Maximiliano Marsdale estaba furioso. No, furioso era una palabra insuficiente. Lo que sentía era un odio visceral, hirviente, capaz de consumir todo a su alrededor. La sala de estrategias era un desastre, completamente destrozada. Mapas rasgados, muebles hechos astillas, botellas de vino vacías esparcidas por el suelo. Su tienda de campaña no estaba en mejor estado. Se había pasado horas sumido en su rabia, arrojando lo que tenía a la mano, gritando, maldiciendo a cada alma maldita que había permitido que esto ocurriera.
Caelan Maenon estaba herido. El maldito heredero de Zanzíbar estaba al borde de la muerte. Todo por culpa de la arrogancia, la jodida arrogancia de ese bastardo, Iván Erenford. No solo había sobrevivido contra todo pronóstico, sino que había destruido sus planes con una brutalidad meticulosa. Maximiliano podía aceptar una derrota estratégica, pero esto... esto era una humillación.
Las cosas habían estado bajo control. Tenían la ventaja, la batalla casi ganada. Contaban con un ejército de 17,500,000 soldados de élite de los 24,500,000 originales. Iván, en cambio, había perdido millones de hombres; de los 11 millones con los que comenzó, apenas le quedaban 4 millones y medio. A un paso de la victoria, a un maldito paso de invadir las mejores minas de Karador, y ahora todo estaba en ruinas.
Maximiliano apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en su piel, pero el dolor apenas lo registró. Lo único que le mantenía en pie era la ira. Los oficiales de Stirba y Zanzíbar estaban casi exterminados. Los hijos de puta de Zusian ya se habían encargado de ellos antes de que él pudiera hacerlo con sus propias manos. Desde los comandantes que lideraban grupos de cien hombres hasta aquellos de los ejércitos de sangre real, todos habían caído o estaban demasiado debilitados como para ser útiles. La cadena de mando estaba en caos.
Un golpe seco en la entrada de su tienda lo sacó de su espiral de pensamientos. Un mensajero, pálido como un cadáver, entró y le entregó un informe. Maximiliano apenas lo leyó. No necesitaba ver los números para saber que la situación era desesperada.
Dieciocho legiones del duque venían en camino, junto a quince legiones de hierro. Un total de 14,340,000 legionarios, de los cuales 7,920,000 eran tropas de élite. Sumándolos a los legionarios restantes, tendrían 18,828,000 hombres listos para la batalla. Pero estaban agotados, desgastados por la lucha. Esto no era una batalla que podían ganar.
Maximiliano sentía cómo la frustración se acumulaba en su pecho como brasas ardiendo, quemándole desde dentro. Su respiración era pesada, su mandíbula apretada hasta rechinar los dientes. La furia lo ahogaba, su visión palpitaba con cada latido en sus sienes. Solo quería tomar su armadura, su alabarda y abrirse paso a través del campo de batalla, masacrando todo lo que se interpusiera en su camino hasta poder arrancarle la cabeza a ese maldito bastardo de Iván Erenford. Ni muerto el puto Lobo Sangriento dejaba de joderle la vida.
Golpeó con fuerza la mesa de madera maciza, astillando la superficie con un crujido seco. Respiró hondo, tratando de apaciguar el rugido de su rabia, pero no pudo contener el grito que emergió de su garganta.
—¡Tráiganme a Arkadi!
La orden resonó en la tienda, pero no iba dirigida a nadie en particular. Sus hombres se miraron entre sí, dudando, temerosos de su estado, pero nadie osó contradecirlo. En cuestión de minutos, la enorme silueta de Arkadi apareció en la entrada de la tienda.
El general de Stirba era una bestia de hombre. Alto, robusto, con músculos como vigas de hierro y una presencia imponente que hacía que hasta los guerreros más endurecidos se encogieran en su presencia. Su armadura carmesí, adornada con intrincados detalles dorados, brillaba bajo la luz de las antorchas, dándole la apariencia de una estatua viviente esculpida en sangre y oro. Las hombreras anchas, la pechera reforzada con gruesas placas de acero decoradas con leones y espadas, y el peso de su presencia lo hacían parecer imparable, una fuerza de la naturaleza encarnada en un hombre.
Su cabello rubio caía en gruesas trenzas sobre su armadura, un recordatorio de su herencia norvadiana, de la brutalidad de su linaje. Un guerrero nacido en la sangre y forjado en la guerra. Maximiliano lo observó y sintió un escalofrío de furia mezclado con arrepentimiento. Nunca debió haberlo relegado del mando. Nunca debió haberlo castigado por aquella primera derrota. De haber confiado en él, la cabeza de Iván Erenford ya estaría clavada en una pica y su ejército desangrado sobre las montañas de Karador. En cambio, ahora se encontraba en esta situación, con la victoria escapándosele de entre los dedos como arena.
—¿Me llamaste? —preguntó Arkadi con su voz profunda, un tono grave y seco, sin emoción, sin deferencia.
Maximiliano inhaló con dificultad, conteniéndose para no rugir de rabia.
—Nunca debí quitarte del mando —admitió con la voz tensa, casi un gruñido—. Ese hijo de puta de Taruk Arzakh me falló. Lo peor es que ni siquiera era uno de los nuestros, sino de esos perros inútiles de Zanzíbar.
Hizo una pausa, como si las palabras le quemaran la lengua, pero cuando volvió a hablar su tono estaba cargado de pura determinación.
—Mañana tomarás el mando de este puto ejército. Matarás a Iván. No quiero que masacres a su ejército, no todavía. Yo mismo voy a matar a ese bastardo con mis propias manos. Pero quiero masacrar a esos malditos hijos de puta, después tenemos que tomar el máximo de minas en esta maldita parte, quiero que aseguremos los fuertes antes de que lleguen los refuerzos de Zusian. No me importa si tenemos que azotar a los hombres para que avancen, no me importa si tenemos que dejarlos sin comida, sin descanso. ¡Tenemos que hacerlo, Arkadi! ¿Me entiendes? ¡Te lo ordeno!
El silencio que siguió fue denso como la sangre coagulada en el campo de batalla. Arkadi no respondió de inmediato. En su rostro se dibujó una sonrisa feroz, casi animal. Una sonrisa que no reflejaba alegría ni obediencia, sino puro instinto asesino.
Eso era lo que Maximiliano necesitaba. No necesitaba políticos, no necesitaba estrategas temerosos ni generales llenos de dudas. No necesitaba viejos inútiles. Necesitaba a su bestia.
El terror de los norvadianos.
Maximiliano observó a Arkadi con la mirada fija, como si estuviera contemplando un arma afilada, una espada capaz de decapitar a un dios. Arkadi no era un simple soldado, no era un simple general. Era la encarnación de la guerra misma, un monstruo tallado en la brutalidad de Norvadia, ese continente maldito donde la vida no valía más que el filo de una cuchilla, donde la muerte acechaba tras cada montaña nevada, tras cada sombra proyectada por una fogata.
Norvadia no era como las tierras civilizadas del sur. Allí no había honor, no había reglas, no había treguas. Solo existía la supervivencia del más fuerte, y Arkadi había demostrado ser el más fuerte de todos. Su madre, una mujer stirbiana de antigua sangre noble, había sido violada por un asaltante norvadiano, un guerrero sin nombre, un demonio sin rostro que había sembrado en su vientre la semilla de la monstruosidad. La mujer lo había criado con odio, no con amor. No lo vio como su hijo, sino como una bestia a la que debía moldear, una criatura a la que debía endurecer hasta que la misma muerte se negara a reclamarlo.
No conoció caricias, solo golpes. No conoció palabras de consuelo, solo órdenes. Lo entrenó como si fuera un animal de guerra, lo alimentó con miseria, lo bañó en sangre. Y Arkadi aprendió. Aprendió que la compasión era debilidad. Aprendió que el dolor no significaba nada. Aprendió que si quería vivir, debía ser más fuerte, más cruel, más despiadado que los monstruos que lo rodeaban.
Cuando apenas había dejado de ser un niño, se unió a una hueste de sangre. No por elección, sino porque no había otra opción. Si se quedaba, su madre lo mataría. Si huía, el mundo lo devoraría. Así que eligió la única senda posible: la guerra. Allí, en medio del caos, en medio de la matanza, encontró su propósito. No era un simple soldado. No era un simple guerrero. Era un depredador. Y como todo depredador, ascendió en la cadena alimenticia con una rapidez aterradora.
Uno a uno, fue ascendiendo, superando a cientos de promesas que estaban por encima de él. No le importaban los rangos, no le importaban los años de experiencia, no le importaban los títulos. Si un hombre se interponía en su camino, lo destrozaba. Algunos eran generales curtidos, estrategas astutos, veteranos con décadas de batalla a sus espaldas. No importaba. Arkadi los despedazó con la misma facilidad con la que un lobo desgarra la garganta de un ciervo herido.
El rumor de su brutalidad se esparció como una plaga. Las tropas enemigas susurraban su nombre con miedo. Los soldados que tenían la desgracia de cruzarse en su camino eran totalmente masacrados. Y así, con cada cadáver que dejaba atrás, se convirtió en la mejor arma del Ducado de Stirba.
Era un demonio en el campo de batalla. Un ser sin piedad, sin remordimientos. Su "La Bestia Roja".
Maximiliano lo sabía.
Y ahora, lo necesitaba más que nunca.
Respiró hondo, tratando de calmar la furia que todavía ardía en su pecho. Caminó hasta la mesa destrozada y apartó con un manotazo las astillas y los pergaminos rasgados. Tomó dos copas que aún no estaban rotas y sirvió vino en ambas.
