LVI

Maximiliano Marsdale contemplaba la fría luz del amanecer filtrándose entre las montañas, el ejército avanzando pesadamente y con los rostro oscurecidos y demacrados, el sonido metálico y los quejidos de los moribundos que como pudieron seguían de pie, avanzando en línea recta... Como llego a esto por segunda vez en su vida...

Desde su infancia, se le había recordado constantemente la grandeza de su linaje. Hijo de Arnulfo Marsdale, el temido "Cabellera Sangrante", y de Uta Velden, la última heredera del desaparecido condado de Gadora, su existencia misma era el producto de la guerra y la conquista. Gadora, un próspero territorio costero, había sido famoso por su riqueza y su capacidad para repeler los constantes asaltos de los norvadianos gracias a los fieros Batallones de Osos Negros, soldados endurecidos por la batalla que habían mantenido sus costas y fronteras segura por generaciones. Pero ni siquiera esos titanes pudieron detener la marea de la guerra cuando las Huestes de Sangre de Stirba descendieron sobre ellos con la furia de una tempestad carmesí.

La caída de Gadora no fue una simple conquista; fue una aniquilación. Su abuelo materno, el conde Velden, murió defendiendo sus tierras, sus soldados masacrados hasta el último hombre. Su madre, Uta, fue tomada como botín por Arnulfo, como era costumbre en Aurolia, y así comenzó la historia de Maximiliano, el hijo nacido de la unión de la sangre de dos enemigos.

Desde su nacimiento, su destino pareció marcado por los dioses mismos. Se decía que un cometa rojo cruzó los cielos la noche en que vino al mundo, pintando la bóveda celestial con los colores de su casa: el negro de la noche sin estrellas y el escarlata de la sangre derramada. Los sacerdotes negros proclamaron que era una señal divina, que los dioses Nofos lo habían bendecido.

Kradun, el dios de la guerra y el acero, le otorgó el fuego en los ojos, en el cabello y en el alma, una llama ardiente que consumiría todo a su paso. Aegri, diosa de la tierra y la fertilidad, le concedió la fortaleza para resistir las pruebas que la vida le pondría. Y Thalys, señor de la sombra y el viento, le brindó la capacidad de sumergirse en la oscuridad sin sucumbir a ella, de tomar decisiones difíciles sin ser quebrantado por la culpa o el remordimiento.

Pero no solo ellos pusieron sus ojos en él. Zorvyn, el maestro de la tormenta, lo bendijo con la furia de los cielos. Vaelith, la reina de las llamas eternas, le dio el espíritu indomable del fuego. Oras, el guardián de los océanos oscuros, lo dotó de la capacidad de navegar las traiciones y las corrientes impredecibles de la política. Tenira, madre de la caza, le otorgó el instinto del depredador que siempre acecha a su presa. Yorth, el sabio de la noche infinita, le susurró el conocimiento de los antiguos. Halthor, el juez de las almas, lo armó con el juicio para decidir quién debía vivir y quién debía morir. Y Belsara, la tejedora de destinos, entrelazó su futuro con el del continente entero.

Era un hombre marcado por la grandeza, destinado a gobernar. Algunos decían que si no fuera por el Lobo Sangriento, el Demonio Rojo habría sido el conquistador de su época. Quizás era cierto...

Maximiliano levantó el rostro cubierto de suciedad, sangre y polvo, su expresión oscurecida por la derrota. Su cabello, rojo como el fuego y enmarañado por el sudor y la sangre seca, caía sobre su frente, pegajoso por la mezcla de polvo y desesperación de dias atras. Su armadura, antaño imponente y reluciente, estaba ahora abollada, rajada en varias partes, con las placas cubiertas de grietas y manchas de sangre que ya ni siquiera sabía si eran suyas o de los innumerables hombres que habían caído a su alrededor.

Su caballo, un semental rojizo de poderosa estampa, parecía compartir su desdicha. La bestia, con el lomo cubierto de heridas y espuma seca en el hocico, mantenía la cabeza gacha, exhausta y temblorosa. Sus patas, ennegrecidas por el barro y la sangre, apenas lograban sostenerlo. Un reflejo perfecto de su jinete.

