Estaba débil. Cada día más. Esa tarde, la mujer de Yuxiang había realizado otro de sus extraños métodos para contener la Málashk. Un tratamiento ancestral venido del lejano oriente, mezcla de medicina y rito, que Alba nunca llegó a comprender del todo, pero que había aceptado porque ya no le quedaban opciones. Sentía frío, un frío que no venía del viento ni de la piedra de los muros, sino desde dentro, como si sus propios huesos se estuvieran volviendo cristal, frágiles, delgados, a punto de romperse con el más leve soplo.
Su piel, antes tan bella, tan lozana y alabada incluso en los pasillos de palacio, había perdido ese lustre sutil, ese tono de marfil cálido que tenía cuando la salud aún corría por sus venas. Ahora se veía cenicienta, casi translúcida, marcada por finas líneas violáceas que recorrían los brazos como ríos venenosos. No era el pálido elegante de su juventud, era el pálido de la enfermedad. El pálido de los que están dejando este mundo.
Agujas. Había agujas por todo su cuerpo. Pequeñas, insertadas en puntos precisos: el cuello, las muñecas, los tobillos, el esternón, detrás de las orejas. Había odiado las agujas desde niña, y el bordado, por extensión, le resultaba insoportable. Siempre pensaba en esas pequeñas puntas entrando en la carne con cada puntada. Pero ahora debía tragarse ese miedo, ese asco. Las agujas, por más que dolieran, eran lo único que le traía un poco de energía, apenas lo suficiente para seguir respirando. Para seguir viendo a su hijo. Para vivir, aunque fuera un día más.
No era una buena noche. Sentía que cada parte de su cuerpo se volvía más y más ajena, como si su alma se estuviera separando por fragmentos. A ratos, perdía la noción del tiempo, de los nombres, incluso de su propio rostro. Rezó. Aunque ya no sabía bien si lo hacía por fe, por costumbre o por desesperación. A los dioses de su pueblo, a los antiguos, a los del norte, incluso a los olvidados. No importaba. Todos ellos, lo sabía, pedían sangre a cambio de favores. Y ya no le quedaba mucha para ofrecer.
Pero aun así, rezó. Por Iván. Por su niño. Por Zusian, incluso por su hogar y sus hermanas. Por la paz. Por la guerra. Por el tiempo que no tendría. Y porque alguien, en algún rincón del cielo o del infierno, la escuchara.
Abrió los ojos con dificultad. El techo le pareció lejano, como si lo mirara desde el fondo de un pozo. Sintió su cabello mojado por el sudor y tuvo la impresión —o quizás la certeza— de que muchos de sus cabellos negros se habían vuelto blancos. El tiempo se había ensañado con ella. Tenía treinta y siete años, pero se sentía como una anciana. Como una sombra.
Una risa leve brotó de su garganta, apenas un susurro. Casi sin aire. Era una risa amarga, resignada. ¿Cómo era posible que con tan pocos años ya sintiera que había vivido mil vidas y mil muertes?
Y entonces la puerta se abrió. El sonido fue leve, pero ella lo escuchó como un trueno. Giró la cabeza con esfuerzo. Y lo vio.
Una figura alta, noble, erguida como un príncipe salido de los cuentos. Cabello platinado que capturaba la poca luz de la estancia como una antorcha sagrada. Rostro firme, bello, esculpido por la sangre de reyes y guerreros. La visión fue tan intensa que el corazón le dio un vuelco.
—Ken... Kenneth… —susurró, sin pensar, con voz quebrada.
Por un instante, creyó que era él. Su esposo. El amor de su vida. Muerto hacía dieciséis años, pero aún vivo en cada fibra de su alma. Tal vez, pensó, los dioses la habían escuchado, y le permitían verlo una última vez. Tal vez era su espíritu, su espectro, que había bajado del otro mundo para acompañarla en sus últimos momentos.
No quería que fueran sus últimos momentos. Pero si lo eran, entonces sí… que fueran así. Con él.
Una mano cálida tomó las suyas, delgadas y frías como ramas secas. La tocó con cuidado, con reverencia.
—Mamá. Soy yo. Iván —susurró una voz joven, firme, temblorosa.
