LXXV

Darian Khoras “El Carroñero”, se encontraba de pie en uno de los balcones de la fortaleza costera de Vaelmark, envuelto en unas túnicas ligeras, de lino negro gastado, abiertas por el pecho, dejando ver su piel pálida quemada de forma desigual por el sol norteño y el aire salobre. Sus brazos delgados, de músculos tensos y fibrosos, estaban cruzados sobre el pecho, y su mirada azul, helada como el acero, se perdía en la inmensidad gris del mar que se extendía más allá de los acantilados. Su cabello negro, largo hasta casi tocarle los hombros, ondeaba al ritmo de la brisa húmeda, y una ligera pelusa adornaba su rostro, como una promesa frustrada de barba, más por desinterés que por juventud.

El mar. Ese maldito mar.

No era que hiciera calor, no verdaderamente. Las costas de Kheoven eran más húmedas que cálidas, y el sol solo brillaba con fuerza a ratos, filtrándose entre nubes densas como plomo fundido. Pero había algo en ese aire pegajoso, cargado de sal y algas podridas, que lo enfermaba. No físicamente —él no enfermaba desde hacía años— sino espiritualmente. Detestaba la costa. Detestaba el murmullo constante de las olas, ese rumor ansioso que parecía un susurro de cadáveres flotando bajo la superficie. Y sobre todo, detestaba el mar abierto. Ese enorme lago salado que se extendía como una cicatriz líquida en el mapa de Aurolia. Lo odiaba desde siempre. Desde la primera vez que vio una galera hundirse con quinientos hombres ardiendo vivos. Desde la primera vez que se mareó en una tormenta en el Estrecho de Nareth. No era miedo. Era asco. Y desprecio.

Darian no era un hombre que se permitiera muchos placeres, pero últimamente, se había permitido todos. Vino, cerveza, hidromiel. Mujeres, prostitutas, cortesanas venidas de quien sabe donde, otras de las islas del norte, incluso un par de jóvenes nobles que habían sido "confiscadas" tras la toma de Ahnstrad. Aún así, no encontraba satisfacción. Todo le sabía igual. El sexo le aburría. El vino le quemaba la lengua. Las fiestas se sentían huecas. El tedio se le estaba metiendo en los huesos como un veneno lento. Hasta había empezado a odiar a sus propios oficiales. Todos le parecían idiotas, ambiciosos sin visión, cobardes con armadura, sanguijuelas con galones. Ninguno representaba un desafío. Ninguno se atrevía a contradecirlo. Y eso, más que complacerlo, lo enfurecía.

Cinco meses llevaba en el condado de Kheoven. Cinco putos meses respirando ese aire denso, vigilando la costa como si le importara, escuchando las mismas excusas. Cinco meses desde que juró lealtad a Adrian Marsdale, el hijo del difunto duque Maximiliano, un joven que a ojos de Darian era poco más que un idiota coronado. Lo había elegido como aliado por conveniencia, por estrategia, porque sabía que era el más fácil de manipular, de manejar. El más débil. El que escuchaba más a su cama que a su consejo. Adrian era un niño jugando a ser duque, con ideas de grandeza robadas de viejas novelas y un miedo cerval a equivocarse. Y lo peor: rodeado de cobardes.

Darian se giró y escupió por la baranda de piedra. El esputo cayó en las rocas, tragado por el mar. Odiaba ese mar, sí, pero ahora lo odiaba más por lo que representaba: estancamiento. El silencio antes de la tormenta. La inacción disfrazada de prudencia. Él había traído consigo ocho millones de soldados —hombres curtidos, veteranos de la guerra contra Zusian, aseinos— y ahora estaban... esperando. Esperando órdenes. Esperando permiso. Esperando que Adrian dejara de escuchar a su maldita esposa.

Sphira Ramdell.

La recordaba bien. La había visto en el consejo hace dos semanas. Una criatura de belleza enfermiza, perturbadora, casi irreal. Su rostro era tan perfecto que parecía tallado por manos divinas: piel clara como porcelana recién esmaltada, ojos verde esmeralda que brillaban con una mezcla de dulzura fingida y ambición venenosa. Sus labios, llenos, sensuales, se curvaban siempre en una sonrisa que no era del todo honesta. Su voz era suave, melodiosa, pero escondía filos entre cada sílaba. Caminaba como si el mundo le perteneciera, con la espalda recta, los pechos erguidos bajo vestidos ajustados que resaltaban cada curva con calculada elegancia. Era hermosa, sí. Pero también peligrosa. Tan peligrosa como un puñal disfrazado de collar.

