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Lyrith Maenon dejó escapar un suspiro casi imperceptible, su mirada fija en la flama de la vela que titilaba frente a ella, proyectando sombras sinuosas sobre las paredes de piedra oscura de su habitación. El suave crujir de la madera en la chimenea acompañaba el silencio, una sinfonía tenue que contrastaba con el torbellino de pensamientos que invadía su mente. 

La derrota de la coalición no solo la molestaba, sino que hería su orgullo. Había confiado en hombres que se proclamaban estrategas, en generales con fama de invencibles, y sin embargo, uno tras otro, habían caído como piezas de dominó frente a un niño que apenas había cruzado el umbral de la adolescencia. "¡Qué farsa más patética!" pensó con desprecio, sus labios torciéndose en una mueca amarga. 

Stirba y Zanzíbar se retiraban, sus ejércitos en desorden, perseguidos sin piedad por los destacamentos de Zusian. Su padre, el pilar de su linaje y de sus ambiciones, había fracasado en su ofensiva. La guerra, que había comenzado como una oportunidad dorada, se estaba convirtiendo en una humillación. 

Se recostó con languidez sobre el lecho, dejando que la seda de las sábanas acariciara su piel como la brisa de una noche de verano. Su bata de seda, translúcida y de un tono marfil, se adhería a sus curvas con la delicadeza de una segunda piel, revelando más de lo que ocultaba. El escote profundo dejaba entrever la plenitud de sus senos, apenas sostenidos por los pliegues finos del tejido. La tela, casi etérea, se adhería a su cintura y caderas con un sutil juego de luces y sombras, acentuando la perfección de su figura. 

A su lado, sus hijas dormían tranquilas, sus pequeñas formas apenas visibles bajo el manto de las sábanas. Sus respiraciones suaves eran el único sonido que competía con el crepitar del fuego. Lyrith deslizó la yema de sus dedos sobre la frente de la mayor, apartando un mechón de su dorado cabello con un gesto tan inusualmente tierno que ni ella misma lo notó. 

"Tan inocentes aún... pero no por mucho tiempo", pensó, sus ojos verdes brillando con una mezcla de orgullo y determinación. Algún día, ellas entenderían lo que significaba ser una Maenon. Aprenderían a manipular, a seducir, a gobernar con la astucia y la frialdad necesarias para mantenerse en la cúspide del poder. No serían meras piezas en el tablero de otros; serían las manos que movieran los hilos de reyes y generales. 

Su mirada se desvió de sus hijas y volvió a los informes desperdigados sobre la mesilla a su lado. Tomó uno de los pergaminos y lo desenrolló con elegancia, sus ojos recorriendo las palabras con velocidad y precisión. 

—Inútiles… todos ellos —murmuró para sí misma, sintiendo cómo la rabia hervía en su interior. 

El ejército de su marido estaba en retirada. Las fuerzas enemigas habían resultado ser más resistentes de lo previsto, y lo peor de todo era que el "niño" que había ridiculizado parecía ser más que una simple anomalía. Zusian no solo estaba ganando, estaba aplastando a los comandantes que ella misma había considerado experimentados.

Qué pena.

Maxi no era tan aburrido como sus otros matrimonios. Al menos había demostrado un atisbo de carácter y ambición antes de sucumbir al destino inevitable de los hombres que se creían lo suficientemente capaces para mantenerse en pie ante los verdaderos titanes del mundo. Pero su caída no la afectaba tanto como podría haber afectado a otras mujeres en su posición. Ella aún era joven. No tenía más de veintiocho años. Su cuerpo seguía siendo un templo de perfección, su fertilidad intacta, su belleza incólume. Y más importante aún: tenía seis hijas. Seis joyas perfectas. Seis pruebas innegables de su linaje, de su magnificencia.

Mis joyas más preciosas. Mis hijas. Mis obras maestras.

No todas las mujeres pueden decir que su sangre ha engendrado la misma perfección que ellas mismas ostentan. Pero yo sí. Mis hijas son la extensión más refinada de mi belleza, la prueba viviente de que la sangre Maenon no solo es noble, sino divina. Aunque su dinastía fuera bastarda y su casa careciera de la pureza de los linajes más antiguos, la fuerza de su estirpe era innegable. Quizás no eran invencibles contra los grandes ducados, pero contra los principados y los pequeños estados eran imbatibles.

Lyrith se giró sobre el lecho, con su bata de seda deslizándose sobre su piel como el más fino de los velos, y dejó que su mirada se posara sobre su primogénita bajo la tenue luz de las velas. La cera derretida se deslizaba perezosamente por los candelabros dorados, formando pequeños ríos de ámbar que brillaban con la misma intensidad que los mechones dorados de Celeste, esparcidos sobre la almohada de plumas como un halo de luz. La habitación estaba sumida en un ambiente casi irreal, una escena congelada en el tiempo donde la perfección y la belleza reinaban de manera absoluta.

Celeste era su vivo reflejo, una versión más joven de sí misma, todavía envuelta en el fulgor de la inocencia, pero destinada a transformarse en una joya aún más letal con el paso de los años. El cabello, largo y radiante, caía en suaves ondas, como si la misma diosa de la aurora hubiese decidido tejerlo con hilos de sol. Cada mechón parecía haber sido colocado con esmero, sin la más mínima imperfección, sin un solo nudo que desentonara con la armonía de su silueta.

Los ojos de Celeste, grandes y de un verde hipnótico, reflejaban la luz con una intensidad capaz de hacer temblar incluso al más experimentado de los hombres. No era el tipo de belleza infantil y etérea de muchas jóvenes, sino un fuego en proceso de avivarse, una tormenta en formación. Sabía que la miraban, que la deseaban, pero aún no comprendía la magnitud de ese poder. Su mirada podía ser tierna y traviesa, pero en su interior se gestaba una voluntad que un día aplastaría a aquellos que osaran subestimarla.

Lyrith extendió una mano y, con la suavidad de un susurro, acarició la mejilla de su hija. La piel era un lienzo inmaculado, terso como la porcelana más fina, cálido como la seda bajo el sol. No había imperfecciones, no había fallos. Solo la más pura representación de la sangre Maenon.

Pero la verdadera obra maestra estaba en la forma que su cuerpo comenzaba a tomar. Su cintura, esculpida con la gracia de una diosa, se curvaba en una delicadeza casi irreal, como si la misma naturaleza hubiese decidido retarse a sí misma al crear semejante silueta. Sus caderas, aún no completamente desarrolladas, prometían ser generosas, un equilibrio perfecto entre elegancia y provocación.

Y luego estaban sus pechos, esa bendición que solo unas pocas mujeres podían ostentar con la dignidad de una reina. No eran meros adornos, eran símbolos de su futura grandeza. Plenos, firmes, tan perfectamente formados que parecían una obra prohibida, una que desafiaba la moral y el decoro con cada respiración pausada de la joven. Celeste aún no entendía lo que poseía, pero Lyrith lo sabía. Lo veía en la forma en que los sirvientes bajaban la mirada, en la manera en que incluso los hombres más devotos de la corte desviaban los ojos demasiado tarde, quedando atrapados en el torbellino de su presencia.