El velo de la confusión se rompió. El rostro que tenía delante no era el de Kenneth, pero se le parecía tanto. Oh, tanto. Esos ojos... esos ojos eran suyos. De ella. De un zafiro tan profundo que parecían contener océanos, mares enteros de vida, dolor y futuro. La piel clara, el mentón firme, los labios que temblaban apenas... todo era un espejo del hombre al que había amado, y a la vez una criatura nueva, poderosa, suya.
Ella sonrió. Una sonrisa débil, rota, pero auténtica.
—Claro que sé que eres tú, mi amor —respondió, fingiendo un tono de indignación—. Solo dije el nombre de tu padre porque… bueno, cada día te pareces más a él. Pero, claro, tú eres mucho más guapo… gracias a mí, por supuesto.
Le dio una pequeña risa, apenas un jadeo.
—Lo sé. Siempre lo dices cuando me confundes con él —contestó Iván, con una voz que parecía más la de un hombre de cuarenta años que la de un muchacho de dieciséis. Era la voz de quien ha enterrado parte de su niñez por necesidad, por deber, por el peso que carga en los hombros antes de tiempo.
Ella hizo un puchero, uno teatral y dolorosamente hermoso, aunque sus labios temblaban de debilidad.
—Qué serio te comportas… como si tuvieras ya todo un reino en la espalda. ¿Si sabes que la enferma soy yo, cariño?. Así que sonríe un poco más, Ivy. Ese rostro tan perfecto, ese que me costó nueve meses de molestias, vómitos, antojos rarísimos y un parto infernal… no lo crié para que ande con el ceño fruncido como un viejo general amargado.
Él la miró, luchando por no quebrarse. Cada músculo de su rostro estaba tenso, como una máscara que apenas podía sostenerse. Dentro de su pecho, un mar rugía. Un mar de miedo, de rabia, de impotencia. De dolor. Dolor puro y lacerante. Quería gritar, quería llorar, quería arrodillarse y suplicar que no muriera, que no lo dejara solo, que no lo obligara a convertirse en un gobernante sin madre, en un hombre sin hogar en el corazón. Pero no dijo nada. No se permitió esa debilidad. Solo apretó su mano con más fuerza, con desesperación contenida, como si al hacerlo pudiera anclarla al mundo, evitar que se deslizara al otro lado del velo. Y entonces sonrió. Una sonrisa pequeña, frágil, desgarrada. Pero real.
Ella lo notó. Incluso en su agotamiento, incluso con la neblina del dolor nublando su mente, lo notó. Y esa sonrisa, aunque breve, aunque débil, fue todo lo que necesitaba para seguir. Para aguantar un día más, una semana más, quizás un mes, tal vez un año. Lo que su cuerpo resistiera, lo que su voluntad pudiera sostener. Porque por su hijo, por ese muchacho de mirada noble y rostro hermoso, ella daría todo. Todo. El último suspiro, el último gramo de fuerza, el último instante de conciencia. Por un minuto más a su lado, lo daría todo sin dudarlo.
—¿Ves? —dijo con una voz que se quebraba a ratos—. Tu rostro se ve mejor con una sonrisa… siempre fue así.
Él le dio otra sonrisa, igual de triste, igual de verdadera, pero antes de que pudieran decir algo más, una figura menuda interrumpió con pasos silenciosos. Era la anciana de Yuxiang, la mujer sabia que llevaba meses atendiéndola. Tenía el aspecto de una figura extraída de un tapiz antiguo: encorvada pero firme, de cabello blanco recogido en un moño apretado, rostro arrugado como la corteza de un árbol milenario, ojos rasgados oscuros y pequeños como carbones humeantes. Llevaba túnicas largas y sobrias, de tonos tierra y musgo, bordadas con símbolos que hablaban de una tierra lejana y de una fe aún más antigua. Sus manos eran delgadas como garras, pero su tacto era sorprendentemente suave.
—Disculpad, su gracia—dijo con una voz suave, pero que cortaba el aire como una hoja de seda bien templada—. Permitidme retirar las agujas. Ya los dioses de la tierra han dado la fuerza suficiente para este día.
Con una lenta inclinación de cabeza, la mujer se acercó y, con movimientos expertos, comenzó a retirar las finas agujas de acupuntura. Cada una salía del cuerpo sin dejar casi marca, y sin embargo, en su retirada, Alba sentía una mezcla extraña de alivio y vacío. Como si una red invisible que la sostenía hubiera sido retirada poco a poco.