Su influencia sobre Adrian era evidente. Él creía que la dominaba. Que ella solo era una esposa obediente, una muñeca que lo admiraba. Pero Darian lo había visto: la forma en que Adrian miraba a su esposa antes de hablar. La forma en que sus decisiones cambiaban cuando ella fruncía el ceño. El joven Marsdale creía ser el duque, pero no era más que la marioneta de esa mujer. Y eso era un problema.

Porque Sphira Ramdell no era simplemente una mujer bonita. Era hija del conde Armand Ramdell, un viejo zorro precavido y timorato que había sobrevivido a cinco guerras huyendo antes de pelear, pactando antes de resistir. Un hombre cuya sangre corría ahora por las venas de esa mujer. Un cobarde con títulos. Un mercader disfrazado de noble. Y esa cobardía la había transmitido a su hija, y ella, a su vez, la destilaba en el oído de Adrian como veneno suave.

—"Esperemos a ver qué hacen mis hermanos mayores", había dicho el duque, hace apenas una semana, cuando Darian propuso iniciar la conquista de las baronías costeras del Golfo de Rhenvar. Baronías sin ejércitos poderosos, con puertos ricos, con acceso directo al comercio de sal, perlas y maderas exóticas. Un blanco perfecto.

—"Esperemos" —repitió Darian para sí, con un gruñido.

Sonaba sabio. Sonaba calculado. Pero Darian olía lo que era en realidad: miedo. Una incapacidad crónica de tomar riesgos. Una parálisis disfrazada de estrategia. Y eso, en una guerra como la que estaban por enfrentar, podía costarle miles de vidas stirbanas. La guerra contra Zusian había dejado cicatrices. Las derrotas seguían frescas en la memoria de muchos, y si no comenzaban a ganar territorios, si no daban un golpe, un símbolo, la moral caería como una torre sin cimientos.

Darian necesitaba una batalla. No una escaramuza contra bandidos hambrientos ni una expedición para sofocar un motín en una aldea de mierda. No. Necesitaba una guerra. Una conquista. Un enfrentamiento real, con muros que derribar, ciudades que incendiar, ejércitos enemigos a los que aplastar bajo la bota. Necesitaba sentir otra vez el palpitar del caos bajo su mando, la tensión de los tambores de guerra, los estandartes ondeando entre flechas, los gritos de hombres dispuestos a morir por una causa que ni entendían. No porque fuera un sádico sin mente. Darian no era un loco de la batalla, al contrario: la odiaba en muchos aspectos. Odiaba tener que mancharse las manos directamente, no por temor, sino porque la violencia le parecía burda, una herramienta necesaria, sí, pero indeseable. Sus armas estaban limpias porque rara vez las usaba. Él no era un verdugo. Era un arquitecto de guerra, un escultor de masacres controladas, un alquimista de la estrategia.

Y aún así, sabía que ya no era suficiente. Su ejército, esa gigantesca máquina de carne y acero, estaba empezando a oxidarse. El filo del entusiasmo se desvanecía. Llevaban meses acantonados en tierras costeras, respirando moho, tragando humedad y ensayando formaciones que ya dominaban con los ojos cerrados. Los hombres estaban inquietos. Algunos ya se emborrachaban demasiado seguido. Otros buscaban riñas internas solo para mantener vivos los instintos. La disciplina comenzaba a resquebrajarse. Y lo sabía: si dejaba que eso continuara, perdería lo que había construido. No importaba que tuviera bajo su bandera a más de quince millones de soldados stirbanos, endurecidos por años de conflictos; ni que seis millones más del condado de Kheoven se hubieran unido a su causa con entusiasmo templado. Con ese poder, podrían derrocar a los otros dos hermanos Marsdale si lo deseaban. De hecho, podrían tomar todo el norte y marchar sobre Stirba si se organizaban bien. Pero no lo hacían. Esperaban. Siempre esperando.