"Pronto", pensó Lyrith, sus dedos retirándose lentamente de la mejilla de su hija. "Pronto lo entenderás".

Celeste no era su única joya. No, sus demás hijas también eran manifestaciones de su propia grandeza, cada una con su propia esencia, su propia luz, su propio propósito en el tablero de la nobleza.

Se giró en el lecho, con movimientos fluidos y gráciles, dejando que la bata de seda, tan etérea como un velo de niebla, resbalara ligeramente de su hombro, exponiendo la tersura de su piel con la misma deliberación de quien sabe que su cuerpo es un arma. La tela, fina como el aliento de un susurro, se adhería apenas a sus formas antes de deslizarse con cada mínimo movimiento, revelando más de lo que ocultaba. La luz de las velas, cálida y tenue, jugaba sobre la transparencia del tejido, dibujando sombras que acentuaban sus curvas con un resplandor dorado. Cada pliegue de la seda parecía diseñado para insinuar la perfección que yacía debajo, despertando la frustración de no poder contemplarlo todo.

Sus dedos, largos y elegantes, apartaron con suavidad un mechón de cabello de su rostro mientras su mirada descendía hacia su segunda hija, recostada a unos pasos de Celeste, sumida en el mismo sueño profundo de la infancia.

Liliane.

Mi segunda joya, pero de ninguna manera menos valiosa.

Si Celeste era fuego oculto bajo la seda, una llama esperando estallar en un incendio abrasador, Liliane era la representación de la gracia y la elegancia. Belleza envuelta en un aire etéreo, casi celestial. Si Celeste deslumbraba como un sol en su cenit, Liliane era el resplandor plateado de la luna, una luz más sutil, más enigmática, que cautivaba con un magnetismo silencioso.

Su cabello, de un tono castaño suave, caía en ondas largas y perfectas, como si el viento jugara con él incluso cuando no había brisa. Una herencia de su difunto e inútil padre, pero que en ella se transformaba en un detalle exótico, un contraste que solo realzaba su belleza. A veces, cuando la luz del sol lo tocaba, se encendía con reflejos dorados, como si atrapara los últimos vestigios de la tarde en su melena.

Y sus ojos...

Un verde dorado, hipnótico, brillante como el sol al amanecer. Esos ojos que podían transmitir dulzura, pero también un aire misterioso que hacía que los hombres no supieran si admirarla o temerla.

La mirada de una gacela, tímida y encantadora en su inocencia.

Pero también la mirada de una cazadora cuando se ponía seria.

Liliane tenía algo que ni siquiera yo poseo: un aura de ensueño.

No era la belleza avasallante y consciente de Celeste, ni la perfección altiva de su madre. No, Liliane era la joven dama de los cuentos antiguos, la musa etérea que los caballeros de antaño encontraban en los claros de los bosques encantados. Una belleza que parecía de otro mundo, intocable, como si la simple acción de desearla demasiado intensamente pudiera hacer que se desvaneciera en la brisa.

Y cómo le encantaban las flores.

Siempre llevaba alguna entre sus cabellos, pequeños capullos que enredaba entre sus mechones con una delicadeza que no podía ser accidental. Sabía lo que hacía, aunque no fuera del todo consciente de ello. Cada pétalo entre sus rizos no hacía más que acentuar esa aura suya, esa impresión de ser algo más que una simple mortal.

Se movía con la gracia de una ninfa, con la suavidad de alguien que no caminaba, sino que flotaba. Su andar, su postura, su simple presencia, irradiaban una armonía tan perfecta que parecía sacada de los relatos de los trovadores.

Pero había algo más.

Algo que la hacía aún más interesante.

Porque, aunque su belleza era delicada como una flor, había una fuerza latente en su interior. Un fuego sutil, aún contenido, pero innegable.

Y, esperaba, un veneno para cuando acabara de florecer.

Su piel, aunque más cálida y ligeramente más oscura que la porcelana de Celeste, tenía la misma suavidad de un mármol pulido, una tersura que desafiaba la lógica.

Sus labios...

Una promesa silenciosa de tentación.

No tan descaradamente carnosos como los de Celeste, ni tan orgullosos como los suyos propios, pero poseían un encanto distinto. Un equilibrio entre dulzura y peligro, una mezcla que podía seducir y enternecer al mismo tiempo.

Y su cuerpo, aunque menos voluptuoso que el de su hermana, era igualmente mortal.

Cada curva en ella parecía esculpida por un artista obsesionado con la perfección. Cada movimiento tenía la exactitud de quien ha sido moldeada para encantar sin esfuerzo.

Y su sonrisa…

Oh, su sonrisa.

Era el arma más peligrosa de todas.

No tenía la coquetería velada de Celeste ni la confianza arrolladora de su madre. No. La sonrisa de Liliane era sincera en apariencia, desarmante en su dulzura, y por eso era aún más letal. Porque cuando un hombre la veía sonreír, creía que estaba viendo algo puro, algo genuino.

Pobres ilusos.

Liliane era la flor más hermosa de todos los jardines.

Una flor con espinas.

Y cuando aprendiera a usarlas, sería capaz de enredar a cualquiera en su red de encanto y gracia.

Si Celeste es la llama seductora y Liliane la brisa etérea, entonces Evadne es la tormenta que consume todo a su paso, una presencia imposible de ignorar, una fuerza de la naturaleza que no se limita a existir, sino que impone su voluntad sobre el mundo que la rodea. Desde el momento en que nació, su existencia se sintió distinta. No era una criatura frágil ni un reflejo tímido de su madre; era algo más. Algo que desafiaba toda lógica, una visión tan embriagadora que incluso yo, con mi vanidad infinita, no pude evitar sonreír con orgullo.

Su cabello, de un castaño puro, un tono profundo y vibrante como la madera pulida por la luz del sol, cae en cascadas de seda sobre sus hombros, enmarcando su rostro con la perfección de una pintura de el nuevo estilo artístico, donde embellecen todo, pero su hija no necesitaba ser embellecida ella era la musa perfecta para esas pinturas a el óleo. No es un color apagado ni monótono, sino uno que cobra vida con cada movimiento, con cada brisa que lo despeina apenas lo suficiente para parecer desordenado en la medida exacta de la belleza. Se enreda en torno a sus pómulos con una ligereza casi intencionada, como si la naturaleza misma hubiese decidido que cada hebra debía caer en el lugar preciso para potenciar su encanto. Su melena no es una simple corona de su feminidad, sino un arma que ondea con la majestuosidad de un estandarte de conquista, atrayendo miradas y exigiendo devoción sin una sola palabra.

