Semanas difíciles, sí. Semanas de agotamiento físico, de resistencia al hambre, al frío, a la fatiga, de marchas incesantes a través de los traicioneros valles y montañas de Karador. Avanzaban como una máquina imparable, un torrente de acero y sangre que se abría paso sin importar los obstáculos. Los fuertes y poblados que intentaron acosarlos fueron reducidos a escombros y cenizas, dejando tras de sí un rastro de cadáveres y fuego. No importaba cuántos exploradores enviaran, no importaba qué tan bien conocieran los senderos ocultos; las montañas siempre traicionaban a los vivos. Guerrillas intentaron ralentizar el avance con emboscadas desesperadas, usando los riscos y los estrechos senderos en su favor, pero la respuesta fue simple, algo de tortura y masacres. Y mas importante, el miedo como estandarte.
Cada legionario llevaba a su cintura varias cabezas cercenadas, oscilando con cada paso, testigos silentes del destino de aquellos que osaban resistirse. No había piedad, no había tregua. La moral enemiga se desplomaba como los cuerpos que colgaban de improvisados postes de ejecución, la carne hinchada y oscura bajo el sol inclemente, los ojos vacíos y la piel lacerada por el castigo del tiempo y la violencia. Era una estrategia tan efectiva como cruel: cuando el enemigo veía a los legionarios marchar, no veía solo soldados, veía heraldos de la muerte.
Aun así, no salieron ilesos.
Las montañas de Karador cobraron su precio. Ataques furtivos, deslizamientos de tierra provocados, trampas minuciosamente colocadas en los desfiladeros. Hubo bajas. Casi veinte millones de hombres comenzaron la campaña en Karador, batallas habían echó estragos en sus números y ahora, con ése rápido avance, los heridos y los muertos acumulados en cada emboscada, en cada fuerte conquistado, quedaban unos diecisiete millones ciento noventa y seis mil. Entre ellos, sus cuatro mil Desolladores Carmesí, su guardia personal.
El descenso de las montañas fue una bendición para los hombres agotados, pero para Thornflic Bladewing fue algo más. Un recordatorio.
Thaekar.
Era un nombre que evocaba sangre y cenizas. Fue aquí donde su sombra se había grabado con hierro ardiente en la memoria de la historia. Él había sido la causa de la reducción de la población en un cuarenta por ciento. Era un hecho registrado, una estadística fría y aterradora para sus enemigos. Había reducido el marquesado hasta casi su aniquilación, había hecho arder sus campos, quebrado sus fortalezas, ahogado sus ríos con cadáveres. Pero ahora, años después, volvía a ver su obra con nuevos ojos.
El odio.
El miedo.
La hostilidad de los pocos que quedaban en Thaekar lo seguía como un susurro entre las ruinas.
Avanzaron sin prisas, pero sin pausas. Fue una lenta marea de destrucción. Castillos, fortalezas, ciudadelas. Ciudades y pueblos. Algunos se rindieron sin luchar. Otros intentaron resistir y pagaron el precio. Cuando al fin llegaron a las fronteras de Stirba, a los límites donde la tierra del ducado comenzaba, Thornflic detuvo su caballo y contempló el paisaje con sus ojos color sangre.
La linea de defensa de Valkenheim, las defensas fronterizas de Stirba se erguían frente a él como una línea de dientes de hierro.
En la distancia, las murallas fortificadas se alzaban como cicatrices en la tierra. Eran gruesas y altas, hechas de piedra oscura, con torres almenadas en intervalos regulares. Cada torre tenía balistas preparadas, y en las murallas se veían centenares de miles de ballesteros y arqueros apostados, listos para defender el paso. Habían reforzado las puertas con placas de hierro forjado, y frente a la entrada principal, fosos profundos llenos de estacas y braseros ardientes aguardaban a cualquier insensato que intentara un asalto frontal.
Detrás de la primera muralla, podía distinguir la estructura escalonada de sus defensas. Otra línea de fortificaciones más pequeñas se extendía detrás de la principal, formando una red de pasillos elevados desde donde los defensores podrían continuar la lucha en caso de que la primera línea cayera. Más allá, en la colina, un fuerte se alzaba, su estructura maciza de piedra negra dominando el horizonte. Era el núcleo de la defensa fronteriza, el último bastión antes de que se pudiera acceder a Stirba.
Pero no solo eran los muros.
Las fuerzas estaban listas. Desde su posición, Thornflic podía ver la multitud de estandartes ondeando al viento. Las tropas stirbanas habían sido convocadas en masa. Filas de infantes pesados con sus armaduras pesadas, escudos engalanados con el emblema de Stirba. Caballería de élite, con sus monturas protegidas por bardas de metal y sus jinetes envueltos en capas gruesas para resistir el frío de las montañas. Y en los flancos, grupos de soldados ligeros, preparados para maniobras de flanqueo y emboscadas.
Era una defensa bien organizada. Un muro de acero y fuego.
Thornflic sonrió, un gesto torcido y cruel.
—Interesante —murmuró, con una voz apenas audible sobre el viento.
Giró el rostro y observó a sus hombres. Guerreros curtidos, endurecidos por incontables campañas. Soldados que no conocían el significado del miedo ni el concepto de la derrota. Las cicatrices en sus cuerpos hablaban más que cualquier historia, sus miradas vacías reflejaban el vacío que habían dejado atrás.
—Hagan los preparativos —ordenó finalmente, su tono indiferente, como si no estuviera a punto de iniciar un asedio que podría durar meses o quizás años—. Esta será una cacería interesante.
Su caballo se movió inquieto bajo su peso, como si percibiera la anticipación, la inminencia del derramamiento de sangre.
Las fronteras de Stirba estaban listas para la guerra. Pero Zusian no era un enemigo común. Y él, Thornflic Bladewing, no era un hombre común.
Los stirbanos lo sabían. Por eso, cuando sus tropas hicieron su movimiento, cuando los primeros destacamentos de avanzada se aproximaron a la frontera con un paso firme y amenazante, los defensores no dudaron en ordenar la retirada de las fuerzas apostadas en las tierras exteriores. Un intento patético de mostrar prudencia, o tal vez de demostrar que aún tenían algo de valor. Pero Thornflic no era un hombre impresionable, ni mucho menos indulgente. No lo sorprendió que sus enemigos tomaran la decisión más sensata. Al ver la masa de soldados zusianos, al notar los estandartes dorados con el lobo en campo negro flameando al viento con un aura de inevitable fatalidad, al escuchar los tambores de guerra resonar como un trueno que anunciaba la tormenta, entendieron que resistir en campo abierto era suicida. Así que huyeron tras sus murallas, como ratas buscando refugio en su último agujero.
No importaba. Las órdenes fueron claras y rápidas.
Los ingenieros y artilleros se movilizaron de inmediato. Los enormes trebuchets y catapultas comenzaron a instalarse en posiciones estratégicas, apuntando con precisión a los puntos más vulnerables de las murallas enemigas. Cada una de esas gigantescas máquinas de asedio eran impresionantes con sus grandes contrapesos, ajustados con meticulosa precisión, permitirían lanzar proyectiles de piedra maciza, escombros y, si la situación lo requería, cuerpos podridos para desmoralizar a los sitiados. Los ingenieros comenzaron la construcción de las torres de asedio con rapidez. Cada una de estas estructuras móviles, reforzadas con gruesos tablones de madera y cubiertas con pieles húmedas para resistir el fuego enemigo, era una amenaza imparable que, en cuestión de horas, transformaría el asedio en un asalto directo.
