El retumbar de millones de pies sobre la tierra húmeda, el choque constante de cascos de caballos, el crujir de las ruedas de carretas de guerra, el tintineo perpetuo de armas y armaduras, todo se unía en un coro metálico que parecía anunciar el regreso de un dios. Iván cabalgaba al frente, su capa negra y dorada ondeando con majestuosidad a sus espaldas. El estandarte negro con el lobo dorado con detalles carmesís se alzaba tras él, imponente, orgulloso, como si supiera que no solo representaba a un ducado, sino a una era. Y por fin, tras meses de campañas, de barro y sangre, de gritos y humo, de victorias labradas con acero y sudor, lo sintió. El olor del hogar.
El río Maerenth. Su corriente era ancha, poderosa, de aguas claras y profundas. Era una de las venas más vitales del ducado de Zusian. Su caudal conectaba las tierras interiores con el mundo, permitiendo que grandes navíos, con velas de vivos colores y cascos reforzados, lo surcaran sin esfuerzo. Por él se comerciaban grano y hierro, vino y aceite, libros y telas, desde las vastas entrañas de Zusian hasta los puertos lejanos de las islas de Aurolia. Era una arteria viva, palpitante, cargada de vida y ambición, de oro y secretos. Y el olor que la acompañaba —una mezcla de agua dulce, barro viejo, madera mojada, especias secas y sal de mar— le golpeó el pecho como un recuerdo. El aroma inconfundible de su tierra.
Iván alzó la vista y vio las torres lejanas de las fortalezas, ciudades y pueblos ribereños, con sus tejados de tejas rojas, los mástiles de las flotas mercantes, las grúas de madera moviendo cargas de un lado a otro. Era una de las tantas venas del corazón económico de su ducado.
Por el Maerenth navegaban embarcaciones llegadas desde los rincones más lejanos del mundo conocido. Barcos de velas cuadradas provenientes de Yuxiang, un continente vasto, antiguo, donde las dinastías dominaban como encarnaciones vivas de dragones celestiales, trayendo porcelana, seda, y especias con nombres imposibles. Naves bajas, de madera oscura, llegaban desde los desiertos abrasadores de Arzhad, cargadas de incienso, perlas negras, aceite perfumado, y esclavos de voz suave y mirada feroz. De las islas de Yamashiro venían pequeñas embarcaciones de precisión asombrosa, tripuladas por hombres silenciosos, con mercancías exquisitas: cuchillas tan finas como la seda, licores de arroz, tintes profundos. Y desde los lejanos reinos montañosos de Chonhadae, con su arquitectura de pagodas de jade y sabiduría ancestral, traían libros, bronces ceremoniales, y especies negras vendidas solo a quienes habían ganado su respeto. Todo eso, todo ese mundo, confluía aquí, en las tierras fértiles de Zusian, donde los campos de trigo y cebada se extendían hasta donde el ojo alcanzaba, donde las gigantescas montañas de Karador entregaban minerales que parecía infinitos, donde los valles producían carne, leche, vino y pieles en cantidades tan abundantes que parecían que nunca se acabarían.
El ducado era una joya. Y no por nada tantos deseaban dominarlo.
Pero no solo el comercio y la fertilidad definían a Zusian. Había algo más, algo que palpitaba en el espíritu del pueblo, en sus artistas, sus filósofos, sus inventores. En los últimos veinte años, una nueva corriente de pensamiento había comenzado a germinar, impulsada por el redescubrimiento de antiguos códices, de las ideas perdidas durante la era de oscuridad. Aquel movimiento había sido bautizado como el Lumenflor —la Flor de la Luz—, y aunque su origen podía rastrearse hasta los círculos eruditos de la Universidad de Anverdan, fue en Zusian donde floreció con mayor fuerza. Era un renacer de ideas, un redescubrimiento del hombre como centro de su mundo, sin olvidar a los dioses, pero exigiendo razón, arte, creación. El Lumenflor había traído de vuelta la escultura con proporciones ideales, la pintura con perspectiva, la arquitectura geométrica, la poesía del alma y no del dogma. Por primera vez, había más retratos de personas que de los dioses o los espíritus. Más libros sobre anatomía que sobre las proezas sangrientas de los dioses y sus campeones.
A veces era difícil recordar que hacía apenas un siglo, el mundo aún estaba hundido en la superstición más ciega y los rezos vacíos a deidades silentes.
La historia de ese mundo era larga, y su memoria, aunque fragmentada, estaba tejida de epopeyas. Había un tiempo en que no existían más que ciudades-estado, cada una un pequeño mundo cerrado, hasta que fueron esclavizadas por imperios antiguos y por razas ahora extintas o relegadas. Elfos del norte, orcos de las estepas centrales, ogros montañosos, naga del sur, vampiros que gobernaban con puño de seda y colmillo de hierro, hombres-bestia que bajaban con la niebla. Las razas antiguas subyugaron a los hombres. Pero los héroes —reales o mitológicos— se alzaron, expulsando a los invasores en un crisol de guerras que destruyeron continentes enteros.
Tras la expulsión de los señores oscuros, los humanos volvieron a fragmentarse, como era su costumbre: pequeños reinos, tribus salvajes, caudillos sin ley. Pero con el tiempo, surgieron casas nobles que impusieron orden, que consolidaron el poder y fundaron grandes reinos. Bandera tras bandera, vasallaje tras vasallaje, las tierras se estabilizaron. Y fue entonces, cuando aún todo parecía tambalearse, que surgió Arkhos, llamado El Unificado.
Arkhos Zirak, rey del Reino de Elyndar, y cabeza de la antigua Casa Zirak, se embarcó en una cruzada de conquista que parecía imposible. Pero en apenas tres décadas, conquistó todo el continente de Aurolia. Desde las costas ásperas del norte hasta los playas con arena escarlata del sur, desde las montañas brumosas del este hasta los pantanos de niebla del oeste. Así nació el Imperio de Eldanthir, un coloso político, cultural y militar que mantuvo unido el continente por dos siglos. Fue un imperio de ley, pero también de control férreo, de vigilancia, de represión.
La caída de Eldanthir fue tan épica como su ascenso. Una crisis de sucesión tras la muerte del Emperador Teryon II derivó en una guerra civil devastadora. Aquello fue el inicio de las llamadas Guerras de Fragmentación, un siglo de caos donde cada provincia quiso ser su propio imperio, donde hermanos luchaban contra hermanos, y las alianzas se hacían y rompían con la misma facilidad que una copa de vino al caer. El Imperio se resquebrajó en pedazos.
Fue durante ese tiempo que los Erenford, antaño una casa grande y orgullosa que fue degradada a una de las ramas secundarias del linaje de Elyndar, vieron su oportunidad. Mediante pactos, astucia y sangre, recuperaron sus antiguas tierras. Zusian volvió a ser poderoso, llegando a ser de las líneas puras y principales del moribundo imperio. El linaje Erenford prosperó, pero nunca olvidó lo que les fue arrebatado.
Y ahora, Iván regresaba no solo como un general victorioso, no solo como un soldado que había sobrevivido al hierro y al fuego, sino como el símbolo viviente de una esperanza que muchos creían extinta. Era el estandarte de una era renaciente, la encarnación de una posibilidad que se creía enterrada bajo siglos de guerra, traición y fragmentación. Volvía con más que gloria: volvía con poder, con historia, con la mirada firme de quien ha mirado a los dioses de frente… y no se ha arrodillado.
A sus espaldas, las Legiones de Hierro marchaban. Un río interminable de hombres de acero, curtidos por el barro, el hambre y la sangre, que ya no caminaban como soldados, sino como arquitectos de una nueva era. Su andar hacía temblar la tierra. De los ochocientos ochenta mil legionarios que había comandado en un inicio —una fuerza ya de por sí imponente—, la cifra había crecido con el paso de los días, como una bestia alimentada por la guerra misma, hasta alcanzar los tres millones. Pero el conflicto no tardó en escalar aún más allá de toda previsión. Cuando los Ejércitos de Sangre Real de Stirba junto con las tropas de élite del ducado de Zanzíbar, que avanzaban desde el paso de Eldrakar, Iván fue obligado comandar a Once millones doscientos mil soldados. Y más tarde, unos refuerzos de diecisiete millones.
