Iván despertó con un suspiro profundo, cansado pero completamente satisfecho. El calor residual del placer aún flotaba en el aire denso de la habitación. Una débil luz matinal se colaba con esfuerzo a través de la pequeña abertura entre las pesadas cortinas de terciopelo rojo oscuro, que colgaban como muros silenciosos en torno a aquel santuario de deseo y poder. La atmósfera era espesa, cargada aún con el aroma inconfundible del sexo de la noche anterior, un perfume embriagador de sudor, perfume floral, vino dulce y piel mojada. Cada rincón del cuarto parecía impregnado de esa fragancia carnal, como un templo profano consagrado al placer.
Iván se removió ligeramente, sintiendo el roce suave de las sábanas de lino bordado contra su piel desnuda. Unos mechones de su cabello platino, que había dejado crecer durante los últimos meses, se le pegaban al rostro húmedo de sudor seco. El cabello, cada vez más largo, le caía con gracia sobre los hombros, recordándole que aún no había decidido si lo cortaría o si permitiría que siguiera creciendo como símbolo de su madurez y evolución.
Sobre él, descansando con la serena pesadez de un cuerpo satisfecho, yacía Elara, aún profundamente dormida. Su respiración era lenta y acompasada, su pecho subía y bajaba con calma. Estaba desnuda, su piel suave como la seda apenas oculta por una sábana blanca que no lograba cubrir por completo la voluptuosidad de sus curvas. Elara era un espectáculo incluso en el descanso. Sus caderas generosas y firmes se adaptaban perfectamente a su cintura estrecha, su vientre plano y terso brillaba suavemente bajo los rayos pálidos del amanecer.
Iván la observó en silencio. Desde que era apenas un muchacho, ella había estado en su vida. En su niñez, había sido su niñera, y en ese entonces ya había algo en ella que le provocaba una ternura reverencial. Pero ahora… ahora era su mujer, su concubina, su amante. Una de las muchas que compartían su lecho, su cuerpo y, en ocasiones, su alma. Elara era una mujer exuberante, de figura perfecta y rostro encantador: sus pechos enormes, firmes como fruta madura, sus pezones rosados aún erectos por el roce del aire fresco; su espalda arqueada como una obra maestra de escultura; sus caderas anchas y redondas, invitaban al pecado sin arrepentimiento. En su cuello descansaba el colgante de oro puro incrustado con rubíes: el escudo de la Casa Erenford, el lobo dorado grabado con detalle minucioso. No era solo un adorno: era el símbolo de su estatus, su linaje, y del pacto tácito entre ellas y él. Aquel amuleto era el recordatorio constante de cómo lo salvaron, de cómo dejaron de ser simples doncellas para convertirse en mujeres de poder, concubinas reales, nobles por derecho y por deseo.
Pero lo que más lo hipnotizaba eran sus ojos. Aun cerrados, Iván recordaba bien su mirada: grandes, almendrados, de un verde esmeralda intenso que brillaba con una mezcla de dulzura y una lasciva complicidad que siempre lo desarmaba. La noche anterior, ella había tomado el control con una pasión contenida, descargando sobre él todas las ansias que su carácter usualmente sereno ocultaba. Su cabello rojo cobrizo, largo hasta las caderas, se extendía como un abanico encendido sobre las sábanas.
Iván pasó los dedos por el cabello de Elara con delicadeza, disfrutando de ese instante de paz. Aquella noche había sido su turno. Desde su regreso, cinco meses atrás, las mujeres de su harén habían tomado una decisión: dividirse las noches, organizarse entre ellas. Así no había celos, no había disputas, y él podía entregarse plenamente a cada una sin la presión de elegir constantemente.
La rotación era clara. Las primeras noches eran para sus concubinas principales: Sarah, luego Seraphina, Adeline, Ilena, Elara, Amelia y Mira. Después, cuando su cuerpo aún lo permitía, venían sus amantes Kalisha, Celeste y Bianca. A veces compartía la cama con todas, a veces solo con algunas. No era una regla estricta. No había día igual. Lo único constante era la pasión. Y la necesidad de mantenerse vivo pese a la demanda sobrehumana que representaba complacerlas a todas.
Apenas sabía cómo seguía respirando después de aquellas noches agotadoras. Si no fuera por las infusiones de hierbas anticonceptivas y tónicos vigorizantes preparados, probablemente ya sería padre de una docena de niños, y estaría tendido, exhausto, incapaz de gobernar. Pero aún no. Aún no era momento de engendrar herederos. El matrimonio seguía pendiente. Y hasta que ese día llegara, el deber dinástico estaba suspendido, pero no sus placeres.
Y, sin embargo, bajo todo ese hedonismo cuidadosamente administrado, había un peso que jamás desaparecía del todo: el peso del ducado. Las responsabilidades que había asumido desde su regreso eran casi iguales a las de un gobernante pleno. Su madre, aunque aún viva, cedía poco a poco ante la enfermedad. La piel de ella se volvía más cetrina, sus ojos más opacos cada día. Y aunque resistía con dignidad, él sabía que el final se acercaba. Le dolía, claro. Pero no podía permitirse flaquear. Debía aceptar la carga, tomar el timón de su linaje y guiar el destino del ducado de Zusian.
Ya se encargaba de la administración, la recaudación de impuestos, la gestión de tierras, las alianzas comerciales con gremios influyentes, la diplomacia con casas vecinas. Incluso se había involucrado con el espionaje, tejía redes de informantes en cada ciudad importante del norte. Había dirigido la reestructuración de las tierras tomadas a Stirba, mejorando la producción, abriendo rutas de comercio, incentivando a los campesinos a reconstruir. Gracias a sus decisiones, aquellas tierras ahora prosperaban. También había enviado más tropas a reforzar los fuertes que capturaron en el ducado de Zanzíbar. Expansión, poder, estabilidad. Era el sueño de todo señor, pero uno que se pagaba con sangre, sudor, y noches de insomnio.
Aun así, en ese instante, solo deseaba quedarse acostado un poco más. Sentir el calor de sus mujeres, el roce de sus cuerpos satisfechos, la fragancia de su pasión aún fresca en el aire. En ese lecho no era el futuro gobernante, no era el estratega, el diplomático ni el hijo de una madre moribunda. Allí era solo Iván. Hombre. Amante. Señor de placeres momentáneos. Cerró los ojos por un instante, dejando que el silencio lo envolviera mientras la mañana seguía abriéndose paso, indiferente, inevitable.
Iba a comenzar a reflexionar sobre todo lo que tenía pendiente ese día, sobre las decisiones que aún debían tomarse, los informes que revisar, los mensajes que responder y los mapas que estudiar... pero no alcanzó a completar ni un solo pensamiento. Sintió unos labios suaves y cálidos presionarse contra la curva de su cuello, justo donde la piel era más sensible, y un escalofrío placentero le recorrió la columna. Cerró los ojos de nuevo, sin querer pensar, solo sentir.
Un suspiro escapó de sus labios, gutural, lleno de satisfacción y abandono. Luego, unas manos femeninas, ligeras pero seguras, comenzaron a recorrer su espalda desnuda, descendiendo lentamente hasta que los dedos se cerraron con firmeza sobre sus nalgas, amasando su carne con descaro, con ritmo. Aquel toque era ya conocido: juguetón, descarado, deseoso.
—Mmm... Ivy... —susurró una voz femenina, arrastrando las palabras con una mezcla de dulzura y lujuria contenida—. Estabas tan necesitado…
La risa breve, apenas un soplo cargado de deseo, rozó su oído. Iván abrió apenas los ojos, entre divertido y encendido, y le devolvió el gesto con una caricia descarada, devolviéndole el apretón en el trasero, ahora con más firmeza, como si se lo reclamara.
—¿¿Yo?? —respondió en tono juguetón, girando apenas el rostro para mirarla de reojo—. ¿Yo no fui el que despertó con besos en el cuello…
—Bueno... —respondió ella, encogiéndose de hombros sin culpa, mientras se montaba a horcajadas sobre él, su cuerpo completamente desnudo, el cabello cayéndole como una cortina carmesí sobre el pecho y los hombros—. La duquesa ha sido tan estricta últimamente… Las lecciones que nos da son interminables, rigurosas, agotadoras. Tenía que sacarme el estrés de alguna manera, ¿no crees?
Su tono era desenfadado, pero cargado de insinuación. En sus ojos brillaba una chispa traviesa que se encendía con cada respiración, con cada caricia. Ella se inclinó, dejando que sus pechos rozaran el torso de Iván, firmes y cálidos, mientras sus labios volvían a buscar su cuello. Cada beso era más lento, más profundo, como si marcara territorio.
Iván no respondió con palabras, solo con las manos. Una se deslizó por la espalda de ella, recorriendo cada línea de músculo suave bajo la piel de terciopelo; la otra se detuvo en su cadera, atrayéndola hacia sí con fuerza creciente. El ambiente en la habitación se volvió más denso, la temperatura parecía elevarse con cada segundo que pasaba.
Ella gimió suavemente, no por el dolor, sino por la anticipación. El movimiento de sus caderas, lento y provocador, ya había comenzado, aunque ninguno de los dos dijera nada. El preludio estaba en marcha, una danza pausada de cuerpos que se conocían con una intimidad cultivada por noches infinitas.
El sol se filtraba con más claridad ahora, iluminando los detalles de la escena: la piel perlada de sudor de ambos, la manera en que sus respiraciones se sincronizaban, el leve temblor en los dedos de ella al sostenerse sobre su pecho. Y sin embargo, en ese instante, no existía ni el ducado, ni las responsabilidades, ni las guerras, ni la política. Solo existía esa mañana, ese lecho, esos dos cuerpos comenzando a fundirse lentamente en una marea de deseo contenido.
Iván dejó escapar un gruñido leve, primitivo, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa ladina.
—Será mejor que descargues todo ese estrés… como sabes hacerlo.
Sin esperar respuesta, capturó sus labios en un beso voraz y dominante, vertiendo su deseo y lujuria en ese abrazo apasionado. Su lengua se adentró en su boca, reclamando cada centímetro de ella, mientras sus manos recorrían las mejillas de su jugoso trasero.
Elara gimió en el beso, derritiéndose contra el suyo al ceder a su toque dominante. Lentamente, dejó un rastro de besos por su cuello, sus labios suaves y cálidos contra su piel fresca y tersa. El pulso de Iván se aceleró bajo su boca, su corazón latía con la misma lujuria que la consumía.
—Mmm, sabes divino —ronroneó Elara, mordisqueando su mandíbula antes de calmar el escozor con un lamido lento—. Casi tan divino como cómo me tocas—. Movió las caderas deliberadamente, rozando sus suaves pliegues contra su miembro palpitante, cubriéndolo con su excitación.
Las manos de Iván se deslizaron por su espalda, sus largos dedos extendiéndose sobre la suave extensión de su piel, atrayéndola hacia sí mientras guiaba sus movimientos. La habitación se llenó con el sonido de sus respiraciones calientes y el crujido de la cama bajo sus cuerpos retorciéndose.
—Joder, Elara —gimió con la voz ronca por el deseo mientras sus caderas se alzaron bruscamente, la cabeza de su pene se aferró a su entrada, amenazando con sumergirse en su calor acogedor en cualquier momento.
Elara simplemente sonrió, con un brillo travieso en sus ojos verdes mientras lo miraba.
—Oh, no bromeo, Ivy —susurró, inclinándose para rozarle la oreja con los labios—. Te doy justo lo que necesitas. Y a cambio pienso recibir todo lo que necesito de ti—. Con esa promesa, se hundió lentamente en sus húmedos pliegues, envolviendo su gruesa polla centímetro a centímetro, sus paredes internas se estiraron deliciosamente alrededor de su circunferencia, acomodándolo centímetro a centímetro, hasta que finalmente, con un leve gemido de satisfacción, se clavó por completo en su polla, presionando su trasero contra sus muslos. Se inclinó, con su cabello carmesí cayendo en cascada alrededor de sus rostros como un velo de amantes, y capturó los labios de Ivan en un beso abrasador, vertiendo su lujuria y anhelo en el apasionado abrazo.