Ella solo asintió, sin protestar, sin palabras. Dejó que se las llevaran. Cuando la última aguja fue retirada, la anciana hizo una nueva reverencia y desapareció del cuarto con el mismo sigilo con el que había llegado. El lugar quedó en un silencio pesado, íntimo, cargado de emociones.
Alba respiró. Y sí, le dolía. Pero también sintió que podía llenar un poco más sus pulmones. Le devolvía una sensación fugaz de fortaleza. Se incorporó con dificultad, cada músculo protestando, cada hueso pareciendo pesar el doble. Pero se sentó. Poco a poco, con dignidad. Acunó las mantas alrededor de su cuerpo flaco y se inclinó hacia su hijo. Su mano, temblorosa pero cálida, acarició su rostro con una ternura ancestral. Como lo había hecho cientos de veces cuando él era niño.
—Entonces… mi amor —dijo, en voz baja, apenas un susurro—. Antes de que hablemos con seriedad… ¿quieres decir algo? ¿Algo en tu corazón?
No terminó la frase, porque en ese momento él apretó sus manos con más fuerza. Ella notó las lágrimas en sus ojos. No era raro. Su hijo había estado más sensible desde que llegó, más callado, más vulnerable. Dolía verlo así. Dolía verlo romperse por dentro. Pero también le recordaba que, a pesar de todo lo que el mundo le exigía, aún era su niño. Su hijo.
Lo atrajo hacia su pecho, como hacía años no lo hacía. Lo sostuvo como si volviera a ser aquel bebé que una vez había dormido sobre su pecho, con las manitas aferradas a sus tunicas y vestidos, con su llanto recién nacido llenando las noches.
—Sabes… —susurró—. Hubo un tiempo, antes de que nacieras, en el que yo también sentí que me rompía. Tu padre… tu padre había muerto. Peleó con valentía, con una fiereza que pocos hombres han conocido. Murió defendiendo estas tierras, su gente… y a mí. Perderlo fue como perder una parte de mí misma. No era solo mi esposo. Era mi amor. Mi otra mitad. Cuando lo perdí… no supe cómo seguir.
Su voz se quebró un instante. Respiró hondo, con esfuerzo.
—Me rompí. Me avergüenza decirlo, pero es la verdad. Dejé de comer, de hablar, de pensar. Vivía como una sombra. Si no hubiera sido por el cuidado de los sirvientes, probablemente habrías nacido débil, enfermo, o ni siquiera hubieras nacido. Me abandoné. Hasta que un día… algo se encendió de nuevo dentro de mí. Algo pequeño. Pensaba en ti. No sabía cómo serías. Si tendrías mis ojos. Si te parecerías a él. Si tu risa sería como la suya… o como la mía. Y empecé a vivir por ti.
Hizo una pausa, y le acarició el cabello, ese cabello platinado que tanto amaba.
—El día que naciste fue el más feliz de mi vida. Y lo sigue siendo. Cuando te vi… pensé que eras perfecto. Tenías mis ojos, esos ojos zafiro que heredaste de mi linaje. Pero todo lo demás… eras él. Tenías su piel pálida, ese tono marfil que parecía hecho de luz lunar. Tenías el mismo cabello, ese rubio plateado de los Erenford, brillante como metal sagrado bajo el sol. Y tu llanto… tu llanto fue fuerte, como si el mundo supiera que habías llegado para quedarte. Fuiste perfecto, mi amor. Perfecto. No solo por tu belleza… sino porque en ti volvió a nacer algo que yo creí que había muerto para siempre.
Volvió a mirarlo, con lágrimas ahora brillando en sus ojos gastados, pero aún llenos de vida. No eran lágrimas de simple tristeza; no, eran más complejas, más pesadas. Eran de gratitud, de orgullo, de memoria, de amor. Lágrimas que contenían años de dolor, de esperanza, de batallas internas y externas, de renuncias calladas. Lágrimas que caían no como un signo de debilidad, sino como un acto de liberación. Lágrimas que decían: “lo logré”, “te crié”, “te hice lo que eres hoy”.
—Tú eres la razón por la que no me derrumbé —susurró con voz ronca, una voz que a pesar de estar marcada por la fatiga conservaba ese temple noble y de autoridad, ese tono que había doblegado a politicos y hecho temblar a enemigos—. Tú eres la llama que me sostuvo cuando todo a mi alrededor se apagaba. Fuiste el faro que me guió en la oscuridad, cuando todo se volvió incierto, hostil, silencioso. No importa cuánto me duela ahora, no importa lo que me espere del otro lado… no me arrepiento de nada. Porque te tuve a ti, mi amor. Te tuve a ti.