Diecisiete millones de hombres bajo su mando para el clímax de aquella carnicería fue la batalla de Velkartha, donde el mismo Iván, entre el humo de los cañones de mano, las lanzas de fuego y los gritos de los agonizantes, mató al Duque Maximiliano de Stirba en un duelo singular, una hazaña que no solo destrozó el eje del enemigo, sino que tal vez cambió el curso de la historia.
Todo eso, en apenas cuatro meses. Cuatro jodidos meses.
Cuatro meses que se sintieron como una vida entera. Cuatro meses de infiernos, ¿quién iba a pensar que todo comenzaría con una simple caza de bandidos?
Nadie —ni siquiera Iván— imaginó que aquella persecución de bandidos lo llevaría a enfrentarse a dos de los cuatro ducados del extremo oriental de Aurolia. Y mucho menos que saldría vencedor.
Y ahora, el horizonte le devolvía el reflejo de su origen.
A lo lejos, como una joya tallada por los dioses, surgía la imponente ciudad de Vardenholme. Capital del Ducado de Zusian. Actual bastión de la casa Erenford. Enorme. Majestuosa. Viva. La ciudad se extendía como un manto de piedra negra y techos rojizos resplandeciendo bajo la luz dorada del atardecer. Sus calles eran amplias, limpias, simétricas. Las plazas florecían con esculturas, fuentes y mercados bulliciosos. A lo lejos se veían las torres de las grandes academias, los templos negros y morados, los observatorios con sus cúpulas bruñidas, y las catedrales alzándose como espinas sagradas hacia el cielo. El estilo era de una elegancia equilibrada, racional, perfecta. No había espacio para el exceso ni para lo vulgar. Cada piedra parecía colocada con intención, cada ventana, cada escalón, cada línea. Era una ciudad que había evolucionado por manos que habían contemplado el arte, la lógica y la belleza como una trinidad sagrada.
Cincuenta millones de almas habitaban en Vardenholme. No solo zusianos, sino comerciantes, refugiados, artistas, espías, sacerdotes, esclavos liberados, sabios exiliados… Era el crisol de todo Aurolia, de todo el mundo conocido.
Y más allá, alzándose como un dios dormido, estaba Drakonholt Keep.
Drakonholt Keep. Su hogar. Su legado.
No era solo un castillo. Era una declaración. Era una maldita advertencia.
Forjado en basalto negro, extraído de las entrañas de las montañas más profundas del Ducado, el castillo se alzaba como una sombra gigantesca sobre el mundo. Sus torres se erguían como lanzas contra el cielo, sus muros estaban vivos con historias de muerte y gloria. Molduras carmesís recorrían las paredes como venas abiertas, como si el mismo castillo sangrara por cada traición, cada guerra, cada secreto que guardaba en sus entrañas. Era una fortaleza, sí, pero también un mausoleo, un santuario de memorias grabadas con fuego y sangre de años anteriores.
Dentro, los pasillos formaban un laberinto diseñado no solo para proteger, sino para confundir a los intrusos. Las estancias eran vastas, decoradas con tapices milenarios que relataban el ascenso de los Erenford con una honestidad brutal: ejecuciones, conquistas, complots, purgas, celebraciones impías. Los techos de los grandes salones estaban sostenidos por columnas de roble negro, talladas con figuras que parecían moverse cuando nadie miraba: dragones, quimeras, lobos, espíritus caídos.
Las mesas de banquete eran largas como ríos, hechas de ébano pulido y decoradas con escenas de batallas olvidadas que se desplegaban a lo largo de sus patas como historias en pergamino. Enormes chimeneas encendidas día y noche mantenían el castillo cálido, con relieves de lobos rugientes que daban vida al fuego. El aroma de la madera quemada y la resina perfumada impregnaba cada rincón.
Las murallas exteriores eran colosales: tres anillos concéntricos, cada uno más robusto que el anterior. La primera muralla, de cuarenta metros, estaba reforzada con torres de asedio fijas y catapultas gigantes. La segunda, de cuarenta y cinco, tenía torres con enormes balistas y trabuquetes, reliquias de una era olvidada. La tercera, la más alta, llegaba a los cincuenta metros y estaba coronada con estandartes negros, donde el lobo dorado de los Erenford ondeaba con orgullo asesino.
Ese blasón, ese lobo con ojos carmesí que parecía mirar a los vivos y a los muertos por igual, era más que un símbolo: era una advertencia al mundo. Aquí manda la casa Erenford. Aquí, no se olvida. Aquí, no se perdona.
Iván inspiró profundo.
Ese era su hogar. Su único hogar verdadero. No el de su niñez olvidada, ni el de su juventud perdida en un mundo que ya no reconocía. Este era el hogar de su segunda vida, una existencia forjada en sangre, acero y voluntad. Una vida donde el nombre Álex había muerto hacía mucho tiempo, sepultado junto con todas las dudas, los miedos, la debilidad de aquel otro ser. Ya no era ese muchacho. Ese nombre era apenas una sombra enterrada, un eco lejano que a veces resurgía en sueños rotos, pero que al despertar desaparecía como el humo de una vela extinguida. Él era Iván. Iván Erenford. Con todo lo que ese nombre implicaba. Con su gloria, su peso, su condena, su deber ineludible.
Y con esa identidad escrita a fuego sobre su alma, estaba listo para cruzar de nuevo las puertas de la ciudad.
Antes de que pudiera sumergirse más en el abismo de sus pensamientos, una voz familiar, rasposa como el rugido de una bestia herida, cortó el aire.
—Mierda… Cuánto tiempo. Te juro que había olvidado cómo se veía este lugar —dijo un coloso humano, cabalgando en su montura grisácea. Ulfric. Su maestro. Su sombra. Su padre en todo menos en sangre. El viejo guerrero de cabellos pelirrojos, enmarañados como zarzas de fuego, llevaba una sonrisa cargada de nostalgia y brutalidad. Su armadura pesada, mellada por los años pero aún firme, crujía con cada paso que daba.
Iván torció los labios en una sonrisa que parecía más un filo de daga que una expresión de alegría.
—Sí… aún me sorprende que sigas vivo. Pensé que después de tantos años de matanzas, cicatrices, resacas y noches durmiendo con una espada bajo la almohada, ya estarías pudriéndote en algún campo olvidado… Ya sabes, cosas de viejos.
Ulfric bufó con sorna y escupió a un lado del camino.
—Jódete. Estoy en mis mejores años. No tengo más de treinta y seis, mocoso engreído. Tú eres el que anda con ese cabello tan platinado que parece que te bañaste en cenizas. ¿Estás seguro de que tienes quince? Porque tienes cara de haber vivido tres guerras y sobrevivido a las tres. Ah, cierto… lo hiciste.
Iván se encogió de hombros, con ese aire insolente que sólo él podía cargar sin parecer estúpido.
—Estás celoso porque soy más guapo.
—¿Y qué, mocoso? Yo la tengo más grande y no voy por ahí presumiendo. —La carcajada que soltó Ulfric retumbó como un trueno entre los muros cercanos—. Como sea… Solo vine a recordarte que disfrutes tu maldito momento. Seguro que la duquesa te preparó una celebración digna de un dios, así que sonríe un poco y deja de andar con esa cara de poeta triste, que pareces a punto de soltar un monólogo existencial.
Iván rodó los ojos. No podía evitarlo. Sabía que tenía razón.
Su madre, la Duquesa Regente de Zusian, era una mujer que no dejaba nada al azar, y mucho menos el regreso de su hijo. Ella habría organizado una celebración masiva, con desfiles, discursos, banquetes que duraran hasta el amanecer y todo el aparato político y simbólico que una victoria como la suya ameritaba. Lo había hecho antes. Recordaba claramente la vez que Thornflic y Kael tomaron el vizcondado de Rivenrock después de que ese vizconde —cuyo nombre ya ni valía la pena recordar— intentó asesinarlo por despecho al ser rechazado por su madre, furioso por haber sido desplazado. Aún recordaba como esa fiesta duró una semana.