Los tambores continuaban con su ritmo, golpes constantes y pesados que reverberaban en el suelo, un latido oscuro que se extendía por todo el ejército como un llamado primigenio a la matanza. Los cuernos de guerra se alzaban de cuando en cuando, emitiendo notas largas y profundas que servían como órdenes codificadas para cada unidad. En cuestión de minutos, la disciplina de los legionarios quedó demostrada. Los regimientos se acomodaron en formaciones impecables, cada soldado en su lugar. Era un espectáculo aterrador para cualquiera que lo viera desde la seguridad de la muralla: una máquina de guerra gigantesca formada por carne y voluntad inquebrantable.
El viento estaba de su lado. Medio día, pero la brisa era fría y constante. Las banderas ondeaban con agresividad, como si fueran parte de la misma determinación brutal que impulsaba a las legiones zusianas. Sin embargo, el clima no era un obstáculo. Todos estaban acostumbrados al frío. Lo habían soportado en otras campañas, en otros asedios que habían durado meses en las regiones más despiadadas de Karador y de los dominios del norte. Esta no sería la excepción.
Desde su posición elevada, Thornflic observó a sus hombres con una calma casi inhumana. Sus ojos color escarlata recorrían las formaciones con la frialdad de un verdugo analizando la calidad de su hacha antes de una ejecución. No hubo necesidad de gritar, de lanzar discursos grandilocuentes o de encender la moral con palabras vacías. Su mera presencia era suficiente. Sus legionarios lo conocían. Sabían de lo que era capaz. No necesitaban que les recordara el motivo de esta guerra ni el precio de la derrota. Para ellos, no había derrota. Solo victoria o la muerte.
Pero a diferencia de otras campañas, donde las ciudades caían rápido gracias a sus infiltrados, esta vez no hubo tiempo para ese lujo. Stirba había cerrado sus puertas con una rapidez que casi le resultaba insultante. Cobardes. Se acurrucaban tras sus gruesas murallas como cerdos en un matadero, esperando a que el carnicero viniera por ellos. Thornflic no tenía intención de darles la satisfacción de un asedio prolongado. No iba a desperdiciar meses en una guerra de desgaste. Tenía un ejército superior en número y en ferocidad. Haría que esa ventaja contará. Ademas no podia permitir que un ejercito de Regimientos Plateados lo rodearan y masacraran.
El tiempo jugaba en su contra, pero no por eso iba a actuar con precipitación. Cada movimiento tenía que ser calculado.
Los legionarios se posicionaron en formación, disciplinados y mortales, cada uno preparado para su rol en la matanza inminente. Los ingenieros terminaron el ensamblaje de los últimos trebuchets y catapultas, las bestias de asedio que vomitarían destrucción sobre los muros enemigos. Las órdenes fueron dadas con un simple gesto de su mano. De inmediato, el cielo se oscureció con una lluvia de proyectiles colosales. Piedras del tamaño de carretas, bolas de fuego ardiendo como soles caídos y cadáveres podridos envueltos en aceites inflamables fueron catapultados hacia las murallas. El impacto hizo retumbar la tierra y arrancó gritos de pánico y urgencia dentro de las murallas. Algunas torres colapsaron al primer golpe. Otras resistieron, pero la continua metralla las hacía tambalear.
Los ballesteros y arqueros se posicionaron en las cúspides de las torres de asedio, listas para avanzar. Primero, se usaron torres vacías para rellenar los fosos que protegían la base de la muralla. Estas máquinas de guerra, cubiertas de pieles húmedas y vigas de refuerzo, fueron empujadas hasta desplomarse en los fosos, creando puentes improvisados. En el instante en que algunos pasos estuvieron asegurados, las torres de asedio tripuladas comenzaron su avance.
Los estruendosos tambores de guerra resonaban sin cesar, marcando el ritmo de la ofensiva con una cadencia brutal y monótona, como el tamborileo de la muerte misma. Cada golpe era un latido seco y firme, el pulso de un monstruo inmenso que devoraba todo a su paso. El viento arrastraba el hedor del aceite ardiendo, de la carne quemada, de la sangre vertida sobre la tierra seca y endurecida por el tiempo.
Desde las torres de asedio, los ballesteros y arqueros zusianos disparaban sin descanso, sus proyectiles silbaban en el aire antes de hundirse en la carne de los defensores. El enemigo respondía con igual fiereza, una lluvia de flechas y saetas descendía sobre los invasores, cada impacto perforando la carne, desgarrando músculos, rompiendo huesos. Desde las almenas, los stirbanos arrojaban jabalinas, lanzaban enormes piedras que aplastaban cráneos como frutas maduras, y las catapultas y trebuchets enemigos empezaron a disparar contra las torres. Los enormes proyectiles de piedra se estrellaban con estrépito contra la madera reforzada, astillándola en el mejor de los casos, pero en los peores casos, destrozando las torres por completo. Algunas torres se derrumbaron en una explosión de gritos y llamas, convirtiéndose en sarcófagos de madera y metal para los soldados atrapados dentro.
Las grúas de los muros comenzaron a verter aceite hirviendo sobre las torres más bajas, prendiendo fuego a algunas con un rugido furioso. El infierno descendió sobre los atacantes, la piel se derretía de los huesos, los soldados gritaban mientras ardían vivos, cayendo al vacío o rodando por las plataformas de las torres en llamas, convirtiéndose en antorchas humanas que chillaban en una agonía indescriptible. Pero incluso con el fuego consumiendo hombres y máquinas de asedio, los zusianos no retrocedieron. Los legionarios en la parte superior de las torres comenzaron a arrojar cubetas de arena y agua para sofocar las llamas, los soldados de niveles inferiores subieron a tomar sus posiciones ayudando a los que podrían ayudar y pisoteando los cuerpos de los que no tenían salvación para evitar que sufrieran de más. Era un sacrificio que no importaba.
Desde tierra se mandaron compañías de ballesteros y arqueros, protegidos por infantería pesada con escudos colosales, avanzaban cubriendo a las torres en llamas. Eran como una marea oscura e imparable, empujando con escudos a los enemigos que intentaban salir de la fortaleza, manteniendo la presión sobre las murallas con una precisión fría y despiadada.
Y entonces, por fin, las primeras torres de asedio alcanzaron los muros.
Las compuertas de madera gruesa se abrieron con un estruendo y de ellas emergieron los primeros infantes ligeros zusianos, las primeras líneas armados con largas partesanas, las demás líneas con espadas y mazas, descendiendo con la velocidad de depredadores sobre los defensores stirbanos. No hubo dudas. No hubo vacilaciones. Fue un choque de furia descontrolada contra disciplina asesina.
Los stirbanos eran brutales, guerreros nacidos del caos, hijos de la guerra más sanguinaria y despiadada. No peleaban con honor de antaño que mucho empezaban a adorar, peleaban con odio. Los mas locos tenían corazas decoradas con huesos humanos, sus armas manchadas con la sangre seca de antiguas víctimas. Con corsecas, alargadas hachas de guerra y alabardas desgarraban vientres, cercenaban cabezas con la misma facilidad con la que un leñador corta leña. Un infante zusiano recibió un golpe de alabarda en la clavícula y la hoja dentada se hundió en su carne con un crujido repugnante, pero el soldado no cayó. Antes de morir, empaló su partesanas en la garganta de su agresor y ambos cayeron al suelo, bañados en su propia sangre.