Reconocía el valor de esa espera, claro. Desde el punto de vista racional, era inteligente permitir que Lucian y Damien se desgastaran entre sí, que midieran sus fuerzas, que se desangraran mientras ellos reforzaban, alistaban y reorganizaban. Era sensato. Pero a Darian la sensatez no le bastaba. Su insatisfacción no era sólo militar: era visceral. Era como un tambor que no cesaba de golpearle el pecho desde dentro. Quería movimiento. Quería acción. Quería ver avanzar sus planes, no solo imaginarlos.

Volvió la vista al mar. Ese maldito mar.

Soñaba, en momentos de ocio o embriaguez, con incendiar una flota entera solo por el placer de verla arder, por contemplar las velas desplegadas envueltas en llamas, hundiéndose como fantasmas torturados en las fauces de las olas. Esas velas verdes, marcadas con el wyvern negro del condado, símbolo de la supuesta "sabiduría y fuerza de la costa", como les gustaba decir a esos idiotas condecorados que nunca habían peleado más allá de su escritorio. Hipócritas. Peor que eso: mediocres con pretensiones de grandeza.

Suspiró y llevó a sus labios la novena copa de vino de esa mañana. El licor ya no le quemaba la lengua. Ni siquiera lo sentía. Solo le mantenía el cuerpo caliente, el corazón aletargado, el alma en pausa.

Alguien entró a la habitación. Las puertas se abrieron con suavidad, casi reverencialmente. No giró el rostro. No se molestó en volverse. Ni siquiera se levantó.

—Su gracia, ¿qué desea? —preguntó con la voz envuelta en hastío, sin apartar los ojos del horizonte, de esas naves que flotaban como escamas de un dios muerto.

No era grosería, no exactamente. Era simplemente desinterés. Ni estaba sobrio ni tenía ánimos para fingir cortesía.

El que se le acercó no respondió de inmediato. Caminó despacio, con paso firme, medido. Luego se sentó a su lado, en un sillón bajo forrado en terciopelo oscuro, sin hablar aún.

Adrian Marsdale.

La personificación viva de la elegancia aristocrática, del poder contenido, del equilibrio tenso entre fuerza y diplomacia. Aquel joven duque —si es que podía llamársele así sin escupir la palabra— tenía un aura única. Era como una estatua a punto de moverse. Todo en él era medido, estudiado, contenido con una fuerza invisible. Era bello, sí, pero no en el sentido frívolo. Era una belleza escultórica, austera. Una armonía precisa de líneas y sombras. Mandíbula firme, pómulos altos, frente despejada, labios delgados, y una piel clara, casi marmórea, sin imperfecciones, como si la sangre apenas se atreviera a manchar su pureza.

Pero eran sus ojos lo que más perturbaban. De un rojo intenso, profundo, hipnótico. No era un rojo natural, sino algo que parecía arrancado del núcleo de una joya maldita. Ardían con un fuego interno, mezcla de intelecto agudo, cálculo frío y emociones que jamás se dejaban ver del todo. No parpadeaban mucho. Observaban. Evaluaban. Siempre estaban midiendo a los demás. Midieron a Darian en ese momento, aunque sin palabras.

Sus cejas, oscuras, arqueadas con elegancia, acentuaban la gravedad de su semblante. Aunque su rostro pudiera parecer sereno, siempre había algo latente en su expresión. Una tensión subterránea. Como una tormenta que no termina de estallar. Su cabello, de un rojo escarlata profundo, contrastaba de forma violenta con su piel clara. Lo llevaba ligeramente ondulado, con mechones que caían hacia un costado, dándole una apariencia rebelde cuidadosamente mantenida, como si no pudiera decidirse entre el libertinaje y la obediencia. El largo le rozaba el cuello, y algunas hebras sueltas parecían haberse escapado de la disciplina de su peinado.

Era alto, esbelto. No era musculoso como Damien, su hermano guerrero, ni tampoco delgado como un erudito de biblioteca. Su cuerpo hablaba de control. De fuerza medida. De agilidad mental y física en equilibrio constante. Su postura era intachable: espalda recta, hombros firmes, mentón levemente alzado. Caminaba como quien sabe que es observado en todo momento, y no solo aceptaba esa atención, sino que la usaba como un arma.

