Cabalgó lentamente por las arterias palpitantes de Vardenholme, la orgullosa capital del Ducado de Zusian, al mando de Eclipse y flanqueado por sus sombras personales y sus concubinas. El ruido de los cascos sobre el adoquinado de obsidiana se fundía con el bullicio controlado de la gran ciudad. Vardenholme no era solo un centro de poder, era un emblema de todo lo que el ducado aspiraba a ser: una síntesis perfecta de orden, belleza y poder. Era una joya de piedra negra y pensamiento encendido, donde la razón y el arte habían vencido al caos y la superstición sin renegar del misterio de los dioses Nofos.
La ciudad se desplegaba ante él como una obra de arquitectura viviente. Sus calles eran rectas, pulcras y amplias, flanqueadas por edificaciones armónicas que se levantaban como ecos de una nueva era. Los techos, en su mayoría de tejas cerámicas rojizas, brillaban bajo la luz del mediodía. Las fachadas estaban hechas de piedra oscura tallada con una precisión casi obsesiva: no había ornamento innecesario, pero cada arco, cada columna, cada relieve contaba una historia. Una ciudad sin adornos vacíos, pero rebosante de intención.
Las plazas eran amplias y respiraban como pulmones urbanos. En ellas se alzaban esculturas de proporciones humanas idealizadas, cuerpos de mármol y granito que celebraban la musculatura, la expresión contenida, la gloria del hombre y la mujer como seres capaces de razonar y crear, sin olvidar su conexión con lo divino. Las fuentes, alimentadas por acueductos subterráneos que recorrían la ciudad como venas, esparcían el sonido relajante del agua cristalina, mientras en los mercados, la vida cotidiana se desarrollaba con una intensidad vibrante.
El cielo era surcado por las agujas negras de las catedrales consagradas a los dioses Nofos, templos altos como lanzas, oscuros como la noche antes del juicio. A su lado, las torres blancas y moradas de las academias filosóficas se elevaban como columnas de razón. Los observatorios, con sus cúpulas bruñidas de bronce, giraban sus ojos hacia los cielos en busca de estrellas y señales. Y en medio de todo, las cúpulas, frontones y claustros del nuevo pensamiento —ese renacer de la conciencia y el intelecto conocido como Lumenflor— irradiaban una belleza serena. El Lumenflor no había destruido la fe, pero sí la había purificado. Ahora se esculpían más cuerpos humanos que figuras divinas, se pintaban más retratos que visiones sagradas. Las bibliotecas estaban repletas de tratados sobre anatomía, matemáticas, política, arquitectura y teoría militar. La poesía había dejado de alabar la sangre de los mártires para cantar las pasiones de los hombres, sus miedos, sus deseos, su voluntad.
En los mercados centrales, a ambos lados de la Vía de la Concordia, los puestos rebosaban de frutas exóticas, telas, metales, perfumes, libros, joyas, marfil, armas, instrumentos de cuerda, autómatas de madera, papiros, esculturas en miniatura y un sinfín de otras maravillas. Allí se reunían gentes de todos los rincones del mundo conocido, cada cual con su acento, su porte y su cultura.
Los zusianos, aurorianos en general, eran numerosos, reconocibles al instante por su piel clara, bien vestidos, de porte refinado. Sus ropajes de telas lujosas, entalladas, con camisas de lino blanco con cuellos altos, chalecos bordados en hilos dorados, capas largas de terciopelo que flotaban detrás de ellos al caminar. Muchos eran apuestos. Las mujeres, eran bellas en exceso, caminaban con gracia contenida, sus vestidos ceñidos al talle, faldas amplias que rozaban el suelo, mostrando apenas los zapatos de cuero trabajado. Sus rostros eran suaves, de ojos claros, cabellos en tonos rubios o castaños que caían sueltos o recogidos en moños altos decorados con peinetas de plata y piedras preciosas. El conjunto de su aspecto hablaba de riqueza, cultura, sofisticación, pero también de una competitiva vanidad.
Los comerciantes de Yuxiang del lejano oriente. Desfilaban con la gracia milenaria de imperios y dinastias antiguos. Sus trajes eran elaborados, con túnicas de seda gruesa, pesadas, brillante decoradas con patrones de dragones, grullas, olas y nubes. Los hombres llevaban los cabellos recogidos en moños, adornados con peinetas de jade, broches u oro, mientras que las mujeres de Yuxiang, en su mayoria esposas de los comerciantes, eran deslumbrantes: piel suave, ojos almendrados, labios sensuales pintados de rojos o de rosas suaves, con figuras delicadas y curvas suaves que contrastaban con la ligereza de las telas de sus vestidos entallados de colores intensos —rojos, azules imperiales, verdes oscuros— con bordados finísimos que parecían pintados. Tenian una belleza natural, sus pasos eran suaves, sus risas discretas, y sus ojos almendrados escondían más inteligencia de la que mostraban. Algunas reían suavemente entre sí, otras negociaban con comerciantes locales usando acentos fluidos.
Los de Arzhad eran hombres altos de porte altivo y mirada calculadora. De piel cobriza, ojos oscuros como la obsidiana y miradas penetrantes, sus rostros estaban enmarcados por barbas bien cuidadas. Vestían túnicas largas con figuras geometricas de colores profundos: negros, dorados, carmesíes, con capas pesadas de brocado y turbantes de seda elaborados. Su joyería era ostentosa: anillos en cada dedo, collares de plata labrada, brazaletes con inscripciones en lenguas arcanas. Tenían una presencia imponente, como príncipes nómadas disfrazados de comerciantes. Las mujeres, siempre cubiertas con velos traslúcidos dejaban entrever la belleza que ocultaban: labios marcados, ojos delineados que les daban una expresión eterna y seductora, cuerpos voluptuosos envueltos en telas que se ceñían a la silueta sin parecer indecorosas.
Desde las esquinas de los puestos noto a pequeños grupos de isleños de Yamashiro, ellos eran más reservados, pero igual de llamativos. Caminaban en grupos compactos, había mas compradores que comerciantes. Sus ropajes eran impecables, sobrios, armónicos. Kimonos cruzados y sujetas con cinturones anchos se combinaban con hakamas oscuros, muchos kimonos eran obras de arte en sí mismas: telas ricas de seda estampadas con flores de cerezo, grullas, montañas, dragones o soles nacientes. Algunos portaban espadas cortas envainadas en cintos de tela, y sus peinados eran cuidadosamente arreglados con peinetas de marfil o laqueados negros, otros con un moño o coleta alta en la coronilla, con la parte superior del cráneo afeitada. Sus rostros eran serenos, sus movimientos elegantes y disciplinados, como si cada paso obedeciera a un arte marcial invisible. Las mujeres que los acompañaban iban con quimonos ricamente decorados, de flores y aves, sujetando sombrillas de papel y madera lacada. Su andar era lento, elegante, cada movimiento medido, casi ritual.
Tambien noto unos poco de Chonhadae venían aquellos con la elegancia sobria de las montañas eternas. Sus ropajes eran más austeros, pero no por ello menos refinados: túnicas largas de colores tenues como azul pálido, gris, blanco o verde jade, con bordes delicadamente bordados en hilos plateados. Usaban el cabello recogido en nudos altos o coletas largas, y sus expresiones eran serenas, casi monásticas. Hablaban poco, pero cuando lo hacían, su voz era tan calmada y firme que parecía dar peso a sus palabras. Las mujeres eran de una gracia digna, de belleza gentil, refinada, con ojos oscuros llenos de templanza y cuerpos delgados, pero bien formados, de andar pausado.
Incluso había algunos Norvadinaos cerca de las grandes herrerías, examinando con ojo experto las forjas, tocando el acero con manos endurecidas por el hielo y la guerra, evaluando filos y martillos con la misma naturalidad con la que un joyero inspecciona diamantes. Eran una presencia que no pasaba desapercibida. Eran colosos entre hombres. Aun entre los zusianos, cuya estatura promedio alcanzaba el metro ochenta y cinco y donde los más altos superaban fácilmente los dos metros diez, los norvadinaos destacaban, la mayoría medía al menos dos metros diez, y no era raro ver alguno de dos veinte, de espaldas anchas como puertas de granero y cuello tan grueso como la muñeca de un hombre promedio. Su piel era blanca como hueso recién tallado. Su cabello oscilaba entre rubios platinados casi blancos como la nieve al mediodía, hasta tonos rojos profundos como brasa apagada.
Llevaban gruesas capas de pieles ricamente tratadas, pesadas, oscuras y densas, adornadas con ribetes de cuero curtido. Sus camisas eran de lino pesado, teñidas en tonos naturales, protegidas por túnicas largas bordadas en patrones angulares y agresivos. Encima, chalecos de cuero grueso cosidos a mano, con remaches de bronce y piezas metálicas. Los pantalones eran de lana prensada y cuero cruzado, sujetos por cinturones anchos de hebillas pesadas. Las botas de piel gruesa llegaban hasta la rodilla, reforzadas con hierro en la suela. Las mujeres igualaban a los hombres en presencia. Altas y fuertes, de miradas intensas y pómulos marcados, tenían una belleza salvaje, con labios carnosos y ojos que parecían ver más allá del presente. Llevaban largas trenzas decoradas con cuentas de metal o piedras preciosas, que caían sobre sus pechos generosos y firmes, cubiertos por vestidos gruesos, entallados con fajas de cuero bordado, hechos de lana tejida o terciopelo. Las costuras estaban reforzadas con hilos de plata o oro, los escotes altos pero ajustados, realzando sus curvas con un equilibrio perfecto entre recato y provocación.
Iván los observó sin disimulo mientras cabalgaba. Recibía saludos de todos lados: inclinaciones respetuosas, vítores a media voz, gestos de aprobación. Los zusianos lo miraban con la fe inquebrantable de un pueblo que ve en su príncipe heredero una esperanza viva.
Pasaron junto a los jardines estatales, y luego, finalmente, la comitiva atravesó las tres gigantescas murallas concéntricas que protegían Vardenholme. Más allá de la última, se abrió el camino pavimentado con piedra negra pulida, que seguía una línea recta cruzando el ancho río Maerenth.
El Maerenth esa vena viva, ancha y profunda, que conectaba el corazón del ducado con el resto del mundo. Sus aguas eran claras solo en la superficie, donde reflejaban el cielo. Corría con fuerza constante, con un rumor grave que hablaba de tiempo y de poder. A sus orillas, muelles de madera y piedra hervían de actividad. Grúas hidráulicas cargaban y descargaban sacos, barriles, cajas, hombres y bestias.
Normalmente estaria al rebosar de navios extranjeros, pero hace unas semanas el rio estaba desbordado de galeras fluviales derigidas para Karador, movidas por velas negras ribeteadas en rojo, cada una marcada con el lobo dorado de Zusian. De casco bajo y alargado, con remos sincronizados y popas elevadas donde flameaban estandartes. Su madera estaba reforzada con hierro negro, clavado a mano, y decorada con placas grabadas.
Al cruzar el gran puente de Maerenth —una maravilla de ingeniería de más de un kilómetro de largo, suspendido por cadenas de acero negro y pilares de granito rojo—, Iván respiró hondo. El aire estaba impregnado de olor a madera mojada, alquitrán, sal de mar, barro fermentado y especias nuevas. Pero, por encima de todo, estaba el olor inconfundible de la pólvora.
La pólvora zusiana tenía su propio aroma: acre, denso, metálico, con un dejo sulfuroso que se mezclaba con el aceite de los mecanismos y la madera quemada. Un aroma que se pegaba a la ropa, a la piel, que subía por la nariz como un puñetazo y se quedaba ahí como un eco. Y ese olor lo acompañó mientras cruzaban el último tramo hacia el fuerte de pruebas.
Era un complejo militar fortificado, una gran instalación en medio de la vasta planicie al sur de Vardenholme, donde los campos abiertos permitían pruebas sin restricciones y los ecos de las explosiones se perdían en el horizonte sin molestar a nadie. Las murallas del recinto, aunque no altas, eran formidables: gruesas y reforzadas, para contener accidentes y soportar el embate de la nueva fuerza: el fuego.
Dentro del recinto, reinaba un caos organizado. El olor a pólvora, aceite quemado, hierro candente y cuero recocido impregnaba cada rincón como un sudor colectivo. Los suelos estaban ennegrecidos por impactos recientes, cráteres pequeños y manchas de hollín revelaban los lugares donde habían detonado artefactos o probado municiones experimentales.
Iván desmontó con una elegancia natural. Tomó por la cintura a Mira para ayudarla a bajar, y luego a Amelia, quien le pasó un brazo alrededor del cuello como una excusa para prolongar el contacto. Él sonrió, murmurando algo bajo que hizo reír a ambas. Eclipse resopló, agitando la cabeza. El ambiente lo ponía nervioso, pero se quedó quieto mientras el hiba a supervisar sus armas.
