LXXX

Iván estaba despierto. Afuera era noche, una noche oscura, sin estrellas, apenas una cortina negra que lo envolvía todo en un silencio cargado. El aire dentro de sus aposentos olía a sexo, pero no al sexo dulce, íntimo o reconfortante. No, era el otro. El sexo salvaje, instintivo, animal. El mismo que solo conocía durante la campaña, cuando el filo de la espada aún sangraba, cuando la adrenalina no se disipaba y su mente buscaba cualquier vía para no quebrarse. Hacía seis meses que no lo experimentaba con esa intensidad, y lo sabía: mientras más tenso estaba, más se le disparaba la libido. No era sano, pero era real.

Y esa noche estaba tenso.

Demasiadas cosas se agolpaban en su cabeza. El peso de su próxima campaña era uno. El hecho de ser duque regente, otro. Su madre… su madre aún batallaba contra la Málashk, y Iván sentía que su final estaba cerca. Lo presentía. Había aprendido a oler la muerte, y esa sombra se cernía sobre ella con una dulzura traicionera. Aunque intentara ocultarlo, aunque se mantenia con la frente alta el dolor lo seguía. Le costaba respirar cuando pensaba en ella. Le costaba aceptar que se le escurría entre los dedos como agua helada.

—Dioses… —murmuró para sí, pasándose una mano por el rostro. A veces pensaba que si no hubiera reencarnado en ese mundo cruel, tal vez ella seguiría viva. Tal vez él no se habría entrometido en este juego de espadas, imperios y destinos. Pero era absurdo. Él no pidió nacer ahí, pero tampoco fue una víctima. No creía del todo en los dioses, ni en un propósito cósmico. Solo sabía que algo —alguien, quizás— lo arrastró a este mundo cuando su otro yo murió sangrando en un callejón, mugriento, insignificante, solo. Aquel niño de otro mundo murió. Y lo que quedó… fue Iván Erenford.

Suspiro. A su lado, sus mujeres dormían entre sábanas desordenadas, respirando profundo, plácidas, exhaustas. Su piel aún olía a sudor, a vino, a deseo saciado. Pensó en ellas, en sus labios, sus cuerpos, pero el deseo se disipó como humo. Ya no quería eso. No en ese momento. Si era honesto consigo mismo, llevaba días retrasando su partida de la capital. No porque hubiera algo pendiente… sino porque no quería irse. No quería dejar a su madre, ni a sus amantes o concubinas, ni a la seguridad que ofrecía Vardenholme.

Se levantó con cuidado, procurando no despertarlas. Se puso un pantalón negro de lino grueso y una capa larga que colgaba pesadamente sobre sus hombros, forrada con piel de lobo blanco. Caminó descalzo por los pasillos de mármol oscuro del castillo, cruzando sombras y luces de antorchas. El eco de sus pasos era el único sonido que rompía el silencio. Llegó hasta uno de los ventanales del ala norte y lo abrió. El aire frío le golpeó el rostro, seco y cortante. Lo necesitaba.

Y entonces la vio.

Vardenholme.

La capital del Ducado de Zusian se extendía ante sus ojos como un imperio de piedra negra y techos rojizos. Aun de noche, vibraba con una luz dorada que se derramaba desde faroles de aceite. Las calles eran amplias, limpias, construidas con una simetría obsesiva. Las plazas rebosaban de fuentes, esculturas de mármol y mercaderes que aún a esas horas cerraban puestos o contaban monedas bajo la vigilancia de los centinelas de hierro. Las academias alzaban sus torres esbeltas como lanzas. Los templos de los dioses Nofos —negros, morados, silenciosos— parecían observarlo con ojos sin pupilas. Las catedrales se alzaban como espinas contra el cielo, hermosas, inquietantes.

Era una ciudad perfecta. No por su belleza, sino por su propósito. Cada piedra, cada peldaño, cada ventana había sido diseñada con una lógica sin fallos. Era racional. Era arte. Era la visión de generaciones de arquitectos, matemáticos, ingenieros y visionarios que creían que la simetría era sagrada.

Y aun así, lo que más le llamó la atención fue el río Maerenth. Fluía a lo lejos, pero estaba lleno. Repleto. Desde hacía semanas, no había un tramo de agua libre. Galeras fluviales iban y venían, llevando millones de legionarios. Como si el propio río se hubiera convertido en arteria de guerra. Era un espectáculo tan grandioso como aterrador.

Le dolió la cabeza. Una punzada justo en la sien. No era solo estrés. Era la conciencia brutal de la magnitud de lo que se avecinaba.

La campaña.

En su mente, los números giraban como cuchillas. La línea de suministros, la administración de recursos. Incluso con las Unidades de Logística de cada legión —un total de un millón y medio de hombres solo en intendencia—, seguía siendo una tarea colosal. Alimentos, proviciones, medicinas, repuestos, armaduras, armas… rutas, plazos, márgenes de error. Todo debía calcularse con una precisión quirúrgica. Porque cuando cayera la primera nieve, no habría segunda oportunidad. Karador era cruel, alta, implacable.

Pero eso no era lo peor.

Lo peor era que, además de todo eso, él debía comandar. Él. Iván Erenford. Un solo hombre al frente de ciento veintitrés millones quinientos sesenta mil legionarios. Una cifra tan abrumadora que parecía absurda. A veces se preguntaba si algún líder en la historia había tenido bajo su mando tal cantidad de soldados. Probablemente no, o si, no sabia habia muchas guerras en ese mundo. Y eso lo aterraba.

Golpeó la pared con el puño cerrado. El impacto seco retumbó en la piedra.

—¿Qué mierda me pasa…? —susurró entre dientes.

¿Dónde estaba ese Iván de seis meses atrás? ¿El que aplastó a las élites conjuntas de Stirba y Zanzíbar, a pesar de estar en inferioridad numérica? ¿El que decapitó a Maximiliano con sus propias manos? ¿El que venció a ese bastardo de Konrot en un combate desigual? ¿El que predijo la caída de Stirba paso a paso, y que hoy veía cómo todo se desarrollaba tal como lo había planeado?

¿Dónde estaba ese lobo?

Se sentía dividido. Como si algo se hubiera quebrado. ¿Era por su madre? ¿Por la presión? ¿Por el maldito peso de su título? ¿Por la inminencia del invierno? ¿O era simplemente… debilidad?

—¿Me volví débil…? —murmuró para sí.

¿Desde que dejó atrás a Álex… a ese niño pobre que murió con un cuchillo en el estómago en un callejón? A veces pensaba que esa muerte fue lo mejor que le pudo haber pasado. Porque Álex murió, sí. Pero también fue el día en que nació Iván. Ese niño enclenque, insignificante, ignorado por el mundo… fue devorado por el fuego. Y lo que salió de ese fuego, lo que creció en la oscuridad de este mundo, fue algo distinto.

Él era el "Lobo de Zusian".

El próximo príncipe del Principado de Zusian, gobernaría un ducado más del este de Aurolia... no. Él heredaría el trono de una entidad nueva, más poderosa, más despiadada, más eterna. El Principado de Zusian. Una nación templada en hierro, reconstituida por su madre con sangre y disciplina. Una nación que ahora aguardaba su liderazgo. Un peso, una promesa, una maldición. Y estaba a punto de caer con toda su fuerza sobre sus hombros.

El hombre que no podía dudar. Que no debía temer. Que debía mirar al mundo con la misma frialdad con la que un cazador contempla a su presa. Y sin embargo, ahí estaba. Descalzo, envuelto en una capa pesada, con el pecho desnudo todavía marcado por el calor del sexo, con el aliento agitado por pensamientos que se enredaban como serpientes. Frente al ventanal de mármol negro, con la ciudad extendida a sus pies como una alfombra de sangre y oro, sintiendo el frío de otoño calarse en los pulmones y el ardor de la duda devorándole la cabeza como fuego lento.

Se irguió. Enderezó la espalda como un soldado que reprime el temblor. Respiró hondo. Hundió los dientes en su labio inferior. Sus manos apretaron la barandilla de hierro bruñido.

—No. No soy débil —murmuró, pero ya no como una pregunta, sino como una sentencia, no en tono de súplica, sino como una sentencia. Un dogma personal. Una orden para sí mismo.

Porque no podía permitirse el lujo de quebrarse. No ahora. No con la guerra tocando a las puertas de Karador, ese titán dormido que pronto despertaría con gritos de hierro y fuego. No cuando el legado de su madre agonizaba. No cuando el nombre de su padre aún resonaba como una leyenda entre los pasillos, entre los guerreros, entre las crónicas del continente. No cuando las expectativas de un territorio entero pendían sobre sus hombros como una espada en equilibrio precario.

Pero mierda… en el fondo no quería irse. No quería abandonar la capital. No quería dejar a su madre, a sus mujeres, a esa vida que había empezado a disfrutar sin permiso, sin siquiera saber cuándo empezó a hacerlo. No quería soltar nada. Suspiró, largo, áspero, quebrado por dentro. Era joven. Tan joven. Demasiado joven para todo esto. Y aun así, ahí estaba. Con el peso de un futuro principado ardiendo sobre la nuca.

Muchas cosas. Demasiadas.

Seguía siendo joven. Jodidamente joven. Y sin embargo, ya llevaba encima el peso de un título que aplastaría a la mayoría: duque regente, futuro príncipe, general supremo de las Legiones de zusian. Era él quien debía tomar decisiones que matarían a millones, o salvarían a decenas de millones.

—¿Cómo lo hacía mi padre? —preguntó al vacío.

Dioses… su padre. Kenneth Erenford. El Lobo Sangriento. Un hombre temido por sus enemigos, amado por su pueblo y respetado incluso por sus traidores. Gobernó, guerreó, expandió, reformó. Y todo lo hizo con una mirada ardeinte y un corazón de acero. Dicen que si no hubiera muerto joven, habría renacido el antiguo Reino de Zusian. Algunos incluso decían que lo habría elevado a imperio. Iván lo había oído cientos de veces. El mismo se lo preguntaba a menudo: ¿qué habría aprendido si lo hubiese conocido? ¿Qué habría sido de él si Kenneth hubiera estado allí el día en que nació?

Le habría gustado conocerlo. Decirle, aunque fuera una sola vez, que lo admiraba. Que quería ser como él. Que no sabía cómo carajos hacer esto sin romperse. Pero Kenneth no estaba. Murió antes de que Iván viera la luz. Y lo que le quedó fue una sombra, un eco inalcanzable. Una figura legendaria contra la cual debía medirse, sabiendo que talvez jamás podría igualarla.

Una vez escuchó a uno de sus maestros decir que Iván no era Kenneth. Que no era mejor, ni peor… solo algo diferente. Algo más oscuro. Más hambriento. Tal vez tenía razón. Porque, con el tiempo, Iván había empezado a desconocerse. Lo notaba en su mirada. Ya no era el azul limpio de su infancia. Sus ojos eran dos zafiros helados, afilados como cristales rotos. Hermosos, sí. Pero inquietantes. Incluso para él.

Eran ojos que inspiraban un temor latente, casi primitivo. Y no solo sus ojos… él entero. Lo veía en cómo lo miraban los demás. Incluso sus propias mujeres. Sarah, Seraphina, Kalisha, Adeline, Elara, Amelia, Mira… Celeste y Bianca. Las últimas que había tomado. No por amor. Ni por ternura. Sino por vacío. Por lujuria. Porque había dejado atrás a Sarah y las otras para protegerlas. Y había llenado ese espacio con otras. Porque podía. Porque quería.

Y luego estaba Ilena.

La tomó como venganza. Por lo que su padre le hizo. La manipuló. La sedujo. La hizo suya. ¿Y sentia culpa? No. Ya no la sentía. Antes, cuando apenas era un noble menor, incluso tener sexo lo llenaba de remordimiento. Ahora… ahora no sentía nada. Tomaba lo que deseaba. Sin culpa. Sin pesar. ¿Eso lo convertía en un monstruo? ¿En un hijo de egoísta? No sabía. Tal vez si. Pero ya no le importaba.. Solo sabía que ya no se detenía a pensarlo.