Vestía su uniforme ceremonial, negro profundo con detalles dorados que no brillaban, sino que ardían en la penumbra de la habitación. Una chaqueta militar con bordados complejos en los hombros, hombreras decoradas con leones coronados en miniatura, símbolos de la casa Marsdale. Bajo la chaqueta, una camisa blanca de volantes centrales, refinada, de inspiración en las corrientes continentales del movimiento Lumenflor. Elegante sin caer en lo exagerado. Cada prenda parecía gritar "autoridad", "herencia", "ambición".

Y ahí estaban, los dos, sentados en silencio, el estratega impaciente y el noble vacilante.

Darian lo miró de reojo, con ese gesto seco, afilado como un chasquido de acero contra piedra, un destello de ironía brillando en sus ojos oscuros y hundidos por noches de insomnio, por años de estrategia, de cálculo. No era una mirada casual; era una herida abierta en forma de burla contenida.

—¿Viniste a hablarme de prudencia otra vez? ¿O de tu querida esposa y sus sueños de paz? —dijo mientras apoyaba con desgano el codo en el reposabrazos, girando ligeramente la copa de vino, viendo cómo el líquido carmesí se arremolinaba en espiral, como la sangre de los débiles.

Adrian no respondió de inmediato. Su rostro permanecía inmóvil, como tallado en mármol frío, los ojos rojos clavados en el horizonte marino, sin parpadear. Su silencio no era vacilación, sino una pausa medida, intencionada. Era como si analizara cada palabra posible, como si sopesara el peso de su voz antes de liberarla. Exhaló suavemente, apenas audible, como si expulsara de su pecho no aire, sino una sentencia sellada con hielo.

—No vine a hablarte de paz —dijo finalmente, su voz grave, serena, afilada como una daga escondida entre pliegues de terciopelo—. Vine a hablarte de oportunidad.

Y por primera vez en semanas, Darian sonrió. No una sonrisa cálida, no una expresión de agrado. Fue algo más primitivo, más oscuro: una sonrisa delgada, torcida, como una cuchilla desenvainándose lentamente bajo una capa de seda. Esa palabra... oportunidad... sabía a guerra. Y a él, por todos los dioses muertos y vivos, eso le sabía a gloria. Era la droga que necesitaba. La chispa para encender la mecha del barril de pólvora en su mente.

—Dime, su gracia... —musitó Darian, bebiendo de su copa como si necesitara lavar con vino la sed de sangre—. ¿Por qué este cambio repentino? ¿Qué hizo que el diplomático empiece a hablar como general?

Adrian entrecerró los ojos, sin volverse del todo, y su expresión apenas se endureció.

—Acabo de recibir nueva información. De los pocos espías que me quedan. Damien mató a Severian.

Darian no se inmutó. Ni una ceja alzada. Ni un parpadeo. Solo bajó la copa muy despacio y la dejó sobre la mesa, sin hacer ruido. El asesinato de un hermano por otro era casi un ritual en las guerras civiles. No era raro. Pero Severian… aún era un niño. Apenas salía de la adolescencia. No representaba un poder inmediato. Pero sí era una amenaza a largo plazo. Su linaje, su sangre, su apellido… eso bastaba para justificar su muerte en ojos como los de Damien.

—No me sorprende —respondió Darian, con tono seco—. Es el más brutal de todos nosotros. No dejaría crecer a un rival.

—Lo sé —dijo Adrian—. Pero eso no es lo que más me preocupa.

Darian alzó la mirada. Algo en el tono de su hermano, esa leve crispación en los labios, ese casi imperceptible fruncir del entrecejo, anunciaba tormenta.

—Hay movimientos en varios territorios. Informes aún incompletos, pero constantes. El Ducado de Zusian y el Marquesado de Thaekar están movilizando tropas. Hacia las montañas de Karador.

Darian se incorporó, por fin, como si una descarga eléctrica lo hubiera recorrido desde la base de la columna. Sus ojos se entornaron con lentitud calculada. El silencio que se instaló en la sala fue denso, húmedo, como la antesala de un derrumbe.

—¿Hacia Karador? —repitió con voz baja, grave, como si estuviera masticando piedras.

Adrian asintió, lento.

—Parece que hay una contraofensiva en marcha. Zusian ha iniciado operaciones militares en sus partes de las montañas. Según algunos informes, ya han capturado todas y cada una de nuestras antiguas minas. Fortificado y preparando mas de sus legiones de hierro.