Pero los zusianos eran algo más que sanguinarios. Eran la disciplina encarnada, el terror convertido en arte de guerra. Luchaban con precisión mecánica, con cada golpe encadenado a otro, sin pausa, sin perder la formación. No gritaban, no rugían para darse ánimos, lo hacían para intimidar a sus enemigos, avanzaban con los ojos inyectados en sangre y la muerte reflejada en cada una de sus frías miradas.
Un escuadrón stirbano intentó cortar la escalera de una de las torres de asedio para evitar que más tropas zusianas descendieran, pero no lograron terminar el trabajo. Un oficial de los Desolladores Carmesí saltó desde la plataforma con un hacha en cada mano, aterrizando con la gracia de un demonio. Con un solo tajo, partió la cabeza de uno de los enemigos en dos, el acero desgarró el cráneo hasta la mandíbula, salpicando el suelo con sesos. Giró sobre sí mismo, hundiendo la segunda hacha en la espina dorsal de otro soldado antes de patear su cadáver hacia adelante, usando el cuerpo como escudo contra una lanza enemiga. No peleaban como humanos, peleaban como bestias liberadas de sus cadenas.
Los pasillos de la muralla comenzaron a teñirse de rojo. Sangre chorreaba entre las piedras, los cuerpos caían unos sobre otros en montones grotescos de carne y metal. Sus hombres no tenían compasión, no tenían misericordia. La muralla ya estaba cayendo y con ella, las líneas defensiva pronto seguiría su destino.
El enemigo intentó organizar una contraofensiva desesperada. Desde lo más profundo de la fortaleza, se escuchó el rugido de las cuernos de guerra y el rechinar de puertas colosales al abrirse. Una marea de jinetes pesados emergió con furia, miles y miles de jinetes stirbanos cabalgando en formación cerrada, las lanzas bajas, los estandartes ondeando con el viento de la batalla, los cascos de los caballos golpeando la piedra y la tierra con el estruendo de un trueno que prometía la muerte.
No cargaban con el propósito de defender su ciudad, no lo hacían con la esperanza de victoria. Eran condenados, hombres que sabían que no habría mañana y que su única opción era llevar consigo al mayor número posible de enemigos.
Las filas zusianas no flaquearon ante la estampida de muerte. La infantería pesada se adelanto para que no atacaran las torres de asedio, los infantes pesados alzaron sus escudos de torre, creando un muro impenetrable de acero y madera, con alabardas emergiendo entre los huecos, listas para recibir a los jinetes con gélida precisión. Detrás de ellos, los arqueros y ballesteros ya estaban preparados, tensando sus cuerdas con dedos firmes, desatando una lluvia de proyectiles
Thornflic, observando desde la retaguardia, alzó una mano. Con un simple movimiento de sus dedos, liberó la condena.
Desde las sombras de la línea trasera, los escorpiones de asedio que habían permanecido ocultos rugieron con una fuerza devastadora. Los enormes virotes de acero cortaron el aire como el filo de una guadaña invisible. Los proyectiles golpearon a los jinetes con una violencia aterradora, perforando cuerpos y armaduras como si fueran de papel. Un solo virote atravesó a tres caballeros al mismo tiempo, sus cuerpos quedaron ensartados como muñecos rotos antes de ser arrancados de sus monturas y lanzados contra el suelo con un estruendo.
El impacto fue inmediato, pero no suficiente para detener la embestida. Aquellos que cayeron fueron aplastados por sus propios camaradas, los cascos de guerra pisoteando carne y hueso sin misericordia.
Entonces, la infantería zusiana reaccionó.
Las primeras filas de soldados se agacharon en perfecta sincronía, levantando sus enormes escudos y permitiendo que los ballesteros detrás de ellos dispararan a quemarropa. Los virotes silbaron en el aire antes de hundirse en los cuellos, rostros y axilas de los jinetes que se acercaban a toda velocidad. Algunos se tambalearon en sus sillas, goteando sangre mientras sus cuerpos moribundos seguían montados, otros cayeron de espaldas con las gargantas destrozadas, ahogándose en su propia sangre.
Pero los stirbanos eran imparables.
Con un estruendo atronador, los primeros jinetes chocaron contra la infantería zusiana. El impacto hizo temblar la tierra, lanzando cuerpos por el aire. Las lanzas de caballería se clavaron en los escudos, atravesando algunos hasta incrustarse en la carne de los soldados tras ellos. Hubo gritos, el sonido de huesos quebrándose, de cuerpos siendo partidos en dos. Algunos soldados fueron despedazados al instante, empalados y arrojados lejos por la fuerza del golpe.
Pero los zusianos no se rompieron.
La mayoría de los escudos resistieron, y en el mismo instante en que las lanzas stirbanas quedaron atrapadas en la primera línea, la infantería zusiana respondió con precisión mecánica. Las alabardas se elevaron y descendieron con violencia. Se clavaron en los flancos de los caballos, en los muslos de los jinetes, en los rostros descubiertos de aquellos que no portaban viseras. Un jinete recibió una flecha en el ojo derecho; la punta entró con facilidad, perforando el cráneo y saliendo por la parte posterior de su casco. Su cuerpo cayó inerte antes de que su caballo se desplomara sobre él.
El combate se convirtió en una espiral de caos y sangre.
Los caballos heridos se encabritaban, pateando a sus propios jinetes, algunos relinchaban con horror mientras se desplomaban con las entrañas colgando, destripados por los filos de los zusianos. Los stirbanos que lograban desmontar en medio de la refriega continuaban luchando a pie, sus espadas anchas desgarraban carne, sus hachas destrozaban cráneos.
Un soldado zusiano gritó cuando una cuchilla le abrió el vientre, sus intestinos se derramaron al suelo y sus piernas cedieron, pero incluso entonces intentó arrastrarse con su daga, intentando acuchillar a su asesino antes de ser pisoteado por un caballo desbocado.
El barro del campo de batalla se tornó en un lodazal de sangre y vísceras. La lluvia de proyectiles no se detuvo, los escorpiones seguían disparando con precisión letal, los gritos de los heridos se ahogaban en el rugido de la guerra. Los trabuchets y catapultas aliados y enemigos seguían lanzado enormes proyectiles, escorpiones y balistas tratando de frenar a sus legionarios.
El combate se prolongó durante una hora infernal.
A cada minuto, más y más cadáveres se apilaban, el aire se volvía denso con el hedor del metal caliente, de la carne quemada, de la muerte. El fragor del combate era ensordecedor, el sonido de los cascos y las armas chocando contra la carne y la armadura creaba una cacofonía aterradora.
Las torres de asedio que aún se mantenían en pie siguieron avanzando, liberando a más tropas zusianas sobre las murallas. Mas y mas infantes ligeros saltaron desde las plataformas chocando contra los defensores stirbanos con una sed de sangre descontrolada.
Un stirbano con una cota de malla cubierta de sangre lanzó un tajo con su enorme mandoble, partiendo a un enemigo en diagonal desde el hombro hasta el vientre, las entrañas cayeron al suelo con un sonido húmedo, pero antes de que pudiera girarse, una espada le atravesó la garganta, clavándolo contra la pared de la muralla como un insecto atrapado en un alfiler.
