LXXIX

Caelan Maenon, heredero del ducado de Zanzíbar, se encontraba en las lejanas fronteras occidentales del ducado, justo donde las montañas de Arvathis se alzaban como colosos dormidos que marcaban el límite con las tierras del maltrecho ducado de Stirba. El aire allí era más frío, más seco, y siempre parecía cargado de una tensión invisible, como si las rocas mismas aún recordaran la sangre derramada durante las guerras pasadas. Habían pasado ya varios meses desde que regresó derrotado, y sin embargo, la vergüenza no lo abandonaba. Se adhería a su piel como una sombra, susurrándole cada noche, lacerándolo cada vez que se miraba al espejo.

Dioses... si no hubiera buscado gloria por su cuenta. Si tan solo hubiera sido mas prudente, si hubiese esperado el momento adecuado, quizás su hermana Lyrith sería ahora una princesa por alianza. Quizás su nombre sería pronunciado con respeto y no con lástima. Quizás no llevaría sobre el pecho aquella cicatriz larga y profunda, recuerdo brutal de la alabarda de Iván Erenford, que casi le partió en dos el torso. Se la tocó, como cada mañana desde aquel día maldito. La herida ya no dolía, pero ardía en su memoria. Aquel duelo había sido una danza sangrienta de acero y orgullo. Igualado, sí, pero solo hasta que su arma se rompió. Maldita fragilidad. De no ser por eso, tal vez… tal vez… Pero en lugar de matar al “Lobo de Zusian”, casi muere a sus manos, y con ello alimentó un fervor fanático entre los zusianos, una ola de moral incansable que volvió impenetrable su línea de defensa. Su derrota no fue solo física. Fue simbólica. Fue política. Fue estratégica.

Ahora estaba en Arvathis, una de las principales ciudades fronterizas del oeste. Un lugar cuya estructura era una contradicción sublime: la dureza de una fortaleza militar y la elegancia delicada del arte refinado. Sentado en lo alto de las murallas, con la espalda recta y las manos enfundadas en guantes dorados, Caelan miraba en silencio el horizonte, donde las colinas se desdibujaban entre la bruma. Las murallas estaban decoradas con intrincados relieves tallados en piedra, representaciones gloriosas de antiguas gestas, héroes olvidados y leyendas regionales que atestiguaban el largo linaje de Zanzíbar.

El viento helado del oeste sacudía sus largas trenzas doradas. Su piel, pálida como la porcelana, estaba expuesta al frío, pero no se cubría. No le molestaba. En realidad, agradecía el dolor leve que le recordaba que seguía con vida. A sus pies, la ciudad vibraba con su vida habitual. Las torres esbeltas, rematadas por cúpulas doradas, se alzaban majestuosas sobre calles empedradas, en las que se entrelazaban mercaderes, nobles, soldados y artistas. Los palacios y edificios públicos exhibían fachadas ornamentadas, columnas talladas con precisión milimétrica, balcones de hierro forjado y mármol bruñido. En el corazón urbano, enormes plazas abiertas al cielo acogían fuentes monumentales, cuyos chorros cristalinos relucían bajo la luna y reflejaban estatuas de mármol blanco rodeadas de jardines meticulosamente cuidados. Era una ciudad de belleza desarmante. Una ciudad que parecía creada para la paz, no para la guerra.

Pero bajo esa belleza palpitaba una oscuridad calculada.

Esa noche, como tantas en las últimas semanas, hombres y mujeres estaban siendo asesinados en silencio. Linajes enteros eran borrados. Conservadores, detractores, voces disidentes… todos desaparecían. Los nobles que aún se aferraban a las viejas formas de poder eran eliminados sin piedad. Desde que la alianza con Stirba colapsó y perdieron más de la mitad de sus ejércitos, Zanzíbar se había convertido en un cuerpo herido, débil, fragmentado. Era el momento perfecto para tomar control total. Y Caelan lo sabía. Pero no era él el arquitecto de ese cambio.