Han pasado años de eso. Y, sin embargo, el ciclo se repetía.
Pero ahora, a Iván no le importaba tanto la celebración. No quería discursos, ni vítores, ni aplausos. Solo deseaba abrazar a su madre. Sentir sus brazos, su olor, escuchar su voz. Pasar unos minutos con ella, sin cargas, sin coronas, sin sangre.
Porque sabía que el tiempo era su enemigo.
Desde que había sido diagnosticada con la Málashk, una enfermedad tan rara como cruel, que atacaba el sistema nervioso y muscular con la lentitud sádica de un veneno que no mata de inmediato pero arrastra al cuerpo hacia la decadencia, la vida de su madre había sido una lenta danza con la muerte. Día tras día, su cuerpo se debilitaba. Los músculos cedían, los huesos dolían, los gestos simples requerían una voluntad de hierro. Y sin embargo, ahí estaba ella: aún gobernando, aún decidida, aún implacable. Su mente era un puñal, su espíritu un incendio.
Pero él podía ver lo que los demás no. Podía notar la forma en que sus pasos eran más lentos, su voz más suave, su aliento más corto. Y aunque jamás lo admitiría, esa fragilidad que acechaba a la mujer más fuerte que conocía le provocaba un nu+do permanente en el pecho. Tarde o temprano, lo sabía, su cuerpo simplemente diría basta.
Pensar en ello lo hacía apretar los puños con rabia.
Y por eso no quería perder tiempo. No ahora. No cuando podía estar a su lado.
Cuando la comitiva finalmente atravesó las tres gigantescas murallas que protegían Vardenholme, la la ciudad estalló.
Una ola de vítores, gritos y júbilo sacudió las calles como una tormenta. Desde las torres más altas hasta las plazas más humildes, los ciudadanos salieron en masa a recibir a las Legiones de Hierro, vitoreando a los doce millones de legionarios que regresaban como héroes. Era un desfile de poder sin disimulo, un espectáculo de fuerza bruta y orden absoluto.
Banderolas negras, rojas y doradas —los colores del Ducado de Zusian— ondeaban con furia y orgullo desde cada torre, cada balcón, cada asta que se alzaba sobre las murallas y las plazas de Vardenholme. Como llamas atrapadas en tela, bailaban agitadas por el viento, marcando el cielo con el peso de una victoria incontestable. Las calles, abarrotadas hasta no poder respirar, estallaban en júbilo. Hombres, mujeres, ancianos y niños se apretujaban contra las barandas, techos y cornisas, extendiendo los brazos como si el simple roce de aquellos guerreros pudiera bendecirlos. Todo el suelo estaba cubierto de pétalos rojos como sangre y dorados como el sol del mediodía. Se habían mezclado con polvo brillante y confeti lanzado desde catapultas ceremoniales ocultas entre las torres más altas. Campanas repicaban con una furia casi sagrada. Los tambores de guerra —cajas enormes sujetas por jóvenes que apenas si podían con su peso— marcaban el ritmo de la marcha con golpes que hacían vibrar el pecho. Y las trompetas, agudas y solemnes, entonaban una melodía compuesta especialmente para ese día, una mezcla de funeral y gloria, como si la música supiera que toda victoria tenía un precio.
Los ciudadanos vitoreaban simplemente a un ejército. Desde los temibles Legionarios de las Sombras —los más letales, los más leales, cubiertos por armaduras negras de placas articuladas, tan densas como la noche y decoradas con detalles dorados que brillaban como llamas al reflejar el sol— hasta los sanadores de combate, cuyos ropajes eran túnicas negras reforzadas con acero liviano, símbolos antiguos y esotéricos bordados con hilo escarlata en patrones arcanos que parecían vibrar con energía propia.
Los hombres disfrutaban de la atención. Lo admitían con sonrisas, saludos, movimientos de cabeza. Algunos levantaban sus armas al aire, otros chocaban los puños contra sus corazas. Las mujeres arrojaban flores, pañuelos bordados, incluso sus propias cintas de cabello. Algunos niños corrían a tocar los cascos de los caballos antes de ser reprendidos por los centinelas. Era un carnaval de poder y respeto, una exhibición sin censura de fuerza, dominio y victoria.
Y al frente de todos… Iván.
Iván Erenford.
Montaba en Eclipse, su corcel de guerra negro como una noche sin luna, un animal tan elegante como letal, entrenado para la guerra y las ceremonias, que caminaba con un porte majestuoso como si supiera que todo un reino lo miraba. La armadura que vestía Iván era una extensión de su propia presencia: negra, impecablemente pulida, tallada a mano con motivos de lobos. El metal oscuro parecía beber la luz del sol en lugar de reflejarla, como si portara consigo las sombras de cada campo de batalla que había recorrido. No llevaba yelmo; lo tenía colgado de la silla de montar, columpiándose con cada paso del caballo. Su rostro, al descubierto, era como tallado en mármol pálido, bello, joven pero endurecido por la guerra. Había ojeras bajo sus ojos —no demasiado marcadas, pero suficientes para hablar de noches sin descanso y pensamientos cargados—. Su cabello platinado había crecido desde la última vez que su pueblo lo había visto: largo, ondulado en los extremos, cayendo como una cascada helada por detrás de sus orejas y rozando la base de su nuca. Algunos mechones se le mecían al viento, con un movimiento casi teatral, casi divino.
Sus ojos azules, tan intensos y precisos como el filo de una espada, exploraban cada rincón de la ciudad, cada rostro entre la multitud, cada gesto de cariño, de respeto, de adoración. Saludaba con un ademán firme, elegante, perfecto. A veces levantaba la mano en señal de agradecimiento; otras, simplemente asentía con una pequeña sonrisa, contenida, digna, como si no quisiera abusar de la vanidad pero tampoco negarse el sabor dulce del reconocimiento.
Y cómo lo vitoreaban.
Pétalos dorados y carmesíes llovían desde balcones, azoteas y puentes. Los ciudadanos arrojaban flores, lazos, estandartes pequeños con su nombre bordado a mano. Gritaban hasta quedarse sin voz: “¡Erenford!” “¡Zusian!” “¡Lobo de Zusian!” Ese último sobrenombre se repetía una y otra vez, como una plegaria salvaje. Lo había escuchado hace unos días por primera vez en boca de un soldado de caballería ligera, y desde entonces no había dejado de crecer. “El Lobo de Zusian”… Se sonrojó levemente al oírlo de nuevo, como si aún le costara asumir el mito que había nacido a su alrededor. Pero no lo rechazó. Sabía que los pueblos necesitaban figuras, símbolos. Y si él debía ser uno, entonces lo sería. Después de todo, aquello no era más que el comienzo. Si su linaje quería perpetuarse como una dinastía inmortal, debía aceptar su papel como heredero y como guerrero. Era hijo de Kenneth Erenford, el "Lobo Sangriento", el hombre que había conquistado, eliminado tantos linajes como generales y tantos soldados enemigos que se contaban por millones. Su reflejo. Su sangre. Y no solo la de él.
Sangre también de Aldric Erenford, el legendario antepasado que se alzó en los Tiempos del Velo, cuando las tierras eran aún fragmentos salvajes y los hombres luchaban contra sombras y monstruos antiguos. A él se le atribuía la fundación de la Casa, y con razón. Era conocido como "el Lobo de la Medianoche", un señor de la guerra cuya espada, Noctigarra, había sido forjada con el metal de un meteorito y templada en la sangre de un millón de enemigos. Dicen que no dormía, que hablaba con los lobos, que su aullido era lo último que escuchaban sus enemigos antes de morir. Aldric fue el primero en tomar el símbolo del lobo como estandarte. Fue él quien fundó el bastión en los riscos helados que siglos después se conocería como el Dragon Palace en Ulthorath. Un monstruo para algunos, un salvador para otros.
La marcha continuó, solemne pero gloriosa. Cruzaron el primer anillo de defensa del castillo de Drakonholt Keep: torres de piedra negra, almenas plagadas de lanzadores y emblemas grabados en obsidiana, puertas acorazadas con capas de acero reforzado. Luego el segundo, más interior, más decorativo pero igual de letal. Y finalmente, el tercero, donde los legionarios de las sombras formaba filas perfectas.