Sintió sus propias lágrimas descender sin freno por sus mejillas marchitas, cálidas y saladas. Su hijo, aún recostado en su pecho, respiró hondo, acomodándose con cuidado, como si tuviera miedo de herirla. Había algo infantil en ese gesto, algo que la hizo sonreír entre lágrimas. Él levantó la cabeza apenas unos centímetros, con una expresión avergonzada.
—Dioses, mírame… haces que llore —murmuró él con una risa apagada, un intento de aliviar la tensión. Sonrió por inercia, con esa sonrisa suya que se parecía tanto a la de su padre—. Perdón, madre. No debí… no debí llorar. Así no debería comportarse un futuro príncipe, ¿verdad?
Su voz adquirió un tono más serio, más firme. Era el tono que usaba cuando intentaba recuperar el control, cuando se ponía la máscara que los años de educación noble le habían enseñado a portar. Esa voz que ya no pertenecía a un niño, sino a un hombre. Un hombre llamado a liderar.
Alba negó suavemente con la cabeza y, con un gesto que le tomó todas sus fuerzas, alzó una mano y le acarició la mejilla.
—Está bien que llores —dijo con una sonrisa cálida, casi cómplice—. Conmigo siempre estará bien. Obviamente, no es lo mismo llorar en público o frente a alguien en quien no confías. Pero aquí, hijo, aquí puedes ser tú. No el heredeo. No el futuro principe. Solo tú.
Su tono era maternal, pero también didáctico. Era la voz que le había enseñado a dibujar, a leer tratados diplomáticos, a sostener el tenedor con elegancia. La voz que lo había moldeado con paciencia y carácter. Una parte de ella sabía que ya no tendría muchas más oportunidades para enseñarle, y por eso cada palabra era medida, pesada, cuidadosamente colocada en el tejido de su alma.
—Bueno —continuó tras un breve suspiro—, aunque no quisiera, tendremos que empezar a hablar de cosas serias.
Observó cómo él se recomponía, como si obedeciera a una señal invisible. Se irguió, limpió discretamente las huellas del llanto, y aunque sus ojos aún estaban levemente enrojecidos, su expresión era serena, contenida. Ya no era el niño temeroso de perder a su madre. Era el hombre que tomaría el asiento que ella le dejaba.
Y entonces recordó las palabras de Antoni. “Iván es diferente. Tiene la apariencia de su padre, sí, pero no su alma. Es más tranquilo, más reservado, pero esa calma no es debilidad. Es fuego lento. Es hielo que quema. Inspira una lealtad más profunda que el fervor.” Y ahora lo entendía mejor que nunca.
Iván no era Kenneth. No tenía esos ojos dorados que ardían como soles en miniatura, esos que cegaban, que hipnotizaban, que hacían temblar al más fiero de los guerreros. Los ojos de Iván eran otra cosa. Eran azules. Un azul profundo, nítido, cortante. Como zafiros pulidos con hielo y acero. Había en su mirada una gravedad que no venía del poder bruto, sino de la inteligencia calculadora, del juicio implacable. En sus ojos no había fuego… había juicio. Frialdad. Control.
Esos ojos no conquistaban por pasión. Congelaban. Eran ojos que decían: “No olvidaré. No perdonaré. No fracasaré.” Ojos que parecían capaces de atravesar el alma de un hombre y dejarla al descubierto. Y Alba lo supo con certeza: su hijo grabaría su nombre en los anales de la historia, no solo de Aurolia, sino del mundo entero. Pero no lo haría con espadas y fuego, como su padre. No. Iván sería una fuerza de otra clase. Una marea que se alzaría lentamente y lo inundaría todo, ineludible. Una tormenta silenciosa. Una fuerza fría, irresistible. Un nuevo orden.
Y sonrió. Sonrió con la satisfacción de quien ha cumplido su tarea.
—Qué ojos tan serios tienes —dijo con una risita suave, burlándose con ternura—. Está bien que hablemos de cosas serias, y todo eso, pero aún me asombra que tengas una mirada más penetrante que la mía.
Él alzó una ceja, curioso.
—¿Más que la tuya?
Ella asintió, divertida.
