LXXVIII

Cientos de miles de banderas plateadas con el dragón negro de Thaekar ondeaban con solemnidad en la Plaza de los Cuatro Bastiones, el corazón palpitante de Darnhallow, la capital del marquesado de Thaekar. Las ráfagas de viento hacían crujir las telas, generando un estruendo que parecía el rugido de un ejército dormido despertando con sed de gloria. Desde las murallas de granito oscuro hasta las altas torres de mármol gris que flanqueaban la ciudad, todo estaba cubierto por estandartes, guirnaldas negras y plata, y soldados alineados como esculturas vivientes. Aquella era más que una ceremonia: era una proclamación, un presagio de guerra, una marcha hacia lo inevitable.

La ciudad entera, y gran parte de sus alrededores, se había congregado en torno a la plaza, como si la tierra misma hubiese contenido la respiración para presenciar el evento. Desde granjeros hasta terratenientes, desde comerciantes vestidos de lino hasta oficiales ataviados con pesadas capas militares, todos esperaban en silencio expectante, con el aliento contenido y los ojos fijos en las alturas del Bastión del Juramento, una enorme plataforma de piedra negra que dominaba la plaza desde el este, ornamentada con relieves que representaban antiguas campañas militares de Thaekar, algunas gloriosas, otras teñidas de traición.

Allí, sobre esa plataforma imponente y cargada de historia, se encontraba el marqués de Thaekar: Velmior Ramdell.

Velmior era un hombre de cincuenta años, de complexión alta y de hombros amplios, que había envejecido con una dignidad dura, sin perder del todo su prestancia física. Su rostro, de facciones marcadas, mostraba arrugas profundas en la frente y alrededor de unos ojos oscuros como la brea, ojos que parecían cargar el peso de decisiones tomadas y errores irremediables. Aunque sus gestos eran teatrales y su voz siempre parecía modulada para imponerse sobre el resto, su presencia no era fácil de ignorar. Inspiraba respeto, y aún cierta admiración temerosa entre quienes lo conocían.

Vestía un conjunto de ropa ceremonial negra con bordados plateados, de cortes elegantes y sobrios, inspirado en los estilos Lumenflor, el cuello alto de su túnica estaba reforzado con placas decorativas, y sobre los hombros llevaba una capa de terciopelo gris oscuro, sujeta por dos broches de ónix. En su pecho brillaba la insignia del marquesado: un dragón de fauces abiertas.

Frente a él, en medio del silencio sepulcral de la plaza, se erguía Ilarius Ronkler, conocido entre los suyos y sus enemigos como "El Demonio Azul".

Ilarius tenía solo veinticuatro años, pero su reputación lo precedía como si llevara medio siglo de guerras sobre los hombros. No era el más grande ni el más corpulento, pero su sola presencia era suficiente para que los capitanes endurecidos por la batalla se cuadraran sin pensarlo dos veces. Su armadura, de un plateado bruñido que casi parecía de vidrio bajo la luz, estaba finamente grabada con filigranas negras que imitaban raíces y espinas, como si su cuerpo estuviera cubierto por una segunda piel que lo protegía tanto de las hojas como de los cuchillos. En el centro de su pecho, el dragón negro se arqueaba con majestuosidad, grabado con tal destreza que parecía moverse con cada respiración.

Sobre su cintura llevaba un cinto de cuero negro, de donde colgaban varias fundas con cuchillos arrojadizos. Las piedras azules incrustadas en el cinturón reflejaban la luz como si fueran ojos que todo lo veían. Su cabello, largo y oscuro, recogido hacia atrás, dejaba al descubierto un rostro duro, inexpresivo. La piel tersa aún conservaba la juventud, pero los ojos, esos ojos, eran los de un veterano que había visto más de lo que muchos podrían soportar. Azules como hielo estancado. Penetrantes, implacables, calculadores.

Era el hijo del temido Federik Ronkler, aquel que ideó el plan para asesinar al duque Kenneth Erenford, conocido como "El Lobo Sangriento", una figura casi mítica considerada invencible por sus enemigos. El intento tuvo exito pero Federik encontró la muerte a manos del brutal tercer general de Zusian, Thornflic, en una batalla que dejó cicatrices imborrables en ambos bandos. Sin embargo, Ilarius no se limitó a ser sombra de su padre. Era nieto del legendario Graham Ronkler, "El Viejo", un hombre que había sido la columna vertebral militar del marquesado durante más de un siglo, sirviendo a cuatro generaciones de los Ramdell.

Y, a diferencia de tantos herederos mimados por la cuna, Ilarius se había ganado cada ascenso. No por sangre. Por mérito. Más de treinta campañas dirigidas personalmente, con ciento veinte victorias de campo, trescientos asedios exitosos y apenas dos derrotas registradas —y una de ellas, se decía, fue un acto deliberado para reorganizar el frente y destruir al enemigo en la segunda fase. No era un guerrero brillante en el cuerpo a cuerpo; su fortaleza era su mente. Nadie le superaba en estrategia, en adaptabilidad, en previsión táctica. Si Kenneth Erenford había sido una tormenta de sangre en la batalla, Ilarius Ronkler era un ajedrecista cruel que jugaba con piezas humanas sin piedad ni error.

—¡Hoy, pueblo de Thaekar! ¡Hoy no es un día cualquiera! ¡Hoy no es un día de mercado, ni de celebraciones triviales ni de festividades huecas! ¡Hoy no nos reunimos para honrar a los muertos, sino para forjar el destino con manos vivas, con puños que aplastan y con espadas que desgarran!

La voz del marqués Velmior Ramdell resonaba sobre la Plaza de los Cuatro Bastiones como un trueno contenido, amplificada por hechicerías antiguas, llenando cada rincón de Darnhallow y más allá. La muchedumbre, densa como un mar de acero, lo observaba desde balcones, murallas, techos y calles saturadas de banderas, tambores y gritos.

—¡Hoy, Thaekar dejará de soñar con su grandeza pasada y la arrancará con los dientes del cuello de sus enemigos! ¡Hoy, tomaremos con sangre y acero lo que por fuerza y destino nos pertenece!

Los aplausos fueron un estruendo que hizo temblar los cimientos de la ciudad. Entre las filas, los soldados golpeaban sus lanzas contra el suelo, los estandartes ondeaban como serpientes en celo. Los ojos del pueblo ardían, no con esperanza ingenua, sino con hambre. Hambre de victoria. Hambre de conquista.

—¡Al lado de nuestro primer general, Ilarius Ronkler, el Demonio Azul, marchan nuestros colosos de guerra! —continuó Velmior, alzando la mano hacia la formación de élite que lo escoltaba—. ¡Albrecht von Drakenwald, el Dragón de Hierro! ¡Friedrich von Schwarzeck, la Llama de Plata! ¡Konrad Eisenfaust, el Puño de Hierro! ¡Gustav Halberdthal, el Martillo Silente! ¡Wilhelm von Thornhart, el Sol de la Victoria! ¡Erich Nachtwehr e Ilsa von Vehlendorf, los Gemelos de Hierro! ¡Y no están solos!

