dudar. Armados con alabardas y armas de elección, estos hombres eran la encarnación de la disciplina y la ferocidad. Cargaron contra la formación enemiga, chocando con la fuerza de una tormenta. Varyn lideraba el ataque, su alabarda cortando a través de las corsecas como si fueran de papel. Cada golpe era preciso, cada movimiento diseñado para causar el máximo daño. La sangre salpicaba su yelmo, pero no le importaba. Era un demonio entre hombres, y sus enemigos lo sabían.
A pesar de la ferocidad de la carga, el enemigo no cedía. Los soldados de Khoras eran disciplinados, y sus corsecas mantenían a los Heraldos Negros a raya. Varyn giró su alabarda, derribando a un hombre y atravesando el cuello de otro, pero sabía que no sería suficiente. Las filas enemigas eran demasiado profundas.
En ese momento, una nueva trompeta resonó desde la retaguardia zusiana. Varyn miró hacia atrás y vio a Lucan moviendo una unidad de caballería pesada hacia el frente. Los caballos, cubiertos de armaduras relucientes, avanzaban con una precisión implacable. Lucan había esperado el momento exacto para lanzar su golpe, y ahora lo hacía con toda la fuerza de un martillo cayendo sobre un yunque.
—¡Caballería pesada, rompan esa formación! —ordenó Lucan, su voz firme y llena de autoridad.
La carga de la caballería pesada zusiana fue devastadora. Los caballos arrollaron a los soldados enemigos, aplastándolos bajo sus cascos mientras las lanzas y martillos de guerra de los jinetes hacían pedazos la formación de corsecas. Los carros con los recipientes enemigos fueron abandonados en el caos, y la línea zusiana volvió a estabilizarse.
Pero Darian Khoras no se quedaba atrás. Desde su posición, el general enemigo desplegó una nueva fuerza de caballería ligera que flanqueó a la caballería zusiana, atacando sus puntos débiles. Era un movimiento calculado, diseñado para aprovechar la inercia de la carga zusiana y convertirla en una trampa.
Varyn observaba la extensión del campo de batalla con una mezcla de concentración implacable y agotamiento mental. A su alrededor, el rugido de millones de hombres luchando por cada aliento era ensordecedor. Sangre y sudor manchaban su rostro mientras su alabarda, pesada por el uso constante, goteaba con un oscuro rastro de muerte. Los cuerpos de hombres y bestias se amontonaban, formando montículos de carne que dificultaban los movimientos, pero la batalla continuaba, como si la misma tierra exigiera más sacrificios.
El hueco que había abierto en la formación enemiga con su carga inicial estaba comenzando a ser explotado. La infantería zusiana había rodeado a miles de soldados enemigos atrapados en el caos, cortándolos como si fueran trigo bajo la guadaña. A pesar de la ventaja táctica, Varyn sabía que este era solo un pequeño alivio en el inmenso enfrentamiento. Las tropas de Stirba y Zanzíbar eran un enemigo disciplinado y letal. Los generales que dirigían sus ejércitos no eran simples soldados con rango; eran estrategas experimentados y calculadores. Darian Khoras, con su mente infernalmente aguda, era el más peligroso, pero no el único.
Un cuerno resonó desde el flanco izquierdo del enemigo, un sonido profundo y grave que hizo eco a través del campo. Varyn giró la cabeza justo a tiempo para ver un movimiento coordinado. Una formación de infantería pesada de Stirba avanzaba con precisión quirúrgica, respaldada por proyectiles lanzados por los ballesteros enemigos. Sus escudos, entrelazados como una pared de hierro, repelían los ataques iniciales de los zusianos. Al frente, el, Mikal Von Hoss, el cuarto general de Stirba. Era un líder conocido por su frialdad en el combate y su capacidad para mantener la cohesión de sus tropas bajo cualquier circunstancia. Los hombres que lo seguían parecían imbatibles, sus movimientos sincronizados como si fueran una máquina de guerra perfectamente calibrada.
Desde el flanco derecho enemigo, una formación más flexible, compuesta de infantería ligera y jinetes medianos, comenzó a moverse. Lena Varys, la tercera general de Stirba, estaba al mando. Era famosa por su agilidad táctica y su habilidad para explotar cualquier debilidad en las líneas enemigas. Su estrategia era clara: hostigar los flancos zusianos, mantener la presión constante y forzar a Varyn a dividir sus fuerzas.