Y entonces las puertas principales se abrieron.
De par en par, con lentitud ritual, como si el mismo castillo estuviera respirando, como si reconociera al hijo pródigo, al heredero. La multitud contuvo el aliento. Los estandartes se alzaron más alto. El cielo, despejado hasta entonces, permitió que un rayo de luz dorada descendiera sobre la escalinata.
Y allí estaba ella.
En lo alto, con la espalda recta y la mirada serena, rodeada de legionarios y doncellas, estaba Alba Lindmier, la Duquesa-Regente. Su madre. Y por un instante, todo el ruido del mundo pareció silenciarse.
Vestía un vestido rojo oscuro, casi borgoña, adornado con filigranas doradas que subían desde el dobladillo hasta el corsé, como llamas estilizadas acariciando su figura aún esbelta. Su cabello negro lacio, con reflejos azulados, caía recogido con peinetas de plata negra talladas en forma de lirios. Su piel, pálida por la enfermedad, se veía delicada pero no débil; como la porcelana más cara del mundo, frágil y eterna. Sus dedos temblaban ligeramente, escondidos tras los largos encajes de sus mangas, pero sus ojos…
Sus ojos eran un faro en medio del tumulto. Azules, intensos, vivos. Como un cielo después de la tormenta. Los mismos ojos que Iván llevaba en el rostro. Los únicos que podían atravesar su armadura emocional. Los únicos que le recordaban que, antes que general, antes que estratega, antes que símbolo… seguía siendo un hijo.
Iván desmontó lentamente. Sus botas tocaron el mármol como si cada paso fuera un ritual. Caminó hacia ella con pasos firmes, seguros, pero por dentro todo su cuerpo temblaba. A medida que acortaba la distancia, sus emociones empezaron a quebrar la máscara. Su rostro se tensó, sus labios temblaron. Cuando estuvo frente a ella, se detuvo y se inclinó, como haría un caballero frente a su reina, como lo hacían los hombres en los tiempos antiguos, cuando el embellecimiento del "honor" estaba en esas tierras.
Pero Alba no lo permitió.
Se adelantó. Lo tomó suavemente de las manos, y con una fuerza que parecía milagrosa, lo alzó. Sus dedos estaban fríos, delgados, pero firmes.
—Este día no celebramos solo una victoria en el campo de batalla —dijo, su voz proyectada por el antiguo hechizo de amplificación que hacía resonar cada palabra por las plazas, por las murallas, por cada rincón de la ciudad—. Celebramos la fortaleza de nuestra gente. Celebramos el coraje de nuestros soldados. Celebramos el regreso del heredero de este gran Ducado de Zusian. Iván Erenford. Hijo de Kenneth Erenford y descendiente de reyes y emperadores. Reflejo de nuestro linaje. Y la espada de un futuro que nos pertenece.
El aplauso estalló como un rugido. Las calles temblaron. Gritos de “¡Lobo de Zusian!”, “¡Viva Iván!”, “¡Viva Zusian!” se repitieron en eco.
—Hoy honramos a nuestros generales —continuó ella, alzando una mano—. Lucan Frostblade, el Oso Blanco. Varyn Firestorm, el Azote Dorado . Quentin Shadowstrike, el Imperturbable. Y Thornflic Bladewing, la Espada del Verdugo. Ellos no solo defendieron nuestras tierras de los sanguinarios stirbanos, ni solo aplastaron a los implacables zanzibarianos. No. Ellos demostraron por qué este ducado jamás caerá.
El estallido de vítores fue tan poderoso que hizo vibrar las paredes del castillo.
Cuando todo el estruendo fue reemplazado por una pausa de respiración colectiva, cuando el aire ya no ardía de vítores, ni los muros temblaban con la fuerza de las aclamaciones, Alba Lindmier bajó la voz. Sus labios se entreabrieron con un temblor casi imperceptible, y en sus ojos se acumuló una humedad que no había permitido asomar ni en sus horas más frágiles.
Avanzó. Rompió la formalidad, rompió el acto. Ya no era la Duquesa-Regente de Zusian. Ya no era la mujer fuerte que había gobernado con pulso férreo durante años. Era solo una madre. Y lo abrazó. Sin protocolo. Sin símbolos. Sin palabras ensayadas ni política vacía. Lo apretó contra su pecho con una desesperación dulce, necesitada, contenida durante años. Y lloró.
—Estás bien… estás bien… gracias a los dioses… —susurró, su voz quebrándose, tan baja que solo él pudo oírla. Acariciaba su espalda con dedos frágiles, temblorosos, como si necesitara palpar cada hueso para asegurarse de que realmente estaba ahí, entero, vivo—. Te has hecho más alto… Dioses, mírate… ese cabello, esos ojos… estás más guapo que nunca.
Se rió entre lágrimas, con esa risa temblorosa que solo las madres pueden emitir cuando el alivio las desborda y les roba fuerza a las piernas.
—Bueno… un poco demacrado… y te falta un buen corte —añadió, sonriendo con una chispa burlona que le iluminó los ojos.
Iván soltó una risa leve, sincera, cerrando los ojos mientras se refugiaba en su abrazo. El mundo podía caer, podían volver las guerras, podrían marcharse todos los hombres del mundo… pero ese abrazo era un hogar en sí mismo.
—Me gusta así de largo —respondió él, apoyando su frente contra la de ella.
Alba sonrió, dulce y agotada, como si su alma hubiera soltado un peso. Luego, se aclaró la garganta con elegancia, conteniendo las emociones con ese gesto aprendido de años de disciplina cortesana. Dio un paso atrás, recuperó parte de su porte.
—Celebraremos por los victoriosos… y honraremos a los muertos —dijo, ya en voz alta, con solemnidad recuperada.
—Esta noche no habrá silencio —anunció, alzando la mano para que todos la oyeran—. Esta noche, el eco de nuestra victoria llenará los muros de Drakonholt. Esta noche, se servirán banquetes en los grandes salones y en la plazas, no solo para generales y altos oficiales, sino para cada soldado, cada herrero, cada sanador, cada ciudadano que se mantuvo firme. Ningún estómago quedará vacío. Ninguna copa quedará seca.
Las campanas de las torres resonaron de nuevo, pero esta vez, eran campanas de celebración pura. No de guerra. No de advertencia. De júbilo.
Horas después, cuando la luna comenzaba a asomar sobre el horizonte como una diosa plateada y el cielo se tornaba de un azul profundo lleno de estrellas, los grandes salones, los más grandes del castillo y capaces de albergar a cientos de miles de personas, se llenaron hasta desbordarse. No había nobleza presente —Zusian había abolido esos títulos hacía generaciones—, pero aun existian esos viejos linajes en forma de terratenientes, gobernantes de ciudades y de castillos, algunos aun con demasiado poder.
El gran salón era una catedral de piedra viva. Altos muros de granito negro con relieves que contaban la historia del linaje Erenford, de los grandes asedios, de las rebeliones apagadas, de las batallas. Candelabros colosales colgaban del techo, hechos de hierro fundido con velas gruesas como brazos de gigante. El calor del fuego crepitante llenaba el ambiente con una calidez dorada. Lienzos enormes cubrían las paredes, retratando victorias pasadas, rostros de líderes caídos, y leyendas pintadas que parecían cobrar vida al moverse las llamas.
Sobre las largas mesas de roble oscuro, la comida era un espectáculo en sí mismo.
Cerdos enteros asados, con la piel dorada y crujiente, rellenos de hierbas aromáticas, manzanas asadas y cebollas glaseadas. Terneras cocinadas lentamente en vino especiado, servidas con salsas de moras negras y mostaza dulce. Pavos gigantes, rellenos de frutos secos, tocino y pan de ajo, humeando todavía, con las alas abiertas como si volaran. Bandejas de cordero tierno con costra de nueces, aromatizado con tomillo salvaje. Pescados de río envueltos en hojas de parra y cocidos al vapor, acompañados de mantequilla de limón y eneldo.
Y aún más.