El líquido carmesí se vertió con un sonido suave, casi pacífico, una ironía absoluta en medio de la tormenta de caos que los rodeaba. Le tendió una copa a Arkadi sin decir una palabra.
El gigante la tomó, sus ojos fríos como el acero observando el rostro de su señor.
Maximiliano levantó la suya en un gesto casi solemne.
—Mañana, Arkadi… —dijo con voz baja, controlada, pero cargada de una amenaza latente—. Quiero que le demuestres al mundo por qué te temen.
Arkadi sonrió, y en esa sonrisa no había humanidad. Solo hambre.
A la mañana siguiente, el despertar de Maximiliano fue una maraña de confusión y pesadez. No recordaba en qué momento el sueño lo había vencido, si es que realmente había dormido. Su cabeza latía con un dolor sordo, su garganta estaba seca y su cuerpo entumecido. El aire dentro de su tienda apestaba a vino derramado, a sudor y a frustración.
Se incorporó lentamente, gruñendo como una bestia herida. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de botellas vacías, pergaminos arrugados y restos de comida que nadie se había molestado en retirar. No tuvo que dar la orden en voz alta. Apenas se puso de pie, los sirvientes que aguardaban fuera de la tienda entraron apresurados, limpiando el desastre sin hacer preguntas. Sabían que cualquier comentario o mirada fuera de lugar podía costarles la vida.
—Preparen mi armadura —fue lo único que dijo con voz rasposa, mientras pasaba una mano por su rostro, tratando de disipar la sensación de letargo.
No tuvo que esperar mucho. En cuestión de minutos, le llevaron su armadura, una imponente armadura de placas forjadas en la mejor fundición de Stirba. Negra como la noche, con detalles carmesíes que parecían trazos de sangre aún fresca. Cada pieza encajaba con perfección milimétrica, reforzada con capas de acero endurecido para resistir el golpe de cualquier arma. Las hombreras, anchas y decoradas con relieves de garras afiladas, daban la impresión de que llevaba sobre sus hombros a un depredador listo para saltar. En el pecho, grabado con precisión macabra, se hallaba el emblema del Ducado de Stirba: un león negro coronado, rugiendo sobre un campo de rojo sangre. Un símbolo de dominio, de ferocidad, de poder absoluto.
Uno de sus sirvientes se apresuró a sujetar las correas mientras otro encajaba las grebas sobre sus piernas. La armadura era pesada, pero Maximiliano estaba acostumbrado. La había usado tantas veces en el fragor de la batalla que su cuerpo la llevaba como una segunda piel. Cuando finalmente estuvo completamente cubierto por el acero negro y rojo, extendió una mano y esperó.
Le entregaron su alabarda.
La tomó con firmeza, sintiendo el equilibrio perfecto en su empuñadura. No era un arma común, no era un arma de ornamento. Era un instrumento de muerte, un arma de guerra diseñada para partir hombres en dos. El asta, de madera reforzada con bandas de acero ennegrecido, era lo suficientemente larga para mantener a raya a cualquier enemigo. La hoja, afilada hasta el extremo, brillaba con un destello carmesí bajo la luz del amanecer. Su filo no era liso, sino serrado en la parte inferior, diseñado para destrozar carne y desgarrar hueso en cada golpe. En el extremo opuesto, una punta de lanza emergía afilada, permitiéndole atravesar armaduras con facilidad.
Maximiliano giró la alabarda en su mano, probando su peso con movimientos lentos y calculados. Había arrebatado miles de vidas con esa arma. No tenía dudas de que arrebataría miles más.
Inspiró hondo, sintiendo cómo la ira y la sed de sangre se entrelazaban en su interior.
Hoy sería un día de matanza.
Al salir de su tienda, Maximiliano vio lo que quedaba de su ejército. El aire de la mañana estaba cargado de la humedad de la sangre y el humo de las hogueras que aún ardían. Su campamento, a pesar de la disciplina férrea de sus hombres, llevaba la marca de la desesperación y la fatiga. Pero si había algo que aún se mantenía firme, inquebrantable como una fortaleza de hierro, era su guardia personal: los Jurados de Sangre Real.
Quinientos mil hombres. No simples soldados, sino élites entrenadas hasta la perfección, endurecidos por incontables batallas, leales hasta el fanatismo, con la devoción absoluta de quienes sabían que servir a Maximiliano Marsdale era un destino más grande que sus propias vidas. Cada uno de ellos estaba cubierto con armaduras negras y carmesíes, sin insignias ni adornos superfluos, solo la marca de sus cicatrices y la mirada gélida de asesinos que no conocían el miedo.
Al frente de ellos, imponente y tan inmóvil como una estatua de guerra, estaba Kaelric Vardros.
Vestía su pesada armadura rojo metálico, creando destellos que parecían advertencias silenciosas: cualquier idiota que lo subestimara no viviría lo suficiente para arrepentirse. Su apodo, "El Monstruo de Hierro", no era una exageración. Había nacido del terror absoluto que inspiraba en la batalla.
Y sin embargo, Maximiliano los veía a todos y solo sentía desprecio. Inútiles. Todos unos malditos inútiles. ¿Qué importaba si eran la mejor guardia del mundo? ¿Si Kaelric era un genio táctico y un guerrero formidable? No habían ganado. No habían destrozado a Iván Erenford. No le habían dado la victoria que él exigía.
Ignoró sus miradas y su respeto silencioso, y levantó una mano.
—Traigan mi caballo.
No tuvo que repetirlo. En menos de un minuto, un semental castaño rojizo fue llevado hasta él, resoplando con fuerza, con los músculos marcados bajo su grueso pelaje. Una bestia de guerra, criada en los establos de stirba, resistente, veloz, feroz. Sobre su lomo descansaba una barda carmesí con detalles en oro negro, pesadas placas diseñadas para proteger al animal sin sacrificar su movilidad. Este no era un caballo cualquiera. Era una máquina de batalla, una criatura hecha para cargar directo al infierno sin miedo.
Justo cuando Maximiliano se disponía a montarlo, la voz de Kaelric rompió el silencio.
—Su gracia —su tono era firme, pero no insolente—, sigo siendo su general personal, así que debo recomendar que desista de esta locura y dirija desde la retaguardia.
El aire pareció volverse denso.
Maximiliano giró la cabeza lentamente, su mirada carmesí encendida con una ira abrasadora, una furia que parecía capaz de prender fuego al mismo aire. Su rostro se tensó aún más al fijar sus ojos en Kaelric, quien se mantuvo firme, sin moverse, sin desviar la vista. Pero en lo profundo de su mirada, había un leve brillo de tensión. No miedo, porque Kaelric no era un hombre que conociera el miedo en el sentido común de la palabra. Pero sí la conciencia de que estaba parado frente a un volcán al borde de la erupción.
Maximiliano apenas movió los labios cuando habló.
—Cállate.
Su voz fue baja, pero tenía el filo de una cuchilla desenvainada. Un simple murmullo que contenía más amenaza que un grito.
El silencio se hizo espeso entre los dos hombres. Nadie se movió, ni siquiera los soldados de su guardia. Todos conocían el temperamento de su señor y sabían que había líneas que no debían cruzarse. Kaelric, sin embargo, permaneció inmutable, aunque un músculo en su mandíbula se tensó. Maximiliano vio ese mínimo gesto y su ira se encendió aún más.
Giro su caballo y lo espoleó hacia su general, su pesada armadura negra y roja resonando con cada paso. El emblema del león coronado del Ducado de Stirba brillaba bajo la tenue luz de la mañana, su silueta grabada en oro negro sobre el campo sanguíneo del pecho de la armadura. El metal estaba pulido, sin una sola mancha de óxido o imperfección. Cada placa estaba reforzada para resistir el golpe de una alabarda o el filo de una gran espada. Los guanteletes estaban decorados con relieves de garras, como si fueran extensiones de las manos de un depredador. Y la capa negra con bordes escarlata ondeaba ligeramente con su avance.
Cuando estuvo a centímetros de Kaelric, lo miró de arriba abajo como si fuera un insecto al que estaba considerando aplastar.
—¿Desde la retaguardia? —su voz era gélida, desprovista de emoción.
Kaelric no respondió.
—¿Quieres que me siente en una carpa mientras esos bastardos de Zusian marchan sobre mis hombres? ¿Que vea desde lejos mientras Iván Erenford sigue respirando cuando debería estar muerto? —Su tono se tornó más áspero, más cargado de rabia contenida—. ¿Crees que no sé lo que significa perder esta guerra? ¿Crees que no entiendo lo que está en juego?
Kaelric permaneció en silencio, pero su postura era tensa. Maximiliano podía ver en sus ojos que no estaba intimidado. Era una de las pocas personas que aún se atrevía a hablarle con franqueza, pero eso no significaba que su osadía no le resultara irritante.
—Si fueras más inteligente, Kaelric, entenderías que yo no puedo darme el lujo de esconderme detrás de mis hombres. No puedo mostrar debilidad. No ahora. No cuando los perros de Zanzíbar y Stirba ya dudan de mi liderazgo después de la derrota de el dia anterior.
Hizo una pausa, acercándose aún más, su aliento caliente chocando contra el rostro de su general.
—Yo soy Maximiliano Marsdale, Duque de Stirba, tu duque —su voz era un gruñido—. Y no seré un maldito cobarde.