—Mmm, me llenas a la perfección, mi señor —ronroneó Elara contra sus labios, con la voz llena de deseo y embriaguez—. Puedo sentir cada centímetro de tu cuerpo palpitando dentro de mí, estirándome, reclamándome. —Dijo mientras empezaba amover sus caderas lánguidamente, saboreando la exquisita sensación de su polla revolviéndola por dentro, acariciando terminaciones nerviosas que desconocía.
Las manos de Ivan se deslizaron hacia abajo para sujetar su trasero, apretando la carne firme y flexible mientras la acercaba aún más, frotando sus caderas contra las suyas en una danza lenta y sensual. La habitación se llenó de los sonidos eróticos de sus respiraciones calientes, el roce fluido de piel contra piel y el crujido de la cama mientras se perdían en el ritmo de su encuentro sexual.
—Pensé que debías aliviar el estrés, no aumentarlo —bromeó Ivan, con una voz grave y seductora que provocó escalofríos de excitación en la espalda de Elara. Sus caderas se alzaron bruscamente, hundiendo su pene aún más en su ardiente calor, arrancándole un jadeo agudo.
Elara se limitó a reír, un sonido gutural y sensual que pareció acariciar la piel de Ivan como el roce de un amante.
—Oh, no estoy estresada, mi señor —murmuró, rozando su mandíbula con los labios al hablar—. Estoy ebria. —Acentuó sus palabras con un mordisco en el lóbulo de su oreja, calmando el escozor con un lamido lento y sensual.
A pesar de las bromas juguetonas, era innegable el anhelo puro y primario que ardía entre ellos. Era evidente en la forma en que sus cuerpos se movían juntos, en cómo su respiración se volvía más agitada y urgente con cada segundo que pasaba. Era un anhelo que exigía ser saciado, una sed que solo podía ser saciada por las consecuencias de su deseo compartido.
Y así, perdidos en la bruma de su pasión, se entregaron al momento, el uno al otro. Su encuentro amoroso se volvió más intenso, más exigente, mientras perseguían la cima del placer, desesperados por encontrar la liberación en los brazos del otro.
Iván sujetó con fuerza las muñecas de Elara, sus largos y finos dedos se envolvieron alrededor de sus delicados huesos mientras la inmovilizaba contra la cama, las sábanas de seda frescas contra su piel caliente. Con un ansia que rozaba la desesperación, reclamó sus labios en un beso abrasador, su lengua hundiéndose en su boca para reclamarla, para marcarla como suya.
Sus caderas se movían con una urgencia renovada, embistiéndola con una fuerza que la dejaba sin aliento y le provocaba oleadas de placer que rebotaban por todo el cuerpo. Los sonidos obscenos de su cópula llenaban la habitación: el roce de piel contra piel, el crujido de la cama, acentuados por los gemidos y gritos de éxtasis cada vez más intensos de Elara.
Las manos de Iván recorrieron su cuerpo con una intensidad salvaje, casi animal, explorando cada curva y hueco, grabando en su memoria cada centímetro de su sedosa piel. Encontró sus pechos y, con un gemido gutural, comenzó a acariciar y atormentar sus pezones, haciendo rodar los sensibles picos entre sus dedos y tirando de ellos con una presión deliciosa y enloquecedora.
Elara solo pudo rendirse a las sensaciones abrumadoras, arqueando su cuerpo sobre la cama mientras las primeras oleadas de su clímax comenzaban a invadirla. Se aferró a Ivan, clavándole las uñas en la espalda, mientras cabalgaba hasta la cúspide de su placer, con sus músculos internos tensándose y vibrando alrededor de su pene palpitante.
A través de la neblina de su orgasmo, Elara sintió que la liberación de Ivan se acercaba rápidamente; sus embestidas se volvían más erráticas, más desesperadas. Con un grito ronco de su nombre, se enterró hasta el fondo de ella, su semen caliente brotando en chorros largos y densos que la llenaron por dentro, reclamándola por completo, marcándola como suya.
Las olas del clímax de Elara la invadieron como una marejada, arrastrándola a un mar de éxtasis y dicha. Su cuerpo se estremeció y tembló en los brazos de Ivan, sus uñas arañando su espalda, dejando marcas en forma de media luna que denotaban su pasión desenfrenada. Podía sentir cada latido de su orgasmo en su interior, su calor abrasando su interior, marcándola como suya.
Al desvanecerse las últimas sensaciones del clímax, cuando la tensión se transformó en un suspiro prolongado que escapó de su boca entreabierta, Elara se dejó caer sobre la cama como una flor tras la tormenta, exhausta, con cada músculo relajado y el pecho subiendo y bajando en un ritmo errático, aún agitado por la intensidad del momento. Su piel, de por sí resplandeciente bajo la luz matinal, brillaba ahora con una fina capa de sudor que la hacía parecer bañada en oro fundido. El cabello rojo, empapado en parte por el calor del encuentro, se le adhería a la espalda y a las mejillas, enmarcando su rostro con un salvajismo sensual, casi sagrado.
Volteó lentamente la cabeza hacia Iván, aún recuperando el aliento, y lo contempló con una mezcla de embeleso, satisfacción plena y esa ternura que solo brota tras una entrega absoluta. Sus ojos, verdes como los campos en primavera, tenían un brillo húmedo, no solo de deseo satisfecho, sino también de amor genuino, de esa devoción tranquila que nace cuando el cuerpo y el alma se entrelazan con alguien más allá de la carne. Una sonrisa perezosa, cargada de dulzura, curvó sus labios aún hinchados por los besos y mordidas compartidas minutos antes.
—Eso fue… increíble —murmuró con la voz ronca, casi quebrada, pero cargada de un susurro de éxtasis aún presente en sus palabras. Su mano temblorosa se alzó para acariciar el rostro de él, sus dedos rozaron su mejilla con ternura y lentitud, como si lo estuviera esculpiendo en su memoria—. Nunca dejas de superarte, Ivy.
Iván, con la mirada aún perdida en el techo, sonrió para sí. También sentía ese temblor sordo recorriéndole los músculos, esa punzada de agotamiento que no era molesta, sino deliciosa, como el dolor leve después de una batalla ganada. Aquel encuentro había sido breve, sí, una ráfaga intensa tras la calma matinal, pero no por eso menos pleno. Aún tenía el cuerpo pesado por las horas previas, por la noche anterior que le había dejado los musculos adoloridos.
Sus dedos encontraron el cabello de Elara, y se perdieron en él con lentitud, acariciándolo como se acaricia algo sagrado, algo que se teme romper. Le gustaba esa parte tranquila, ese silencio compartido después del deseo satisfecho. Era el único instante donde podía olvidarse de todo lo demás. Allí, entre el calor de las sábanas revueltas, los aromas entremezclados del sudor, el perfume de ella y el aire tibio del cuarto, era simplemente un hombre con su mujer. Nada más. Nada menos.
—Mmm... —murmuró él, sin apartar la mirada del techo, como si pensara en voz baja—. Podría quedarme aquí horas contigo... Pero el mundo insiste en no detenerse.
—Y mi estómago también —respondió Elara, soltando una risita suave, aún recostada, con las mejillas ruborizadas y los muslos todavía tensos por los espasmos residuales del placer. Se estiró lentamente, como una gata satisfecha—. No quiero irme, Ivy... Pero tengo hambre, y seguro hoy también tendré otro día agotador.
Se incorporó con lentitud, la sábana cayó por sus hombros, dejando sus pechos al descubierto, aún marcados con las huellas de las caricias recientes. Sus pezones, rosados y duros, parecían pedir una segunda ronda, pero ella se contuvo. Temblaba ligeramente al mover las piernas, el contacto de sus pies con el suelo frío le arrancó un suspiro, pero no se quejó. Con un gruñido leve, casi resignado, buscó su ropa esparcida por la habitación, recogiendo primero sus prendas interiores y luego la túnica ligera de seda roja que usaba para moverse por el castillo durante las primeras horas del día.
Mientras se vestía con movimientos lentos, torpes aún por el cansancio, volvió a mirar a Iván por sobre el hombro, con una sonrisa traviesa pero también cargada de una sinceridad poco común.
—Sabes... ser tu concubina sonaba como una fantasía perfecta cuando era solo eso: un sueño. Pero en la realidad es más complicado, más agotador, más... tedioso —dijo, ajustando los lazos de la túnica sin dejar de hablar—. Si no te amara, si no me importaras tanto, probablemente me habría conformado con ser solo tu amante ocasional. Llegar, complacerte, y marcharme a la mañana siguiente con una sonrisa. Pero no... Aquí estoy. Despertando contigo, aguantando lecciones de protocolo, evaluaciones políticas, vigilancia constante… Todo eso solo para estar a tu lado.
Se volvió hacia él completamente, con la túnica apenas ceñida a sus caderas, el fino tejido de seda abrazando sus curvas con delicadeza, apenas ocultando la piel todavía marcada por el ardor del encuentro. Caminó con lentitud, dejando que el sonido casi imperceptible de sus pasos descalzos sobre la alfombra mullida acompañara el silencio íntimo de la habitación aún impregnada de deseo. Al llegar junto a la cama, se inclinó una vez más sobre él, y lo besó en la frente con ternura, en un gesto cargado de dulzura, casi maternal, casi piadoso, como si tratara de protegerlo del mundo cruel que aguardaba más allá de esas paredes de piedra.
—Pero te amo, Ivy… —susurró con una sonrisa entre nostálgica y juguetona, dejando que su voz se fundiera con la quietud del momento—. Te amo mucho, y eso vale más que tener que aprender cosas tediosas o recibir órdenes de institutrices amargadas que creen que saben mas que la duquesa. Pero sabes… ahora que lo pienso, suena raro que diga que te amo, yo te cuidaba cuando eras un lindo niño. Dioses que pensarian de mi en la historia de nustra tierra, me tacharan de pevertida. Pero lo que sea… ya eras muy guapo para tu edad de todas formas nadi me culparia. Eres demasiado guapo como para pensar en moral.
La risa de Iván fue suave, ronca, le gustaba como aveces ella sola se perdia en sus pensmamientos en voz alta. La besó sin decir más, como quien responde con un gesto que dice más que las palabras.
—Yo también te amo, Elara —murmuró con honestidad, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano.
Ella le sonrió con calidez, su mirada brillando por un instante con ese fuego contenido que solo brota del verdadero afecto, del compromiso silencioso que iba más allá de lo físico. Con una última caricia en el pecho, se alejó. Sus caderas se mecían con elegancia bajo la túnica mientras se perdía tras la puerta, dejando tras de sí una estela de aroma dulce y cálido, una fragancia que parecía hecha para él, que parecía aferrarse a la habitación como un recuerdo vivo, palpitante.
Iván suspiró, cubriéndose el rostro con una mano. Todavía podía oler el sexo en la habitación, una mezcla densa y carnal que llenaba el aire. “Lo que sea”, pensó, casi resignado, dejando caer la mano y sentándose en el borde de la cama. Su cuerpo aún dolía, su mente estaba nublada por el cansancio acumulado, pero no podía quedarse allí, no hoy. Se puso de pie con desgano, sintiendo cómo la sangre le bajaba lentamente y sus músculos crujían con la protesta de una noche larga.
Caminó descalzo hasta una mesita baja donde había una jarra de vino de la noche anterior. Lo sirvió en una copa tallada de cristal oscuro y bebió un trago largo, sintiendo cómo el líquido cálido y especiado le bajaba por la garganta como un suspiro. Era un buen vino, denso, con cuerpo y un regusto a frutos maduros, el tipo de vino que solo los nobles podían permitirse. Una de las muchas ventajas de su posición: vino exquisito, camas mullidas, cuerpos hermosos compartiendo su cama. Sí… eso era lo bueno. Lo fácil.