A lo lejos, caminando con paso acelerado pero elegante entre el humo, el polvo y los soldados, apareció Vaelith Aemiron.
Ese día, su cabello largo y ondulado, normalmente suelto como una cascada de tinta morada, estaba recogido hacia atrás con una cinta de cuero ennegrecida por el uso. Aun así, algunos mechones rebeldes caían sobre sus sienes. Vestía una casaca negra de lino grueso, con bordes de terciopelo morado oscuro y botones de plata ennegrecida, el cuello alto ligeramente desabrochado por el calor de la pólvora. El torso estaba manchado de hollín, el dobladillo chamuscado por una explosión reciente. Llevaba pantalones ajustados de cuero resistente, salpicados de aceite, y botas altas reforzadas, manchadas con polvo de pólvora. Tenía la apariencia de un noble alquimista salido de una pintura, aunque con la actitud de un herrero revolucionario.
Para muchos, Vaelith era insoportable. Insolente, mordaz, arrogante, en ocasiones hasta despectivo con la autoridad. Pero nadie podía negar que era un genio absoluto. El mayor talento que jamás hubiera pasado por la Universidad de Hellemberg, la institución intelectual más prestigiosa del Ducado. Vaelith hasta el momento había sido su joya más brillante: un erudito brillante en ciencia, matemática, filosofía, mecánica, alquimia y ahora, artillería.
Cuando Iván lo vio, el artífice sonrió con esa sonrisa suya que no era realmente cálida, pero sí honesta.
—Iván, justo a tiempo —dijo con entusiasmo apenas contenido, mientras se acercaba con pasos largos—. Ven, por fin resolví el problema con la presión en las recámaras. ¡Ahora sí, observa lo que puede hacer tu inversión!
Sin esperar respuesta, le puso una mano en el hombro y prácticamente lo arrastró hasta una de las enormes piezas de artillería alineadas al borde del campo de pruebas.
El cañón era una obra de arte. De proporciones colosales, similar en concepto a las bombardas antiguas, pero construido en bronce bruñido y reforzado con bandas de hierro templado. Tenía un largo de casi cuatro metros, con una boca amplia y tallada como si fuera la mandíbula abierta de un lobo, colmillos incluidos. A lo largo del cañón estaban grabados relieves de lobos corriendo, aullando, devorando; un desfile de poder salvaje que parecía moverse con la luz del sol. Las runas antiguas decoraban la culata, y el escudo familiar estaba fundido en relieve sobre el lateral.
El afuste era igualmente impresionante: una estructura pesada de madera de ébano reforzada con placas metálicas, montada sobre anchas de madera maciza recubierta en ruedas de hierro con grabados ornamentales. Las abrazaderas, tornillos y pernos eran una mezcla de bronce y acero. Parecía un dios dormido, un dragón de guerra esperando ser despertado.
Vaelith chasqueó los dedos y uno de los artilleros se acercó con paso rápido, llevando una mecha encendida.
—Carguen —ordenó el inventor, mientras Iván se tapaba los oídos—. Como en los ensayos.
Los artilleros trabajaban como engranajes en una máquina perfecta: introdujeron el proyectil —una enorme bola de hierro negro con picos dentados—, luego las cargas cuidadosamente medidas de pólvora granulada. Sellaron con estopa húmeda. Ajustaron la elevación.
—Cúbrete los oídos —le advirtió Vaelith mientras encendia la mecha y daba un paso atrás. En un segundo, la chispa corrió por la cuerda, se hundió en el orificio de ignición y...
La explosión fue como un trueno rugiendo dentro de una caverna de acero. Un estallido seco, profundo, como el crujir del mundo abriéndose. Una onda de choque recorrió el campo, haciendo temblar el suelo bajo los pies. El cañón retrocedió con violencia, pero el afuste lo contuvo sin romperse. El humo negro se alzó como una columna infernal, denso, caliente, arrastrando olor a azufre y metal fundido.
El proyectil salió como un rayo infernal. Silbó, aulló, voló como una estrella negra. Cruzó el campo abierto y golpeó un torreón de prueba de piedra maciza, reforzado con placas de hierro. El impacto fue devastador. La bola atravesó la primera pared como si fuera de papel húmedo, estalló dentro con un crujido seco y segundos después, toda la estructura colapsó sobre sí misma, levantando una nube de polvo y fragmentos.
Iván observó, paralizado. Los ojos abiertos, el corazón latiéndole con fuerza. Estaba impresionado. No sólo por el poder del arma, sino porque esa arma era suya. Había ordenado doscientas unidades como esa. Y ahora, por primera vez, entendía su verdadero poder.
Vaelith se volvió hacia Iván con una sonrisa torcida, esa expresión suya entre burla y genialidad que siempre parecía brillar más cuando había fuego y destrucción de por medio. Sus ojos, de un lila incandescente, chispeaban con satisfacción, como si en su interior aún quedaran brasas ardiendo por la reciente explosión.
—¿Entonces? —dijo, cruzándose de brazos—. ¿Te parece que valieron la pena todas esas coronas de oro y lingotes? Porque, por cierto, eso que viste fue con media carga. Aún no te muestro lo que puede hacer con los proyectiles incendiarios… o los de fragmentación —y añadió con una sonrisa descarada—. Sabes, si no fueras un militar, serías un buen inventor. Tus bocetos eran… aceptables. Casi decentes. Para mis bebés, claro.
Iván lo miró, alzando una ceja con sorna.
—¿Tus bebés? ¿No eran mis bocetos, mi dinero y mi orden directa?
—Y qué —dijo Vaelith encogiéndose de hombros con total desparpajo—. Tus dibujitos eran bonitos, pero sin mí serían sólo eso: líneas en un papel. Yo los transformé y cree. Por eso son mis bebés.
Iván respiró hondo, fingiendo molestia, aunque no podía negar que el hombre tenía razón. No discutió más. El resultado hablaba por sí mismo.
—¿Y los demás modelos? Mis soldados… ¿Cómo avanzan las armas menores?
Vaelith sonrió aún más, girándose para hacerle una seña a uno de sus ayudantes.
—Todo avanza bien. Los ribadoquines ya están listos. Cuatrocientos, ensamblados, pulidos y con municiones suficientes como para vaciar una aldea tres veces. Y tus "mosquetes", como los llamas, también están terminados. Cuarenta mil listos para ser entregados. Ahora depende de tus hombres aprender a usarlos sin volarse la cara.
Mientras hablaba, encendía otra mecha y caminaba con paso firme hacia el área donde se probaban los ribadoquines. Iván, junto con Amelia, Mira y su escolta de legionarios de la Sombra, lo siguieron entre estelas de humo y el olor penetrante de la pólvora quemada.
Los ribadoquines estaban alineados sobre plataformas de madera pesada. Eran de bronce sólido, largos como serpientes metálicas, con múltiples cañones delgados dispuestos en abanico sobre un afuste giratorio. Cada uno montado sobre un trípode reforzado de hierro, que permitía girarlo y elevarlo con precisión. Estaban ornamentados con grabados de lobos en relieve, como todos los emblemas del Ducado. La pieza principal era una maravilla: ocho tubos largos y estrechos, cada uno cargado con una bala de plomo.
Vaelith dio la orden.
Los artilleros cargaron, giraron el eje, prepararon las mechas. Luego, uno a uno, los cañones escupieron su furia en sucesión, en una ráfaga de estallidos secos que parecían latidos de un dios enfurecido. El fuego salió por las bocas con violencia, y los proyectiles impactaron contra los blancos de madera a doscientos pasos, destruyéndolos en astillas, rompiendo escudos, atravesando los torsos de maniquíes de prueba como si fueran mantequilla.
El aire se llenó de humo espeso, acre, amargo. Mira y Amelia miraban boquiabiertas. Incluso los legionarios de la Sombra, hombres que no parpadeaban ante la muerte, observaban con respeto, con silencioso temor.
—Ya ves —dijo Vaelith, orgulloso—. Son como un dragón de bronce que escupe muerte al girar la cabeza.
Luego, sin dar tiempo a recuperar el aliento, lo arrastró nuevamente.
—Ahora, tus hombres.
Llegaron a otra sección del complejo. Ahí, cuarenta mil soldados que habian sido instruidos. Eran ballesteros de elite veteranos, curtidos por años de servicio en las legiones del Duque. Escogidos no por su fuerza, sino por su precisión, por su disciplina, por su capacidad para adaptarse. Estaban alineados en filas amplias, formando bloques perfectos. Iván observó desde una plataforma elevada cómo los oficiales daban órdenes, cómo los hombres levantaban sus nuevas armas con reverencia, aún torpes, aún aprendiendo, pero con respeto.
Vaelith bajó rápidamente entre ellos, arrebató el arma a uno de los soldados y se la ofreció a Iván.
—Aquí está —dijo—. Lo construí tal como lo diseñaste. Aunque, por supuesto, le hice mejoras… porque soy yo.
Iván tomó el mosquete.
El arma era impresionante. Más larga que una ballesta común, pero más estilizada. El cañón era de acero ennegrecido, ligeramente pulido, con grabados sutiles de lobo en la boquilla y símbolos de la casa Zusian cerca del gatillo. El cuerpo estaba hecho de madera negra de ébano, pulida hasta brillar como obsidiana, reforzada con herrajes dorados y pequeños remaches de bronce rojo. El guardamanos tenía una forma elegante, curva, diseñado para proteger los dedos sin estorbar el disparo.
El sistema era una llave de rueda. A un costado del arma, la palanca de disparo activaba una rueda dentada que giraba contra una pieza de pirita, generando una chispa que encendía la pólvora dentro de la recámara. Era más confiable que el mechero de mecha y más resistente que los antiguos arcabuces de mano. En la parte superior, un pequeño gancho ajustaba el frasco de pólvora. Cargaba una bala de hierro redonda, lisa, que se colocaba con un pequeño bastón desde la boca del cañón, seguida por la pólvora prensada. Una pequeña tapa giratoria protegía la cazoleta de ignición.
Iván sostuvo el mosquete unos segundos más, como si lo evaluara con los ojos y el tacto a la vez. Lo levantó, alineando la mira rudimentaria con uno de los blancos de madera dispuestos a unos ochenta pasos de distancia. El peso del arma era justo, ni excesivo ni liviano, equilibrado como debía estar para alguien entrenado. El frío del metal contrastaba con el calor que el disparo anterior había dejado en sus dedos. Inspiró hondo, controlando la respiración, fijando la vista con la calma de un cazador, con la precisión casi reverente de un cirujano antes de cortar.
Vaelith, de pie a su lado, lo observaba con los brazos cruzados y la ceja arqueada, observaba con la sonrisa torcida que tanto lo caracterizaba.
—¿Ves? Tal como lo dibujaste —dijo en voz baja, como si hablaran de un instrumento musical y no de una herramienta de guerra—. Un trabajo de calidad. Impecable. Es casi bello, ¿no crees?
Iván no respondió con palabras. Apretó el gatillo. La rueda giró con un sonido metálico rasposo, y la chispa surgió con violencia. En un instante, el mosquete rugió con una explosión corta, seca, intensa. El retroceso golpeó con firmeza su hombro, pero él lo resistió sin vacilar. El disparo cortó el aire con un silbido brutal, atravesando el espacio entre él y el blanco en apenas un parpadeo. La bala de hierro impactó con tal fuerza que destrozó el tablón central del objetivo, haciéndolo volar hacia atrás entre astillas, polvo y fragmentos.
El olor a pólvora quemada subió de inmediato, mezclándose con el del aceite de armas, el sudor de los hombres y la tierra removida por miles de pisadas. Iván bajó el arma, contemplando su obra. Sus ojos no ocultaban la satisfacción, ni tampoco la presión que sentía en el pecho. La presión de saber que eso, esa creación, podía cambiarlo todo.
—Sí… —dijo finalmente, su voz grave y tensa—. Es bueno. Muy bueno. Si en esta campaña funcionan como espero, te pagaré más. Mucho más. Para que empieces a fabricar miles. No cientos. Decenas de miles.
Vaelith sonrió como si le hubieran dicho que podría construir un nuevo mundo con sus propias manos.
Iván giró entonces la mirada hacia el campo, donde se alineaban los cuarenta mil soldados que conformarían su nueva infantería de fuego. Una fuerza nunca antes vista en el continente. Cada uno de ellos portaba con disciplina la nueva arma, y sus armaduras, de diseño exclusivo, eran reflejo del equilibrio entre funcionalidad y estética militar.