Una oleada de vítores recorrió la ciudad, como si la misma tierra rugiera bajo los pies de los presentes.

—¡Marchan con ellos 780 batallones plateados! ¡Sesenta y seis millones trescientos mil guerreros de acero y voluntad! ¡Veteranos de cien guerras! ¡Monstruos disfrazados de hombres, nacidos para aplastar cráneos y destruir murallas!

—¡Y junto a ellos! —gritó, dando un paso al frente, extendiendo ambos brazos hacia el pueblo—. ¡Veintisiete millones seiscientos noventa mil mercenarios curtidos! ¡Hombres que no saben sembrar ni orar, solo matar! ¡Las Compañías del León de Obsidiana, la Furia Carmesí, los Hijos del Alarido, la Legión del Cuervo, los Cien Juramentados y los Carniceros de Arkar! ¡Los mejores asesinos pagados de todo el continente!

Una pausa. Un silencio denso. Y luego:

—¡Noventa y tres millones novecientos noventa mil soldados bajo un solo estandarte! ¡Bajo un solo dragón! ¡THAEKAR!

El nombre estalló de las gargantas del pueblo como un trueno de carne. El suelo vibró. El aire se rompió.

—¡Con este poder tomaremos lo que nos pertenece por derecho, por sangre, por fuego! ¡Las montañas de Karador no le pertenecen a Zusian, ni a los cobardes del sur! ¡Son nuestras! ¡Y lo que no se rinde, lo aplastaremos! ¡A cualquiera que se cruce, lo borraremos del mapa como el lodo bajo la bota!

El marqués giró hacia sus generales, y con una solemnidad feroz, se arrodilló. Los generales, sin romper formación, imitaron el gesto. Un silencio reverente cayó sobre la plaza.

—General Ilarius Ronkler, Primer General del Orgulloso y Antiguo Marquesado de Thaekar… dime, y afirma ante tu pueblo, qué será de esta campaña.

Ilarius dio un paso al frente. Su capa se alzó con el viento. Elevó la barbilla. En sus ojos, fríos como acero nuevo, no había emoción. Solo certeza.

—Marqués Velmior Ramdell… —su voz retumbó, amplificada por el hechizo de voz, flotando sobre los techos, sobre el gentío, hasta las montañas—. El enemigo será aniquilado. Sin tregua. Sin prisioneros. Sin redención. Karador sera nuestra. Y sus minas servirán de cimiento para una nueva era de dominación. Todo aquel que levante la espada contra Thaekar, solo tendrá dos destinos: la muerte… o el olvido.

El júbilo fue absoluto.

Soldados comenzaron a golpear sus escudos con espadas. Algunos rugían. Otros reían con furia en los ojos. Los tambores resonaron como un corazón colectivo, latiendo con sed de sangre. El humo de las hogueras ceremoniales subió al cielo como columnas negras de presagio.

Poco después de que el último grito de júbilo se apagara entre los ecos de la Plaza de los Cuatro Bastiones, los sacerdotes negros comenzaron su solemne marcha. Sus túnicas eran largas y pesadas, teñidas con una mezcla de ceniza y sangre seca. Caminaban en silencio, encapuchados, los rostros ocultos bajo sombras espesas como tinta, portando cálices de plata, grandes y decorados con inscripciones arcanas y runas sangrientas. Los cálices rebosaban con la sangre tibia y humeante de los sacrificios voluntarios: hombres y mujeres que, fieles a Kradun, el Dios de la Guerra y del Acero, se ofrecieron para alimentar la voluntad de su deidad con su propia vida.

La sangre fue derramada en el suelo, formando líneas y círculos rituales sobre el adoquinado oscuro de la plaza. Las estatuas de Kradun, hechas de hierro y bronce ennegrecido, fueron ungidas con sangre en los ojos, en el pecho y en las manos, como dictaba el viejo rito. Una tras otra, las antorchas se encendieron con fuego ceremonial, que no temía el viento ni la lluvia.

Entonces sonó el cuerno. Un cuerno antiguo, construido con la vértebra curvada de un leviatán cazado en los océanos del norte, cuando aún existían los navíos de guerra hechos de obsidiana. El sonido no fue un simple estruendo: fue un rugido que pareció despertar a la tierra misma. Tres veces sonó. Tres llamadas que sellaban la bendición de Kradun para la campaña venidera.

Al terminar la ceremonia, los sirvientes del Marqués trajeron los caballos de los generales. Ilarius fue el primero en montarse. Su corcel era una yegua de guerra blanca como la calavera de un dios olvidado, ojos azules y tranquilos como un lago helado, su crin estaba trenzada con cintas negras y su barda ligera relucía con inscripciones en acero grabadas a fuego lento. No era una bestia cualquiera: había sido criada en los establos de la casa Ronkler, donde solo los animales con temperamento digno de la batalla eran alimentados.

Uno por uno, los generales lo siguieron, montando sus propios corceles de guerra: algunos de pelaje oscuro con ojos rojos, otros cubiertos con armaduras completas, placas de acero. Todos lucían listos para atravesar montañas o muros si así lo exigía su causa.

La ciudad retumbó en júbilo. Millones de gargantas coreaban los nombres de sus líderes con furia. El aire vibraba con un entusiasmo casi salvaje.

A las afueras de Darnhallow, en los llanos de Hargneth, el grueso del ejército esperaba. Un océano de hombres armados, dispuestos a seguir a sus líderes hasta el abismo si era necesario. Las filas de estandartes plateados ondeaban al viento como una tormenta de acero: todos con el mismo símbolo grabado en sus telas gruesas —el dragón negro rugiente de Thaekar, alas abiertas, cola enroscada y fauces listas para devorar el mundo.

Ilarius levantó su espada ornamentada y la apuntó hacia el horizonte. Los generales hicieron lo mismo. Las formaciones comenzaron a avanzar. El ejército, como una bestia viva, se puso en marcha.

La reforma militar que Ilarius había implementado desde su ascenso no era solo estructural, era una revolución completa. Antes, los regimientos plateados estaban compuestos por infantería ligera, media y pesada, así como ballesteros, arqueros, y dos variantes de caballería —ligera y pesada—, estos últimos formados solo por la orden de élite de los Demonios Plateados. Pero Ilarius cambió eso. Fusionó, reorganizó y reentrenó a toda la estructura.

Integró divisiones permanentes de caballería media, expandió las tropas de proyectiles e instauró nuevas formaciones de unidades de élite. Copió y adaptó el temido modelo zusiano de las Legiones de Hierro, creando un ejército versátil y mortal.