Las puertas de la fortaleza cedieron con un crujido ensordecedor, los enormes goznes de hierro rechinaron como si la misma muralla gritara de agonía. Los pocos jinetes stirbanos que aún quedaban con vida intentaron reagruparse, girando sus caballos en un desesperado intento por frenar a los legionarios, pero el caos los devoró antes de que pudieran reaccionar. Algunos corrieron hacia las puertas, intentando cerrarlas, matando a los legionarios en su prisa por sellar la entrada, pero ya era demasiado tarde.
Thornflic rugió una orden y la caballería pesada de élite zusiana, se lanzó hacia la brecha con una furia arrolladora. Miles de jinetes, envueltos en armaduras de acero ennegrecido, descendieron sobre la entrada con la fuerza de una tempestad. Sus lanzas, afiladas como colmillos de un depredador, se alinearon en una formación perfecta, listas para perforar todo lo que se interpusiera en su camino. La tierra tembló con el estruendo de la carga, los cascos de los caballos resonaban como los tambores de un juicio ineludible.
Thornflic iba al frente, como un dios de la guerra encarnado. Montado en su bestia de guerra, un corcel negro cubierto en placas de acero, blandía sus dos enormes hachas con una maestría inhumana. No había piedad en sus ojos, solo la sed de sangre. Los primeros defensores que intentaron detenerlo fueron cortados en pedazos antes de que pudieran alzar sus armas. Una de sus hachas partió el cráneo de un soldado, hundiéndose hasta la mandíbula y salpicando a los cercanos con un rocío caliente de sangre y fragmentos de hueso. Con la otra, cercenó el brazo de otro enemigo que intentaba alzar su alabarda, dejando que el hombre se desplomara al suelo, gritando mientras su vida se desangraba en el fango.
La primera línea stirbana colapsó en un parpadeo. La embestida de la caballería zusiana era un martillo imparable que golpeaba con una brutalidad metódica. Los jinetes enemigos fueron derribados de sus monturas, aplastados bajo los cascos de los caballos, perforados por las lanzas o siendo aplastados por martillos gigantescos. La carne se rasgaba con un sonido húmedo y asqueroso, las vísceras se esparcían como lodo sobre la piedra resbaladiza. Algunos stirbanos intentaron huir a las defensas mas interiores, pero fueron atravesados por jabalinas antes de poder dar dos pasos.
Dentro de la fortaleza, la batalla apenas comenzaba.
Las murallas internas eran un laberinto de piedra y muerte, diseñadas para convertir cualquier intento de invasión en una masacre. Miles de soldados stirbanos emergieron de las sombras, desplegándose en filas apretadas, armados con mazas y martillos de guerra, arcos y ballestas disparando desde lugares cubiertos. Estaban listos para recibir a los invasores con un baño de sangre.
Las flechas silbaron desde las plataformas superiores, una lluvia mortal que cayó sobre la caballería zusiana. Algunos caballos relincharon de agonía al recibir los impactos, algunos se desplomaron con flechas clavadas en sus ojos y por el cuecos de la barda de los cuellos, arrojando a sus jinetes al suelo donde eran rematados sin piedad. Pero los zusianos no se detuvieron. Saltaron de sus monturas, blandieron sus armas y continuaron la matanza con una ferocidad aterradora.
Los combates se volvieron aún más brutales dentro de los pasillos estrechos. El espacio limitado convirtió la batalla en un baño de sangre sin escape. Se luchaba cuerpo a cuerpo, sin margen para retroceder, sin posibilidad de retirarse.
Un legionario zusiano enterró su espada en la boca de un stirbano, atravesándole el cráneo con tal fuerza que la hoja salió por la parte posterior. No tuvo tiempo de sacar el arma, así que dejó el cuerpo caer y sacó su daga para hundirla en el cuello del siguiente enemigo que se le lanzó encima. Otro soldado perdió la cabeza de un tajo de un hacha stirbana, su cuerpo decapitado siguió tambaleándose unos segundos antes de caer de rodillas, su sangre brotando como una fuente macabra.
Thornflic giraba entre los combatientes como una fuerza imparable. Sus hachas se movían en arcos perfectos, cercenando extremidades, partiendo torsos, triturando huesos. Su caballo pisó el cuello de un enemigo caído, aplastando su tráquea con la suela de su pezuña antes de partir en dos a otro stirbano que intentaba alzarse con una alabarda.
El suelo estaba cubierto de cadáveres, de miembros cercenados, de cuerpos desmembrados y rostros desfigurados. La sangre corría como ríos entre las piedras de la fortaleza, impregnando el aire con el hedor metálico de la muerte.
Sin embargo, la resistencia stirbana era feroz. Aunque los zusianos tenían la ventaja en brutalidad y disciplina, los stirbanos peleaban con una sed de sangre aterradora. Gritaban con una furia desquiciada, ahogando el dolor y el miedo con rugidos bestiales mientras se lanzaban sin dudar contra la marea enemiga. No buscaban sobrevivir, solo matar, desgarrar, mutilar hasta el último aliento.
Los cuerpos caían en montones, cubriendo el suelo de carne destrozada y vísceras humeantes. Stirbanos y Zusianos por igual eran reducidos a despojos, desmembrados por hachas de petos, perforados por alabardas, abiertos en canal por espadas desgastadas por la sangre y la guerra. Aun así, algunos stirbanos, incluso cuando sus entrañas se derramaban sobre la piedra, lograban apuñalar una última vez, hundiendo sus hojas en gargantas, ojos y entre las placas de las armaduras enemigas, asegurándose de arrastrar a sus verdugos con ellos.
Las fortificaciones internas se extendían más allá, una maldita pesadilla de muros sobre muros, pasillos angostos diseñados para embotellar a los invasores y convertir cada metro en un matadero. Había barricadas hechas de escombros y cadáveres, trampas con lanzas ocultas bajo charcos de sangre, calderos con agua y aceite hirviendo que eran volcados sin piedad sobre los zusianos que osaban acercarse.
Las tropas enemigas se replegaban lentamente hacia la segunda línea de defensa, disparando flechas y lanzando virotes desde las plataformas elevadas, asegurándose de cubrir su retirada con una lluvia de muerte. Los zusianos respondieron con escudos alzados, formando una muralla viviente mientras seguían avanzando implacablemente, escalando los obstáculos sin titubear.
Más allá, en la colina, el fuerte final se alzaba como una monstruosidad de piedra negra. Un coloso silencioso cuya presencia dominaba el horizonte, proyectando su sombra sobre el campo de batalla. Era la última defensa antes de la caída total de la defensa de Stirba, la última oportunidad de los stirbanos para contener la embestida antes de ser aniquilados.
Y Thornflic sabía que lo estaba rompiendo.
La marcha y la masacre continuaba sin tregua, pero la batalla aún estaba lejos de terminar. Mientras las demas fuerzas zusianas llegaban, la infantería pesada avanzó, formando una muralla de alabardas y escudos de torre. Sus movimientos eran mecánicos, calculados, sin un solo resquicio en su formación. Con cada paso, desplazaban cadáveres, aplastaban miembros cercenados, pisaban charcos de sangre fresca que manchaban el acero de sus grebas.
La infantería media siguió su avance con sus hachas de petos y escudos de cometa, sus yelmos cubiertos de sangre, su mirada inmutable mientras abrían cráneos y partían torsos con cada golpe certero. Sus armas se hundían en carne y hueso con un sonido húmedo y nauseabundo, arrancando gritos agonizantes de los stirbanos que aún intentaban resistir.