Pero sus ojos… Ah, sus ojos.

Son la trampa más peligrosa jamás creada.

Un tono ámbar dorado, cálido y embriagador como la miel derramándose bajo la luz del sol, con un fulgor hipnótico que hace imposible apartar la mirada. No son solo ojos bonitos, no son solo un rasgo destacable entre tantos otros; son un abismo donde los incautos se pierden, donde las voluntades se quiebran, donde los hombres descubren que su razón no es suficiente para salvarlos de la atracción que ejerce sobre ellos. Son ojos que no solo ven, sino que devoran, que atrapan, que desnudan el alma de aquellos lo bastante ingenuos como para sostenerles la mirada demasiado tiempo. Cuántos han caído de rodillas ante ella sin siquiera darse cuenta de que ya eran suyos. Cuántas mujeres han desviado la vista, temerosas de lo que podrían ver reflejado en ese brillo impío.

Su piel es un mármol vivo, cálido y aterciopelado, sin una sola imperfección que arruine su divinidad. Un lienzo perfecto que se ruboriza en el momento exacto para hacer perder la razón a cualquiera que tenga el privilegio de verla. La forma en que la luz resbala por su cuello, por sus hombros, por el contorno de su clavícula, es suficiente para entender que su mera presencia es un desafío al decoro, una afrenta al equilibrio de los corazones débiles. Cada centímetro de su piel parece diseñado para tentar, para ser tocado, para despertar en quien la mire el deseo irracional de acercarse más, de querer más, de perderse en la fantasía de su tacto.

Y sus labios…

Dioses, sus labios.

No son solo labios bonitos, ni simplemente carnosos o bien formados. No. Son una tentación nacida de la más cruel de las inspiraciones, un pecado moldeado con la precisión de un artesano divino. Plenos, curvados con la exactitud de quien ha sido creada para destruir con una sola sonrisa. Y cuando los entreabre apenas, cuando deja escapar una respiración pausada o cuando los humedece distraídamente con la punta de la lengua, el mundo parece detenerse. Porque Evadne no es solo hermosa. Evadne es la promesa de algo que nunca podrá poseerse del todo, y eso es lo que la hace irresistible.

Pero lo más glorioso de Evadne, lo que la distingue incluso dentro de la perfección de la casa Maenon, es su cuerpo.

El que tendrá.

No hay forma de negarlo. Su silueta será la de una obra de arte aún en proceso, una escultura de pecado que se moldea con cada día que pasa, con cada latido que la acerca más a la perfección absoluta. Sus curvas comienzan a formarse con la osadía de quien no teme desafiar la moral, de quien sabe que la belleza no tiene límites ni restricciones. Su cintura es un sueño inalcanzable, estrecha y marcada con una gracia imposible, un punto focal que hace que el resto de su figura cobre aún más protagonismo.

Y su pecho…

Será exuberante, opulento, el símbolo definitivo de que la naturaleza misma decidió concederle todo sin restricción. Es su herencia, su destino. No hay duda de ello. Será la encarnación de lo que toda mujer envidia y lo que todo hombre desea. Su sola presencia hará que la conversación se detenga, que las miradas se desvíen y que los suspiros ahogados inunden la habitación.

Pero lo más peligroso de Evadne no es su belleza.

No.

Es su conciencia de ella.

Es la forma en que se mueve, con la seguridad de alguien que sabe que el mundo entero es suyo si así lo desea. Es la manera en que juega con las emociones de quienes la rodean, no por necesidad, sino por diversión. Es la forma en que estudia las reacciones de los demás con una mirada calculadora, con un leve arqueo de cejas que insinúa que entiende más de lo que debería a su edad.

Evadne no es una flor delicada ni una musa pasiva; es una depredadora envuelta en seda y encaje, una criatura que disfruta del poder que su mera existencia le otorga. No necesita hacer esfuerzos ni recurrir a estrategias burdas. No necesita levantar la voz ni exigir atención.

Porque Evadne no ruega.

Evadne ordena.

Evadne no espera ser deseada.

Evadne provoca la devoción.

Y cuando el tiempo llegue, cuando su cuerpo termine de florecer y su mente afile las armas con las que ha nacido, nadie podrá detenerla.

Ni siquiera yo.

Si Celeste es el fuego que consume, Liliane la brisa etérea y Evadne la tormenta imparable, entonces Syelith es la sombra que danza entre ellos, el susurro seductor en la oscuridad, la luna que ilumina la noche con su esplendor silencioso. No es un rugido que estremece ni un relámpago que parte los cielos; es la melodía suave que se filtra entre los murmullos, la presencia espectral que se siente sin necesidad de ser vista.

Desde el momento en que abrió los ojos, supe que Syelith sería diferente. No tenía la candidez de Celeste, la gracia de Liliane ni la intensidad de Evadne. No, Syelith era algo más sutil, más peligroso en su propia forma de existir. Donde sus hermanas dominan con su presencia, ella lo hace con su ausencia, con la incertidumbre de lo que esconde detrás de su enigmática sonrisa. Es la inquietud que deja tras de sí cuando abandona una habitación, la pregunta que nadie puede responder sobre lo que piensa, lo que siente, lo que planea.

Su cabello, de un tono rubio platino, casi blanco bajo la luz de la luna, cae en mechones suaves que enmarcan su rostro con una perfección inquietante. No es el oro cálido de Celeste ni la miel resplandeciente de Evadne, sino un tono frío, etéreo, una sombra plateada que resplandece en la penumbra. Es un color que pocos poseen, un tono casi irreal que la hace parecer una criatura de otro mundo, una diosa que camina entre mortales sin que estos sean dignos de contemplarla. Se mueve con una gracia que no parece humana, con la ligereza de una pluma que cae sin sonido, con la sutileza de un presagio que se posa en el aire antes de que el destino se cumpla.

Pero sus ojos… Ah, sus ojos.

No son del verde brillante de sus hermanas, ni del ámbar dorado de Evadne. Son más profundos, más letales. Un verde oscuro con destellos de jade, como un bosque prohibido en la noche, un abismo al que solo los más audaces se atreverían a asomarse. No son ojos que imploran ni que invitan, son ojos que esperan, que analizan, que despojan a quienes los sostienen de toda pretensión. Syelith no necesita palabras para seducir. Basta una mirada suya para que un hombre sienta cómo su voluntad se disuelve, cómo su alma es atrapada sin posibilidad de escape. Son ojos que prometen todo y nada a la vez, un espejismo que siempre parece estar a punto de desvanecerse antes de ser comprendido.

Su piel, tan pálida y perfecta como la de una estatua, parece brillar bajo la luz de las velas. Es un mármol vivo, sin imperfecciones, frío al tacto, pero cuando madure lo suficiente sería capaz de encender la mayor de las pasiones. No necesita el ardor de Evadne ni la calidez de Celeste, porque su belleza es otra, una que no despierta deseo inmediato, sino fascinación. Es un enigma envuelto en seda y misterio, una pieza de arte que nadie se atreve a tocar por miedo a quebrarla. Su cuello es largo y esbelto, su clavícula se dibuja con una delicadeza que haría envidiar a las más exquisitas esculturas, y sus manos, de dedos largos y finos, parecen creadas para sostener el destino de quienes caigan en su red.