Había dejado de sentirse mal incluso por follar. Por matar. Por tomar lo que deseaba, cuando lo deseaba. Las muertes de sus soldados… ya no le dolían como debian dolerle. Las cifras eran tan altas que se habían vuelto abstractas. Frías. Anónimas. Cien mil aquí. Quinientos mil allá. Otro batallón más. ¿Y qué?

Y, aunque sonara contradictorio… deseaba la guerra. La anhelaba. La necesitaba.

No por gloria. No por justicia. No por venganza.

La deseaba como quien anhela una droga. No solo por poder. No solo por deber. Sino porque era su escape. Un escape.. Su único camino hacia el silencio. En la guerra, todo desaparecía. La culpa. La confusión. La memoria. Solo quedaban las órdenes, la estrategia, la sangre. El sonido del acero. La victoria. La derrota. Y todo eso alimentaba algo dentro de él. Algo que no quería nombrar. Porque le gustaba.

—Dioses… soy peor de lo que era hace seis meses —susurró.

Porque entonces, tras ganar la batalla, sintió ese vacío inmenso. Un hueco en el alma que nada pudo llenar. Pero también se sintió completo. Realizado. Fue una contradicción insoportable: estar bien y mal al mismo tiempo. Pleno y roto. Satisfecho y perdido.

Ni él mismo sabía si debía sentirse orgulloso o asqueado. Y en el fondo… ya no le importaba.

Recordó ese día. Ese día en que le confesó a Ulfric que se sentía como un monstruo. No le dijo toda la verdad, claro. No le dijo que venía de otro mundo. Que reencarnó. Que murió. Que despertó aquí. No. Eso nunca lo contaría. Nunca. Ni a su sombra. Pero sí le confesó que algo dentro de él se quebraba, se partía en dos.

También le confesó —a medias— que dudaba. Que tenía una culpa difusa, constante. Que se preguntaba si realmente merecía estar allí. Si su lugar en el mundo era suyo por derecho… o por accidente. Si todo esto era solo una casualidad grotesca del destino, un azar cósmico que lo había puesto en una vida que no era suya.

Tambien le dijo que había algo adictivo en la guerra. Que deseaba volver a sentir lo que sintió en su primera campaña. La muerte de sus enemigos. El sufrimiento. El caos. Y también, la gloria. El júbilo de la victoria. Esa sensación de completitud. Ese instante fugaz en que todo tenía sentido.

Ulfric lo escuchó. Le dijo que era normal. Que todos los grandes hombres cargaban con culpas, con dudas, con contradicciones. Que nadie nace listo para gobernar, para matar, para reinar.

Pero nada era tan fácil. Ni una victoria, ni una cama cálida, ni una ciudad leal. Nada bastaba.

Porque aunque lo tenía todo —poder, mujeres, ejércitos, tierras, títulos—, dentro de él seguía habitando una grieta. No una herida fresca, sino una hendidura antigua, profunda, que no sangraba, pero dolía igual. Una grieta que no se cerraba, que se hacía más ancha con cada éxito, con cada ascenso. Como si, mientras más subía, más lejano se volviera de sí mismo.

Ni siquiera él se entendía. No del todo. A veces aún se sentía como dos hombres distintos atrapados en el mismo cuerpo, en el mismo rostro. El Iván Erenford de los cantos, del estandarte del lobo, del futuro Principe de Zusian… y el otro. El que dudaba. El que se cuestionaba. El que despertaba en la madrugada sin saber si estaba haciendo lo correcto, si no se había perdido por completo.

Porque seguía escuchando esa voz. Esa maldita voz interior que se disfrazaba de conciencia, de prudencia, de razón. Esa voz que le murmuraba al oído que no merecía lo que tenía. Que todo era una casualidad. Un truco. Una carcajada de los dioses. Que nada era suyo. Que todo se lo debía a un pasado que no recordaba del todo o que no quería recordar.

¿Y por qué? ¿Por qué seguía así? ¿Por qué carajos se complicaba tanto? ¿Por qué se negaba a aceptar lo obvio? Él quería ser egoísta. No era bondadoso, no era noble, no era justo. ¿Y qué? Si deseaba a una mujer, no era para protegerla. Era para poseerla. Para hacerla suya. Para que llevara su marca, su olor, su recuerdo en la piel. Si deseaba un trono, era para sentarse en él, desnudo, con sangre en las manos si era necesario. Si algo le provocaba placer, lo quería, sin necesidad de moral, sin redención, sin disfrazarlo de amor o de deber.

Entonces… ¿por qué seguía fingiendo? ¿Por qué se exigía ser más de lo que era? ¿A quién trataba de complacer? ¿A su madre moribunda? ¿A su padre muerto? ¿A la memoria de Kenneth? ¿A los hombres que lo seguían como si fuera un dios vestido de hierro?

—Dioses… destino… espíritu… universo… lo que mierda sea que esté allá afuera —susurró entre dientes, apretando los puños contra la piedra helada del balcón—. Que se joda todo.

Él era Iván Erenford.

No un mártir. No un santo. Ni un héroe. Ni siquiera un rey ideal.

Era un hombre que ardía por dentro. Y que estaba a punto de prenderle fuego al continente entero si eso lo hacía sentir algo. Lo que fuera. Gozo, victoria, furia… aunque fuera por un instante.

—Porque mierda me mortifico tanto —dijo, apoyando la frente contra la piedra, cerrando los ojos como si el frío pudiera apagar el incendio en su pecho—. ¿Qué carajos estoy esperando?

Aun así… seguía. Siempre seguía.

Trazando su propio camino. El suyo. Uno que no estaba en los libros, ni en las profecías, ni en los planes de ningún dios. Un camino que sangraba. Que dolía. Que tenía cadáveres. Y traiciones. Y decisiones de las que ya no había vuelta atrás.

Porque si deseaba algo, lo tomaría. Porque si el mundo tenía un precio, él lo pagaría. Si el precio era su alma, que así fuera. Si era su conciencia, bienvenida sea la oscuridad. Si era su nombre, que lo maldijeran en las generaciones futuras.

Él no había nacido para complacer al mundo.

Había nacido para romperlo. Para rehacerlo a su imagen, o para arrastrarlo con él en su caída.

¿Era moral? Claro que no. ¿Era justo? Tampoco. Pero era real. Crudo. Feroz. Humano.

Esa era su verdad.

Y en el fondo, lo sabía. Aunque intentara ocultarlo, aunque a veces quisiera engañarse a sí mismo, la verdad estaba allí, clavada en su carne como una espina imposible de arrancar. Dioses, espíritus, destino, reencarnación… lo que fuera que lo empujó de regreso a este mundo, lo que lo sacó de la oscuridad cuando su corazón dejó de latir por primera vez, no importaba. Ya no.

Porque… ¿de qué servía preguntárselo? ¿Para qué hurgar entre escombros buscando un sentido que tal vez jamás existió? ¿Qué ganaba intentando entender su lugar, su propósito, su razón de estar vivo nuevamente? Nada. Solo más confusión. Más angustia. Más contradicción.

Tal vez era un monstruo. Tal vez un cataclismo disfrazado de hombre. Tal vez su alma era solo la sombra de lo que alguna vez fue, una chispa caída del fuego de algo que ya no existía.

Y, sin embargo…

¿Y qué?

—Al final, ¿para qué carajos me sirve entenderme… si igual no pienso detenerme?

¿Detener qué, exactamente? ¿Detener su avance hacia el poder absoluto? ¿Detener la marcha de los millones de hombres bajo su estandarte? ¿Detener el inevitable ascenso a ser el próximo príncipe de Zusian, el hombre más poderoso del este de Aurolia? ¿O era algo más íntimo? ¿Detener la muerte de su madre, que cada día se le escapaba entre los dedos como agua helada? ¿Detener el ciclo perpetuo de guerras que desde niño le enseñaron a llamar gloria? ¿O acaso quería detenerse a sí mismo? Detener ese fuego oscuro que crecía dentro, esa hambre que no saciaban ni los cuerpos, ni las victorias, ni la sangre enemiga. ¿Estaba, tal vez, volviéndose loco? ¿O ya lo estaba, y simplemente no lo notaba?

Estaba tan cansado. Tan jodidamente agotado. Y ni siquiera podía pensar con coherencia. Sus pensamientos se deshacían en espirales de ira, deseo y vacío. No era solo presión. Era algo más profundo. Como si su alma, esa segunda alma traída de otro mundo, estuviera resquebrajándose lentamente por dentro.

Fue entonces cuando lo sintió. Unos brazos suaves, delgados, tibios, envolviéndolo por la espalda. Su aroma era dulce, familiar, como miel con lavanda. Giró el rostro, apenas, y la vio.

Adeline.

La joven menuda de rostro fino y cuerpo tallado en el delirio. Su largo cabello negro, suelto, húmedo de rocío, caía como una cascada nocturna por sus hombros desnudos. Sus ojos violetas, grandes, casi irreales, lo miraban con una ternura que le dolía. Y su piel... esa piel pálida como la porcelana, brillaba bajo la luz de la luna como si fuera obra de un sueño.

Sus pechos se aplastaron contra su espalda al abrazarlo con más fuerza, su cuerpo desnudo buscando el calor del suyo. Él la recibió, la rodeó con los brazos, la apretó contra su pecho, y la envolvió con su capa de piel de lobo blanco. Quería protegerla. Aunque no supiera protegerse a sí mismo.

—¿Qué pasa, linda? —murmuró con voz baja, ronca—. ¿Por qué estás despierta? ¿Te desperté?

Ella negó con la cabeza suavemente, frotando su mejilla contra su omóplato.

—No… solo no te sentí en la cama —susurró con voz somnolienta—. Me preocupé… has estado muy pensativo estos días. Distante. Bueno, menos por las noches —añadió, soltando una risa suave, casi traviesa—. Solo quería ver que estés bien.

Él tragó saliva. Se obligó a sonreír.

—Estoy bien, Adeline. Solo… pensando en qué haré sin sentir tu calor estos días, cuando me vaya —le dijo, bajando la mirada, y la abrazó más íntimamente, como si tuviera miedo de soltarla.

Ella rió. Una risa ligera, como el murmullo del viento entre los árboles.

—Sabes que puedes llevarte a quien quieras, ¿verdad? No tienes que privarte de atender tus necesidades —le dijo, rozando su mandíbula con los labios.

Él negó suavemente. Acarició su espalda con una mano temblorosa.

—No… si me las llevo, voy a preocuparme más por ustedes que por la batalla. —Habló con franqueza. No eran solo amantes. Eran vínculos. Anclas. Corazones a los que no podía permitirse pensar mientras diera órdenes para matar o morir.

Adeline hizo un puchero, se aferró con dulzura al pecho de Iván, apretando su cuerpo menudo contra el suyo, y él soltó una risa baja, cargada de una ternura inusual, como un eco lejano de algo que no sabía si aún le pertenecía. Le tomó el rostro con una mano, grande y cálida, acariciando su mejilla con el pulgar, con una delicadeza que contrastaba con la brutalidad con la que a veces comandaba ejércitos enteros.

—¿Qué pasa con ese puchero, eh? Antes eras toda dulzura y timidez... y ahora pareces una niña mimada, caprichosa.

—Porque me consientes demasiado —dijo ella con una sonrisita, dejando una lluvia de besos cortos sobre su pecho desnudo—. Así que me acostumbré.

Iván la miró con una mezcla de diversión y afecto, bajando la cabeza para encontrarse con esos ojos violetas que tanto lo perturbaban, y que a veces parecían ver a través de sus máscaras. Con una de sus manos aún en su rostro, acarició la línea de su mandíbula, la curva de su mejilla sonrojada, sus labios entreabiertos por el sopor del sueño interrumpido.

—¿Y cómo te has sentido, mi pequeña Ada? —preguntó con suavidad, con una voz baja, íntima, mientras le apartaba un mechón de cabello de la frente con gesto cariñoso.

Ella sonrió con esa nueva y embriagante mezcla suya de inocencia y picardía, bajando la mirada un instante.