La infantería pesada de Thaekar era ahora una columna indomable: armaduras completas de placas pulidas, tabardos plateados con el dragón negro en el pecho, yelmos barbuta con visera móvil, escudos ovalados de acero reforzado, hachas de petos, espadas bastardas y martillos de guerra con incrustaciones de metal negro. Aquellos considerados de élite entre ellos portaban armaduras ennegrecidas y una pluma negra sobre el yelmo. Cuando marchaban, el suelo crujía.

La infantería media, más flexible, llevaba escudos de cometa, armaduras pesadas lo suficientemente ligeras para maniobrar, espontones de hoja ancha, hachas de guerra, mazas y jubones de cuero endurecido reforzados con placas de acero en puntos vitales. Sus yelmos eran cerrados, con viseras en forma de "Y", y los de élite iban en versión oscura, con el mismo adorno de la pluma negra.

La infantería ligera de Thaekar, nervio vital de sus maniobras de flanqueo y escaramuzas. Cada uno portaba lanzas largas de punta reforzada, espadas cortas de doble filo para el cuerpo a cuerpo, mazas ligeras con puntas endurecidas y jabalinas equilibradas para lanzar a distancia. Sus escudos triangulares, fabricados con madera reforzada y remachados con hierro en los bordes, ofrecían una defensa eficaz sin sacrificar velocidad. Llevaban cotas de escamas completas que protegían su torso, hombros y muslos, sin restringirles el movimiento. Sus yelmos eran del tipo barbuta, con viseras en forma de "T" que protegían el rostro sin obstaculizar la visión periférica. Encima de su cota lucían sobrestés plateados con el dragón negro bordado. Los soldados de élite de esta división se distinguían por sus armaduras ennegrecidas, su yelmo del mismo tono mate y una pluma negra.

Los arqueros empuñaban arcos largos de doble curva hechos con madera de loma negra, resistente y flexible. Llevaban carcajs repletos de flechas de punta hueca, sus vestimentas consistían en túnicas acolchadas grises, cotas de malla ligera, y yelmos cónicos de acero reforzado con protecciones laterales para la mandíbula. Los arqueros de élite, usaban flechas forjadas en acero oscuro, más pesadas, con mayor capacidad de penetración. Además, llevaban brazaletes negros ornamentados con plata.

Los ballesteros armados con ballestas pesadas, capaces de atravesar murallas de madera y corazas de placas. Las versiones élite eran de doble cuerda. Iban protegidos con armaduras de cuero endurecido, reforzadas con placas metálicas en hombros, pecho y antebrazos. Un escudo redondo, de madera reforzada o metal, colgaba a sus espaldas para bloquear proyectiles o ataques sorpresa. Los élite portaban ballestas con mecanismos más eficientes y mayor alcance.

La caballería ligera era el filo veloz del ejército. Jinetes de cuerpos ágiles y reflejos entrenados, que cabalgaban sin miedo por las estepas y los valles. Vestían jubones acolchados reforzados, cotas de escamas ligeras, yelmos abiertos que permitían el reconocimiento visual rápido. Encima de sus cabezas ondeaban plumas de plata para los regulares, y negras para los de élite. Armados con lanzas largas para carga inicial, espadas curvas de filo largo para combates prolongados y arcos cortos para escaramuzas a distancia. Sus caballos, ligeros y veloces, no llevaban armadura, pero estaban criados para soportar largas distancias y maniobras abruptas sin cansarse.

La caballería media era la columna vertebral del poder de choque de Thaekar. Montaban caballos más grandes, protegidos por bardas de acero semi completas que cubrían el cuello, pecho y flancos. Sus jinetes portaban hachas de petos afiladas, espadas bastardas, mazas de guerra con puntas piramidales. Sus armaduras eran de placas gruesas, reforzadas en pecho y brazos. Llevaban penachos de plumas de plata múltiples, mientras que los élite llevaban negros, altos y curvos.

La caballería pesada, por su parte, era una imagen salida de las pesadillas de cualquier enemigo. Portaban lanzas huecas de doble empuñadura que se desensamblaban tras la primera carga, para dar paso a alabardas largas. Como armas secundarias portaban mandobles de acero ennegrecido, hachas de guerra de doble hoja, y martillos de guerra diseñados para destrozar yelmos con un solo golpe. Los caballos iban completamente blindados con bardas de acero, desde el hocico hasta los cuartos traseros. Algunos llevaban incluso protecciones para las patas, limitando apenas su velocidad pero otorgándoles una presencia invulnerable. Los jinetes usaban armaduras completas, yelmos cerrados con viseras estrechas, adornados con penachos largos de plumas plateadas en los regulares, y negras, erguidas como cuchillas, en los élite.

Gracias a las reformas impulsadas por Ilarius Ronkler, cada general fue autorizado a formar su propio batallón plateado personal. Ademas de permitir aumentar la guardia personal de cada general. Lo que antes estaba limitado a un centenar de escoltas personales por cada comandante, fue ampliado hasta un límite de diez mil soldados. Esto creó una nueva generación de guardias personales élite, verdaderos microejércitos privados dentro del gran aparato militar, altamente leales y especializados.

El propio Ilarius formó su guardia personal: los Demonios Azules. Diez mil hombres elegidos entre los veteranos más despiadados y brillantes, entrenados hasta la extenuación. Sus armaduras eran de acero plateado con ornamentaciones de platino en los bordes y runas grabadas que brillaban bajo la luz de la luna. Cada uno llevaba un escudo heráldico con la insignia personal de Ilarius: un dragón negro envuelto en llamas azules. Iban montados en los mejores caballos de guerra del Marquesado, animales enormes de pelaje oscuro, musculosos y protegidos por bardas completas ornamentadas con símbolos de conquista. Los Demonios Azules no eran simplemente soldados. Eran ejecutores. Arbitros del poder del primer general. Donde ellos pasaban, el orden se imponía y la muerte era certera.

Ilarius permanecía en silencio, montado sobre su yegua blanca mientras la columna del ejército avanzaba con paso firme entre tambores de guerra y el retumbar constante de millones de botas contra la tierra. No hablaba, no sonreía, no miraba a nadie. Sus ojos azules, duros como el acero helado, permanecían fijos en el horizonte invisible más allá de las llanuras, donde las sombras de las montañas de Karador comenzaban a alzarse como una muralla natural, oscura y majestuosa. Su mente, sin embargo, era un torbellino de pensamientos.

Karador. Esa colosal cadena montañosa que se extendía como una espina dorsal entre las fronteras de varios territorios. Rota, fragmentada, de topografía agresiva e impredecible. Un laberinto de riscos, desfiladeros, gargantas y pasos ocultos que podían transformarse en fosas comunes si uno erraba una sola decisión. Karador no solo era un nodo geográfico: era el núcleo mismo del poder económico de la región. A pesar de que durante siglos había sido saqueada, excavada, minada, saqueada otra vez, sus venas seguían pariendo metales preciosos, minerales raros, piedra negra y azul, sal y carbón. Era, sin duda, una joya insaciable, inacabable… y ahora debía pertenecerles. A cualquier precio.

