LXXIV

Damien Marsdale observaba desde la colina devastada cómo la otrora orgullosa capital del ducado de Striba, la imponente ciudad de Velkarith, ardía como una pira funeraria encendida por el caos. Las torres de obsidiana ennegrecida, antaño símbolo del poder y la gloria de la Casa Marsdale, se alzaban cubiertas de hollín y humo, quebradas por la artillería y envueltas en un rojo crepuscular que se confundía con las llamas. Los muros exteriores, que habían resistido durante siglos incontables asedios, ahora se derrumbaban piedra por piedra, vomitando polvo y muerte en cada colapso.

Habían sido veintiún días de asedio. Veintiún días de ataques constantes, de asaltos diurnos y nocturnos, de hambruna dentro de los muros y crueldad en los campamentos exteriores. Veintiún días en los que Damien, apodado por muchos como el León Negro de Norvadia, comandó el sitio con despiadada precisión. Había utilizado todos los recursos que pudo reunir: un centenar de cañones capturados tras una operación fulminante en los arsenales de Zymora, redirigidos para abrir brechas en los muros de Velkarith, lanzando hierro candente día y noche. Las casas más ricas del interior ardían, los templos se habían convertido en fortalezas improvisadas y los callejones eran cementerios de hombres, mujeres y niños sin distinción.

El estandarte que ondeaba sobre su torre de asedio era el mismo león negro coronado en campo sangre, símbolo ancestral de su linaje, pero con un borde de plata, un detalle sutil pero intencional. No era casual. Era la marca de diferencia entre él y su hermano mayor, Lucian, cuya insignia idéntica tenía bordados de oro. No es que Lucian estuviese en la capital. No. Su hermano había marchado directamente hacia el sur, a asegurar la región más rica del ducado: el fértil valle de Arvain, desde donde dominaba los recursos de la llanura y donde recibió las primeras lealtades de los terratenientes y ciudades ricas. Damien tardó más, pues su campaña fue brutal. Durante semanas recorrió las montañas de Norvadia, reagrupando a las huestes leales a su causa.

Y no volvió con las manos vacías.

Reunió un ejército que desafiaba toda lógica y precedentes. Dos millones cuatrocientos mil guerreros norvadianos, endurecidos por las tormentas y curtidos por la caza, salvajes que adoraban la sangre y el acero, y cuya lealtad se mantenía solo mientras él demostrara fuerza. No les daba discursos, no les prometía gloria: les ofrecía muerte. Y ellos respondían con sangre.

A esto se le sumaron seis de los quince generales sobrevivientes del ducado tras la muerte de su padre y la fallida guerra contra Zusian. Los más importantes entre ellos eran Lena Varys, la temida Tercera General de Striba, una estratega implacable que trajo consigo más de tres millones de soldados de las Huestes de Sangre, y Markus Derron, el Sexto General, brutal, directo, sin tiempo para política, pero leal hasta los huesos.

Desde el extranjero llegaron otros cuatro generales —figuras casi míticas, pues pocos esperaban que aún vivieran: Thamur Einhart, maestro de logística y guerra prolongada; Veyla Korth, llamada la Llama de Lysnor; Radomir Avelen, infame por su brutalidad en las guerras del oeste; y Elrik Zarn, el Carnicero de las Islas del Norte. Cada uno llegó con un ejército detrás. En total, unos cinco millones ochocientos mil soldados más se unieron a Damien desde las tierras donde estaban de mercenarios, todos con las insignias rojas de las Huestes de Sangre ondeando con orgullo.

El total de su ejército era monstruoso: trece millones doscientos mil soldados bajo su mando directo. A esto se le sumaba un elemento único: los Jurados de la Sangre Real, la guardia personal de élite de su difunto padre. Cuatrocientos hombres que no conocían el miedo, entrenados para matar sin piedad, y que, tras la muerte del duque, le juraron lealtad eterna a Damien. Su sola presencia bastaba para cambiar el curso de una batalla.