Era su hermana mayor, Lyrith Maenon.

Ella era la mente. Él, el instrumento. Desde hace seis meses, ambos habían comenzado una campaña silenciosa y devastadora para centralizar el poder. Lyrith, astuta como una serpiente dorada, había convencido a Caelan de que su padre debía ser apartado. No porque lo odiara, sino porque era un obstáculo. Viejo, testarudo, más orgulloso que sabio. Se creía estratega, pero no era más que un iluso rodeado de aduladores. Para proteger el ducado, para salvar su linaje… lo envenenaron. Un veneno lento, no letal, diseñado para inducir un coma prolongado. Ahora el viejo duque yacía postrado en una cama silenciosa, y nadie lo extrañaba demasiado. Zanzíbar, al fin, tenía nuevos regentes. Y ellos no pensaban compartir el poder.

Con la ayuda de Lyrith, Caelan había convocado a todas las órdenes de asesinos del este. Se decía que en las sombras de Zanzíbar actuaban ya más de tres millones de asesinos, espías, sicarios y saboteadores. Los Asesinos de la Neblina: invisibles, eficaces, fantasmas sin rostro. Los Vorath: envenenadores, maestros del disfraz y la manipulación. Y los Hijos de la Medianoche, los más temidos, una orden tan secreta que ni siquiera sus nombres eran conocidos fuera de susurros en tabernas condenadas.

Con sus cuchillas, Zanzíbar había comenzado a limpiarse por dentro.

Pero no bastaba con purgar. Había que reconstruir. Había que rediseñar el ejército.

Los Ejércitos del Sol Áureo, antaño símbolo del esplendor del ducado, estaban hechos trizas. Su núcleo de élite, sus tropas más leales, habían sido masacradas. Sus generales más antiguos, caídos o desaparecidos. Era un cuerpo mutilado, y Caelan no podía permitirlo. Así que hizo lo que debía: mandó cartas y mensajeros a todos los rincones del continente. Ofreció oro, tierras y títulos. Convocó a todo aquel que pudiera forjar una nueva fuerza, incluso si venía de tierras lejanas, incluso si no compartía ni lengua ni cultura. Comandantes de compañias mercenarias, capitanes de ejércitos exintos, oficiales sin causa, todo era bienvenido.

No era una idea nueva. Zusian lo había hecho hacía once años, cuando reforzó su núcleo militar con extranjeros y forasteros, desterrados sin patria, veteranos de guerras olvidadas y mercenarios endurecidos por campañas más allá de los mares del sur. Los convirtió en parte esencial de su estructura militar, fundiéndolos con los suyos a través de la disciplina y la fe ciega en el Estado. Esa mezcla forzada de culturas, idiomas y pasados terminó formando una máquina de guerra homogénea, implacable y sin alma. Una entidad que peleaba por sistema. Por obediencia.

Ahora Zanzíbar haría lo mismo.

De hecho, comenzó a copiar casi todo. Desde el sistema de administración militar zusiano hasta sus códigos de silencio, sus métodos de adoctrinamiento juvenil, incluso su simbología: estandartes con soles estilizados, estatuas de líderes en plazas públicas. Porque Zusian, sin discusión, era el territorio más influyente, temido y rico del este de Aurolia. Sus legiones eran cantadas en baladas, temidas en las murallas, y respetadas incluso por sus enemigos más orgullosos.

Pero Zanzíbar tenía una ventaja única: Vharedrak.

La cadena montañosa del norte, tan vasta e imponente que su silueta podía verse incluso desde las colinas centrales en los días despejados, era más que piedra. Era un dios dormido, un titán mineral. Oro, plata, emas, piedra, cuarzo, y lo más importante: todo eso estaba casi enteramente bajo control zanzibariano.