Montañas de pan recién horneado: panes rústicos de cebada, hogazas de centeno, pan de trigo con cortezas cubiertas de sal marina. Quesos de todos los tipos, desde suaves cremas de cabra hasta bloques de queso añejo cubiertos en ceniza. Frutas frescas: racimos de uvas verdes y moradas, higos dulces, manzanas de piel brillante, peras doradas y ciruelas rojas.
Dulces, también, en montones. Tartas de nuez y miel, bizcochos empapados en ron, galletas con especias exóticas traídas desde las islas de Kharas. Pasteles de capas, uno de ellos tan alto como un niño, cubierto de crema de avellana y trozos de chocolate negro.
Y la bebida corría como ríos. Barriles de cerveza fuerte, negra y espesa, Hidromiel dorada, dulce como el primer beso, servida en jarras de barro. Vino tinto oscuro como la sangre. Vino blanco, espumoso, servido en copas altas con frutos flotando en su interior. Licores añejos en pequeños frascos tallados. No había límites. Nadie se detenía.
El ambiente era una mezcla de música, risas, cantos de victoria y clamor de copas chocando. Los músicos tocaban laúdes, tambores, flautas y címbalos.
Iván, sentado en la mesa alta, entre algunos comandantes de legión y oficiales militar y su madre Alba, comía con parsimonia. No por falta de apetito —tenía hambre, una que llevaba días, semanas, arrastrando desde la última marcha, desde la última batalla—, pero lo que verdaderamente lo alimentaba era la escena ante él. Ese mar de rostros iluminados por la luz cálida de las antorchas, la música que se enredaba en las vigas del techo como una brisa encantada, el aroma embriagador del vino derramado y de las carnes cocinadas en fuego lento. Respiraba profundo, cerrando los ojos por momentos. Ya no olía a sangre, ni a cuero quemado, ni a óxido caliente. No más el hedor de la muerte que lo había acompañado tanto tiempo. Aquello era distinto. Olía a pan fresco, a frutas en conserva, a canela derramada en bandejas de dulces, a vino especiado con clavo y corteza de naranja. A jazmín. A humanidad. A hogar.
A su alrededor, el murmullo de los banquetes seguía elevándose como una oración colectiva. Cantos y carcajadas estallaban sin cesar, entremezclados con el sonido de copas chocando, de platos servidos, de botas arrastrándose en danzas improvisadas. Iván se dejó contagiar por la celebración. Se permitió, por una noche, no ser comandante, ni figura, ni heraldo de batallas. Solo un hombre. Solo él.
Junto a él, sus concubinas —Sarah, Seraphina, Adeline e Ilena— compartían la mesa. Cada una vestía para la ocasión con tejidos que rozaban la indecencia sin caer en la vulgaridad: gasas finas, escotes generosos, collares de esmeraldas y rubíes colgando entre pechos elevados. Sarah, siempre altiva, jugaba con la copa entre los dedos como si estuviera hipnotizando al vino. Seraphina, de sonrisa perenne y mirada traviesa, reía mientras tocaba a Iván por debajo de la mesa. Adeline, suave, más reservada, le hablaba al oído de vez en cuando, rozando su oreja con los labios. Ilena... Ilena lo miraba con una mezcla de deseo, enamoramiento y sumisión. Aunque Iván aún recordaba con cierta punzada ese primer momento, cuando la tomó solo por conveniencia. Esa culpa había comenzado a desvanecerse. ¿Era culpa aún? Tal vez. Pero ya no se sentía tan culpable.
Y luego estaban sus amantes. Kalisha, la exótica mujer de las arenas del sur, cuyo cuerpo parecía tallado para provocar el pecado. Celeste, pálida y curvilínea, de voz suave y manos delicadas. Bianca, voluptuosa, de piel pálida como su hermana, cuyo deseo ardía tanto como su cuerpo. Bailó con todas esa noche. Cada una le robó besos, caricias. Manos que se deslizaban por su espalda, dedos que jugueteaban con los broches de su armadura ceremonial, labios que mordían sin permiso ni pudor. El salón vibraba con esa energía de cuerpos y sudor, de pulsos acelerados y miradas que no pedían disculpas.
Pero su enfoque… su verdadero enfoque, estaba en aquellas a quienes había prometido tiempo antes de partir. Promesas selladas con un beso fugaz, palabras casi no pronunciadas, y el silencio de los que sienten más de lo que entienden.
Elara. Voluptuosa, de curvas imposibles, cabello pelirrojo que caía en una cascada de fuego por su espalda. Sus ojos, grandes, como de cervatillo, lo seguían con ternura infinita. Ella siempre había sido la más apasionada, la más directa. De niñas niñeras a mujeres deseadas. Con Elara, todo fue calor y urgencia. Fue la primera con la que compartió la cama tras volver. No hubo timidez, no hubo espera. Se entregaron como si el mundo fuera a acabar al amanecer.
Amelia. Elegante, siempre reservada, la más delicada de las tres. Rubia, de piel blanca como la leche, con ojos verdes que se sonrojaban al mirarlo. Cuando entró en su habitación, la noche siguiente, apenas pudo mirarlo a los ojos. Pero cuando la tomó de la cintura y la besó con dulzura, su resistencia se deshizo. Hicieron el amor con lentitud, como si cada movimiento fuera un poema, una oración. Lloró cuando todo terminó. De emoción. De amor.
Mira. La menor en estatura, de cabellos negros como la noche, ojos azules intensos como zafiros sumergidos en agua. Su pecho más pequeño, pero su alma, intensa. Tierna, risueña, la que aún reía como una niña, pero miraba como una mujer. La tercera noche fue para ella. Y aunque fue la más tímida, fue también la más apasionada. Hablaron después de hacerlo, hasta el amanecer. De sueños. De niñez. De anhelos futuros. Fue con ella que el corazón le dolió más. Porque con ella sentía lo que nunca admitía en voz alta: que deseaba quedarse. Solo quedarse.
La cuarta noche fue distinta. Las tres estuvieron con él. Elara, Amelia y Mira, juntas, por decisión de ellas, no de él. Lo sorprendieron en su habitación, riendo, sonrojadas, vestidas para la ocasión. No hubo celos. Solo complicidad. Compartieron besos, caricias, lo acariciaron como si fuera algo sagrado. Esa noche fue un incendio de cuerpos, de gemidos, de confesiones al oído. No se arrepintió de nada.
La quinta noche fue con todas. Con sus amantes, con sus concubinas, con sus promesas vivas. Un delirio de cuerpos, vino y deseo. Cuando el sol se alzó esa mañana, Iván estaba exhausto. Físicamente roto, sí. Pero el remordimiento de antes… ese que había arrastrado por meses como una cadena oxidada, había desaparecido. Aceptó que había deseo en él. Lujuria. Hambre. Que no era su enemigo. Que no era vergonzoso. Era humano. Era suyo.
El sexto día no fue para ninguna de ellas. Ese día, entero, lo dedicó a su madre.
Su madre lo esperaba en su habitación privada. El rostro cansado, los movimientos más lentos, las ojeras pronunciadas bajo los ojos aún hermosos. Se pasaron el día hablando. En su habitación, entre mantas y cojines, hablaron sin parar. De todo. De batallas pasadas. De sueños truncados. De su padre. De lo que ella temía y no decía. De lo que él deseaba y no sabía.
Dibujaron juntos, como en los viejos tiempos. Su madre aún tenía la mano firme cuando sostenía la pluma. Desde el carboncillo hasta la tinta de calamar, dominaba todo. Sus dibujos eran tan reales que parecían ventanas a otro mundo. Rostros, paisajes, caballos, castillos… todo surgía de su mano con una precisión casi mágica. Iván apenas podía seguirle el ritmo, pero no importaba. Ella dibujaba, él miraba. Ella reía, él escuchaba. Esa complicidad silenciosa, íntima, como solo madre e hijo podrían compartirla.