Lo tedioso, lo agotador, era el resto. La administración, la política, la economía... tareas interminables que requerían atención constante. Al menos eso era manejable. Lo que no podía domar con facilidad era la guerra. La guerra no era un simple problema logístico. Era caos, era adrenalina, era furia y gloria, y también muerte. Era una llama que ardía en su interior cada vez que recordaba el fulgor de una batalla, el clamor de los soldados, el choque metálico de las armas, la sangre caliente en las mejillas… No debía volver pronto al campo de batalla. No con su cabeza así. Allí deliraba, allí perdía el control de sí mismo.
Se vistió rápido, con ropas cómodas pero dignas, una camisa de lino oscuro, un cinturón de cuero fino y botas altas. No estaba aún para las audiencias, pero no podía vagar desnudo por los pasillos del castillo. Salió de la habitación arrastrando los pies, dejando atrás el calor del lecho y entrando en los corredores fríos, con sus muros de piedra negra y columnas altas decoradas con grabados elegantes.
El estilo Lumenflor dominaba los pasillos, un arte visual que combinaba dramatismo, belleza idealizada y una melancolía palpable en cada trazo. Era un movimiento artístico profundamente emocional, casi romántico, que había reemplazado a los antiguos tapices. Ahora, en lugar de las viejas escenas bélicas bordadas en lana, cuadros colgaban de las paredes, enmarcados en madera dorada, retratando pasajes mitológicos, gestas heroicas y retratos de los nobles ancestrales de la Casa Erenford.
Estandartes negros con detalles carmesí colgaban entre los cuadros, cada uno con el lobo de oro grabado en el centro: el símbolo inmortal de su linaje. A pesar de la sobriedad de los colores, todo tenía un aire solemne y poderoso, casi místico. Avanzó por el pasillo, su andar lento, rumbo a su baño privado. Necesitaba agua caliente y silencio, al menos por unos minutos antes de que el mundo volviera a caer sobre sus hombros.
Hoy debía supervisar la movilización final de las Legiones de Hierro, cuyo entrenamiento se había completado tras meses de disciplina férrea y una selección brutal. También debía coordinar la redistribución del oro entre diferentes puntos de desarollo y de recontruccion, negociar con los gremios mercantes que exigían reducciones fiscales y atender el creciente conflicto con los representantes de la ciudad de Belvinar, que pedían más autonomía en los puertos del rio Maerenth.
Tenía que leer informes, aprobar propuestas, escuchar audiencias, participar en sesiones del Consejo Ducal y, para su desdicha, asistir a una reunión diplomática con enviados de Cearal. Además de eso, aún debía estudiar las implicaciones de los últimos tratados comerciales con el marqueseado de Ruston, mantener correspondencia con las diferentes ciudades y fronteras del ducado y controlar las finanzas de las tierras que arrebató a Stirba.
Y, por encima de todo, debía seguir cumpliendo con su promesa. Porque más allá del deber, más allá del título, más allá del poder, lo que realmente lo movía… era ella. Su madre.
Ella le había confiado esas tareas. Le había entregado parcialmente el gobierno del ducado, aun antes de que estuviera completamente preparado. Lo había hecho con una mezcla de fe y resignación, sabiendo que su tiempo se agotaba. Su enfermedad, implacable como la marea, la consumía poco a poco. Había días en que no podía moverse sin dolor. Días en los que la fatiga la obligaba a permanecer en cama, los ojos opacos y la voz apenas un susurro.
Ni siquiera la mujer de Yuxiang, esa sanadora venida del lejano este, había podido detener del todo el avance del mal. Solo podía ralentizarlo, ofrecerle algo de dignidad en la agonía, mantenerla viva unas semanas más, unos meses con suerte.
Y eso era lo que lo obligaba a continuar. No por honor. No por gloria. No por el pueblo. Por ella. Porque le dolía verla marcharse, pero más le dolería fallarle ahora.
Solo negó con la cabeza, el gesto cansado, casi resignado, como si al hacerlo rechazara no solo una idea pasajera sino todo un cúmulo de pensamientos que lo asediaban desde hacía días. No quería sumirse aún más en las profundidades de su mente, no quería pensar demasiado. Había reflexionado más de lo que debía últimamente, consumido por el deber, la nostalgia, la carga de la herencia y el peso de la sangre. Hoy, aunque fuera solo por unos minutos, deseaba silencio. Deseaba vacío.
Se despojó de la ropa con movimientos lentos, casi rituales, dejando caer las prendas una a una sobre un banco de madera tallada con formas sinuosas. La camisa cayó como un suspiro, la faja de cuero fue desanudada con pereza, las botas hicieron un sonido sordo al tocar el mármol, y finalmente los pantalones se deslizaron por sus piernas hasta enroscarse a sus pies. Su cuerpo, aún marcado por la pasión reciente y el cansancio de días sin tregua, parecía más delgado, más tenso, aunque no menos fuerte. Las cicatrices cruzaban su piel que antes era perfecta.
Se acercó a la piscina de agua humeante que ocupaba el centro de su sala de baño privada, y sin pensarlo más, se sumergió en ella. El agua cálida le abrazó el cuerpo como un amante silencioso, envolviéndolo en un sopor suave que aliviaba músculos, alma y espíritu. Cerró los ojos y dejó que el calor le envolviera, que le hiciera olvidar por un instante lo que era ser Iván Erenford, duque temporal, comandante, hijo, amante, señor de tierras marcadas por la guerra.
La estancia en sí era una obra de arte, una joya de arquitectura que había sido recientemente remodelada como muchas partes del castillo, un estilo elegante que combinaba armonía, luz y proporción, alejándose de la frialdad antigua para adoptar una estética más refinada, más culta, más sensual. Las paredes estaban revestidas con mármol blanco veteado, pulido hasta el punto de reflejar las luces de los candelabros como si fuesen espejos opacos. Altas columnas de piedra rojiza sostenían el techo abovedado, decorado con frescos pintados a mano que representaban escenas mitológicas, cuerpos etéreos envueltos en telas flotantes, deidades rodeadas de cielos azules, campos floridos y rayos dorados.
Las hornacinas laterales albergaban estatuas clásicas de mármol, figuras desnudas de dioses, guerreros y ninfas, esculpidas con un detalle tan vívido que parecía que respiraran. Cada una estaba colocada en posición armoniosa, formando una danza de simetría y movimiento congelado. El suelo, de losas grandes de granito oscuro, estaba incrustado con motivos florales en piedra clara, y se sentía tibio al tacto gracias a un sistema subterráneo que distribuía el calor. Aromas suaves flotaban en el aire: lavanda, jazmín, madera de sándalo. Perfumes sutiles liberados por quemadores de bronce que esparcían un humo pálido y serpenteante por la sala.
El agua de la piscina era cristalina, alimentada por una fuente escondida tras una escultura del dios Oras que vertía sin cesar un fino chorro desde una ánfora. En los bordes de la piscina, jarras de vino, cuencos con frutas frescas, toallas de lino bordadas y una bandeja con ungüentos y aceites corporales descansaban como una invitación a perderse. La luz era tenue, proyectada por una combinación de lámparas de cristal colgadas del techo y antorchas altas de hierro forjado, que bañaban todo con una calidez ámbar, fundiendo sombras suaves sobre el mármol, como caricias de oro fundido.
Iván se dejó flotar unos instantes, con los brazos extendidos a los lados, sintiendo cómo el calor le acariciaba la espalda, cómo el vapor envolvía su rostro, limpiando los rastros del cansancio acumulado. Cerró los ojos y respiró profundo. La humedad le penetraba la piel, le aflojaba los músculos, le despejaba la mente. En ese instante, no había guerra, ni política, ni legiones, ni embajadores. Solo el murmullo del agua, el eco tenue del silencio, el aroma de los aceites y la levedad de no ser nadie.
Abrió los ojos lentamente, sus pupilas azul claro reflejadas en la superficie del agua como si contemplaran no a sí mismo, sino a una sombra de lo que había sido, o quizá a una proyección de lo que sería. Durante un momento suspendido en la quietud tibia y el vapor denso que flotaba sobre la piscina, sintió algo parecido a la paz, aunque fuera efímera, esquiva, una bruma que se disolvía apenas intentaba aferrarse a ella. Era esa paz vacía que solo llega cuando uno está agotado hasta el alma, cuando el cuerpo no puede más y la mente, por fin, cede.
Tras unos largos minutos, cuando el calor del agua ya comenzaba a agobiarlo más que reconfortarlo, Iván emergió con lentitud. El sonido del líquido deslizándose por su piel se mezcló con el murmullo de la fuente, y el vapor se arremolinó a su alrededor mientras tomaba una toalla de lino grueso y se secaba por sí mismo. Aunque era costumbre que sirvientes lo asistieran en esas tareas, nunca le gustó. No por pudor —su desnudez jamás le avergonzó, no desde hace mucho tiempo— sino porque había una intimidad inquebrantable en esos gestos simples, algo que deseaba preservar. Que otros le quitaran la ropa o lo vistieran le parecía una intrusión, una rendición innecesaria.
Con manos firmes se secó el cabello platinado, dejándolo suelto, cayendo hasta la parte baja de la nuca. Algunos mechones rebeldes enmarcaban su rostro de manera descuidada, destacando sus rasgos finos pero bellos: mandíbula bien definida, pómulos marcados, labios de línea noble. Había una belleza en él que, sin esfuerzo, podía parecer etérea o brutal, según su expresión.
Eligió vestirse con una camisa de lino abierta al pecho pero ceñida al cuerpo, de telas ligeras y sutiles, de mangas anchas, recogidas en los antebrazos con broches de plata y encima, una jardanina escarlata, de corte largo y entalle elegante, bordada con hilos dorados que dibujaban figuras de hojas y lobos entrelazados. Los pantalones eran de un cuero fino teñido de negro, y las botas, altas, se ajustaban con precisión a sus pantorrillas. En conjunto, su atuendo era una mezcla de autoridad y encanto, de nobleza y guerra. Se ajustó un cinturón con hebilla de paltino, y sin más, salió hacia la cámara donde administraba los asuntos de estado.
Sus pasos resonaban con ritmo constante por los pasillos de piedra negra, bajo los arcos altos y las columnas decoradas con detalles en rojo carmesí, coronadas por estandartes oscuros en los que el lobo de oro de Erenford brillaba imponente. El arte del estilo Lumenflor decoraba mas paredes, reemplazando antiguos tapices con lienzos que representaban escenas mitológicas, alegorías de la victoria, la sangre y la gloria. Había cuadros de ejércitos marchando entre campos en flor, generales coronados por musas aladas, hombres bañados en la luz crepuscular de los campos de batalla. Una atmósfera de poder absoluto y belleza idealizada impregnaba los muros.
Al llegar, se sentó en su silla de respaldo alto y madera negra tallada. Frente a él, una mesa repleta de informes, mapas, cartas selladas con cera y listados de abastecimientos y movimientos de tropas. Respiró hondo y empezó a leer. La guerra reciente había costado mucho. Habían ganado, sí, pero el precio había sido altísimo.
Las legiones de hierro, el cuerpo principal del ejército zusiano, habían perdido a decenas de millones. En las campañas contra Stirba y Zanzíbar, muchas otras legiones fueron prácticamente aniquiladas. Incluso las Legiones del Duque, consideradas las más poderosas, sufrieron pérdidas considerables. Algunas fueron completamente destruidas, y otros cuerpos apenas conservaron un tercio de sus efectivos. Ademas Lucan había conservado apenas una sombra de su ejército, un puñado de veteranos de elite que sobrevivieron a las vioelntas batallas contra Stirba y Zanzíbar.