Sus labios, más finos que los de sus hermanas, siempre están curvados en una leve sonrisa, una que nunca revela sus verdaderas intenciones. No es una sonrisa ingenua, tampoco es la promesa descarada de Evadne. Es la sonrisa de alguien que siempre está dos pasos adelante, que observa y comprende lo que otros ni siquiera sospechan. Es la sonrisa de la paciencia, del cálculo, de la certeza de que el mundo se inclinará a sus pies sin que tenga que pedirlo.

Syelith es la más silenciosa de sus hijas, la más calculadora, la que mejor entendió que el poder no siempre necesita ser ostentado. No necesita alzar la voz ni llamar la atención. La gente la nota incluso cuando ella decide pasar desapercibida. Se desliza entre la multitud como un susurro, como un veneno dulce que nadie ve venir hasta que ya es demasiado tarde. No juega el mismo juego que Celeste, Liliane o Evadne. No seducirá con su risa ni con su descaro. Seducirá con su indiferencia, con su distancia, con la idea de que nadie podrá poseerla jamás. Y de eso se encargará ella.

Ella necesita un buen matrimonio.

Syelith no es una mujer que espere ser conquistada, ni que entregue su mano por capricho. Ella elegirá, con la precisión de quien selecciona la pieza exacta para completar un rompecabezas. No buscará amor ni pasión descontrolada, sino poder. El hombre que se gane su favor no será el más apuesto ni el más audaz, sino el más útil, el que sepa jugar el juego sin perderse en él. Y cuando lo encuentre, lo convertirá en su pieza, en su aliado, en su extensión. Porque Syelith no es un peón en este tablero.

Es la reina.

Y, sin embargo, su cuerpo es una obra maestra digna de la sangre Maenon. No tan voluptuosa como será Evadne ni tan curvilínea como ya mostraba Celeste, pero igualmente letal. Sus proporciones serian perfectas en su propia forma: una cintura delgada, caderas esculpidas con precisión divina y un busto generoso pero discreto, envuelto siempre en telas oscuras que contrastan con la pureza de su piel. No necesita revelar demasiado, porque el misterio es su mayor arma. Su andar es sigiloso, felino, como si cada paso fuera una trampa diseñada para atrapar a aquellos lo bastante tontos como para dejarse hipnotizar.

Pero lo que hace a Syelith verdaderamente peligrosa no es su belleza, sino su mente. No busca atención, la obtiene sin esfuerzo. No necesita manipular con caricias o suspiros; lo hace con silencios, con miradas, con verdades a medias y promesas que nunca rompe… porque nunca llega a hacerlas. Su mera presencia despierta incertidumbre, una sombra elegante que se desliza por los pasillos con la gracia de un fantasma que deja tras de sí más preguntas que respuestas.

Syelith Maenon es una de sus obras maestras, la pieza más prometedora de mi sangre. No es un incendio que consume ni una tormenta que arrasa. Es la noche que envuelve, el misterio que nadie puede descifrar, el anhelo de lo inalcanzable. Y, por eso mismo, es la más peligrosa de todas.

Porque nadie puede atrapar la oscuridad.

Y Syelith lo sabe.

Si Syelith es la sombra que danza entre sus hermanas, Mirabelle es el reflejo dorado del deseo, la encarnación de la voluptuosidad y la tentación hecha carne. No hay nada sutil en su existencia, ni tampoco lo necesita. Mirabelle no es una ilusión que se desvanece en la distancia; es una visión que atrapa, que consume la mirada de quien se atreva a posar los ojos en ella, que graba su presencia en la memoria con la intensidad de una llama que nunca se apaga. Es un incendio que no destruye, sino que envuelve, seduce y devora con la promesa de una dulzura imposible de resistir.

Desde el primer instante, quedó claro que la sangre de los Maenon había obrado un milagro en su figura. Su cabello, de un rubio dorado intenso, cae en cascadas perfectas, un río de luz que enmarca un rostro diseñado con precisión divina, como si las propias deidades hubieran esculpido cada ángulo con el único propósito de tentar a los dioses mismos. No hay imperfección en su belleza, no hay error en su creación. Sus cabellos ondean con cada movimiento, atrapando la luz como si fueran hilos de oro líquido, resplandeciendo incluso en la penumbra.

Sus ojos nacieron con una mirada coqueta, de un verde esmeralda fulgurante, profundo como un océano en el que resulta imposible no hundirse. No miran simplemente; devoran, seducen, prometen inconscientemente. No hay frialdad en su mirada como en la de Syelith, ni la ternura engañosa de Celeste. Lo que hay en los ojos de Mirabelle es pura lujuria disfrazada de inocencia, el anzuelo perfecto para los incautos que creen que pueden poseerla sin ser consumidos en el proceso. Esos ojos no sólo observan, incitan, invitan a un juego que nadie más que ella puede controlar. Porque nadie la posee, nadie la domina. Ella dicta las reglas, incluso cuando hace creer que está sometida.

Su piel es de un tono marfileño con un rubor natural que la hace parecer eternamente lista para el contacto, como si la calidez del deseo se reflejara en su propia carne. No necesita los artificios de los cosméticos ni la perfección calculada de las demás; ella es la belleza en su estado más puro, una obra maestra que respira, que sonríe, que destruye sin necesidad de alzar la voz. Su cuerpo es la encarnación de lo prohibido, bendecido por las deidades mismas: curvas pronunciadas, una cintura delgada que resalta la plenitud de sus caderas, un busto que desafía la lógica y la cordura de cualquiera que intente ignorarlo. Es la tentación convertida en mujer, la representación de un pecado al que nadie teme sucumbir, porque rendirse a ella no se siente como una derrota, sino como el más dulce de los castigos.

No hay en Mirabelle la intensidad destructiva de Evadne ni la frialdad calculadora de Syelith. No manipula con palabras no dichas ni con estrategias elaboradas. No necesita hacerlo. Ella domina con su mera presencia, con la forma en que cada gesto suyo parece diseñado para provocar, para atraer, para hacer que cualquier hombre pierda la razón con el más mínimo roce de su piel o el más fugaz destello de su sonrisa. Su andar no es apresurado ni premeditado, pero cada paso suyo está envuelto en un ritmo natural que insinúa más de lo que muestra, que arrastra las miradas y deja tras de sí un rastro de suspirantes.