Vestían armaduras de placas negras con acabado mate, diseñadas para minimizar el reflejo de la luz. Las placas eran reforzadas en zonas clave: torso, hombros, antebrazos, espalda. Debajo de la coraza, telas internas de un rojo profundo asomaban en los pliegues y bajo los faldones. Los bordes metálicos de las armaduras estaban delineados con un fino trabajo de orfebrería: ribetes dorados.
No llevaban grebas, para facilitar el movimiento rápido y firme en terreno irregular. Sus botas eran de cuero negro reforzado con placas internas en el empeine y el tobillo. Sobre los guanteletes de acero, llevaban guantes de cuero oscuro que les permitían manipular el gatillo, la piedra y la pólvora con precisión sin perder protección.
Sus yelmos eran cerrados von viseras abiertas, sin cruz ni rejas, diseñadas para ofrecer buena visión lateral y frontal, pero con un perfil bajo que protegía sin entorpecer. Eran sobrios, elegantes, sin adornos innecesarios, salvo por una pequeña insignia del lobo dorado de Zusian en la frente.
Cada hombre llevaba cruzada al pecho una bandolera de cuero negro, en la cual colgaban dieciocho pequeños tubos de madera dura, tallados con cuidado y sellados con cera roja. Eran apisonadores de carga, contenedores individuales de pólvora ya medida. Rápidos de usar, fáciles de reponer, diseñados para la eficiencia en batalla. A los lados, bolsas de cuero más grandes contenían herramientas de limpieza para el cañón, piedra y yesca para la rueda, además de una bolsa lateral con proyectiles de hierro esféricos y otros con cabezas huecas para cargas especiales. En su cintura llevaban espadas largas y mazas.
Durante tres meses habían entrenado, día y noche. Marchas, disparos, recargas, maniobras de formación, fuego por líneas, fuego escalonado, disparo por bloques móviles. Ya no eran ballesteros. Eran la primera infantería de fuego del continente. Hombres que ahora portaban algo que podria cambiar la historia.
Iván observó su obra con una mezcla de orgullo y melancolía. Ese ejército era la última excusa que se había permitido para retrasar su partida. Ahora, todo estaba listo. Las piezas estaban en su sitio. El mañana lo aguardaba… con sangre, con gloria… o con derrota.
Suspiró. Sus dedos aún sostenían el mosquete. Lo devolvió con suavidad a Vaelith, que lo tomó como si fuera un cáliz.
—Haz que todo esté listo para mañana. —La voz de Iván no dejó espacio a réplica, era firme, cortante como la hoja de un cuchillo—. Quiero que cada mosquete, cada cañón esté correctamente embalado, inventariado, asegurado con sellos y bajo resguardo. No quiero que se pierda ni un solo tornillo de esos cañones. Y si es posible… que ya empiecen a cargarlos en las galeras. Esta misma noche.
Su mirada era dura, tensa. No había espacio para errores. No ahora. No con todo lo que se avecinaba.
Vaelith asintió, serio por una vez, sin la altanería o sarcasmo habituales. Silencio. Apenas un movimiento seco de cabeza y una expresión concentrada. Pero tras ese momento de respeto atípico, una leve sonrisa se dibujó en sus labios pálidos, y rompió el silencio con su tono característico: arrogante, burlón, pero inteligente.
—¿Sabes? Si no me gustara tanto inventar cosas, diría que me estás hablando como si fueras mi superior… —soltó una risa breve—. Pero lo dejaré pasar porque eres quien paga mis lujos, mis laboratorios y mis ideas.
—Y porque puedo ordenarte que limpies tú mismo el hollín de cada uno de mis cañones si me contradices —replicó Iván, sin mirarlo, observando el campo con los miles de hombres aún entrenando al fondo.
Vaelith soltó una carcajada. El humo aún flotaba entre los pabellones y los campos de tiro. El olor a pólvora impregnaba todo, un perfume que, para ellos, era ya sinónimo de poder y futuro.
—Bien, bien. Te haré caso esta vez, su gracia —dijo con fingido respeto, mientras se daba la vuelta—. Para mañana al mediodía estarán todos en la ribera, cargados y sellados. Pero si algún idiota del puerto arruina uno de mis bebés por moverlo mal… lo meteré en el cañón y lo dispararé directo al maldito río.
Iván lo miró por el rabillo del ojo.
—Hazlo. Solo avísame para ver.
Vaelith rió y se marchó entre los sonidos de martillos, explosiones, el chirrido de ruedas y voces de mando. Iván permaneció un momento más, observando los campos, los hornos aún encendidos, las cajas de municiones apiladas en filas ordenadas, los infantes de fuego empezando a organizarse para el viaje.
Ya era tarde cuando por fin decidió volver. El sol ya tocaba los bordes de las montañas al oeste, tiñendo el cielo de tonos ámbar y rojizo. Subió a Eclipse con un suspiro, ayudando primero a Mira a montar con una mano firme pero suave, y luego alzó a Amelia con el mismo cuidado. Ambas se acomodaron a su lado, una a cada flanco, sin decir una palabra.
Cabalgaban ya de regreso, cruzando el camino de piedra hacia Vardenholme, cuando Iván rompió el silencio.
—¿Por qué quisieron venir? Casi no hablaron en todo el tiempo —preguntó sin girar la cabeza, pero con la voz lo suficientemente baja para que solo ellas lo oyeran.
Mira fue la primera en responder, abrazándolo por la cintura con ternura.
—Solo queríamos estar contigo un poco más. Nada más. Aunque no dijéramos nada, estar cerca de ti… ya era suficiente.
Amelia asintió, su voz fue suave, tranquila, casi melancólica.
—Sí. Pronto te vas, así que queríamos verte, acompañarte… sentir que estamos contigo, aunque sea en silencio. Además, fue fascinante ver tu proyecto. Realmente es algo único. Nunca imaginé algo así… es imponente.
Iván no respondió al instante. Cabalgó en silencio unos segundos más, con el crepúsculo reflejándose en su rostro. Luego suspiró.
—Sí… en fin. Mi única excusa para quedarme era esa. Y ya está completa. No tengo razón para seguir postergando mi partida. Mañana me tendré que ir.
Se hizo un silencio tenso, y luego Iván, con una ligera sonrisa resignada, giró un poco la cabeza.
—Hablemos de otra cosa… díganme, ustedes y Elara… ¿cómo se han sentido con las demás chicas? Sé que no fue fácil al principio.
Mira soltó una leve risita, pero bajó la mirada.
—Bien. Nos llevamos bien. Sarah es… muy dominante. A veces me intimida, pero con las demás todo está bien. Aunque, debo decir… me sorprende lo sumisa que es Kalisha contigo… y con Sarah. Por cómo se ve, pensé que sería como ella, o como Seraphina. No tan dócil.
—Sí, —intervino Amelia— y Celeste y Bianca son… no sé cómo decirlo.
Iván rió. Una risa corta, grave, casi cómplice.
—¿Cómo qué? ¿Tontas?
Ambas lo miraron, sorprendidas por la franqueza, pero rieron también.
—No lo dijimos —replicó Mira—, pero… bueno, tú lo dijiste.
—Sarah hizo algo con Kalisha para dejarla así. Nunca pregunté demasiado, prefiero no saber qué. Y sobre Celeste y Bianca… si soy sincero, también pensé que serían un poco más inteligentes cuando aceptaron ser mis amantes. Pero bueno… igual están bien como están. Dan alegría, de una forma diferente.
—Sabes, Ivy… —murmuró Amelia, su voz apenas un susurro entre el crepitar del viento y el ritmo pausado del trote de Eclipse—, no me gustaría que te fueras. Sé que tienes que hacerlo. Que debes hacerlo… pero aún así… siento que cada vez que te vas, te vuelves más frío. Y además… sigues un poco demacrado. No se te ha quitado desde que regresaste de esa última campaña.
Iván no respondió de inmediato. El comentario le golpeó en lo más hondo, pero lo ocultó bien. El pecho le pesaba, como si las palabras de Amelia hubiesen removido algo que había intentado enterrar. Algo que se negaba a sanar.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo saben? —soltó al fin, con un tono sarcástico, ladeando una sonrisa arrogante, como para romper el hielo—. ¿Y que con mi rostro? Demacrado, porfavor, sigue siendo el más atractivo del ducado, ¿no? Por favor, eso no lo nieguen.
—Tus ojos… —dijo Mira con suavidad, casi con dolor, mientras se acurrucaba contra su hombro—. Se vuelven más fríos. Más apagados. Como si te cerraras por dentro, como si no quisieras que nadie entre más allá de la superficie. Y bueno… sí, sigues viéndote atractivo, claro. Pero extraño un poco tu rostro de antes… el que era más… ¿cómo decirlo? Más inocente.
Iván desvió la mirada, contemplando el cielo que ya se teñía de sangre y fuego con el ocaso. Su cabello plateado se agitaba con el viento, reflejando los últimos destellos del día. Un cuervo solitario surcó el firmamento sobre ellos, dejando un graznido ronco que pareció arrastrar una sombra fría detrás de su vuelo.
—Aun así me quieren, ¿verdad? —preguntó de pronto, con una sonrisa ladeada, arrogante, fingidamente confiada, esa máscara que tanto sabía usar para no mostrar lo que realmente sentía—. Aunque, bueno, ahora que lo pienso… también es algo pervertido de su parte, ¿no? Ustedes, que una vez fueron mis niñeras, terminaron metiéndose a mi cama. Qué moral tan… flexible tienen.
Amelia se llevó una mano al rostro con una risa contenida, besando luego suavemente los dedos de Iván.
—Aunque tuvieras los ojos más helados del mundo, seguiríamos queriéndote. Aunque dejaras de hablarnos, aunque te hundieras por dentro… estaríamos contigo igual. Porque no estás solo. No importa cuán lejos creas estar.
—Siempre —susurró Mira, abrazándolo con fuerza por la espalda, su barbilla apoyada en su hombro—. Incluso si ese brillo en tus ojos ya no es el mismo, incluso si estás herido por dentro y no quieres admitirlo. Aquí seguiremos.
—Además, deja de molestar por lo de antes —añadió Amelia con una sonrisa traviesa, alzando una ceja mientras lo miraba de lado—. No recuerdo que protestaras mucho cuando terminé desnuda en tu cama. De hecho, me atrevería a decir que te mostraste bastante entusiasta.
—Sí, exacto —replicó Mira, con una risita ligera—. Y mira que yo quería hablar las cosas con calma… pero tú, tú te nos lanzaste encima como una bestia en celo, abusando de nuestros cuerpos inocentes y nuestros sentimientos vulnerables. No no, tú eres el verdadero pervertido aquí. Tres señoritas nobles y gentiles cuidándote y tú vas y las corrompes. Qué barbaridad.
—Ah, por favor… —bufó Iván, soltando una carcajada grave, con el cansancio arrastrado en el pecho—. No empiecen con esa pantomima. Yo recuerdo perfectamente que ninguna de ustedes opuso mucha resistencia. Al contrario, bien que se dejaron desnudar. Creo que hasta hubo una que me ayudó con las correas.
—¡Eso fue porque llevábamos meses conteniéndonos por ti, y tú ni siquiera nos mandaste la más mínima carta! —espetó Amelia, haciendo un puchero forzado y lanzándole una mirada de fingido reproche, pero con un rubor visible en las mejillas.
—Y cuando regresaste… bueno, pasó lo que pasó… —dijo Mira en voz baja, bajando la mirada mientras jugaba con un mechón de su cabello, visiblemente sonrojada—. Te bañé más de una vez cuando eras un niño adorable, pero nunca imaginé que te ibas a poner tan… grande.
Iván soltó un suspiro largo y resignado, cubriéndose el rostro con una mano mientras el retumbar de los cascos de Eclipse resonaba por la calle empedrada.
—Como sea… —murmuró mientras la ciudad se abría de nuevo ante ellos. Pasaron por una de las muchas catedrales dedicadas al culto de los dioses Nofos. Una de las más solemnes, de muros negros con vetas lilas que parecían moverse bajo la luz de las antorchas. Frente a ella, rodeada de columnas monolíticas y jardines de flores oscuras, se erguía una estatua monumental de mármol blanco, de varios metros de altura. El mármol parecía absorber la luz del entorno, como si devorara el sol con su sola presencia. Era la representación de Halthor, el Dios de la Muerte, también llamado El Silente, El Inmutable, el Custodio del Umbral.
La figura de Halthor dominaba el espacio con una quietud aterradora. Su piel, blanca como ceniza antigua, tenía un acabado que emulaba la piedra pulida por siglos. No brillaba, no reflejaba, solo absorbía. Sus ojos dorados no estaban esculpidos, sino insertados en la piedra, hechos de un ámbar profundo con motas de oro puro, lo que daba la impresión de que siempre miraban directamente al alma del observador. No parpadeaban. No vacilaban. Solo observaban.