Varyn, sin perder un segundo, alzó la voz por encima del ruido del campo de batalla, llamando a un mensajero.
—Ve al centro. Informa a quien haya dejado Quentyn y Ottokar al mando que concentre a los arqueros y ballesteros. Quiero una lluvia incesante de proyectiles apuntando a los flancos enemigos. A los infantes ligeros, ordénales reforzar a los jinetes medianos y ligeros en el flanco derecho e izquierdo. Díganles que resistan, que no cedan ni un centímetro.
El mensajero partió al galope, y Varyn volvió su atención al frente. Sabía que Lena Varys no daría tregua. Su fuerza era ágil, y si no actuaban rápido, podría abrir un hueco crítico en las líneas zusianas. Giró su caballo y se dirigió hacia la retaguardia, donde las fuerzas de caballería pesada estaban formándose.
—¡Caballería pesada, prepárense para moverse! —ordenó, su voz firme y autoritaria—. Ayudaremos a estabilizar a los jinetes medios y ligeros, pero cuando entremos, quiero disciplina. Nada de cargas caóticas. Reformaremos las filas y consolidaremos el terreno. Este no es el momento de heroísmos; es el momento de aplastar.
Mientras daba órdenes, una nueva amenaza surgió desde el horizonte. Una columna de caballería pesada enemiga, liderada por Severin Gael, el décimo general de Stirba, estaba cargando directamente hacia el flanco derecho zusiano. Aunque Severin no era tan renombrado como Darian Khoras, su habilidad táctica en combate y su capacidad para inspirar sus tropas lo hacían una fuerza a tener en cuenta. Los jinetes bajo su mando llevaban lanzas de caballeria y escudos reforzados, y su carga amenazaba con romper las líneas zusianas como un martillo contra el vidrio.
—Maldita sea, no tienen fin —murmuró Varyn para sí mismo, mientras observaba la nueva amenaza. Su mente trabajaba rápidamente, calculando las posibilidades.
Desde la retaguardia zusiana, Lucan, el general en jefe de las legiones de hierro, ya estaba anticipando el movimiento. Con una calma casi sobrenatural, alzó su hacha de petos, señalando a una formación de infantería pesada cercana.
—Que las líneas del centro refuercen el flanco derecho. No permitiremos que esos bastardos atraviesen. Si mueren, que mueran manteniendo su posición.
Los hombres de Lucan obedecieron sin titubear, avanzando con un estruendo de metal mientras sus escudos chocaban en perfecta sincronía. Era una maniobra arriesgada, pero necesaria. Varyn sabía que Lucan era una mente estratégica brillante; incluso frente a la abrumadora presión enemiga, siempre encontraba formas de mantener la cohesión del ejército.
En el flanco izquierdo, la situación tampoco era mejor. Las fuerzas de Zanzíbar, lideradas por Halvard Wyn y Alric Fen, habían comenzado a hostigar a los ballesteros zusianos con una mezcla de jinetes ligeros y medios. Halvard era un estratega decente, pero era Alric quien destacaba. Aunque era solo el octavo general de Zanzíbar, su habilidad para ejecutar movimientos inesperados lo convertía en una amenaza que no podía ser ignorada.
Varyn tomó una decisión rápida. Espoleó a su caballo y se dirigió hacia el flanco izquierdo, donde los ballesteros zusianos estaban siendo superados. Gritó a sus Heraldos Negros para que lo siguieran.
—¡Conmigo, al flanco izquierdo! No permitiremos que esos bastardos nos rodeen. Vamos a aplastarlos y a mostrarles que este es nuestro campo de batalla.
La batalla seguía su curso como una tormenta incontrolable, una bestia voraz que devoraba todo a su paso. El suelo, convertido en un lodazal de sangre y vísceras, cedía bajo los pies de los soldados. Por cada hombre que caía, otros dos avanzaban, tambaleantes, con las armas en alto y los ojos desquiciados por la locura del combate. Los gritos de los moribundos, mezclados con el estruendo del acero chocando y las detonaciones de los cañones, formaban una sinfonía de muerte que parecía interminable. El aire mismo era pesado, cargado de hierro y azufre, de sudor y lágrimas. Respirar era un esfuerzo, un recordatorio constante de que estaban vivos... al menos por ahora.