—Muy contenta... después de todo, nunca imaginé que llegaría a ser concubina de su gracia... de ti —corrigió de inmediato, como si recordara su petición—. Aunque... la duquesa es bastante dura con las lecciones, nunca pensé que una concubina también tendría que estudiar tanto. Me cuesta aprender todo tan rápido... y además, tu libido es demasiado para mí, mi señor. —Soltó una risita sonrojada, apoyando su frente contra su pecho—. Apenas y puedo mover las piernas después de nuestras noches. Y si no estuviera tomando las hierbas para no concebir, ya estaría embarazada al menos una decena de veces. —Lo dijo entre risas suaves, con el rubor encendido en sus mejillas. Luego, con un tono más dulce, añadió—: Pero me gusta. Me gusta mi nueva vida. Y me gusta más aún poder compartirla con Seraphina. Gracias… Iván.

Él sonrió, con los ojos entrecerrados por la calidez de esas palabras, y bajó la cabeza para darle un beso en la frente, uno que terminó deslizándose hasta sus labios. La diferencia de altura era marcada, y al tenerla así, tan pegada, parecía aún más pequeña entre sus brazos. Como si pudiera envolverla entera con un solo abrazo.

—Me alegra mucho oír eso, Ada… pero te dije que dejes de hablarme con formalidades. No soy tu señor en la cama, ni cuando estamos solos. Llámame por mi nombre, solo Iván —le dijo con voz suave, pero firme. Mientras hablaba, sus manos bajaron con lentitud por la curva de su espalda hasta posar en sus caderas, y de ahí, se deslizaron a sus nalgas, donde apretó con suavidad pero con intención, provocando que ella diera un pequeño saltito de sorpresa y risa contenida.

—¿Sabes…? Viéndote así, con esa carita soñolienta y esos labios sonrojados... me excitaste. Qué mala eres, Ada. Y yo que pensaba que ya me había tranquilizado... —le susurró al oído, rozando su lóbulo con los labios, provocando un estremecimiento evidente en su cuerpo.

Ella lo miró, mordiéndose el labio inferior con gesto tímido, pero con los ojos brillantes, encendidos con una chispa de lujuria mal contenida. Se sonrojó más, bajando ligeramente la mirada, y con voz apenas audible, musitó:

—Eres tan malvado…

Y se acercó, con lentitud, rozando su nariz con la de él, buscando sus labios. Sus cuerpos, pegados, se envolvieron en un calor silencioso que contrastaba con el frío del mármol y la piedra que los rodeaba. El ambiente se volvió más denso, más íntimo, cargado de una tensión tibia que se acumulaba entre sus pieles desnudas, sus respiraciones entrecortadas, y los suspiros que aún no se habían pronunciado.

Iván la besó con un ansia que rozaba la ferocidad, su lengua invadiendo su boca con una necesidad desesperada, casi violenta. Al mismo tiempo, sus grandes manos amasaron la carne regordeta de su trasero con un deseo crudo y animal, apretando y tirando de sus nalgas como si quisiera fundirlas con su propia piel.

Sin romper el beso, la levantó con un movimiento repentino y poderoso, sus fuertes brazos sujetando sus muslos mientras la inmovilizaba contra la fría pared de piedra. Ella jadeó en su boca, clavándole las uñas en los hombros mientras la acomodaba, y sus piernas se envolvieron instintivamente alrededor de su cintura.

La mano de Iván se deslizó por su cuerpo, rozando la cara interna de sus muslos antes de hundirse en su coño, ya húmedo. Dos dedos la penetraron con una suave embestida, y él comenzó a moverlos dentro y fuera de su estrecho canal, rozando su sensible clítoris con cada movimiento. Su humedad cubrió sus dedos, goteando hasta formar un charco en marmol bajo ella.

Atacó su cuello con la misma avidez que su boca, hundiendo los dientes en la suave carne mientras la marcaba, reclamándola como suya. Ella echó la cabeza hacia atrás con un gemido, dándole más acceso a la columna de su garganta. Al mismo tiempo, su otra mano jugueteaba con la cinturilla de sus pantalones, bajando la tela para liberar su dolorido miembro.

Se liberó, grueso y duro, con la punta ya reluciente de presemen. La frotó contra sus pliegues húmedos, cubriéndose con su excitación antes de alinear la punta con su entrada. Con una poderosa embestida, se hundió en ella, estirando sus paredes alrededor de su grueso pene, sus pesados ​​testículos golpeando contra su trasero mientras se empuñaba profundamente en su interior.

Adeline gimió con fuerza cuando Iván la penetró, sus paredes se extendieron deliciosamente alrededor de su grueso miembro.

—Ahh... ahh... ahh —jadeó, clavándose las uñas en sus hombros, dejando marcas rojas en su piel. Cada centímetro de él, caliente, duro y profundo, llenándola de una forma que la hacía sentir completa.

Iván empezó a moverse, sus caderas retrocediendo lentamente antes de embestir de nuevo, hundiéndose hasta el fondo en ella.

—Hmmphh... hmmphh... hmmphh —gimió Adeline, emitiendo un sonido con cada potente embestida. Su cuerpo rebotaba con cada impacto, sus pechos se mecían y se balanceaban, el aire fresco del exterior contrastaba con el calor que irradiaban sus cuerpos unidos.

Adeline apretó las piernas alrededor de la cintura de Iván, impulsándolo a penetrar más profundamente, deseando sentirlo aún más dentro de ella. Sus caderas se movieron instintivamente, respondiendo a sus embestidas; los húmedos sonidos de su cópula llenaron el pasillo. Inclinó la cabeza hacia un lado, dándole más acceso a su cuello, gimiendo como una cualquiera al sentir sus dientes hundirse en su carne, marcándola, reclamándola.

La mano de Iván se deslizó por su cuerpo, sus dedos encontraron su pezón, pellizcando y tirando del endurecido bulto. Una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Adeline ante la estimulación, haciéndola arquear la espalda, presionando su pecho con más fuerza contra su mano. El placer era intenso, casi insoportable.

—Voy a... voy a... correrme —jadeó Adeline, mientras sus paredes empezaban a vibrar y apretarse alrededor de la polla de Iván. Podía sentir la presión creciendo, el calor acumulándose en su centro, listo para explotar en cualquier momento. Miró a Ivan con ojos aturdidos y llenos de lujuria, con los labios entreabiertos en un grito silencioso mientras el orgasmo la invadía, su cuerpo temblando y estremeciéndose en sus brazos.

Iván continuó su ritmo implacable, sintiendo las paredes de Adeline apretarse y vibrar a su alrededor mientras ella se corría con fuerza sobre su polla. Pero sin mostrar piedad ni respiro, Iván solo aumentó el ritmo, embistiendo su sensible coño con una ferocidad que rozaba la brutalidad. Sus caderas chocaron contra las de ella, el roce de piel contra piel resonó obscenamente en el pasillo mientras la tomaba, la reclamaba, la poseía por completo.

Sin detener sus implacables embestidas y que Adeline aún temblara y estuviera sensible por su reciente orgasmo, Iván desliso un dedo por el estrecho anillo de su ano.

—Hmmphh... ahh... —gimió, tensando brevemente su cuerpo antes de relajarse, permitiéndome penetrar su punto más íntimo. Iván empujo más adentro, sintiendo cómo se apretaba ante la intrusión, mientras continuaba penetrando su coño goteante. El obsceno sonido de carne contra carne resonaba en las paredes del baño.

—Eso es, mi pequeña Ada. Eres mía, toda mía —Iván le gruñío al oído antes de capturar sus labios en un beso abrasador, saqueando su boca con su lengua. Adeline staba sin aliento cuando la solto, su pecho subía y bajaba contra el suyo mientras luchaba por respirar. Pero Iván no se detuvo, follándola más fuerte y rápido, la punta de su polla golpeando su cérvix con cada potente embestida.

Pellizco y rodo sus pezones entre sus dedos, retorciendo y tirando de los sensibles capullos, haciéndola gritar en su boca. El placer rozaba el dolor, y se deleité con sus gritos, sintiendo su propia liberación acercarse rápidamente. Sus testículos se tensaron, su polla palpitaba dentro de su calor abrasador, pero aun así, la follo sin piedad, decidido a llenarla con su semilla.

—Voy... voy a correrme otra vez —Adeline gimió, con la voz quebrada en un gemido mientras su coño se apretaba y ondulaba alrededor del miembro palpitante de Iván. Podía sentir su excitación goteando cubriendo su polla, mis testículos, goteando hasta el suelo. Con una última embestida brutal, me enterré profundamente en ella, frotando su pelvis contra la suya mientras explotaba. Su polla se sacudía y pulsaba mientras bombeaba chorro tras chorro de semen caliente y espeso en su vientre ansioso, pintando sus entrañas con su esencia.

Adeline gritó de éxtasis al sentir la ardiente semilla de Ivan inundar sus entrañas, sus paredes exprimiendo su polla hasta la última gota.

—Ay... hmmph... ahhh —gimió, su cuerpo temblando y convulsionando incontrolablemente en sus brazos, sus uñas clavándose en su espalda con tanta fuerza que le dejaron medias lunas rojas. Iván la sujeto por las caderas con tanta fuerza que le dejaron moretones, sujetándola mientras se vaciaba dentro de ella, su pene latía y palpitaba con cada eyaculación. Movio los brazos para abrazarla con fuerza, casi aplastándola en sus brazos mientras soportaba las intensas oleadas de su liberación, el corazón Iván latio con fuerza contra los pechos de Adeline, su aliento caliente y áspero contra su cuello

A medida que las últimas ondas de placer se desvanecían como la espuma del mar sobre roca caliente, Adeline se rindió por completo al calor de los brazos de Iván. Su cuerpo, exhausto y tembloroso, buscó el suyo como si fuese su único refugio, y se amoldó con una naturalidad instintiva a los contornos firmes de su torso, a los latidos profundos y pesados de ese corazón que palpitaba con fuerza bajo la piel.

Sentía su respiración agitada, cálida, chocando contra su frente. El subir y bajar de su pecho era como una ola viva, y ella, atrapada en esa marea, se dejó ir. Se acurrucó más, deslizando el rostro hacia la curva de su cuello, aspirando con los ojos cerrados el aroma que tanto la enloquecía: una mezcla de sudor, cuero, piel, y ese inconfundible toque de almizcle viril que sólo Iván tenía. Ronroneó, no como una palabra, sino como un gemido animal, suave, satisfecho, lleno.

—Mi señor... —susurró con la voz rota, ronca de tanto gemir y gritar, con el aliento cálido escapando entre sus labios entreabiertos—. Eso fue... increíble...

Se echó hacia atrás apenas unos centímetros, lo suficiente para alzar la mirada hacia él. Sus ojos, esos grandes y misteriosos ojos violetas, estaban vidriosos, ligeramente desenfocados, brillando con una mezcla de agotamiento, placer y una felicidad casi tonta. Sus labios, aún hinchados y rojizos por los besos, se curvaron en una sonrisa abierta, vulnerable, completamente rendida.

Estaba despeinada, sudada, con la piel perlada de humedad y las mejillas encendidas. Y sin embargo, en ese instante parecía más hermosa que nunca: una criatura hecha de deseo satisfecho, de ternura desbordada, de locura y amor.

—Me alegro tanto... de ser tuya —dijo finalmente, con la voz baja, impregnada de una devoción sin filtros, de esa entrega sin reservas que sólo puede venir de alguien que ama sin miedo.

Iván no respondió con palabras. No necesitaba hacerlo. Su respiración seguía pesada, su pecho aún ardía del esfuerzo, pero entrecerró los ojos y sonrió, una de esas sonrisas raras, sinceras. Alzó una mano y le besó la frente con lentitud, dejando sus labios allí unos segundos, como si sellara algo invisible.

Con la otra mano, recogió la capa que antes había dejado caer y la envolvió con ella, cubriéndola con cuidado. Luego la abrazó con fuerza, levantándola con facilidad como si no pesara nada. Ella apenas gimió, medio dormida, dejándose llevar, con los párpados cerrados y una expresión de paz en el rostro.