—Una vez un emisario de… no recuerdo bien de dónde, un condado menor vino a negociar un tratado de comercio. Era joven, arrogante, uno de esos que creen que pueden salirse con la suya con una sonrisa y palabras floridas. Me miró durante toda la reunión, tratando de impresionarme. Al final, salió pálido como un cadáver. Esquche que le dijo a su séquito que mis ojos lo habían matado más de mil veces durante esa reunión, que eran como cuchillas de zafiro. Me apodaron “la Reina del Filo Azul”. —rió suavemente al recordarlo—. ¿Puedes creerlo?
Hizo una mueca y se llevó una mano al pecho, controlando la risa. Su hijo lo miro con una ceja alzada y cara de "enserio?".
—Bien, bien, ya no trataré de aligerar el ambiente. No quiero gastar el aliento en tonterías…
Respiro hondo y se incorporó un poco más, sus ojos ahora serios, su voz retomando el tono de mando.
—Primero hablemos de tus mujeres. Su educación en política y modales ha sido buena, y se refleja en ellas cada dia. Me sorprende gratamente que Sarah haya resultado tan competente. Tiene elegancia, sabe hablar y escucha con inteligencia. Pensé que solo sería una cara bonita, pero no… tiene garra y siendo sincera es un alivio que la tengas tan encaprichada. En cambio, Seraphina… me decepciona un poco. Pensé que tenía más potencial. Tiene presencia, sí, pero le falta espíritu. Le falta hambre. Aun así, es útil. En general, tus amantes y concubinas están bien seleccionadas. Obviamente, preferiría haberme encargado más tiempo de instruirlas, pero las doncellas que designé para ellas han hecho un trabajo aceptable. Aún pueden pulirse más.
Hizo una pausa breve, inspirando con esfuerzo.
—Ahora… otro tema. Ya debes haberte dado cuenta de por qué abrí relaciones con los marquesados de Ruston y Cearal. Eres demasiado inteligente para no verlo. Busco estabilidad, sí… pero sobre todo, alianzas. Extensiones. Y tengo que decirlo: hiciste un buen trabajo en la negociación de esta noche. Mantuviste la calma, escuchaste, hablaste con claridad. Pero aún necesitas más confianza en tu propio juicio. Lo tienes, Iván. No te lo cuestiones tanto. Fuera de eso, estás en buen camino. Lo estás haciendo bien.
Volvió a acomodarse entre los cojines con un suspiro largo, profundo, como si cada palabra dicha hasta ahora hubiese arrancado un pedazo más de su ya frágil energía. Cerró los ojos por un instante, dejándose envolver por el silencio que solo se daba entre madre e hijo cuando las máscaras se caían y lo único que quedaba era la verdad desnuda. Su respiración era tranquila, aunque pesada. Pero aún no estaba lista para caer en el sueño. No todavía. Quedaban cosas por decir. Cosas importantes. Cuando volvió a abrir los ojos, una chispa aún ardía en ellos, un fulgor que desafiaba la sombra que se cernía sobre ella.
—Y bueno… —dijo, con un tono más bajo, pero firme, como si saboreara cada palabra que venía— antes de que se me acabe la poca energía que me queda y el sueño me venza, debo hablarte de tu futuro… más allá de lo inmediato.
Su espalda se irguió un poco, y el aire a su alrededor pareció cambiar, como si de pronto dejara de hablar como madre y volviera a ser la duquesa regente, estratega, politica.
—He tomado una decisión definitiva respecto a tu matrimonio. Concertaré tus uniones… y serán muchas. Te casaré con las quince hijas de la Casa Brownway y con las tres hijas de la Casa Copperstar. No es solo un capricho ni una necesidad dinástica. Con estas alianzas, anexaremos dos territorios clave sin que una sola gota de sangre se derrame en los campos. Y más importante aún: por primera vez en siglos, tendrás una salida directa al mar. ¿Sabes lo que eso significa? Significa puertos. Significa flotas. Significa comercio exterior sin la dependencia de rutas controladas por terceros. Significa poder naval e influencia naval. Y con ella, poder más allá de las tierras que podamos cabalgar. Significa dominar no solo los caminos de la tierra, sino también los del agua. Y con ese poder naval, hijo… se controla el futuro.
Se inclinó hacia él, con una sonrisa casi traviesa, como si compartiera un secreto que nadie más debía oír.