Varyn cabalgaba entre el caos, su alabarda describiendo arcos letales a su paso. Su caballo avanzaba con fuerza brutal, aplastando cráneos y extremidades bajo sus cascos. Cada golpe de la alabarda arrancaba miembros, partía torsos, derramaba entrañas al suelo como si fueran el contenido de un costal roto. Los jinetes enemigos trataban de cerrarle el paso, pero Varyn era imparable, una fuerza de la naturaleza en medio de la carnicería. Sus movimientos eran precisos, casi mecánicos, como si cada corte estuviera calculado para maximizar el daño. No había lugar para la misericordia en el campo de batalla; solo había muerte.
Vio a Halvard Wyn a lo lejos, al mando de una formación enemiga que hostigaba a los arqueros zusianos. Halvard no era físicamente impresionante, pero fue un noble, asi que era mas que decente. Varyn apretó los dientes y espoleó a su caballo, dirigiéndose hacia él. A su paso, los enemigos caían, algunos cortados limpiamente por la mitad, otros desmembrados en grotescos montones de carne. Finalmente, alcanzó a Halvard. Con un amplio corte, su alabarda atravesó el cuerpo del general enemigo, partiéndolo en dos. La fuerza del golpe hizo que el cuerpo de Halvard saliera volando, dejando un rastro de sangre en el aire.
No tuvo tiempo para celebraciones. Antes de que pudiera avanzar hacia Alric Fen, otro general enemigo que coordinaba los ataques, un grupo de jinetes enemigos se interpuso entre ellos. Eran soldados disciplinados, dispuestos a dar su vida para proteger a su líder. Aunque Varyn logró cortar a varios en su camino, ese breve lapso de tiempo fue suficiente para que Alric escapara, desapareciendo entre las filas enemigas.
Mientras tanto, en otras partes del campo de batalla, la lucha continuaba con una brutalidad implacable. Los cañones, que habían permanecido en silencio durante horas, volvieron a rugir, sus proyectiles desgarrando líneas enteras de infantería. Cada disparo levantaba una nube de tierra, sangre y extremidades destrozadas, marcando el paisaje con cráteres de muerte. La infantería media, hasta ahora reservada, finalmente entró en combate, reemplazando a las agotadas líneas del frente. Con hachas de petos y escudos de cometa en alto, avanzaron sobre los cuerpos de sus compañeros caídos, escalando montañas de cadáveres para enfrentarse al enemigo.
El cielo seguía oscuro por la interminable lluvia de flechas. Proyectiles silbaban por todas partes, clavándose en hombres y caballos, atravesando escudos y armaduras como si fueran papel. Los ballesteros, posicionados en el centro, respondieron con una precisión mortal, sus virotes buscando las brechas en las defensas enemigas. Era una guerra de desgaste, una competencia para ver quién podía resistir más tiempo antes de colapsar.
Lucan, el general en jefe finalmente se unió al combate. Sus Osos Blancos avanzaron con él. Estos hombres eran una visión aterradora en el campo de batalla. Su entrada fue un golpe psicológico para el enemigo, pero incluso ellos enfrentaban dificultades ante la abrumadora superioridad numérica de Stirba y Zanzíbar. Lucan dirigía a sus hombres con una calma casi sobrenatural, dando órdenes precisas mientras su martillo de guerra y hacha destellaba en medio del caos, cortando cabezas y rompiendo escudos con una ferocidad que rivalizaba con la de Varyn.
Darian Khoras, demostró por qué era una amenaza tan grande. Sus tácticas eran impredecibles, como un río que cambiaba de curso sin previo aviso. Ordenó un ataque coordinado desde tres flancos, utilizando a Mikal Von Hoss y Lena Varys para mantener la presión en las líneas zusianas mientras él dirigía una fuerza de caballería pesada directamente contra el centro. La intención era clara: romper la formación zusiana y dividir sus fuerzas en pedazos manejables.