—A mí también, pequeña —murmuró, casi para sí mismo—. Pero ven, vámonos. Aún estamos en el pasillo y estás débil.

Ella sólo murmuró algo que él no entendió, acurrucándose más contra su pecho mientras él caminaba, descalzo, por los pasillos silenciosos del castillo.

La noche seguía allí, inmóvil, envuelta en su manto de piedra y sombras. Los muros de Drakonholt Keep respiraban con ellos, y el aire otoñal que se filtraba por las rendijas era apenas un susurro. Cada paso que daba resonaba suavemente, y en ese silencio, sólo se oía la respiración adormilada de Adeline.

Al llegar a su habitación, empujó con el hombro la enorme puerta tallada. Dentro, el ambiente era cálido, las brasas de la chimenea aún crepitaban débilmente. Las cortinas danzaban con una brisa lenta y las otras nueve mujeres, sus otras concubinas y amantes, dormían esparcidas entre los cojines, las sábanas de seda y el aroma del incienso que aún flotaba en el aire. Un cuadro de sensualidad serena, de entrega callada.

Dejó caer la capa a un lado y se acostó con Adeline aún entre sus brazos. La acomodó con cuidado sobre su pecho, protegiéndola con su cuerpo, rodeándola con ambos brazos como si el mundo fuera una amenaza constante. Ella suspiró en sueños, pegándose más a él, hundiendo su rostro entre su cuello y su clavícula.

Iván cerró los ojos. Respiró hondo, profundo, como si al hacerlo pudiera arrastrar todo pensamiento al abismo del olvido. No quería pensar. No quería recordar. No quería analizar ni dudar. No quería cuestionar ni el pasado ni el futuro, ni las decisiones que lo habían traído hasta aquí ni las consecuencias que lo esperaban. Solo quería dormir. Dejarse ir, al menos por unas horas, en esa falsa sensación de paz, en ese resguardo cálido que le ofrecía el cuerpo de Adeline, aún tibio y abrazado a él como una promesa de consuelo.

Y así lo hizo.

El mundo podía esperar. Los ejércitos, los planes, los odios antiguos y los mapas de guerra, todo podía arder en silencio mientras él cerraba los ojos y se perdía en esa quietud artificial que tanto necesitaba.

La mañana siguiente llegó con una lentitud engañosa. Luz tenue se filtraba a través de los cortinajes pesados de terciopelo, pintando la estancia con tonos dorados y rojizos. El aire olía a incienso seco, a ceniza apagada, a perfume femenino, a sudor y a piel.

Iván despertó poco a poco, como si saliera de una profundidad viscosa. Se movió apenas, sintiendo el calor del lecho vacío. Por un momento pensó que estaba solo, que todas sus mujeres habían salido, que por fin tenía un momento de completa soledad. Pero entonces, al mover una pierna, sintió otro cuerpo, cálido y suave, enredado entre las sábanas.

El cuerpo se movió con una gracia felina, lenta, provocadora. Se giró con languidez, y al abrir los ojos, Iván se encontró con el rostro de Seraphina.

Seraphina.

De todas sus concubinas, ella era la más deslumbrante, la más visualmente perfecta, una figura que parecía arrancada de un cuadro pintado con deseo. Una mujer que no solo era bella, sino que encarnaba una forma de belleza que no pedía permiso. Imponente. Irreal. Su cabello, largo y de un rubio platino casi blanco, caía en suaves ondas hasta su cintura desnuda. Sus ojos, grandes, de un azul helado y penetrante, parecían saber cosas que no se decían. Su piel era tan pálida y tersa que parecía esculpida en marfil.

Llevaba puesta una bata de seda fina que más insinuaba que cubría. El encaje apenas disimulaba los contornos de sus pechos grandes, erguidos y perfectos. Su cintura era estrecha, su vientre plano como una tabla de mármol, y sus caderas, generosas, eran las de una diosa tallada para el pecado.

Iván siempre había pensado que alguien tan bella debía ser arrogante, distante, quizás incluso cruel. Pero no. Seraphina, en la intimidad, era dulce, tierna, vulnerable incluso. Había en ella una necesidad silenciosa de cariño, una dependencia emocional que la hacía buscarlo con frecuencia, no solo por deseo, sino por afecto. Necesitaba ser abrazada, mirada, escuchada. Como si cada noche con él fuera una forma de asegurarse de que seguía siendo deseada. De que seguía siendo importante.

—Buenos días, Ivy —susurró ella, con una voz adormilada, rozándole los labios con un suave beso.

—Buenos días, Sephy —murmuró él, sonriendo ligeramente mientras la rodeaba con un brazo y la acercaba aún más—. ¿No se supone que tienes tus lecciones esta mañana?

Ella suspiró, escondiendo el rostro en su pecho como una niña caprichosa. Sus manos frías se deslizaron por su piel con gesto posesivo.

—Sí... pero no quiero ir. Soy una concubina, mi trabajo es ser tu mujer, no estudiar intrigas ni política —se quejó con una mueca infantil—. Me aburre. Además, tu madre es una tirana. Las doncellas que puso para enseñarnos son duras, rígidas, estrictas... no me gustan. No se supone que para eso están las concubinas, ¿no? Para complacer a su señor cuando la esposa no lo satisface...

Iván no pudo evitar soltar una carcajada baja. Había algo en la forma de quejarse de Seraphina que le divertía. Siempre lo hacía con ese tono entre dulce e inocente, como si supiera exactamente cómo empujar sus botones.

—Bueno, eso viene con el puesto —respondió, alzando una ceja mientras Seraphina se deslizó sobre él con la languidez de una gata en celo, sus muslos abriéndose con naturalidad a cada movimiento. La bata de seda apenas resistía sobre su cuerpo, ya más abierta que cerrada, dejando sus pechos erguidos rebotar suavemente con cada roce contra el torso desnudo de Iván. Su mirada no era solo provocativa: era hambre pura, deseo crudo, necesidad palpitante. Le lamió el cuello con la punta de la lengua, lenta, juguetona, y luego bajó hasta su clavícula, dejando un rastro húmedo mientras sus caderas ya comenzaban a buscar el ritmo.

—¿Ah, sí? Entonces supongo que debería recordarte por qué me elegiste, ¿no? —susurró ella, rozándole el oído con la voz ronca del deseo mal contenido.

Iván gruñó bajo, con esa mezcla de risa y furia contenida que solo salía cuando el placer comenzaba a nublarle la cabeza. Apretó sus caderas con fuerza, sintiendo la piel caliente contra sus manos, y alzó una ceja al ver los ojos azul hielo de ella ardiendo como fuego líquido.

—Eres una maldita bruja —murmuró, atrayéndola más, apretándola contra él—. Vienes encima de mí vestida con aire y perfume, y luego te haces la inocente.

Ella rio suave, ronca, mientras se inclinaba más, haciendo que sus pezones rosaran su pecho.

—¿Y no te encanta?

No hizo falta más.

Los finos dedos de Iván se clavaron en la suave piel de Seraphina, aferrándose a su espalda baja con una fuerza posesiva que la hizo jadear. Sus manos se deslizaron entonces hacia abajo, hundiéndose en la flexible redondez de sus nalgas, amasándolas como si fueran masa, apretándolas con una adoración ferviente, casi violenta.

Seraphina gimió, un sonido mitad súplica, mitad gemido, al sentir los dedos de Iván hundirse en la suave piel de sus nalgas. Se arqueó ante su tacto, presionándose contra su firme cuerpo, frotando lenta y provocativamente su creciente erección que sentía anidada entre sus piernas. Sus caderas se movían con deliberada crueldad, un contoneo pecaminoso de bailarina que prometía placer y luego lo negaba, manteniéndolo desesperado y deseoso.

Con un gruñido bajo, casi salvaje, Iván no soportó más la deliciosa tortura. Con un movimiento rápido y dominante, agarró a Seraphina por la nuca, enroscando sus largos y finos dedos en su delicada piel. Atrajo su rostro hacia sí y, con un ansia que rozaba la desesperación, estrelló sus labios contra los de ella en un beso abrasador y apasionado. Un beso que hablaba de un hombre sediento de afecto, un hombre que la necesitaba para seguir respirando, para seguir viviendo.

El beso fue intenso, casi doloroso, mientras él volcaba en él todo su deseo y anhelo reprimidos. La besó como si se ahogara, y ella era el aire que necesitaba para respirar. Seraphina le devolvió el beso con igual fervor, succionando su labio inferior entre los suyos, mordiéndolo con la fuerza justa para arrancarle un gemido.

Su otra mano se deslizó desde sus nalgas, recorriendo su estrecha cintura, la suave curva de su caja torácica, antes de acariciar la voluminosa curva de su pecho a través de la fina bata de seda. Ella se arqueó ante su tacto, con un gemido entrecortado escapándose de ella cuando él ahuecó su pecho, hundiendo los dedos en la suave piel. Podía sentir su pezón, duro y erecto deseoso de más.

El corazón de Iván se aceleró, respirando entrecortadamente al romper el beso, solo para dejar un rastro de besos abrasadores por la delgada garganta y clavícula de Seraphina. Podía sentir su pulso latiendo bajo sus labios, podía oír cómo se le entrecortaba la respiración mientras exploraba su piel con la boca, las manos, todo su ser.

Seraphina echó la cabeza hacia atrás mientras los labios de Iván trazaban un camino ardiendo por su garganta, su aliento caliente y pesado contra su piel. Podía sentir la desesperación en su tacto, la necesidad cruda y animal que rozaba la violencia.

—Iván —jadeó, con la voz entrecortada y áspera por el deseo—. Por favor... por favor, tócame. Necesito... Necesito que me toques...

Ella guió su mano hacia su pecho, cubriendo sus dedos con los suyos, apretando con fuerza. Su otra mano se deslizó por su pecho, sobre su vientre, antes de rodear su miembro erecto a través de su pantalon. Apretó lenta y rítmicamente, sintiendo su latido contra su palma, endureciéndose con cada puño.

—Quiero sentirte dentro de mí —susurró Seraphina, con sus gélidos ojos azules clavados en los suyos—. Quiero que me llenes, que me estires.

Ella se lamió los labios, un movimiento lento y deliberado, antes de inclinarse para acentuar sus palabras con un mordisco seco en el lóbulo de su oreja, calmando el escozor con un lamido lento y sensual. Sus uñas arañaron su pecho, dejando marcas rojas a su paso, mientras se frotaba lascivamente contra él.

Iván actuó con rapidez, aferrando con fuerza la esbelta cintura de Seraphina mientras intercambiaba posiciones, sujetando su delicado cuerpo bajo el suyo. Se deleitó con la impresionante vista de su cuerpo mientras la bata de seda se abría, revelando su lasciva figura en todo su esplendor: pechos voluminosos, rematados con pezones rosados ​​y fruncidos, un vientre firme y la tentadora unión entre sus muslos.

Incapaz de resistirse, descendió sobre sus pechos como un hambriento en un festín. Capturó un pico dolorido entre sus labios, succionando con avidez mientras su mano amasaba y apretaba el otro montículo. Seraphina gritó de éxtasis, arqueando la espalda para presionarse aún más contra sus fervientes caricias.

Con movimientos diestros, Iván se quitó los pantalones de lino negro, liberando su palpitante erección. Esta brotó, dura, caliente y pesada, con la cabeza hinchada brillando con una gota de pre-semen. Se acomodó entre sus muslos abiertos, sus caderas encajando a la perfección con las suaves curvas de las suyas.

Iván se estremeció al sentir su calor húmedo contra su piel dolorida, sus labios vaginales hinchados se abrieron ligeramente para darle la bienvenida. Se frotó contra su raja, cubriendo su grueso miembro con su excitación, provocándola sin piedad. Seraphina gimió, sus caderas ondulando, buscando, rogando por más.

—Seraphina —gruñó en voz baja contra su garganta, con la voz áspera por el deseo—. Me vuelves loco de lujuria. Necesito poseerte, toda. Ahora.