A la mañana siguiente, el sol apenas comenzaba a teñir de dorado los vitrales del dormitorio cuando Iván abrió los ojos. El calor del cuerpo de su madre aún lo acompañaba, la respiración de ella, aunque suave, era firme, rítmica, como un viejo reloj que aún resistía al paso del tiempo. Por un momento se quedó ahí, en silencio, sin moverse, observándola. La piel de Alba, antes tersa y luminosa, mostraba ahora los trazos delicados de los años: líneas suaves en el rostro, la palidez de la edad, y esa fragilidad que parecía cristal a punto de resquebrajarse. Sin embargo, seguía siendo hermosa. La misma mujer que él había idolatrado desde que tenía memoria. La misma que había gobernado un enorme territorio siendo una extranjera y joven, administrado territorios, y aún así encontrado tiempo para dibujar con él en noches de tormenta.
Ella se removió, abriendo los ojos lentamente, con una sonrisa perezosa que nacía de los años compartidos.
—Buenos días, mi niño —susurró con voz áspera pero cálida, llevándose una mano al rostro para despejarse—. Aunque ya no eres tan niño. Te pareces cada vez más a tu padre... pero más guapo. Gracias a mí, claro —agregó con una risita cansada pero genuina.
Iván soltó una risa breve, sin dejar de mirarla.
—¿Más guapo que él? Lo dudo —respondió, acariciando un mechón del cabello azabache de su madre.
—Oh, no lo dudes —dijo ella, sentándose con dificultad, estirándose con lentitud—. Tu padre tenía esa belleza salvaje de los hombres indomables. Tú… tú tienes algo más refinado. Como si fueras el resultado de siglos de diseño cuidadoso. Una obra maestra. Y además, heredaste mis cejas. Las cejas son importantes, Iván.
—Sí, mamá… lo que digas.
Ella rió, y luego suspiró profundamente. La habitación se llenó de ese silencio tibio que solo las personas con historia en común pueden soportar. Entonces, su madre palmeó la cama a su lado, invitándolo a sentarse con ella. Él obedeció, con esa obediencia que sólo se le tiene a una madre.
—Tenemos que hablar de cosas menos bonitas —dijo, mirando al frente, a la ventana por la que se colaba el cielo matinal.
—¿Tan temprano?
—No tengo el lujo del tiempo, hijo. Y tú tampoco. Hay mucho que necesitas saber. Este mundo no se administra con espadas ni con discursos bonitos. Se gobierna con cálculos, con leyes, con manos firmes. Has ganado esta guerra, Iván. Ahora tienes que aprender a gobernar tu país.
Iván frunció el ceño. No era la primera vez que hablaban de política, pero el tono de su madre era distinto. Más… definitivo.
—¿Qué quieres decir?
Ella tardó en responder. Se frotó las manos, como si el frío de la verdad se filtrara entre los huesos.
—Lo que quiero decir, es que me queda poco tiempo. —Su voz fue clara, sin adornos. Brutal. Como una lanza bien lanzada.
Iván la miró sin entender. Luego entendió. Y el golpe fue seco. Como si le arrancaran el aliento.
—¿Qué?
—Los médicos han sido sutiles. Pero no hace falta que lo sean. Lo sé. Mi cuerpo se está apagando. No es una enfermedad violenta, no es un veneno ni un conjuro. Es simplemente… el fin. Tres años. Tal vez cinco. No más. Y eso, si los dioses se apiadan.
Iván bajó la mirada. Sus manos temblaban ligeramente, pero las apretó contra sus muslos para ocultarlo.
—No… no puede ser. Tú… tú eres fuerte. Tú…
—Fui fuerte. Lo sigo siendo. Pero no soy inmortal. Y no quiero que este ducado se derrumbe el día que mi corazón decida dejar de latir.
Silencio. Un silencio denso, que se arrastraba como un sudario. Finalmente, ella volvió a hablar.
—Por eso, a partir de hoy, todos los días que me queden los dedicaremos a eso. A enseñarte. A prepararte. A formarte. No como un comandante de legiones, sino como un verdadero gobernante.
—¿Como un duque? —pregunto, ya sabiendo la verdad.
—No —respondió con una sonrisa extraña, mezcla de orgullo y melancolía—. No como un duque. Como el primer Príncipe de Erenford en siglos.
Iván la miró, no estaba tan sorprendido, hace tiempo había escuchado eso, bueno deducido y Ulfric solo se lo confirmo.
—¿Un principado?
—Sí. Ya no somos un mero ducado, aferrado al pasado. Tenemos los recursos. La economía florece. La maquinaria del Estado funciona como un reloj. Tus victorias han asegurado el respeto de los demás estados. Las legiones nos siguen con lealtad inquebrantable. El pueblo te aclama. Los enemigos nos temen. El momento es ahora. Tú serás el primer Príncipe de Zusian desde los días del viejo imperio.
Iván inspiró hondo, intentando procesar lo que aquello significaba. No era solo una promoción. Era una transformación. Una proclamación de poder, de independencia, de destino.
—¿Y qué hay de las cortes, de los demás territorios?
—No importa. Algunos se opondrán, claro. Otros buscarán alianzas. Pero ninguno tiene el poder que Zusian tiene ahora. Y menos con una madre que aún puede instruirte.
Ella se inclinó hacia él, tomándole las manos.
—Te enseñaré todo lo que no has aprendido. Desde los tratados de comercio hasta los bailes de máscaras donde se firman pactos sin palabras. Desde los nombres de cada terrateniente hasta las trampas de la burocracia. Cada mentira que los administradores sabrán decirte. Cada promesa que deberás romper sin parecer un traidor.
—¿Y si no estoy listo?
—Lo estarás. No tienes opción.
Iván tragó saliva. Aún lo golpeaba lo anterior. Tres años. Tal vez cinco. ¿Cómo se prepara uno para perder a su madre? ¿Cómo se entrena el alma para gobernar con ese vacío?
Ella, con su habitual agudeza, lo miró con dulzura.
—Y una cosa más. Las mujeres que trajiste contigo… tus amantes, tus concubinas, las tres a las que les prometiste amor… —su tono se volvió más serio, más incisivo—. Te ayudaré a guiarlas también. No quiero que te manipulen. Ni que ellas sean manipuladas por el juego de la política. Pueden ser tus aliadas, si las formas. Si las proteges y les das herramientas para protegerte a ti. No deben ser meras amantes decorativas. Ni esclavas de su amor. Pueden ser pilares. Si tú lo permites.
—¿Vas a entrenarlas también?
—Las instruiré, las formaré, las haré entender lo que significa vivir a la sombra del poder. Si van a estar a tu lado, deben estar listas para la tormenta. La lujuria es fácil, Iván. Pero el poder corrompe, distorsiona. Y más aún cuando se mezcla con el deseo. Si no eres cuidadoso, esas mujeres se volverán dagas en tu cama. Pero si las formas… serán tu escudo. Tus espadas más leales.
Iván asintió lentamente, mudo, abrumado, pero sintiendo cómo cada palabra de su madre se le tatuaba en el pecho.
Alba lo miró largo rato. Y luego, con la voz más suave, como una caricia rota:
—Quiero morir sabiendo que no te he dejado solo. Que cuando yo ya no esté, tú no caerás. Que este mundo, con toda su crueldad, no podrá contigo. Porque habrás aprendido. Porque serás algo más que un príncipe. Serás una leyenda. Mi legado. El legado de tu padre y el mío. Sabes... si él aún viviera, estaría orgulloso de ti, de lo que te estás convirtiendo. Perdón si repito mucho eso, pero… amé a tu padre, Ivy. Lo amé con toda mi alma, con una pasión que quema aún en mis huesos viejos.
Y en ese instante, Iván comprendió. Comprendió todo. El verdadero peso del poder no estaba en las coronas ni en los títulos, ni siquiera en los ejércitos que marchaban al ritmo de su nombre. No. El poder real era este: el amor de una madre que estaba muriendo y que aún así se negaba a dejarlo desarmado ante el mundo. El poder de la herencia no era solo política ni tierra ni riqueza. Era el peso de un linaje que no quería caer en el olvido. Era el amor profundo y la responsabilidad feroz que nacía de ser el hijo de una leyenda, y de convertirse en una.
Sintió las lágrimas presionar tras sus párpados, pero no las dejó salir. No ahora. No aquí. Se lo prometió a sí mismo. No lloraría frente a ella. Ya no era un niño, y su madre necesitaba a un hombre fuerte, no a un niño asustado.