Y sin embargo, su hermano Lucian no era un rival menor.

Lucian había sido el primero en mover ficha cuando la guerra civil estalló. El gobernaba las colonias costeras de Norvadia, más ricas y pobladas, y desde allí organizó su dominio. Su ejército sumaba cuatro millones de norvadianos, más disciplinados y mejor equipados que los salvajes de Damien. Además, el general Mikal Von Hoss, se le unió con sus propias fuerzas: cuatro millones más de la Huestes de Sangre. También logró recuperar las fuerzas que estaban en el extranjero, con un contingente de cuatro millones trescientos cincuenta mil soldados que regresaron para pelear bajo su estandarte, y con ellos, cuatro generales que estaban en el extranjero: Maltheor Rhun, maestro del asedio; Faret Vorneck, especialista en guerra relámpago; Rhaekor Melkhir, uno de los duelistas mas mortiferos del este; y Volkar Dres, el Viejo Cazador, un veterano de 40 años de servicio.

Así, Lucian acumulaba un ejército de doce millones trescientos cincuenta mil soldados, bien estructurados, mejor financiados, y con el control de alimentos. Era fuerte. Pero no el más fuerte.

El hermano menor, Adrian Marsdale, era quien reunía la mayor cantidad de tropas. Con el apoyo del Segundo General del ducado, Darian Khoras estaban en Kheoven, un condado clave por sus rutas de suministro y posición estratégica. Contaba con las veinte Huestes Juradas de Sangre que habían regresado, sumando dos millones novecientos mil soldados. A eso se añadían treinta huestes más, con cuatro millones trescientos cincuenta mil soldados. Las fuerzas personales de Darian Khoras contribuían otros ocho millones. En total, Adrian comandaba quince millones doscientos cincuenta mil soldados. No solo era un bastión militar, era el heredero tácito para quienes aún creían en una restauración pacífica del ducado.

Pero Damien no estaba en Velkarith para una guerra de larga duración.

No. Había venido a matar.

La ciudad no era el objetivo. Velkarith podía arder hasta sus cimientos. Las murallas podían caer, sus templos profanarse, sus graneros vaciarse o pudrirse bajo el fuego. Nada de eso le importaba realmente a Damien Marsdale. Nada, excepto una cosa. O mejor dicho, una persona.

Severian Marsdale.

El menor de los hermanos. Apenas doce años. Un niño de voz suave, aún sin cicatrices, sin traiciones, sin los pecados que los demás llevaban como coronas ensangrentadas. Pero en el teatro infernal de una guerra civil, un niño con sangre noble no era solo un niño: era un estandarte. Un símbolo. Un faro para todos aquellos que ya no querían reyes de hierro ni duques de acero. La esperanza, cuando se viste de infancia, es más peligrosa que mil lanzas.

Y eso Damien lo sabía.

Sabía que mientras Severian viviera, mientras pudiera respirar y mirar con esos ojos carmesí tan parecidos a los suyos, habría alguien dispuesto a pelear por él. Alguien dispuesto a seguirlo. Tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero sí cuando las fuerzas de los adultos se agotaran, cuando la guerra devorara a los tres hermanos mayores y la tierra pidiera un heredero sin pasado.

Y eso era inaceptable.

Porque no importa cuánto poder acumulara Damien. Si alguien podía alzar un estandarte con la imagen de un niño Marsdale, si alguien podía decir "este es el legítimo", entonces la guerra nunca terminaría. No habría paz. No habría victoria. Solo un ciclo de muerte girando eternamente.

Y entonces, llegaron las noticias.

Desde el este, del condado de Yagearis, donde la Casa Maudows, aún protegía a la madre del niño, se rumoraba que las Compañías Verdes de Yagearis, soldados despiadados pero eficaces, estaban reuniendo una fuerza de cinco millones de soldados. No por oro, no por gloria. Por lealtad. Para cruzar la frontera y extraer al niño y a su madre. Para esconderlo. Salvarlo. Convertirlo en la semilla del futuro.