Incapaz de contenerse más, se dirigió hacia su entrada, la ancha cabeza rozando sus pliegues hinchados y húmedos. Con un solo y poderoso impulso de cadera, se hundió profundamente en ella, estirándola exquisitamente, reclamándola por completo. Gimió de éxtasis cuando sus sedosas paredes se apretaron a su alrededor, aferrándose a su gruesa longitud como un torno de terciopelo.

Seraphina dejó escapar un grito agudo y lamentable de puro éxtasis cuando Iván se introdujo por completo en ella, su grueso y duro miembro la estiró de forma imposible, llenándola por completo. Arqueó la espalda, presionando sus pechos contra el suyo mientras él comenzaba a moverse, sus caderas avanzando con embestidas profundas y poderosas que la impactaron en un punto interior que la hizo ver estrellas.

—¡Sí! —gritó ella, envolviendo con fuerza sus largas piernas alrededor de su cintura y apretando los tobillos tras su espalda—. ¡Tuya, tu ruina, tómame, reclámame, hazme tuya!

Su cabeza se agitaba violentamente contra la almohada mientras él la penetraba, su larga cabellera rubia se desplegaba a su alrededor formando un halo brillante. Sus uñas le arañaron la espalda, dejando marcas rojas a su paso, incitándolo a penetrarla más fuerte, más profundo, con una intensidad desesperada, casi salvaje.

—No pares —suplicó Seraphina, sus gélidos ojos azules brillando con una luz febril al encontrarse con los suyos—. ¡Por favor, no pares, mi señor! Puedo sentirte tan dentro de mí, tocándome, reclamándome, poseyéndome...

Ella apretó sus músculos internos alrededor de su pene, sacándolo, rogándole su semen. Su cuerpo ardía, cada terminación nerviosa encendida de placer, cada centímetro de su piel hipersensible a su tacto. Necesitaba que la llenara, que inundara su útero con su semen caliente y espeso, que la marcara como su mujer de la forma más primitiva posible.

Iván auemnto el ritmo de sus caderas, penetrando a Seraphina con embestidas profundas e implacables, sintiendo sus suaves nalgas sacudirse con cada impacto de sus caderas contra las suyas, y el sonido lascivo de sus nalgadas llenaba el aire. Su coño estaba empapado, y su gruesa polla entraba y salía de ella con una facilidad obscena, sus paredes resbaladizas se agarraban como una segunda piel.

Sus manos se hundieron en sus pechos hinchados, apretando con fuerza la suave carne, pellizcando y haciendo rodar sus rígidos pezones entre sus dedos. Seraphina gritó de placer doloroso, arqueándose ante su tacto, suplicando en silencio por más. 

Ambos labios se unieron en un beso desesperado y desordenado mientras Iván aumentaba el ritmo de sus embestidas, penetrándola más fuerte, más rápido, con una intensidad salvaje. Podía sentir cómo empezaba a apretarse a su alrededor, su cuerpo tensándose al acercarse el clímax. Pero no se detuvo, no podia parar de embistirla con fuerza mientras su coño se apretaba y se contraía con espasmos alrededor de su polla explosiva.

Seraphina gritó de placer, un sonido crudo y primario que resonó en las paredes de la cámara mientras su orgasmo la azotaba como un maremoto. Su cuerpo se convulsionó bajo él, arqueando la espalda, mientras una oleada de calor líquido brotaba de su centro, empapando su pene palpitante y goteando sobre las sábanas.

—¡Iván! —gimió, con la voz quebrada en un sollozo de éxtasis mientras sus músculos internos se tensaban y ondulaban a su alrededor, aferrándose con avidez a la gruesa y palpitante longitud enterrada en su interior.

Con una última embestida brutal, se hundio hasta el fondo en ella, sus testículos golpeando su trasero al explotar. Gruesos cordones de su semilla ardiente la inundaron por dentro, llenándola, inundando su útero con su espeso semen. Podía sentir cada chorro caliente y pesado de su semen llenándola de placer, marcándola, reclamándola de la forma más íntima posible. Iván gruño largo y bajo mientras me vaciaba dentro de ella, sus caderas aún se contraían con la fuerza de su eyaculación. Finalmente, exhausto, Iván se desplomé contra ella.

Ella igualemnte se relajó bajo él, con las extremidades pesadas y saciadas, mientras las secuelas del clímax aún la estremecían. Su pecho subía y bajaba, sus pechos enrojecidos y brillantes con una fina capa de sudor, sus pezones rojos e hinchados por sus fervientes atenciones. Parecía completamente depravada, su cabello formaba un halo salvaje a su alrededor, sus gélidos ojos azules, vidriosos y entrecerrados por la dicha. Seraphina enredó los dedos en su cabello empapado de sudor, instándolo a bajar para otro beso abrasador mientras lo envolvía con fuerza en la cintura, apretándolo profundamente. Podía sentir su propio semen, caliente y pesado, chapoteando en su interior mientras él se ablandaba dentro de su coño húmedo.

Cuando finalmente se separaron, ella se acurrucó en su garganta, depositando besos con la boca abierta sobre su piel húmeda. Sus manos recorrieron su espalda, sintiendo la flexibilidad y el juego de los músculos bajo su piel sedosa.

—Quédate dentro de mí —suplicó Seraphina en voz baja, con un tono de urgencia—. Por favor, Iván. Necesito sentirte, todo tú ser.

Ella meció las caderas lenta y sensualmente, saboreando la sensación de su grueso pene aún enterrado en sus paredes palpitantes y sensibles. 

Iván gruñó suavemente al sentir que Seraphina volvía a ondular sus caderas; su pene empezaba a endurecerse de nuevo dentro de su caliente y resbaladiza vaina. Con un sonido bajo y decidido, se incorporó y se puso de rodillas, agarrando con fuerza sus suaves y redondeadas nalgas, amasando la flexible carne como si fuera masa, poniendola en cuatro.

Se apartó lentamente de ella, su gruesa longitud emergiendo con un chorro de fluidos combinados, semen y excitación goteando, pintando la parte interna de sus muslos. Pero no se detuvo, no podía detenerse. No cuando su cuerpo aún la ansiaba, aún ansiaba poseerla, reclamarla, una y otra vez.

Con una respiración profunda y temblorosa, se alineó de nuevo, la ancha punta de su pene rozando sus sensibles y temblorosos labios. Luego, con un poderoso impulso de caderas y un gruñido de satisfacción masculina, se embistió de nuevo en su interior, hundiéndose hasta los huevos en su calor apretado y abrasador.

—Joder —dijo con voz áspera, con un dejo de oscura y lujuriosa apreciación en su voz baja mientras empezaba a moverse, a follarla con un ritmo intenso y penetrante que sacudía el marco de la cama. Su pelvis golpeaban lascivamente contra su trasero con cada potente embestida, su grueso miembro estirándola, llenándola, poseyéndola por completo.

Seraphina echó la cabeza hacia atrás con un grito agudo de dolor y placer al tiempo que Iván la penetraba de nuevo, abriéndola con su grueso miembro, desgarrándola hasta lo imposible. Sus uñas se clavaron en la cama mientras él marcaba un ritmo duro y castigador, con el obsceno roce de carne contra carne llenando la habitación.

Iván se inclinó, agarrándola por los muslos y separándolos aún más, lo que le permitió penetrar aún más su coño húmedo. Su cabello cayó hacia adelante, una cortina de pura seda blanca rozando su piel mientras jadeaba suavemente, sus hermosos ojos azules brillaban con una luz febril, casi salvaje.

—Mía —gruñó, con una voz grave y posesiva mientras la penetraba con más fuerza, más rápido, con una necesidad desesperada, casi violenta—. Eres mía, Seraphina. Tu cuerpo, tu placer, todo lo tuyo... me pertenece.

Capturó sus labios en un beso abrasador y dominante, vertiendo todo su deseo, toda su hambre en el brutal saqueo de su boca, justo cuando su polla saqueaba su coño húmedo y aferrado.

—¡Sí, soy tuya! ¡Toda tuya, mi señor!—gritó Seraphina al separarse del beso.

Podía sentir cada cresta, cada vena palpitante de su gruesa polla mientras la penetraba una y otra vez, alcanzando ese punto secreto que la hacía ver estrellas cada vez. Sus ojos se pusieron en blanco, su cabello rubio agitandose salvajemente mientras se entregaba por completo al brutal y maravilloso placer de su posesión.

—Más fuerte —suplicó Seraphina sin aliento, con la voz quebrada en un gemido mientras arañaba desesperadamente la cama.

Podía sentir cómo el cuerpo de Seraphina se tensaba, su coño apretándose con avidez alrededor de su miembro mientras otro clímax devastador se avecinaba. Ella estaba tan cerca, al borde del éxtasis, necesitando solo un poco más para sumirse en el olvido.

 Las manos de Iván se aferraron a las caderas de Seraphina con una fuerza demoledora al embestirla, con el lascivo roce de carne contra carne resonando obscenamente por toda la cámara. Sus voluptuosas nalgas se sacudían y rebotaban con cada potente embestida, y sus perfectos globos se enrojecían por el implacable impacto de su pelvis.

Sus dedos se enredaron en su cabello platino, agarrando con fuerza los sedosos mechones mientras le tiraba la cabeza hacia atrás, obligándola a arquear la columna con fuerza sobre la cama, con el trasero en alto, ofreciéndosele en una oferta desenfrenada, mientras Iván la tomaba por detrás como una bestia en celo. Los sonidos crudos y animales de su cópula llenaban el aire: gruñidos, gemidos, el crujido del marco de la cama al tensarse bajo su ferviente encuentro.

Sus caderas se movían con más fuerza, y su gruesa polla se hundía en su coño húmedo y aferrado con una velocidad inhumana. Podía sentir sus paredes aterciopeladas revoloteando y apretándose a su alrededor, aferrándose a él como un puño caliente y resbaladizo. Pero no cedió, follándola con más fuerza, más profundamente, con la firme determinación de arruinarla para el contacto de cualquier otra persona.

—Córrete para mí, Seraphina —ordenó con voz áspera y dominante, inclinándose sobre su espalda arqueada, presionando su pecho contra su piel sudorosa.

Seraphina dejó escapar un grito atroz cuando el ritmo brutal de la follada de Iván finalmente la llevó al límite, con su cuerpo paralizado en un violento clímax.

—¡Iván! —chilló, con la voz ronca y desgarrada por el éxtasis mientras su coño se apretaba como un torno alrededor de su polla explosiva, con las paredes sedosas ondulando y aferrándose desesperadamente a su grosor.

Sus ojos se pusieron en blanco, su cabello rubio ondeando alrededor de su rostro, mientras una oleada de calor líquido brotaba de su centro, empapando su miembro devorador y goteando sobre las sábanas. El voluptuoso cuerpo de Seraphina se estremeció y convulsionó bajo él, sus pechos subiendo y bajando y su trasero rebotando salvajemente mientras la fuerza de su orgasmo la sacudía.

—¡Sí, sí, SÍ! —gimió Seraphina, con la voz quebrada al correrse con más fuerza que nunca.

Ella se apretó y se estremeció a su alrededor, exprimiendo su polla con todas sus fuerzas, desesperada por sentir su semen caliente inundando su hambriento coño. Sus piernas temblaron y se estremecieron mientras se tambaleaba hacia el borde del olvido, la vista, el oído y el pensamiento se desvanecieron hasta que solo quedó el placer cegador de su posesión, su reclamo, la ruina total de su cuerpo y ser.

Con un gruñido gutural, Iván lleno el coño ávido de Seraphina con su semen una vez mas, su polla latía y palpitaba mientras se vaciaba profundamente en su interior. Sin embargo, Iván no detuvo sus implacables embestidas, y siguio penetrando su carne temblorosa mientras inundaba su útero con su esencia. No paro hasta su hacerla llegar a su clímax más intenso, prolongando su placer mientras buscaba su propia eyaculación. Su coño se apretó y se agitó alrededor de su miembro, sacándole hasta la última gota mientras se abría paso en ella con determinación. Podía sentirla cada vez más excitada, más desesperada, a medida que la llenaba con su semen.