Sus hombres no estaban mejor. Los otrora gloriosos "Ejércitos de Sangre Real" de Stirba, formado por las élites de la nación, veteranos que habían luchado en más de un centenar de batallas, avanzaban sin un verdadero rumbo, arrastrando los pies sobre el camino de tierra. Algunos cojeaban, otros tenían los rostros cubiertos de vendas improvisadas, y muchos ni siquiera hablaban. La derrota había sido absoluta. No fue una batalla más, no fue un simple revés en una campaña. Fue una humillación. Y lo peor de todo, una humillación a manos de un niño.

Iván Erenford.

Un mocoso de no más de quince años había hecho lo que ningún gran estratega, ningún veterano de incontables campañas había logrado antes.

El solo pensamiento hizo que Maximiliano apretara los dientes hasta que la mandíbula le dolió. Era ridículo. Él tenía todo para ganar. Su ejército no solo estaba compuesto por las tropas más curtidas, sino que además poseía la disciplina de hierro de Stirba, la lealtad inquebrantable de los hombres que lo seguían, la experiencia de generales que llevaban décadas guerreando en los campos de Aurolia. Y aun así, perdió.

Los sacerdotes negros decían que su padre tenía el favor de los dioses, pero si eso era cierto, entonces esos mismos dioses se burlaban de él ahora. Su destino debía haber sido otro. A sus treinta años, según las profecías y los augurios, debía haber conquistado al menos una cuarta parte del continente, debía haber cimentado su legado con sangre y fuego, pero en lugar de eso, marchaba con el rabo entre las piernas, derrotado, humillado.

Mientras cabalgaba lentamente entre sus soldados derrotados, su mente lo arrastró a un pasado que creía enterrado. Recordó otra guerra. Otro fracaso.

Kenneth.

La ira lo inundó, amarga, ardiente.

Kenneth Erenford. El Lobo Sangriento.

Había quienes decían que su nacimiento estuvo marcado por una maldición. Se susurraba en las cortes que mató a su madre al nacer, que los dioses lo castigaron desde su primer aliento. Pero si realmente fue maldecido, entonces esa maldición lo había hecho invencible. Porque Kenneth no era solo un guerrero. No era solo un líder. Era un conquistador en su estado más puro.

Cuando sus nombres comenzaron a escucharse en el continente, quedó claro quién era superior. Maximiliano, con todo su linaje, con toda su preparación, con toda la sangre noble que corría por sus venas, había necesitado cientos de estrategas, el mejor general de Stirba y meses de planificación para enfrentarse a su primera gran batalla… y aun así perdió. Kenneth, en cambio, con menos de cinco legiones de hierro, había arrasado tres condados y dos baronías en un solo día.

Ese hombre no tenía rival.

Sus ojos dorados eran lo primero que la gente notaba en él. No eran ojos humanos. Eran fuego, una ardiente llamarada de ambición y hambre. Mirarlo fijamente era como ver el sol en su máximo esplendor: cegador, ineludible, abrumador. Su sola presencia bastaba para someter a quienes se le oponían. Su voluntad era hierro, su astucia era afilada como el filo de una espada y su determinación no tenía igual.

Kenneth fue el conquistador que Maximiliano siempre quiso ser.

Celos. No lo admitiría en voz alta, pero los sentía. Unos celos corrosivos, inescapables.

Por esos celos, por ese orgullo herido, formó la primera coalición que el continente había visto en siglos. Dos ducados, un marquesado, quince condados, veinte vizcondados y doce baronías se unieron bajo su mando para frenar el avance del Lobo Sangriento. La guerra que siguió fue una de las más brutales de la historia reciente, y aunque Maximiliano nunca se lo diría a nadie, en el fondo de su alma sabía la verdad: Kenneth había sido el vencedor desde el principio.

Y ahora, su hijo…

Iván Erenford.

El muchacho no tenía los ojos de su padre. No había en su mirada el fuego devorador de Kenneth. No había en su presencia esa sensación de inminente destrucción. Sus ojos eran distintos: fríos, como zafiros pulidos hasta el punto de la perfección. Eran como el hielo, gélidos, calculadores, carentes de la pasión abrasadora de su progenitor. Y sin embargo, logró hacer lo que nadie más pudo.

Kenneth, ¿qué monstruo engendraste?