Los stirbanos, pese a su inferioridad en disciplina, respondieron con un frenesí salvaje. Se arrojaban contra los zusianos con dagas, espadas, mazas y hachas, con sus propias manos si era necesario, desgarrando armaduras, mordiendo gargantas, hundiendo sus dedos en cuencas oculares con tal de matar aunque fuera a un solo enemigo antes de caer.
Las partesanas de la infantería ligera zusiana avanzaban como una nube de espinas para deterlos, empalando a todo aquel que se cruzara en su camino, algunos usando sus arcos compuestos para matar a quien se interpusiera. El sonido de cuerpos perforados, de pulmones colapsando al ser atravesados, se mezclaba con el estrépito de espadas chocando, con el incesante estruendo de los tambores de guerra que seguían marcando el ritmo de la carnicería.
Entonces, con un estruendo ensordecedor, las puertas internas de la fortaleza se abrieron de golpe.
Lo que emergió de ellas no fueron stirbanos anunciando una retirada.
Era más caballería pesada.
Miles de jinetes cubiertos de acero negro, con armas que reflejaban la luz de las antorchas. Sus caballos, bestias enormes y entrenadas para la guerra, relinchaban con una furia infernal, sus pezuñas golpeando la piedra con la fuerza de un trueno. Avanzaban en formación cerrada, con sus lanzas alineadas como los colmillos de un depredador. Los estandartes de Stirba ondeaban entre ellos, desgarrados y cubiertos de sangre, pero aún alzados con orgullo.
Thornflic vio la avalancha que se cernía sobre su ejército y, en lugar de retroceder, alzó su hacha con una sonrisa cruel. No había temor en su rostro, solo la impaciencia de un hombre que ansiaba la matanza. Con un rugido gutural, señaló con su arma y sus propias fuerzas se prepararon.
Los jinetes pesados zusianos, tanto los regulares como los de élite, cargaron a su encuentro con una ferocidad sin igual. La tierra tembló cuando ambas fuerzas chocaron, una oleada de acero, carne y furia. Fue una masacre.
Los martillos de guerra zusianos descendieron triturando acero y hueso, derribando jinetes stirbanos como si fueran muñecos de trapo. Cráneos se partían como cáscaras de nuez, cuerpos reventaban bajo el peso de los impactos. El aire se llenó con los gritos de los que eran aplastados bajo los cascos de los caballos y las armas que caían sin piedad.
Las alabardas enemigas intentaron contrarrestar la brutalidad con propia brutalidad, lanzándose en embestidas desesperadas para atravesar a los jinetes zusianos antes de ser aplastados. Pero no fue suficiente. El entrenamiento y la disciplina zusiana superaban con creces la ferocidad desesperada de los stirbanos. Los stirbanos podían ser asesinos fríos y despiadados, pero los zusianos eran verdugos eficientes, soldados nacidos para la guerra y perfeccionados para la matanza.
Thornflic mismo, montado sobre su bestia de guerra, atravesó las filas con la misma facilidad con la que un cuchillo atraviesa la carne blanda. Sus hachas dentadas se movía con precisión letal, desgarrando cuerpos, arrancando cabezas, partiendo espinas. A su lado, sus Desolladores Carmesí avanzaban con él como una sombra de muerte. No eran meros guerreros, eran carniceros entrenados en el arte de la tortura y la ejecución que estaban trazando un camino de cuerpos y sangre.
Uno de ellos, con una hacha de doble filo dentado, se hundió en el cuello de un stirbano, arrancando la cabeza de su montura con la misma facilidad con la que cortaría una cuerda. Otro, con una espada flamígera, desgarró la pierna de un jinete enemigo y lo vio caer bajo los cascos de su propio caballo, su grito ahogado en un chorro de sangre.
Las líneas stirbanas comenzaron a romperse. Los que lograban mantenerse de pie lo hacían pisando los cadáveres de sus compañeros, con las manos temblorosas y la respiración agitada, pero aún aferrándose a sus armas. No había rendición en sus ojos. No habría piedad en la batalla.
La lucha continuó, brutal y despiadada. Los zusianos avanzaban sin descanso, aplastando la última resistencia enemiga antes de llegar a la última línea defensiva, la última barrera antes de la fortaleza.
Los stirbanos, ahora acorralados, gritaban ordenes con desesperación, con furia, con el instinto de bestias atrapadas. Sabían que no habría salvación, que la muerte era la única certeza, pero si iban a caer, lo harían arrastrando a tantos enemigos como pudieran al infierno con ellos.
Las escaleras de asedio fueron traídas, enormes y reforzadas con hierro, diseñadas para resistir el fuego y los proyectiles. Al grito de los cuernos de guerra, los legionarios comenzaron a treparlas como una ola imparable. Hombres con mazas, hachas, espadas y martillos de guerra subían con determinación, cada uno preparado para abrirse paso a través de la matanza.
Desde las murallas, los stirbanos respondieron con una defensa feroz. Los escorpiones lanzaban virotes tan gruesos como lanzas, perforando armaduras y atravesando cuerpos con facilidad. Un virote impactó a un soldado zusiano en pleno ascenso, arrancándole la mitad del torso y lanzando su cuerpo destrozado contra sus compañeros que trepaban detrás de él.
Las flechas y ballestas vomitaban muerte desde ambos bandos. Lluvias de proyectiles caían sin piedad sobre los atacantes y los defensores por igual. Los escudos alzados no siempre bastaban para detener la carnicería. Un arquero stirbano, con la mirada encendida por el odio, disparó con precisión quirúrgica a un comandante zusiano que daba órdenes desde la retaguardia. La flecha se hundió en su ojo, atravesándolo hasta el cráneo. El hombre cayó de su caballo sin emitir sonido alguno, su vida apagada en un instante.
Las escaleras finalmente alcanzaron las murallas, y los primeros zusianos comenzaron a saltar sobre las almenas. Allí, la lucha se volvió cuerpo a cuerpo, un amasijo de cuerpos ensangrentados, acero chocando contra acero, carne desgarrada por el filo de las armas.
Un stirbano, cubierto de sangre ajena y propia, embistió con su hacha a un invasor que acababa de poner pie en la muralla. El filo se hundió en el cuello del hombre, pero antes de que pudiera sacar su arma, otro zusiano lo empaló con una partesana, atravesándole el estómago y clavándolo contra la piedra.
En otro sector, un soldado zusiano con un martillo de guerra destrozó el cráneo de un stirbano con un golpe brutal, esparciendo fragmentos de hueso y masa encefálica sobre la muralla. Un defensor intentó apuñalarlo por la espalda, pero fue interceptado por un desollador carmesí, quien le cortó ambas piernas con un solo tajo de su espada dentada, dejándolo gritar y desangrarse en el suelo antes de rematarlo con una estocada en el pecho.
Los cuerpos comenzaron a amontonarse. La piedra ennegrecida de la muralla se tornó resbaladiza por la sangre derramada, haciendo que los combatientes tropezaran sobre los cadáveres de sus propios compañeros. No había espacio para la empatía, lastima ni para la compasión. No había tregua.
Thornflic, observando desde abajo con hacha en mano, sonrió con satisfacción. La muralla estaba siendo tomada, poco a poco, con cada litro de sangre derramada. Pero los stirbanos, desesperados, comenzaron a empujar con toda su fuerza a los invasores, algunos tomaban a un legionario o dos y se arronjaba con ellos al vacío, prefiriendo morir matando antes que permitir que la muralla cayera completamente. Los gritos de los hombres al caer se mezclaban con el estruendo del metal y el rugido del combate.