En su rostro inmóvil se extendían marcas negras como grietas: símbolos rúnicos fracturados, grabados profundamente como cicatrices hechas por un cincel sobrenatural. Su cabello largo, lacio y níveo caía como un sudario sobre sus hombros. Sobre su cabeza, un tocado ceremonial de aspecto tenebroso se elevaba como un trono para cuervos: alas extendidas, rostros en pena esculpidos entre espinas de obsidiana y metales oscuros imposibles de identificar. En su pecho colgaba un medallón, una urna en forma de corazón, encerrada en una jaula dorada que representaba las almas ya juzgadas.
Sus ropajes eran túnicas de mármol, talladas con un detalle que parecía desafiar la piedra misma: cadenas rituales, bordados de reyes muertos, escudos olvidados de imperios extintos. Todo en él era un monumento al fin, a lo eterno, a lo que no cambia jamás. Frente a la estatua, en una placa de bronce bruñido con letras doradas finamente pulidas por los sacerdotes negros, podía leerse la inscripción:
“Cuando el alma se enfríe y el cuerpo ya no cante, cuando las lágrimas sean polvo y el nombre eco distante, entonces Halthor vendrá, sin ira, sin gozo, sin risa, a llevarte por el sendero donde no hay mentira...”
Iván detuvo a Eclipse unos instantes, contemplando la escultura con atención. Su rostro se endureció. Algo en esa imagen, en esa mirada inerte pero omnipresente, lo tocaba más allá de la lógica.
—¿Saben la leyenda de las apariencias de los nobles? —preguntó de pronto, sin apartar la vista de Halthor—. De por qué los Erenford nacemos con piel pálida, ojos dorados y cabello rubio platino… más blanco que dorado, en realidad. Se dice que todas las familias nobles, las verdaderamente antiguas, lo son porque hicieron un trato con los dioses. Cuando ni siquiera éramos ciudades, cuando éramos tribus en tiendas de cuero, comiendo raíces y vistiéndonos con harapos… hubo un pacto.
Las mujeres guardaron silencio. Iván prosiguió.
—Según las crónicas prohibidas, el primer Erenford, Aldric Erenford, fue el que encabezó ese pacto. Dicen que nació durante los Tiempos del Velo, cuando la realidad misma aún se tambaleaba, cuando el mundo aún estaba poblado por sombras errantes y bestias que hablaban con lenguas muertas. Lo llamaban “el Lobo de la Medianoche”. No dormía. Hablaba con los lobos, según los ancianos. Y su espada, Noctigarra, fue forjada con el corazón de una estrella caída y templada en sangre de enemigos… dicen que de un millón de cadáveres.
—¿Un millón? —murmuró Amelia, en un susurro mas para sí que para los demas.
—Sí. Era un monstruo para algunos… un redentor para otros. Fundó nuestro bastión entre riscos helados donde luego se levantaría el Dragon Palace en Ulthorath. Fue Aldric quien eligió el lobo como estandarte. Y fue él quien hizo un pacto con Halthor. Le ofreció su alma y la de todos sus descendientes, a cambio de poder, memoria eterna… y el dominio sobre la muerte en batalla.
Mira lo observaba con ojos grandes, casi sin parpadear.
—Por eso dicen que los Erenford nacen parecidos al dios: con piel pálida, cabello plateado y ojos dorados como fuego estelar. Aunque… en mi caso, soy una anomalía. Tengo ojos azules. He oído rumores de que mis primos en la rama oriental nacieron con los ojos rojos. Se dice que es una señal… que algo se acerca.
—¿Qué clase de señal? —preguntó Amelia en voz baja, con un leve estremecimiento, como si temiera que la respuesta trajera consigo una maldición antigua.
Iván cerró los ojos un instante. Respiró profundo, como si el peso de siglos lo aplastara sobre los hombros.
—No lo sé —dijo por fin, su voz densa y contenida—. Pero según la liturgia oscura que conservan los monjes de la Catedral Negra de los Erenford… cuando los descendientes de Aldric comienzan a nacer distintos —cuando sus ojos cambian, cuando su sangre ya no se reconoce a sí misma— es señal de que el ciclo del pacto se está resquebrajando. Y si eso ocurre, no solo los Erenford serán afectados. Y si eso ocurre puede significar tres cosas. Una, que el linaje será purgado, condenado a la ruina absoluta. Dos, que se producirá una ruptura, una anulación del pacto, lo cual no garantiza salvación… pero abre el camino a un nuevo despertar, un renacimiento, como una serpiente que muda la pie. O tres… que los dioses reclamarán su precio, uno más antiguo que la palabra, y el mundo cambiará de forma para siempre.
Iván miró entonces hacia la otra estatua, más alta, más esbelta, una figura que se alzaba entre los jardines de sombra con la elegancia de lo sagrado. Belsara. La que hilaba el porvenir con dedos invisibles y crueles. A diferencia de la de Halthor, que inspiraba un temor reverente, esta transmitía una calma antigua, insondable. Belleza inalcanzable, casi irreal. Belsara, la Diosa del Destino, la Tejedora de lo Inevitable. También llamada la Hija del Hilo, la Silente del Porvenir.
—Aplicando una lógica sencilla —continuó con un tono más contenido— podría decirse que Belsara ha reclamado parte del linaje Erenford para sí. Quizá… no soy solo hijo de un solo dios. Quizá parte de mi sangre canta a la muerte, y la otra parte… a los hilos del destino.
La estatua de Belsara estaba hecha también en mármol, pero no tenía el peso sepulcral de Halthor. Era más etérea, casi flotante, tallada en mármol lunar, más blanca aún que la ceniza, y su altura superaba los siete metros. Su piel parecía irradiar un fulgor lunar, blanco nacarado, y sus ojos, profundamente azules, cambiaban levemente según desde dónde se la mirara, como si fueran portales a miles de futuros posibles. Su cabello, largo y plateado, no caía por gravedad, sino que se suspendía en el aire, flotando como si respondiera a una brisa que solo ella podía sentir. Una toga blanca celeste la cubría, con bordes dorados que se movían como hilos vivos. Hebras doradas flotaban desde sus dedos, hilando el vacío con movimientos eternos.
Una corona, no hecha de metal sino de luz entretejida, la rodeaba como un halo roto, hecho de hilos de oro que parecían pulsar con vida propia. Sus joyas, colgantes en formas geométricas imposibles, marcaban ciclos y figuras que ningún erudito podía descifrar del todo. En la base de la estatua, sobre una placa tallada a mano, se leía:
"Cada ser nace con un hilo invisible atado a su pecho. Algunos se entrelazan. Otros se cortan. Algunos forman nudos. Otros se pierden entre la bruma. Pero todos nacen de las manos de Belsara, y a todos los espera su último punto."
Iván sostuvo la mirada en la estatua por varios segundos, antes de hablar.
—Puede que mi madre actúe como si siempre hubiera sido la duquesa de Zusian, y en parte lo es… pero no nació en estas tierras. Nació en el Condado de Collham, hija de la antigua Casa Lindmier. El escudo de los Lindmier es un mar de estrellas plateadas sobre un campo azul profundo. Es un símbolo ancestral que representa el destino bajo los cielos… porque su linaje, según las leyendas, fue tocado directamente por Belsara. No como con Aldric, que pactó con Halthor a sangre y acero, sino de otra forma. Más sutil. Más profunda. El origen de los Lindmier se podria remontar a un hombre llamado Caerlin Lindmier, apodado El Silencioso del Alba. No era rey, ni señor de la guerra. Era un estratega y sabio, nacido en un poblado remoto entre las brumas del este. En las noches, se decía, podía oír los hilos del destino vibrar. Veía patrones en los movimientos de los astros, en las corrientes del viento, en las muertes súbitas de los animales. Y una noche, bajo la luna negra, se encontró con una figura que no caminaba, sino que flotaba sobre los campos: Belsara misma, en forma mortal. Él no le pidió poder, ni gloria, ni tierras. Solo le pidió comprender. Y ella le dio su bendición… y su silencio. Desde entonces, cada primogénito de los Lindmier nacería con la marca de esa noche: ojos intensos, sensibilidad al destino, y una capacidad innata para ver los caminos futuros, aunque no pudieran controlarlos. Pero también… su sangre se volvió impredecible. Con los siglos, al mezclarse con casas militares y nobiliarias menores, el cabello plateado fue desapareciendo. La línea directa se debilitó. Hasta que llegó el ascenso de Arkhos Zirak I, El Unificado, en su cruzada para unificar Aurolia. Llevó fuego y espada desde el oeste hasta las montañas del este. Nadie pudo detenerlo. Cuando llegó a Collham, el reino estaba gobernado por la Casa Gillmond. El rey en aquel entonces, Galveth Gillmond, era un hombre orgulloso, y rechazó la sumisión ante el Imperio de Arkhos. Pero su general más brillante y peligroso, Tyberon Lindmier "El Carnicero Del Oeste", sabía que resistir era condenarse.
—¿El mismo que arrasó ocho reinos en una sola década? —preguntó Mira con un hilo de voz.
—El mismo —asintió Iván—. Arkhos había sometido imperios con armas de hierro y juramentos rotos, unificó religiones a base de fuego y coronas caídas. Cuando llegó a Collham, Tyberon —entonces el general de Galveth— comprendió la magnitud del enemigo. Se dice que escuchó los susurros de Belsara en sueños, que vio cómo el hilo de su rey se cortaba antes del amanecer. Esa noche, Tyberon asesinó al monarca mientras dormía y, cuando Arkhos llegó a las puertas del reino, entregó la capital y los ejércitos sin derramar una sola gota de sangre. Algunos lo llamaron cobarde. Otros, visionario.
Amelia tragó saliva, atenta.
—Y Arkhos, conocido no solo por su crueldad sino también por su pragmatismo… lo premió —prosiguió Iván—. Le dio el título de Conde de Collham, le entregó las tierras que antes eran de Galveth, y lo casó con una de sus muchas hijas: la princesa Myrella Zirak. Desde entonces, los Lindmier volvieron a la nobleza despues de tanto tiempo, aunque se dice que desde ese día Belsara se enojo y condeno a los Lindmier sin poder volver a tener su apariencia, incluso con su estatus restaurado, su lianje seguiría manteniendo el cabello negro, símbolo del juicio de Belsara por haber forzado los hilos del destino, hasta que su ira se despide por atentar con el destino.
Iván alzó la mirada una vez más hacia la figura pétrea de la diosa Belsara. Las sombras del atardecer alargaban las siluetas sobre el pavimento del templo, y la luz rojiza del sol moribundo se reflejaba en los bordes dorados de la placa a sus pies, haciendo que las palabras casi palpitaban.
—Así que ya ven… —dijo en un tono más bajo, pero no menos firme—. No sé si me hice entender con tanta historia antigua y teología olvidada. No seré el más piadoso entre los nobles, ni mucho menos el más virtuoso. Pero lo que no se puede negar es esto: mi sangre arrastra consigo el eco de dos antiguos pactos. Uno con Halthor, el Custodio del Umbral… la Muerte hecha forma, juez sin pasión. Y otro con Belsara, la Tejedora del Destino, aquella que entrelaza nuestras vidas como hilos dorados sobre un telar infinito. Ambos, distintos como la noche y el día, tienen algo en común: ninguno olvida lo que les pertenece. Ninguno libera sin costo.
Se giró hacia ellas, el sol perfilando sus facciones con un aura de luz temblorosa.
—Así que no se preocupen por mí. Sea lo que sea que venga, me encontrará preparado. Yo también fui tejido por esas manos divinas… pero también puedo aprender a tomar la tijera si es necesario. Si el destino intenta torcer mi camino, lo enderezaré a punta de acero. Si el juicio de los muertos me alcanza, lo miraré a los ojos sin pestañear.
Respiró hondo.
—Sí, puede que el destino me cambie. Que me vuelva más frío, más oscuro. Que incluso, con el tiempo, lleguen a odiarme. Pero si ustedes, aunque sea un poco, siguen teniéndome cariño… si me siguen eligiendo, si me siguen esperando… entonces podré seguir adelante. Una parte de mí seguirá siendo Iván. Aún con todos mis pecados y defectos.
El silencio se quedó con ellos por unos segundos, sólo roto por el lejano tañido de una campana y el graznido áspero de un cuervo que cruzaba el cielo púrpura.