Kaelric entrecerró los ojos, pero finalmente inclinó la cabeza con rigidez, reconociendo que insistir en su argumento sería inútil.
Maximiliano sonrió con desprecio y se giró, caminando de vuelta hacia su montura.
—¡Formen filas! —rugió, y su voz resonó por todo el campamento como un trueno—. ¡Nos movemos al amanecer!
Los soldados comenzaron a moverse de inmediato. Los capitanes gritaban órdenes, los hombres se preparaban, las armas se afilaban y se ajustaban armaduras. El aire se llenó del sonido de metales chocando, botas marchando sobre la tierra húmeda y el murmullo de voces organizando la salida.
Maximiliano giro su caballo y tomó su alabarda que le fue entregada por un sirviente. La observó por un momento. La hoja era un acero oscuro, casi negro, con filigranas escarlata en el filo, diseñadas no solo para adornar, sino para hacer que la sangre fluyera con mayor facilidad. El asta era larga, reforzada con bandas de hierro, pesada en las manos de un hombre común, pero para él, era la extensión de su propio cuerpo.
Empuñó el arma con fuerza y la alzó ligeramente.
—Esta guerra aún no ha terminado —murmuró para sí mismo, con los ojos encendidos de odio.
La mañana aún no se despejaba por completo cuando las líneas enemigas comenzaron a moverse. La neblina baja serpenteaba sobre el suelo de roca y tierra seca, impregnada del hedor a sangre, sudor y miedo reprimido. Bajo el paso marcial de millones de botas, el polvo se levantaba en un manto sofocante, mientras los estandartes ondeaban con la pesadez de la muerte anunciada. Desde su posición, Maximiliano observó con una mirada de acero la danza macabra que se desplegaba ante él.
Su formación era una muralla de carne, acero y disciplina. En la primera línea, los Ejércitos de Sangre Real se mantenían firmes, un muro de escudos y placas carmesíes. Millones de hombres alineados en bloques, compactos como una bestia de múltiples cabezas, sosteniendo sus corcescas alzadas, afiladas como colmillos hambrientos. La luz del alba reflejaba en el metal bañado en aceite y sangre seca, y tras ellos, los ballesteros esperaban en tensión, los dedos crispados en los mecanismos de disparo. Más atrás, los arqueros en hileras, las cuerdas preparadas para ser tensadas con un susurro letal. Cada hombre sabía lo que se avecinaba. No habría piedad.
Y luego estaba la caballería pesada. Un mar de bestias de guerra envueltas en armaduras de placas negras y doradas, sus jinetes como sombras de acero viviente. Lanzas de madera negra con puntas de acero forjado, algunas aún con restos de carne y sangre seca de batallas pasadas. Entre ellos, la caballería de Zanzíbar, menos imponente pero igual de letal. Maximiliano los despreciaba. No entendían la guerra como él. No eran arte. Eran brutalidad sin pulir. Pero servirían para lo que eran buenos: números masivos con filo.
Más atrás, los rezagados, la infantería ligera y media, tropas que no le importaban. Tropas que servirían como distracción cuando la batalla se torciera. Maximiliano no había diseñado una estrategia elaborada, porque no la necesitaba. No hubo consejos con los generales. Solo órdenes. Solo sangre. La victoria vendría con el sacrificio de miles, con las pilas de cuerpos elevándose como monumentos a su implacable voluntad.
El enemigo desplegado en la distancia reveló sus intenciones con claridad insultante. Caballería pesada al frente, separada en bloques, avanzando en una línea casi perfecta. Lo típico. La arrogancia de los Erenford los hacía creer que una carga frontal bastaría para aplastar cualquier defensa.
Pero entonces, algo cambió.
Un solo cuerno sonó desde el otro lado del campo de batalla. Y la caballería enemiga no cargó en masa.
Solo un bloque de caballería pesada avanzó primero, acompañado por infantería pesada y ligera. A paso firme, pero sin la ferocidad ciega de una carga suicida.
Maximiliano entrecerró los ojos. ¿Era una provocación? ¿Una burla? ¿Un intento patético de tantear sus defensas? No. Era algo más.
Poco a poco, otros bloques comenzaron a moverse. Primero uno, luego otro. No un asalto conjunto, sino una carga en sucesión.
Lo entendió en el momento en que sus propios soldados intentaron reaccionar.
Los primeros en moverse cayeron.
No por flechas, ni lanzas, ni golpes de acero. Sino por la sinergia de los choques.
La carga escalonada era una táctica peligrosa, un arte que solo los más disciplinados dominaban. En lugar de una carga masiva y simultánea, los bloques atacaban en oleadas precisas. El primero impactaba, rompía líneas, abría grietas. Antes de que los defensores pudieran reorganizarse, el siguiente bloque ya estaba sobre ellos. Y luego otro. Y otro. Y otro.
Era como un martillo contra un muro de cristal. Un golpe, una fisura. Otro golpe, la grieta se ensancha. Otro más, el muro cede. Y el siguiente lo hace estallar.
El primer choque fue brutal. El estruendo del impacto resonó como un trueno contenido en carne y acero. Los escudos se hundieron, las lanzas se partieron en astillas ensangrentadas. Los hombres gritaban, algunos ahogados por su propia sangre, otros entre alaridos de furia animal. Cuerpos volaban despedidos por la inercia, el sonido de huesos rompiéndose se mezclaba con el chapoteo de las entrañas siendo abiertas.
Las corcescas de la infantería de Maximiliano se hundieron en la carne de los caballos y jinetes, empalando a hombres y bestias por igual. Pero eso no bastó. Los siguientes bloques ya estaban encima. Los defensores apenas tuvieron tiempo de extraer sus armas de los cadáveres antes de verse aplastados por la siguiente oleada.
Un jinete enemigo, con la armadura aún reluciente, atravesó las líneas con un tajo limpio, partiendo en dos la cabeza de un soldado. El siguiente impacto le hizo perder el equilibrio, y otro de los hombres de Maximiliano lo derribó con una corseca que le perforó la garganta. Pero antes de que pudiera celebrar su victoria, un martillo aplastó su cráneo con todo y yelmo, y su sangre caliente y negra cayó sobre el lodo mezclado con sesos y vísceras.
La batalla se convirtió en un infierno de acero y gritos. Los arqueros disparaban en ráfagas desesperadas, los virotes de las ballestas se clavaban en carne y metal, atravesando armaduras con la fuerza de la muerte misma. Los cuerpos caían en montones, los caballos heridos chillaban como demonios condenados mientras se revolcaban en su propia sangre, aplastando con sus patadas los cráneos de los caídos.
Arkadi, la Bestia de Stirba, rugió una orden y la caballería pesada de Maximiliano contraatacó. No con el ímpetu suicida de los Erenford, sino con la disciplina de una máquina de guerra forjada en el odio y la sangre. Sus lanzas eran más largas, sus caballos más grandes. El impacto fue devastador.
Los enemigos fueron empalados como muñecos de trapo, las armaduras crujieron, los cuerpos explotaron en una lluvia de sangre y vísceras. Pero no fue suficiente. Los zusianos no cedieron. No retrocedieron. No colapsaron. En su lugar, se adaptaron. Pequeñas unidades de infantería ligera se infiltraron entre las brechas, portando partesanas y arcos compuestos, mortales en combate coiticos. Derribaron a los jinetes con precisión quirúrgica, cortando las cinchas de las sillas de montar, rebanando y perforando las gargantas de los caballos, convirtiendo el suelo en un infierno de carne destrozada y sangre hirviente. Arkadi en lugar de seguir su avance retuvo toda la linea y trato de limpiar las vanguardias enemigas, cabalgando lateralmente.
Maximiliano apretó los dientes. No era un enfrentamiento cualquiera. No era una masacre sencilla. Esto... esto era guerra en su forma más pura. Caos. Dolor. Gloria. Un juego de inteligencia, donde la fuerza bruta no bastaba. Si no hacía algo rápido, sus líneas colapsarían.
Pero él no perdería.
No importaba cuántas batallas hubiera perdido. No importaba la desventaja. No importaba cuántos hombres hubieran caído.
Aún no había terminado.
La caballería enemiga seguía desgarrando las filas con el peso aplastante de sus bestias de guerra. Los infantes pesados intentaron reaccionar, levantar sus corcescas y escudos, pero aquellos que lo hicieron demasiado rápido tropezaron por la fuerza de la carga, las filas estaban hechas un desastre.
Los gritos de hombres siendo atravesados, pisoteados y despedazados comenzaron a llenar el aire.
Los ballesteros y arqueros dispararon en un intento desesperado por frenar el avance, pero cada vez que eliminaban a un jinete, otros ya estaban sobre ellos, obligándolos a retroceder. La infantería pesada y ligera se protegía, la pesada con sus grandes escudos de torre y la ligera con sus escudos circulares. La infantería pesada de Zusian hacía estragos con sus alabardas, impidiendo que se cerraran las brechas. La infantería ligera seguía metiéndose en las brechas, sus partesanas apuñalando a cualquier soldado que estuviera cerca. Los que no entraban a las brechas usaban sus arcos compuestos y seguían acribillando a los soldados.
Maximiliano vio cómo sus primeras líneas eran empujadas hacia atrás, no por cobardía, sino porque no podían hacer otra cosa.