Maximiliano sintió su ira crecer como una tormenta en su interior. Era un veneno lento, una corriente hirviente que fluía por sus venas, encendiendo cada fibra de su ser con una furia amarga y sofocante. Sus heridas dolían, su cuerpo estaba magullado, cubierto de laceraciones y golpes que habían dejado su carne amoratada y su piel pegajosa con sangre seca. Pero nada de eso se comparaba con el peso que oprimía su orgullo, con la humillación de haber caído ante un niño.

Era la misma humillación que lo había devorado vivo en el pasado.

Kenneth Erenford.

Aquel maldito nombre todavía resonaba en su mente como una maldición grabada en fuego y hierro. No importaba cuánto tiempo pasara, no importaba cuánto poder amasara, nunca podía escapar de su sombra. Durante los años de guerra, había enfrentado a un hombre cuya genialidad militar lo había reducido a un mero espectador en su propia historia.

Kenneth Erenford no era un simple comandante. No era un noble jugando a la guerra con la vida de otros. Era un conquistador en su estado más puro, un depredador que veía el campo de batalla como su dominio natural, un escenario donde cada jugada, cada sacrificio, cada movimiento estaba calculado con la precisión de un reloj divino. Y Maximiliano, con todos sus recursos, con todo su linaje, con todos los ejércitos que puso en su contra, nunca pudo igualarlo.

El gran ejército de la coalición, compuesto por más de quinientos millones de hombres, fue reducido a cenizas por la despiadada estrategia de Kenneth y sus doscientas legiones de hierro.

Setenta y nueve millones seiscientos mil legionarios.

Ese era el número de soldados que Kenneth comandó contra el mayor ejército jamás reunido en el oeste de Aurolia. Y aun así, ganó.

Pero no fue una simple victoria. Fue un baño de sangre sin precedentes.

Cada batalla que se libró contra él se convirtió en un testamento de su genio y su crueldad. Generales de todos los rincones de los territorios aliados, comandantes con décadas de experiencia, estrategas que habían sobrevivido a incontables conflictos, todos cayeron uno por uno, incapaces de igualar la mente de Kenneth.

Todos menos uno.

El marquesado de Thaekar había enviado a su familia militar más prestigiosa, los Ronkler. Eran una línea de generales y estrategas brillantes, una familia cuyo legado estaba forjado en el arte de la guerra, y que había permitido a Thaekar no solo ascender, sino también sobrevivir a lo largo de las generaciones.

De los diez miembros de la familia que fueron enviados a la guerra, solo uno logró destacarse entre el caos: Federik Ronkler.

Segundo hijo del temido Graham Ronkler, mejor conocido como "El Viejo".

Fue el único hombre capaz de ver a través del genio de Kenneth, de prever sus movimientos, de idear una estrategia lo suficientemente elaborada como para sellar su destino.

La Batalla del Lago Carmesí.

La trampa más meticulosa y despiadada jamás planeada en la historia de la guerra.

Kenneth, un guerrero perfecto, un comandante cuya mera presencia podía cambiar el curso de una batalla, debía ser eliminado con un solo movimiento, de forma precisa y letal. No podía darse el lujo de escapar. No podía permitirse la posibilidad de una retirada estratégica. Y así, los Ronkler diseñaron una trampa que lo obligaría a la confrontación final, una que incluso él no podría esquivar.

El terreno fue su prisión.

El lago, su verdugo.

La coalición utilizó la geografía a su favor, orillando a Kenneth y a su ejército hacia una posición donde no habría retirada posible. Durante semanas, mientras eran masacrados encontraron el terreno, prepararon las rutas de escape, asesinaron a todo exploradores y atacaron las líneas de suministros, esparcieron información falsa. Lo obligaron a moverse hacia el punto exacto donde querían que estuviera.

Y cuando Kenneth cayó en la trampa, cuando su ejército quedó rodeado, lo desataron todo.

Olas humanas, proyectiles, millones de vidas para evitar que Kenneth escapará, una batalla que duro un dia entero

Un ataque tan brutal y despiadado que ni siquiera el invicto Kenneth pudo salir con vida.

Había muerto.

Y con él, debería haber muerto su legado.

Pero lo que la coalición no había previsto era lo que vendría después.

Los generales de Kenneth, aquellos que habían servido bajo su mando, aquellos que habían jurado su vida a él, no se derrumbaron ante su muerte. No se retiraron, no aceptaron la derrota. En su lugar, se volvieron locos. Locos de rabia, de dolor, de desesperación. Lo que siguió no fue una guerra, fue un exterminio.