Darian apretó los puños. No de rabia, sino de comprensión. De reconocimiento brutal. Karador no era solo una cadena montañosa. Era una columna vertebral minera, una línea de riqueza enterrada bajo roca y hielo. Una red de fortalezas excavadas en piedra, aldeas enteras construidas para sostener a miles de trabajadores, millones de túneles y galerías con oro, plata, hierro, carbón, gemas preciosas, y demas materiales. Era una zona de recursos tan vasta que su control era el equivalente a tener un segundo imperio, escondido bajo tierra. Y lo peor... es que ya no les pertenecía. Durante la guerra de hace cinco meses, Iván Erenford tomó las minas en nombre de Zusian. Lo hizo mientras aseguraba la tierra que conqusto por derecho propio. Y ahora… ahora Zusian tiene una tajada del pastel más grande que nadie.

—Y ahora quieren más —musitó—. El marquesado de Thaekar también quiere una parte.

—Exactamente. —Adrian entrelazó los dedos sobre su regazo—. No solo quieren la región. Quieren decidir qué facción se quedará con ella. Quieren inclinar la balanza. Si Zusian o Thaekar toman el control definitivo, tendrán acceso ilimitado a los recursos más codiciados del continente. El oro financiará ejércitos enteros, la plata alimentará sus alianzas, el hierro les permitirá fabricar armas sin descanso. Y nosotros...

—Nosotros veremos cómo nos rodean por todos los frentes —dijo Darian, con tono amargo, oscuro, casi venenoso—. Si ganan las minas, no habrá guerra de desgaste que puedan perder. Tendrán la ventaja logística. La ventaja económica. Pueden pagar el entrenamientro de soldados hasta el fin de los tiempos, armar mil flotas, reponer cada baja como si nada.

El silencio volvió, esta vez más profundo. Como una fosa cavada en medio del cuarto. Luego Adrian habló, como quien clava una estaca en tierra firme.

—Debemos empezar a movernos. No pelear por el Ducado. Aún no. No por Lucian ni Damien. Debemos asegurar el golfo. Tomar las rutas marítimas. Blindar nuestras costas. No permitir que un solo barco enemigo desembarque. Y luego… avanzar hacia Karador. Recuperar las minas. No importa cuántas tropas se necesiten. No importa cuánta sangre debamos verter. Las minas no son solo una fuente de riqueza. Son el corazón de la victoria futura.

Darian lo miró largamente, en silencio, mientras el vino en su copa se agitaba con la brisa salada que llegaba desde el balcón. Era la primera vez que Adrian hablaba como un verdadero Marsdale, no como un diplomático cultivado, no como el hermano tibio entre extremos. Era frío, decidido, implacable.

Y eso… le gustaba.

Ese brillo frío en los ojos de Adrian, esa forma en que las palabras brotaban de su boca no como sugerencias, sino como decretos velados en seda, esa sombra de resolución bajo su voz perfecta. Le gustaba ver que al fin comprendía que no hay diplomacia que valga sin una espada detrás. Que los tratados no se respetan sin la amenaza latente de un asedio. Que la paz solo la mantiene el que puede destruir al otro sin pestañear.

Darian se acercó unos pasos, erguido como un lobo al acecho, dejando que sus botas pesadas resonaran sobre el mármol negro del salón como advertencias de lo que vendría. Su capa de terciopelo escarlata arrastraba un poco, manchada por el vino de la mañana. Extendió la mano con una mezcla de respeto ritual y pragmatismo crudo, mirando a Adrian con una intensidad que quemaba.

—Entonces… dame la autorización —dijo, con voz grave, firme, la mandíbula ligeramente tensada como quien se contiene de un rugido—. No sé si a tu suegro le molestará que nuestros hombres comiencen a usar sus recursos, sus almacenes, sus tierras. Pero si vamos a mover tropas, si vamos a asegurar el golfo, necesitamos alimento, reparación, fortificación, fundición, hierro, leña, caballos, manos... y mucha sangre.

Adrian no respondió enseguida, aunque tampoco desvió la mirada. La unión entre ambos era una cuerda tirante, de respeto mutuo pero tensada por años de diferencias, por filos políticos incompatibles, por métodos que rozaban la traición en más de una ocasión. Pero Darian tenía razón. Su ejército era enorme, exigente, y en movimiento podía devorar el paisaje como langostas.