Así que asintió. Con una sonrisa serena, confiada, como si ya lo supiera todo, aunque apenas entendía lo que venía. Se inclinó, con ternura, y besó la frente de su madre, con una devoción silenciosa que decía todo lo que las palabras no podían.
—Claro, mamá… —dijo, con la voz suave—. Pero dime… ¿cómo se conocieron tú y él? Casi nunca me cuentas eso. Me han hablado de él muchas veces… lo que otros dicen, lo que tú mencionas aquí y allá. Pero nunca he sabido cómo empezó todo. ¿Cómo fue que llegaste a casarte con mi padre?
Alba rió con suavidad, una risa triste y dulce, como un eco de otro tiempo.
—Ay no, no me hagas recordar eso… fue un desastre —respondió, cubriéndose la cara con una mano, fingiendo pudor, aunque sus ojos brillaban de emoción—. Te contaré, Ivy. Pero prométeme que no te reirás de mí.
Iván asintió, acomodándose en la cama como un niño ante un cuento que lleva esperando años.
—Yo nací en el Condado de Collham, ¿recuerdas? Mi casa es Lindmier. El estandarte… un mar de estrellas plateadas sobre campo azul. Hermoso, ¿no? Yo era la menor… la tercera hija de un duque orgulloso y ambicioso. Y además, era la más débil, según decían. Mis hermanas mayores eran gemelas, eran las perfectas: fuertes, severas, listas para la guerra y la política. Yo… bueno, yo dibujaba. Tocaba el laúd. Leía poesía. No era la hija que mi padre quería mostrar a sus aliados.
Suspiró, cerrando los ojos, como si las imágenes de su juventud aún vivieran con nitidez en su memoria.
—Pero aun así, como mujer noble, fui usada para formar alianzas. Originalmente, el ducado y el condado estaban aliados. Mi padre, por aquel entonces, había negociado una promesa de matrimonio con Kenneth, tu padre. Él era ya un hombre hecho y derecho. Alto, esbelto pero fuerte, de piel pálida como la luna y cabello platinado, casi blanco, como si los dioses lo hubieran besado con hielo. Y esos ojos… dorados, Ivy. Como monedas bañadas en sol. Cuando lo vi, sentí algo que no sabía que podía sentir. Fue como si el mundo se detuviera, como si mi cuerpo entero supiera que ese hombre estaba destinado para mí.
—¿Amor a primera vista?
—Ni siquiera… fue como una revelación. Como si hubiera pasado mi vida entera buscándolo sin saberlo. Pero la felicidad… fue breve. Muy breve. Mi padre… mi padre era un hombre frío, Ivy. Calculador. Siempre con un ojo puesto en el tablero de la política, no en el corazón de sus hijas. Una nueva alianza surgió en la región, una coalición de casas menores que se unieron para frenar la expansión de Zusian. Y él, buscando fortalecer su posición, rompió el compromiso conmigo y Kenneth. Me prometió a un conde anciano de esa alianza. Un hombre viejo, enfermo, que ya había enterrado tres esposas.
Iván frunció el ceño, los dedos apretados.
—¿Y tú…?
—Lloré. Supliqué. Me arrodillé. Pero no le importó. No me vio como una hija. Me vio como una pieza en su juego. Mis hermanas, claro, estaban encantadas. Yo no significaba nada para ellas. Solo era un estorbo. Una sombra débil. Así que… huí.
Sus ojos se iluminaron de nuevo, esta vez con un brillo salvaje.
—Robé algunas monedas. Tomé un caballo de guerra. No sabía montar bien, pero no me importó. Mandé a una de mis sirvientas con un mensaje para tu padre. Le dije que huía. Que si él deseaba, yo estaba dispuesta a ser incluso su concubina. No me importaba el título. Solo quería estar con él. Cabalgué durante días. Dormía en graneros, bebía de arroyos, me escondía de los jinetes de mi padre que me seguían. Tenía miedo. El mundo fuera de Collham era inmenso y brutal. Y yo estaba sola. Nunca había salido del castillo. Nunca.
—Y entonces llegaste a Zusian…
—No aún. Cuando llegué a las fronteras, me atraparon. Los jinetes me alcanzaron. Recuerdo estar subiendo una colina, exhausta, cubierta de polvo, el vestido rasgado… los oí detrás, gritando mi nombre con rabia. Y entonces, en la cima, cuando ya me sentía vencida… vi algo que jamás olvidaré.
Sus ojos se humedecieron, pero no de tristeza. Era pura emoción.
—Un estandarte negro y carmín, con un majestuosos lobo de oro rugiendo. La Legión de la Sombra. Una docena de jinetes descendiendo por la colina, en formación perfecta. Los de mi padre se detuvieron, confundidos. Y entre ellos… él. Tu padre. Kenneth. Montado en un corcel dorado como el oro, con la capa ondeando, su armadura brillando con la luz del amanecer. No gritó. No dio órdenes. Solo cabalgó. Y los jinetes de mi padre huyeron.
—¿Y después?
—Me bajé del caballo antes de que él llegara. Caí de rodillas. No por sumisión, sino por agotamiento. Estaba rota, Ivy. Había dejado todo atrás. Pensé que me rechazaría. Que no querría problemas con Collham. Pero no dijo nada. Me bajó el velo, me miró… y dijo: “Estás aquí. Eso es todo lo que importa.”
Iván no dijo nada. Solo respiró hondo, con los ojos cerrados, imaginando esa escena como un recuerdo prestado. Su corazón latía fuerte. El origen de su linaje, de su historia, no era un contrato ni una ceremonia fría. Era fuego. Era pasión. Era amor a pesar del mundo.
Alba sonrió, con lágrimas en los ojos.
—Y así empezó todo. Como dos personas que se encontraron en medio del caos. Él me amó como nadie. Me protegió. Me enseñó. Me desafió. Me hizo fuerte. Y ahora, te tengo a ti. La mejor parte de él y la mejor parte de mí.
—Gracias por contármelo… —susurró Iván, tragando saliva.
—Aún queda mucho por decir, Ivy. Pero por hoy… solo recuerda esto: fuiste concebido por amor. Por rebelión. Por libertad. Y no hay mejor sangre que esa para forjar un príncipe.
Y el silencio volvió, cargado de significado, mientras el sol avanzaba lento por los vitrales, tiñendo a madre e hijo con una luz dorada y cálida, como una promesa antigua que aún ardía entre las piedras del castillo. El día apenas comenzaba a desperezarse, con ese sosiego que solo se siente cuando no hay urgencias, cuando las palabras pesan más que las horas.
—Qué cursi, mamá —dijo Iván con una sonrisa traviesa, rompiendo el momento con la puntería exacta de un hijo que no quiere dejar que la tristeza se apodere de la mañana.
Alba fingió indignación, le dio un golpecito suave en el brazo y frunció los labios en un puchero exagerado.
—Tonto… igualito a tu padre. Él también decía eso cuando me ponía sentimental.
Ambos rieron con esa complicidad rara y profunda que solo se construye con los años, con las cicatrices compartidas y los silencios bien entendidos.
—Como sea, hablemos de algo más —continuó Iván, adoptando un tono más serio, aunque aún quedaban rastros de la calidez anterior en su voz—. Dime, ¿a quién le diste los recipientes metálicos con el polvo negro que mandé? Los de la última campaña.
—A los investigadores de la Universidad de Hellemberg —respondió ella con naturalidad—. Según escuché, un estudiante bastante prometedor los abrió, analizó los ingredientes y murmuró algo sobre "mejorarla". Ya sabes cómo son esos investigadores y cientificos… nunca dejan de jugar con lo que no entienden.
Iván asintió lentamente, pensativo. La Universidad de Hellemberg era una de las joyas intelectuales del Ducado. Fundada hacía casi un siglo con fondos del mismo Kenneth, su padre, había sido clave en la transformación del territorio. Desde la metalurgia, la cartografía, la ingeniería civil, hasta las ideas políticas más radicales, todo había salido de ahí. Sus académicos no solo eran eruditos, eran aliados. Idealistas, sí, pero idealistas que creían en el sueño de una nación fuerte bajo una bandera y una familia. Muchos de ellos, en sus escritos, ya hablaban abiertamente del "nacionalismo", de la creación de una identidad colectiva bajo el mando de una sola familia y reino, embelleciendo el pasado y las raíces de este continente, algo no tan revolucionario pero mejor explicado y centralizado, no era revolucionario ya que muchos ya pelaban orgullosos bajo el ideal de pertenecer a un gran territorio.