Desde que Iván Erenford, el joven heredero del Ducado de Zusian, arrasó con los ejercitos de Stirba y desmoronó la débil resistencia de Zanzíbar, se había apropiado de la mayor parte de las montañas. Su golpe fue quirúrgico, brutal, rápido. No solo había conquistado, había reconfigurado el equilibrio de poder en esa zona del continente. Y ahora Thaekar quedaba como el único rival capaz de resistirle en Karador… pero incluso eso era incierto.

Ilarius conocía sus tropas. Confiaba en sus hombres. Pero no era ingenuo. Zusian era un monstruo. Una bestia forjada en fuego y sangre. Las leyendas que rodeaban a sus tropas no eran simples rumores. Se decía que un solo legionario zusiano equivalía a diez soldados de élite de cualquier nación. Y no era una exageración. Él mismo los había enfrentado. Él mismo había sobrevivido a ellos.

Había estado allí, en la frontera oriental, cuando lucho contra general Zusiano Thornflic —el asesino de su padre, de sus tíos, de medio linaje Ronkler— diezmó batallones enteros con una bestialidad que rozaba lo inhumano. Y si no fuera porque Thornflic se vio obligado a retirarse para apoyar a Iván Erenford en su campaña contra Stirba, probablemente Ilarius no estaría vivo para recordarlo. Aquel día supo que luchar contra Zusian era como lanzarse contra un muro de cuchillas. Sobrevivías solo si el muro decidía ignorarte.

Ahora, con informes frescos y espías infiltrados que, con gran riesgo, lograron enviar mensajes cifrados, sabía la magnitud real de lo que se les venía encima. Zusian se había enterado. Habían respondido. Se habían movilizado ciento ochenta legiones de hierro. Ciento ochenta. Una fuerza monstruosa. A eso se le sumaban ochenta legiones personales del Ducado. Y como si no fuera suficiente, cuatrocientos mil legionarios de las sombras. Tropas de elite, letales, casi invensibles. Nunca desplegadas sin una razón de peso.

Esa movilización lo decía todo: Iván Erenford marchaba con ellos. El Lobo de Zusian.

Un muchacho aún menor de edad, apenas rozando los diecisiete años, y ya era una amenaza temida por todos los marqueseados del Este. No por herencia, no por nombre… por hechos. Había derrotado generales veteranos, aguntado contra dos ducados y devolverle el golpe, encendido la llama en un territorio que estaba desmoralizado. Y lo había hecho sin mostrar compasión. Era un prodigio militar, pero no era idealista. No hablaba de unidad, ni justicia, ni gloria. Hablaba de orden. De control. De conquista.

Y no marchaba solo.

A su lado estaría Roderic Ironclaw. El Invicto. Primer general de Zusian. Leyenda viviente. Monstruo de mil batallas. Infalible, indomable, brutal. El hombre que destruyó ejércitos enteros en el norte. El mismo que había humillado directamente a su abuelo, Graham Ronkler, dejándolo en desgracia al final de su vida, obligándolo a retirarse en silencio mientras el mundo olvidaba sus victorias. Ilarius lo odiaba. Y ese odio lo alimentaba. Si lograba vencerlo, o siquiera forzarlo a retirarse… una de sus dos venganzas estaría consumada.

También estaría Quentin Shadowstrike. El Imperturbable. Sexto general de Zusian. Otro fenómeno. Su estilo era peculiar: no brillaba cuando todo marchaba bien. No se lucía en campañas perfectas. No. Él emergía como un dios de la guerra cuando todo parecía perdido. Cuando las líneas colapsaban, cuando el caos reinaba. Era ahí donde su mente fría, casi sobrenatural, reconfiguraba el campo de batalla como si el caos mismo le susurrara la victoria.

Y Olegar Drakov. El Guardián de Hierro. Octavo general de Zusian. Un muro humano. Curtido en mil asedios y el doble de batallas. Defensor impenetrable. Ofensivo aplastante. Se decía que sus tácticas eran tan metódicas, tan minuciosas, que una vez ganaba el impulso, no podías recuperarlo jamás. Era como una avalancha: si no la contenías desde el principio, te sepultaba sin remedio.

Esa era la realidad.

Thaekar marchaba con casi noventa y cuatro millones de hombres. Una fuerza colosal. Descomunal. El rugido de aquella marea de estandartes plateados, el estrépito de botas, tambores, aceros y voces marciales, estremecía la tierra misma. Pero aún así, Ilarius lo sabía. Frente a ellos, no había un ejército. No un enemigo común. No un reino más del este. Lo que enfrentaban era un monstruo. Un titán envuelto en hierro y leyenda.

Y de esos noventa y cuatro millones, veintisiete millones eran mercenarios. Ilarius no ocultaba ese hecho. Ni lo lamentaba. En Aurolia, contratar compañías mercenarias era considerado un acto de desesperación, una mancha de debilidad. Una deshonra. Los viejos códigos de orgullo y pureza militar dictaban que un ejército digno debía forjarse con sangre propia, no con acero alquilado. Pero Ilarius no tenía tiempo ni paciencia para esas estupideces arcaicas. Él no quería respeto. Quería resultados.

Contrató a las mejores compañías disponibles. Sin importar el precio. Sin importar las protestas de algunos generales, ni los gruñidos de los consejeros más conservadores, ni siquiera las reservas del mismo Marqués Ramdell. Lo que importaba era el resultado, y esas compañías eran máquinas de guerra. Él las usaría. Y las exprimiría.

Las Compañías del León de Obsidiana: curtidos en las guerras de Isendarn, expertos en asaltos nocturnos y combate urbano, conocidos por limpiar fortalezas calle por calle, sin dejar ni un sobreviviente. La Furia Carmesí: fanáticos sedientos de combate, brutalmente disciplinados, cada uno un veterano de más de veinte campañas, sus ropajes y capas estaban teñidos en sangre seca como estandartes vivientes de muerte. Los Hijos del Alarido: expertos en guerra de montaña y guerrilla, asesinos de caminos, especialistas en emboscadas, invisibles entre la niebla.

La Legión del Cuervo: letales, fríos, calculadores. Formados por exiliados, traidores, sobrevivientes de derrotas antiguas… cada uno con una razón personal para matar. Los Cien Juramentados: cada uno un duelista, cada uno con cien batallas ganadas, una élite pequeña pero devastadora. Y los Carniceros de Arkar: quizás los más temidos. No eran hombres comunes. Eran demi-humanos. Hombres lobo. Hombres oso. Criaturas nacidas para matar, para desgarrar, para dejar tras de sí un sendero de cuerpos destrozados. Muchos los llamaban bestias, pero Ilarius sabía la verdad: eran instrumentos. Y los instrumentos no se juzgan, se afilan.