El suelo se volvió rojo.

Tan rojo que parecía que el lago entero se había desbordado sobre la tierra.

Cuando la coalición se derrumbó, cuando los territorios que habían participado en la guerra volvieron a sus hogares para prepararse para las concesiones de paz o reforzar sus defensas, fue cuando el verdadero infierno comenzó.

Zusian estaba en una inferioridad numérica aplastante. No tenían la cantidad de tropas necesarias, no tenían los recursos, no tenían las rutas de suministro. Pero aun así, en su locura y sed de venganza, fueron capaces de arrasar con todo a su paso.

Dos ducados. Un marquesado. Quince condados. Veinte vizcondados. Doce baronías, reducidas casi hasta la extinción.

Stirba fue de los primeros en sentir el peso de su ira. Y la mano que lo ejecutó fue la del hombre que se ganó el título de Primer General del Ducado de Zusian.

Roderic Ironclaw. El Invicto. O como lo llamaban aquellos que sobrevivieron a su paso: El Demonio de Ojos Azules.

Ese hombre, junto con sus legiones, estuvo a punto de exterminar completamente el ducado de Stirba. Pero no fue el único.

El Marquesado de Thaekar tuvo que enfrentar a un monstruo aún peor. Thornflic Bladewing. La Espada del Verdugo. Tercer General de Zusian. Un hombre cuya sed de sangre no conocía límites, cuya furia lo llevó a masacrar todo a su paso. No hubo alma que escapara de él, no hubo familia que se salvara, desde hombres hasta bebés, todo lo que vio fue reducido a nada.

Lucan Frostblade, el Oso Blanco. Un monstruo con forma de hombre, una leyenda viviente, una bestia cuyo nombre evocaba el crujir de los huesos bajo el peso de su hacha, el estruendo de las puertas derribadas y los gritos agonizantes de pueblos enteros devorados por su furia. Un guerrero tan imponente que parecía más un titán que un mortal, con su barba blanca manchada de sangre, sus ojos gélidos como los inviernos del norte, y su armadura cubierta de cicatrices de mil batallas.

La guerra había despertado su verdadera naturaleza, una sed insaciable de destrucción que lo llevó a exterminar todas las baronías y casi todos los condados de la coalición. Ningún señor feudal, ningún caballero, ningún campesino sobrevivió a su paso. No diferenciaba entre nobleza y plebe, entre soldados y mujeres, entre guerreros y niños. Para él, todos eran enemigos. Todos debían pagar.

Pero no estuvo solo.

Varyn Firestorm, el Cuarto General, y Quentin Shadowstrike, el Sexto General, cabalgaron junto a él, como heraldos del apocalipsis. Sus ejércitos descendieron sobre el Ducado de Zanzíbar como una tormenta de fuego y acero. Miles de ciudades y poblados fueron saqueados, quemados hasta sus cimientos, sus habitantes masacrados sin piedad. Varyn, un gigante de cabellos dorados y su alabarda, devasto murallas y partió cráneos con la misma facilidad, mientras Quentin, ejecutaba a la nobleza de Zanzíbar con una precisión quirúrgica, masacro todo lo que se intento rebelar, se decia que habia tantas cabezas que fácilmente se puso hacer cientos de montañas similares a las de Karador con los cráneos de los habitantes de Zanzíbar.

Y entonces estaba Gerath Dreadtide, el Quinto General. El Espectro Gris. Nadie sabía de dónde venía, y pocos vivieron para contar cómo desaparecía. Se movía entre la niebla como un fantasma, dejando aldeas enteras en silencio sepulcral. Se decía que tenía un rostro inexpresivo, vacío de emoción, y que su hacha nunca se manchaba de sangre, porque cada golpe suyo mataba de inmediato, sin derramar ni una gota. Su furia fue más calculada, más metódica, pero no por ello menos devastadora. Baronías enteras fueron erradicadas de los mapas, linajes enteros—puros y bastardos—se extinguieron bajo su hoja sin que nadie siquiera notara cuándo o cómo ocurrió.

Y si Lucan Frostblade era una bestia y Gerath Dreadtide un espectro, Cedric Eisenwald, el Octavo General y sus tres hermanos, era un montón de ancianos que habían olvidado lo que significaba la compasión.