Eso no podía ocurrir.

Damien no vino a Velkarith para tomar la ciudad. Vino a borrar un futuro. A extinguir una posibilidad antes de que germinara. A cerrar la historia con sangre antes de que se escribiera una nueva.

Espoleó a su caballo rojo, un semental monstruoso con ojos grises y hocico ennegrecido. Sus hombres lo siguieron, una marea carmesí cruzando la plaza central donde la sangre ya se mezclaba con la ceniza. Las calles eran un infierno vivo: cuerpos mutilados colgaban de las ventanas, hombres de Yagearis —reconocibles por sus armaduras negras con bordes verdes— yacían donde habían caído, otros aún peleaban, desesperados, sabiendo que estaban perdiendo, pero negándose a caer de rodillas.

La ciudad era un cementerio que aún respiraba.

Damien cruzó los patios, pasó por el arco este de esa vieja ciudad, donde los tejados colapsaban uno tras otro, consumidos por las llamas. Al fondo se alzaba la fortaleza principal: Kaer Virell, el castillo negro de los duques de Striba. Una colosal estructura de piedra oscura, elevada en cinco niveles sobre una base en forma de estrella de ocho puntas. Las torres del castillo eran tan altas que cortaban el humo como lanzas hacia el cielo. Las puertas estaban destrozadas, reventadas por un cañón. Damien entró al galope, atravesando los cadáveres de sus enemigos y de los suyos. Dentro, sus soldados ya se habían abierto paso: los Huestes de Sangre, sus armaduras carmesí cubiertas de hollín y sangre seca. Unos arrastraban cadáveres, otros mataban sin mirar, como autómatas.

Y allí, en la gran sala del trono, el último acto de aquella tragedia.

Frente a la gran silla de piedra, donde alguna vez se sentó su padre, estaba el niño. Severian. Tenía el mismo cabello rojo encendido de todos los Marsdale, largo, limpio a pesar del caos. Su piel era pálida, casi traslúcida. Ojos grandes, inocentes, como brasas húmedas. Vestía una túnica blanca, demasiado grande para él. A su lado, su madre.

Una de las concubinas de su padre.

No una reina, pero tampoco una sirvienta. Era una mujer alta, de belleza madura. Su piel, de un tono ámbar claro, contrastaba con su cabello negro y lacio que le caía hasta las caderas. Sus ojos eran violetas. Había sido la favorita del viejo, y aunque no portaba corona, tenía el porte de una reina sin trono. Se arrodilló frente a Damien mientras él bajaba del caballo, con sus botas aún manchadas de vísceras frescas.

—Po... por favor, Damien —suplicó ella, con voz quebrada, sus manos temblando sobre el hombro de su hijo—. Por favor, es tu hermano. Es sangre de tu sangre. No es más que un niño... no quiere el ducado, no desea el poder. Te lo juro. Te lo juro por nuestros dioses, por los dioses de Norvadia, Yuxiang. Solo pido que nos dejes ir al condado de mi familia. Viviremos en silencio. Nunca sabrás de nosotros...

Damien la miró. No con odio. Con lástima. Con resignación.

—A ti... puedo dejarte vivir.

Hizo una pausa.

—A él, no.

El niño no lloró. Solo lo miró. Inmóvil. Sus labios apretados. No habló. Tal vez porque no entendía del todo. O tal vez porque sí entendía. Sabía que estaba por morir. Su rostro se puso aun mas pálido.

Su madre se aferró a él, abrazándolo con desesperación.

—¡No! ¡Por favor! ¡Te lo ruego! ¡Te lo imploro, Damien, por tu madre, por la mía, por tu padre, por cualquier cosa por favor!

Damien no respondió. Caminó hacia ellos, sacando de su cinturón una espada negra, delgada, sin adornos, afilada como un grito. Su hoja había probado la sangre de miles. Ahora probaría sangre de su sangre.