Se aparearon así durante lo que parecieron horas, sus cuerpos unidos mientras se perdían en el acto primario del apareamiento. La tomo una y otra vez, rodándola sobre manos y rodillas, abriéndole el culo, embistiéndola por detrás como una fiera. Podía sentir sus testículos tensarse, su polla endureciéndose varias veces, mientras se abría paso dentro de ella, llenándola de su semilla cuatro veces mas.

Finalmente, completamente agotado, se desplomo contra ella, con su miembro aún ablandado, aún en lo profundo de su coño húmedo. Sentía sus fluidos fluyendo alrededor de su miembro, goteando sobre las sábanas empapadas de sudor.

Iván acercó el cuerpo flácido y flexible de Seraphina al suyo, apretándola con fuerza contra su pecho como si aún no pudiera saciarse del todo de su contacto. Seraphina yacía rendida, completamente agotada, su respiración lenta y su cuerpo entregado, sudado, saciado, adolorido y satisfecho. Había quedado flácida y dócil, con las piernas temblorosas, los labios entreabiertos, y los ojos entornados por la fatiga deliciosa del placer repetido. Su piel, aún tibia y perlada de sudor, se amoldaba al torso firme de Iván, su corazón palpitando al mismo compás que el de él, como si sus cuerpos se hubieran fundido más allá de la carne.

—Eres insaciable… me follaste seis veces —susurró ella con voz ronca y gastada, aún jadeante, mientras se giraba para hundirse contra su pecho húmedo de sudor. Su mano buscó la sábana de seda más cercana y la jaló con un gesto perezoso para cubrirlos a ambos, en un capullo tibio de intimidad.

—Fue tu culpa, Sephy —respondió él con una sonrisa cansada, acariciando lentamente su espalda sudada, dibujando con la yema de sus dedos líneas suaves sobre su columna.

—Bueno pero… sí, la verdad sí —rio ella, con una risita traviesa ahogada por su cansancio.

Iván soltó un leve gemido mientras se estiraba en la cama, el cuerpo aún pesado por el esfuerzo, pero la mente ya comenzando a girar con los deberes del día.

—Tengo cosas que hacer… y ni siquiera he desayunado —murmuró, alzando una mano para apartarse el cabello húmedo de la frente—. Solo tengo hoy. Mañana debo irme. Ya no puedo seguir postergando mi ausencia.

Se separó ligeramente de ella, dejando un leve espacio de aire frío entre sus cuerpos, lo suficiente para que Seraphina soltara un pequeño quejido y se aferrara más a él, como si al hacerlo pudiera impedir su partida.

—No te vayas aún… —susurró, su voz ronca, entre suplica y coquetería—. Podemos hacerlo otra vez. O… llévame. Dame el permiso y puedo acompañarte, como hace ocho meses.

Iván soltó una risa baja, más por ternura que por burla. Negó con la cabeza mientras se sentaba al borde de la cama, estirando los músculos entumidos de su espalda.

—No voy a llevarte ni a ti, ni a nadie, Sephy. Y además… —giró ligeramente para mirarla por encima del hombro con una ceja alzada—. Creo que todo esto fue solo una excusa para no ir a tus lecciones.

Ella soltó una carcajada, quedando tumbada de espaldas con los brazos estirados por encima de la cabeza, el cuerpo dolorido pero satisfecho, su torso subiendo y bajando con calma.

—La verdad… sí —admitió entre risas suaves—. Me atrapaste. Pero valió la pena.

Iván negó con la cabeza mientras se ponía de pie, desnudo, la piel aún húmeda por el sudor de ambos. Caminó hacia el biombo de madera tallada que separaba la zona de descanso del tocador. A un lado, sobre una mesa de mármol oscuro, reposaba su ropa, dispuesta por los criados antes del amanecer. Comenzó a vestirse con calma, sin prisa, pero con una eficacia casi militar.

Eligió una camisa de lino negro, abierta al pecho, de tejido fino y fresco, ceñida al cuerpo de forma elegante pero cómoda. Las mangas eran anchas, pero recogidas en los antebrazos con broches de oro grabados con el símbolo del lobo, signo de su estirpe. Encima, se colocó una jardanina de corte largo y recto, también negra, adornada con bordados de lobos dorados, entrelazados entre sí como un símbolo de poder y continuidad. La prenda, aunque sencilla a la vista, estaba hecha con telas nobles, de caída perfecta y entalle impecable, símbolo de alguien que no necesitaba ostentar, porque su autoridad ya era reconocida.

Los pantalones eran de cuero fino de negro profundo, ajustados sin incomodar, flexibles pero resistentes, diseñados para permitir el movimiento con soltura. Las botas, altas y reforzadas, abrazaban sus pantorrillas con precisión y estaban hechas del mismo cuero oscuro, con costuras reforzadas y suela gruesa, perfectas para los viajes largos que se avecinaban.

Mientras Iván abrochaba el último broche de la jardanina negra, con dedos ágiles y seguros, tomó una breve pausa para colocarse algunos de sus anillos: joyas hechas con precisión y orgullo, símbolos de linaje y poder. Uno era de oro blanco con incrustaciones de ónix en forma de garras que abrazaban una piedra de obsidiana pulida; otro, más simple pero igual de imponente, tenía grabado el escudo de la Casa Erenford, trabajado a mano por los mejores orfebres del ducado. El más destacable era uno de oro viejo, macizo, pesado, en cuyo centro se alzaba la cabeza de un lobo de ojos de zafiro, tallado con tal realismo que parecía a punto de aullar.

También se colocó un collar que pendía con gravedad sobre su pecho. La cadena, fina pero resistente, era de oro rojo, trenzada con filamentos de platino. En el centro, colgaba un medallón ovalado, también con la cabeza de un lobo en relieve, los ojos tallados en rubíes puros. Era una joya ancestral, que alguna vez perteneció a su padre Kenneth, el Lobo Sangriento, y que ahora le pertenecía a él como símbolo de herencia, carga y destino.

Echó un último vistazo hacia la cama. Seraphina, aún desnuda, enredada entre las sábanas de seda blanca, lo miraba con esos ojos azules que lo habían seducido desde el primer día. Sonreía, pero en esa sonrisa había un velo tenue de tristeza, como una bruma que empañaba una mañana serena.

Iván se acercó. La besó en la frente con suavidad y le acarició la mejilla con la yema de los dedos, como quien toca algo frágil que no desea romper.

—Pórtate bien, descansa, te voy cubrír... pero prométeme que cuando me vaya seguirás yendo a tus clases —dijo con una sonrisa ladeada, la voz cargada de fingido reproche.

Ella hizo un puchero, hundiéndose aún más en las sábanas.

—Sólo si prometes volver entero —susurró desde ahí, apenas asomando su rostro.

—Todavía no me voy, Sephy. Pero te lo prometo. Mantendré esta linda cara intacta —respondió él con una sonrisa socarrona, señalándose el rostro con un dedo.

Seraphina soltó una risita entre dientes, y sin previo aviso, lo abrazó por la cintura, lo besó una vez más y luego descendió, dejándole un pequeño chupetón en el cuello, justo bajo la mandíbula.

—Bien... ya te puedes ir. Solo voy a descansar un poco más —dijo con fingida resignación.

Iván negó con la cabeza entre risas suaves, se giró, recogió su capa negra forrada en piel de zorro blanco y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Los pasillos del ala este del palacio estaban silenciosos a esa hora, apenas iluminados por la tenue luz que entraba por los ventanales altos. El suelo de mármol pulido reflejaba sus pasos, y a ambos lados las paredes estaban decoradas con enormes cuadros de estilo Lumenflor. La atmósfera olía a incienso apagado, a piedra vieja y a nobleza.

Llegó al gran comedor, aunque aún era relativamente temprano. Sin embargo, no se dirigió al comedor principal, sino al privado. Sus pasos resonaban con autoridad y familiaridad. Al entrar, los sirvientes se apresuraron a traer su desayuno: frutas frescas, pan horneado con especias, lonjas finas de carne curada, huevos de gallinas criadas en los jardines interiores, y una copa de vino rojo especiado para acompañar.

Pero su atención no se centró en la comida, sino en la figura sentada con gracia en uno de los sofás cercanos, hojeando un libro encuadernado en cuero.

Sarah.

Su primera mujer. Su concubina más antigua. Su más peligrosa devota.

La belleza de Sarah era una trampa, un arma de filo doble, una combinación imposible entre lo celestial y lo carnal. En ella se mezclaban la elegancia con una provocación constante, feroz. Era magnética. Una presencia que ocupaba la habitación sin hacer esfuerzo. Su figura era imposible de ignorar: voluptuosa, poderosa, como tallada con propósito. Vientre plano y firme, pero con unas caderas amplias que prometían placer, unos senos enormes, altos y perfectos, contenidos sólo en parte por el vestido que llevaba.

Ese vestido, como todo lo que ella usaba desde que la tomo, era caro, exquisitamente hecho y perfectamente calculado. Una pieza de alta costura, de un rojo intenso como la sangre arterial. El escote amplio sugería sin caer en la vulgaridad, apenas sosteniendo sus pechos en su sitio, dejando entrever más de lo que ocultaba. Las mangas largas y ajustadas terminaban en puños bordados con hilos de oro y perlas diminutas. El corsé, ajustado a su cintura con cintas invisibles, realzaba cada curva, esculpiéndola en una silueta de diosa tentadora. La falda era amplia, de varias capas de seda y terciopelo, con detalles bordados en hilo carmesí. Cada paso que daba hacía que la tela brillara con reflejos profundos, como brasas escondidas.

Su largo cabello rojo, suelto, caía con pesadez como un río de vino oscuro hasta la parte baja de la espalda. Unos mechones caían sobre su rostro con descuido perfecto. Y sus ojos, esos ojos rojos como rubíes vivos, lo miraron con deseo apenas contenido cuando entró.

—Buenos días, cariño… —dijo Sarah con una voz suave y melosa, cargada de esa sensualidad felina tan natural en ella, esa que no necesitaba ser fingida, porque le nacía de dentro. Sarah no coqueteaba: se imponía, se adueñaba del aire de la habitación con solo abrir la boca o cruzar las piernas. Era una mujer que no pedía permiso para existir. Tomaba su lugar y lo hacía suyo.

Iván la miró con una leve sonrisa, esa clase de gesto que parecía relajado pero que escondía un filo detrás. Se acercó con pasos pausados, el eco de sus botas resonando en las losas de mármol como una música de fondo. Tomó asiento frente a ella con naturalidad, sin apuro. Sirvió un poco de vino especiado en su copa, sin apartar la mirada de los ojos escarlata de la mujer que tenía delante.

—Buenos días, Sarah. Veo que también decidiste saltarte tus lecciones —comentó con voz seca, pero sin molestia real, simplemente tanteando.

—No, cariño —respondió ella, cerrando el libro de tapas de cuero que tenía sobre su regazo con un movimiento elegante—. Ya las terminé. Y, como siempre… perfecta —agregó con coquetería, poniéndose de pie. Caminó hacia él con movimientos ondulantes, como si su cuerpo bailara al ritmo de una música secreta, y se sentó sobre sus piernas, rodeándolo con sus brazos como si fuera su trono personal—. Pero tú… tú sí que te levantaste tarde, curioso no lo crees? Solo Seraphina no asistió a las clases de la mañana. Y normalmente tú ya estás despierto antes que nosotras. Y cuando me levanté aún estabas en tu cama, profundamente dormido… Dioses, ¿qué haré con esa mujer? —añadió con una sonrisa divertida—. Se suponía que yo era la prostituta y ella una delicada cortesana, hija de un general caído en desgracia. Pero mírala ahora, con sus modales de porcelana y esa carita de virgen mimada…

—¿Estás celosa? —la picó Iván con una sonrisa torcida, tomando un sorbo de vino.

Sarah soltó una risita desde el fondo de la garganta y lo besó con naturalidad.

—No, cariño… —susurró cerca de su oído—. No mientras todas cumplan su parte. Mientras te complazcan, mientras satisfagan tus deseos, no me importa. Después de todo, tú eres una bestia… y alguien tiene que saber cómo manejarla.