Y esa riqueza, combinada con el comercio que fluía como un río de fuego entre los puertos, las caravanas del sur y las rutas del este, era lo que mantenía vivo al ducado. No eran guerreros. No eran conquistadores. Pero tenían oro. Oro que compraba silencio, fidelidad, muerte. Oro que levantaba ciudades en semanas. Oro que permitía soñar con resistir a potencias como Zusian o Thaekar sin tener que igualarlas en fuerza… al menos, no todavía.

Tierras fértiles. Rutas marítimas estratégicas. Una población culta, educada, leal en apariencia. Lo tenían todo… excepto el filo.

Pero eso estaba por cambiar.

Inspirados por la unidad férrea de Zusian, donde un soldado podía morir sin saber siquiera el nombre del comandante que le dio la orden. Por la brutalidad fanática de Stirba, donde los soldados eran entrenados para resistir el dolor, a odiar sin dudar. Por la eficiencia helada de Thaekar, donde cada decisión era tomada por estrategas que nunca sonreían. Zanzíbar también quería más. No serían más los banqueros del continente. No serían más los refinados comerciantes del este, intocables detrás de sus tapices de oro y seda.

Lyrith y el lo había jurado, Zanzíbar tendría dientes. Tendría garras. Tendría fuego.

Ese fuego era el nacionalismo.

Y ya comenzaba a arder como la pólvora recién llegada de Yuxiang, el lejano oriente donde la guerra es ciencia, no pasión. Costaba una fortuna transportarla. Los impuestos eran absurdos, los tratados comerciales un laberinto, pero su efecto era tan devastador como glorioso. Los nuevos cañones de asedio, al parecer, podían quebrar murallas en minutos. Los explosivos eran usados para demoler túneles enteros. Las lanzas de fuego causaban pánico en filas de caballería pesada. Y los cañones de mano habían demostrado ser más eficaces contra cargas montadas que cualquier alabarda o arma de asta.

Caelan no estaba en Arvathis solo para supervisar a los asesinos, ni para recitar órdenes desde una torre dorada. No. Estaba allí porque el continente entero comenzaba a prenderse fuego.

Y las noticias no cesaban de llegar, cada una más alarmante que la anterior.

Lucian Marsdale y Damien Marsdale, los herederos rivales de Stirba, habían dividido el ducado en dos facciones irreconciliables. La guerra civil había dejado de ser una amenaza y ya era una realidad desatada, feroz y descontrolada. Los informes hablaban de choques de ejércitos entre campos abiertos, ciudades sitiadas y masacradas, batallas donde no quedaban prisioneros vivos, donde los caballos caían desollados por los fuegos cruzados. Stirba ardía. Y con ella, su pueblo.

Se decía que solo los ciudadanos del sur conquitado por Zusian no estaban muriendo de hambre. Que los graneros habían sido saqueados por ambos bandos. Que las rutas de abastecimiento estaban cortadas. Que algunos pueblos habían empezado a comerse a sus muertos.

Y mientras eso ocurría, el tercer hermano, Adrian Marsdale, se mantenía en silencio.

Pero no era por cobardía. Era estrategia.

Adrian había entregado el control militar a un hombre mucho más peligroso que cualquiera de sus hermanos: Darian Khoras, "El Carroñero". ¿Segundo general? ¿Primer general? no sabía con certeza como llamarlo con la situacion actual del ducado. Pero todos sabían una cosa: Darian era uno de los más peligrosos líderes militares de la región. Un conquistador silencioso, pragmático hasta la crueldad. Se decía que no hablaba más de veinte palabras al día, y que cada una era un decreto de muerte.

Desde el Golfo de Rhenvar, Darian estaba tomando vizcondados como si fueran granjas abandonadas. Las tropas rendidas se integraban o desaparecían. Las ciudades que resistían eran arrasadas en tres días. Las que se rendían, simplemente cambiaban de estandarte. Cada semana sumaba más soldados, más recursos, más poder. Y a cada paso que avanzaba, su faccion crecia en poder.

Pero eso no era todo.

El rumor más reciente hablaba de una inminente guerra entre Zusian y Thaekar. No una escaramuza. Una guerra abierta. Formal. Implacable.