El llanto de la mujer se volvió un grito. Se arrojó sobre su hijo, pero dos soldados la sujetaron por los brazos, con fuerza, con brutalidad. Gritó. Maldijo. Suplicó. Damien la ignoró.

Tomó al niño por el brazo. Estaba helado. Ligero como un ave. Lo arrodilló.

El silencio en la sala era abrumador. No se oía nada más que el crujir de las llamas en la distancia, algún gemido de un moribundo, el sollozo de la mujer que ahora se ahogaba en lágrimas.

Damien colocó la hoja sobre la nuca del niño.

El filo cantó al contacto con la piel.

Y entonces. Un sonido seco. Preciso. Final.

La cabeza rodó unos pasos por el mármol ennegrecido, manchando de rojo los emblemas ancestrales de la Casa Marsdale grabados en el suelo. El cuerpo cayó lentamente hacia adelante, como si aún intentara respirar. La sangre brotó a borbotones, formando un charco tibio que lamía las botas de Damien.

La madre gritó.

No fue un grito humano. Fue un alarido primitivo, visceral, algo que no pertenecía al mundo de los vivos ni de los muertos. Un desgarramiento del alma que hizo vibrar el aire, quebrar el silencio y helar la sangre de los presentes. Cayó de rodillas, sus piernas ya sin fuerza, sus manos temblorosas extendiéndose hacia el cuerpo aún tibio de su hijo, hacia ese pequeño torso ensangrentado al que le faltaba la cabeza. Sus dedos tocaron la sangre que manaba como un manantial oscuro, y enloquecida, manchó su rostro con ella, como si pudiera sellar un pacto, como si con su dolor pudiera convencer al mundo de revertir lo hecho.

—No, no, no, no, no... —repetía, una y otra vez, con voz rota, con la garganta hecha trizas—. Mi niño... mi pequeño... mi Severian...

Lo acunó entre sus brazos como si todavía respirara. Como si ese cuerpecillo decapitado aún pudiera escuchar el arrullo de su madre. El cabello rojo carmesí del niño se mezclaba con la sangre que empapaba la piedra, la alfombra, la túnica de ella, y el silencio se hizo denso, como si los muros del gran salón lloraran en silencio la muerte de un inocente.

Damien Marsdale no la miró. No dijo una palabra. Ni una disculpa. Ni una explicación. No pensó en nada. Solo respiró hondo, bajó la mirada al cuerpo sin vida, y envainó lentamente la daga que acababa de segar una vida. Dio media vuelta, su capa empapada en sangre ondeando tras él como una sombra, y caminó hacia la salida, con pasos pesados, decididos, firmes. Cada paso parecía hundirse en el mármol, como si la culpa pesara toneladas, pero su rostro era una máscara de piedra. Su decisión era firme. La guerra no admitía sentimentalismos.

Entonces, lo oyó.

Un grito. Pero no uno de miedo.

Un grito lleno de furia. De rabia incontenible. De odio desgarrador.

—¡¡Eres un maldito bastardo!! —vociferó la mujer, y en sus ojos, antes nublados por el dolor, ardía ahora un fuego salvaje, un rayo de desesperación que rompía toda razón. Se levantó con torpeza, tambaleante, resbalando en la sangre, y corrió hacia una de las paredes donde, entre los tapices y escudos heráldicos, colgaban las antiguas espadas ceremoniales de la familia.

Sus manos se cerraron sobre la empuñadura de una de ellas. Una hoja larga, de acero templado, decorada con inscripciones del linaje Marsdale. La alzó, y sin gritar más, con los ojos desbordando lágrimas y la boca apretada por la ira, se lanzó contra Damien con la furia de una madre dispuesta a matar o morir.

Pero no llegó a él.

Uno de los Jurados de Sangre Real —esos guerreros de élite, silenciosos, implacables, que rodeaban a Damien como una muralla viviente— se interpuso en su camino con la precisión de un verdugo. Sin un gesto de duda, sin pronunciar una sola palabra, giró su alabarda con una destreza letal. La hoja curva silbó en el aire y, en un movimiento perfecto, le atravesó el cuello.