Varyn reaccionó rápidamente, enviando mensajeros para reorganizar las filas. La caballería pesada zusiana, que había estado esperando su momento, recibió la orden de moverse. Los imponentes caballos de guerra, cubiertos de armadura, cargaron contra la caballería de Khoras en un choque brutal que sacudió el campo de batalla. El sonido de acero contra acero, los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos se mezclaron en un clamor ensordecedor. Era una escena de caos absoluto, una masa de cuerpos enredados en una lucha a muerte.
El día avanzaba lentamente, y el sol, teñido de rojo por el polvo y el humo, comenzaba a ocultarse en el horizonte. Para cuando llegó el atardecer, el campo de batalla era un cementerio inmenso. Montañas de cadáveres se alzaban por todas partes, y el suelo, empapado de sangre, parecía temblar bajo el peso de la muerte.
La oscuridad envolvía el campo de batalla como un sudario, amortiguando los gemidos de los heridos y los gritos agonizantes de los que aún resistían. Ambos ejércitos, agotados más allá de lo imaginable, comenzaron a retroceder lentamente, tambaleándose hacia sus respectivas líneas. El suelo, cubierto de sangre y barro, estaba sembrado de cadáveres y armas rotas. Los hombres avanzaban a trompicones, arrastrando compañeros heridos, con las miradas vacías y las armaduras empapadas de sangre, suya o ajena.
Varyn desmontó con un esfuerzo casi sobrehumano, su alabarda aún goteando sangre. Sus músculos ardían y su mente estaba nublada por el cansancio, pero su mirada seguía fija en el horizonte. A lo lejos, podía distinguir a Darian Khoras, que aún se mantenía erguido en su caballo, coordinando la retirada de sus tropas con una calma inquietante. Ese hombre era un enigma, un enemigo digno, pero también una amenaza constante que no dejaba de apretar la soga alrededor del cuello de los zusianos.
La noche trajo consigo un respiro efímero, pero no paz. Los campamentos zusianos bullían de actividad mientras los heridos eran atendidos y los líderes discutían el siguiente movimiento. La tensión era palpable; nadie se engañaba pensando que el enemigo les daría mucho tiempo para recuperarse. Lucan, con su porte imponente y su voz grave, organizaba reuniones estratégicas, mientras Varyn y Quentyn analizaban los movimientos del día con expresión sombría. Sabían que la batalla aún estaba lejos de terminar.
El amanecer llegó con la misma brutalidad que el día anterior. La luz reveló el verdadero alcance de la devastación: el campo de batalla parecía un océano de cuerpos y ceniza. La sangre, seca en algunos lugares y aún fresca en otros, teñía el paisaje de un rojo apagado. El aire estaba saturado de un hedor que mezclaba la podredumbre de la muerte con el hierro de la sangre derramada.
La batalla reinició con un rugido atronador. Ambas fuerzas se lanzaron al combate con una furia renovada, como si la pausa nocturna hubiera avivado las llamas de su odio mutuo. Darian Khoras, con su mente calculadora, lanzó un ataque fulminante contra el flanco izquierdo zusiano. Varyn y Quentyn lucharon ferozmente para mantener la línea, pero el enemigo era abrumador. El flanco izquierdo comenzó a desmoronarse, y por un momento, pareció que todo el ejército zusiano podría caer.
Sin embargo, Lena Varys y Markus Derron, generales de Stirba, aprovecharon el caos para lanzar un contraataque devastador contra el flanco derecho zusiano. Su avance fue implacable, aplastando a la infantería y forzando a las tropas a retroceder. Los zusianos, atrapados entre dos frentes, luchaban con uñas y dientes por cada centímetro de terreno, pero la balanza parecía inclinarse en su contra.
Lucan, consciente de que la situación era crítica, el mismo junto a los Osos Blancos fue al flanco derecho para contener el avance de Lena y Markus, mientras él y Quentyn reorganizaban las líneas en el izquierdo. Lucan, como un huracán de acero y furia, cargó contra las fuerzas de Stirba con una intensidad que pocos podían igualar. En un enfrentamiento directo, casi logró matar a Lena Varys, quien apenas escapó con su vida. Markus Derron no tuvo tanta suerte; Lucan le cortó un brazo antes de que sus hombres lograran rescatarlo. La sangre del general manchaba el suelo, un recordatorio brutal de lo cerca que habían estado de la derrota.
