Si que había hecho una mala apuesta.
Alric Fen, general de Zanzíbar, observaba con el ceño fruncido cómo sus tropas eran hostigadas sin descanso. Desde las colinas distantes, una línea de polvo se alzaba en el horizonte, señal inequívoca de la aproximación de los jinetes ligeros de las Legiones de Hierro. Malditos perros de guerra. Durante días habían acosado su retaguardia, atacando en rápidos embates, golpeando y retirándose antes de que sus tropas tuvieran tiempo de reaccionar. Sus hombres estaban exhaustos, con la moral desgastada y la paciencia al límite. Y aún así, los jinetes zusianos no daban tregua.
En el corazón del caos, una figura destacaba como un faro de destrucción. Varyn Firestorm, ese titán de cabellos dorados, se plantaba en el centro de la refriega como una montaña viviente. Su armadura, oscurecida por la sangre seca del campo de batalla, reflejaba el resplandor anaranjado del sol poniente, dándole una apariencia casi mitológica. Su enomre alabarda, un acero negro con inscripciones antiguas, silbaba con cada tajo, arrancando gritos de agonía y miembros cercenados de los enemigos que osaban desafiarle. Era como un vendaval de muerte, un ciclón de acero que aniquilaba todo a su paso sin mostrar signos de fatiga.Alric apretó los dientes, maldiciendo su destino. Qué otra opción tenía. ¿Qué otro ducado pagaba lo que Zanzíbar? Nadie. Quinientas mil coronas de oro, dos millones de coronas de plata y un cofre de joyas cada mes solo por su título de general. Zusian apenas ofrecía trescientas mil de oro y un millón en plata. Stirba, la peor opción de todas, pagaba apenas doscientas mil de oro y medio millón en plata, y eso con un trabajo brutal que desgastaba incluso a los más curtidos. No, si iba a vender su habilidad, al menos se aseguraría de que su bolsillo estuviera bien lleno.
Al principio, todo había parecido un trato excelente. Como extranjero, claro, no recibió el mismo apoyo que un local, pero ¿qué importaba? Mientras le pagaran, podía soportar el desprecio. Además, Zanzíbar no era un ducado conocido por sus ansias de guerra. Sus conflictos solían limitarse a la anexión de baronías y pequeños condados, sofocar revueltas de los territorios conquistados y proteger sus rutas comerciales. Nada comparado con las sangrientas campañas expansionistas de Zusian o los eternos conflictos fronterizos de Stirba.
Pero ahora, en medio de esta carnicería, se daba cuenta de que había cometido un error.
Los zusianos eran otra cosa. Sus legiones de hierro no eran simples soldados; eran máquinas de guerra. No luchaban con el desorden caótico de una horda, sino con la precisión mecánica de una guillotina en plena ejecución. Los jinetes ligeros que los acosaban eran solo el inicio, una punta de lanza que desgastaba, debilitaba y sembraba el caos antes de que la verdadera masacre comenzara. Alric lo sabía bien. Había visto sus tácticas antes, había estudiado sus movimientos, pero verlas aplicadas en el campo de batalla con tal brutal eficacia era otra historia.
Una explosión de polvo y gritos atrajo su atención. Un grupo de jinetes pesados de Zanzíbar intentaba organizar una línea de defensa, alzando sus escudos y alabardas, pero fueron aplastados sin misericordia. Los jinetes zusianos descendieron sobre ellos como lobos hambrientos, sus lanzas, flechas y espadas se deslizándose entre las rendijas de las armaduras, sus lanzas atravesando gargantas y pechos con una facilidad escalofriante, las flechas se clavaron en ojos con una precisión aterradora. Uno de los jinetes pesados intentó huir, pero un jinete lo alcanzó, le cortó la corva de un tajo y, antes de que el pobre desgraciado cayera al suelo, le abrió la garganta con un segundo golpe.
—Maldita sea… —Alric murmuró entre dientes, observando impotente la escena.
Varyn Firestorm seguía peleando, su alabarda girando en vastos arcos de destrucción, barriendo con cuerpos y acero como un torbellino de muerte. Cada tajo, cada estocada, cada movimiento de su arma era un juicio final para cualquier pobre desgraciado que osara interponerse en su camino. La hoja de la alabarda brillaba carmesí bajo la luz pálida del sol oculto entre el polvo y los chorros de sangre del campo de batalla, goteando la sangre de centenas de hombres que habían tenido la osadía de enfrentarlo.