Es risueña, juguetona, con una dulzura que no es fingida, pero que esconde una crueldad sutil en su capacidad de hacer que todos la deseen sin poder tenerla completamente. Porque aunque se entregue, aunque sus labios se posen sobre los de otro y su piel arda al tacto, Mirabelle siempre guarda algo para sí misma, una parte inalcanzable que hace que cualquiera que la pruebe desee volver a ella como un adicto a su droga más letal. No hay seguridad con Mirabelle, sólo incertidumbre y necesidad. No hay promesas en sus labios, sólo la ilusión de que podría haberlas.

Su risa es el sonido de la felicidad hecha melodía, un susurro que se desliza por el aire como un perfume embriagador. Puede ser inocente, traviesa, burlona o cruel, dependiendo de quién sea el receptor. A veces, es un arma afilada que corta sin necesidad de palabras; otras, una caricia que alivia incluso al más atormentado. Pero siempre es suya, siempre es intocable, siempre es el eco de un juego en el que sólo ella dicta las reglas.

Los hombres la desean. Las mujeres la envidian. Pero nadie, absolutamente nadie, puede sostenerla entre sus manos sin ser consumido en el intento. Porque Mirabelle no es un simple objeto de deseo; es la dueña del deseo mismo. Es el sol alrededor del cual giran aquellos que anhelan su luz, sin darse cuenta de que, al final, no importa cuánto la adoren, ella seguirá brillando incluso cuando ellos ya hayan sido reducidos a cenizas.

Si las demás hijas de Lyrith Maenon poseen una belleza deslumbrante que seduce y somete, Elysia es la excepción encantadora, la luz suave que reconforta en lugar de consumir, el respiro dulce entre tormentas de ambición y deseo. No es un fuego que devora ni una tormenta que arrasa; es el reflejo de la mañana que trae consigo la calma, el rocío sobre los pétalos, la inocencia que aún no ha sido corrompida por la crueldad del mundo.

Es la más joven, la más inocente y la más querida, tanto por su madre como por quienes la rodean. Lyrith siempre la ha comparado con un cachorro: dulce, juguetona y absolutamente indefensa ante el mundo cruel que la rodea, y en cierto modo, esa es la verdad. No hay en ella la malicia calculadora de Syelith ni la picardía natural de Mirabelle. En su lugar, hay un corazón puro, una ternura genuina que desconcierta, una presencia que desarma sin necesidad de palabras o gestos elaborados.

Su cabello dorado es más corto que el de sus hermanas, con ondas naturales que enmarcan su delicado rostro como la espuma de un río que acaricia las piedras en su trayecto. No posee la cascada de oro líquido de Mirabelle ni los mechones espectrales de Selene; su melena es de un tono cálido, con reflejos miel que se encienden bajo la luz del sol, siempre despeinada por el viento o desordenada por sus propios movimientos. A menudo, algún mechón cae sobre su frente, y ella, distraída, lo aparta con un gesto tan natural que parece una danza inconsciente.

Pero son sus ojos los que realmente la definen: grandes, esmeralda puro, brillando con la claridad de un arroyo virgen, sin sombras ocultas ni misterios escondidos. Mientras que Mirabelle hipnotiza con su mirada y Syelith oculta secretos en la suya, los ojos de Elysia son un libro abierto: transparentes, sinceros, reflejan el asombro y la emoción ante todo lo que la rodea. En ellos se puede ver la verdad de su alma, un alma que aún no ha conocido la traición ni el peso de la desilusión.

Su piel es de un tono porcelana con un leve rubor natural que nunca desaparece, como si estuviera constantemente avergonzada o emocionada, como si la vida misma la hiciera sonrojar a cada instante. Su cuerpo, aunque heredero de la misma exuberancia de su linaje, tiene un aura diferente: no es el arma de una seductora ni el escudo de una estratega, sino la forma pura de alguien que nunca ha conocido el peligro real. Sus curvas aún son suaves, con la promesa de un futuro resplandeciente, pero su actitud torpe y tímida la hace verse aún más tierna, más accesible, como si aún no comprendiera el efecto que tiene sobre los demás.

Elysia es ingenua y de buen corazón, siempre buscando ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Se emociona fácilmente con cosas simples: una flor en primavera, un pájaro cantando en la ventana, una historia contada con emoción, una mariposa posándose en su mano. Su risa es ligera, contagiosa, como el sonido de campanillas en una brisa suave, una melodía que incluso los corazones más endurecidos encuentran difícil ignorar. No es raro que su madre o sus hermanas la encuentren abrazando un peluche, aferrada a él como si pudiera protegerla de todo lo malo del mundo, como si en su suavidad se escondiera un refugio que ningún peligro pudiera alcanzar.

Y sin embargo, su dulzura no la hace estúpida. Aunque es la más inocente, también es increíblemente perceptiva en lo emocional. Puede notar cuando alguien está triste, cuando alguien miente o cuando una persona esconde dolor detrás de una sonrisa. Su bondad natural hace que incluso los más despiadados bajen la guardia a su alrededor, incapaces de tratarla con crueldad. Es el tipo de persona que, con una simple mirada, puede hacer que un hombre rudo y curtido en la guerra sienta una punzada de culpa sin que ella tenga que pronunciar una sola palabra.

Para Lyrith, Elysia siempre será su pequeña, la hija a la que más quiere proteger, la última flor de su jardín, la que nunca debería marchitarse. Es la niña que aún duerme con las ventanas abiertas para sentir la brisa nocturna, la que se desliza descalza por los pasillos de mármol porque le gusta la sensación del frío contra su piel, la que se detiene a mirar las estrellas y se pregunta qué habrá más allá del cielo que conoce. Es el alma más pura de todas, y por eso mismo, Lyrith teme que el mundo algún día la alcance y le arrebate esa luz que la hace única.

Lyrith jugó con los mechones castaños y suaves de Liliane y con los hilos dorados y sedosos de Celeste, deslizando sus dedos con delicadeza entre las hebras de sus hermanas dormidas. Su tacto era casi reverente, como si quisiera grabar en su memoria la suavidad de sus cabellos antes de alejarse de ellas. Con un movimiento fluido, se incorporó lentamente, asegurándose de no perturbar el sueño de las jóvenes que yacían a su lado. El lecho, cubierto de sábanas de fina seda y mantos bordados con hilos de oro, crujió levemente bajo su peso mientras ella se deslizaba fuera de él.

Descalza, con la piel tibia por el calor de la alcoba, avanzó con pasos ligeros hacia el gran ventanal que se alzaba en su balcón privado. Su bata, confeccionada con la más fina seda traída desde los puertos de Essamor, estaba abierta, dejando su cuerpo expuesto a la brisa helada de la noche. Un escalofrío recorrió su piel cuando el aire frío acarició la tersura de sus pechos, haciendo que sus pezones rosados se endurecieran al contacto. Su vientre se tensó, y la piel de sus muslos se erizó cuando el aliento de la noche rozó incluso su sexo. Pero no hizo intento alguno de cerrarse la bata; no le molestaba la sensación del viento recorriendo cada curva de su cuerpo.