Iván la sostuvo con más firmeza contra su cuerpo, deslizándole una mano por la espalda, justo por encima del corsé ajustado que marcaba su cintura. Su otra mano se posó en su muslo descubierto bajo las faldas de ese vestido lujoso que sólo a medias disimulaba sus encantos.

—Aun me sorprende lo bien que te adaptaste… Mi madre misma dijo que eres de las mejores alumnas en las lecciones de corte, política y etiqueta —comentó con voz baja, mientras la estudiaba como si aún no terminara de descifrarla del todo.

—Claro que lo soy, cariño… —respondió ella con una sonrisa orgullosa, peinando su cabello hacia atrás con una mano—. Ya sea como puta de calle o como concubina del hombre más guapo del continente… Me diste una vida que muchas sueñan y ninguna consigue. Sería una idiota si no supiera aprovecharla. ¿Y sabes qué? Me gusta. Me gusta ser tuya. Me gusta este juego. Me gusta ver a esas niñas mimadas retorcerse por dentro porque yo, la antigua ramera estoy sentada en tu regazo con joyas en las muñecas, perfumes caros en la piel y comiendo uvas que valen más que sus sirvientas.

Le ofreció un trozo de carne y él lo tomó de sus dedos sin rechistar, masticando en silencio mientras la observaba.

Sarah lo miró un segundo en silencio. Entonces, con una sonrisa ladina, lo miró a los ojos.

—Hablando de putas… ¿ya pensaste en mi propuesta, cariño? —dijo mientras le ofrecía más comida, pero con ese tono en la voz que decía que estaba tocando un tema serio.

Iván no respondió de inmediato. Masticó despacio, contemplando las implicaciones. La propuesta de Sarah no era cualquier cosa. Le había sugerido tomar el control directo de los prostíbulos del ducado… y si era posible, de otros territorios también. En sus propias palabras, un hombre satisfecho era un hombre más fácil de manejar. Una verdad cruda, pero cierta.

La prostitución en Zusian era legal, regulada, incluso protegida por decretos emitidos por generaciones anteriores. Sin embargo, nunca había sido completamente centralizada. Iván tenía el poder para hacerlo. Si lo lograba, tendría una red de información viva, con ojos y oídos en cada cama, cada cuarto oscuro, cada rincón donde hombres que podrian ser peligroso se desnudaban no solo de ropa, sino de secretos.

—Es una buena idea… —admitió por fin—. Pero representa mucho trabajo. Un sistema difícil de controlar. Muchas piezas sueltas, demasiadas bocas que alimentar, demasiados riesgos de fuga o traición. No es tan simple como poner un burdel bajo la ley.

Sarah se rió suavemente, moviéndose sobre él como si acomodarse fuera parte del juego de seducción.

—Lo sé… Pero piensa en las ventajas. Yo soy testigo de ello. No tienes idea de todos los chismes que escuché trabajando en El Diamante Negro. Los secretos que salían de esas bocas entre jadeos, entre tragos de vino y gemidos. ¿Recuerdas Lindell? Seraphina, solo siendo una cortesana en ese pueblucho perdido, te dio la información que te faltaba sobre los supuestos bandidos. Y Kalisha, nuestra dulce Kalisha, te reveló lo que ese traidor intentaban esconder.

Lo miró directamente, apoyando su frente contra la de él.

—Y sabes perfectamente por dónde empezar. El Diamante Negro no es un burdel cualquiera, cariño. Es el corazón de todo el flujo clandestino de información en el ducado. No exagero cuando digo que es el mejor burdel de todo el territorio. Y tú… tú ya lo sabes. Le agradas a Natali. Te respeta, incluso creo que te desea. Con ella de tu lado, tendrías a la madame más poderosa de posiblemente toda Aurolia.

Sonrió con malicia y le acarició la mandíbula con una uña larga y pulida, como si estuviera marcando territorio con ese simple roce.

—Y te recuerdo que no cualquiera ha estado con ella —murmuró con esa voz suya, grave y arrastrada—. Pocos afortunados, muy pocos reyes, príncipes o generales, han logrado tener ese privilegio… y sólo después de pagar montañas de oro por una sola noche. Y tú… tú lo tuviste gratis. Ese día lo vi, Iván. Yo estuve allí. Cuando te pidió que la esperes y me ordenó a mí ir por mis cosas… Lo hizo sin pedirte nada a cambio. No te cobró, no exigió favores, no te ató con ninguna deuda. Te dio algo que no le da a nadie: respeto. Y eso, cariño, en su mundo… vale más que cualquier contrato. Tienes una ventaja que ninguno de esos viejos con corona o bastón tiene. Y además —añadió con una sonrisa traviesa, mordiéndose apenas el labio inferior—, siempre me he querido acostar con ella… así que sería un ganar-ganar para todos.

Iván guardó silencio.

No porque dudara.

Sino porque pensaba. Porque medía con precisión de cirujano cada palabra, cada implicación, cada camino posible. Porque lo que Sarah decía no era solo verdad… era una visión estratégica. Y en esa visión, él se veía más fuerte, más consolidado, con una red aún más vasta de ojos, bocas y lenguas a su servicio.

Ya tenía a su disposición la Oficina de Inteligencia, ese aparato de sombras y silencio que operaba desde antes de los tiempos de su abuelo. Era la más antigua y temida del ducado, y una de las más eficaces del continente. No todos sus agentes eran leales, claro. Algunos eran dobles, infiltrados por las potencias extranjeras, o simplemente traidores movidos por el oro. Pero muchos, los más antiguos y curtidos, eran verdaderos fantasmas. Hombres y mujeres entrenados desde jóvenes para no existir, para deslizarse entre nobles y plebeyos sin levantar sospechas, para recabar información vital y desaparecer sin dejar rastro.

Esos agentes estaban en todas partes: en los puertos de toda la costa oriente, en las plazas del sur, entre los saserdotes negros, en los mercados y en las cortes extranjeras donde se cocinaban las traiciones. Algunos vivían como mendigos, otros como sirvientes, otros como mercaderes o soldados comunes. Y otros, los más útiles en cierto tipo de misiones, trabajaban en los prostíbulos, tabernas y casas de juego donde los poderosos bajaban la guardia y hablaban demasiado entre copas y jadeos.

Le informaban de movimientos militares sospechosos, de rumores de rebelión entre los vasallos, de cambios en los pactos comerciales entre vecinos, de tensiones en los matrimonios nobles y hasta de supuestas profecías pronunciadas por chamanes medio ciegos en los pueblos más alejados. Cada detalle importaba. Cada palabra era una pieza de un rompecabezas que podía salvar o destruir su futuro.

Pero esta idea de Sarah… era algo distinto. Algo más profundo. Más estable. Más íntimo.

Una red clandestina basada no solo en el miedo o la lealtad, sino en el deseo. Una red tejida con piel, con caricias, con miradas. Si lo hacía bien, tendría agentes que no necesitaban disfraz, porque sus roles ya estaban asumidos: prostitutas, cortesanas, amantes de hombres importantes, mujeres invisibles pero presentes en todos los salones y cámaras del continente. Y si lograba convencer a Natali, la Madame del Diamante Negro, tendría acceso inmediato a esa estructura ya armada. Bastaba con convertirla en suya.

—Si tanto la deseas, puedo pagarle para ti —bromeó Iván, torciendo una sonrisa—. O mejor dicho, pagarle para nosotros. Aunque no creo que le haga falta el dinero.

Sarah soltó una carcajada, genuina, profunda, lanzando la cabeza hacia atrás.

—Tonto —dijo, divertida—. No quiero que le pagues. Quiero que se lo ganes. O que se lo gane ella. Quiero que lo que ocurra, si ocurre, sea porque tú lo decides, no porque lo compras. No sería lo mismo.

Iván asintió, poniéndose serio al instante.

—Cuando regrese de la campaña lo planearemos bien. Me iré pronto, ya no puedo seguir postergando mi ausencia. Así que aprovecha el tiempo que no estaré… y empieza a trabajar en eso. Reúne los contactos. Visita los lugares. Habla con las madames que consideres útiles. Quiero un mapa claro cuando vuelva. Nombres, rostros, precios, alianzas. Y reglas. Esto será una extensión de mi poder. Lo entiendes, ¿verdad?

Los ojos de Sarah se iluminaron con una mezcla de ambición, deseo y adoración. Era eso lo que ella amaba: ser parte del poder. No una pieza decorativa. Una engranaje, una llave, una daga bajo la manga del lobo.

Se inclinó hacia él y lo besó, largo, lento, cálido.

—Te lo prometo. No te decepcionaré, cariño. Gracias por confiar en mí… Verás que esto te beneficiará mucho más de lo que imaginas.

Iván respondió el beso con una calma lenta y firme, como quien saborea algo que no necesita apresurar. Acarició la cintura de Sarah, esa curva perfecta y cálida que ya conocía con detalle, y la atrajo aún más hacia él. Se acomodó en su asiento, el respaldo de roble tallado crujiendo suavemente bajo el peso del momento. Sarah, ágil y confiada, se acomodó mejor en su regazo con una naturalidad que rozaba la posesión.

El desayuno transcurrió en silencio cómodo. Más bien, Iván desayunaba. Sarah ya había comido, lo supuso él por la falta de apetito, o tal vez por la manera en que se dedicaba por completo a atenderlo. No pidió plato, no exigió cubiertos, no se sirvió nada. Solo tomó entre sus dedos delgados uvas dulces, trozos de pan untados en miel espesa, pequeños cortes de carne jugosa y los llevó a la boca de Iván, uno a uno, disfrutando de verlo masticar con placer tranquilo mientras ella le acariciaba el cabello o jugaba con los anillos de sus dedos.

Iván, con la copa de vino entre sus dedos, se entretenía con los mechones gruesos de su melena rojo oscuro, retorciéndolos suavemente entre los nudillos, sintiendo su suavidad. La luz del mediodía se filtraba por los ventanales altos del comedor, dibujando líneas doradas sobre la alfombra y sobre la piel pálida de Sarah, quien a pesar de su silencio, lo observaba con atención devota.

Al acabar, le dio un último beso en los labios, se despidió con una palmada suave en el muslo y se levantó. Tenía asuntos pendientes. Una cita, una importante: debía encontrarse con su artífice.

Vaelith.

Ese maldito genio.

A veces Iván se preguntaba si aquel hombre era un loco disfrazado de sabio o un sabio tan adelantado a su época que todos lo tomaban por loco. Había nacido sin conocer la pólvora, en un mundo donde aún predominaban las lanzas de fuego y las rudimentarias bombardas. Pero, con apenas unos puñados de la polvora negra Vaelith no solo comprendió el potencial de la sustancia, sino que la transformó. Refino su proceso, granulo la polvora, y a partir de ahí comenzaron los verdaderos avances, obvio por sus bocetos.

Saltándose el paso lento de arcabuces y armas improvisadas con algunas ideas sueltas que Iván había traído de su anterior vida, Vaelith creo los primeros mosquetes de rueda del continente. Primitivos, sí, pero eficaces. Robustos. Mortales. Eran el comienzo de algo más grande. La infantería de fuego de Iván, aún en pruebas, ya estaba siendo entrenada. Los planes para escuadras especializadas estaban en marcha. Dando el primer paso hacia un nuevo tipo de guerra.

Además, con los cañones de órgano —los ribadoquines que había capturado tras su victoria sobre Maximiliano— y las enormes bombardas que se habían utilizado contra Lucan, el proceso de fundición de artillería había comenzado. Los primeros cañones de bronce estaban en producción, cuidadosamente supervisados por Vaelith y los fundidores. Iban lentos, sí, pero seguros. Y aunque todavía no era una fuerza avasalladora, Iván sabía que, tecnológicamente, tenía una ventaja sobre cualquier otro ejército de Aurolia. No era una exageración: si se medía en términos de avance armamentístico puro, él estaba una generación por delante.

Salió del comedor y caminó por los pasillos del Drakonholt Keep, hasta los patios exteriores. El aire era fresco, limpio, cargado del aroma del otoño. Un viento leve agitaba las banderas con el emblema del lobo dorado. Caminó a paso firme hacia las caballerizas. Un sitio que, aunque no era el más estético ni el más noble, tenía un valor especial para él.