—Obviamente no espero que las aceptes sin más —agregó con una sonrisita irónica—. Sé que no eres un muñeco, aunque a veces parezcas uno de porcelana con esa cara tan serena y esa compostura. Pero no te preocupes por los detalles… esos déjalos en mis manos. Me encargaré de cada cláusula, cada dote, cada juramento de lealtad. Tú solo prepárate para lo que viene.
Su voz se tornó más grave.
—Tu victoria sobre los ducados de Stirba y Zanzíbar no solo fortaleció tu nombre. Lo grabó en los registros de la historia reciente. La caída del duque Maximiliano de Stirba fue un evento sísmico, un golpe que no solo humilló a los que dudaban de ti, sino que encendió una chispa entre el pueblo que llevaba años apagada. Desde antes ya habia trabajado sin descanso para estabilizar el ducado, para transformarlo en algo más, algo superior, con tu victoria es que ese fruto pudo florecer. Y estamos cerca, muy cerca de que ese fruto encuentre su plenitud, de que el sueño de tu padre que parecía imposible se manifieste como un nuevo orden.
Lo miró con seriedad, como si lo midiera.
—Estamos al borde de algo monumental. Muy pronto, si todo sigue como lo he planeado, podrás ser proclamado Príncipe de Zusian. El ducado de Zusina morirá… y renacerá como el Principado de Zusian. Y tú, Iván, serás su primer príncipe en siglos.
Inspiró profundamente, como si necesitara oxígeno para dar peso a las siguientes palabras.
—¿Sabes lo que implica un cambio de estatus territorial? No se trata de simples títulos. Es una evolución en toda la expresión del poder. Cada nación, desde la más humilde baronía hasta el más vasto imperio, es una entidad soberana. Nadie es vasallo de otro, pero todos compiten en esta red de jerarquías por influencia, poder, respeto. Una baronía es una nación, sí, pero pequeña, con recursos limitados, influencia local y alcance militar apenas suficiente para proteger sus fronteras. Para ascender a vizcondado, debe demostrar que ha ampliado su control territorial, incrementado su producción económica, fortalecido sus líneas defensivas. Un vizcondado que crece lo suficiente se convierte en condado, luego en marquesado. Y así, conforme crece la riqueza, la complejidad de la administración, el número de ciudades bajo su estandarte, y sobre todo su capacidad militar, puede aspirar a convertirse en un ducado.
Sus ojos brillaban con intensidad.
—Un ducado, por sí mismo, ya es temido. Es el centro de poder que equilibra regiones. Pero un principado… un principado es distinto. Es una entidad que, sin necesidad de proclamarse reino, tiene la autonomía, la riqueza, y el poder de decisión de uno. Un principado tiene poder expansivo, puede fundar nuevas ciudades, puede imponer tratados. Es el siguiente paso, el umbral previo al Reino. Y por encima del Reino… el Imperio. Un Imperio no nace, se construye con guerra, con sangre y fuego, con astucia y puño cerrado. Pero todo comienza desde abajo, y Zusian está a un paso de esa transformación. Solo falta un golpe final. Una pieza más en el tablero.
Hizo una pausa antes de continuar con un tono más grave.
—Y esa pieza es Karador. Las minas de Karador. Thaekar ha comenzado a mover sus tropas. Todos lo saben. La disputa es inevitable. Y Karador… Karador es un nodo de poder económico que debemos de tener a toda costa. Controlar esas minas no solo te dará riqueza. Te dará independencia real. Te permitirá fabricar armas, construir flotas, alimentar ejércitos durante décadas. Será la sangre nueva que necesita Zusian para renacer. Pero cuidado…
Frunció el ceño. Su tono se volvió sombrío.
—Me a llegado suficinte informacion para saber que el primer general de Thaekar, Ilarius Ronkler… el Demonio Azul. No se puede subestimar. Puede que sea joven, pero su fama no es infundada. Se dice que con cada batalla evoluciona, que es capaz de prever movimientos y estrategias como si leyera el alma de sus enemigos. Incluso Roderic envió un informe detallando sus capacidades, y si Roderic dice que es peligroso… entonces créelo. Nadie mejor que él para medir el calibre de un general. Esta vez irás con un gran ejército.
Alzó una mano con firmeza.