La cabeza de la mujer se separó de su cuerpo con un crujido húmedo, y cayó rodando por el suelo de piedra, golpeando con un sonido sordo las losas manchadas de sangre. Su cuerpo dio un último espasmo, como si aún buscara a su hijo, y luego se desplomó junto a él, derramando más sangre sobre la alfombra ya empapada. Madre e hijo quedaron juntos, abrazados en la muerte, unidos en la tragedia.

Damien no se detuvo. No volvió la vista atrás.

No había espacio para la piedad.

El salón del castillo, antaño símbolo de la nobleza de Striba, ahora era un sepulcro. Las enormes columnas de mármol negro se erguían como lápidas. Las vitrinas rotas dejaban esparcidas coronas antiguas, cetros y pergaminos. El trono ducal estaba partido por la mitad, astillado por la explosión que días antes había reventado las puertas. Y en el centro, bajo la gran lámpara de hierro que colgaba como una guadaña sobre el vacío, quedaban los cuerpos de una madre y su hijo. Fríos. Silenciosos. Devueltos a la tierra por la mano de un hermano que había decidido borrar el futuro para asegurarse el presente.

Afuera, el viento silbaba entre las ruinas. Las banderas negras y rojas de las Huestes de Sangre ondeaban sobre las torres derruidas. La ciudad ardía todavía en algunas zonas. El humo se alzaba en columnas densas que oscurecían el cielo y teñían de gris las esperanzas de un pueblo entero.

Damien descendió los escalones del castillo sin mirar a nadie. Su armadura manchada con la sangre aún caliente del día, con la carne de los suyos adherida a las placas negras como si se negaran a separarse, tintineaba levemente con cada paso que daba. Su mirada no se cruzó con la de ningún soldado. No porque no pudiera. Porque no quería. Su expresión era la de un hombre que acababa de matar algo más que a un niño. Había arrancado de raíz una posibilidad. Había sofocado una amenaza antes de que respirara plenamente. Había asesinado un símbolo. Y con ello, había enterrado todo lo que alguna vez pudo quedar de su alma.

Si es que alguna vez tuvo una.

No sentía remordimiento. No sentía lástima. No sentía nada. La necesidad había sido más poderosa que cualquier emoción. El deber de un líder, de un conquistador, de un futuro monarca, pesaba más que los susurros melancólicos de lo que llaman conciencia. Ese niño no era su hermano, no más que una serpiente dormida a la que se le permite crecer hasta que muerde. Damien no era un sentimental. Era un estratega. Y en este juego, en este tablero empapado en sangre que era la guerra civil del Ducado de Striba, los símbolos eran más letales que las espadas. Y él lo sabía.

El eco de sus pasos, secos, firmes, resonó brevemente antes de ser devorado por los ruidos de fondo: el crujir de los maderos incinerados, los gritos apagados de los últimos moribundos en las calles, el clamor sordo de una ciudad que ya no lloraba. Porque ya no quedaban lágrimas. Solo sangre. Sangre en las piedras, sangre en las cunetas, sangre en los pozos. La capital había caído, reducida a cenizas y polvo, su gloria extinguida bajo las botas de las Huestes de Sangre que una vez la protegieron.

Regresó a su campamento tras tres días de saqueo sistemático. Los cofres del tesoro ducal habían sido vaciados, el oro, las gemas, los sellos y los registros fiscales confiscados. El grano fue almacenado y enviado en grandes caravanas hacia el norte, donde su dominio era más seguro. Las bodegas fueron limpiadas hasta la última jarra. Las armerías, desmanteladas. No dejó nada útil atrás. Ni siquiera esclavos, ni ciudadanos, todo que fuese útiles y leales fueron marcados y forzados a marchar con él, para servir como soporte en su nueva campaña.