Las llamas de las antorchas iluminaban la carnicería, reflejándose en los ojos de los soldados que aún luchaban con furia desenfrenada. La última línea defensiva estaba al borde del colapso, pero aún resistía.
Las horas transcurrieron como un interminable festín de sangre. La noche ya estaba en su cenit cuando finalmente los legionarios zusianos lograron abrirse paso en un sector de la muralla. Los cuerpos amontonados servían de macabro testimonio del precio que había costado aquella victoria parcial. La sangre goteaba desde las almenas como una lluvia oscura, mientras los cadáveres colgaban inertes de las paredes, algunos aún con flechas clavadas en los ojos o el cuello, otros partidos en dos por los brutales golpes de martillos de guerra.
Uno de los portones finalmente cedió. Un grupo de legionarios, cubiertos de barro y sangre, lograron alzar las cadenas del rastrillo lo suficiente como para permitir el paso de los primeros escuadrones. Un rugido de guerra estalló en las filas zusianas, y de inmediato la infantería comenzó a avanzar con disciplina implacable.
La primera oleada que atravesó la puerta fue recibida con una desesperada lluvia de proyectiles. Flechas y virotes volaban en la oscuridad, cortando el aire con un silbido letal. Algunos soldados apenas lograban dar unos pasos antes de caer con la garganta perforada o con los ojos reventados por las saetas de las ballestas. Otros, aunque atravesados por flechas, avanzaban tambaleantes, rugiendo de furia mientras apretaban sus armas con manos ensangrentadas.
Los stirbanos, a pesar de estar acorralados, no se rendían. Desde las azoteas y balcones de los edificios internos, arrojaban agua hirviendo, piedras y cualquier cosa que pudiera frenar la marea invasora. Un grupo de defensores empujó una viga de madera ardiendo desde una pasarela elevada, y esta cayó sobre un escuadrón de infantes pesados, destrozando cráneos y aplastando cuerpos bajo su peso inclemente. El hedor de carne chamuscada impregnó el aire mientras los sobrevivientes gritaban entre las llamas, intentando arrancarse las piezas de armadura que se calentaban hasta fundirse con su piel.
Pero los zusianos no se detenían. La brutalidad de sus filas solo crecía con cada metro conquistado. La infantería pesada, protegida por sus escudos de torre, avanzaba imparable, abriendo paso con alabardas y martillos de guerra. Un stirbano intentó lanzarse contra ellos con un mandoble, pero fue derribado de inmediato por el impacto de un escudo. Cayó de espaldas, aturdido, solo para ver cómo una bota de acero descendía sobre su rostro, aplastándolo contra el suelo de piedra con un crujido nauseabundo.
Thornflic, avanzó hacia la carnicería, avanzaba con una presencia imponente. Su hacha gemía con cada tajo, partiendo carne y hueso con la facilidad de una guadaña segando trigo. Un defensor corrió hacia él con una lanza, pero Thornflic atrapó el asta con una mano y, con un tirón brutal, arrastró al stirbano hacia su filo. La hoja de su hacha atravesó la clavícula del enemigo, partiéndolo en dos hasta la mitad del torso. La sangre caliente bañó su rostro y su armadura, pero él solo sonrió antes de seguir adelante, buscando más víctimas.
Los Desolladores Carmesí no se quedaban atrás. Cada uno era un carnicero desatado, mutilando y desmembrando a los stirbanos con una precisión aterradora. Uno de ellos, cubierto de cicatrices y con la mirada vacía de toda humanidad, arrancó la garganta de un enemigo con las manos desnudas, antes de clavar su cuchillo en el ojo de otro que intentaba escapar.
La ciudadela interior de Stirba comenzaba a llenarse de cadáveres. Los callejones estrechos se convertían en embudos de muerte donde los zusianos masacraban sin piedad. Los stirbanos retrocedían cada vez más, pero su fiereza no menguaba. Sabían que no habría rendición, que la única salida era la muerte.
Desde lo alto de la colina, el fuerte final se alzaba como un coloso de piedra ennegrecida por el tiempo y la guerra. Su estructura, tosca pero imponente, parecía una fortaleza esculpida en la misma carne de la montaña. Los muros eran gruesos, manchados por los restos de batallas pasadas, y reforzados con torres pesadas que sobresalían como dientes de un depredador esperando devorar a quien se atreviera a acercarse. Las banderas de Stirba aún ondeaban en lo alto, desgarradas por el viento y salpicadas de sangre seca, un vestigio de resistencia que poco a poco se desmoronaba.
Las almenas estaban llenas de defensores, siluetas ennegrecidas por la tenue luz de la luna y las llamas del combate. Arqueros, ballesteros y infantes miraban hacia abajo con una mezcla de determinación y desesperanza, sabiendo que la marea de muerte se acercaba inexorablemente. A través de las troneras se podían ver los dientes de los proyectiles de asedio intentando frenar lo inevitable.
Pero la segunda línea defensiva ya había caído. Los últimos stirbanos que habían intentado resistir allí habían sido despedazados, sus cuerpos esparcidos por los suelos empedrados como muñecos rotos, sus miembros arrancados, sus caras irreconocibles bajo el peso de las armas de los legionarios de hierro que los habían aplastado sin piedad. El olor a carne quemada, sangre y mierda llenaba el aire, un hedor espeso y nauseabundo que se adhería a la garganta y a la piel como una maldición.
Los legionarios zusianos avanzaban con el aplomo de una horda de depredadores. Sus armaduras brillaban bajo el reflejo de las llamas, aunque la mayoría ya estaban cubiertas de la sangre de los caídos. Thornflic caminaba entre sus hombres como un heraldo de la muerte, su armadura ennegrecida por la sangre de incontables enemigos. Sus hachas descansaba en sus hombros, aún chorreante, y su rostro estaba distorsionado por una sonrisa depredadora. Su mirada se alzó hacia la fortaleza, sus ojos brillaban con un deseo insaciable de destrucción.
—No hay rendición —murmuró, apenas audible entre el estruendo de la batalla—. No hay piedad.
Alzó su hacha y la dejó caer con fuerza, señal inequívoca de lo que estaba por venir.
Y entonces, la última gran matanza comenzó.
Las escaleras volvieron a alzarse, apoyándose contra los gruesos muros de la fortaleza con un estruendo seco, mientras los arqueros y ballesteros zusianos cubrían a los asaltantes, disparando sin descanso. Las flechas silbaban en el aire, un zumbido mortal que precedía la muerte, atravesando carne y hueso con brutal precisión. Los stirbanos, desde lo alto, no se quedaban atrás. Proyectiles enemigos descendían en una lluvia letal, flechas y virotes de ballesta que perforaban la armadura, y piedras que caían con la furia de la gravedad, aplastando cráneos y partiendo cuerpos en dos.
Los primeros en subir fueron despedazados. Un soldado zusiano alcanzó el borde del muro solo para recibir una estocada directamente en los ojos. Su sangre brotó a borbotones mientras sus manos se aferraban instintivamente al asta de la corseca, como si pudiera arrancársela, pero los stirbanos lo empujaron con desprecio, haciéndolo caer. Su cuerpo chocó contra la piedra y arrastró a otros que subían detrás de él, sus gritos se mezclaron con el choque del acero y el rugido de la batalla.