Se decía que eran tan viejos como el mismo ducado de Zusian, veteranos de guerras pasadas, alguien que había visto tanto horror que ya no distinguía entre la vida y la muerte. Sus soldados los llamaban los "Viejos Carroñeros", porque dondequiera que iba, solo quedaban huesos y cenizas. Junto a él marchaba Lucian Daggerfell, el Décimo General, un hombre de ojos oscuros y sonrisa cruel, cuya espada era tan rápida que los condenados solo sentían el frío acero en su garganta antes de que la oscuridad los reclamara.

Pero dos nombres no estuvieron presentes en esa masacre.

Alaric Valtieri, el Séptimo General, y Felix Swiftwing, el Noveno General, fueron los únicos que no participaron en la masacre. No porque les faltara sed de venganza, sino porque estaban custodiando las demás fronteras de Zusian, asegurándose de que ningún enemigo aprovechara la guerra para atacar desde otro frente.

Aún así, se decía que su furia seguía latente, como una bestia enjaulada, esperando el momento adecuado para ser liberada. Y cuando finalmente se les diera la oportunidad de desatar su furia sobre aquellos territorios que sobrevivieron, no habría piedad.

Pero incluso el infierno tiene su fin.

No porque la guerra se detuviera, sino porque el infierno mismo se había devorado a sí mismo. Las tropas zusianas, consumidas por su propia sed de sangre, comenzaron a quedarse sin hombres, sin armas, sin provisiones. A pesar de su brutalidad, la guerra no podía continuar eternamente. Y fue entonces, en ese preciso momento, cuando nació el hijo de Kenneth.

Iván Erenford. Los generales, aquellos monstruos de la guerra, detuvieron la masacre y regresaron a Zusian. Maximiliano aún recordaba ese momento con claridad, como si el destino le hubiera enviado una advertencia silenciosa. El día en que entendió que el infierno no había terminado.

Ahora, nuevamente derrotado en tierras zusianas, sentía el peso de aquella misma desesperación aplastándole los pulmones. Sabía que su alianza con Zanzíbar estaba en peligro.

Sabía que los soldados de élite de aquel ducado estaban resentidos y furiosos. Fueron utilizados, sacrificados como perros y luego desechados sin miramientos. No era una sorpresa. Zanzíbar siempre había tenido una calidad militar mediocre, con una nobleza más preocupada por la política y economía que por la guerra, pero el hecho de que hubieran sido humillados dos veces consecutivas, tanto en la primera guerra como en esta, estaba generando un resentimiento difícil de contener.

El odio crecía entre los hombres como una enfermedad, y él lo podía sentir en cada mirada, en cada murmullo apagado, en cada gesto de desprecio apenas disimulado.

Y para colmo, Caelan, el imbécil de Caelan, se encontraba medio muerto después de su combate contra Iván. Ese simple hecho significaba que se había ganado un nuevo enemigo. Su esposa. La mujer con la que había sellado su alianza con Zanzíbar. Sabía que en cuanto ella descubriera lo que había sucedido, lo odiaría con cada fibra de su ser. Pero, ¿qué importaba una mujer cuando el filo de la muerte mordía su cuello a cada minuto?

Se encontraba atrapado en una red de intrigas, rodeado de enemigos disfrazados de aliados, con traidores ocultos bajo juramentos de lealtad y cobardes que sólo esperaban la oportunidad de apuñalarlo por la espalda. La traición era un veneno silencioso que se filtraba en cada rincón de su ejército, en cada mirada esquiva de sus oficiales, en cada palabra dicha con demasiada cautela. Y aunque sabía que aún contaba con la lealtad fanática de sus soldados más cercanos, de sus generales más brutales, eso no lo reconfortaba. No cuando la derrota aún ardía en su piel como una herida abierta. No cuando el hedor de la humillación lo consumía desde adentro, alimentando una furia que crecía con cada respiro, con cada maldito pensamiento que cruzaba su mente.

Estaba furioso. No, furioso era un eufemismo. Estaba sediento de venganza, ansioso de derramar sangre, de desatar una tormenta de fuego y acero sobre aquellos que se habían atrevido a humillarlo. Quería ver el mundo arder, reducir a cenizas todo lo que se interpusiera en su camino. Destruir, aniquilar, arrancar de raíz a los gusanos que osaban desafiar su autoridad. ¿Pero contra quién descargar esa ira? ¿Contra sus propios hombres? ¿Contra los soldados de Zanzíbar, esos incompetentes que sólo servían como carne de cañón con bonitas armaduras? ¿Contra los oficiales que le habían fallado?