Y sin embargo, la victoria tenía un poder milagroso. Aunque los cementerios de las ciudades se llenaban y los nombres de los caídos eran aún leídos en las plazas, la moral del pueblo estaba en alza. Se sentían invencibles. Por primera vez en años, los hombres se alistaban sin necesidad de presión ni promesas de recompensas. El orgullo de haber vencido y la gloria compartida hicieron que el vacío dejado por los muertos se llenara rápidamente. Nuevos voluntarios llegaron desde las provincias, e incluso de territorios vecinos.
Originalmente, el Ducado contaba con 200 legiones de hierro, sumando un total de 79,600,000 soldados. A eso se sumaban las diez legiones personales de cada uno de los diez generales del ducado, aportando 39,800,000 más. Y aunque oficialmente las Legiones del Duque no debían contabilizarse como parte del ejército regular, sus 20 legiones representaban otros 8,780,000 soldados, todos de élite. En conjunto, antes de la guerra, el poder militar zusiano ascendía a 128,180,000 soldados.
Pero tras las campañas, cerca de 25 millones murieron o quedaron incapacitados para el combate. Aun así, en cuestión de semanas, no solo se reemplazaron esas bajas: se formaron 260 nuevas legiones. Fue un milagro logístico, una hazaña de organización sin precedentes. El ejército ahora contaba con 103,480,000 nuevas tropas formadas, entrenadas y listas para marchar.
A ello se sumaba la reestructuración de las Legiones del Duque, que crecieron hasta alcanzar un total de 100 legiones. Cien ejércitos formados exclusivamente por veteranos, curtidos en batalla, endurecidos por el acero y la sangre. Tropas cuya sola presencia infundía temor. Soldados capaces de enfrentar y vencer a unidades enemigas que los superaban en número por decenas. Con ese incremento, el Ducado de Zusian contaba ahora con 460 legiones de hierro regulares, es decir, 183,080,000 soldados, más las 100 legiones del Duque, con 44,000,000 efectivos adicionales. La suma total ascendía a 227,080,000 legionarios zusianos.
Y aún faltaban los 39,800,000 soldados pertenecientes a las legiones personales de los diez generales del ducado, lo que elevaba el número total a unos asombrosos 266,880,000 guerreros listos para defender o conquistar cualquier parte del continete.
Era una fuerza descomunal. Pero muchas de esas nuevas tropas eran inexpertas, sí, pero el sistema de adiestramiento zusiano era el más estricto, exigente y eficaz del este de Aurolia, incluso sobrepasando a los métodos del centro y del oeste del continente. En apenas meses, aquellas tropas novatas se convertirían en armas vivientes, soldados diciplinados, feroces y duros.
A pesar del costo humano abrumador, del colosal gasto en recursos, armas, suministros y pagos, y del enorme aparato administrativo que era necesario para sostener semejante estructura bélica, el Ducado de Zusian no podía —ni debía— permitirse el lujo de debilitarse. La guerra, para Zusian, no era simplemente una necesidad o una estrategia; era una forma de existencia, una afirmación de identidad, un modo de ocupar el mundo con paso firme y sin titubeos. La victoria no solo se medía en batallas ganadas, sino en la capacidad de sostener ese dominio con tenacidad.
Y lo lograban. La riqueza del ducado era tan vasta, tan sólida, que podían armar y entrenar cinco veces más soldados si así lo requería la situación. Sí, era costoso. Cada legión representaba miles de bocas que alimentar, de cuerpos que vestir, de hombres que instruir, equipar, trasladar, pagar. Mantener a más de doscientos millones de hombres en armas no era una hazaña menor. Pero valía la pena. No solo por el poder militar que ello confería —capaz de desatar guerras o prevenirlas con una sola amenaza velada—, sino también por el impacto político, por el prestigio incuestionable que se proyectaba sobre todo el este Aurolia. Zusian no solo era una fuerza armada, era una presencia fuerte e inevitable.
Además, el ejército, aunque inmenso, servía para mucho más que la guerra. Mantenía el orden en las provincias recién conquistadas, controlaba rutas comerciales, protegía caravanas, vigilaba las fronteras. Era también un instrumento de integración territorial, de propaganda, y de estabilidad económica: miles de familias subsistían gracias al servicio militar, y millones más se beneficiaban de la economía generada a su alrededor.
No había crisis económica. No había déficit. No había deudas ocultas ni vacíos fiscales. Solo una voluntad férrea de seguir creciendo. Una ambición insaciable que latía bajo la superficie del ducado como el corazón de una bestia dormida.
Con esa visión clara, Iván se enfocó en la redistribución de las nuevas tropas. El entrenamiento había concluido para gran parte de las nuevas legiones, y era momento de iniciar las rotaciones regulares que, por calendario militar, se hacían cada tres meses. Decenas de legiones fueron enviadas al norte, a reforzar y consolidar los territorios conquistados a Stirba y Zanzíbar. Los puestos fronterizos, muchos apenas fortificados tras la ocupación, debían ser convertidos en bastiones impenetrables. Las rutas montañosas, seguras. Las ciudades ocupadas, vigiladas sin pausa.
El resto de las tropas fue enviada a otras fronteras estratégicas. Pero una atención especial fue puesta en Karador. Tras la última guerra, Zusian controlaba más del 60% de las montañas de Karador, un sistema montañoso que se extendía como una espina dorsal a través del continente y que era el corazón mineral de toda la región oriental de Aurolia. Aquel dominio era tan valioso como cualquier capital conquistada, quizá más.
Las montañas no solo estaban formadas por piedra y roca; eran un entramado infinito de riquezas subterráneas: vetas densas de carbón, cobre, hierro, estaño, plata, oro y una variedad casi absurda de piedras preciosas. Aquellos recursos habían sostenido la economía zusiana por décadas, incluso siglos. Cuando aún poseían solo el 35% del sistema montañoso, ese porcentaje ya constituía la base de su economía. Era cierto que el comercio floreciente, los campos fértiles, los densos bosques de maderas nobles y los altos tributos cobrados por el uso de los ríos contribuían al crecimiento, pero nada era comparable al flujo constante de riqueza que salía de las entrañas de Karador.
Por eso, Iván ordenó el despliegue inmediato de legiones adicionales en esa zona. No solo para proteger los túneles y canteras ya explotados, sino también para asegurar los nuevos yacimientos. En especial porque el Marquesado de Thaekar, un vecino incómodo que aún controlaba un 20% del sistema montañoso, comenzaba a realizar movimientos que no pasaban desapercibidos. Tropas de observación, aumento de guarniciones, envío de ingenieros militares cerca de la frontera… eran señales claras de tensión.
En cambio, los condados de Hallbrück y Dornath, que controlaban cada uno un 10% de las montañas, eran irrelevantes. Cobardes, lentos, aislados. No eran una amenaza real. Pero Thaekar, con su posición más central y su historial de conflictos fronterizos, era otra historia. Zusian no permitiría provocaciones. No otra vez.
Y no era solo lo militar lo que ocupaba a Iván. La economía también requería su atención constante. Su madre, la duquesa Alba, había sido una economista brillante, una administradora férrea. Dieciséis años atrás, durante la desastrosa guerra de coalición que casi destruyó al norte del ducado y en la que su padre murió en batalla, ella había salvado la nación. No solo impidió su colapso, sino que reestructuró todo el sistema económico, lo modernizó y lo convirtió en una máquina de crecimiento continuo. Bajo su gobierno, Zusian no solo sobrevivió: floreció. Ella había sido la base sobre la cual Iván construía ahora su imperio.
Él había recibido su formación desde niño, instruido en economía, administración y política como si de espadas se tratara. Claro, la teoría era mucho más sencilla que la práctica. Y a veces sentía que no entendía nada de lo que ocurría detrás de los cálculos y proyecciones. Pero aun así, lo estaba haciendo bien. Más que bien. La economía del ducado no solo se sostenía: crecía como nunca.
Los campos, gracias a las reformas agrarias y la implementación de nuevas técnicas de irrigación y rotación, producían más que nunca. Regiones que hace una década estaban áridas y despobladas eran ahora verdes y fértiles. La reforestación progresaba con éxito, recuperando ecosistemas y ampliando las reservas de madera. Además, la expansión territorial permitía incorporar más y más tierras a la producción agrícola.
Villas y pueblos crecían sin freno. La población aumentaba. Nuevas carreteras y caminos se empezaban a trazar y a costruir. Nuevas rutas comerciales eran abiertas y protegidas por el ejército. Ciudades enteras emergían de la nada, alimentadas por el flujo constante de recursos y personas. Había más de 20,000 grandes ciudades reconocidas oficialmente, y cada mes nacían decenas más. Era un fenómeno de expansión sin precedentes en Aurolia. Todo eso era gracias a su madre. A su trabajo infatigable, su visión inquebrantable. Y ahora, también, gracias a él.
Las regiones tomadas a Stirba comenzaban a prosperar. Las estructuras de poder local habían sido desmanteladas, los antiguos gobernantes ejecutados o exiliados. Al principio, como era de esperarse, hubo motines, revueltas, sabotajes. Pero poco a poco, el cambio se hizo evidente. Las cosechas llegaron a tiempo. Las minas reabrieron. Las rutas comerciales se mantuvieron abiertas. Las escuelas comenzaron a funcionar, y el flujo de bienes aumentó. Los ciudadanos stirbanos, al principio rebeldes, comenzaban a entender que bajo el dominio zusiano había oportunidades reales. Seguridad. Alimento. Trabajo. Progreso.
Cada vez más stirbanos dejaban de conspirar y comenzaban a construir. Dejaban las armas y tomaban el arado. Algunos incluso se ofrecían como soldados o administradores. El resentimiento persistía, sí, pero era débil frente a los beneficios tangibles. La diferencia entre el viejo régimen stirbano y la nueva administración zusiana era tan clara que ya muchos empezaban a renegar de su antiguo país. Ya no era ocupación. Era integración.
Iván sabía que no podía confiarse, que el poder, aunque pareciera sólido como el hierro, podía quebrarse en silencio, astillarse por dentro sin que nadie lo notara hasta que ya era demasiado tarde. Pero también sabía —con la firmeza que otorga la certeza construida sobre resultados tangibles— que estaba ganando. Y no solo en el campo de batalla, donde las legiones zusianas aplastaban sin piedad a los enemigos del norte y aseguraban las fronteras del sur. No. Su verdadera victoria se estaba forjando en los rincones más profundos del tablero que era Aurolia, un continente convulso, plagado de traiciones, de ambición, de imperios en decadencia y de casas que se devoraban unas a otras en la sombra. Y allí, en ese ajedrez invisible, político, económico, ideológico, Zusian dominaba pieza por pieza.
La economía, sin embargo, era una guerra diferente. Más lenta, más desgastante, más cruel incluso. Requería tiempo, paciencia, vigilancia constante, y una comprensión profunda del flujo de los recursos, de los intereses ocultos, de los peajes disfrazados de favores y de los sobornos disfrazados de cortesía. Aunque había formado un gabinete económico lleno de asesores, tecnócratas y eruditos traídos desde todos los rincones del ducado —y más allá—, no todo podía dejarlo en sus manos. Algunos eran brillantes y comprometidos, pero otros no eran más que buitres vestidos de seda, sabandijas bien educadas que esperaban la primera oportunidad para favorecer a sus casas, a sus banqueros, a sus redes de corrupción enterradas bajo siglos de intriga.
Y había sectores enteros que debía supervisar él mismo. A pesar del tamaño colosal del ducado, algunas decisiones no podían delegarse. Algunas áreas eran demasiado sensibles, demasiado peligrosas. Especialmente aquellas relacionadas con la gestión de los tributos de las regiones recién conquistadas, con las concesiones mineras en Karador o con los aranceles de tránsito fluvial en los grandes ríos comerciales. Si uno solo de esos hilos se rompía, el entramado entero de la economía zusiana podía tambalearse.