Se apoyó en la baranda de piedra tallada, dejando que la luz de la luna perfilara su silueta. Sus ojos verdes, profundos como un bosque en penumbra, se deslizaron con calma sobre la vasta extensión que se desplegaba ante ella. Allí estaba en una de las fronteras de Stirba, la fortaleza indomable de los Marsdale: la Torre de los Cuervos, una monstruosidad de piedra que se alzaba como un coloso entre las sombras de la noche.

El castillo, cuyo nombre era Dolgoth, era una reliquia de un pasado beligerante. Sus estructuras se erguían con una solemnidad oscura, una obra maestra de la arquitectura que había sido esculpida no para la belleza, sino para la guerra. Elevado sobre una colina escarpada, cada uno de sus torreones parecía desafiar la gravedad, con arcos apuntados que alcanzaban los cielos y bóvedas de crucería que sostenían sus entrañas como un esqueleto de piedra. Las murallas, gruesas y cubiertas de musgo, eran un testamento a siglos de asedios, a incontables batallas donde la sangre se había vertido sin descanso.

Las agujas del castillo, finas y amenazantes, perforaban el cielo nocturno como garras de piedra negra. Vidrieras antiguas, adornadas con figuras de reyes caídos y dioses olvidados, reflejaban la luz de la luna con destellos fantasmales. Arbotantes y contrafuertes daban al castillo una apariencia retorcida y laberíntica, como si fuera un ente vivo, una criatura dormida en espera de su próximo despertar. La decoración intrincada en las columnas, grabadas con historias de guerras pasadas y traiciones inolvidables, apenas se distinguía en la penumbra, pero Lyrith conocía cada una de esas historias.

El emblema de la casa Marsdale, un león coronado en negro sobre un campo rojo sangre, estaba por todas partes: en estandartes que colgaban de los torreones, en las enormes puertas de madera reforzada con hierro, en las armaduras de los guardias apostados en las murallas. Era un recordatorio constante de a quién pertenecía ese ducado, de la sombra que reinaba sobre esas tierras frías y sombrías.

Stirba no era un lugar para débiles. Su historia estaba escrita con la sangre de aquellos que habían osado desafiar a los Marsdale. Aunque gobernaban como duques, eran una dinastía bastarda de los Erelith, aquellos antiguos monarcas que una vez se habían coronado como reyes de Aurolia, el gran imperio que había unificado a los señores dispersos del continente solo para desmoronarse en menos de un siglo. La sangre de los Erelith, esa línea pura que había sido símbolo de grandeza y derecho divino, aún tenía un peso incomparable en la política del continente.

Y los Marsdale, por más poder que hubieran acumulado, por más castillos y ejércitos que comandaran, nunca serían verdaderos Erelith. Eran una rama caída de ese árbol glorioso, una línea secundaria que jamás podría reclamar el esplendor de sus ancestros. Pero en un mundo donde la guerra nunca terminaba, el linaje era una moneda que aún valía demasiado.

Lyrith lo sabía bien. Incluso ella, una Maemon de Zanzíbar, pertenecía a una línea más baja que los bastardos de los Erelith. Y sin embargo, los Maemon seguían siendo una de las cuatro casas ducal en el oeste del continente, junto a los Marsdale, los Varenthal y los implacables Erenford, la última gran casa que aún poseía sangre pura de los antiguos reyes.

Sus labios se curvaron en una sonrisa cínica mientras sus ojos se clavaban en las antorchas que iluminaban las murallas de Dolgoth. Aquella fortaleza, con sus altos muros de piedra ennegrecida por el tiempo y sus torres que parecían desgarrar el cielo nocturno, era más que un simple bastión de poder. Era un testamento de miedo. Miedo hacia los Erenford y sus ejércitos curtidos en mil batallas, miedo hacia los Zusianos y sus legiones de hierro, disciplinadas hasta la perfección, que marchaban como una sola entidad, implacables y silenciosas.

Los Marsdale lo sabían. Stirba no era un ducado construido sobre gloria, sino sobre precaución. No era un juego después de todo. Zanzíbar, su propio hogar, había aprendido esa lección hace mucho tiempo. Las fronteras de su tierra natal estaban cubiertas por una red de fortalezas y castillos, cada uno un escudo contra el expansionismo de Zusian. Pero ni siquiera esa barrera de piedra y acero había sido suficiente cuando, hace quince años, la coalición de casas nobiliarias—liderada por su propio padre, su actual esposo y un puñado de marquesados y condados desesperados—se alzaron en armas ante la amenaza de Kenneth Erenford, el infame "Lobo Sangriento".

Un escalofrío le recorrió la piel al recordar aquel nombre. Kenneth... el joven guerrero que con su mera presencia podía hacer que ejércitos enteros dudaran, que con una mirada ardiente que podía reducir a un hombre al miedo más absoluto. Si no se hubiera empecinado en enamorarse de esa chica Lindmier, la hija del conde de Collham, tal vez habría sido suyo. Lyrith dejó escapar una risa amarga, apenas un susurro en la brisa helada. ¿Qué habría pasado si Kenneth le hubiera pertenecido? ¿Si el hombre que había hecho temblar a medio continente hubiera sido su amante, su esposo? Tal vez su hijo habría sido suyo también.

Pero Alba Lindmier se llevó el premio dorado de su época. Ella conquistó al gran Kenneth, a ese titán de la guerra que terminó cayendo en la misma contienda que él había iniciado. Una verdadera lástima. Un hombre como él era una rareza en el tablero político de Aurolia, y perderlo fue un desperdicio. Pero si no se pudo con el padre... quizás se podría con el hijo.

Los rumores decían que el joven heredero de los Erenford era tan atractivo como su padre en su juventud. Alto, de porte regio, con la fiereza de su linaje corriendo por sus venas. Aunque tenía los ojos de Alba, su madre, en todo lo demás era un Erenford en su máximo esplendor. Y lo más importante: estaba ganando la guerra.

Un plan comenzó a formarse en la mente de Lyrith. Su mirada recorrió las torres de Dolgoth, los estandartes ondeando con el león negro de los Marsdale en un campo rojo sangre. Un matrimonio para la paz sería lo ideal, una alianza sellada con lazos de sangre. Sus hijas, si jugaba bien sus cartas, podrían casarse con el joven Erenford. Podría convertir a su descendencia en los futuros gobernantes de Zusian. Pero nada en Aurolia era fácil. Nada en este continente se entregaba sin lucha.

Cada territorio era una maraña de intrigas, un laberinto de ambiciones y orgullos. Incluso su propio padre, aunque un administrador hábil, era un incompetente en el campo de batalla. Lyrith no se hacía ilusiones. Sabía que su esposo no era tan bueno como todos los demás creían, prodigio en su época dorada, si, pero su época de gloria había acabado y esa guerra lo demostró.