Usaría cada una de esas herramientas. Las pondría en el lugar correcto, en el momento preciso. Las enviaría donde incluso sus propias tropas dudarían. Porque para ganar… no podía haber dudas.

Él no creía en victorias limpias. No quería estatuas. No buscaba que barden los poetas su nombre. Quería supremacía. Y si eso significaba arrastrar al infierno a sus enemigos y sacrificar miles de sus propios soldados, lo haría sin pestañear. Porque Karador debía ser de ellos. Porque su padre, sus tíos, su linaje… habían sido aplastados por Zusian. Porque su historia no se cerraría como un susurro vencido.

Si vencía a Zusian. Si doblegaba a Iván Erenford. Si humillaba a Roderic Ironclaw. Su nombre no sería solo un eco del pasado. Sería un nuevo principio. Un pilar fundacional. Una era.

Ilarius Ronkler, el Demonio Azul. No como heredero. No como símbolo. Sino como el hombre que quebró al Lobo.

A su lado cabalgaba el Quinto General del Marquesado de Thaekar: Gustav Halberdthal, el Martillo Silente.

Gustav era una paradoja viva. Su rostro pálido, de facciones perfectas, tenía una belleza casi antinatural, espectral, como si no perteneciera del todo a este mundo. Sus ojos, de un verde palido tan profundo que parecían pozos sin fondo, transmitían una quietud aterradora. No hablaba. Nunca lo había hecho. Desde su nacimiento, no había emitido palabra alguna, y sin embargo, su autoridad se imponía sin esfuerzo. Era imposible no escucharlo… incluso en su absoluto silencio.

Su cabello, largo, liso, de un tono acero azulado, caía como una cascada por sus hombros. Su armadura, completamente plateada, sin adornos inútiles, brillaba con un fulgor sobrio, como si rechazara cualquier atisbo de vanidad. Solo el dragón del Marquesado en su broche de cinturón lo marcaba como parte de Thaekar. No necesitaba más. Él no necesitaba gritar órdenes ni azuzar a sus hombres. Bastaba una mirada. Un gesto. Una inclinación de cabeza. Y miles se movían como una sola criatura.

Entre los demás generales era visto como una fuerza de la naturaleza. Una estatua que se movía con la precisión de una guadaña. Que aplastaba sin odio. Sin furia. Solo por necesidad. Por lógica. Gustav no comandaba tropas. Las arrastraba tras de sí como una marea inexorable. Su guardia personal —conformada por cinco mil soldados elegidos uno a uno— era conocida como los Silentes Dorados. Guerreros que, como su comandante, no hablaban jamás. Solo luchaban. Solo cumplían.

Ilarius confiaba en él más que en nadie. Gustav era su muro. Su espada. Su certeza. Su único amigo. No había palabras entre ellos, y tampoco las necesitaban. Gustav no requería aplausos ni promesas. Era lealtad hecha carne, una presencia que lo sostenía incluso en el abismo de sus propias dudas. Cuando todos los demás podían mentirle, halagarlo o temerle… Gustav era la única constante que no titubeaba.

Y cuando hacía falta traducir el silencio de aquel coloso dorado, solo un hombre tenía el derecho y el juicio para hacerlo: Veyn Malcador, su intérprete, su sombra inseparable, su lengua y sus ojos.

Veyn era un hombre de figura alargada, casi cadavérica, cuya piel parecía siempre un poco más pálida que lo normal, como si la vida se le escapara lentamente sin que eso mermara su vitalidad. Delgado y erguido como una daga ceremonial, su rostro afilado parecía esculpido con frialdad; de mentón puntiagudo, pómulos marcados y una frente amplia siempre limpia de sudor, sus facciones le daban un aire de noble desterrado o académico de algún colegio olvidado por los dioses. Su cabello negro como ala de cuervo estaba peinado hacia atrás con precisión geométrica, sin un solo mechón fuera de lugar. Una barba delgada, bien recortada, remarcaba su mandíbula angulosa.

Vestía siempre en tonos oscuros, con una sobriedad casi funeraria, usando capas ceñidas que no entorpecían su andar ni estorbaban en combate, aunque él no era un guerrero. Era estratega, informante, lector de sombras. Llevaba guantes de cuero gris con el sello de los Halberdthal grabado en plata sobre el dorso: dos martillos cruzados sobre un brote de llamas estilizadas. Su mente era un arma más afilada que cualquier espada. Rápida. Cínica. Y peligrosamente útil.

Su voz, sin embargo, era su instrumento más letal. Firme, clara, profunda y con un matiz de mordacidad constante. Cuando hablaba, incluso los soldados más ruidosos del campamento callaban. No porque gritara, sino porque sabían que cuando la voz de Gustav emergía por sus labios… algo iba a cambiar.

En ese momento, Veyn dio unos pasos hacia el frente, la capa ondeando tras él con una elegancia casi teatral, y se posicionó al lado del coloso dorado. Se inclinó levemente, no como un subordinado, sino como un sacerdote en un ritual.

—General Ilarius —dijo con una ligera reverencia de cabeza—, el general Halberdthal desea saber si ya ha definido la estrategia inicial.

Ilarius, aún montado, giró lentamente la cabeza hacia Gustav. Lo miró durante unos segundos sin decir nada. Luego negó suavemente con la cabeza.

—La estoy forjando en este preciso momento —respondió con voz baja, profunda, pero lo suficientemente alta para que ambos lo escucharan—. Lo primero al llegar será dividir las fuerzas. Hacernos más móviles. No repetir los errores de los bastardos de los hijos menores del marqués. Debemos separarnos y avanzar en distintos frentes. En estas montañas, un ejército grande vale menos que una daga afilada. La masa solo estorba.

Gustav, sin perder la postura, comenzó a mover las manos. Sus dedos eran largos y rápidos, y cada gesto tenía la precisión de un conjuro. Veyn lo observó con atención, a punto de traducir, pero Ilarius lo detuvo con un leve movimiento de la mano.

—Sé lo que estás pensando, Gustav —dijo sin girarse—. Coincidimos. Pero ya sabes cómo son ellos… en particular Ilsa.

El nombre de Ilsa despertó un ligero cambio en el ambiente, como si el aire se volviera más frío.

Hablaba de Erich Nachtwehr e Ilsa von Vehlendorf, los Gemelos de Hierro.

Erich Nachtwehr era una figura que imponía desde el primer segundo. De estatura imponente, hombros anchos y una postura erguida como si su espina dorsal fuera una lanza recta. Su cabello largo, plateado como acero frío, caía ordenadamente sobre una armadura plateada, con grabados antiguos que narraban campañas olvidadas. Su rostro siempre estaba cubierto por una máscara de plata trabajada con filigranas que representaban espadas entrelazadas y hojas secas; apenas dejaba entrever los ojos, pero bastaba: dos orbes celestes y gélidos, que no parpadeaban con rapidez humana. Su voz, cuando se dejaba oír, era como un tambor lento: profunda, pausada, cada palabra una sentencia.