Pero lo que realmente le provocaba noches en vela, lo que le desgastaba más que cualquier reunión del Consejo de Guerra o debate parlamentario, eran los informes de los espías. Llegaban en cajas selladas, marcadas con el emblema de la rosa negra, el símbolo de la Oficina de Inteligencia y espias más antiguo y temido del ducado. Se decía que la organización había sido fundada durante el reinado de Varislav Erenford, “El Lobo de Karador”, casi 170 años atrás, y que desde entonces había operado en las sombras, sirviendo únicamente a los intereses de la Casa Erenford.
No todos sus miembros eran leales, por supuesto. Algunos eran dobleagentes, otros estaban infiltrados por potencias extranjeras, otros simplemente vendían información al mejor postor. Pero muchos, quizás la mayoría, eran verdaderamente valiosos. Auténticos fantasmas que operaban dentro del territorio zusiano y también más allá de sus fronteras, en los territoiso vecinos, en las cortes extranjeras, en los mercados y en los prostíbulos donde se susurraban secretos que no podían decirse en voz alta. Informaban de movimientos militares, rumores de rebelión, alianzas encubiertas, tensiones entre gobernantes y hasta de supuestas profecías en pueblos remotos que auguraban la caída del ducado.
Uno de esos nombres que aparecía constantemente en los informes era el de su propio tío: Darius Erenford.
Iván jamás lo había conocido en persona. Pero su madre le había hablado de él con una mezcla de recelo y un leve dejo de respeto. Era, según ella, su mayor rival político. Un hombre astuto, de lengua venenosa, manipulador, experto en crear redes de influencia silenciosas, capaz de comprar fidelidades y destruir reputaciones con una sola frase bien dicha en el momento adecuado. Se decía que era el último de los verdaderos señores de la vieja nobleza, un símbolo de una era que se resistía a morir.
Desde los tiempos del Lobo de Karador, la nobleza feudal había desaparecido casi por completo. Los grandes linajes, con sus castillos, sus ejércitos privados y sus pretensiones dinásticas, habían sido arrasados, absorbidos, devorados por el poder central de la Casa Erenford. La nobleza, tal como existía en otras partes del mundo, era en Zusian una sombra, una cáscara vacía. Había aún algunas casas menores con títulos pomposos, con tierras o fortalezas, pero no representaban un verdadero poder. El ducado se había convertido en una maquinaria centralizada, dirigida desde la capital por un puño de hierro.
Esa corriente había sido imitada por muchos de sus vecinos. Pero en Zusian se había llevado al extremo.
Aun así, no todos estaban contentos con ese orden. Con el ascenso de nuevos ricos, de burócratas ambiciosos, de comerciantes enriquecidos por las guerras y de terratenientes antiguos que aún conservaban algo de poder, la política interna del ducado era cada vez más intrincada. Las viejas y nuevas élites chocaban bajo la superficie. Y entre todos esos actores, la figura de Darius se alzaba como una sombra difícil de ignorar.
Y no solo él. También estaban sus primos: Vaelion, Kaelor y Zareth Erenford.
Iván apenas sabía nada de ellos. Eran hijos de Darius, miembros de la rama cadete de la familia. Nunca habían compartido una cena, ni un campo de entrenamiento, ni una sesión del consejo. Pero sabía lo suficiente. Vaelion había sido preparado desde la infancia como él: educado para gobernar, entrenado para la guerra, adoctrinado en los principios del orden y el poder. Algunos decían que era incluso más disciplinado, más calculador, más frío. Si alguna vez estallaba una guerra civil —una verdadera, total, fratricida—, no serían los rebeldes menores quienes pondrían en peligro su trono, sino ellos. Vaelion sería su verdadero rival.
Kaelor y Zareth, según los informes, no poseían el mismo carisma ni la misma disciplina, pero tenían influencia. Kaelor estaba vinculado con ciertos círculos intelectuales y religiosos que comenzaban a cuestionar la legitimidad de la centralización política del ducado, y Zareth se decia tenia redes de espias y informantes. No eran simples figuras decorativas. Eran piezas activas, moviéndose lentamente, esperando el momento adecuado.
Darius no era un militar destacado. Nunca había empuñado una espada en el campo de batalla ni comandado una legión. Su fuerza residía en la política, en las palabras, en las alianzas invisibles que tejía con paciencia. Pero eso no lo hacía menos peligroso. De hecho, lo hacía más letal. Porque mientras los soldados morían en los campos de batalla, los verdaderos cambios de poder ocurrían en las sombras, con tinta, con veneno, con silencios cuidadosamente calculados.
Por fortuna, los diez generales del ducado apoyaban firmemente a Iván. Todos ellos, veteranos endurecidos por la guerra, hombres leales no solo a su persona, sino a la visión que representaba: un Zusian unificado, fuerte, inquebrantable. Con ellos, Iván controlaba el aparato militar del estado. La espada seguía en su mano. Y sin la espada, ningún político podía reinar.
Pero aún así, no podía permitirse bajar la guardia. Porque aunque el ejército lo apoyaba, los enemigos no siempre golpeaban con acero. A veces lo hacían con mentiras, con rumores, con alianzas matrimoniales, con movimientos financieros que minaban la estabilidad del trono poco a poco.
Y esa amenaza, silenciosa, sigilosa, insidiosa, era mucho más peligrosa que cualquier ejército enemigo. Porque venía desde dentro. Porque compartía su sangre. Porque llevaba el mismo apellido, y sabía dónde golpear, cómo hacerlo y cuándo sería más efectivo. No se anunciaba con cuernos de guerra ni avanzaba con estandartes al viento. Se filtraba como una sombra, como un rumor entre pasillos, como una palabra envenenada en boca de un aliado.
Así transcurrió la mañana y el inicio de la tarde, con la tensión como telón de fondo constante. La rutina del poder no era menos agotadora que la guerra. Tras haber despachado múltiples documentos y haber firmado decretos que moverían tropas, asignarían fondos o redistribuirían recursos a lo largo y ancho del ducado, Iván apenas tuvo tiempo para comer. Los sirvientes le trajeron un almuerzo sencillo: pan negro de centeno, un guiso espeso de cordero con cebollas y especias traídas del sur, y un poco de fruta fresca de los invernaderos de Lystra. Comió mientras aún leía, sin dejar de revisar las cuentas enviadas por el Alto Tesoro y los resúmenes de movimientos logísticos del Estado Mayor.
Después de coordinar personalmente el envío de oro a las reservas centrales a puntos estratégicos del norte y sur donde la movilización de tropas requería fondos inmediatos. Las campañas militares, incluso en tiempos de paz aparente, devoraban recursos con una voracidad aterradora. Cada legión, cada división de exploradores, cada puesto de avanzada era un gasto constante, un recordatorio de que el poder debía alimentarse sin cesar. Pero no todo era acero y oro. La siguiente cita lo llevó al gran salón de mármol donde lo esperaban los representantes de los gremios mercantes de Hellem uno de los mas importantes del ducado, Borzane y Kalvoren. Vestían túnicas ricas, adornadas con colgantes de sus respectivos gremios: la rueda dorada de los navieros, el cuerno de plata de los ganaderos y el martillo cruzado de los artesanos mayores. Estos, como siempre, reclamaban reducciones fiscales, exenciones temporales o nuevos privilegios comerciales. No era la primera vez. Aquellos hombres, ricamente vestidos, con dedos llenos de anillos de jade y oro, sabían que el poder militar de Zusian descansaba también en la estabilidad de su economía, y trataban de usarlo como palanca. Pero Iván, que había aprendido bien de su madre, quein se volvio una experta entre expertos en la guerra financiera, no se dejó doblegar.
Su petición era clara y reiterada: exigían una reducción en las cargas fiscales impuestas a sus caravanas y flotas flubiales.
La reunión se llevó a cabo en la Cámara Baja del Palacio del Comercio, una vasta sala con techos altos pintados con frescos que representaban las rutas comerciales del ducado. El aire olía a incienso y a papel viejo. Los representantes de los gremios se sentaron frente a él, con posturas altivas y miradas que trataban de ocultar la codicia bajo una máscara de respeto.
—Vuestra Excelencia —dijo el portavoz del gremio de los navegantes del rio de Salher—, nuestras embarcaciones han sostenido el comercio en el sur durante los últimos seis inviernos. Exigimos una reducción del impuesto sobre las cargas que atraviesan el canal de Velmoor. El tráfico ha disminuido desde la guerra con Stirba, y nuestras pérdidas...
—Las pérdidas del ducado también han sido muchas —interrumpió Iván sin alzar la voz, pero con una firmeza glacial—. Pero nosotros no hemos dejado de proteger las rutas, ni de garantizar la seguridad de sus barcos. Y si el comercio ha disminuido es porque no se han adaptado a los nuevos mercados abiertos en el este. No me traigan lamentos, denme propuestas. De lo contrario, la Zusian buscará nuevos socios y mejor posionados, obvio quitando nustra inversion y proteccion.
Tras casi dos horas de discusión y mediación, con el apoyo de sus consejeros económicos, logró llegar a un acuerdo intermedio. Las tasas no se reducirían como los gremios pedían, pero se crearían incentivos para las rutas que se abrieran hacia los territorios recién anexados, en especial hacia las antiguas ciudades de Stirba. Fue una victoria parcial, pero suficiente para mantener la paz y, sobre todo, el control.
Después de esa negociación, Iván tuvo que enfrentar otro asunto delicado: el creciente conflicto con los representantes de la ciudad de Belvinar, una de las urbes más antiguas y orgullosas del oeste. Sus líderes exigían mayor autonomía sobre los puertos fluviales del río Maerenth, alegando que el control total por parte de la administración central ahogaba el comercio local. Pero lo que realmente querían era apropiarse de parte del peaje, de las tasas por el tránsito de mercancías que el ducado cobraba con mano firme. El río Maerenth no era cualquier curso de agua: era la arteria principal de Zusian, una vía sagrada para el comercio, la guerra y la política. Quien controlaba el Maerenth, controlaba media Aurolia.
La reunión tuvo lugar en la Sala de los Acuerdos, un salón circular con columnas de mármol blanco y estatuas de antiguos gobernantes frente a hombre que vestían túnicas ligeras, decoradas con perlas del delta y anillos de jade. Su tono era diferente al de los gremios: más calculador, más sedicioso. Reclamaban mayor autonomía para controlar los muelles, exigir sus propios peajes y reducir la presencia militar en el distrito costero. Iván no fue amable.
—¿Más autonomía? —preguntó, mientras sostenía una copa de plata entre los dedos—. Ya tienen el privilegio de comerciar bajo el amparo del ducado. Si quieren independizar vuestras rutas, también pueden protegerlas solos. Retiraré las tropas, los barcos de patrulla, los ingenieros de diques. Y cuando los piratas disfrasados de comerciantes arrasen sus bodegas, pueden explicar a sus ciudadanos por qué cambiaron protección por orgullo.
—Ademas les recuerdo señores, el río Maerenth no es de Belvinar. Es del ducado. De todos los súbditos de Zusian. ¿Pretenden decirme que una ciudad, por rica que sea, puede apropiarse de nuestras arterias comerciales?
Uno de los enviados, un tal Varnet Daelor, intentó disimular su arrogancia con una sonrisa fina.
—Su Gracia, lo que proponemos es simple: descentralizar ciertos aspectos operativos para mejorar la eficiencia. Sin tocar la soberanía del ducado, por supuesto.
Iván dio un sorbo lento al vino. Luego, se puso de pie y caminó hacia la ventana, observando el río a lo lejos.
—La eficiencia sin control es la antesala del caos —murmuró—. Belvinar es valiosa, pero no indispensable.