Un jinete zanzibariano intentó aprovechar un descuido, cargando desde el flanco con su lanza en ristre, esperando encontrar una apertura en la impenetrable defensa del coloso. Pero Varyn era un guerrero curtido y, un monstruo de carne y acero. Con la velocidad de un depredador, giró sobre su montura y, en un solo movimiento fluido, hundió la hoja de su alabarda en el pecho del jinete. Se escuchó un sonido seco, un crujido escalofriante cuando el arma rompió costillas y perforó órganos vitales. El jinete apenas pudo soltar un jadeo de sorpresa antes de caer muerto de su caballo, su cuerpo inerte golpeando la tierra ensangrentada con un sonido sordo.Pero por cada enemigo que caía, cinco más aparecían.
Los jinetes zusianos no paraban. No sentían miedo, no se desmoralizaban, no se detenían ni siquiera para recuperar a sus heridos. Eran como un enjambre de langostas devorando un campo, imparables, inagotables, un azote que desgastaba lentamente a las fuerzas de Zanzíbar.
Varyn suspiró y, al ver que los demás generales no estaban o no tomaban el mando, decidió actuar por cuenta propia. Ordenó a la infantería pesada que formara barreras compactas para frenar el avance enemigo. Mandó a los jinetes medianos a flanquear a los hostigadores zusianos en un intento de desestabilizar su ofensiva. La maniobra funcionó momentáneamente: lograron forzar una retirada parcial de los hostigadores antes de que estos rompieran la retaguardia y se desvanecieran en la distancia, tal como lo habían estado haciendo durante días. No era por falta de números que no podían aniquilarlos, sino porque aquellos malditos eran como espectros, atacaban y desaparecían antes de ser atrapados.
Era absurdo.
Zanzíbar tenía la ventaja numérica. Contaban con más de treinta millones de soldados, mientras que los zusianos apenas llegaban a once millones. Y aun así, a pesar de la abrumadora diferencia en números, estaban siendo desgastados lenta e inexorablemente. A pesar de la fatiga, la desmoralización y el acoso constante, las fuerzas de Zanzíbar aún estaban en buenas condiciones. Habían estado recuperando soldados dispersos en fortalezas, castillos y ciudades ocupadas en las fronteras, soldados que habían quedado rezagados cuando comenzó la retirada.
Era obvio que Zusian intentaría recuperar su territorio y propiedades perdidas sin dejar un solo punto que pudiera servir para una hipotética nueva invasión. No les darían respiro.
Estaban a unos días de los Pasos de Khorathor. Ese maldito lugar. Ese infierno de piedra y muerte que ya había cobrado la vida de veinte millones de soldados zanzibarianos y de ese ejército aliado inútil que se suponía debía apoyar la invasión. Si lograban atravesar los pasos y regresar al ducado, podrían atrincherarse en la línea de fortalezas y bastiones defensivos para frenar el avance enemigo. Evitarían que Zusian pudiera iniciar una contrainvasión inmediata. Si bien la situación militar no era del todo desesperada, la situación política y estratégica del ducado estaba en ruinas.El duque Eberhard Maenon estaba en una posición precaria.
Se suponía que con la ventaja de contar con la fuerza combinada de los ejércitos de Stirba y Zanzíbar, deberían estar conquistando el norte de Zusian en este preciso momento. Pero en lugar de eso, habían sido derrotados y estaban en plena retirada. Cada ejército por su cuenta. Y con cada paso que daban en su camino de regreso, la fractura entre ambas naciones se hacía más profunda.
El odio entre los soldados de ambos bandos era tangible.Los zanzibarianos odiaban a los stirbanos por su arrogancia, por haberlos menospreciado, por tratarlos como si fueran meros peones desechables a pesar de que Zanzíbar había aportado más tropas y más generales en la campaña. Sentían que los stirbanos los habían usado y luego los habían dejado de lado, sin permitirles tomar decisiones estratégicas cruciales.
Los stirbanos, por su parte, despreciaban a los zanzibarianos. Los consideraban débiles, carentes de la disciplina marcial y el espíritu guerrero que ellos poseían. Creían que habían sido una carga más que un verdadero aliado, que les faltaba valor y determinación para pelear con fiereza.