A pesar de estos momentos de heroísmo, la batalla se estancó una vez más. Ambos ejércitos estaban exhaustos, incapaces de avanzar ni de retroceder. Los cadáveres formaban murallas improvisadas que dificultaban el movimiento, y las flechas seguían cayendo del cielo como una lluvia interminable. Cuando finalmente cayó la noche, las órdenes de retirada llegaron de ambos lados. Los hombres, exhaustos y cubiertos de heridas, regresaron a sus campamentos tambaleándose, conscientes de que el conflicto estaba lejos de terminar.
Mientras la noche caía sobre el campo de batalla, Lucan convocó a los generales, comandantes de legión y capitanes superiores a una reunión estratégica. La carpa central, iluminada por el tenue resplandor de antorchas y velas, estaba impregnada de un aire pesado, mezcla de cansancio y expectativa. El mapa del frente se extendía sobre la mesa principal, con marcas en carbón y sangre seca que representaban las posiciones enemigas y las líneas zusianas. Varyn, de pie junto a Quentyn, estudiaba cada trazo con atención, mientras Lucan, con su porte imponente, trazaba posibles rutas de avance con un cuchillo.
Los murmullos de la reunión cesaron abruptamente cuando un explorador entró apresuradamente, cubierto de polvo y sangre seca. Sus palabras hicieron eco en la carpa como un trueno: el ejército enemigo se estaba retirando, pero no como una unidad consolidada. Stirba avanzaba rápidamente hacia el noroeste, mientras Zanzíbar se replegaba hacia el norte, en dirección a sus tierras. Era una maniobra extraña, una división que parecía más una fractura que una estrategia coordinada. Las mentes de todos en la carpa trabajaban frenéticamente, buscando una explicación, hasta que un segundo mensajero irrumpió, jadeante y con una expresión de euforia contenida.
—¡Noticias de Eldraka, mi señor! Su gracia Iván... Iván ha ganado. El heredero del ducado ha derrotado al segundo ejército combinado de Stirba y Zanzíbar en el paso de Eldraka. Los ha hecho retroceder.
El impacto de la noticia fue inmediato. Durante un breve momento, el silencio reinó en la carpa, seguido por un estallido de murmullos y exclamaciones. Varyn sintió una oleada de alivio mezclada con admiración. Iván había logrado lo que muchos consideraban imposible: frenar a una fuerza enemiga superior en un terreno crucial. La victoria en Eldraka no solo significaba un respiro para Zusian, sino que también desestabilizaba la moral y la coordinación del enemigo.
Lucan, de pie en la cabecera de la mesa, comenzó a reír. Era una risa grave y profunda, llena de orgullo y satisfacción, como la de un abuelo que observa a su nieto superar todas las expectativas.
—Ese niño... —dijo Lucan, dejando escapar un suspiro entre risas—. Siempre supe que era algo especial. Muy bien, señores, no podemos desaprovechar esta oportunidad. Stirba y Zanzíbar están heridos, divididos y en retirada. Es el momento de contraatacar.
Lucan giró hacia Varyn y Quentyn, sus ojos brillando con determinación.
—General Varyn, general Quentyn, tomarán la mitad del ejército y perseguirán a esos dos ejércitos enemigos. No les den tiempo para reagruparse ni fortificarse. Recuperaremos nuestras ciudades y fortalezas una por una. Una vez aseguradas nuestras tierras, iremos tras los ducados de Stirba y Zanzíbar.
La sala estalló en movimiento. Los oficiales comenzaron a coordinar la movilización, mientras Varyn y Quentyn intercambiaban una mirada cargada de responsabilidad. La tarea era monumental, pero la victoria de Iván había encendido una chispa en todos ellos. Había esperanza, aunque la sangre aún estuviera fresca en sus armas y el cansancio pesara como una losa.
Afuera, bajo el cielo estrellado, el ejército de Zusian comenzaba a despertar de su letargo. Los hombres, agotados pero inspirados, comenzaron a preparar sus armas y provisiones. El sonido de los cascos de los caballos y el tintineo de las armaduras resonaban en el aire frío de la noche. Lucan observaba todo desde una colina cercana, su silueta recortada contra la luna llena. Su sonrisa era casi imperceptible, pero estaba ahí, cargada de una confianza inquebrantable.