Los representantes bajaron la mirada. Algunos balbucearon excusas. Otros callaron. La amenaza implícita, revestida de lógica y pragmatismo, surtió efecto. No necesitó decir más. Con una serie de pequeñas maniobras, logró neutralizar su presión: envió instrucciones al Consejo de Navegación para crear un puerto alternativo en Lorten, con beneficios fiscales que desviarían el tráfico de mercancías. A la vez, los inspectores del Tesoro comenzarian auditorías sorpresa en los almacenes de Belvinar. Para el final del día, la delegación regresó cabizbaja a su ciudad, Belvinar se mantendría bajo el control zusiano, aunque con ciertas concesiones en la gestión de almacenes y permisos de embarque. Jugadas sucias, sí, pero necesarias.
Durante la comida, más formal, aprovechó para leer los informes prioritarios. Los de menor urgencia eran despachados a secretarios y burócratas de confianza, que se encargaba de analizarlos y presentar solo los que requerían decisión directa. Entre los documentos, uno captó su atención: una propuesta enviada por un grupo de graduados de la Universidad de Hellemberg. Era lo bueno de haberla fundado y financiado personalmente: se había convertido en uno de los centros de conocimiento más prestigiosos de toda la región, atrayendo mentes brillantes de todas las ciudades importantes de este Aurolia. Estudiantes formados en ciencia, matemáticas, economía, filosofía , administración, arte militar y tecnología ofrecían sus talentos al ducado como prueba de lealtad y gratitud.
Leyó y aprobó propuestas de expansión agrícola en los valles del sur, rechazó una solicitud excesiva de fondos para el teatro real de Hellem y revisó los registros de una nueva generación de estudiantes egresados de la Universidad de Hellemberg. En especial en los informes de Vaelith, el estdinte al que financiaba. Mencionaba avances en el diseño de nuevas armas de fuego: prototipos de mosquetes de mecha mejorada, con mecanismos simplificados para una manufactura en serie más eficiente. Eso le recordó que debía visitarlo pronto.
“Debo ir a ver los avances antes de que termine el mes”, pensó, tomando nota mental de aquello.
Aunque la pólvora apenas comenzaba a consolidarse como un recurso bélico en ese mundo, Iván sabía que su potencial era revolucionario. No había tenido una educación avanzada, pero sus bocetos, sus conceptos, sus ideas dispersas bastaban para guiar a una mente como la de Vaelith hacia una innovación sin precedentes. Armas de fuego portátiles. Infantería con alcance y fuego devastador. Un nuevo paradigma militar.
Pero su jornada aún no terminaba. Quedaban audiencias públicas, reuniones privadas, decretos por firmar. La sesión del Consejo Ducal se acercaba, y con ella, horas de debate sobre legislación, logística, y diplomacia interestatal. Tomó solo un poco de vino para despejar la cabeza.
Con pasos firmes, seguros, casi ceremoniales, Iván avanzó por el largo pasillo alfombrado que lo conducía a la gran sala del Consejo Ducal. Las antorchas empotradas en las paredes proyectaban sombras oscilantes sobre las pinturas de antiguos duques basados en las figuras de las estatuas, figuras de solemnidad pétrea que parecían observarlo en silencio, como si quisieran recordarle que el poder no se heredaba, se mantenía con sangre, sudor y astucia.
La jornada seguía su curso sin tregua. En la sala del Consejo, decorada con mármol blanco y ventanales altos desde donde se veía el río Maerenth serpenteando entre las colinas, los temas a tratar eran numerosos y espinosos. Le hablaron de lo urgente y de lo importante, de lo que se podía posponer y de lo que exigía atención inmediata. Iván, con el temple de un guerrero y la mente de un administrador forjado en mil batallas burocráticas, tomó las mejores decisiones que pudo. Ninguna era sencilla. Cada movimiento afectaba a miles, incluso millones de personas, pero él ya estaba empezando a acostumbrarse a ese peso.
Uno de los temas centrales era la administración de los territorios ocupados del antiguo ducado de Stirba. Iván había ordenado la creación de un gobernador militar interino y la instalación de intendencias civiles para recuperar la producción y estabilizar la región. También se discutió la consolidación de las dos líneas defensivas tomadas recientemente al ducado de Zanzíbar: el Paso de Krel y las Llanuras de Mavros, ambas regiones estratégicas no solo por su valor defensivo sino también por ser antiguas rutas de comercio que ahora quedaban en manos zusianas. Allí, se habían comenzado a construir bastiones y puestos de vigilancia. Era imperativo que esas posiciones no solo resistieran, sino que proyectaran poder y orden.
Luego, Iván tuvo que revisar personalmente los informes relacionados con los últimos tratados comerciales firmados con el Marqueseado de Ruston, una región autónoma al norte que había sido históricamente ambigua en sus alianzas. Ruston poseía una salida al Mar de Norvadia y del Este, con puertos bien defendidos y colonias comerciales esparcidas por las islas menores del archipiélago de Tyllir. También compartía una frontera montañosa con Zanzíbar, lo que lo convertía en un actor geopolítico de importancia. Era, sin duda, un socio comercial valioso, pero su lealtad era siempre una moneda lanzada al aire.
Lo que Iván no comprendía del todo era por qué su madre había abierto relaciones con Ruston de manera tan repentina y sin consultar al Consejo en su totalidad. No es que fueran débiles —todo lo contrario—, el marqueseado era rico y poseía una flota mercante y militar considerable, además de un gobernante pragmático que entendía los beneficios del comercio que de los viejos rencores. Pero no había un motivo visible, al menos no aún. Y como siempre, cuando las razones no eran visibles, había que asumir que estaban ocultas.
El marqués de Ruston, un veterano llamado Bogdan Brownway, era un hombre de 76 años, ya casi un anciano, aunque aún activo en los asuntos del estado. Era un diplomático astuto, frío como una piedra de río y calculador hasta en sus silencios. Aunque había tenido esposas, concubinas y amantes a lo largo de su vida —algunas de noble cuna, otras no—, no había engendrado ni un solo hijo varón. Solo hijas.
Quince hijas primeras, hijas nacidas de sus esposas legales, que recibían educación formal y se criaban dentro de los muros de mármol de Rustograd, su capital costera. Luego estaban las hijas secundarias, más de un centenar según algunos informes, fruto de sus concubinas, muchas de ellas nobles menores, cortesanas o mujeres de su servicio. Y por último, estaban las hijas terciarias: niñas nacidas de relaciones no reconocidas, ocultas, a veces incluso secretas, que apenas sabían quién era su padre. Nadie sabía cuántas eran en realidad. Y para su suerte, sin hijos, todo recaia en ellas, ahira estando en un juego político en el que cada hija se convertía en una ficha de ajedrez en manos de su madre.
Iván no tardó en comprender la jugada que su propia madre, la Duquesa Alba, estaba planeando. Era evidente. En un mundo como Aurolia, donde la sucesión femenina no estaba prohibida pero sí cuestionada, el marqués Brownway estaba en una posición delicada. Ninguna de sus hijas principales había demostrado ser una líder digna del trono. La nobleza de Ruston murmuraba, y algunos incluso ya hablaban de “reorganizar” la sucesión. Si eso pasaba la casa Ruston no solo desapareceria si no que perderian sus tierras y hogar ancestral.
Y luego estaba el Marqueseado de Cearal, al sur. Una tierra cálida, fertil y muy rica en ganaderia. Su regente, la marquesa Lysandra Copperstar —nombre de casa tomado por matrimonio, nacida Lysandra Valenne, del Condado de Aerwyn—, era una mujer de sesenta años, fuerte, astuta y temida por muchos de sus iguales. Tenía tres hijas, pero, según los informes del espionaje zusiano, ninguna tenía la madera necesaria para gobernar. Una era demasiado joven, la otra demasiado blanda y la tercera simplemente ignoraba el poder, interesada solo en la vida artística y la música. Además, se decía que los hijos terciarios del difunto marqués, varones todos, conspiraban desde los bordes de Salher para desestabilizar la casa regente, provocando revueltas menores en las ciudades y financiando compañias mercenarias con oro de contrabando.
Era un patrón, claro como el reflejo de la luna sobre una espada recién afilada. Dos marquesados en crisis, ambos sin herederos varones legítimos y fuertes, ambos debilitados por divisiones internas, por rencillas de linaje, por conspiraciones que se gestaban como podredumbre en lo profundo de la nobleza. Dos territorios que una vez fueron bastiones de autonomía orgullosa, ahora no eran más que ruinas adornadas con oro viejo. En uno, los bastardos tramaban en la sombra, en el otro, las propias elites que se suponen tendrina que ser leales comenzaban a susurrar en los pasillos la posibilidad de reemplazar a los Brownway con otra casa y linaje. Y en medio de todo eso, su madre, la Duquesa Alba, con esa mirada fría que perforaba corazones, abría súbitamente las puertas del comercio y la diplomacia con ambos.
Iván ya no tenía dudas. El tablero de juegos estaba en movimiento y su madre ya había colocado las piezas. Él era una de ellas.
Sabía lo que planeaba. Casamientos. Alianzas matrimoniales cuidadosamente tejidas, trenzadas con las fibras del poder y de la necesidad. Las hijas del marqués Brownway, las hijas de la marquesa Copperstar. Las piezas estaban ahí, y él, con apenas dieciséis años, era el rey en ese tablero: joven, sí, pero ya respetado, temido incluso. Un hombre —porque ya no era un niño— que había sobrevivido a intentos de asesinato y dirigido una campaña militar con la disciplina de un veterano. Ya se tejían baladas sobre él en los caminos del este y del norte, y algunos bardos hablaban de sus ojos como los de un lobo joven hambriento de gloria, muchas cosas eran muy exageradas, aun asi era buena propaganda para el.
Matrimonios estratégicos… sí, por supuesto. Pero no solo como símbolos. No, en Aurolia nada era solo simbólico. Estas uniones significaban legitimación, significaban control. Si las herederas eran débiles, entonces qué mejor que casarlas con el heredero de un ducado poderoso, un hombre que podía sostener un reino tanto con palabras como con la espada. Un hombre que no solo tendría la sangre, sino también el acero. Un esposo zusiano, fuerte, hábil, respaldado por ejércitos, por oro.
Y no hacía falta pensar demasiado: ese hombre era él.
No podían dárselo a ninguno de sus tres primos, eso estaba fuera de toda lógica. Todos eran ramas secundarias de la Casa Erenford. Criados para robarle su lugar. De darles poder, su madre habría arriesgado todo el legado. Así que era obvio: todo aquello, cada palabra de bienvenida, cada gesto diplomático, cada taza de vino servida con sonrisas fingidas, era solo el preludio de un matrimonio arreglado.
Iván no se escandalizaba por ello. Le importaba poco si había amor. En Aurolia, eso era un lujo reservado para los pobres. Lo importante era el poder. Además, en este continente, era habitual que un hombre tomara varias esposas si su linaje, riqueza o poder político lo justificaba. No había límite. No había juicios. Sonaba cruel, sí, pero era parte del juego. Si podía usarlas, usarlas con astucia, entonces las usaría. Sin culpa. Sin remordimientos.
Y no era como si fuera a tomar algo indeseable. Se sabía que tanto las hijas de los Brownway como las Copperstar eran bellezas de primera. Las quince hijas legítimas del marqués Bogdan Brownway eran conocidas en las cortes de todo el norte por su apariencia etérea: cabellos blancos como la escarcha en la cima del Monte Avior, ojos violetas que brillaban como amatistas bajo la luz de las velas, cuerpos esbeltos y curvas voluptuosas que habían inspirado a poetas, escultores y libertinos por igual. Eran las joyas vivientes de Ruston, cada una educada en la danza, la música, el arte y la política. Algunas decían que ni las mujeres élficas del sur podían competir con su belleza gélida.