—Vaya, qué desalentador discurso —dijo Amelia, riéndose un poco, cruzándose de brazos con teatralidad fingida—. De verdad, no sé cómo inspiraste a millones de soldados. Si no supiera que eres tú, pensaría que ese fue un discurso fúnebre.
—Sí, por los dioses —añadió Mira, con una sonrisa divertida—. Eres pésimo con estas cosas. Dices que tu linaje viene de pactos con dioses y sólo logras asustar más. ¿Sabes lo que eso implica? Si seguimos esa lógica, entonces los Marsdale deben haber hecho un pacto con Kradun, el Primero Forjado, el Corazón de Hierro… el mismísimo dios de la Guerra y el Acero. Ahora mismo acabas de provocar la furia de uno de los linajes más orgullosos del continente. ¿Y sabes qué? Si no fueras tan endemoniadamente guapo, no te perdonaríamos ese nivel de ineptitud retórica.
Iván soltó una exhalación pesada y rodó los ojos con una sonrisa apenas contenida.
—Bien, bien… pense que estaba consolando, dios que desagradecidas —murmuró, espoleando a Eclipse hacia Drakonholt Keep.
El viaje de regreso transcurrió en calma. El crepúsculo teñía el cielo de un violeta profundo, salpicado de oro derretido. Las torres del castillo surgieron entre la bruma como dedos de obsidiana acariciando el cielo.
Ya en su comedor privado, mientras el sol terminaba de ocultarse tras las montañas, Iván se sentó a la cabeza de una larga mesa de roble oscuro, tallada con filigranas de lobos y relieves de batallas antiguas. A su lado sus mujeres. Una docena de candelabros de plata relucían con la luz temblorosa de velas aromáticas.
François, el maestro chef del castillo, supervisó personalmente el servicio de la cena. Y lo que colocó sobre la mesa no fue una simple cena, sino un festín digno de reyes antiguos. Primero llegó una sopa espesa y cremosa de raíces doradas, tubérculos y especias del sur, decorada con pétalos de flor azul de Lisethia, ligeramente picante, con un sabor profundo que acariciaba la lengua y dejaba un leve cosquilleo en el paladar. Luego bandejas de pan trenzado, aún caliente, con costras doradas barnizadas en mantequilla de ajo y hierbas, acompañadas de una crema batida con queso de cabra y trufa negra.
Después, llegaron los platos fuertes: faisanes rellenos de nueces y frutos del bosque, asados con miel especiada y vino de ciruelas oscuras. El aroma era una sinfonía de dulce y salado que embriagaba antes siquiera de probarlo. Cordero en salsa de setas y cebolla caramelizada, cocido a fuego lento durante horas hasta que la carne se deshacía al contacto con el cuchillo. Acompañaban el plato zanahorias glaseadas, papas doradas con manteca y un puré de nabo con toque de almendra.
François hizo traer una fuente central con salmón de río, cocido en corteza de hierbas y cítricos, su piel crujiente, el interior húmedo y firme. Junto a él, un arroz meloso cocido en caldo de venado con almendras laminadas, azafrán y pasas.
Y como colofón, llegó el postre: un pastel de capas de vainilla y crema batida, entremezclado con higos macerados en licor y cubierto con virutas de chocolate amargo y un toque de sal de mar. Lo acompañaban copas de licor de grosella negra y vino de cereza helada.
El aire del comedor se había llenado con la calidez del "pequeño" banquete, las carcajadas suaves de sus mujeres y el murmullo de las velas de los candelabros, que proyectaban sombras danzantes en los muros decorados del salón. Durante aquel instante suspendido en el tiempo, todo lo demás quedó afuera: la guerra, las intrigas, los pactos ancestrales, los dioses que observaban desde lo alto o lo profundo. Por un fugaz momento, existía solo la paz. Solo ellos, y esa falsa pero acogedora ilusión de eternidad que el presente puede ofrecer cuando el vino ha sido generoso y el cuerpo está satisfecho.
La cena terminó, y como era costumbre desde hacía semanas, Iván subió con sus diez mujeres a los niveles superiores del castillo. La noche apenas comenzaba. Cruzaron pasillos silenciosos, envueltos en penumbra y flanqueados por vitrales opacos. Las lamparas de aceite iluminaron los pasillos para llegar a su sala de baño privada, un templo de mármol y vapor cálido, Iván dejó caer sus ropas con un suspiro pesado, y descendió al agua con ellas, desnudo, rodeado por la belleza de sus concubinas y amantes, por sus risas, sus caricias, sus cuerpos que se movían en el agua como sombras delicadas, como espectros de un deseo constante.
Allí, entre el vapor y los murmullos, tomó a cada una. Con fuerza, con hambre, con ansia contenida. No era pasión lo que lo movía, no en su raíz, era necesidad, una búsqueda torpe y desesperada de anclarse a algo humano, a algo vivo, a algo cálido. Se entregó a ellas como una bestia, como un rey antiguo que sabe que el mañana tal vez no llegue. El agua salpicaba, las voces se mezclaban entre jadeos y gemidos, y cuando finalmente el deseo se agotó, cuando sus músculos dolían de tanto placer, salió con ellas, empapado y aún ardiente, para continuar en su habitación. Allí, entre cojines bordados y sábanas de seda, volvió a tomarlas, una por una, y luego en conjunto, hasta que la madrugada estaba al borde del amanecer. Sólo entonces, sudoroso, agotado, con el cuerpo extenuado y el pecho latiendo con violencia, se rindió al sueño.
Pero incluso dormido, no descansó.
El dilema seguía. La duda no se disipaba. ¿Era un monstruo disfrazado de hombre? ¿Era posible que detrás de todo lo que hacía, de las batallas ganadas, del poder acumulado, de las amantes satisfechas… solo hubiese un abismo al acecho?
No lo supo. Ni quiso pensarlo.
Despertó antes del alba. Sus ojos se abrieron de golpe, en silencio. Las demás seguían dormidas, desnudas y rendidas entre las sábanas revueltas. Caminó sin hacer ruido, sus pies descalzos sobre el mármol del suelo. El castillo entero dormía aún. Las luces estaban bajas. Apenas dos o tres sirvientes se movían como sombras, haciendo guardia o preparando los fuegos de las cocinas.
Pidió su ropa con voz baja. Le indicaron que ya estaba lista. Se dirigió a su sala de baño privada, deseando despejarse sin pensar en nada, sin cargar el peso de sus pensamientos. El recinto lo recibió como una bruma templada.
El piso, hecho de mármol perfectamente lustrado, reflejaba la tenue luz de los faroles. La piscina, aún tibia, humeaba con un vapor fragante de lavanda, romero y jazmín. El murmullo del agua cayendo desde la fuente oculta tras la escultura de Oras era constante y apaciguador. Las estatuas de mármol blanco parecían observarlo desde sus pedestales, impasibles, eternas. El calor del suelo subía lentamente por sus plantas desnudas y le relajaba los músculos aún tensos por el insomnio de semanas.
Se sumergió en el agua, cerrando los ojos, dejando que el silencio le envolviera como una mortaja benigna. No quiso pensar. No quiso recordar. Ni dioses, ni guerras, ni sangre, ni pactos. Solo agua. Solo silencio. Solo respiración.
Cuando salió, su ropa lo esperaba, perfectamente doblada sobre un diván de terciopelo oscuro.
El conjunto era impecable.
Una camisa de lino fino, de un blanco hueso inmaculado, con cuello alto y cierres con botones de oro. Encima, un jubón ajustado de terciopelo negro, bordado con hilos dorados que formaban motivos de espinas entrelazadas, lobos y lunas crecientes. El pantalón, también negro, estaba hecho con una tela gruesa de altísima calidad, entallado a la perfección y con bordes rojos oscuros que descendían en dos líneas sutiles a los lados. Las botas, de cuero curtido y bruñido a mano, eran altas, negras como el carbón, con hebillas doradas y costuras en hilo carmesí.
Su capa, larga y pesada, era de un rojo profundo, casi granate, con el reverso negro. Se sujetaba en los hombros con broches dorados en forma de lobos, y caía como una cascada de sombra y sangre hasta rozar el suelo.
En cuanto a las joyas, uso las de el dia anterior, solo sumando un anillo de oro con varias pequelas perlas negras. En la izquierda, una sortija de plata oscura y inclustaciones de onix, sin emblemas, regalo de su madre.
La imagen que devolvió el espejo de cobre bruñido era la de un hombre joven aún, pero ya marcado por la huella de algo más profundo. Aquel reflejo no mostraba simplemente a Iván Erenford, el estratega, el futuro principe, el general… sino a una figura en constante lucha consigo misma. Sus ojos, afilados y glaciares, parecían no pertenecer a un hombre de su edad, sino a alguien que había visto y vivido demasiado. Su porte era firme, la ropa elegante ceñía su cuerpo como si fuese parte de él, pero en su rostro, detrás de esa perfección de cortes milimétricos, había un dejo de melancolía. De cansancio. Terminó de abotonar el último broche del jubón, se colocó la capa con un movimiento fluido de sus hombros y respiró hondo, como si al cruzar esa puerta fuese a dejar atrás algo más que solo mármol y vapor.
Bajó en silencio por las escaleras de piedra pulida, los muros aún teñidos por la luz dorada de las lámparas que no se habían apagado. Frente a la puerta del cuarto de su madre, dos legionarios de las Sombras montaban guardia con la disciplina de quienes no conocían el cansancio. Al verlo, se cuadraron, pero no interrumpieron su paso. Sabían quién era. Sabían a quién iba a ver.
El aire del interior era denso, cargado con aromas de incienso, ungüentos amargos y hierbas medicinales recién hervidas. La mezcla era familiar, casi ritual: olía a hogar… pero también a despedida. A preparación.
La estancia estaba en penumbra, las ventanas cerradas para evitar el frío matutino. La única luz provenía de las velas altas, colocadas en candelabros de hierro forjado, cuyos reflejos se mecían sobre las cortinas blancas del dosel. El sonido era mínimo: el crujido suave del fuego, el leve burbujeo de un cuenco con agua hirviendo, el susurro del viento contra los cristales.
Su madre, la duquesa Alba de Zusian, yacía recostada entre sábanas bordadas con hilos de plata. Incluso enferma, incluso debilitada, conservaba un porte noble, digno. Su piel, antes lozana y alabada, tenía ahora un tono ceniciento, y su largo cabello negro, antaño como la noche más profunda, estaba surcado por hebras blancas que no le pertenecían por edad, sino por desgaste. Su enfermedad, la Málashk, era despiadada y silenciosa. La había ido consumiendo poco a poco. Pero aún así, al verlo entrar, sus ojos azules brillaron como si todo el mundo se encendiera de golpe.
—Buenos días, amor… —murmuró con voz suave, cálida, esforzándose por incorporarse—. Veo que hoy madrugaste.
Iván le dedicó una sonrisa que temblaba ligeramente en los bordes.
—Bueno… tengo que irme temprano. Hay mucho por hacer —dijo, cruzando el cuarto hasta sentarse a su lado.
Ella estiró la mano con dificultad y le acarició la mejilla, como si intentara memorizarlo una vez más.
—Sabía que este día llegaría… pero no por eso es más fácil. —Se inclinó hacia él y le besó la frente con la misma ternura que había tenido desde que era un niño—. Cuídate, mi cielo. Mi pequeño lobo. Mi hijo amado. No te preocupes por mí. Estaré aquí cuando regreses. Y cuando lo hagas, volverás con la victoria en tus hombros. Como solo tú sabes hacerlo.
Iván apretó los labios. Sentía un nudo en la garganta. Una punzada bajo las costillas. Su madre era una de las pocas cosas que lo mantenían anclado, que lo hacían sentir humano. No quería irse. No así. No dejándola en ese estado. Dos años, eso le habían dicho los mejores médicos, con suerte. ¿Qué haría él cuando ella ya no estuviera? ¿Cómo enfrentaría el mundo sin esa voz que lo llamaba “mi amor” con dulzura inquebrantable?
Se inclinó y le besó la mejilla, cerrando los ojos con fuerza para contener las lágrimas.
—No te preocupes, mamá. Karador será nuestra. No te angusties, no hagas esfuerzos innecesarios. Si hay algo que requiera tu atención, mándamelo a mí. No me molestará recibir tus cartas, incluso en medio de la campaña. Las leeré, cada una, sin falta. Lo prometo.
Ella negó suavemente con la cabeza, su mano aún posada en la de él.
—No… no, mi niño. No quiero distraerte. No me perdonaría ser una piedra en tu camino. Tú debes avanzar, sin mirar atrás. Yo… yo te mandaré una carta diaria. Será mi forma de que no te preocupes. Recuerda, tienes una madre que piensa en ti cada amanecer y cada anochecer. Y que cree en ti más que nadie.