Táctico de la vieja escuela, Erich no improvisaba: predecía. Observaba desde lo alto, desde los riscos, desde las sombras. Calculaba movimientos con la misma precisión que un jugador de ajedrez envenenado. Para él, los ejércitos eran piezas prescindibles, instrumentos. Si había que sacrificar diez mil hombres para quebrar una línea, se hacía. Si una ciudad debía ser arrasada para lograr una ventaja, se ejecutaba. No le temblaba la mano. Ni el corazón.

Ilsa von Vehlendorf, por el contrario, era una tormenta. Joven, esbelta, de mirada penetrante y cabello platinado que volaba con cada movimiento, como si estuviera hecho de mercurio líquido. Sus ojos eran de un verde pálido y eléctrico, capaces de atravesar las mentiras y la moral por igual. Su rostro, siempre descubierto, era bello en una forma inquietante: labios finos, mandíbula definida, cejas rectas. Un rostro que el enemigo debía ver antes de morir.

Si Erich era la mente, Ilsa era la cuchilla. La primera en entrar, la última en caer. Era impulsiva, feroz, adicta a la batalla. Sus tropas la seguían con un fervor casi religioso. Ella no creía en estrategias elegantes o palabras vacías. Si había que tomar una fortaleza, se tomaba. Si había que incendiar un bosque, se hacía. Si los hombres dudaban, los dejaba atrás.

Aunque no eran hermanos de sangre, habían sido criados juntos desde su niñez. Se complementaban. Eran dos mitades del mismo cuchillo. Por eso, aunque ambos portaban el título de Séptimo General del Marquesado, sus órdenes eran siempre una sola. Donde iba uno, iba el otro. Y si discutían, nadie lo sabía. Porque sus desacuerdos solo se notaban cuando el campo de batalla se teñía de rojo más rápido de lo planeado.

Ilarius los respetaba. Pero también los temía un poco. Erich le recordaba a una serpiente durmiendo en un trono. E Ilsa… era el fuego que arde aun sin oxígeno.

Por eso, sabía que tendría que cuidarse incluso dentro de su propio ejército. Porque en la guerra contra Zusian, no solo debía vencer al enemigo… debía hacerlo antes que ellos. Porque en esa marcha, cada general llevaba sus propias ambiciones. Y el campo de batalla sería tanto contra Iván Erenford… como entre ellos mismos.

—Por eso —repitió Ilarius ahora en voz alta y la mirada clavada en el horizonte montañoso—, debo cuidarme incluso dentro de mi propio ejército. No solo hay que vencer a Zusian… hay que hacerlo antes que ellos. Antes que Ilsa, antes que Erich. Antes que todos los demás. Aquí, el enemigo no está solo enfrente. Está también al lado, detrás, en la misma tienda de campaña. En los mismos consejos de guerra. 

Veyn, con un gesto medido, alzó la vista hacia Gustav, quien no apartaba la mirada de las montañas. El general mudo había comenzado a hacer señas complejas con sus manos, lentas pero firmes, como tallando palabras invisibles en el aire.

—El general Halberdthal —interpretó Veyn, con tono neutro pero cargado de tensión— considera que la unidad interna será tan decisiva como la estrategia en Karador. Sugiere actuar rápido, dividir las fuerzas bajo estructuras compactas y delegar el mando en aquellos generales que, aunque ambiciosos, no puedan moverse sin ser observados. También… —hubo una breve pausa— considera que Ilsa debe mantenerse alejada de los puntos logísticos. Y que Nachtwehr no debe tener acceso a los informes de las rutas de abastecimiento.

Ilarius sonrió apenas, sin alegría.

—Como siempre, piensa con precisión quirúrgica. Gustav, viejo bastardo brillante… sabes leer lo que ni siquiera yo escribo. Pero Ilsa hará lo que quiera. Y si no se lo permito, encontrará la manera. Lo mismo Erich. Son veneno en copa de plata. No se puede impedir que beban… solo elegir la dosis.

Gustav no respondió, pero su silencio hablaba con una claridad aplastante. Solo asintió muy ligeramente, como quien acepta una condena inevitable.

Fue entonces que otro jinete se adelantó, abriéndose paso entre las líneas de oficiales con un paso marcial, pesado, y sin el menor atisbo de cortesía. Su armadura relucía como una plancha de acero bruñido bajo el sol naciente, y su sola figura parecía hacer retroceder al aire. Era un hombre de tamaño imponente, hombros amplios como un portón de fortaleza, montado en un corcel oscuro cubierto de una barda reforzada con placas remachadas y motivos heráldicos.

—¿Y qué carajo sugieres tú, entonces? ¿Que nos sentemos a ver cómo se despellejan entre sí mientras Zusian nos arranca las tripas? —La voz era una mezcla de trueno y desprecio, un rugido de veterano harto de las sutilezas.

Era Albrecht von Drakenwald, el Segundo General del Marquesado de Thaekar. Conocido como El Dragón de Hierro, era uno de los pocos hombres en todo el ejército cuya reputación era igual, o incluso mayor, que la de Ilarius.

Su rostro era una máscara de severidad curtida por los años, el viento, el acero y las decisiones imposibles. Arrugas profundas surcaban su frente como cicatrices de mapas antiguos, su barba blanca perfectamente recortada en bigote y perilla reforzaba la expresión dura de un noble acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas. Su cabello largo, tan blanco como la escarcha, estaba atado en una gruesa trenza que descansaba sobre su hombrera izquierda, adornada con una insignia de oro en forma de dragón bicéfalo.

Los ojos de Albrecht eran como dagas de hielo. Grises, brillantes, implacables. Ojos de hombre que ha visto a demasiados morir para que algo le tiemble por dentro. Su armadura de placas completas, pulida con obsesiva disciplina, estaba decorada con motivos florales dorados y cruces antiguas, como si fuera una reliquia de una era más noble, aunque él nunca se comportara como tal. En su pecho, grabado a fuego, descansaba el dragón negro de Thaekar, rodeado por llamas estilizadas.

—Me preocupa la división. Me preocupa el exceso de fe en estrategias de cuchillo fino en un terreno donde los malditos Zusianos nos enterrarán con pura masa. —Escupió al suelo y miró a Ilarius con franqueza brutal—. No subestimes a ese mocoso, al Lobo de Zusian. Si quieres ganar, empieza a jugar sucio desde el inicio. Si piensas cortar cabezas, hazlo antes del primer combate. No después. Y no pongas a soñar a tus hombres con gloria. Ponlos a temblar con miedo a traicionarte.

Ilarius entrecerró los ojos, no con desdén, sino con respeto. Consciente de que la brutalidad de Albrecht era peligrosa, sí… pero también necesaria.