Zanzíbar nunca había sido conocido por su destreza militar. No eran una nación de guerreros como Zusian o Stirba, ni de estrategas implacables como Thaekar. Su fuerza residía en su riqueza, en su capacidad de manejar el comercio con una precisión quirúrgica. Eran los más ricos, más aún que muchos de los ducados que se jactaban de sus conquistas. Sus tierras eran fértiles, sus ciudades bulliciosas, su oro interminable. Y sobre todo, tenían algo que los demás codiciaban: las minas de Vharedrak.

Ah, Vharedrak. La cadena montañosa que recorría el norte de Zanzíbar, tan imponente como la misma cordillera de Karador. Una fuente de riquezas inagotables. A diferencia de Karador, cuyas minas estaban divididas entre cinco territorios en una constante disputa—el ducado de Zusian, el ducado de Stirba, el marquesado de Thaekar y los condados de Hallbrück y Dornath—, las minas de Vharedrak pertenecían exclusivamente a Zanzíbar. Todo ese oro, esa plata, ese hierro negro y carbon que hacía el mejor acero del continente, estaba bajo su control.

Las montañas y minas de Karador, a pesar de su riqueza incalculable, eran un campo de disputas eternas. Sus tierras estaban fragmentadas, divididas entre demasiadas manos, cada una con intereses propios, cada señor con ambiciones que chocaban unas con otras en un interminable juego de poder. Los duques, marqueses y condes que se aferraban a un pedazo de Karador no solo luchaban con la espada, sino con el oro, la política y las traiciones veladas. Pero Karador no era la única fuente de riqueza de los que la disputaban. Había otra región que, sin necesidad de tanta fragmentación, se había elevado como un coloso económico y militar: Zusian.

El ducado de Zusian siempre había tenido la ventaja estratégica de estar en el centro del oeste de Aurolia. No tenía acceso directo al mar, pero lo compensaba con sus innumerables ríos, anchos y profundos, que convertían sus ciudades en centros de comercio vibrantes. Por esas arterias fluviales navegaban barcos repletos de mercancías: grano, hierro, pieles, telas exquisitas, armas de la mejor calidad, vinos y aceites. Era un flujo constante de riqueza, una marea de bienes que alimentaba su creciente población. Millones vivían bajo el estandarte de los Erenford, un pueblo fértil y fuerte, que crecía con cada generación, llenando las filas de sus legiones sin cesar.

Las ciudades zusianas eran colosales, de las más grandes del continente, y con poblaciones que se desbordaban más allá de sus murallas. Cada calle bulliciosa, cada mercado atestado de comerciantes y clientes, era una muestra de su poderío. Pero Zusian no solo era fuerte en lo económico y militar. Era también el epicentro de la cultura y el arte en Aurolia. Aunque todas las regiones tenían sus propios movimientos artísticos y filosóficos, Zusian siempre había destacado. En los últimos años, un nuevo movimiento literario y artístico se había expandido con fuerza en el ducado, como una marea hermosa e imparable que tocaba a todos los rincones de la sociedad.

Las pinturas al óleo, revolucionarias en su técnica, capturaban la esencia de una nueva forma de ver el mundo. Este renacer del arte y la ciencia evocaba los días gloriosos cuando Aurolia no era más que un mosaico de ciudades-estado, cada una con su propia identidad, pero unidas por el amor al conocimiento. Ahora, la anatomía, la geometría, la matemática y la filosofía estaban en su apogeo. Se buscaba la simetría, la perfección y el realismo en las obras. Las perspectivas en las pinturas daban profundidad a las escenas, los colores vibraban con una intensidad nunca antes vista, y la arquitectura adoptaba proporciones colosales, con cúpulas majestuosas y ornamentos exquisitos.

La ornamentación se volvía más detallada, las formas más dramáticas. Los artistas zusianos dominaban el uso del claroscuro, creando ilusiones ópticas impresionantes, jugando con la luz y la sombra para dar vida a sus creaciones. Era un arte que no solo mostraba belleza, sino que contaba historias, transmitía emociones y despertaba la imaginación. Lyrith apreciaba ese movimiento y lo fomentaba activamente. No era una simple espectadora; ya había contratado a numerosos pintores y escultores para que plasmaran su imagen y la de su familia en retratos, para que dejaran su legado inmortalizado en frescos y esculturas de mármol blanco.

Pero mientras Zusian florecía en el arte y la cultura, Stirba seguía otro camino. Su riqueza no provenía del comercio ni del arte refinado, sino de la guerra y la brutalidad. Las Huestes de Sangre de Stirba eran temidas en todo el continente, no por su disciplina, sino por su ferocidad. Vendiendo a sus ejércitos como mercenarios sin piedad, curtidos en batallas sangrientas, contratados por el mejor postor y leales solo al oro, ya que todos tienen esa rara devocion religiosa a sus verdaderis dueños, los Marsdale.

El marquesado de Thaekar, por otro lado, tenía su riqueza en la minería y la artesanía del acero. Sus herreros eran maestros en la creación de armaduras y armas, pero sus ejércitos no eran comparables a los de sus vecinos más poderosos. Y los condados de Hallbrück y Dornath vivían del comercio y la agricultura, pero dependían demasiado de los grandes señores que los rodeaban.

En comparación, los ejércitos de Zanzíbar eran un espectáculo de oro y esplendor. La caballería dorada del Sol Áureo, con sus armaduras resplandecientes y sus estandartes ondeando en el viento, era una maravilla para la vista. Sus tropas marchaban en perfecta formación, su presencia imponía respeto en el campo de batalla, pero en el fondo... no eran más que una exhibición de riqueza y prestigio. Su poder militar real no se comparaba con la máquina de guerra implacable que era Zusian.

Lyrith suspiró, dejando que la brisa nocturna recorriera su piel desnuda. La guerra había sido una mala idea. Su padre lo había advertido. Muchos lo habían advertido. Pero la arrogancia y el orgullo siempre cegaban a los poderosos. Y ahora, las consecuencias estaban sobre ellos.

Porque si uno quería soldados despiadados y crueles, debía buscar entre las Huestes de Sangre de Stirba. Si deseaba un ejército que impresionara con su oro y su majestuosidad, debía mirar a los ejércitos del Sol Áureo de Zanzíbar. Pero si lo que se necesitaba era una fuerza verdaderamente indomable, disciplinada y letal, entonces solo había una opción: las legiones de hierro de Zusian.

Las legiones de Zusian no conocían el miedo, no temblaban ante el enemigo, no se desordenaban en la batalla. Avanzaban como una marea de acero, implacables, pisoteando todo a su paso. Donde otras tropas huían, ellos resistían. Donde otros rompían filas, ellos mantenían la formación. Donde otros luchaban por la gloria, ellos luchaban por la victoria.

La victoria estaba cada vez más cerca para Zusian.