—Somos muchos —continuó Darian, sin bajar el tono—. Muchos. Y aún más si empiezo a llamar a los ejercitos del sur y a los renegados de los Montes Grises en el este. Pero no marchan por discursos. Marchan por pan, por monedas, por acero en la mano. Si quieres el golfo, si de verdad quieres Karador y sus malditas minas… entonces necesito autoridad. Necesito libertad. No bastará con mantener posiciones defensivas. No bastará con patrullar el litoral. Necesito arrasar. Tomar puertos, incendiar arsenales, quebrar alianzas costeras, someter a las flotas menores, cerrar el comercio enemigo. Eso no se hace con permisos ni con votos. Se hace con poder.

Se detuvo un momento, lo suficiente para que sus palabras calaran. Luego dio un paso más, inclinándose apenas, como quien hace una oferta que en realidad es una amenaza envuelta en cortesía.

—Dame el mando. Hazlo formal. Sin supervisiones, sin consejos, sin esas asambleas de aristrotacas de este condado que solo sirven para retrasar cada orden. Dame libertad absoluta, Adrian. Libertad de maniobra, libertad de ejecución. Y te prometo que en unos meses… todo el golfo y un poco más será tuyo. Tu estandarte ondeará desde la península de Drein hasta los Acantilados Negros. Y nadie, ni Lucian ni Damien ni ese engendro de Iván Erenford, podran superarnos en recursos ni en posision.

Hubo un silencio. Denso. Palpitante.

Adrian lo miró largamente. Tenía la mano extendida frente a él, pero más allá del gesto, Darian le ofrecía una decisión que podría marcar el destino de medio continente. Confiarle el control operativo de una campaña entera era entregar no solo tropas, sino influencia. Darian era más que un general. Era una fuerza de la naturaleza. No obedecía bien cuando sentía que los demás dudaban. Pero cuando se le soltaba la correa…

El Duque de Stirba sabía que una vez que lo hiciera, no podría frenar la tormenta que Darian desataría.

—Si te doy ese mando —dijo Adrian, finalmente, con voz baja, pausada, pero con una carga de gravedad que parecía oscurecer el aire mismo—, no habrá marcha atrás. No quiero informes. No quiero excusas. Quiero resultados. Cifras. Territorio. Bajas del enemigo. Oro en nuestras arcas y ceniza en sus puertos. Si aceptas esta libertad, la responsabilidad será igual de grande. Cualquier error no se resolverá en consejos. Se pagará con sangre. ¿Estás dispuesto a cargar con eso?

Darian sonrió, una sonrisa lobuna, casi violenta. No era un hombre que se achicara ante promesas de consecuencias. Había vivido entre cadáveres, había dormido en trincheras llenas de barro y sangre, había comido ratas hervidas en calderos oxidados con tal de sostener una posición.

—Estoy dispuesto a cargar con eso y con mucho más. Si fallamos… puedes dar la orden tú mismo de que me cuelguen en la plaza mayor. Pero no va a pasar. Lo sabes. Lo han intentado antes. No pudieron. No podrán ahora.

Adrian asintió una sola vez, y su mano estrechó la de su hermano con la fuerza exacta de una firma sin tinta. Una alianza sellada no por la lealtad, sino por la necesidad.

—Entonces… que comience la operación. No esperes más. Usa lo que necesites. Y arranca la carne de quien se interponga.

Darian dio media vuelta, cruzando el salón como un demonio que al fin ha sido invocado. La puerta se abrió sin que tocara el picaporte. Dos guardias lo esperaban afuera. No les dirigió la palabra. Solo los miró, y ellos supieron que la guerra acababa de comenzar.

Atrás, Adrian se quedó mirando el mar. El mismo maldito mar de siempre. Pero esta vez, por primera vez, sintió que podría convertirse en algo suyo. En algo dominado, conquistado, arrodillado.

Y eso… eso también le gustaba.

  1. Hola, solo quería dejar un mensaje rápido: pronto subiré las fotos del mapa de esta historia. No todo tendrá nombres, pero sí los reinos principales. Está hecho a pluma y quedó medio chafa, pero bueno.
    Lo que quería decir es que me di cuenta de que estoy medio pendejo y me nortié bien feo. Había escrito que el Ducado de Zusian estaba en el oeste, pero no, en realidad está en el este del contiente, así que cambiaré eso en los capítulos anteriores.