Pero los zusianos no se detenían. Más y más escalaban, con una determinación inhumana, con una brutalidad que hacía temblar hasta a los más curtidos guerreros stirbanos. Infantería ligera y media por fin pudieron alcanzar la cima, iniciando una lucha encarnizada. El espacio sobre las murallas se convirtió en un matadero, donde la sangre empapaba la piedra y los cuerpos caían sin cesar, algunos aún con los últimos vestigios de vida, gimiendo y temblando mientras la muerte los reclamaba.
Los stirbanos peleaban con la desesperación de los condenados, sabiendo que no habría rendición, no con alguien como Thornflic, sabían que si caían sería para proteger al menos por un minuto a su tierras de él, sobre los cadáveres de sus compañeros para proteger a sus familias. No importaban las heridas, no importaba el dolor. Seguían luchando con todo lo que tenían: espadas, hachas, dagas, piedras, incluso con sus propias manos si era necesario. Uno de ellos, con el rostro cubierto de sangre y la armadura destrozada, lanzó un grito de furia y se arrojó sobre un legionario, hundiendo los dedos en sus ojos, arrancándolos con la desesperación de una bestia herida. Solo para ser apuñalado por el mismo legionario una y otra vez hasta que el Stirbano dejo de moverse
Los legionarios de hierro, en especial de las diez legiones personales de Thornflic, eran pura disciplina y brutalidad sin freno. No conocían la compasión ni el honor. No ofrecían tregua. Seguían avanzando, cortando, apuñalando, golpeando con la frialdad de máquinas de matar. Un soldado con la mandíbula rota y un ojo colgando de su órbita aún seguía luchando, sujetando su espada con ambas manos y hundiéndola en la clavícula de un stirbano, retorciéndola hasta partirle la caja torácica, y aun seguirá peleando hasta que le quitaran la cabeza o le destrozarán el corazón.
Los cuerpos se acumulaban en montones, resbaladizos por la sangre que corría como ríos por las grietas de las piedras. Las murallas, otrora símbolo de resistencia, ahora eran poco más que un altar de masacre. Los arqueros y ballesteros, sin espacio para seguir disparando, desenvainaban espadas, blandían mazas y empuñaban dagas. Ya no se trataba de táctica ni estrategia, solo de pura supervivencia. Apuñalaban sin cesar, hundiendo las hojas hasta el fondo, girándolas dentro de la carne, asegurándose de que sus enemigos no volvieran a levantarse.
Algunos, en la desesperación, usaban los cuerpos como parapetos improvisados, cubriéndose con los cadáveres mientras buscaban un respiro que nunca llegaba. Otros simplemente se lanzaban al combate con un frenesí incontrolable, golpeando con lo que tuvieran a mano, sin importar que fuera un arma o sus propios puños enguantados ensangrentados. La muralla ya no era una defensa, sino una trampa mortal donde la única salida era la muerte.
Cansado de esperar, Thornflic avanzó con decisión, sus ojos encendidos de impaciencia y ansia asesina. Subió por una escalera ya asegurada, el crujir de la madera apenas perceptible bajo el estruendo de la guerra. Detrás de él, su guardia personal lo seguía de cerca, guerreros curtidos en la brutalidad de mil batallas, hombres que solo conocían el lenguaje del acero y la sangre.
El momento en que su bota tocó la muralla marcó el inicio del verdadero baño de sangre. Un stirbano intentó lanzarse sobre él con una hacha larga en alto, rugiendo en un último intento de defender su hogar. Thornflic lo recibió con un tajo brutal, su hoja hendiendo el acero, la carne y el hueso con una facilidad espantosa. La cabeza del stirbano no llegó a desprenderse por completo, pero quedó colgando grotescamente de un colgajo de piel y músculos desgarrados. Su cuerpo aún daba pasos vacilantes antes de desplomarse, convulsionando mientras la sangre brotaba a borbotones de su cuello mutilado.
Otro enemigo le atacó por el costado, un veterano con cicatrices en el rostro y la desesperación en la mirada. Su espada descendió veloz, buscando abrir el vientre de Thornflic, pero este desvió el golpe con un movimiento seco de su hacha y respondió con un corte descendente que le partió el cráneo en dos. El sonido del hueso astillándose resonó en la muralla mientras los sesos saltaban al aire, pegajosos y tibios.
La guardia de Thornflic entró en acción sin dudarlo. Uno de ellos, un coloso con una hacha dentada, cortó a un stirbano de un solo golpe, dividiéndolo desde el hombro hasta la cadera. La sangre caliente bañó su rostro, pero ni siquiera parpadeó. Otro, armado con una maza tachonada de púas, destrozó la mandíbula de un defensor con un golpe monstruoso, dejando su cara convertida en una masa irreconocible de carne triturada y dientes rotos.
El aire se llenó de gritos de agonía y el hedor espeso del metal, la carne y la muerte. Los stirbanos seguían luchando con la rabia de los condenados, pero estaban siendo aplastados, empujados contra los propios cadáveres de sus compañeros, resbalando en la sangre y las entrañas que alfombraban la muralla.
Debajo, los legionarios lograron su cometido. El rastillo y las grandes puertas se abrieron, lo que siguió no fue una batalla, sino una carnicería. Miles de legionarios zusianos entraron como una ola incontenible, destruyendo todo a su paso. No hubo tregua, no hubo clemencia.
Los heridos y los soldados desprevenidos intentaron huir, retirándose hacia los torreones en un último y desesperado intento de salvar sus vidas. Pero no había escapatoria. Las puertas de los torreones estaban bloqueadas, los pasillos angostos llenos de cuerpos apiñados, los desesperados arañaban la madera y el hierro tratando de forzar su entrada. Pero no importaba cuánto gritaran o golpearan, no había salvación para ellos.
Los legionarios zusianos, curtidos en la brutalidad y la matanza, no mostraron piedad. No era una batalla, era una cacería. Los que caían heridos eran ejecutados sin titubeos. Se escuchaban súplicas, llantos entrecortados, pero estas solo avivaban la sed de sangre de los soldados. Un stirbano, con el rostro cubierto de lágrimas y ceniza, levantó las manos en un intento de rendirse, su espada ya hacía rato que había sido abandonada. Pero un legionario se limitó a sonreír antes de hundir su hacha de petos en su boca, empalándolo hasta la nuca.
Las calles se convirtieron en ríos de sangre. Cuerpos decapitados y desmembrados tapizaban los adoquines. Se podía ver a los moribundos arrastrándose entre los cadáveres, intentando escapar de su destino inevitable. Algunos legionarios, los legionarios de Thornflic, disfrutaban del sufrimiento ajeno, tomándose su tiempo para desgarrar miembros con cuchillos afilados, cercenando tendones y viendo a sus víctimas retorcerse en la miseria antes de darles el golpe de gracia. Otros prendían fuego a los heridos, arrojando antorchas sobre sus cuerpos empapados en aceite, escuchando con deleite los gritos sofocados de los que eran consumidos por las llamas.
En la cima de la muralla, Thornflic observó el espectáculo con una sonrisa retorcida, los ojos brillando con un placer sádico. La resistencia stirbana estaba rota, el fuerte ardía y el último bastión estaba a punto de caer. No había honor en las guerras, solo muerte para los derrotados y vida para los vencedores, y él era el vencedor de esa batalla.