Y la razón era Karador.

Porque Karador no era solo una cadena montañosa.

Era una columna vertebral mineral. Una línea de fortificaciones subterráneas. Una región donde la tierra tenía valor por lo que ocultaba, no por lo que mostraba. Las minas de Karador producían más riquezas en una semana que muchos condados en un año. Y por eso… era inevitable la guerra.

Tras la contraofensiva liderada por Iván Erenford —el héroe indiscutido de la actual generación zusiana—, Zusian había logrado retomar casi todo lo perdido hace siglos. Controlaba el 60% de Karador. No solo el territorio, sino las minas útiles, los caminos fortificados, los accesos logísticos.

Thaekar apenas mantenía un 20% del control en Karador. De aquel inmenso y codiciado tesoro subterráneo, esa era la parte que aún podían reclamar con propiedad, y cada día costaba mantenerla. Lo restante, un 10%, se repartía entre Hallbrück y Dornath, dos condados oficialmente neutrales, pero cuyas decisiones se regían más por el oro que por la diplomacia. Eran territorios pequeños pero estratégicamente posicionados, como tantos otros que rodeaban las fronteras de Aurolia. Estados tapón, creados siglos atrás no para vencer guerras, sino para retrasarlas. Barrotes entre titanes.

Protegidos por pactos sellados con sangre, juramentos antiguos y sumas colosales de monedas de oro, Hallbrück y Dornath eran intocables por voluntad de todos los grandes. Cualquier intento por parte de Zusian o Thaekar de absorberlos sería respondido no con guerra abierta, sino con conspiraciones, asesinatos, sabotajes, alianzas cruzadas. Nadie deseaba que haya un dueño para Karador.

Caelan suspiró.

Apoyó un guantelete dorado sobre la piedra tallada en la que se encontraba y al hacerlo, las placas de su armadura brillaron levemente con el reflejo tenue de la luz lunar que asomaba sobre el horizonte de Arvathis. El metal reflejaba un matiz cálido, casi reverente, como si la armadura fuera una extensión misma del sol que veneraban. Acomodó con parsimonia una de sus largas trenzas doradas, que danzaban al viento gélido que soplaba desde los riscos montañosos del oeste. Sus dedos se movieron con una lentitud calculada, meditativa, como si cada gesto contuviera siglos de responsabilidad.

Detrás de él, los pasos resonantes de botas marciales sobre la piedra interrumpieron el murmullo del viento. No necesitó girarse para saber quiénes eran. El compás, la cadencia y el peso eran inconfundibles: eran sus Guardias de Oro.

Los había visto entrenar desde que era un niño. Los había visto matar. Los había visto morir. Y había visto a otros intentar imitarlos y fracasar miserablemente.

La Guardia de Oro. La élite suprema de Zanzíbar. Los perros leales de los Maemon, una fuerza forjada en siglos de tradición marcial, seleccionados desde la infancia, educados en la obediencia, moldeados por el dolor, por la disciplina más brutal, por el acero y el fuego. Ya no protegían a los señores feudales, ni a los nobles menores, ni siquiera a los comerciantes acaudalados. Solo a los Maemon. Solo a la sangre Maemon.

Vestían como estatuas vivientes, como dioses guerreros traídos de leyendas antiguas. Sus armaduras doradas, ornamentadas con grabados de precisión casi artesanal, parecían más esculturas que protección. Cada placa contaba una historia. El sol de Zanzíbar estaba presente en cada rincón: grabado en el peto como un astro de múltiples rayos que parecían pulsar con luz propia, embutido en los brazales, dibujado en relieve sobre las grebas. Las escrituras talladas en filigrana a lo largo de los bordes de la armadura, los laureles de oro puro en los hombros y en las corvas.