Y lo peor de todo era que ninguno de los dos bandos estaba completamente equivocado.La avanzada combinada zanzibariana y stirbana que debía asegurar las Colinas de Murath para facilitar el avance del ejército entero y evitar un enfrentamiento directo en los Pasos de Khorathor había fracasado. Elveric Malkor murió y solo Darian Khoras con unos miles habían sobrevivido, la operación terminando en desastre. Fue ese error lo que obligó a la coalición a enfrentarse en Khorathor, condenando a millones de soldados a una muerte inútil. Pero en la memoria de los soldados, la historia se distorsionaba, el fracaso se olvidaba, y el rencor se alimentaba con cada derrota, con cada retirada, con cada cadáver abandonado en el camino.
Y la guerra, con su insaciable sed de sangre, aún no había terminado.
El conflicto apenas estaba en una pausa, una tregua no pactada, un respiro forzado por el agotamiento de los ejércitos. Pero todos sabían que esto no era el final. No cuando había tanto que perder, tanto que reclamar, tanto que vengar. Los siguientes meses serían cruciales. Lo que ocurriera en las próximas semanas definiría no solo el curso de la guerra, sino el destino de los tres ducados y posiblemente de la región.
Zanzíbar tendría que recuperarse, reconstruirse desde las cenizas que dejaba su desastrosa campaña. Necesitaban reformar sus líneas, reforzar sus ejércitos, llenar las filas con nuevos reclutas y veteranos rescatados de los frentes colapsados. La moral estaba destrozada, la fe en sus lideres se tambaleaba y la estabilidad del ducado pendía de un hilo. La aristocracia comenzaría a cuestionar a Eberhard Maenon, a buscar chivos expiatorios, a maquinar traiciones y complots para ganar influencia en la inminente crisis. Pero una cosa era segura: Zanzíbar no se quedaría quieto. No podían permitirse parecer débiles. No después de haber apostado tan alto en esta guerra y perder sin conseguir nada.
Stirba, por otro lado, haría lo mismo, pero con una diferencia clave: su reacción sería aún más agresiva. Los stirbanos no eran un pueblo que aceptara la derrota con facilidad. Eran orgullosos, fieros, inquebrantables. Su cultura giraba en torno a la guerra y la disciplina. Para ellos, esta retirada no era solo una pérdida militar, era una afrenta a su prestigio. Y lo peor que se podía hacer con un stirbano era darle una razón para buscar venganza.
Los que tenian poder stirbana exigiría respuestas, exigiría castigos, exigiría una nueva campaña aún más brutal que la anterior. La pérdida de tantos hombres, el fracaso de la estrategia, la humillación de ser expulsados de territorio enemigo… nada de eso quedaría impune. Buscarían reconstruir sus ejércitos más rápido que Zanzíbar, fortalecer sus fortalezas, incrementar sus impuestos y forzar reclutamientos masivos. No sería raro que los stirbanos comenzaran a endurecer su dominio sobre sus propios territorios, exigiendo más tributo, más soldados, más armas, más sacrificio. Porque si algo quedaba claro, era que no pensaban dejar las cosas así.
Mientras tanto, Zusian tendría el lujo de hacer lo que Zanzíbar y Stirba no podían: fortalecerse sin prisa, sin miedo, sin la urgencia de quienes han sido humillados. Por primera vez en meses, el Ducado de Zusian tenía la iniciativa. Su enemigo estaba en retirada, dividido, herido. Sus ciudades y castillos se habían salvado de la ocupación prolongada, sus ejércitos habían logrado desgastar a los invasores sin ser aniquilados, y su duquesa ahora tenía un motivo para movilizarse aún más.
El respiro que estaban obteniendo les daría vía libre para continuar con sus expansiones. No tendrían que preocuparse por defender sus fronteras norte de una nueva invasión, al menos no en el corto plazo. Podrían recuperar sus tierras, reorganizar sus fuerzas, reforzar sus fortificaciones y lanzar ofensivas más pequeñas contra territorios fronterizos aún en disputa. Mientras los dos gigantes lamían sus heridas y se culpaban mutuamente por el fracaso de la campaña, Zusian crecería en poder, esperando el momento oportuno para lanzar el golpe final.
El equilibrio de poder se estaba alterando, y todos lo sabían.Lo que estaba por venir no era paz.
Era solo el silencio antes de la tormenta.