La carne se abrió como si hubiera sido rasgada por garras de bestias mitológicas, la sangre brotó en un chorro caliente que salpicó las caras de los guerreros cercanos. Hombres volaron por los aires, despedazados por la fuerza del impacto de los arietes de guerra, mientras los aceros afilados segaban vidas con una frialdad mecánica. El sonido del metal perforando carne se entremezcló con el crujido de huesos quebrándose bajo los cascos de los caballos y el estruendo de los estandartes al viento, teñidos de rojo por la masacre en curso. Los gritos de agonía y súplicas por una muerte rápida se elevaban sobre el estruendo del combate, mientras el hedor acre de la sangre, el sudor y la mierda empapaba el aire, sofocando incluso a los más curtidos en batalla.
Pero ni siquiera la carnicería más atroz detuvo la carga escalonada de los zusianos. Porque por cada fila que caía, por cada jinete que era derribado, otro bloque ya estaba en marcha, renovando la ofensiva con una determinación suicida. Las lanzas se astillaban en los pechos de los caballos, los escudos se rompían como cáscaras de huevo ante los golpes despiadados de las alabardas, y las espadas se hundían profundamente en carne viva, desgarrando músculos y vísceras con facilidad. La batalla se convirtió en un infierno vivo, un lodazal de sangre y cuerpos desmembrados en el que no había escape ni piedad. Pero si había una desventaja para el enemigo, ellos tenían pocas tropas y cuando mandaran a todas sus fuerzas a esa lucha de resistencia, ellos se quebrarían primero.
Maximiliano observaba la carnicería desde su caballo, con los ojos destellando una mezcla de furia y éxtasis. Los estandartes ondeaban con dificultad bajo el viento impregnado de sangre, la bruma de la mañana ahora reemplazada por una espesa nube de polvo y el hedor de la muerte. Su risa resonaba entre el estruendo del combate, una carcajada que no ocultaba la excitación que sentía al ver cómo sus enemigos finalmente demostraban ser algo más que locos testaduros. La carga escalonada había funcionado, pero había creado una brecha en la estrategia zusiana. Y en esa brecha, él tenía la oportunidad de clavar sus garras.
Arkadi ya estaba sumergido en el combate, y con él, la élite de Stirba. La Bestia Roja no era un hombre, sino un azote de guerra, una entidad de pura violencia. Con cada oscilación de su maza, hombres eran despedazados, lanzados por los aires como muñecos de trapo con sus torsos colapsados, sus huesos pulverizados, sus vísceras derramándose en torrentes calientes sobre la tierra ennegrecida por la sangre. La caballería pesada y media zusiana, a pesar de su pericia, estaba sintiendo la diferencia entre soldados de élite y meros guerreros experimentados. Maximiliano vio a Arkadi derribar a un jinete de un solo golpe, la maza incrustándose en la armadura como si fuera de papel, aplastando al hombre dentro antes de que el cadáver ya inerte tocara el suelo. Y no se detenía, no podía detenerse. Se movía como un demonio, una tormenta de acero y muerte que no podía ser contenida.
Pero entonces llegó el contraataque.
Los flancos estallaron en un caos inesperado cuando los comandantes zusianos entraron en acción. El pelirrojo norvadiano Ulfric y el legendario Ladislao en el flanco derecho, Otón y Aldric en el izquierdo. Eran nombres malditos, nombres que arrastraban consigo la reputación de ser exterminadores de ejércitos enteros. La presencia de Ulfric en el campo de batalla era como la de un dios de la guerra encarnado. Su hacha de guerra que brutalizaba a todo enemigo con cada golpe, arrancando miembros, cercenando cráneos, partiendo cuerpos por la mitad con una fuerza bruta que parecía inhumana. A su lado, Ladislao era la perfecta combinación de técnica y brutalidad, su alabarda danzando en un huracán letal que dejaba tras de sí un rastro de cadáveres mutilados. Dondequiera que sus armas caían, la sangre brotaba como fuentes descontroladas, salpicando el suelo, empapando las armaduras, volviendo resbaladiza la tierra hasta el punto de que los soldados perdían el equilibrio, solo para ser rematados de inmediato por el siguiente golpe despiadado.
En el flanco izquierdo, la historia era similar. Otón "El Martillo del Oso Blanco" no portaba un arma, portaba un juicio divino hecho acero. Su martillo de guerra era un monstruo de metal que podía reducir a polvo cualquier cosa que tocara. Con cada oscilación, un escudo era partido, una armadura se hundía dentro del pecho de su portador, un cuerpo era lanzado a varios metros de distancia con huesos quebrados de formas grotescas. A su lado, Aldric, con su hacha dentada, partía carne y hueso con una ferocidad sádica, destrozando a los hombres de Stirba con una precisión metódica, como un carnicero en su matadero. No era un guerrero frenético, era un asesino calculador, alguien que conocía la anatomía de la guerra y sabía exactamente cómo hacer sufrir a sus enemigos antes de que murieran.
Maximiliano chasqueó la lengua, disgustado, pero no sorprendido. Estos no eran soldados comunes, casi todos eran héroes de Zusian. Y estaban causando estragos en su formación. Necesitaba una respuesta inmediata, o los flancos colapsarían. No podía permitirse perder los bordes de su formación, porque si eso ocurría, su centro quedaría expuesto, y una ofensiva así podría quebrarlo todo.
Taruk Arzakh "El Coloso Dorado" y Darien Vareth recibirían la orden de intervenir. Maximiliano no confiaba del todo en ellos, pero en este momento, eran sus mejores opciones. Taruk era un monstruo en batalla, un titán que superaba en estatura incluso a los más grandes de sus tropas. Con su armadura dorada y su martillo masivo, era un espectáculo imponente, una muralla de carne y acero que aplastaba cualquier cosa a su paso. Darien, en cambio, era más táctico, un espadachín cuyo filo había cortado la vida de cientos en su carrera, un maestro del duelo que podía convertir la precisión en una forma de aniquilación silenciosa.
Sus órdenes eran claras: si los flancos colapsaban, la línea entera caería. Maximiliano lo entendía. Arkadi lo entendía. Pero la guerra no era solo una cuestión de habilidad, era un juego de desgaste. Y aunque Zusian tenía sus elites en el campo, seguían siendo una minoría. Sus tropas regulares, aunque disciplinadas, estaba siendo triturada poco a poco por la maquinaria bélica de Stirba y Zanzíbar.
Aun así el campo de batalla se estaba convirtiendo en un océano de cuerpos mutilados, un infierno de hombres moribundos gimiendo en charcos de sangre, de guerreros gritando con furia mientras desgarraban la carne de sus enemigos con dientes y uñas si sus armas se les escapaban de las manos. Los estandartes caían, las cabezas rodaban, los miembros cercenados eran pisoteados y reducidos a pulpa bajo los pasos de soldados que ya no distinguían si lo que pisaban era barro o restos humanos. Era una batalla lenta, sin un final claro, solo una vorágine de violencia que continuaba expandiéndose como una herida abierta que jamás dejaría de sangrar.
El estruendo de la batalla rugía como una tormenta descontrolada, un maremoto de muerte y destrucción que engullía todo a su paso. Los cadáveres cubrían la tierra como una alfombra grotesca de carne destrozada, el fango que se genero con la poca tierra del rocoso suelo se empapo en sangre, los gritos de los moribundos ahogados entre el choque de acero y el crujido de huesos quebrándose. La muerte estaba en todas partes, impregnando el aire con su hedor putrefacto, con su frío toque gélido, con su insaciable apetito que no distinguía entre rey y peón. Y Maximiliano lo disfrutaba.
Su sonrisa se ensanchó al ver el patético intento de Iván por forzar un enfrentamiento directo. Una buena técnica tentándolo desde el medio que en apariencias estaba muy debilitado, ahí seria su duelo, el mocoso solo protegido por su escuálida guardia de menos de diez mil legionarios de las sombras, sus armaduras negras adornadas con filigranas doradas brillaban bajo el cielo encapotado, creando una imagen imponente, pero insuficiente. Y aún así, el muchacho tenía agallas. Bajo una lluvia interminable de flechas y virotes, mantenía su posición, permitiendo que su ejército abriera un camino hacia él. La trampa era clara, pero Maximiliano no era un hombre que rehuía a un desafío. Si ese niño quería un enfrentamiento directo, se lo daría. Haría que se arrepintiera de haber nacido.
Su mano se alzó con un movimiento decidido, y al instante, sus quinientos mil Jurados de Sangre Real rugieron en respuesta. No eran meros soldados, eran un ejército de asesinos forjados en la guerra, endurecidos por el sufrimiento, moldeados en el crisol de la brutalidad. No conocían el miedo. No conocían la piedad. Sólo conocían la orden de su amo y la euforia del combate. A su lado, inamovible y con una expresión de hierro, estaba Kaelric Vardros.
Maximiliano bajó la mano.
La carga comenzó.
Fue una embestida, un muro de destrucción que devoró todo a su paso. Las alabardas de los Jurados de Sangre Real se alzaron y descendieron con una sincronización letal, desgarrando armaduras, abriendo vientres, partiendo cráneos como si fueran cáscaras de nuez. Los soldados enemigos apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de ser reducidos a montones de carne despedazada, sus cuerpos aplastados bajo la imparable marea de guerreros fanáticos. Se escuchaban los gritos de los que eran desmembrados, los lamentos de aquellos que, aún con las tripas colgando fuera de sus cuerpos, intentaban arrastrarse lejos del infierno que se cernía sobre ellos. No había esperanza. No había escapatoria. Era una masacre, una danza de sangre y sufrimiento que no tenía fin.