Iván la abrazó, con cuidado, con temor de romperla. Se quedó así un momento, respirando su perfume, ese leve aroma entre violetas secas y laurel, mezclado con algo que solo tenían las madres: el olor del origen, del refugio, del amor puro.
Alba le acarició el cabello como solía hacerlo cuando él era apenas un niño que se acurrucaba junto a su regazo. Lo hizo con la misma ternura, con la misma fuerza serena de entonces, aunque ahora sus manos temblaban. Luego, con esfuerzo, se incorporó un poco y besó su frente.
—Eres mi sol, Iván. Eres mi mayor orgullo… Ivy. Fuiste la razón por la que no me derrumbé cuando tu padre murió, por la que sonreí en las noches que lloraba en silencio. Eres la razón por la que luché contra este veneno que me consume. Y viviré, viviré más de lo que muchos creen posible, porque te veré regresar. No ahora… sino muchas veces más. Y lo haré por ti. Por verte brillar. Así que escúchame bien: no quiero que pienses en mí mientras cabalgues, ni en mis dolencias, ni en los deberes que te dejé. Todo eso queda atrás por ahora. Desde el momento en que cruces las puertas de Drakonholt, tu única misión será una sola: la victoria. Tu único deber será consolidar tu nombre del mundo. Vas a demostrar que el primer Príncipe de Zusian en siglos… es digno de ese título. De su sangre. De su historia.
Iván no dijo nada. No podía. Las palabras no le alcanzaban, no le obedecían. Tenía el alma enredada en un nudo de fuego y sal. Asintió con la cabeza, tragándose el llanto, sintiendo cómo le ardía el pecho.
—Así que si entendiste… ve, mi amor. Y cuando ganes, regresa a mí —añadió ella, con una sonrisa suave, aunque su voz se quebraba al final. Luego alzó una ceja, y dijo con un dejo de picardía—: Y si puedes… trata de no hacer otra docena de amantes en el camino, ¿sí? Ya bastante difícil es recordar los nombres de las diez de ahora…
Iván soltó una carcajada seca, sacudido por la mezcla de amor y tristeza. Era el tipo de humor extraño que solo su madre podía permitirse. Un último intento de hacer más llevadera la despedida.
La miró por última vez. Grabó en su mente su rostro, su fragilidad noble, sus ojos inmensos que aún brillaban con fuego, aunque el cuerpo se le estuviera apagando. Se inclinó, le besó la mano con reverencia, y salió del cuarto con pasos pesados, que se sentían como espadas enterrándose en la carne. No volvió la vista atrás. Sabía que si lo hacía, no podría marcharse.
Respiró hondo al cruzar el umbral, como si el aire mismo fuera diferente fuera del cuarto de su madre. El sol apenas asomaba sobre los muros exteriores del castillo. En el patio de salida, sus mujeres lo esperaban, medio dormidas, en batas finas, envueltas en las brisas frías del amanecer.
Sarah fue la primera que vio. Su cabellera pelirroja, brillante como fuego barnizado, caía sobre sus hombros con un desorden sensual. Su cuerpo era una sinfonía de curvas y firmeza, de voluptuosidad juguetona. Siempre coqueta, siempre dulce, pero también la más inteligente de las diez. Su mente era tan afilada como su lengua cuando se enojaba, pero con él siempre se mostraba devota, casi maternal.
A su lado, Seraphina, una diosa pálida de ojos azules profundos como océanos de hielo. Su melena rubia platinada caía en suaves ondas sobre su piel blanca como la porcelana más fina. Era sensual hasta el extremo, provocadora sin proponérselo, y dependiente en una forma que enternecía. Se abrazó a su brazo sin decir palabra, solo buscando su calor.
Adeline, algo mimada en los últimos meses, aún bostezaba con ojos somnolientos. Tenía unos ojos violaceos hermosos, y un cabello negro azulado que le caía en finos mechones desordenados sobre los hombros. Era como una flor a punto de abrirse, dulce y vulnerable.
Ilena estaba recostada contra una de las columnas, su cabello negro cayéndole por la espalda como tinta líquida. Ojos grises, cuerpo voluptuoso, mirada encendida. Era hermosa, sí, pero también frágil emocionalmente. Se había aferrado a Iván como un náufrago a un madero, necesitaba su presencia, su voz, su toque.
Luego estaba Elara. De todas, la más fogosa. De curvas generosas y una melena roja intensa como llamas, tenía ojos grandes, brillantes, siempre colmados de deseo y ternura. Amelia, la más serena. La más elegante. Su belleza suave, discreta, delicada. Rubia, de piel nívea, ojos aquamarine.Mira, pequeña y vivaz, de ojos azul violáceo y cabellos castaños oscuros. Fue la que más le dolió dejar atrás.
Kalisha también estaba allí. Exótica, de piel bronceada por el sol del sur, curvas imposibles, ojos almendrados que sabían seducir sin esfuerzo. Cada movimiento suyo era como un baile, una provocación natural. Celeste y Bianca, una más dulce, la otra más salvaje, pero ambas poseedoras de una sensualidad descarada que jugaba al límite entre la inocencia fingida y el deseo encendido. Con sus batas abiertas apenas sostenidas por sus hombros, lo miraban como si aún soñaran.
Una por una, se acercaron a él. Lo besaron, lo abrazaron, le desearon éxito. Algunas lloraban. Otras fingían que no lo hacían. Por un momento, pensó en llevarse a una. A dos. Tal vez tres. Pero no. No podía. No ahora. Si lo hacía, su mente no estaría donde debía. No se concentraría. No sería el hombre que debía ser.
Montó sobre Eclipse, quien relinchó como si también sintiera la gravedad de la partida. A su lado, varios Legionarios de las Sombras formaban en fila cerrada. Sus armaduras de placas pesadas con ornamentos de oro relucían con el rocío del amanecer, los yelmos cerrados como rostros sin nombre. En sus manos portaban alabardas ornamentadas con filigranas dorados, Sus caballos, bestias enormes con bardas metálicas pesadas, exhalaban vapor por las narices como si fueran dragones sin alas.
Iván no dijo nada. Solo alzó la mirada una última vez hacia las altas torres de Drakonholt Keep. Oscuras contra el amanecer, coronadas por banderolas que ondeaban con pereza en el viento frio. Una brisa ligera levantó su capa por un instante, y en ese segundo, el castillo pareció más distante que nunca, como si ya no le perteneciera. Espoleó a Eclipse, y el cortejo partió, dejando atrás el hogar, el calor del lecho, la fragancia de sus mujeres, el consuelo de su madre, todo lo que podía aferrarlo a la paz.
Cruzaron los anillos defensivos y descendieron por la calzada adoquinada que serpenteaba hacia Vardenholme. A esa hora, las primeras luces del día comenzaban a pintar de oro las fachadas de piedra negra y los techos rojos. La ciudad aún despertaba. Algunos panaderos encendían hornos, lecheros cargaban cubetas, y los pregoneros practicaban las noticias que gritarían al mediodía. Al verlo pasar, los que lo reconocían saludaban con tímidos vítores y reverencias. Iván les respondía con una sonrisa mesurada, el gesto ensayado de un gobernante que debía inspirar seguridad incluso si el corazón le pesaba como plomo fundido. Sonreía porque debía hacerlo. Porque lo esperaban.
Dejó atrás Vardenholme y descendió hacia el Maerenth, el gran río que atravesaba la región como una arteria de plata líquida. El puerto bullía de actividad, pero las galeras fluviales ya casi habían terminado de embarcar tropas. En el horizonte, algunas embarcaciones aún se deslizaban por la corriente, como puntos oscuros contra el cielo pálido. Su galera, sin embargo, ya estaban en posición, inmóvil, imponente. Iván suspiró hondo y caminó hacia su barco.
Era una galera fluvial, larga y baja, negra como la medianoche. Tenía una proa elevada en forma de lobo dorado, el símbolo de su casa, con colmillos de bronce y ojos de obsidiana. Las velas, negras también, portaban detalles carmesí que recordaban garras y zarpazos, y en el centro, bordado con hilo de oro, se alzaba el emblema del lobo Erenford sobre un fondo carmesí. El casco estaba reforzado con bandas de acero en el vientre, y a cada costado colgaban escudos pintados con la marca de su legión. No era solo un navío: era una declaración de presencia. De autoridad. De guerra.
Los Legionarios de las Sombras ya estaban abordando, sus siluetas de acero avanzaban sin emitir palabra. Más de trescientos de sus cuatrocientos sobrantes ya habían partido días antes rumbo a Karador, donde la mayoría de los cuatrocientos mil hombres del ejército ya lo esperaban.
Mientras supervisaba que cargaran su equipaje, su mirada se posó en una figura extraña arrastrando dos pesados cofres con esfuerzo torpe pero decidido. Vaelith Aemiron. Detrás de él, sus asistentes lo seguían como sombras, cargando más cofres y cajas de herramientas. Vaelith se los lanzó con descuido a uno de los soldados que estaba cerca.
—¡Ten cuidado con eso! —vociferó con una mezcla de irritación y desesperación—. Ahí hay componentes que valen más que las bóvedas de Drakonholt.
—¿Quéhaces aquí? —preguntó Iván, alzando una ceja, sin sorpresa real, pero con el tono de quien ya se temía algo así.
—"¿Qué hago aquí?" Vengo a cuidar de mis bebés. A ver de primera mano cómo mi obra cambia el curso del mundo—replicó con desdén, como si la pregunta misma fuera un insulto a su intelecto.
Sus ojos lilas lo miraban con una mezcla de altivez e incredulidad. Vaelith no necesitaba permiso. Iba donde iba su genio.
—Sabes que esto es una guerra, ¿no? —dijo Iván, entrecerrando los ojos.
—¿Y? ¿Eso se supone que tiene que espantarme? Soy un maldito genio, Iván. Lo sabes. Lo sabe todo aquel con más de dos neuronas. ¿O ya olvidaste lo que tú mismo dijiste una vez? “Si no fueras un erudito, podrías ser general en menos de un lustro.” Y adivina qué… soy ambas cosas. Y mejor que cualquiera de los viejos que tienes gritando sobre mapas —añadió, cruzándose de brazos, como si acabara de dictar una verdad absoluta.
Iván solo negó con la cabeza. ¿Qué podía hacer? Ese loco arrogante, insoportable, rebelde hasta lo inmanejable, era su único amigo verdadero. El único cercano a su edad que entendía la magnitud de la carga que llevaba. El único que no lo miraba con reverencia, sino con desafío. Y el mayor talento jamás salido de la Universidad de Hellemberg.
Mientras Vaelith desaparecía sin pedir permiso bajo la cubierta, cargando sus aparatos y notas como un alquimista rumbo a una cruzada, Iván escuchó pasos pesados en la cubierta. Un tambor en el suelo. No necesitó voltear.
—Llegas tarde —dijo, sin girarse, cruzándose de brazos—. Además, casi no te he visto estas semanas. Has estado más ausente que presente desde que te conozco. Podrías haber ayudado con los preparativos, al menos.
Ulfric resopló y le revolvió el cabello como hacía cuando era niño. Aquel enorme norvadiano pelirrojo, con su barba como una llamarada y esos brazos del grosor de troncos, olía a cuero y cerveza rancia.
—Bah. ¿Y perderme las últimas putas decentes antes de meterme en esa roca maldita de Karador? Iván, allá no hay nada más que piedras, humedad, y tal vez un burdel con tres viejas desdentadas que huelen a pescado rancio o a tierra seca. No. Me lo debía. Disfruté —rió con estruendo, su voz resonando como un tambor de guerra.
Iván negó con la cabeza, entre divertido y fastidiado.
—Ah, cierto —añadió, señalando con un dedo a Vaelith—. Este de aquí es Vaelith Aemiron, el genio al que le pagué una fortuna para crear las armas de las que te hablé. Las que te negaste a ver cuando te invité a inspeccionarlas.
Ulfric entrecerró los ojos al ver al joven erudito que bajaba por una escalera lateral cargando una caja llena de viales humeantes. Su primer comentario fue seco, como una hoja desenvainada:
—¿Y ese mocoso qué va a hacer cuando empiecen a volar las flechas? ¿Citar a Aristón? ¿Darles una cátedra a los enemigos mientras nos masacran?
Vaelith, sin siquiera voltear, respondió con voz aguda, arrogante:
—¿Y usted qué va a hacer cuando mis cañones conviertan a esos enemigos en pasta carbonizada antes de que pisen el campo? ¿Seguir bebiendo como si estuviera en un burdel?
Ulfric lo miró, evaluándolo. Luego soltó una carcajada grave y aprobatoria.