—Roderic Ironclaw estará contigo. Él mismo pidió ir a tu lado. Aunque sospecho que más que preocupación, lo mueve el deseo de verte con sus propios ojos despues de tanto tiempo. Tal vez hasta se siente viejo y quiere enseñarte una última lección. No importa. Roderic no solo es el "Invicto", se dice que fue el único que alguna vez se midió de igual a igual con tu padre… y que quizás incluso estaba por encima.
Hizo una pausa, dejando que el peso de esa comparación quedara claro.
—Además, contarás con los generales Quentin Shadowstrike y Olegar Drakov. Ambos insistieron. Ambos saben que ha llegado el momento. Durante mi regencia enfoqué a nuestros ejércitos en la defensa. Lo hice para protegernos, para resistir mientras fortalecíamos nuestras bases. Pero ya es tiempo. Los días de quietud han terminado. Las campañas ofensivas deben regresar. Y con ellas, los verdaderos estrategas.
Le tomó la mano con fuerza, esa clase de gesto que no se da a la ligera. Era un apretón firme, seco, pero cargado de una profunda corriente afectiva. No había dulzura fingida ni caricias vacías: solo la verdad desnuda entre dos seres que se entendían más allá de las palabras, entre madre e hijo, entre gobernante y heredero, entre arquitecta del destino y ejecutor de ese porvenir.
—Puede que sientas que es pronto para volver al campo de batalla, Iván… pero esta no será una campaña más. Esta no es una guerra defensiva. Esta será la guerra que definirá el umbral de tu historia y la del mundo que vendrá. No te estoy enviando a un simple frente: te estoy enviando al crisol donde se forjan los imperios.
Hizo una pausa. Su voz ya no tenía ni rastro de ternura. Solo quedaba la gravedad de quien sabe que está entregando una antorcha que podría encender el mundo… o consumirlo todo.
—Marcharás con el mando total de ciento ochenta legiones de hierro. A ellas se sumarán ochenta legiones del ducado. Y cuatrocientos mil legionarios de las sombras marcharán a tu lado, solo me quedaré con cien mil, para proteger la capitaln… el resto será tu fuerza. Tu espada. A tu mando directo se sumarán exactamente ciento siete millones, doscientos cuarenta mil hombres. A ellos, añade las treinta legiones de hierro personales de los generales que te acompañarán: Quentin Shadowstrike, Olegar Drakov, y por supuesto, Roderic Ironclaw. Con un verdadero total de ciento diecinueve millones, ciento ochenta mil.
Se reclinó de nuevo, como si el peso de esa cifra monumental hubiera sido también una carga para sus propios huesos. Sus ojos, fríos y límpidos, se fundieron con los de Iván, que reflejaban ese mismo azul helado, aunque con una intensidad más profunda, más oscura. Había en su mirada algo más allá del deber. Algo que no era nobleza ni honor. Era una especie de abismo. Una determinación que no pedía permiso, que no buscaba aprobación, que avanzaba como una marea negra sobre cualquier obstáculo. Esa misma mirada azul donde ya no quedaba rastro del niño que fue, del muchacho que una vez dudó, del heredero que aún buscaba su lugar. Lo que le devolvía la mirada ahora era algo distinto. Algo que aún no tenía nombre, pero que el mundo aprendería pronto a temer.
—No falles, Iván —dijo ella al fin, su voz como el canto de una campana fúnebre—. Porque esto ya no se trata de ti. Ni siquiera se trata de mí. Esto se trata del pueblo que aguarda en la penumbra, esperando que alguien les devuelva el derecho a creer en algo más grande. Esto se trata de un mundo que ha vivido demasiado tiempo en las ruinas de imperios muertos. Esta guerra marcará el principio del fin del viejo orden, ese que nos mantuvo encadenados a siglos de mediocridad, alianzas podridas y equilibrios frágiles. Y marcará el nacimiento de un nuevo mundo. Uno donde Zusian no será simplemente un nombre en los mapas… será un símbolo. Un estandarte de poder y voluntad. Será el nombre que todos recordarán. El que todos temerán. El que todos, incluso sin quererlo, seguirán.
El silencio que siguió fue denso. No incómodo, no vacío. Era un silencio preñado de presagios, de sombras que se arrastraban ya entre las grietas del continente, de ecos de pasos que aún no se daban pero que ya hacían temblar a los viejos linajes y a los tronos enfermos.
Iván la miró en silencio unos segundos más. Y entonces habló.
—No te fallaré.