—¿Y propones que yo sea verdugo y general? ¿Que vigile a los míos mientras peleamos con el enemigo?

—Propongo que dejes de jugar al estratega de novelas y empieces a comportarte como lo que eres —replicó Albrecht sin amargura, solo con una convicción de acero—: el único bastardo capaz de tomar Karador. Pero si no dominas a tus generales ahora, terminarás luchando solo con Gustav y un par de ilusos idealistas. Y para entonces, ya estarás rodeado.

El silencio cayó por un segundo. Ilarius no respondió de inmediato. Solo lo miró. Luego miró a Gustav, que permanecía quieto, imperturbable.

—Tiene razón. Ambos tienen razón —admitió al fin, sin emoción en la voz—. Esto no es una marcha hacia la gloria. Es una marcha hacia el filo. Y vamos a empujarnos unos a otros hasta que alguien caiga.

Veyn asintió levemente, como quien ha escuchado una sentencia de muerte ya escrita desde antes de nacer.

En la distancia, los primeros estandartes ondeaban bajo el viento frío que bajaba de las montañas. Las lanzas tintineaban como dientes al castañear. Las bestias de guerra resoplaban. Y el olor de la sangre aún no derramada ya flotaba en el aire.

La guerra no había comenzado aún… pero ya estaba viva.

—¿Y qué es todo ese ruido? —dijo una voz aguda, limpia, con una risita contenida y un dejo de fastidio apenas disimulado. Las palabras resonaron como una campana afilada entre el grupo de generales reunidos. La figura que las pronunció se aproximó al paso lento y deliberado de quien sabe que su presencia impone respeto, no por fuerza bruta, sino por precisión quirúrgica.

Friedrich von Schwarzeck, Tercer General del Marquesado de Thaekar, también conocido como "La Llama de Plata", se acercó a lomos de un corcel gris de crin perlada. Su montura, como su jinete, parecía más esculpida que nacida, una extensión de su elegancia calculada. No llevaba estandarte propio: él era el estandarte. Su armadura completa, forjada en acero pulido casi hasta la iridiscencia, lucía los relieves del dragón negro del Marquesado grabados en filigrana de plata vieja, y una capa blanca bordeada en rojo caía desde sus hombros con una elegancia que desafiaba el viento.

Su rostro era una contradicción viva: juvenil pero marcado por la sombra del desgaste emocional. Pómulos definidos, nariz recta, cejas levemente arqueadas y unos labios que rara vez esbozaban más que una mueca o una media sonrisa sardónica. Sus ojos, de un azul pálido y penetrante, no parpadeaban con frecuencia, como si incluso eso le pareciera un derroche de energía. Una larga cabellera plateada le caía con suavidad sobre la espalda, recogida a medias, dejándose ver como una llama congelada. Sus movimientos eran fluidos, sin esfuerzo, como si cada paso o ademán fuera resultado de un cálculo perfecto. Daba la sensación de que incluso su respiración estaba ensayada.

—Si empiezan a discutir como cortesanos... vamos a tener que pedirle a los bardos que redacten la estrategia —añadió con su voz pausada, como si se burlara sin hacerlo del todo.

A su lado, cabalgando en un corcel blanco con armadura parcial dorada, apareció el Sexto General del Marquesado, Wilhelm von Thornhart, "El Sol de la Victoria". Y su apodo no era gratuito. Brillaba.

Literalmente.

Su armadura relucía con tal intensidad que parecía reflejar la luz propia de un amanecer en las tierras altas. La placa del pecho, el yelmo y las hombreras estaban adornados con grabados de soles radiales, todos rodeando el emblema central del dragón negro, símbolo del Marquesado. Su rostro, de una belleza que rozaba lo antinatural, parecía salido de un cuadro sacro. Cabello castaño oscuro, corto y peinado hacia atrás, piel ligeramente bronceada por el sol y ojos esmeralda que no miraban: escrutaban. Observaban con una mezcla de afecto y cálculo todo a su alrededor.

Era alto, ancho de espaldas, y se movía con la confianza innata del que sabe que, donde ponga el pie, ahí se abrirá camino. A diferencia de muchos de sus compañeros de alto mando, Wilhelm era una figura de cercanía. Sonreía, hablaba, estrechaba manos… pero quienes lo conocían sabían que tras esa fachada amable y carismática, había una mente de acero y una voluntad implacable. Nunca necesitó gritar para ser obedecido, ni levantar la espada para infundir temor. Su sola presencia bastaba para que sus tropas sintieran que era imposible perder.

—Yo creí que habíamos venido a conquistar Karador, no a medir quién tiene la lengua más afilada —dijo con un tono calmo, cálido, casi fraternal, pero con un subtexto cortante—. Aunque si empezamos así… imagino que la batalla se peleará primero en los pasillos del campamento.

Ilarius apenas giró el rostro, sin molestarse en ocultar el desdén en su voz.

—Karador no se gana con discursos ni con poses —respondió con frialdad—. Aquí no hay sitio para héroes de cuentos. Solo para los que entienden lo que cuesta enterrar al enemigo... y a los propios si hace falta.

Friedrich dejó escapar una risilla suave.

—Y sin embargo, aquí estamos todos. Generales, comandantes, sombras y espejos. Me pregunto quién será el primero en sangrar... ¿Zusian o Thaekar?

Veyn Malcador, aún junto a Gustav Halberdthal, murmuró con tono seco:

—Dependerá de quién quiera el crédito.

Gustav, como era habitual, no habló. Pero sus ojos fríos pasaron lentamente de Friedrich a Wilhelm, luego a Ilarius. Cada uno entendió el gesto. No era un juicio. Era una advertencia silenciosa: el campo de batalla aún no había comenzado, pero las piezas ya estaban en movimiento.

Y mientras la tensión aumentaba entre los altos mandos, una nueva figura apareció en la retaguardia. Eran los Séptimos Generales del Marquesado de Thaekar, la temida dupla inseparable: Erich Nachtwehr y Ilsa von Vehlendorf, conocidos como Los Gemelos de Hierro.

Cabalgaban a la par, sin hablar. No hacía falta. Ambos emanaban un aura de sincronía marcial inquietante. Erich, el estratega de mirada mortífera, con su armadura pesada de acero ennegrecido, su máscara de plata ocultándole la mandíbula y su capa de terciopelo gris oscuro, parecía una estatua de obsidiana animada. A su lado, Ilsa, elegante y letal, con su armadura ligera decorada con runas antiguas, sus cabellos platinados flotando como cintas de acero y una sonrisa que era más amenaza que cortesía, saludaba con la mirada afilada de una depredadora.

Nadie se atrevió a decir una palabra cuando ellos llegaron. Solo Wilhelm alzó una ceja y susurró:

—Ahora sí, la orquesta está completa.

Ilarius se giró por fin hacia Friedrich, con una ceja arqueada.