El yelmo borgoñota, de visera cerrada, ocultaba por completo el rostro de los guerreros. Solo se veían dos rendijas para los ojos, negras, sin fondo, como si no hubiese nada detrás. De la cresta brotaba un penacho largo, pesado, de plumas doradas que caía hacia atrás en un arco perfecto. La capa que portaban, de terciopelo rojo oscuro, ribeteada con hilos de oro y bordados se movía pesadamente al ritmo del viento, dándoles el aspecto de antiguos héroes mitológicos.

Cada uno portaba una partesana ornamentada en oro, de hoja ancha y punta cruel, diseñada tanto para la ceremonia como para el combate. En el cinto llevaban una espada bastarda con guarda cruzada, un martillo de guerra de cabeza maciza y una daga. Armas estándar para ellos, aunque cada una hecha a medida, balanceadas a la perfección. Letales en manos de cualquiera, pero armas de exterminio en las suyas.

Uno de ellos, el de mayor altura, habló con la voz amortiguada por el yelmo.

—Su Gracia… el informante ha llegado.

Caelan no se giró. Su mirada seguía perdida en el horizonte.

—Dejen que suba —ordenó con voz baja, grave, como un murmullo entre tormentas—. Asegúrense de que nadie se acerque.

Las palabras no fueron gritadas, pero los Guardias de Oro obedecieron con una celeridad absoluta. El deber estaba por encima de todo. Y la orden de Caelan era sagrada.

El heredero de Zanzíbar no necesitaba ver para saber que sus palabras se cumplían. Su vista seguía anclada en la lejanía, en la cordillera que dividía su mundo del mundo enemigo. Pensaba en Karador, en la sangre, en el oro. Pensaba en los rumores de los ejércitos de Darian Khoras, en los pasos de guerra que resonaban en Stirba. Pensaba en el frío silencio de Thaekar, en las decisiones que se fraguaban bajo mármol y hielo. Pensaba, por sobre todo, en Zusian.

La gran potencia del este.

El espejo en el que ahora él mismo se estaba reflejando.

No porque admirara a Zusian, sino porque comprendía su verdad más cruda y despiadada: el poder no nacía del prestigio ni del honor. Esas eran máscaras, disfraces usados para convocar a los ingenuos, para reclutar soldados, para pintar guerras de gloria y sentido. El honor servía para encender los corazones de los jóvenes, para justificar la sangre en las calles, pero no tenía peso real en la balanza de la historia. Lo que inclinaba esa balanza era otra cosa. Era la imposición. El acero. La muerte. La capacidad de forzar una visión propia sobre los demás, incluso sobre un continente que cambiaba constantemente, que oscilaba entre civilización y barbarie como una llama al viento. Una visión no pedida, no discutida, simplemente impuesta con espadas, fuego y miedo.

Y Zanzíbar estaba cambiando.

Lo sentía en cada rincón de sus huesos, lo leía en cada mirada de su hermana, lo escuchaba en el silencio de los nobles que ya no se atrevían a hablar, y lo confirmaba en el lenguaje frío de los números que llegaban desde los puertos, los caminos comerciales, las montañas del norte. Era un cambio sordo, pero imparable, como una corriente subterránea que empuja incluso a las rocas más antiguas.

Los pasos resonaron otra vez sobre la piedra húmeda de las murallas. El eco de botas cansadas quebró el silencio gélido de la noche. Caelan se giró con lentitud, sin sorpresa. Lo había presentido.

Uno de sus espías personales apareció entre las sombras de la escalinata que llevaba a la torre occidental. Estaba cubierto de polvo, el cabello revuelto, la capa rota por varios puntos, y las botas salpicadas de barro seco. Aún así, se movía con disciplina. Se arrodilló en cuanto se encontró frente a su señor, bajando la cabeza sin decir palabra.

—Levántate y dame el informe —ordenó Caelan, sin elevar la voz, sin quitar la mirada del horizonte.

El espía se irguió lentamente, su rostro era joven pero curtido por el miedo, por los viajes, por las muertes que había presenciado sin intervenir.