Su voz era baja. Grave. No había brillo en ella, ni arrogancia, ni esa efusividad barata de los héroes de leyenda. No había gloria. Había algo más frío. Más denso. Como una promesa tallada en piedra con sangre. Sus ojos no tenían luz, pero sí profundidad. Oscuros, no por falta de emoción, sino por la inmensidad del abismo que había aceptado mirar de frente. No eran ojos que buscaran el aplauso de un pueblo, sino la rendición de un enemigo. Y quizás también… la destrucción de todo lo que se interpusiera.
Eran los ojos de alguien que no lucharía por justicia… sino por victoria. Pura, absoluta, incuestionable. Sin moralismos. Sin redención. Solo victoria.
Una sombra cruzó su rostro. No era duda, ni temor. Era esa calma seca, esa quietud que solo poseen los hombres que ya han hecho las paces con lo inevitable. No lo que vendrá, sino lo que se volverán. Como si Iván ya hubiese aceptado que su alma sería parte del precio. Que no quedaría intacta. Y no le importaba.
Ella lo observó unos segundos más, como si intentara tallar cada línea de su rostro en la memoria, sabiendo que el Iván que estaba delante de ella no sería el mismo que regresaría, si es que regresaba. Y entonces, sonrió. No la sonrisa contenida de la duquesa que mide cada gesto. Tampoco la mueca estratégica de la gobernante que juega con las emociones ajenas. Sonrió como madre. Como mujer que, por un momento, deja de cargar con el peso de un ducado y simplemente ve a su hijo, su niño, su sangre.
—Dioses, qué ambiente hemos creado, ¿eh? —soltó con una risa suave, casi burlona, como si quisiera romper la densidad que se había asentado sobre la habitación como una niebla pesada—. Todo tan solemne, tan oscuro… pero al menos es bueno ver que estás decidido, cariño. Esa mirada... sí, esa mirada es la que necesitaba ver.
Se inclinó hacia atrás entre los cojines, suspirando profundamente. Se acosto en su cama acomodandose. Su voz cambió, adoptando ese tono más cálido, íntimo, que pocas veces permitía escapar.
—¿Por qué no te quedas aquí esta noche? —dijo, ladeando la cabeza, sin recato ni pretensión—. Hace frío, y francamente, no me apetece dormir sola esta noche. Solo tú y yo, como cuando eras pequeño, ¿recuerdas?
Iván parpadeó, sorprendido. Aquel giro repentino descolocaba todo el peso solemne de los últimos minutos. Se quedó en silencio, y su mirada —todavía dura, afilada por la conversación previa— pareció suavizarse apenas un poco.
—No quisiera incomodarte —murmuró con voz baja—. Tu cuerpo es frágil… No quiero molestarte.
Ella soltó una carcajada suave, esa risa libre y sincera que rara vez dejaba salir delante de otros.
—¿Molestarme tú? —respondió mientras lo miraba con ternura y una pizca de picardía—. Iván, he llevado el peso de guerras, negociado con hienas disfrazadas de nobles y sobrevivido a dos intentos de envenenamiento en el mismo mes. Te aseguro que puedo con tu espalda rígida y tu silencio pesado.
Él esbozó una mueca que casi fue una sonrisa. Un gesto mínimo, pero suficiente. Se acercó lentamente, sin prisa, y con un suspiro casi imperceptible, se dejó caer junto a ella en el lecho. No como un hijo buscando refugio, ni como un guerrero agotado que desea descanso. Lo hizo como alguien que, por un breve instante, podía permitirse bajar la guardia. Solo un instante.
Ella lo rodeó con los brazos con una lentitud casi reverente, apoyando la cabeza sobre su pecho, cerrando los ojos con un suspiro. Aún no amanecía, pero el murmullo del viento más allá de las ventanas hacía temblar los cristales con una cadencia casi maternal, como una canción lejana.
—Sabes… cuando naciste, yo ya sabía que no serías como los demás —murmuró ella, con voz casi adormilada, arrastrada por la paz que sólo el silencio compartido puede brindar—. A veces, en las noches más frías como esta… me pregunto si los dioses me lo advirtieron entonces. Si me dijeron, con ese primer llanto tuyo, que algún día… harías temblar al mundo entero.
La habitación quedó en silencio después de eso. No era necesario decir más. En esa quietud, madre e hijo se permitieron un respiro. Un paréntesis. Porque sabían que al amanecer, el mundo volvería a exigirlos. Pero por ahora… podían simplemente estar.