—¿Venías a decir algo o solo a interrumpir?

Friedrich sonrió. No burlón, sino con una calma que cortaba, como si sus palabras fueran puñales envueltos en terciopelo.

—Venía a recordarles que Zusian no va a esperarnos. Que mientras aquí jugamos a las máscaras, ellos afilan sus cuchillas. Y que, a diferencia de nosotros… ellos pelean como un solo cuerpo. Sin nombre. Sin gloria. Solo victoria.

Ilarius lo observó en silencio durante un largo y tenso segundo. La brisa movió levemente su capa, mientras sus ojos azules —más fríos que el acero, más implacables que la piedra— analizaban no solo lo que Friedrich decía, sino el tono, la intención oculta, las sombras entre sus palabras.

—Entonces obedezcan mis órdenes —respondió, su voz firme, profunda, como un tambor de guerra—. No me importa si alguno de ustedes sigue enojado por los mercenarios, o porque sea yo el comandante en jefe. Si tienen algo que decirme, díganlo ahora. Prefiero escuchar sus quejas y pelear como uno… que seguir fingiendo unidad mientras nos desgarramos por dentro.

Por un momento reinó el silencio. Un silencio cargado de orgullo contenido y rivalidades soterradas. Wilhelm von Thornhart fue el primero en hablar.

—No cuestiono tu mando, Ilarius. Pero sí te diré esto: si lo que pretendes es hacer que todos obedezcan sin preguntar, estás soñando. Somos generales, no reclutas. Peleamos por el Marquesado, sí… pero también por nuestras casas, nuestras banderas, nuestras reputaciones.

—Y por nuestro ego —añadió Friedrich, con su sonrisa elegante—. No lo nieguen. Todos queremos algo de esta guerra. Karador no es solo un premio estratégico. Es historia. Legado. Poder.

—Precisamente por eso debemos actuar como una sola mano —intervino Albrecht von Drakenwald, su voz profunda, rasposa, como si hablara desde una caverna de acero—. No como dedos separados que buscan rasguñar la victoria. Si Ilarius tiene el mando, entonces dejemos que lo ejerza. Y si comete errores... lo corregiremos. Pero ahora no es el momento de disputar el timón.

—Estoy de acuerdo —agregó Gustav Halberdthal con señales de manos. Veyn Malcador, como siempre, tradujo su gesto con precisión:

—El General Halberdthal considera que cualquier desunión ahora es un lujo que no podemos permitirnos. En sus palabras: "El enemigo avanza. No hay tiempo para juegos de salón".

—Y yo también estoy de acuerdo —añadió Ilsa von Vehlendorf desde el fondo, su voz como un filo de cuchillo en la oscuridad—. Pero no toleraré más errores como los de la última campaña. Si alguno de ustedes vuelve a dejar descubierta una retaguardia por orgullo, no esperen que yo la cubra. Los protegeré… si demuestran que valen la pena.

—Hablas como si todos fuéramos tus aprendices, Ilsa —replicó Friedrich con suavidad, pero con un dejo punzante.

Erich Nachtwehr no dijo nada. Solo asintió levemente con los brazos cruzados, su rostro parcialmente cubierto por su máscara de plata, ojos como dos glaciares tallando la escena. La conversación, por ese instante, había llegado a un consenso frágil, una tregua entre titanes.

Fue entonces cuando el sonido de cascos resonando sobre la piedra seca interrumpió la reunión. El ritmo del galope era preciso, militar. Nadie se giró aún, pero todos sabían quién era antes de que su silueta emergiera del polvo.

Konrad Eisenfaust, el Cuarto General del Marquesado de Thaekar, también llamado "El Puño de Hierro", apareció montado en un corcel negro como la medianoche, cubierto con barda parcial, adornado apenas con un escudo del Marquesado pintado en el peto. Su armadura, como él, era austera y funcional, sin adornos innecesarios. El reflejo del sol sobre el acero pulido parecía un espejo de hielo. Su rostro, pétreo, cruzó la línea de generales sin cambiar de expresión.

—General —dijo, su voz grave como un eco de tambor sordo—. Informe urgente.

Todos se giraron con atención mientras él desmontaba con precisión y se acercaba a Ilarius.

—Al parecer, otro general se ha unido al ejército de Zusian. Garrick Halvarsson. Se informa que sus legiones personales se pusieron en marcha hace unas horas.

Un murmullo sordo cruzó la formación de generales. Varios se miraron entre sí. Ilarius cerró los ojos un segundo, como si una sombra más se cayera sobre su ya sombría previsión.

—Garrick Halvarsson… —murmuró, como si el nombre le supiera a sangre seca.

El Azote del Norte. Décimo general zusiano. El reemplazo de Alaric Valtieri, que se retiró después de la caída de su señor. Algunos decían que Alaric se había vuelto loco. Otros, que estaba demasiado roto para sostener una espada. Pero el rumor más persistente era que, tras la muerte de su señor, el viejo general ya no encontraba razón para vivir. Fue en su lugar que llegó Garrick.

Un hombre envuelto en niebla. Un extranjero. Un lobo sin manada. Proveniente del Condado de Dravenfjord, un territorio pobre, done hay mas hielo que personjas, un lugar lleno de acantilados y sangre congelada. Donde las tormentas rompían huesos y las noches duraban meses. Se decía que ni los Norvadianos —famosos por su brutalidad, su resistencia al dolor, su desprecio por la muerte— osaban provocarlo. Y si los Norvadianos no le temían a casi nada… ¿qué clase de monstruo era Garrick?

Ilarius no dijo nada durante unos segundos. Luego suspiró hondo, pero no con resignación. Era un suspiro contenido de furia, de cálculo, de peso.

—Eso reduce nuestras probabilidades —dijo finalmente, mirando a los demás con una dureza nueva—. Si antes teníamos un 49 % contra 51%… ahora estamos entre 40% y 45% contra 55% o 60%.

—¿Y si sumamos el terreno? —preguntó Erich, con voz baja pero cargada de intención—. Karador no es amable con las masas. Las montañas comen ejércitos enteros sin tragar. Podemos usar eso.

—Sí, pero también lo pueden usar ellos —intervino Konrad—. Y Zusian tiene más disciplina para maniobras cerradas. Sus legionarios se entrenan para luchar en pasadizos de roca y en túneles, no solo en llanuras.

Ilarius asintió con un gesto seco.

—Entonces moveremos las piezas desde ahora. Haré los ajustes esta misma noche. Si quieren matarse entre ustedes, háganlo después. Primero, sobrevivamos.

Los generales no respondieron de inmediato. Pero todos sabían que, tras esas palabras, había comenzado algo más grande que una campaña militar.

La guerra por Karador había dejado de ser un conflicto entre reinos.

Era, ahora, una lucha por el alma del Marquesado de Thaekar… y el futuro de toda Aurolia.