—Stirba sigue fragmentado, su gracia —empezó con voz seca y entrecortada—. Recientemente, la facción del norte liderada por Damien Marsdale ha comenzado a intensificar sus movimientos con una ferocidad renovada. Están quemando granjas leales a Lucian, sitiando pueblos menores. Han empezado a ha tomar ciudades grandes leales a Lucian, su avance es constante.

Caelan no respondió, solo asintió con lentitud mientras su vista seguía en las nubes que ocultaban la cima de Vharedrak.

—Lucian, en cambio, se mantiene firme en el sur, aferrado a las grandes ciudades, manteniendo su poder a través del hambre y el miedo. Pero los ciudadanos mueren. Muchos. Algunos ejércitos se disuelven. La estabilidad en su bando es una ilusión alimentada solo por la fuerza bruta y los discursos desesperados. Su alianza con los gobernantes sureños se está resquebrajando —continuó el espía, limpiándose la frente con el dorso de la mano.

—¿Y el exterior? —preguntó Caelan, sin voltear.

—En Thaekar y Zusian, el movimiento militar es masivo. Se reporta que el río Maerenth está casi desbordado de miles de galeras fluviales transportan a los Legionarios de Hierro hacia las entradas de Karador. Es un río de guerra, literalmente mi señor. Hay vigilancia permanente, y se dice que en algunas zonas del cauce ya no puede verse el agua por la cantidad de barcos.

Caelan apretó el puño con fuerza, el cuero de sus guantes crujió como madera vieja.

—Thaekar ya movilizó sus ejércitos bajo el mando de Ilarius Ronkler y otros ocho generales —siguió el espía—. Se estima que han reunido alrededor de noventa millones de hombres, veinte millones de ellos mercenarios. Zusian, por su parte, sobrepasa los cien millones de legionarios. Movilizados, armados, y listos para travésar Karador.

—¿Iván? —interrumpió Caelan, con un tono más oscuro.

—Iván Erenford aún no ha dejado Vardenholme. Permanece ahí. Pero los informes sugieren que sus generales ya estan en camino. Pero no hay señales de defensa ni de ofensiva inmediata.

El heredero asintió, un gesto apenas perceptible.

—¿Algo más?

—Sí. De los demás territorios, hay reportes de tensiones. El Marquesado de Cearal y el de Kheoven podrían entrar en conflicto. Cearal parece querer aprovechar la inestabilidad interna de Kheoven para invadir y anexar. Hay tropas en movimiento. Las embajadas han dejado de responder. Podría estallar otra guerra menor en cualquier momento —dijo el espía, bajando la voz—. Eso es todo lo que los espías han podido reunir, su gracia.

Se hizo un silencio pesado, como una pausa entre respiraciones que nunca llegaban del todo.

—¿Desea que enviemos una versión de este informe a su hermana? —preguntó el espía, cabizbajo.

Caelan asintió.

No añadió palabra, no mostró emoción. Pero en su interior, una tormenta de pensamientos se encendía. Su hermana estaría más que interesada. Caelan sabía que ella pensaba constantemente en Zusian. Que soñaba con Iván Erenford. No sabía si era porque quería casarse con él… o que alguna de sus hijas lo hiciera. No lo comprendía del todo, pero sí entendía una cosa: le era leal. Totalmente. Y si su hermana quería un imperio… él le abriría el camino con fuego.

El espía descendió las escaleras y desapareció, como una sombra más en la noche de Arvathis. Caelan se quedó solo sobre la muralla. El viento era más frío ahora, y la luna ya comenzaba a alzarse sobre las montañas.

Allí, con el estandarte del Sol Áureo ondeando detrás de él y los riscos de Vharedrak como testigos, Caelan Maenon cerró los ojos. El silencio de Zanzíbar era solo aparente. Porque bajo la piedra, bajo el oro, bajo las ciudades, los asesinos se movían. Las armas se forjaban. Las alianzas se tejían con hilos invisibles y sangre tibia.

La guerra estaba cada vez más cerca.

Y él… estaba listo para recibirla.