—Tiene lengua. Me gusta. Si no muere en la primera semana, podría llegar a ser útil.
—Morir no está en mis planes —respondió Vaelith, seco—. Pero si lo hago, asegúrese de recuperar mi cerebro. Vale más que todo su cuerpo.
Iván se frotó las sienes mientras la galera abandonaba lentamente el puerto fluvial. Las últimas cuerdas fueron soltadas, el casco crujió suavemente al deslizarse por la corriente, y pronto el ritmo acompasado de los remeros marcó la cadencia del viaje. El Maerenth, ancho, hondo y majestuoso, se abría frente a ellos como una arteria líquida rumbo al corazón de la guerra. El sol de la mañana empezaba a asomar por encima de los montes, tiñendo el río de oro viejo y haciendo brillar la pintura negra y carmesí de su galera como sangre sobre obsidiana.
Iván descendió a la segunda cubierta, buscando algo de sombra y silencio. Se sentó en la popa, junto a la baranda de hierro forjado, en un banco de madera tallada con adornos de lobos. El viento era fresco, perfumado de humedad y barro de río, y desde ahí podía observar los juncos y los sauces deslizándose lentamente por los márgenes del agua.
Ulfric bajó tras él, caminando con su andar pesado, y se dejó caer a su lado con un gruñido.
—Toma —dijo, sacando algo envuelto en tela oscura y colocándoselo en la mano.
Iván lo miró con leve extrañeza y desenvolvió el paquete. Era una pipa, de forma extraña y elegante. El cuerpo estaba tallado en un tipo de madera rojiza, la boquilla era curva y larga, hecha de hueso pulido, y tenía tallados finos en espiral. El cuenco estaba decorado con figuras de bestias mitológicas que se entrelazaban en danza.
—¿Qué es esto?
—Un regalo —dijo Ulfric, encogiéndose de hombros—. Se la compré a un comerciante de Arzhad. Junto con un cofre lleno de estas hojas —abrió una bolsita de cuero—. Las llaman hojas de "Thiravel". Según él que me las vendio, sirven para calmar los nervios, mejorar la memoria, y reducir la irritabilidad. Útiles, considerando que probablemente querrás arrancarte los cabellos en unas semanas.
Iván olió el contenido. Era una mezcla de hojas moradas secas, con vetas azuladas y un aroma suave, terroso, con un fondo dulzón. Algo parecido al tabaco, pero más ligero, menos agresivo. Cargó la pipa, la encendió con una de las pocas antorchas aún prendidas y dio una calada.
El humo no raspó la garganta como lo hacía el tabaco. Era cálido, sedoso. Al exhalar, dejó en el aire un aroma floral, tenue, casi etéreo. Iván sintió un leve cosquilleo en el pecho, una calidez expandiéndose por su espalda, y luego una sensación de claridad en los pensamientos. Como si su mente se despejara, como si todo lo que lo saturaba —estrategias, nombres, mapas, temores— se ordenara en su sitio.
—Gracias —dijo, dándole otra calada—. No está mal… tiene algo. Algo relajante.
—Sí, relájate antes de que tengas que firmar órdenes de ejecución —dijo Ulfric con media sonrisa.
El silencio se instaló por unos minutos, roto solo por el sonido del agua golpeando el casco y el eco lejano de las voces de los demas pasajeros. Vaelith apareció, como salido de la nada, con una copa de vino en una mano y un cuaderno lleno de anotaciones en la otra.
—¿Ya están filosofando? —preguntó con sorna—. ¿O simplemente compartiendo su melancolía varonil?
—Estamos fumando —replicó Iván—. Y por un momento, disfrutando de no escuchar tu voz.
—Qué suerte la mía. Puedo hablar y aún así ser más útil que cualquiera en este barco —dijo, apoyándose contra una columna.
—Te vamos a tirar por la borda—gruñó Ulfric—. Lo sabes, ¿no?
—Sería una pérdida para la historia —respondió Vaelith, dándole un sorbo a su copa.
Así, entre sarcasmos y silencios, el viaje continuó. Durante nueve días navegaron a toda velocidad, con el viento a favor y los brazos incansables de los remeros marcando el paso. Las noches eran frescas, con estrellas que se extendían como un manto infinito facinantes. A veces compartía el vino con Ulfric y Vaelith, a veces simplemente se recostaba en su catre, fumando en silencio, perdido en pensamientos que no se atrevía a nombrar.
Finalmente, el décimo día, a media mañana, se alzaron ante ellos las montañas de Karador. Gigantescas. Inmensas. Se extendían por el horizonte como murallas naturales, de cumbres nevadas y laderas oscuras, marcadas por siglos de minería. Allí, entre valles y cañones profundos, se hallaban millones de minas. Oro, plata, platino, cobre, hierro, piedras preciosas. Karador no era solo una cadena montañosa: era la columna vertebral de la economía zusiana. Uno de los corazónes mineros de la region.
Desde la cubierta de su galera, divisó los campamentos negros como manchas en la falda de la montaña. Eran incontables. Legiones y legiones acampaban en los llanos inferiores. Humo de cocinas, tiendas militares por decenas de miles, banderas ondeando al viento, hombres marchando hacia las montañas, caballos relinchando jalando carretas. El aire olía a aceite, hierro y cuero sudado
Apenas desembarcó, comenzaron los vítores. Eran los Legionarios de Hierro. Ciento ochenta legiones formaban esa parte del ejército. La suma total de esa parte del ejército alcanzaba los 71,640,000 legionarios. A ellos se sumaban las ochenta legiones del Duque. Su ejército personal de élite. Tropas veteranas, curtidas, entrenadas hasta el límite. 44,000,000 legionarios en total. Y junto a ellos, estaban los 400,000 Legionarios de las Sombras, su guardia personal. Además, las diez legiones personales de los cuatro generales zusianos convocados. Eso sumaba otros 15,920,000 legionarios. Y a eso, finalmente, había que sumar la unidad más reciente: los 40,000 Infantes de Fuego.
El total de soldados puros bajo su mando era de 123,240,000 soldados.
Pero eso era solo el núcleo armado. Si a eso se le sumaban las unidades auxiliares, esenciales para sostener esa gigantesca maquinaria: Unidades de Ingenieros de Campo, Unidades de Artillería Pesada, Unidades de Sanidad Militar, Unidades de Logística, Suministro, Cocina, Transporte, Reparaciones y Comunicaciones. Toda esa estructura elevaba el total de personal desplazado en esta campaña a cerca de 22,500,000 personas más. Un total aplastante de fuerza humana.
Y cuando los primeros legionarios lo vieron, comenzó el estruendo.
—¡Iván! ¡Iván!
—¡Lobo de Zusian! ¡Lobo de Zusian!
—¡Erenford! ¡Erenford!
El suelo temblaba con los tambores, que batían un ritmo antiguo, uno que no necesitaba palabras, solo golpe tras golpe que reverberaba hasta en los huesos. Los estandartes ondeaban con violencia, flameando como lenguas de guerra contra el cielo grisáceo y encapotado que cubría Karador. El viento que descendía por las montañas los hacía latir con fuerza como si también ellos rugieran por la batalla que se avecinaba. Las armas de asta chocaban contra el suelo de tierra endurecida como si fueran truenos de acero, resonando con un estruendo metálico que parecía quebrar la propia tierra bajo sus pies.
Los penachos negros y rojos se alzaban entre las formaciones regulares como brasas sobre un campo de batalla aún por encender, mientras que los dorados y negros, símbolos de las élites, brillaban como flamas santas entre la bruma. Cada unidad, cada batallón, al verlo pasar, respondía como si el mismísimo espíritu de la guerra caminara frente a ellos. La infantería golpeaba sus escudos con sus armas, creando una sinfonía seca y brutal. La caballería no se quedaba atrás. Los jinetes alzaban sus armas mientras sus monturas relinchaban ansiosas. Era un clamor unificado, ensordecedor, una sola garganta gritando con furia ancestral.
Iván, sin detener su paso, alzó su alabarda negra y dorada, girándola en el aire con fuerza. El acero captó la luz mortecina del cielo y brilló como si fuera fuego líquido. Era un gesto simple, pero cargado de poder. El rugido que siguió fue apoteósico. El ejército entero, millones de voces, se alzaron como una ola viva. El eco retumbó entre las montañas, entre las piedras, y hasta las aves cervanas alzaron el vuelo por el estrépito.
La moral del ejército ascendió como un volcán despierto. Cada soldado parecía más erguido, más firme, como si la sola presencia de su heredero les hubiera inyectado nueva vida. Los siguientes tres días viajo por los caminos de montaña, traicioneros y majestuosos. Algunos eran seguros, anchos y reforzados con piedra compacta y muros bajos que guiaban las caravanas, antiguos pasos utilizados por el transporte minero. Otros eran sendas angostas, colgadas sobre abismos donde un paso en falso bastaba para caer a la muerte. Allí, solo avanzaban en columna, lentos, vigilantes. La vegetación era escasa, reducida a pinos achaparrados, helechos resistentes y musgo que se aferraba a las rocas. Las laderas estaban cubiertas por nieve estacional, que se acumulaba en las grietas como costras heladas. El aire era delgado, frío, y sabía a piedra, hierro y al polvo mineral que el viento levantaba desde los caminos excavados.
A su paso, el paisaje montañoso parecía devorar al ejército y al mismo tiempo rendirse ante él. La niebla bajaba al amanecer y se disipaba lentamente, revelando, entre los riscos, las "ciudades ocultas" de Karador. Enjambres de estructuras de piedra y metal fundido, talladas directamente en las laderas. Algunas no eran más que agrupaciones de barracones con techos de pizarra oscura y chimeneas escupiendo humo denso. Otras, fortalezas enteras talladas en la roca, sus puertas metálicas se abrían con sistemas de poleas colosales, y túneles que descendían en varios niveles bajo la montaña, como venas en un cuerpo vivo. Se decía que un poblado minero bein pensado, podía albergar a más de 1,000,000 personas bajo tierra. Eran ciudades verticales, subterráneas, encajadas como laberintos bajo la piedra.
Finalmente, llegó a Kharagorn. La mayor de todas. La joya de Karador. Una ciudad minera fortificada que parecía más un bastión de guerra que un asentamiento. Las murallas que la rodeaban eran tan gruesas que podían resistir el impacto de una batería de artillería durante días. Altas torres se alzaban como centinelas con balistas giratorias montadas en sus terrazas. Calderas de aceite hirviendo colgaban de estructuras de hierro reforzado, listas para ser vertidas sobre enemigos. Las puertas, de roble acorazado y hierro fundido, se abrían lentamente como si la ciudad misma respirara con desconfianza.
Y como en cada paso que había dado, hombres lo rodeaban. Decenas de miles. Cientos de miles. El eco de sus pasos y sus órdenes gritadas rebotando de roca en roca como el tambor de una guerra inminente. A cada paso que daba Iván, los saludos eran firmes, los rostros se endurecían, las espaldas se enderezaban.
Iván desmontó de Eclipse con un movimiento fluido, la capa negra ondulando tras él como una sombra viva. El gran patio frente al cuartel general hervía con el eco de pasos marciales y órdenes gritadas. Era un coloso de piedra gris, erigido en el corazón mismo de Kharagorn, fortaleza de guerra improvisada sobre una antigua fundición minera que ahora servía de base de mando. Paredes gruesas, vigas reforzadas, mapas colgando por doquier, la sala de guerra ya lo esperaba. Avanzó con paso firme, cada uno de sus pasos haciendo crujir el suelo de losas ennegrecidas. Al abrirse las puertas pesadas de hierro, se encontró frente a los titanes de hierro que dirigirían la campaña con él. Los hombres que, por sí solos, podrían aplastar reinos. Generales sin igual.
Allí, de pie junto a la gran mesa central cubierta de mapas, banderines, reportes y figuras de madera talladas, estaba Roderic Ironclaw. El Invicto. El Demonio de Ojos Azules. Primer General del Ducado de Zusian. Un muro de músculo, acero y voluntad. De pie, con los brazos cruzados. Medía más de dos metros, y su mera figura era una amenaza encarnada. Tenia la piel endurecida por el sol inclemente y los vientos feroces de las montañas zusianas. Su rostro era severo, anguloso, brutal: una mandíbula cuadrada y poderosa, con una barba negra como la medianoche, poblada pero bien cuidada, que reforzaba su imagen de guerrero ancestral. Su mirada era su arma más peligrosa. Ojos intensamente azules, como cristales helados arrancados de un glaciar. Ojos que no mostraban piedad, que habían contemplado la extinción de ciudades enteras, que no parpadeaban ni siquiera ante la masacre. Su cabello largo, oscuro y áspero caía hasta los hombros con un descuido controlado. Nunca a sido vencido. Jamás. Ni por ejército, ni por general. Por eso lo llamaban El Invicto. No era un título. Era un hecho.