Con un último golpe de su hacha, partió en dos a un stirbano que se interponía en su camino, su arma hendiendo carne y hueso como si fueran mantequilla. La sangre brotó en un chorro caliente, bañando su rostro y su pecho. Thornflic ni siquiera se molestó en limpiarse. Alzó su arma, la hoja mellada y goteando de rojo, y dejó escapar un rugido feroz. Sus hombres lo acompañaron, sus voces retumbando como un trueno de guerra, un grito de victoria, un canto de exterminio.
Sin perder tiempo, descendió de la muralla y avanzó con pasos firmes, su guardia personal siguiéndolo de cerca. La sangre se pegaba a sus botas, formando un rastro oscuro mientras se dirigía a los torreones. La batalla estaba llegando a su clímax. Frente a la entrada principal, la última línea de defensa esperaba. Y allí, en el centro de la formación enemiga, se alzaba una figura imponente.
El general stirbano, un coloso de casi dos metros de altura, cubierto con una armadura escarlata que brillaba incluso bajo la luz anaranjada del fuego. Sus placas de metal estaban abolladas y cubiertas de sangre, prueba de que había peleado hasta el último aliento, sin retroceder. En sus manos sostenía un mandoble con dos manos, una bestia de acero forjado que podía partir a un hombre en dos con un solo tajo. Su yelmo, decorado con grabados antiguos, ocultaba su rostro, pero sus ojos, fríos y llenos de determinación, eran visibles a través de la ranura del yelmo.
Thornflic sonrió.
Sin necesidad de palabras, ambos entendieron lo que estaba a punto de ocurrir.
El general stirbano cargó primero, su espada descendiendo en un tajo devastador. Thornflic lo paro con una de las hachas y con un giro rápido, sus dos hachas dentadas se movieron en un arco mortífero, una dirigiéndose al abdomen y la otra a la clavícula del enemigo.
El stirbano logró bloquear uno de los golpes, pero la otra hacha encontró su objetivo, hundiéndose en su hombro con un sonido nauseabundo de la hombrera hundiéndose y desgarrando la carne junto con el hueso partiéndose. El general gruñó de dolor, pero no cedió. Apretó los dientes y con un esfuerzo sobrehumano empujó a Thornflic hacia atrás, tratando de ganar distancia.
Thornflic rió.
Sin darle un respiro, avanzó con un aluvión de ataques despiadados, sus hachas moviéndose como relámpagos. El general intentó defenderse, pero su herida lo hacía más lento. Pronto, sus bloqueos se volvieron torpes, su respiración más pesada.
Thornflic lo humilló.
Jugó con él como un gato juega con un ratón herido. Cortes en los muslos, un tajo en el costado, un golpe con el mango del hacha que le astilló las costillas. Cada ataque arrancaba un rugido de frustración y agonía del stirbano.
El momento final llegó cuando el general, en un intento desesperado, lanzó un tajo descendente con todas sus fuerzas. Thornflic lo vio venir desde lejos. Se agachó en el último segundo, dejando que la hoja pasara sobre su cabeza, y entonces, sin piedad alguna, clavó ambas hachas dentadas en el torso del stirbano.
Los dientes de las hojas se hundieron profundamente en la carne, desgarrando músculos y órganos. La sangre brotó como un torrente.
El general tosió, un borbotón de sangre escapando de su boca. Sus piernas temblaron.
Thornflic se inclinó cerca de su rostro, observándolo con diversión sádica mientras la vida se apagaba en sus ojos.
Y entonces, con un tirón brutal, separó las hachas, abriendo al stirbano en canal.
El cuerpo del general cayó al suelo con un golpe seco, sus entrañas deslizándose fuera de su torso abierto.
Thornflic se limpió la sangre del rostro con el dorso de la mano y miró a su alrededor. Los últimos defensores stirbanos estaban paralizados de terror. Sus cuerpos temblaban, sus manos apenas sostenían sus armas. Algunos retrocedieron, otros cayeron de rodillas, derrotados no solo en el cuerpo, sino en el espíritu. La muerte era inevitable, y ellos lo sabían.
Sonriendo, Thornflic alzó sus hachas, aún goteando con la sangre caliente de su último enemigo, y señaló con ellas.
—Maten a todos.
Y la matanza continuó.
Los legionarios de hierro se lanzaron sobre los últimos stirbanos como lobos hambrientos, sin darles oportunidad de escapar o rendirse. No había lugar para prisioneros. Los gritos de agonía se alzaron de nuevo, perforando la noche como un coro de almas condenadas. Llamas devoraban los edificios, iluminando las sombras con un resplandor infernal. El aire estaba cargado con el hedor de la sangre, la carne quemada y la podredumbre.
Algunos stirbanos intentaron huir, trepando escombros, lanzándose por callejones en un intento desesperado de encontrar una salida. Pero los zusianos los cazaban sin piedad. Los atrapaban y los acuchillaban hasta que sus cuerpos quedaban irreconocibles. Otros eran derribados al suelo y pisoteados hasta que sus huesos crujían bajo el peso de las botas y los cascos de los caballos. Hubo quienes fueron arrojados a las llamas, sus gritos ahogados por el crepitar del fuego.
Uno de los oficiales stirbanos, un hombre de cabello grisáceo y armadura rota, alzó la voz en un último intento de resistir.
—¡Aguanten, malditos pedazos de mierda! ¡Peleen hasta el final!
Pero sus palabras fueron interrumpidas cuando un legionario zusiano le atravesó la garganta con una espada. Se desplomó de rodillas, sus manos tratando de detener el flujo de sangre que brotaba en borbotones de su cuello perforado. Sus ojos se encontraron con los de Thornflic por un breve segundo antes de que la vida lo abandonara por completo.
Horas pasaron y la matanza no cesó. La fortaleza, el último baluarte de la resistencia stirbana en esa frontera, estaba en ruinas. Las calles eran un océano de sangre y cadáveres, cuerpos apilados en las murallas, en los caminos, en los edificios destruidos. Partes humanas estaban esparcidas por doquier, miembros desmembrados mezclados con los escombros de la ciudad caída. No había distinción entre los que se rendían o los que seguían luchando; todos habían sido exterminados.
Cuando el sol finalmente comenzó a ascender en el horizonte, su luz rojiza iluminó el campo de batalla como un amanecer escarlata. El cielo mismo parecía teñido de sangre, reflejando la masacre que había ocurrido. El viento soplaba, llevando consigo el hedor de la putrefacción y la ceniza. En la lejanía, los cuervos ya descendían en bandadas, ansiosos por festín.
Thornflic permaneció en el centro de aquel infierno, observando su obra con la satisfacción de un dios cruel. Este era solo el preludio de lo que estaba por venir. Stirba había cometido el error de desafiar a los Erenford una vez mas, de invadir sus tierras y desafiar su autoridad. Ahora, pagarían el precio con su propia aniquilación.
Sus hombres, exhaustos pero aún con la adrenalina palpitando en sus venas, lo observaban en silencio, esperando órdenes.
Thornflic finalmente habló, su voz ronca pero firme.
—Descansen. Coman, beban y curen sus heridas… porque esto aún no ha terminado.
Sus palabras fueron recibidas con gruñidos de aprobación. Sabían lo que significaba. Esto no era el final. En unos días, volverían a ser bestias, volverían a desgarrar carne, a escuchar los gritos de sus enemigos, a bañarse en la sangre de aquellos que se atrevieron a oponerse a ellos.
Stirba ardería.