Al frente de la carnicería, Kaelric se movía como un demonio. Su espada ancha cortaba con una precisión despiadada, cercenando extremidades, partiendo cuerpos en dos, derribando jinetes junto con sus monturas en un solo tajo. Un hombre trató de enfrentarlo, un veterano con una alabarda adornada con insignias de alto rango. No importó. Kaelric desvió el golpe con facilidad, giró sobre sus talones y con un único movimiento le rebanó la cabeza. La sangre brotó como una fuente, salpicando a los combatientes cercanos, y el cuerpo sin cabeza cayó pesadamente al suelo. La cabeza rodó unos metros antes de detenerse junto a los pies de otro legionario de Zusian, quien, paralizado por el horror, apenas tuvo tiempo de levantar su arma antes de que Kaelric le atravesara el pecho con su espada.
A pesar de la masacre, los legionarios mantenían la formación. Eran guerreros disciplinados, entrenados para soportar el caos de la batalla, para resistir incluso cuando la muerte los rodeaba por todas partes. Además un comandante avanzaba al frente, un comandante vestido de negro cuya alabarda se movía con una fluidez que desmentía su brutalidad. Con cada golpe, un enemigo caía hecho pedazos. Un Jurado de Sangre trató de bloquear su ataque, pero la hoja de la alabarda le destrozó el pecho, partiendo las costillas, perforando los pulmones y dejando un agujero sanguinolento donde antes estuvo su torso. El guerrero cayó de rodillas, la sangre brotando de su boca en espesas burbujas, y con un gruñido de puro desprecio, el comandante de los legionarios lo remató con un golpe descendente que lo partió desde el cuello hasta el abdomen.
El enfrentamiento se convirtió en un infierno. Los Jurados de Sangre Real chocaron contra los legionarios de las sombras en una tormenta de acero y muerte. Las alabardas aliadas se encontraban con las alabardas enemigas, los escudos eran aplastados, las armaduras se convertían en trampas mortales cuando los filos enemigos encontraban las grietas en el metal. Un legionario recibió un golpe directo en el rostro con una maza, su cabeza explotó en una nube de sangre y fragmentos de cráneo, su cuerpo aún tambaleándose unos segundos antes de caer de espaldas. Otro intentó girarse para escapar, pero un Jurado lo alcanzó y le abrió la espalda de un tajo, haciendo que sus órganos se derramaran como un río caliente sobre el suelo.
Los arqueros y ballesteros zusianos trataban de cubrir al ejercito, lanzando oleadas de proyectiles en un intento desesperado de frenar la marea de muerte que se les venía encima. Pero Maximiliano ya había previsto eso. Sus tropas que no peleaban alzaron los escudos, formaron una barrera impenetrable y continuaron su avance sin detenerse. Las flechas rebotaban contra el acero, los virotes apenas lograban arañar sus armaduras, y aquellos que intentaban flanquearlos eran recibidos por una muerte rápida y despiadada.
Desde su posición, Maximiliano observaba con calma, su sonrisa ahora más afilada, más cruel. Iván había querido jugar con fuego, y ahora se quemaría. No importaba cuántas estrategias intentara, cuántas trampas preparara, cuántos hombres sacrificara. El peso de su ejército de élite, la maquinaria imparable de la guerra que había construido, era simplemente demasiado para ser contenida.
El estruendo del combate era ensordecedor, una sinfonía de muerte y destrucción que llenaba el aire con el eco del acero chocando, los gritos de los moribundos y el rugido de los guerreros lanzándose a la masacre. La tierra estaba empapada en sangre, cada paso resbaladizo con los restos de los caídos, un lodazal de carne destrozada y fluidos viscosos que ya no pertenecían a nadie. No había piedad, no había honor. Solo una matanza incesante, un caos primigenio donde el fuerte devoraba al débil y la vida se reducía a un instante fugaz antes de ser apagada sin ceremonia. Maximiliano no podía pedir un espectáculo más grandioso.
Su sonrisa cruel se ensanchó bajo el yelmo cuando vio al guerrero que acababa de decapitar a dos de sus preciados Jurados de Sangre. La armadura ornamentada, el lobo dorado de los Erenford grabado en el pecho, el porte orgulloso incluso en medio del infierno de la batalla. No había duda, ese malnacido era Iván Erenford, el heredero de Zusian, el hijo de Kenneth el Lobo Sangriento. Su yelmo ocultaba su rostro, pero no importaba. Su muerte sería un mensaje, un golpe a la moral enemiga que desmoronaría sus esperanzas. Maximiliano espoleó su caballo, la alabarda alzada y lista para el golpe definitivo.
El choque fue brutal. Sus caballos galoparon a toda velocidad, levantando fango y sangre con cada golpe de casco. El acero relampagueó en el aire cuando las alabardas se encontraron en un duelo feroz, los filos rechinando contra el otro en una danza mortal. Iván bloqueó el primer tajo con un giro de muñeca preciso, desviando la fuerza del golpe y lanzando un contraataque con una rapidez sorprendente. Maximiliano apenas tuvo tiempo de inclinarse para evitar que la hoja le arrancara la cabeza, sintiendo el filo rozar el metal de su yelmo con un chillido agudo.
Se separaron por un instante, girando sus monturas en un círculo de muerte, evaluándose mutuamente. Iván cargó de nuevo, su alabarda girando con una velocidad impresionante, una tormenta de acero que buscaba la carne de Maximiliano con una precisión letal. Golpe, tajo, estocada, cada movimiento era calculado, cada ataque tenía la intención de matar. Pero Maximiliano no era un guerrero común. Era un veterano de mil batallas, un depredador curtido en la sangre de los caídos.
Con una finta engañosa, dejó que Iván creyera que tenía la ventaja, bajando levemente su guardia. El heredero mordió el anzuelo y atacó con un golpe descendente, buscando partirlo en dos. En el último segundo, Maximiliano giró su caballo bruscamente, inclinándose con una agilidad inesperada para un hombre de su tamaño, y con un movimiento feroz su alabarda trazó un arco perfecto. Su alabarda sintió la resistencia ceder cuando el filo atravesó la cota de malla y el gorjal del heredero. La sangre brotó en un chorro caliente cuando la cabeza de Iván salió disparada de su cuerpo, rodando entre los cadáveres que ya cubrían la tierra. Por un instante, todo pareció detenerse.
Los soldados zusianos quedaron congelados en su lugar, sus rostros palideciendo al ver la cabeza de su heredero reposar en el lodo. Era como si el mundo entero se hubiera contenido la respiración. El hijo de Kenneth, el futuro de Zusian, acababa de caer.
Maximiliano sonrió con crueldad bajo su yelmo, saboreando la victoria. Pero algo no cuadraba.
Un rugido de rabia, más fuerte que cualquier otro en el campo de batalla, lo hizo girar la cabeza. Un legionario de las sombras se quitó el yelmo con brusquedad y levantó la voz con una fuerza que resonó por todo el campo de batalla.
—¿Es así como pelean las orgullosas legiones de hierro? ¿Es así como las tan orgullosas y prestigiosas legiones del Duque responden ante la muerte de su líder? ¡Patético! Si el simple rumor de mi muerte es suficiente para quebrar su voluntad, entonces no merecen llamarse soldados.
Los corazones de los zusianos se detuvieron. Porque no era un legionario cualquiera. Era él.
Iván Erenford estaba ahí, de pie entre los cuerpos destrozados, la sangre cubriendo su armadura ennegrecida por el lodo y la batalla. Pero estaba vivo. Su cabello rubio platinado, empapado en sudor y sangre, brillaba bajo el cielo gris. Su piel pálida contrastaba con las sombras que lo rodeaban, y sus ojos… sus ojos eran lo peor.
Esos ojos no eran los de Kenneth, no eran los de un conquistador que ardía con el fuego de la ambición. No. Eran fríos. Gélidos. Vacíos. Como un par de zafiros que reflejaban un abismo insondable. Eran ojos que no veían un campo de batalla, sino un tablero de ajedrez donde cada vida no era más que una pieza prescindible. Eran ojos que no pertenecían a un humano. Y por primera vez en su vida, Maximiliano sintió miedo.
El muchacho alzó su alabarda, su voz ahora transformada en un rugido de pura furia.
—¡Tomen sus armas y sigan atacando! ¡Yo sigo vivo! ¡Y no habrá piedad! ¡No habrá retirada! ¡No habrá muerte que no sea la de esos malditos hijos de puta de Stirba y Zanzíbar! ¡Si uno de ustedes se atreve a caer antes de que hayamos acabado con cada bastardo enemigo, lo mataré yo mismo! ¡Este no es el fin! ¡Este es solo el principio de su masacre! ¡Luchen, cabrones! ¡Luchen como si el infierno mismo ardiera bajo sus pies, porque así será si fallan! ¡Aplastemos a estos bastardos y bañemos nuestra tierra con su sangre!
El rugido de los legionarios fue ensordecedor. Un alarido de pura furia, de puro odio, de pura sed de venganza. Se lanzaron hacia adelante con una rabia ciega, con una brutalidad que Maximiliano jamás había visto antes. No era una simple carga. Era una explosión de violencia primitiva.
Maximiliano espoleó su caballo, tratando de alcanzar al mocoso antes de que la marea de soldados lo separara de él, pero dos legionarios de las sombras se interpusieron en su camino, sus alabardas alzadas y listas para matarlo en el acto. Antes de que pudiera gritar órdenes o exigir un duelo, sus propios Jurados de Sangre se lanzaron al combate, convirtiendo la zona en un pandemónium de sangre y muerte.