Su mente era tan temible como su espada. Estratega brillante, cruel y metódico, capaz de prever movimientos con una precisión aterradora. Su talento superó al de su propio maestro en menos de una década. Fue el primer general al servicio de Kenneth, su padre, y uno de sus dos amigos más cercanos. Lo igualaba en estatura táctica y lo acompañó hombro con hombro en las campañas más sangrientas. Nadie se atrevía a poner en duda su autoridad.
A su lado estaba el sexto general. Quentin Shadowstrike. “El Imperturbable”. La sombra elegante y mortal del alto mando. Su sola presencia bastaba para imponer silencio. Los que lo conocían sabían que no era un hombre de palabras: era un ejecutor. Físicamente, Quentin era la imagen de la disciplina militar más estricta. Su complexión era sólida, musculosa, sin excesos, como una máquina precisa de matar. Cada músculo de su cuerpo era el resultado de años de entrenamiento, campañas, marchas interminables y combates sin cuartel. Su rostro era el de un veterano curtido por mil batallas. Piel clara, ligeramente quemada por el sol, llanuras y montañas. Una melena negra como el ala de un cuervo, ondulada y recogida en una coleta estricta, caía sobre sus hombros. Su barba era espesa pero bien mantenida, recortada con precisión quirúrgica, enmarcando una mandíbula firme y noble. Su bigote se curvaba hacia los lados con una elegancia casi aristocrática.
Pero eran sus ojos los que marcaban la diferencia. Verdes. Fríos. Profundos como la selva tras una tormenta. Eran ojos que no pestañeaban ni ante la muerte ni ante la gloria. Ojos que habían visto cuerpos desgarrados, compañeros morir, ejércitos arder, y que nunca, nunca, mostraron miedo ni compasión. Su mirada no temblaba, no vacilaba. Por eso, el apodo que se ganó no fue gratuito. “El Imperturbable”. Ninguna escena, por sangrienta o caótica que fuese, parecía alterarlo. Su voz era calma, sus movimientos medidos, su presencia inquebrantable. Era un maestro en combates imposibles, donde la inferioridad numérica, la desventaja táctica o el caos reinante hacían que otros se derrumbaran. Quentin resistía. Quentin vencía. Se enorgullece de sobresalir en batallas brutales. Se especializaba en lo imposible. En lo absurdo. En lo impensable.
El siguiente en la sala era Olegar Vorodin, conocido como “El Guardián de Hierro”, Octavo General del Ducado de Zusian. Su sola presencia parecía anclar el aire, solidificarlo. Era como una muralla que había cobrado vida, una fortaleza andante que no necesitaba alzar la voz para dominar una habitación. Era la encarnación del orden, la resistencia y la firmeza.
De complexión vasta y dominante, medía mas de dos metros. Su cuerpo era el de un hombre forjado no solo en combate, sino también en el yunque de la disciplina militar más rigurosa. Tenía hombros como bastiones y un torso que parecía esculpido de granito; los brazos eran gruesos, poderosos, como troncos reforzados con acero, y sus piernas —anchas, tensas, pesadas— se movían con la constancia inquebrantable de una máquina de asedio.
Su rostro era solemne y austero, endurecido por los años y por la intemperie de miles de campañas. Cada arruga en su frente, cada pliegue en su mirada, hablaba de decisiones imposibles, de hombres que cayeron bajo su mando y de ciudades que resistieron hasta el último aliento solo para ser aplastadas bajo su mando férreo. Su piel, curtida y quebrada por el sol, el viento y la escarcha, parecía cuero viejo endurecido por la experiencia. El cabello, largo y plateado caía hasta sus hombros en mechones gruesos, peinado hacia atrás sin afectación, con ese descuido propio del guerrero que no busca estética, sino dominio. La barba blanca, espesa y perfectamente cuidada, le daba el porte de un león viejo: majestuoso, orgulloso, pero aún letal.
Y sus ojos fríos, grises, tan opacos y densos como hierro fundido. Eran los ojos de un estratega que no temía mandar a sus hombres a la muerte. Eran los ojos de un general que no se quebraba, que no retrocedía, que no perdía. Pero en ellos también había algo más: una calma serena, la sabiduría melancólica del que ha vivido más batallas de las que puede recordar. Olegar Vorodin era una roca en medio del vendaval, el defensor inflexible. Cuando atacaba, era como una avalancha de hierro que arrasaba con todo a su paso. Y cuando defendía, sus posiciones eran imposibles de penetrar.
Y junto a él, más allá del estruendo de las glorias antiguas, se encontraba otro distinto. Más joven, más frío. Más letal en su silencio. Garrick Halvarsson, el Décimo General del Ducado de Zusian. El Azote del Norte.
Garrick no era como los otros. No era una muralla como Roderic, ni una máquina como Olegar. Él era una tormenta encerrada en un cuerpo humano, una daga oculta en la bruma. De estatura media-alta, rondaba el metro ochenta y cinco, pero su presencia parecía más grande, como si la misma oscuridad que lo acompañaba le diera volumen. Su cuerpo era ágil, fibroso. Todo en én el irradiaba poder
Su rostro era tan invernal como el viento que azota en esos momentos. Pómulos duros y marcados, mandíbula afilada como la hoja de una lanza, labios finos y perpetuamente tensos. Y los ojos de un azul tan helado que parecía haber sido tallado en glaciares. Un azul que no mostraba ni rabia, ni pasión, ni esperanza. Solo una calma peligrosa. La calma que precede al desastre.
Su cabello largo, castaño oscuro con reflejos apagados caía lacio hasta los hombros como una cortina de sombras. Una barba delgada, prolija y bien recortada perfilaba su rostro con exactitud marcial. Cada centímetro de su presencia estaba medido, controlado. Su piel era pálida, como la de alguien que ha vivido más noches que días, como la de un hombre que ha caminado bajo lunas perpetuas.
Garrick no nació en Zusian. Provenía del Condado de Dravenfjord, una región del norte extremo, con costa al Mar del Norte y una conexión áspera con las tierras de Norvadia. Era un territorio inhóspito, donde el hielo cubría más que el suelo y la sangre se congelaba antes de tocar la tierra. Acantilados mortales, ventiscas que quebraban huesos, inviernos que duraban media vida. Allí, Garrick creció. Allí, Garrick sobrevivió.
Se decía que ni los norvadianos, de los guerreros más brutales y despiadados del mundo, osaban provocarlo. Y si ellos, que no temían a la muerte ni al dolor, preferían mantenerse alejados… entonces uno podía imaginar el tipo de monstruo que Garrick Halvarsson era. Un lobo solitario. Un hombre sin patria, sin clan, sin bandera. Solo con una causa: la guerra. Era el reemplazo del legendario Alaric Valtieri, que se retiró tras la muerte de su padre. Algunos lo consideraban indigno por su origen, un forastero. Pero aquellos que lo vieron en combate, que lo siguieron en la nieve y el fuego, sabían que su lealtad, aunque silenciosa, era total. Y que su furia, aunque invisible, era capaz de devorar ejércitos enteros.
Iván avanzó hasta la mesa, sus pasos resonando con autoridad sobre el suelo de piedra pulida.
—Tiempos sin vernos, ¿no, Roderic? —dijo Iván con una sonrisa genuina, esa que solo unos pocos en su vida conocían. Abrió los brazos.
Roderic soltó una carcajada poderosa, y se acercó con pasos amplios y abrazó a Iván con la fuerza de un oso, levantándolo apenas del suelo por un segundo.
—¡Dioses, mírate, muchacho! ¡Ya todo un hombre! ¡Parece que fue ayer cuando apenas te llegaba la voz! —soltó con voz gruesa—. Casi dos años sin verte, maldita sea. Qué bien es verte, Iván.
Iván le devolvió la sonrisa con la calidez que solo él y Thornflic podían arrancarle. Roderic era familia. Un hermano para su padre y un tío para el, ademas uno de sus mentores en la guerra.
—Quentin —dijo girándose hacia el general—, tiempo sin vernos desde hace seis meses.
Quentin inclinó la cabeza con una elegancia milimétrica.
—Su gracia, un gusto verlo con buena salud. Esta vez juro no fallaré como lo hice en Dravenhold.
—Confío en ello. —Asintió Iván.
Se giró luego hacia Olegar, que lo observaba como se evalúa una pared de fortaleza nueva.
—Olegar, gusto en pelear a tu lado.
—El honor es mío, su gracia —respondió el hombre con voz grave como un temblor en lo profundo de una montaña—. He esperado este encuentro desde que supe de su gestacion. Espero estar a la altura de su confianza.
—No tengo dudas de que lo estarás —respondió Iván, dándole un leve apretón en el brazo.
Por último, miró a Garrick. El más callado de los cuatro, su figura un contraste con el resto, como una sombra al borde de la luz.
—Garrick. Igualmente me da gusto conocer al general más reciente del Ducado.
Garrick inclinó apenas la cabeza, sus ojos azules fijos, tranquilos, aterradores.
—Gusto en conocerlo, su gracia. Estoy a sus órdenes.
Iván se permitió una breve sonrisa. Asintió y dio un paso hacia la mesa central. La gran mesa estaba cubierta de mapas detallados, piezas móviles que representaban las unidades.
—Bien —dijo Iván, bajando la mirada a los mapas—. Díganme nuestra situación.
Fue Roderic quien tomó la palabra.
—Actualmente, la mayoría de nuestras tropas ya están posicionadas o en camino hacia las cordilleras del oeste de Karador. Casi todo el ejército ha subido sin complicaciones ni bajas. Las líneas de abastecimiento están aseguradas por los ingenieros y los de logistica. Las fortalezas intermedias se encuentran ocupadas por destacamentos de rotación constante. El terreno nos favorece aun sin cambios.
—¿Y el enemigo? —preguntó Iván, con el ceño ligeramente fruncido.
Quentin respondió, sin levantar la voz.
—Thaekar tiene un ejército principal compuesto por sesenta y seis millones trescientos mil soldados de sus Batallones Plateados. Tropas disciplinadas, bien entrenadas, numerosas. A eso, hay que sumar veintisiete millones seiscientos noventa mil efectivos mercenarios pertenecientes a diversas compañías:
—La Legión del Cuervo. Infantería en su mayoria, adaptables, letales, fríos, calculadores.
—Los Hijos del Alarido. Infantería pesada, expertos en guerra de montaña y guerrilla, asesinos de caminos, especialistas en emboscadas, salvajes, sin formación, pero extremadamente violentos.
— La Furia Carmesí. Caballería rapida y feroz compuesta por fanáticos sedientos de combate, brutalmente disciplinados, cada uno un veterano de más de veinte campañas.
—El León de Obsidiana. Tropas extranjeras, elite, contratados desde Arzhad, curtidos en las guerras de Isendarn, expertos en asaltos nocturnos y combate urbano.
—Los Cien Juramentados. Cada uno un duelista exepcional, cada uno con cien batallas ganadas, una élite pequeña pero devastadora
—Y los Carniceros de Arkar. Formados por demi-humanos, tropas de choque, casi suicidas, son pura brutalidad.
—¿Y sus generales? —dijo Iván, cruzándose de brazos.
Olegar habló ahora, con tono pausado.
—En total, siete generales comandarán sus fuerzas: Ilarius Ronkler, el Demonio Azul. Joven, pero un prodigio. Estratega brutal. Letal. Albrecht von Drakenwald, el Dragón de Hierro. Maestro estratega, con pocos iguales. Friedrich von Schwarzeck, la Llama de Plata. De mente táctica innovadora, un general que lidera desde el frente, cuya sola presencia infunde coraje a sus tropas. Konrad Eisenfaust, el Puño de Hierro. Un general versatil que jamás actúa por emoción y que prioriza la victoria sobre cualquier gloria personal. Gustav Halberdthal, el Martillo Silente. Un general con una gran fuerza ofensiva y estrategica. Wilhelm von Thornhart, el Sol de la Victoria. Idealista, carismático, pero peligroso. Erich Nachtwehr e Ilsa von Vehlendorf, los Gemelos de Hierro. Generales que pelean juntos, como si fueran uno.
Silencio. La sala se volvió una tumba. Solo el crepitar de la vela y el murmullo distante del viento golpeando contra la piedra.
Iván recorrió con la mirada a los presentes.
—Entonces —dijo finalmente, su voz como un acero al desenvainarse—, que los tambores suenen, que las botas avancen. La guerra ha comenzado. Y Zusian... no retrocederá.
Nadie respondió. No hacía falta.