Damien sabía que lo que venía ahora sería más complicado. Su plan, desde su retorno a Striba cuatro meses atrás, había sido claro: asegurar el norte. Tomar las tierras que su hermano mayor aún no había logrado someter. Cerrar el cerco. Poseer los puertos, dominar el comercio marítimo, y cortar cualquier intento de contacto entre los bandos rivales y sus posibles aliados foráneos. El control del mar era la clave. Y ahora los puertos más ricos del ducado, desde Var Ruhan hasta los atracaderos de Merseth, estaban en sus manos. Cualquier cargamento que viniera del este, oeste y norte, cualquier intento de intervención extranjera, pasaría por sus aduanas, sus espadas, sus impuestos.

Los señores de muchas ciudades, al ver las banderas rojas con el león negro coronado, salieron a jurarle lealtad por miedo, por cálculo o simplemente por agotamiento. Otros fueron sometidos por la fuerza, sus milicias desmembradas, sus líderes colgados de los balcones del ayuntamiento. En cada ciudad tomada, Damien dejaba guarniciones y comenzaba a reclutar a los varones en condiciones, de entre quince y cuarenta, para entrenarlos en los estándares de combate de las Huestes Juradas de Sangre. El reclutamiento era obligatorio. La deserción, castigada con la horca. Los adiestradores norvadianos eran brutales. Endurecían a los campesinos a base de golpes, barro y disciplina de hierro. Cada semana, cientos más eran alistados.

Pero Damien no se hacía ilusiones. Sabía que nada de esto transcurriría sin violencia prolongada. Sabía que su hermano mayor, Lucian Marsdale, no se quedaría quieto. A pesar de no controlar los puertos, Lucian había consolidado su fuerza al sur. Tenía el apoyo de mucha gente con poder, de una parte considerable del ejército original del ducado y, sobre todo, tenía una imagen de legitimidad que atraía a quienes aún soñaban con una restauración del viejo orden. Las batallas serían cruentas. Había demasiadas heridas abiertas, demasiadas deudas de sangre.

Damien había recibido noticias recientes de que Lucian había enviado uno de sus más confiables generales a tomar el mando en Dravenhold, la línea defensiva septentrional formada por ocho colosales murallas, fortalezas negras que se alzaban como cicatrices antiguas para proteger la frontera contra los posibles ataques del ducado de Zanzíbar. Eran fortalezas antiguas, construidas con piedra negra y magia olvidada, o eso decían, actualmente no estaba custodiado. Nadie había violado esas defensas en casi un siglo.

Pero Damien no temía una invasión de Zanzíbar. Según los informes de sus espías, Zanzíbar tenía problemas internos más graves. Nunca había sido un territorio verdaderamente centralizado como los demás territorios del este de Aurolia. Las ciudades-estados que lo componían se mantenían unidas solo por acuerdos frágiles, y algunos señores ya se estaban matando entre sí por las rutas de comercio del norte. Los rumores indicaban que el Marquesado de Thaekar estaba moviendo tropas, pero sus ojos estaban puestos en Zusian, no en Striba.

Y Zusian no era una amenaza. No ahora. Habían tomado las minas de Karador, al sur, y robado vastas extensiones de tierra sin que nadie les opusiera verdadera resistencia. Ahora estaban en una calma tensa, como una bestia dormida satisfecha con su botín. No tenían razones para atacar. Los demás condados y baronías menores estaban demasiado divididos, demasiado débiles, demasiado temerosos de entrar a una guerra donde no había guanacias sin demasiada sangre, solo supervivencia.

Damien sabía que esta era una guerra civil pura. Una guerra de trincheras, de hambre, de emboscadas y tortura. Y planeaba ganarla.

Porque después... después vendría lo grande.

Tomar venganza.

Reclamar lo que le correspondía por sangre y por conquista.

Y elevar Striba, por fin, más allá de un ducado. Transformarla en un reino. Uno forjado en hierro, en disciplina, en miedo.

Y en fuego.