Los gritos eran infernales. Un Jurado de Sangre recibió un tajo en el abdomen, sus intestinos derramándose sobre el lodo antes de que una segunda estocada le atravesara la garganta y lo dejara retorciéndose en agonía. Un legionario de las sombras le rebanó la pierna a un enemigo con un solo golpe, dejándolo caer de rodillas antes de abrirle el cráneo con un brutal descenso de su arma. En otra parte, un jurado de sangre fue derribado de su montura, solo para ser rodeado y destrozado a golpes, su cuerpo convertido en una masa irreconocible de carne triturada.
El campo de batalla era cada vez mas un océano de cadáveres, un infierno en la tierra donde el barro, la sangre y los cuerpos desmembrados se mezclaban en una horrenda amalgama de muerte. El hedor de la carne pudriéndose y las entrañas abiertas impregnaba el aire, denso y sofocante. Ya no había distinción entre el suelo y los cuerpos, pues la tierra misma parecía compuesta de carne despedazada, de torsos abiertos, de miembros arrancados que yacían en montones.
Maximiliano no sentía nada, no tenía tiempo de pensar en nada que no fuera seguir avanzando, seguir matando. Su alabarda chorreaba sangre espesa, con trozos de carne aún pegados a la hoja curva. Cada movimiento de su brazo dejaba un rastro de muerte, cabezas rodando por el fango, pechos abiertos de par en par, extremidades cercenadas que caían inertes entre el barro empapado de rojo. Los gritos eran un coro macabro de dolor y desesperación, los hombres se aferraban a la vida con una furia primitiva, luchaban hasta el último aliento, hasta que sus cuerpos no podían sostenerse más.
Los legionarios eran brutales contra las tropas de Stirba y Zanzíbar. A pesar de ser un ejército de élite, con hombres endurecidos por el combate, se encontraron con algo que ni siquiera ellos habían visto antes. Los legionarios no solo peleaban con una técnica implacable, con una precisión letal, sino con una furia que iba más allá de la razón, un salvajismo puro que los hacía imparables. No retrocedían, no vacilaban, incluso cuando sus cuerpos estaban destrozados, incluso cuando sus entrañas colgaban de heridas abiertas, seguían luchando hasta que la última gota de sangre abandonaba sus cuerpos.
Los Jurados de Sangre Real, guerreros forjados en los conflictos más brutales, se vieron envueltos en un combate donde su destreza se ponía a prueba en cada instante. Un Jurado de Sangre se batía contra tres legionarios de las sombras al mismo tiempo, su alabarda un borrón de movimiento mientras desviaba ataques y respondía con cortes precisos. Logró abrir el cuello de uno, la sangre salpicando su rostro en un chorro caliente. El segundo legionario le hundió una daga en las costillas, pero el Jurado no se detuvo, con un grito rabioso desenfundo y hundió su espada en la boca del tercero, rompiéndole el cráneo. Pero su victoria fue efímera, pues el legionario herido aún tenía suficiente fuerza para abrirle el abdomen de un solo tajo, dejando sus intestinos colgando mientras caía de rodillas, con los ojos abiertos en una mueca de incredulidad.
Las flechas seguían cayendo como una tormenta letal, el silbido de los proyectiles perforando el estruendo del combate. Cada disparo encontraba carne, clavándose en cuellos, atravesando ojos, perforando corazones sin piedad. Un arquero de Stirba intentó recargar su arco, pero una flecha le perforó la mano y otra le atravesó la boca antes de que pudiera gritar. Se desplomó de espaldas, sus piernas aún pateando convulsivamente mientras la vida se apagaba en sus ojos desorbitados.
Los caballos relinchaban con desesperación, algunos con las entrañas abiertas, sus jinetes muertos sobre sus lomos o arrojados al lodo, donde eran aplastados bajo las herraduras. Un corcel sin jinete corrió ciego por el campo de batalla, arrastrando los restos de un soldado que aún se aferraba a las riendas aunque solo la mitad superior de su cuerpo quedaba intacta.
En medio de la matanza, Iván Erenford avanzaba como un espectro de muerte, su armadura ennegrecida por la sangre, sus ojos helados y sin emoción. Con cada tajo de su alabarda, un hombre caía, con cada movimiento, una vida se extinguía. Un soldado de Zanzíbar intentó atacarlo por la espalda, pero Iván giró con una precisión imposible, la hoja de su alabarda abriéndose paso por la clavícula del enemigo y saliendo por el otro lado en una lluvia de sangre. El cuerpo tembló un instante antes de desplomarse, sus entrañas derramándose en el fango.
Maximiliano lo vio, y por primera vez sintió algo desconocido: una punzada de duda.
Los hombres de Zusian, encendidos por la brutalidad de su heredero, peleaban con un frenesí que ni siquiera las tropas de Stirba y Zanzíbar podían igualar. La batalla, que en un principio parecía estar inclinándose a favor del ejército de élite, ahora se había convertido en una carnicería donde cada facción sufría bajas inimaginables. Nadie daba un paso atrás, nadie pedía piedad. Solo existía la muerte y el odio.
El suelo temblaba con el impacto de miles de cuerpos chocando, con el retumbar de los cascos de los caballos, con el estruendo de los estandartes cayendo al fango. Los colores de Stirba y Zanzíbar ondeaban aún, pero cada vez había menos hombres para defenderlos. Maximiliano evaluaba la situación en cuestión de segundos, su mente forjada en mil batallas calculando cada posibilidad. Lo que vio no le gustó. Los flancos estaban colapsando.
Los comandantes de Iván habían logrado perforar las líneas con una ofensiva devastadora. La muralla de escudos de los soldados de élite de Stirba y Zanzíbar se quebraba bajo la embestida brutal de los jinetes pesados y los comandantes enemigos, cada uno luchando como si estuviera poseído por un frenesí inhumano. Sin embargo, algo llamó la atención de Maximiliano. Uno de los comandantes del flanco izquierdo había roto la formación y avanzaba a través del caos. Lo mismo sucedía en el derecho.
El pelirrojo norvadiano, con su inmensa hacha a dos manos, se abría paso como una tormenta carmesí, cada golpe desmembrando hombres, cada tajo cortando extremidades y cabezas como si fueran hojas secas en el viento. Su armadura estaba bañada en sangre, su cabello empapado en la carnicería. Por otro lado, Aldric, con su hacha dentada despedazaba con fuerza imparable, perforando corazones, atravesando gargantas, sin detenerse, sin dudar. Su fuerza y precisión lo convertían en un torbellino de muerte, avanzando con una velocidad imposible de frenar.
Maximiliano escupió al suelo y llamó a uno de sus generales más letales.
—Kaeldric, tráeme la cabeza de Iván.
Kaeldric asintió en silencio. Sin más, cargó hacia el heredero de Zusian, su arma brillando con la sangre de sus víctimas. Iván estaba en medio de la matanza, con su alabarda sesgando vidas a cada giro. Dos Jurados de Sangre Real intentaron atacarlo al mismo tiempo, pero el heredero de Zusian se movió con precisión quirúrgica. La hoja de su arma se hundió en la garganta de uno, atravesándolo por completo, y con la fuerza del giro, el otro fue decapitado en un solo movimiento.
Kaeldric estaba a segundos de lanzar su golpe, su espada descendiendo como un martillo de juicio… pero no llegó a su objetivo. Un destello de acero interceptó el tajo con violencia, sacudiendo el aire con un estruendo metálico.
El comandante de los legionarios de las sombras había bloqueado el ataque. Su alabarda vibró por el impacto, pero no titubeó. Los ojos de Kaeldric se encontraron con los suyos y entendió al instante que tenía enfrente a un verdadero monstruo de guerra. Sin pronunciar palabra, ambos guerreros se lanzaron el uno contra el otro.
Kaeldric blandió su espada con fuerza brutal, cada golpe destinado a partir en dos a su enemigo, pero el comandante de los legionarios no era un rival común. Esquivaba con precisión inhumana, moviéndose con una velocidad que parecía imposible para alguien con su armadura. No solo bloqueaba, sino que contraatacaba con una ferocidad demoledora. La alabarda giraba en sus manos como una extensión de su propio cuerpo, cortando el aire con cada movimiento.
Kaeldric retrocedió por primera vez en años. Un corte de la alabarda le rozó el peto, dejando una herida superficial pero ardiente. Rugió con furia y lanzó un golpe descendente, buscando partir el cráneo de su oponente, pero su enemigo desvió la espada con un giro calculado y respondió con un tajo horizontal dirigido a la garganta de Kaeldric. Por poco logró esquivarlo, pero el filo le dejó un surco en la mejilla.
La batalla entre ellos se había convertido en un duelo donde cada movimiento podía significar la muerte. Ni uno de los dos cedía, sus armas chocaban con violencia, cada impacto resonando en la masacre que los rodeaba. Mientras tanto, Maximiliano tomó del cuello a un mensajero ensangrentado que pasaba corriendo cerca.
—Ve por Arkadi. Dile que deje de jugar con los arqueros y se encargue de los comandantes enemigos.
El mensajero, con los ojos abiertos por el miedo, asintió rápidamente antes de desaparecer entre la locura del campo de batalla.