Sí. Todos ellos eran responsables. Todos eran inútiles. Sus soldados, sus generales, los cobardes de Zanzíbar… ninguno merecía su respeto. De qué servía tener un ejército si estaba compuesto por débiles, por idiotas que se dejaban aplastar por un mocoso. ¿Cómo demonios era posible que la élite de Zanzíbar, con todos sus recursos, con toda su riqueza, con toda su supuesta disciplina, no fueran más que un muro de carne esperando ser destrozado? Eran escoria, una bola de mierda envuelta en oro. No eran guerreros, eran parásitos, ratas que se escondían detrás de su dinero y su estatus, esperando que alguien más hiciera el trabajo sucio por ellos. Y él había sido un imbécil por confiar en ellos, por pensar siquiera por un instante que serían útiles.

Pero, ¿con quién más podía haberse aliado? El ducado más cercano estaba demasiado lejos, y en el camino había vizcondados, marquesados y condados enemigos, todos hambrientos por un pedazo de su cadáver si mostraba el más mínimo signo de debilidad. No tenía otra opción. Había tenido que confiar en esos inútiles de Zanzíbar. Y ahora pagaba el precio por ello.

Y no es que estuviera más contento con sus propios soldados. De qué le servía tener bestias como sus grandes generales si no podían hacer nada cuando más se les necesitaba. Instintos. Habilidades. Prestigio. Todo pura mierda. Arkadi Roganov y Kaelric Vardros, dos titanes que se jactaban de ser los pilares de su ejército, no habían sido más que una maldita decepción. La fuerza bruta de Arkadi, esa brutalidad que lo convertía en una máquina de guerra, no sirvió de nada. Kaelric, con toda su mente estratégica, con toda su supuesta brillantez táctica, tampoco pudo hacer nada. Dos idiotas, dos grandes inútiles que se habían visto superados por un niño.

Al menos el perro de Zanzíbar, Taruk Arzakh, había logrado algo. Mantener a Iván en jaque, aunque fuera a costa de sacrificios absurdos. No había sido una batalla elegante, no había sido una estrategia digna de respeto. Había sido una carnicería, una guerra de desgaste en la que miles de sus propios hombres fueron lanzados al matadero como ganado. Olas de ataques humanos, cuerpos apilados como montañas, sangre cubriendo el suelo como un océano carmesí. Una táctica patética. Brutal, pero efectiva. Por un momento, por un instante efímero, parecía que estaban logrando lo imposible.

Pero no fue suficiente.

Y ahora él estaba aquí, atrapado en esta jaula de frustración y rabia, sin un blanco claro para su furia. Su mente era un torbellino de pensamientos oscuros, de impulsos asesinos que apenas podía contener. Quería gritar, quería destrozar algo, quería matar, quería arrancar la piel de aquellos que le fallaron y hacerlos pagar con su carne y su sangre.

Cada músculo de su cuerpo temblaba por la contención, sus nudillos se volvían blancos por la fuerza con la que cerraba los puños. Su respiración era pesada, entrecortada, un intento desesperado por domar la bestia que rugía dentro de él.

Pero el problema era que la bestia ya había despertado.

Se mordió la lengua hasta sentir el sabor metálico de la sangre, como un último intento de mantener el control sobre sí mismo, de sofocar la furia abrasadora que se acumulaba en su interior como una tormenta lista para estallar. Su mandíbula estaba tan tensa que los músculos de su rostro dolían con cada respiración, y sus manos apretaban con tal fuerza el mango de su alabarda que los nudillos se le habían puesto blancos.

Mientras avanzaba, podía sentir que su caballo estaba al límite. El animal, cubierto de espuma y sudor, jadeaba pesadamente con cada paso, sus patas tambaleándose bajo el peso de la armadura y el agotamiento. No era el único. A su alrededor, sus soldados parecían fantasmas de lo que alguna vez fueron: hombres cubiertos de polvo, con la piel pálida y agrietada, los ojos hundidos por el cansancio y la desesperación, las armaduras abolladas y teñidas de rojo seco. Algunos apenas podían mantenerse en pie, pero avanzaban de todos modos, como cadáveres caminando por pura inercia.