Pero Lyrith no permitiría que el desenlace de esta guerra la colocara en el lado de los perdedores. No era una mujer que se resignara a la derrota ni que aceptara un destino impuesto por las circunstancias. Si debía esperar, lo haría. Si debía cambiar de bando, lo haría. La guerra había sido una apuesta equivocada, su alianza con Stirba una jugada fallida, pero eso no significaba que su ascenso y el de sus hijas estuviera arruinado. Ahora su mirada estaba puesta en Zusian, en los Erenford, en Iván.

Si bien la idea de anular su matrimonio con Maximiliano y ofrecerse junto con sus hijas como esposas para el joven heredero de Zusian podía parecer atractiva, no era una opción viable. Zusian estaba ganando. Nada les impedía tomar lo que quisieran, reclamar lo que desearan sin necesidad de sellarlo con matrimonios estratégicos. Y aunque Iván, en su juventud, seguramente estuviera embriagado por la gloria de sus victorias y como cualquier hombre ambicionara a una mujer hermosa a su lado, su madre, Lady Alba, no era ninguna tonta. La mujer era astuta, precavida y jamás permitiría que ni Lyrith ni ninguna de sus seis hijas se convirtieran en algo para su hijo.

Al menos no por el momento.

No mientras Alba siguiera con vida.

Tendría que esperar. Esperar a que la Málashk hiciera su trabajo y matara a Alba, esperar a que el propio Iván ascendiera al pleno control de Zusian. Solo entonces podría mover sus piezas con precisión, tejer los hilos de un matrimonio que le asegurara un futuro estable y una posición de poder dentro del ducado más fuerte del oeste de Aurolia.

Pero su mente no solo estaba en el futuro, sino en el presente.

No estaba satisfecha con su nuevo marido. Había pensado que Maximiliano sería un hombre prometedor, pero su derrota ante un niño de quince años lo volvía patético a sus ojos. No solo había sido derrotado, sino que además había fracasado en la única tarea que ella le encomendó personalmente: proteger a su hermano. Caelan, su hermano menor, aquel a quien siempre había cuidado como a un séptimo hijo, estaba gravemente herido según los informes de sus espías.

Aquello la enfureció más de lo que hubiera querido admitir.

Pero más allá de la furia, un miedo frío se deslizó por su columna cuando leyó el último reporte de sus informantes. Thornflic Bladewing, "La Espada del Verdugo", el despiadado general zusiano, había atravesado las montañas de Karador y ahora se encontraba en territorio del marquesado de Thaekar. Eso en sí no le preocupaba. Los marqueses de Thaekar bien podían ser arrasados por Bladewing sin que le importara lo más mínimo.

Pero el problema era que no se estaba deteniendo ahí.

Estaba girando hacia la derecha.

Dirigiéndose a Stirba.

Dirigiéndose hacia ella y sus hijas.

Ese hombre era una bestia de guerra sin alma, un sádico que no dudaría en masacrarlas sin importar sus títulos, su linaje o su belleza. No tenía sentido de la diplomacia, solo de la eficiencia en el campo de batalla. No importaba que fueran mujeres, no importaba que fueran nobles. Para él, si estaban del lado enemigo, eran objetivos a eliminar.

Debía actuar. Rápido.

Cerró los ojos un instante, exhaló profundamente y dejó que su mente fría y calculadora tomara el control. Se abrocho la bata de seda sobre la piel desnuda y se dirigió a su ropero, extrayendo prendas de montar tanto para ella como para sus hijas. Hubiera preferido mil veces una lujosa casa con ruedas, con todas las comodidades dignas de su rango, pero no tenía opción. No en este momento.

Tendrían que cabalgar.

Salió de la habitación con paso firme, su bata ondeando levemente con el movimiento, y se dirigió a la puerta donde estaban apostados los guardianes de su familia. Sus Guardias de Oro.

Eran sesenta mil soldados, la élite de las fuerzas de Zanzíbar, guerreros de élite que protegían a los terratenientes y a los miembros de la familia Maemon. Guerreros entrenados desde la infancia, hombres que no conocían el miedo ni la piedad. Y al frente de ellos, su comandante personal.

El hombre era una imponente figura de autoridad, vestido con una armadura dorada ornamentada con grabados exquisitos del sol de Zanzíbar. Cada placa de su armadura estaba detalladamente labrada con símbolos sagrados y laureles de oro puro. El peto, con un sol radiante en el centro, parecía brillar incluso en la tenue luz de los corredores. Su capa de terciopelo rojo, ribeteada en hilo dorado, caía majestuosamente sobre sus hombros.

Pero más allá de la armadura, el hombre en sí mismo imponía respeto.

Tenía el rostro curtido por la batalla, una cicatriz cruzando desde la frente hasta la mejilla, recuerdo de una vieja guerra. Su cabello, de un rubio cenizo, estaba atado en una coleta baja. Sus ojos, de un azul acerado, transmitían disciplina y una lealtad inquebrantable. Sus manos, cubiertas por guanteletes de acero adornado, descansaban sobre el pomo de su espada, un arma de filo reluciente que había derramado la sangre de incontables enemigos.

Lyrith se detuvo frente a él y habló con firmeza.

—Prepara a los hombres. Nos vamos a Zanzíbar. Que cada soldado de Zanzíbar esté listo para la retirada inmediata —ordenó, sin titubeos. Su voz resonó en el pasillo con una frialdad cortante—. Envía un mensajero a los generales Darien Vareth y Taruk Arzakh. Diles que se están retirando junto con nosotros. Que traigan a mi hermano a Zanzíbar y que si no está estable y bien, que se despidan de sus inútiles cabezas.

Sus ojos brillaron con peligro cuando añadió con dureza:

—Caelan es el heredero de Zanzíbar. Recuérdales eso. Quiero los máximos cuidados para él. Y que toda tropa de Zanzíbar se retire al ducado. Esta alianza es un fracaso. No nos quedaremos aquí. Lo quiero rápido.

El comandante asintió sin dudar, golpeando su puño contra el pecho en señal de respeto antes de girarse y marcharse para cumplir las órdenes.

Lyrith suspiró, relajando un poco los hombros. Su mirada se dirigió a las seis figuras de sus hijas, dormidas en sus lechos. Se acercó con pasos ligeros, rozando con la yema de los dedos la mejilla de cada una antes de inclinarse para besar sus frentes.

Celeste.

Liliane.

Evadne.

Syelith.

Mirabelle.

Elysia.

Cada una de ellas era una pieza clave en su estrategia, y las había criado para serlo.

—Despierten, mis niñas —murmuró con suavidad, pero con la urgencia de quien sabe que el tiempo apremia—. Tenemos que irnos.

Las jóvenes, bien entrenadas para obedecer sin quejas, se levantaron con rapidez, frotándose los ojos antes de asentir. No hubo protestas, no hubo llantos ni preguntas innecesarias.

Ellas sabían que cuando su madre hablaba con esa voz, significaba que el peligro estaba cerca.