Maximiliano dirigió su mirada al frente. A lo lejos, vio cómo Arkadi, su carnicero, se movía con la brutalidad de un animal desatado, junto a una gran parte de la caballería pesada de los ejércitos de sangre real. Había roto una fila entera de legionarios, y ahora estaba masacrando a los arqueros y ballesteros zusianos, cortándolos en pedazos como si fueran simple ganado. Cada golpe de su monstruosa maza era un grito de agonía, cada movimiento suyo una tormenta de sangre y muerte. Las flechas se clavaban en su armadura, rebotaban en su yelmo, pero Arkadi no se detenía, avanzando sin piedad como una bestia de guerra que se alimentaba de la desesperación del enemigo.
Maximiliano apretó la mandíbula y espoleó a su semental rojizo. No había más tiempo que perder. Su objetivo estaba claro: Iván. A su señal, su guardia personal lo siguió, formando una cuña mortal mientras cargaban con una violencia que partía el campo de batalla en dos. Las tropas zusianas intentaron frenar la embestida, pero eran como ramas frágiles ante un alud. Los legionarios de las sombras y algunos jinetes de élite de las legiones de hierro se lanzaron al choque, interponiéndose en el camino para proteger a Iván, pero Maximiliano aún tenía la ventaja numérica.
Iván no corrió como un cobarde. No titubeó. Sin una palabra, espoleó su caballo y se lanzó hacia su enemigo, su alabarda brillando con la sangre de aquellos que ya habían caído bajo su filo. Maximiliano gruñó con furia y apretó el mango de su arma.
El choque fue brutal.
Las alabardas cortaban el aire, los filos buscaban carne, el sonido del metal chocando hacía eco entre los gritos de los moribundos. Sus caballos relinchaban furiosos, giraban en círculos, las pezuñas aplastaban cadáveres y charcos de sangre fresca. Maximiliano atacó primero, lanzando un tajo descendente con una velocidad imposible para alguien de su tamaño, buscando partir a Iván desde el hombro hasta el pecho. Iván bloqueó el golpe con el asta de su propia alabarda, el impacto sacudiendo sus brazos, pero no tenía tiempo para respirar. Maximiliano giró la empuñadura y golpeó con la culata, buscando romperle los dientes. Iván inclinó la cabeza en el último segundo y contraatacó con un corte ascendente dirigido al vientre de su enemigo.
Maximiliano se apartó y su alabarda interceptó el ataque con un violento chasquido. Su caballo giró, su cuerpo se inclinó, y con un rugido de furia, volvió a atacar con una fuerza devastadora. Iván bloqueó, pero cada impacto lo hacía retroceder, cada golpe lo empujaba más y más hacia la desesperación. Maximiliano lo estaba dominando, lo estaba abrumando. Y lo sabía.
—¿En serio? —espetó Maximiliano entre golpes, su voz burbujeante de burla y desprecio—. Eres un puto dolor de huevos, Erneford. Una molestia patética, igual que ese padre tuyo.
Iván no respondió. Mantuvo su concentración, bloqueando, esquivando, buscando su oportunidad. Pero Maximiliano no se lo permitiría.
—Mírate —continuó, su voz goteando veneno—. No eres más que una copia barata de tu padre. Él sí era un guerrero. Él sí era un general. Tú, en cambio… bah, ni siquiera vales su sombra.
El rostro de Iván permanecía impasible, pero su agarre se tensó, su respiración se volvió más pesada.
Maximiliano sonrió. Había encontrado una grieta.
—Venga, dime, ¿qué idiota se lanza como un cerdo al matadero mientras…?
Iván rugió y atacó con furia ciega, lanzando una estocada salvaje que Maximiliano apenas logró desviar. El heredero de Zusian había caído en la trampa. Ahora peleaba con rabia, no con estrategia. Su postura se había vuelto menos disciplinada, sus movimientos más agresivos pero descuidados. Maximiliano lo había visto demasiadas veces antes: soldados de élite, grandes guerreros, hundidos por el peso de su propio orgullo y su necesidad de demostrar su valía.
Maximiliano sonrió de nuevo, burlón, y giró su alabarda con un floreo letal.
—Eso es, niño. Muéstrame lo inútil que eres.
Las alabardas chocaban con un estruendo ensordecedor, una lluvia de chispas saltaba cada vez que el metal se encontraba en el aire, cada impacto vibraba a través de los huesos de los combatientes. El combate entre Iván y Maximiliano no era solo una lucha de fuerza y habilidad, sino una batalla de voluntades, una guerra de orgullo y rencor que se remontaba a generaciones atrás. Los caballos relinchaban, sus patas resbalaban en el suelo empapado de sangre y vísceras, cadáveres mutilados quedaban aplastados bajo sus cascos. Alrededor de ellos, la batalla seguía rugiendo, pero en ese momento, todo lo demás se desvanecía. Solo quedaban ellos dos, solo quedaba el deseo de ver al otro caer.
Maximiliano giró su alabarda con una destreza casi insultante, cada tajo era preciso, calculado para quebrar la defensa de Iván, para desarmarlo, para humillarlo antes de rematarlo. Atacaba con furia, pero no con desesperación; con rabia, pero no con torpeza. Controlaba el ritmo del combate, forzando a Iván a la defensiva, empujándolo cada vez más hacia la frustración.
—En serio que eres patético —Iván gruñó entre ataques, su voz llena de burla y desdén—. Has tenido que formar dos malditas coaliciones solo para poder enfrentar a Zusian. Eres tan jodidamente lamentable que no puedes dejar los fantasmas del pasado.
Maximiliano apretó los dientes y desvió un golpe dirigido a su cuello, sintiendo el filo de la alabarda de Iván rozarle la armadura. Retrocedió un paso, pero no cedió.
—Dime —continuó Iván con una sonrisa cruel mientras lanzaba otra estocada—, ¿aún recuerdas cómo, incluso con veinte veces más hombres que mi padre, fuiste humillado? ¿Cómo casi destruyen tu jodido ducado los generales zusianos?
—Tú y tu ducado no son más que mierda de cerdo —escupió Iván, su voz goteando veneno—. Dime, ¿qué se siente que un niño de quince años te haya hecho sangrar tanto?
Maximiliano rugió y atacó con una ferocidad renovada. Su alabarda cortó el aire en un arco letal, obligando a Iván a girar su caballo para evitar el golpe. El heredero zusiano estaba jugando con él, empujándolo hacia la ira, esperando que cometiera un error fatal.
—Dime, Marsdale, ¿cómo se siente saber que, a pesar de toda tu arrogancia, de toda tu fuerza, apenas eres la mitad de lo que es un verdadero zuisano? Tu casa apenas y se puede considerar digna de ser propietarios de letrinas.
Maximiliano apretó los dientes y lanzó un tajo brutal que Iván bloqueó por poco. La fuerza del impacto le recorrió los brazos, pero se mantuvo firme.
—Los putos Marsdale no eran más que sirvientes de los Erenford —continuó Iván con una sonrisa cruel—. Vasallos inútiles e inservibles. No son más que sádicos y locos que se creen listos.
Maximiliano gruñó y atacó con aún más ferocidad, pero Iván vio la grieta en su armadura. Había tocado algo profundo.
—Pedazos de mierda que apenas y pueden considerarse hombres —espetó Iván, sus ataques ganando confianza, forzando a Maximiliano a bloquear en lugar de atacar—. ¿No es así? Los hombres Marsdale son tan valientes como una gallina, y sus mujeres tan refinadas como putas de dos cobres.
Maximiliano sintió cómo su alabarda se estrellaba contra la pesada hacha que bloqueó su golpe letal. Un instante antes, ya saboreaba la victoria, ya podía ver la sangre de Iván empapando el acero de su arma, pero el destino tenía otros planes. Frente a él, con el rostro impasible y la mirada de un depredador, estaba aquel norvadiano pelirrojo, su hacha brillando con la sangre de incontables hombres masacrados en el fragor de la batalla.
El choque de las armas hizo temblar los huesos de Maximiliano, pero no tuvo tiempo para maldecir su mala suerte. Un rugido gutural resonó en la distancia, y un instante después, el suelo tembló bajo el impacto de una maza colosal. La retaguardia zusiana se fragmentó como una cáscara podrida cuando Arkadi irrumpió en la refriega, su enorme maza triturando carne y acero por igual. Hombres volaban despedazados, el suelo se volvía un lodazal de sangre, huesos rotos y vísceras humeantes. Los gritos de agonía eran ensordecedores, la desesperación se extendía como una peste mientras la implacable furia de Arkadi se abatía sobre ellos.
Iván apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la maza del coloso se dirigiera directamente hacia él, pero una segunda hacha emergió desde el flanco derecho, un filo dentado que repelió el golpe con una fuerza igual de brutal. Era Aldric, el capitán de los Desolladores Carmesí, su armadura carmesí salpicada de sangre enemiga, su respiración pesada como la de una bestia en plena caza.
—¡Cobarde! —rugió Maximiliano con una furia casi animal, sus ojos clavándose en Iván como dagas encendidas.
Iván solo sonrió con sorna, su alabarda girando en sus manos con un gesto despreocupado, como si no estuviera en peligro de muerte.
—Nunca me retaste a un duelo, así que no es deshonra —respondió con calma, su tono lleno de burla.
Maximiliano apretó los dientes. Si ese mocoso ya tenía previsto todo aquello, significaba que la batalla estaba perdida. Volvió la mirada hacia su ejército y sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda.
Otón y Ladislao estaban arrasando la retaguardia sin misericordia, sus tropas avanzando como una marea de acero y muerte. Infantería pesada de Zanzíbar, infantería media y ligera de Stirba y Zanzíbar, caballería media y ligera… todos estaban siendo masacrados. Las líneas ya no tenían orden, todo era un caos. El campo de batalla era un infierno de cuerpos destrozados, los alaridos de los heridos mezclándose con el gorgoteo de los moribundos.