Y luego estaban las Copperstar. Solo tres hijas, pero qué hijas. La marquesa Lysandra había mandado esculpir su linaje con cuidado. Las jóvenes eran conocidas no solo por su nobleza de sangre, sino por una belleza carnal, exuberante, casi salvaje. De cabellos rosados, largos y gruesos como seda teñida con vino de azahar, ojos verdes que parecían cambiar de tono con el humor y piel suave, y perlada. Se decía incluso —con descaro en los burdeles, con envidia en los salones— que “las hijas de Copperstar tenían los pechos más grandes del Este de Aurolia”. Palabras vulgares, sí, pero cargadas de verdad. Las tres hijas habían sido criadas con la idea de seducir reyes, de engendrar linajes duraderos. Estaban diseñadas, moldeadas casi, para convertirse en reinas, o eso es lo que se decia, es normal que la gente del publo exageran todo, a el lo llamaron durante dos meses un "Enviado de Kradun", dios de la guerra y la reencarnaicon de algun rey Erenford cuyo nombre no recordaba, no por no saber su linaje si no porque lo compararon con muchos reyes antiguos.
Y como ocurría a menudo, su madre le daba miedo. No por su crueldad —que era legendaria cuando era nesesario— ni por su inteligencia, que era afilada como una daga. Le daba miedo por su capacidad de ver el mundo como piezas, de convertir a personas en instrumentos. Si lo que Alba planeaba era lo que Iván imaginaba, entonces no solo anexarían dos territorios grandes y ricos. No. Era algo mucho más grande.
Si jugaban bien las cartas, podrían revivir una vieja gloria. Porque si tomaban Ruston y Cearal, si los ataban a través de matrimonios, de sangre, de juramentos sellados con la carne, entonces Zusian tendría, por primera vez en siglos, una salida directa al mar. Desde los tiempos de Reinarath V Erenford “El Lobo Escarlata”, el último rey del Este cuyo trono se derrumbó tras las Guerras de Unificación, ningún señor Erenford había tenido ese privilegio. Desde entonces, Zusian había vivido bajo la sombra de la Casa Zirak, convertidos en vasallos, relegados a la tierra interior, mirando con las costas que una vez les pertenecieron eran dadas a vasallos traidores.
Pero eso podía cambiar. Con sangre, con alianzas, con guerra… podía cambiar.
Y entonces llegó la hora de la reunión con los representantes de Cearal. La sala del palacio fue preparada con extremo cuidado. Candelabros de hierro dorado ardían con aceite perfumado. Los ventanales estaban cubiertos con tapices verdes y dorados en honor a los invitados. Iván entró con paso lento, midiendo cada mirada.
Los enviados del sur eran inconfundibles. Vestían ropajes de seda gruesa, pesadas capas verdes ribeteadas en oro y bordados con el blasón de un ciervo coronado. No había nada ridículo en ellos, como a veces sí ocurría en las cortes del oeste. Su ropa era práctica, aunque refinada. Camisas de lino ceñidas con cinturones de cuero fino, botas altas con hebillas de bronce y capas largas que colgaban con autoridad desde los hombros. Portaban anillos con gemas grandes y dagas ornamentales, pero sus ojos eran lo que delataban su experiencia: hombres acostumbrados a negociar con cuchillos bajo la mesa.
Y su guardia… la famosa Guardia Esmeralda de los Copperstar. Diez hombres de élite, auténticas estatuas de guerra. Sus armaduras eran un despliegue de belleza y brutalidad. Llevaban yelmos cerrados, negros como la noche, con viseras enrejadas que permitían respirar y mirar sin mostrar el rostro. De cada casco emergía una pluma verde brillante, símbolo de la casa Copperstar. El peto era negro, ricamente decorado con grabados florales dorados que captaban la luz como fuego vivo. Las hombreras articuladas permitían movimiento sin sacrificar presencia, tenían pinchos decorativos, como espinas de acero que añadían un aire agresivo y desafiante.
Los brazales estaban grabados con motivos de serpientes y arboles entrelazadas, los guanteletes eran oscuros, segmentados, con remaches dorados. Desde la cintura colgaba una falda de cota de malla que tintineaba suavemente al moverse, y sobre el hombro izquierdo, una capa esmeralda caía drapeada con elegancia hasta la pierna derecha. Cada uno portaba una espada bastarda en la cintura izquierda y dos dagas en la derecha. Eran una amenaza silenciosa, una advertencia andante de lo que pasaría si se cruzaba la voluntad de Cearal.
Quizá era para intimidar. Quizá solo para mostrar poder. Iván no lo sabía, pero no se sintió menos preparado. Su propia guardia estaba allí: los Legionarios de las Sombras. Hombres envueltos en armaduras pesadas de placas oscuras, ornamentadas con líneas de oro que delineaban los músculos metálicos, símbolos de disciplina y dominio absoluto. Cada uno portaba una alabarda ornamentada con cabezas de lobo en la base del asta, como si fueran espectros de una era perdida. Yelmos cerrados, viseras abatibles con pequeñas ranuras, respiraderos ocultos bajo los bordes, que les permitían hablar sin ser reconocidos, sin mostrar emociones. A diferencia de los Copperstar, no tenían capas vistosas, ni joyas. Eran sombras. Sombras con filo.
La gran sala donde se celebraba la reunión era un templo del poder y la memoria. La luz de la mañana, suave y filtrada por vitrales esmerilados, pintaba el interior con tonos de ámbar, jade y zafiro. Los haces multicolores caían sobre el mármol pulido, proyectando formas irreales, como si los dioses observaran desde las alturas. En lo alto, cúpulas majestuosas se alzaban como coronas de piedra, sostenidas por columnas colosales cuyos fustes estaban tallados con escenas de gloria antigua: ejércitos cruzando llanuras con estandartes al viento, juramentos sellados sobre altares ardientes, monstruos míticos vencidos por reyes ya olvidados, y deidades cuyos nombres sólo sobrevivían en las crónicas más viejas de la era anterior al Imperio Eldanthir.
El aire estaba cargado de solemnidad, envuelto en un aroma compuesto por incienso de mirra, cera caliente y la humedad antigua de las paredes. Todo en ese lugar imponía silencio, respeto. Era una sala para decisiones trascendentales, para tratados que podían cambiar el destino de generaciones.
En el centro, destacaba una mesa de ébano perfectamente redonda, sin cabeceras, símbolo deliberado de paridad. Estaba labrada con un mapa antiguo del continente: líneas de frontera ya desvanecidas por guerras de siglos pasados, rutas comerciales olvidadas, ciudades que ya no existían más que en la memoria de los sabios. Era un recordatorio tácito de que todo poder es efímero.
Los representantes de Cearal estaban sentados a un lado. Portaban túnicas formales de verde oscuro y oro, símbolos bordados en el pecho y en los hombros representando a su marquesado: un arbol de oro en un mar de hojas. Al frente de ellos, el embajador principal era Merian Cauth, un diplomático de mediana edad, rostro anguloso y sonrisa estudiada, conocido por ser más serpiente que hombre en las cortes del sur. A su derecha, su segundo, Varn Ulric, un hombre más joven, de mirada aguda y manos inquietas que jugaban constantemente con un anillo de plata. Sus escoltas permanecían en los márgenes de la sala, en un silencio de estatua.
Frente a ellos, Iván se sentaba con porte imperturbable. A pesar de su juventud, no había en su rostro rastro de nerviosismo o indecisión. A su derecha se encontraba Arkan Velemir, anciano de ojos penetrantes, barba blanca finamente cuidada y voz seca como la hoja de un pergamino. Era el arquitecto de la política exterior de Zusian, un hombre cuya lengua era más filosa que cualquier daga. A la izquierda, silencioso como una sombra, estaba Antoni Morozov, comandante supremo de los Legionarios de las Sombras. Su presencia imponía incluso sin decir una palabra. Alto, imponente, con una cicatriz que cruzaba la mejilla derecha como una firma del acero, Antoni era una leyenda viviente. Él había enseñado a Iván a leer el campo de batalla como un poeta lee un verso: encontrando significado incluso en lo caótico.
La conversación comenzó, como dictaban las formas, con cortesías vacías.
—Honor nos es concedido al ser recibidos en esta cámara de historia viva —dijo Merian, inclinando apenas la cabeza—. Que las palabras aquí pronunciadas no solo queden en la piedra, sino en los corazones de los hombres.
—Y que no sean las espadas las que hablen —replicó Arkan con una sonrisa pálida—. Aunque, si lo hacen, Zusian nunca ha sido sordo al lenguaje del acero.
Un silencio cargado siguió. Luego, Merian exhaló despacio.
—Sabemos que la paz es un bien frágil, especialmente en estos tiempos. El sur está convulso. El Marquesado de Kheoven se resquebraja: su marqués, el viejo Thalric Shepcaster, ha perdido el control. Su hijo mayor, Valen, aclamado por los ejércitos, se enfrenta a su hermana Elandra, sostenida por las cortes y los gremios de comerciantes. Ambos buscan el trono, y el pueblo observa, inquieto. Es una herida abierta.
Iván escuchaba sin moverse, con la espalda recta como una lanza clavada en la piedra. Su rostro era impasible, un mármol joven tallado por manos severas. Pero tras esa máscara de serenidad, sus pensamientos se movían con rapidez. Conocía los informes. Los había leído uno tras otro, memorizando cada nombre, cada movimiento de tropas, cada suministro sospechoso, cada frontera tensa. Kheoven era una fruta madura al borde de caer, y Cearal tenía ya extendida la mano para atraparla. No había duda. El caos interno que consumía al marquesado era el pretexto perfecto.
La lucha por el trono entre Valen Shepcaster, el hijo mayor del viejo marqués, y su hermana Elandra, sostenida por el poder civil y los gremios, tenía sumido al sur en una espiral de intrigas, asesinatos políticos, y deserciones militares. Valen, un comandante popular entre los soldados, querido por el pueblo y respetado por sus hombres, tenía la fuerza. Elandra, inteligente, astuta, con un grupo de gobernantes y mercaderes detrás, tenía el dinero. Ambos pretendían el trono. Ambos se odiaban. Y el viejo Thalric ya no tenía fuerzas para imponerse. Lo sabían todos.
—¿Y cuál es la posición de Cearal en esa disputa? —preguntó Arkan, con una frialdad cortante, como si arrojara una daga envuelta en terciopelo.
Merian respondió con calma, fingiendo una neutralidad ensayada mil veces frente a espejos y consejeros:
—Observamos. Pero no podemos permitir que la inestabilidad se derrame sobre nuestras tierras. Si Kheoven cae en manos de un líder hostil, nuestras rutas del este se verían comprometidas. Hay voces entre nuestros altos gobernantes que exigen acción. Preventiva.
Antoni Morozov, hasta entonces inmóvil, desvió ligeramente la mirada, apenas una reacción, un leve giro de cabeza, pero Iván lo notó. Era como el parpadeo de un cuervo entre ramas: discreto, pero revelador. Su comandante había interpretado el subtexto. Cearal no venía a advertir. Venía a justificar de antemano.
—La guerra preventiva es el arte de justificar lo inevitable —musitó Arkan con un suspiro que era más veneno que resignación.
—La paz no es menos artificio —replicó Merian sin perder el aplomo—. Y por eso estamos aquí.
Entonces se hizo un nuevo silencio. Uno más pesado, denso como alquitrán. Hasta las motas de polvo parecían detenerse en el aire.
Y fue en ese instante cuando Iván habló.
Su voz no fue alta, pero tuvo el peso de una sentencia. Sus palabras no buscaban diplomacia, sino despojarla:
—Entiendo sus preocupaciones. También nosotros hemos notado el temblor en el sur. Zusian no busca intervenir en la pugna interna de Kheoven… todavía. Pero no somos espectadores pasivos. No lo hemos sido nunca. No seremos testigos mudos si la inestabilidad deviene en caos, y ese caos amenaza nuestras rutas comerciales o nuestras proyecciones de expandirnos hacia el sur.