Entonces, el sonido de cascos apresurados rasgó el aire.

Un galope frenético, veloz, cargado de urgencia.

No pudo evitar maldecir internamente.

Otra escaramuza, pensó, abatido. ¿Cuántas más tendrían que soportar antes de poder siquiera recuperar el aliento? Sus guardias reaccionaron de inmediato, colocándose al frente, formando un muro de carne y acero a su alrededor. Pero algo estaba mal. Esta vez, no eran jinetes enemigos.

Los soldados más cercanos apenas reaccionaron, dejando que el recién llegado pasara sin oponer resistencia. No había energía ni para levantar sus armas contra lo que, a simple vista, era solo un mensajero.

El jinete se detuvo bruscamente frente a él, su caballo cubierto de espuma y con los ojos inyectados en sangre por el esfuerzo. Apenas pudo controlar la montura al desmontar de un salto.

—Su Gracia… noticias… dos noticias… —jadeó, con la voz entrecortada por la fatiga y el esfuerzo.

Las palabras flotaron en el aire por un instante, y la forma en que el mensajero hablaba, con prisa y nerviosismo, hizo que la presión en su pecho se intensificara.

—Habla.

—Se ha divisado un ejército zusiano en las fronteras con Theakar —informó el mensajero, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

El impacto de esas palabras cayó sobre él como un martillo.

¿Cómo?

¿Cómo un segundo ejército había atravesado las montañas sin ser detectado?

¿Cómo era posible que Theakar hubiera permitido que las tropas zusianas llegaran hasta sus fronteras sin dar la alarma antes?

—¿Cuántos? —preguntó, su voz gélida, su mandíbula apretada con tanta fuerza que sintió un dolor punzante recorrer su mandíbula.

El mensajero tragó saliva, como si dudara en responder.

—Se dirigen a la Línea de Defensa de Valkenheim… según los exploradores, es Thornflic Bladewing… y viene con más de diecisiete millones de hombres.

El silencio que siguió fue denso como la niebla antes del amanecer.

Diecisiete millones.

Por un momento, incluso su ira quedó eclipsada por el peso de la cifra.

Era una sentencia de muerte.

Dos ejércitos tratando de flanquearlos, uno al sur con Iván Erenford, el otro avanzando desde el norte. Era una maniobra que los asfixiaría lentamente, un cerco que, si se cerraba del todo, significaría el fin. Sus fuerzas estaban exhaustas, sus recursos menguaban con cada día que pasaba, y sus hombres… sus hombres ya estaban al límite.

Se llevó una mano al rostro, cubriéndose los ojos por un instante, mientras su mente procesaba la situación. Solo le quedaba esperar que la Línea de Defensa de Valkenheim resistiera lo suficiente. Necesitaban tiempo, aunque fuera solo un poco, para reagruparse, para reorganizarse, para encontrar una forma de frenar a Iván antes de que los refuerzos zusianos llegaran a su espalda y los aplastaran por completo.

—¿Y la otra noticia? —preguntó, su tono cortante, impaciente.

El mensajero vaciló, y eso solo hizo que su ceño se frunciera aún más.

—Lady Lyrith Maenon ha abandonado Dolgoth junto a sus hijas… se dirige a Zanzíbar.

El desprecio cruzó su rostro al escuchar ese nombre.

¿Y qué?

¿A quién le importaba esa zorra?

Que huyera, que corriera con la cola entre las piernas, que intentara buscar refugio en los brazos de quienes la acogieran. No tenía tiempo para preocuparse por una mujer que, en este punto, no significaba nada para él.

—Déjala —ordenó sin vacilar, sin un ápice de emoción en su voz—. Manda aves para informar a las Huestes de Sangre que están con el duque Eberhard Maenon que se retiren y regresen a Stirba. También informa a las Huestes de Sangre en reserva que se preparen. Eso es todo.

El mensajero asintió de inmediato y salió disparado con la misma prisa con la que había llegado.

Pero él seguía ahí, inmóvil, sintiendo cómo la sombra del desastre se cernía sobre él.

Los dados ya habían sido lanzados.

Y el destino ni los dioses eran amables con los hombres que se encontraban al borde del abismo.