El aroma lo recibió de inmediato: heno fresco, cuero curtido, hierro, estiércol, sudor de caballo. Era un olor crudo, natural, lleno de vida. Las caballerizas eran enormes, preparadas para albergar a miles de monturas, cada compartimiento amplio y aireado, con personal constante vigilando la alimentación y limpieza. Pero al fondo, más allá de las secciones comunes, estaba la sección privada, el compartimento especial. Ahí estaba su compañero.

Eclipse.

Incluso entre los más bellos sementales del ducado, Eclipse era distinto. Su pelaje negro azabache no reflejaba la luz del sol: la absorbía. Brillaba con una oscuridad líquida, como si cada hebra de pelo estuviera hecha de obsidiana viviente. Era musculoso, de cuello grueso y piernas poderosas, pero su andar era elegante, casi aristocrático. Tenía una mirada inteligente, una especie de conciencia que a veces parecía rozar la humana. Iván aún recordaba el día en que lo vio por primera vez, apenas un potro, débil y escuálido, pero con una fiereza salvaje en sus ojos que le hizo ver lo que podía ser. Lo crió, lo alimentó, lo entrenó. Lo convirtió en su igual.

Eclipse alzó la cabeza al sentir los pasos decididos de su amo. Relinchó suavemente, una exhalación cálida emergió de sus fosas nasales, formando nubes de vapor tibio que se disiparon en el aire fresco del medio día. Iván caminó hacia él con paso firme pero sereno, extendiendo la mano para acariciar el hocico del animal. Sentía bajo su palma el calor vivo de ese cuerpo poderoso, el latido constante, la respiración profunda, la tensión contenida de sus músculos: fuerza pura, energía domada, y por encima de todo, lealtad absoluta.

—Buenos días, Eclipse —murmuró, casi como si hablara con un viejo amigo, su voz baja cargada de afecto.

El caballo respondió bajando la cabeza con lentitud, empujando suavemente su frente contra el pecho de Iván, buscando contacto, cercanía. Iván sonrió con una ternura poco habitual en su rostro que recientemnte habia estado mas tenso que relajado, y le rascó el espacio entre las orejas, justo en el punto donde sabía que le gustaba.

—Te tengo muy abandonado, lo sé… —susurró, su voz era como un secreto entre ellos—. Pero hoy... hoy vamos a salir. A estirar esas patas, ¿te parece bien?

Eclipse, con un ligero cabeceo y un movimiento del cuello, pareció responderle afirmativamente. Iván rió por lo bajo, dándole una última palmada antes de girarse hacia la silla de montar que reposaba colgada con sumo cuidado en el muro del compartimiento.

Era una pieza digna de Eclipse, fabricada en cuero negro pulido con un acabado impecable, adornada con remaches y refuerzos en acero dorado, cuidadosamente grabados con patrones de lobos, en hilo rojo carmesí. Las cinchas eran fuertes, flexibles, reforzadas con costuras de hilo encerado rojo oscuro. La montura estaba hecha a medida, reforzada en la parte inferior con acolchado interno para viajes largos.

Iván rechazó con un gesto la ayuda de los mozos de cuadra que se acercaban, acostumbrado a ensillar por su cuenta. Siempre le había gustado ese acto íntimo.

Colocó la silla sobre el lomo de Eclipse, ajustó las correas con manos firmes, encajó las hebillas, verificó el equilibrio, tiró ligeramente de las riendas y acarició el cuello del corcel.

—Eso es… estás listo.

Tomó las riendas y lo sacó de las enormes caballerizas con paso tranquilo, dejando atrás el sonido de cascos sobre madera, los relinchos lejanos y el olor a heno. La luz del sol bañaba el exterior, fresca aún, como si apenas comenzara el día. Avanzaron hacia el patio de entrenamiento, donde dos figuras femeninas esperaban a la sombra de una columna tallada, sus vestidos danzando suavemente con la brisa matutina. Era imposible no notar la estampa que formaban. Dos bellezas radicalmente distintas, pero igual de intensas en su magnetismo.

La primera en llamar su atención fue Mira.

Una mujer de porte etéreo. Su rostro era la imagen de la armonía: piel suave como porcelana, ligeramente sonrosada y uniforme, con una textura perfecta bajo la luz. Sus labios carnosos, de tinte natural entre coral y rubor tenue, estaban apenas curvados en una sonrisa enigmática. La nariz recta, pequeña y proporcionada, daba un toque de nobleza a su rostro angelical. Pero eran sus ojos los que atrapaban como un anzuelo invisible: grandes, de un azul violáceo tan profundo que parecía cambiar según la luz, llenos de secretos, como si guardaran lágrimas no derramadas y deseos no confesados. Enmarcados por pestañas oscuras, largas y arqueadas, sus ojos contrastaban con unas cejas delgadas, naturales, suavemente arqueadas.

El cabello de Mira caía en ondas largas, de un castaño oscuro que bajo el sol revelaba destellos caoba. Lo llevaba suelto, libre, enmarcando su rostro con mechones suaves, el flequillo perfectamente cortado descansando justo por encima de sus cejas. Su cuerpo era de proporciones exquisitas, la silueta perfecta de reloj de arena: cintura estrecha, caderas redondeadas, busto generoso, sostenido y enmarcado por un vestido de un negro profundo con tintes violáceos, ajustado como una segunda piel. El escote en forma de “V” dejaba ver con sutileza las curvas de sus clavículas y parte de su pecho, sin caer nunca en la vulgaridad. Encajes purpuras adornaban la parte superior del atuendo, rodeando el cuello como un alto collar, y sobre sus hombros descansaba una capa translúcida, marfil tenue, que le daba un aire de sacerdotisa de lo prohibido. Sus manos, finas, delicadas, entrelazadas con elegancia frente a su cuerpo, completaban la imagen de una musa intocable.

Junto a ella, estaba Amelia. Con su delicado rostro que tenía la pureza de una doncella salida de un sueño antiguo. Piel de marfil, suave, tersa, radiante sin necesidad de polvo ni afeite. Sus mejillas tenían un rubor natural que le daba vida a su expresión serena. Los ojos, grandes, aquamarine, irradiaban dulzura e inteligencia. Las pestañas oscuras y largas lo envolvían todo en un velo de inocencia soñadora. Sus labios eran rosados, pequeños, de contorno delicado. La nariz, fina y recta, completaba un rostro de equilibrio casi sagrado.

El cabello de Amelia era una cascada dorada que llegaba más allá de su cintura, una mezcla de miel, trigo y rayos de sol. Algunos mechones sueltos enmarcaban su rostro con descuido intencional, mientras el resto caía libre, moviéndose suavemente con el viento. Su cuerpo era un perfecto balance entre nobleza y sensualidad: busto firme y generoso, cintura estrecha, caderas suaves. Vestía un vestido largo de verde jade, bordado en hilos dorados, que realzaba cada curva sin oprimir. El escote en “V” dejaba ver la parte superior de su pecho con delicadeza. El cuello estaba cerrado con un broche dorado en forma de flor, y sus mangas largas y sueltas caían con vaporosidad hasta las muñecas. Se movía con gracia contenida, como si sus pasos acariciaran el suelo.

Iván las observo durante unos segundos, sin hablar, como si quisiera grabar en su memoria aquella imagen matinal de ambas mujeres, una tan opaca y misteriosa como la noche estrellada, la otra tan luminosa y serena como el amanecer. Eclipse resopló levemente, como recordándole que aún estaban ahí. Fue entonces cuando Mira, sin dudarlo un segundo, corrió hacia él con paso grácil pero veloz, su vestido ondeando a su alrededor como una sombra viva. Se arrojó a sus brazos con una mezcla de alegría y necesidad.

Él la sostuvo con firmeza y dulzura, envolviéndola en un abrazo que dejó escapar todo rastro de formalidad. La atrajo con fuerza, como si el contacto de su cuerpo fuera algo que necesitaba más que el aire. Mira aspiró profundamente, hundiendo su rostro contra su cuello, casi como si quisiera esconderse ahí. En ese instante no parecía la mujer elegante y enigmática de antes, sino una muchacha que no quería ver partir a su amante.

Amelia, por su parte, se acercó más despacio, pero con igual calidez. Se irguió de puntas apenas, rodeó el cuello de Iván con sus brazos delicados y le dio un beso en la comisura de los labios, lento, suave, íntimo, como si cada centímetro de su contacto quisiera hablar por ella. Sus labios permanecieron apenas unos segundos sobre su piel antes de retirarse, dejando un leve rastro de perfume a flores blancas.

—Dioses… eres un perezoso, ¿sabías? —soltó Amelia con falsa indignación, cruzándose de brazos tras el beso, pero sin borrar la sonrisa—. Es más de medio día y tú seguías dormido como un niño. Y ahora ya despierto, te vas sin ni siquiera saludar. Qué grosero, Ivy. No te cuidamos así para que nos ignores…

—No me educaron así, es cierto… —respondió él con tono burlón, conteniendo una sonrisa torcida—. Pero tampoco se hagan las santas. No hace tanto ustedes eran mis niñeras. Niñeras perversas que abusaban de su joven señor, seduciéndolo y atacándolo como lobas hambrientas…

Ambas se sonrojaron de inmediato. Mira bajó la mirada con una sonrisa nerviosa, mientras Amelia intentó mantener la compostura, aunque no pudo evitar reírse y cubrirse el rostro con una mano, como si ese recuerdo la hiciera sentir una mezcla de vergüenza y ternura.

—A-a... ¿a dónde vas? —intentó cambiar de tema Mira, mordiéndose el labio con fingida inocencia. Iván negó con la cabeza, divertido por el cambio abrupto de actitud.

—Voy a ver a mi artífice. Necesito verificar mis nuevas armas y revisar el estado de mis cuarenta mil nuevos "infantes de fuego" antes de irme.

—¿Podemos ir contigo? —preguntó Amelia, entusiasmada.

—Claro —dijo con una pequeña sonrisa.

Con la ayuda de Iván, primero subió Mira, ligera como una pluma. Él la tomó por la cintura con facilidad, alzándola hasta dejarla acomodada al frente de la montura, sobre el lomo del corcel. Luego se giró hacia Amelia y con una sonrisa de medio lado le ofreció la mano. Ella la tomó y, sin perder la elegancia, se dejó elevar por él, sentándose justo detrás de su espalda. Una vez acomodadas ambas, Iván montó en medio, con el dominio y el equilibrio de un jinete experimentado.

Amelia lo rodeó con los brazos, aferrándose suavemente a su cuello, apoyando la barbilla en su hombro derecho. Él rodeó la cintura de Mira con firmeza, tomando las riendas con una sola mano, mientras con la otra acariciaba con lentitud el muslo de la joven frente a él. Era un gesto casi inconsciente, automático, de posesión y cariño.

El sonido metálico de cascos golpeando el suelo resonó a pocos metros. Al mirar hacia atrás, Iván notó la llegada de diez de sus legionarios de las sombras. Imponentes. Letales. Vestían sus pesadas armaduras negras con detalles de oro macizo incrustado en los bordes: relieves de lobos y demas ornamentos cubrían pecheras, brazales y grebas. Sus cascos cubrían por completo sus rostros, dejando solo hendiduras oscuras donde debían estar los ojos. Sus caballos, tan entrenados como ellos, iban protegidos con bardas pesadas del mismo tono negro azabache, también adornadas con detalles dorados. Relinchaban suavemente, pero mantenían una formación perfecta, silenciosa, como estatuas de guerra vivientes.

Iván no dijo una sola palabra al verlos. No lo necesitaba. Ellos sabían qué hacer. Como sombras fieles, se colocaron tras él, dos filas de cinco, listos para escoltarlo en su camino.

El joven heredero movió las riendas, haciendo que Eclipse avanzara a paso lento por los adoquines del patio. Cruzó los anillos defensivos, saludado con amabilidad por los guardias, y siguió adelante, con sus concubinas a horcajadas a su lado y sus legionarios de las sombras detrás.