Su tono se endureció gradualmente. Cada palabra se volvía más afilada, más directa, más insoportable para el diplomático sentado frente a él.
—Pero no somos tontos. No creo que hayan viajado hasta aquí simplemente a compartir preocupaciones humanitarias. ¿Neutralidad? ¿Observación? ¿Acaso creen que me interesan los rumores o las facciones de un marquesado lejano a mis fronteras? ¿De verdad piensan que un joven de dieciséis años va a creer que Cearal teme a la caída de Kheoven por altruismo? No. Lo que les interesa no es el caos, es el botín. Una Kheoven dividida es una presa fácil. ¿A quién beneficiaría su desmembramiento, si no a ustedes?
Merian abrió la boca, pero Iván levantó una mano, sin violencia, sin apuro. Simplemente controlando el momento.
—Así que dejen de disfrazar las cosas con cortesías, y vengan con la verdad desnuda. Díganme qué han venido a ofrecer. ¿Qué quieren poner sobre esta mesa para que Zusian no mueva un dedo si ustedes deciden enviar un ejército al sur y anexionar esa región? Porque no se engañen: eso haría que Cearal crezca en poder, en recursos, en hombres, en puertos fluviales. Sería una expansión que alteraría el equilibrio. ¿Y qué haría Zusian? ¿Observaría?
Se inclinó ligeramente hacia adelante. Sus ojos azules, usualmente serenos, ahora se habían tornado fríos, penetrantes, de una intensidad que dolía mirar. Aquella mirada no era la de un adolescente. Era la de un depredador, la de un emperador, la de un depredador oculto en el ropaje de un joven heredero.
—No estamos unidos por la amistad. Las fronteras entre nuestras tierras han sido manchadas con sangre más veces de las que la historia puede contar. Y lo seguirán siendo. Así que si lo que desean es evitar que Zusian aproveche una oportunidad de oro para cortarles el avance y devorar el sur mientras sus ejércitos están ocupados… entonces será mejor que lo que traen a cambio sea suficiente.
El silencio que siguió fue absoluto. Ni un susurro, ni un movimiento. Merian había palidecido apenas, pero su gesto se mantenía firme, aunque sus manos, ahora sobre la mesa, mostraban una tensión visible. Varn tragó saliva, conteniéndose. Los escoltas al fondo no se atrevieron siquiera a intercambiar miradas. El joven Duque interino había hecho algo más que hablar. Había marcado el límite.
Iván permaneció unos segundos más en silencio. Su mirada, ahora vacía y contemplativa, no estaba perdida, sino detenida en un análisis helado de todas las variables. Cada palabra dicha en aquella sala flotaba aún como ceniza caliente sobre la mesa de ébano. Su mente, entrenada en la lógica de la guerra tanto como en la de los tratados, diseccionaba cada término, cada implicación oculta bajo el lenguaje pulcro de la diplomacia.
Finalmente, se incorporó con lentitud, como si aquella simple acción cerrara el capítulo de la reunión sin necesidad de más palabras. Los emisarios de Cearal lo imitaron, algo tensos. Iván asintió cortésmente, con una frialdad ceremonial, y se giró hacia Antoni y Arkan, quienes entendieron la señal sin necesidad de una orden hablada.
—Tendrán respuesta —dijo Iván al cruzar la gran puerta de la sala— antes del anochecer.
Los cearalinos se inclinaron respetuosamente, aunque uno de ellos, el más joven, tenía los nudillos blancos de tanto apretar los puños tras su espalda.
La reunión concluyó con los saludos de rigor, fórmulas diplomáticas pronunciadas con precisión pero sin convicción. Al salir los representantes de Cearal, la atmósfera se alivió apenas, aunque en realidad todo en el aire seguía igual de denso, igual de cargado.
Iván se volvió hacia sus consejeros.
—Arkan, Antoni... esperen fuera. Necesito unos momentos.
Ambos asintieron, comprendiendo que no era una petición. Cuando se cerró la puerta tras ellos, Iván se dirigió hacia un pequeño escritorio al fondo del salón, donde reposaba una caja de madera negra con herrajes de plata. Extrajo de ella un conjunto de hojas lacradas. Tomó una pluma, mojó su punta con rapidez y empezó a escribir. Su mano no temblaba. Las palabras fluyeron con determinación.
Madre,Ha concluido la reunión con los enviados de Cearal. Como anticipábamos, su propuesta contiene más dientes que promesas. Nos ofrecen acceso a los puertos de Laermond y Vael Tirith, rutas fluviales hacia el este, además de no fortificar nuestras fronteras comunes durante cinco años y la garantía de no colocar tropas en el paso de Erenhal. También ofrecen compartir inteligencia militar sobre los movimientos internos en Kheoven y, lo más importante, un porcentaje del botín de guerra, a cambio de que Zusian se mantenga neutral y no aproveche una debilidad temporal en sus defensas. Solicitan, además, un tratado de paz fronteriza por dos años.No he dado mi respuesta definitiva. Espero tu juicio.Tu hijo,Iván
Selló la carta con cera caliente y el anillo del lobo de oro. Luego llamó a un legionario de las sombras de confianza que aguardaba en las sombras.
—Lleva esto de inmediato a la duquesa regente. No detengas el paso. Que nadie te distraiga.
El hombre asintió con la seriedad de quien entendía la importancia de su encargo. Desapareció por uno de los pasillos laterales, acompañado por el repiqueteo suave de sus botas contra las losas de piedra. Una hora depues, el legionario volvio.
“Acepta. Pero exige garantías adicionales: una cláusula secreta que autorice presencia zusiana en los puertos designados, en calidad de 'colaboradores aduaneros', y una revisión de las rutas comerciales cada año. Solicita además el derecho a reclamar compensación en caso de ruptura del acuerdo por parte de Cearal. Elige tus primeras piezas con sabiduría.”
Iván sonrió al leerlo. Una sonrisa más genuina que la ofrecida en la sala de la reunión. Allí estaba la mano de hierro bajo el guante de terciopelo: su madre, cualquiera que leyera eso recordaria a esa mujer que reconstruyo un ducado por su cuenta en lugar de una mujer enferma y debil.
Poco despues se convocó nuevamente a los emisarios de Cearal. Esta vez, la sala fue más pequeña, más íntima, pero igual de imponente. El aire estaba cargado de tensión, pero también de un reconocimiento mutuo: lo que se estaba por firmar era algo más que un tratado. Era una jugada.
Iván, sentado esta vez a la cabecera, leyó los puntos del acuerdo sin levantar la voz, y añadió:
—Aceptamos su propuesta… con modificaciones.
Los emisarios se miraron.
—Queremos presencia zusiana en los puertos. Nuestros hombres, como supervisores. Nada de maniobras a escondidas. Además, una cláusula para compensación económica si se rompen los términos. Y revisión anual del acuerdo comercial. Si desean usar Kheoven como ficha, nosotros seremos el testigo que no se queda ciego.
Hubo un largo momento de silencio. Merian parecía a punto de replicar, pero Varn fue más rápido:
—Aceptamos los términos.
Merian parpadeó, pero no lo contradijo. La política era, después de todo, el arte de ceder en lo que no se puede defender.
Iván extendió la mano, sin teatralidad ni gestos grandilocuentes. Fue un movimiento calculado, frío, como quien sella una transacción con el carnicero y no con emisarios de una nación poderosa. Merian se la estrechó sin vacilaciones, aunque en su mirada bailaba una sombra de rencor contenida. Un pacto no borraba la tensión ni la sangre derramada entre sus pueblos. Solo la cubría temporalmente, como una fina capa de hielo sobre aguas profundas y oscuras.
Los sellos fueron colocados, uno tras otro, con esa solemnidad que la burocracia exige incluso cuando los corazones están en guerra. El lobo dorado de los Erenford, estampado en cera negra, se juntó a la cera esmeralda del árbol de Cearal. Dos símbolos antiguos, dos casas con siglos de enemistades veladas y roces fronterizos, ahora compartiendo un mismo documento. Una alianza de papel, firmada con vino en vez de sangre, pero con el mismo sabor metálico que dejan las dagas entre costillas.
Cuando todo concluyó, Iván no dijo más. Se limitó a asentir, volvió sobre sus pasos con la serenidad de quien domina el ajedrez sin haber movido una sola pieza innecesaria. Sabía que aquello, en el gran tablero del poder, era una victoria modesta, pero estratégica. Cearal se enredaría solo en el lodazal de Kheoven. Y Zusian observaría. Esperaría. Evaluaría cuándo entrar… y si entrar.
Ya en sus habitaciones, mientras la luz de la luna atravesaba los vitrales, Iván dejó caer la su jabardina y se dejó caer en un banco de piedra dentro de su sala de baños. El vapor caliente ascendía desde la fuente termal en el centro de la estancia, trayendo consigo el aroma de hierbas amargas, aceites minerales y flores silvestres. Cerró los ojos un momento. Sintió cada músculo tensarse al recordar la reunión, y luego, poco a poco, el calor empezó a deshacer los nudos de su espalda y su cuello. Era joven, demasiado joven para cargar con tanto. Pero lo hacía. Y lo haría, hasta el final.
Después del baño, se puso ropa más cómoda: una túnica ligera de lino oscuro, bordada con hilos apenas visibles de plata vieja. Cenó en solitario. Un plato de carne fría con nueces y pan, acompañado de un vino suave. Mientras comía, hojeaba informes con una mano, en un intento por reducir el trabajo de la noche, aunque el texto bailaba frente a sus ojos. Las letras parecían más espadas que palabras. El agotamiento le roía las sienes como un perro hambriento.
Pensó, vagamente, en pasar la noche con alguna de sus concubinas o amantes, pero no recordaba cuál de ellas le tocaba esa noche, ni tenía la energía ni interés por otra piel, otro cuerpo ademas del suyo. Su mente estaba demasiado lejos.
Antes de que pudiera decidir algo más, una suave llamada a la puerta lo sacó de su ensimismamiento. Una doncella apareció, envuelta en sombras y con el cabello recogido con una sencillez inusual. Habló con respeto, bajando los ojos:
—Su Alteza solicita su presencia, su gracia. Dice que no es urgente… pero sí importante.
Iván asintió, sin preguntar más. A fin de cuentas, cualquier instante con ella era tiempo que no se permitía desaprovechar. No por respeto al cargo. No por deber. Por amor. Amor teñido de muerte y de destino, porque, incluso en el mejor de los escenarios, su madre… su madre tenía apenas un poco más de dos años de vida.
Apretó los dientes al pensarlo. Las lágrimas le ardieron detrás de los ojos, como brasas encendidas bajo párpados de hielo. Pero no las dejó salir. No otra vez. No delante de nadie.
Tenía que aceptarlo.
Tenía que hacerlo aunque doliera como mil espadas hundidas en el vientre.
Aunque gritara en su alma, aunque quisiera romper paredes, maldecir a los dioses y escupir en cada altar de mármol y oro. Aunque en sus sueños le gritara al cielo por justicia, aunque cada célula de su cuerpo quisiera arrodillarse y rogar por una cura que no existía.
Pero de nada servía. De qué serviría. Ni los lamentos ni las súplicas podían torcer los hilos del destino. Ella moriría. Y eso, eso era lo que más lo destruía por dentro. Que no importaba cuánto hiciera, cuánto conquistara, cuántas alianzas tejiera, cuántos enemigos aplastara… ella moriría. Y él no podía hacer nada para impedirlo.
Tomó aire. Lento. Profundo. Quiso hablar, pero no había nadie. Solo el silencio.
Se levantó, se alisó la túnica, y caminó por los pasillos con pasos suaves, sin escolta, sin voz, sin expresión.
Al final del corredor, las grandes puertas de madera tallada lo esperaban. Y más allá de ellas, su madre.
Más allá de ellas, un momento de verdad entre tanta máscara.