A lo lejos, Maximiliano vio cómo Kaelric seguía en combate, pero estaba siendo superado. Cada golpe que recibía lo hacía retroceder, cada herida en su cuerpo era un presagio de su inminente caída. Más allá, los dos generales de Zanzíbar, Darien y Taruk, intentaban desesperadamente reorganizar sus fuerzas, pero era inútil. El enemigo era implacable, los zusianos estaban peleando sin piedad.
No había más tiempo. Maximiliano giró la mirada hacia Arkadi, y sin necesidad de palabras, le dio la orden con un solo gesto.
"Mátalo."
Arkadi asintió y, sin perder un segundo, cargó de nuevo. Los jinetes de élite de Stirba se lanzaron tras él, una avalancha de acero y muerte dispuesta a terminar con Iván de una vez por todas. Pero no fue suficiente.
Arkadi rompió las filas de los Legionarios de las Sombras con la facilidad de un huracán destrozando una aldea. Los cuerpos se partían como muñecos de trapo, las armaduras se abollaban como si fueran papel, la sangre manchaba el aire en gruesas salpicaduras. Pero entonces, un gigante se interpuso en su camino.
Un titán cubierto con la armadura carmesí de los Desolladores Carmesí emergió de entre la carnicería, su monstruoso martillo de guerra alzándose con fuerza. Sus ojos brillaban con el fulgor de una bestia acorralada, su aliento salía entrecortado, pero su determinación era inquebrantable.
Arkadi no frenó su carga. Su maza se alzó en un golpe mortal, pero el desollador respondió con la misma brutalidad. El martillo descendió con una velocidad aterradora, buscando aplastar a Arkadi como si fuera un insecto. El impacto hizo que el suelo temblara, una explosión de polvo y sangre envolvió el campo de batalla.
El choque entre ambos fue titánico. Golpes brutales, veloces, letales. Arkadi esquivaba con la destreza de un depredador, su maza trazando arcos de destrucción, pero el desollador no cedía terreno. Ambos combatientes eran monstruos en el campo de batalla, y cada uno quería imponer su dominio sobre el otro.
El martillo chocó contra la maza con una fuerza demencial, astillando el suelo bajo ellos. Arkadi rugió, lanzando un golpe devastador que el desollador apenas logró bloquear. El sonido del metal contra el metal resonó como un trueno. Por un instante, ambos titanes quedaron trabados en una lucha de fuerzas puras, sus músculos tensándose hasta el límite.
Y entonces, con un rugido de triunfo, Arkadi liberó un golpe diagonal que el desollador no pudo esquivar a tiempo. La maza se estrelló contra su costado con una fuerza monstruosa, haciéndolo tambalear. Pero no cayó. El gigante giró su martillo con la última pizca de fuerza que le quedaba, intentando contraatacar, pero Arkadi ya estaba un paso adelante.
Un segundo golpe, más brutal, más certero, partió la coraza del desollador, quebró sus costillas y lo hizo caer de su caballo, estaba arrodillado y soltó un alarido de dolor. La sangre brotó de su boca en gruesos borbotones, sus manos temblaron al intentar alzar su arma una vez más. Pero Arkadi no le dio oportunidad.
Con un rugido de guerra, su maza descendió una última vez.
El cráneo del desollador estalló como una fruta podrida bajo el peso del golpe. El sonido del hueso triturándose, de la carne desgarrándose, de la sangre salpicando en todas direcciones fue una sinfonía de brutalidad pura. La cabeza destrozada del guerrero carmesí rodó por el suelo mientras su cuerpo colapsaba en un charco de su propia sangre.
—¡YORI! —se escuchó un grito desgarrador.
Iván apenas tuvo un segundo para procesar lo que acababa de suceder. La cabeza destrozada del desollador rodaba por el suelo, su cuerpo sin vida desplomado en un charco de sangre espesa y oscura. Pero no había tiempo para el duelo, para la rabia o el dolor. Arkadi, cubierto de la sangre de su última víctima, giró hacia él con la mirada de un carnicero que ya había elegido su próxima presa. La maza del gigante aún goteaba restos de hueso y carne, su respiración era pesada, sus ojos ardían con la furia de un guerrero que no aceptaría otra cosa que la muerte de su enemigo.
Pero entonces, como si la misma guerra rugiera su protesta, la batalla se volvió aún más feroz. Maximiliano cargó junto a Arkadi, su alabarda trazando un arco de destrucción mientras su guardia personal y los jinetes pesados de Stirba irrumpían en la refriega, abriéndose paso entre los cadáveres y los gritos de los moribundos. Su único objetivo era Iván. Matarlo. Asegurar la cabeza de la serpiente antes de que todo se derrumbara.
Sin embargo, la respuesta de los zusianos fue inmediata y brutal. Los Desolladores Carmesí y los Legionarios de las Sombras se lanzaron al contraataque con la fiereza de un vendaval sangriento, su disciplina y entrenamiento llevándolos a enfrentar de igual a igual a las tropas de élite de Stirba y Zanzíbar. El choque fue catastrófico. Jinetes caían de sus monturas con las gargantas abiertas, las hojas destellaban a la luz del día y la sangre salpicaba el aire en gruesas gotas carmesí. Caballos relinchaban con pavor mientras sus entrañas se derramaban sobre la tierra, guerreros gritaban con la agonía de miembros cercenados, pisoteados bajo el peso de la masacre.
El norvadiano pelirrojo, una furia de músculo y acero, se abalanzó sobre Arkadi, igualando su poder con cada embate de su colosal hacha. Sus golpes eran como relámpagos, su fuerza era como la tormenta. Arkadi gruñó con frustración, su maza bloqueada una y otra vez por la brutal tenacidad de su oponente. La tierra bajo ellos se resquebrajaba con cada impacto, los cuerpos de los caídos eran aplastados sin piedad bajo el peso de su combate.
Maximiliano intentó avanzar, abrirse camino entre la vorágine de muerte, pero ya no podía moverse. Los zusianos seguían llegando, presionando sus líneas, empujándolos hacia un borde invisible de desesperación. La batalla, que en un principio había sido pareja, ahora se inclinaba hacia un solo lado. Su ejército, su glorioso ejército de élite, estaba siendo abrumado. La resistencia feroz de los zusianos no cedía, al contrario, parecía que la sangre solo avivaba su sed de masacre.
Y entonces lo vio.
Sus líneas comenzaban a ceder. En lo más profundo del caos, entre el sonido del acero encontrando carne, entre los alaridos y el hedor a sangre y entrañas, su ejército empezaba a retroceder. Al principio fue apenas perceptible, un par de escuadrones replegándose en busca de terreno más seguro. Pero luego, la retirada se extendió como una infección. Lo que había sido una formación firme, ahora era un mar de hombres que daban pasos hacia atrás, cediendo ante la inquebrantable ofensiva zusiana.
Maximiliano rugió con furia, su voz tronando por encima del estruendo de la batalla.
—¡No retrocedan, malditos! ¡No den un solo paso atrás!
Pero sus palabras se ahogaron entre los gritos de los moribundos, entre el sonido de los cascos de la caballería zusiana irrumpiendo en sus filas, entre la cruda realidad de una batalla que ya no podía controlar.
Arkadi vio el desastre que se desataba a su alrededor y maldijo entre dientes. Su ejército estaba perdiendo cohesión, la retirada ya era inevitable. Con un gruñido de frustración, bloqueó el último golpe de su adversario y se apartó con un movimiento veloz. Su instinto de supervivencia superaba su orgullo. Atravesó el campo de batalla con brutal determinación y encontró a Maximiliano, quien seguía luchando con la rabia de un hombre que se negaba a aceptar la derrota.
Arkadi no le dio opción. Lo tomó del brazo con un agarre de hierro y le gritó:
—¡Nos vamos, ahora!
—¡No! ¡Podemos vencer! —rugió Maximiliano, su mirada ardía con la furia de un hombre que veía sus ambiciones desmoronarse.
Pero la realidad no se doblegaba ante su voluntad. La batalla ya no podía salvarse. La retirada era la única opción. Arkadi lo arrastró a la fuerza, sus fuerzas de élite intentando proteger el repliegue mientras la marea zusiana se cernía sobre ellos como un enjambre de lobos sedientos de sangre.
El caos se desató. Las tropas de Stirba y Zanzíbar intentaron organizarse, pero ya era demasiado tarde. Lo que una vez fue un ejército imponente y disciplinado, ahora era una horda de hombres luchando por sus vidas mientras el enemigo les daba caza sin piedad.
El suelo estaba cubierto de cuerpos mutilados, de extremidades desgarradas, de hombres aún vivos arrastrándose entre la masacre, gimiendo por ayuda que nunca llegaría. Los zusianos no daban cuartel. No había piedad en sus rostros, solo una determinación implacable de destruir hasta el último de sus enemigos.
Durante todo el día siguiente, la retirada se convirtió en un suplicio. La caballería ligera zusiana los acosó sin descanso, sus arqueros disparaban desde la distancia, sus hostigadores atacaban las columnas en fuga con precisión quirúrgica. Cualquier unidad que se separaba demasiado era masacrada en cuestión de minutos.
Para cuando lograron alcanzar el Ducado de Stirba, lo que quedaba del glorioso ejército de Maximiliano era apenas una sombra de su antiguo esplendor. Había perdido.
No solo la batalla.
Había perdido todo.