Y ellos estaban de su lado. Eso le daba una seguridad peligrosa. Porque el conocimiento, como el acero, no era bueno ni malo, pero en manos equivocadas… podía matar reyes.
Ese polvo negro… la pólvora. Aún le costaba digerir lo que ese mundo podría hacer con ella. No era solo una sustancia explosiva. Era un punto de inflexión. Un cambio de era. El principio del fin de las batallas salvajes a campos llenos de humo rojo y surcos en la tierra. En su propio continente era el primero en descubrirla, al menos en términos bélicos y sistemáticos. Tenía la ventaja. No solo por haberla encontrado, sino por ser alguien que venía —aunque ya en sueños difusos— de un mundo más moderno, con recuerdos y visiones de armas, tácticas, estrategias, que aquí parecían todavía imposibles.
Sabía por informes de Lucan que los cañones usados por Stirba en el norte eran reales, funcionales y peligrosos. Habían capturado varios, y algunos de sus ingenieros, aunque primitivos, parecían haber dominado lo suficiente como para convertirlos en un riesgo. Eso le confirmaba una verdad inquietante: otro continente ya había empezado a desarrollar la artillería. No estaban tan solos como creía.
Y durante su última campaña contra Maximiliano, en las colinas de Varlok, se topó con algo aún más alarmante. Las llamadas lanzas de fuego: tubos cortos con mecanismo rudimentario que lanzaban proyectiles con el mismo principio de explosión. Había visto de cerca un cañón de mano. No eran muy precisos, pero con una los batallones de hombres disparando al unísono… el campo de batalla cambiaría para siempre, solo porque pudo reaccionar rápido es que no hubo un contraataque efectivo.
Sabía que no podía esperar más.
—Dime, cariño —preguntó Alba con esa voz maternal que aún le llamaba “niño” incluso cuando hablaban de guerra—, ¿qué es ese polvo? Nunca lo especificaste del todo. Solo que era valioso.
Iván respiró hondo, como si las palabras que iban a salir cambiaran algo más que la conversación.
—Es algo que encontré en el campamento de Stirba y Zanzíbar, cuando logré hacer que retrocedieran de las montañas de Karador —empezó, sin prisa—. Durante el camino creé el diseño de algo que llamo mosquete. Una nueva arma que podría darnos ventaja. Es un tubo de metal, largo, que dispara proyectiles con la explosión del polvo negro. No necesita arqueros expertos ni fuerza bruta. Solo necesita disciplina y tiempo para recargar. Con eso, incluso un campesino puede matar a un jinete pesado.
Alba se quedó en silencio por un instante, como si intentara imaginarlo. Sus ojos, más sabios que nunca, brillaban con una mezcla de orgullo, miedo y respeto.
—¿Estás hablando de una guerra donde cualquiera puede matar con un dedo? —dijo finalmente su madre, con voz baja, casi susurrando, como si solo poner esas palabras en el aire pudiera invocar algo terrible—. ¿Una guerra donde ya no importa la armadura ni el entrenamiento? Solo… la velocidad y el fuego…
—Exactamente —respondió Iván sin titubeos, con esa firmeza que no nace de la arrogancia sino de la certeza amarga del futuro inevitable—. No solo para matar. Para crear un nuevo orden. Imagina fortificaciones más poderosas, ejércitos más letales, menos dependientes de la moral fluctuante del pueblo o del carisma de un líder. Imagina que incluso en la desventaja numérica, se pueda resistir. Claro, por ahora solo es un prototipo, tosco, inestable, no muy eficaz todavía. Pero si funciona, aunque sea solo una vez... sería suficiente para comenzar. Es mejor intentarlo que seguir soñando con glorias del pasado.
La duquesa Alba lo miró largo rato, asintiendo lentamente con los ojos vidriosos. Aquel niño que alguna vez sostuvo en brazos ahora hablaba de redibujar los mapas con fuego y hierro.
—Bien, cariño... pero antes de que te vayas—dijo, con una ternura que quebraba todo lo solemne—, desayuna. Nadie puede construir un imperio con el estómago vacío.
Se inclinó con dificultad y lo besó en la frente, sus labios aún cálidos, aunque le temblaran.
—Yo necesito descansar, recuperar las fuerzas que me quedan... —añadió con una sonrisa que no era de resignación, sino de paz.
Iván le devolvió la sonrisa. Fue breve, silenciosa, pero sincera. Salió de la habitación, cruzó los pasillos del castillo, donde los ecos de los festejos todavía vibraban, aunque con menos intensidad. El aroma a vino derramado, sudor, flores marchitas y grasa de cordero asado se mezclaba en el aire, creando esa atmósfera decadente del final de una gran celebración.
En uno de los enormes comedores aún había decenas de cuerpos medio dormidos, hombres y mujeres con la ropa arrugada y el cabello revuelto, descansando sobre las largas mesas de roble. Los sirvientes, fieles a su deber, se movían con destreza, esquivando borrachos mientras retiraban platos sucios y llenaban nuevas jarras con hidromiel. Era el sexto día de fiesta y la ciudad todavía no paraba.
Ulfric, recostado sobre un banco de piedra, tenía una pierna colgando y los ojos entrecerrados, con la cara roja como un tomate a medio cocer. Gruñó cuando Iván le preguntó si quería acompañarlo a la universidad.
—Ni aunque el Padre del Todo me lo ordenara —balbuceó, girándose con esfuerzo y enterrando la cara entre los brazos.
Iván soltó una risa y siguió su camino hacia las cocinas. Allí lo esperaba François, el chef en jefe del castillo, un hombre robusto, con la nariz partida, manos enormes como martillos de panadero, y una voz tan grave que hacía vibrar los cuchillos colgados en la pared. Era un genio culinario, temido por los sirvientes pero adorado por quien haya comido uno de sus platillos.
—¡Ah, Su Gracia! —exclamó al verlo entrar—. Ya estaba por mandarle a alguien. Hoy tenemos pan de centeno relleno de jamón dulce, higos confitados y queso fundido de las planicies del sur. Además, huevos revueltos con trufas negras, una pequeña sopa de cebolla caramelizada y, para el final, tarta de crema con peras. Y café negro, por supuesto. De los granos que compramos a los comerciantes de la costa este, ¿recuerda?
Iván se sentó y comió en silencio, disfrutando de cada bocado, sabiendo que sería probablemente la última comida en calma que tendría en semanas. François lo observaba con disimulo, siempre atento a si su señoría tenía alguna crítica, aunque sabía que no la habría.
Después del desayuno, salió al patio de entrenamiento. Eclipse, su corcel, estaba esperándolo. Era un caballo enorme, de pelaje negro como la brea y ojos tan oscuros que parecían reflejar el alma de quien lo miraba. Se acercó y, al verlo, el animal alzó la cabeza y resopló con fuerza. Iván sonrió y le acarició el hocico con familiaridad.
—¿Tienes ganas de correr, amigo?
Eclipse golpeó el suelo con una de sus patas delanteras. Iván le puso la silla, lo ensilló con destreza, acariciándole el lomo y murmurando palabras que solo ellos dos compartían. Montó de un salto y, tras una última mirada al castillo, salió por los anillos defensivos. Pasó bajo las grandes puertas reforzadas con hierro, saludando a los legionarios de las sombras que se cuadraban al verlo.
La ciudad lo recibió con su bullicio habitual, aunque más lento, más arrastrado por las resacas colectivas. Las calles estaban llenas de adornos colgando, cintas doradas y rojas que danzaban al ritmo del viento. Los puestos de comida aún humeaban, los músicos dormían en los callejones y las prostitutas reían desde las ventanas. El ducado, tan rico, tan abundante, podía permitirse siete días de festín sin temor al hambre ni a la ruina.
Cabalgó por la gran avenida, entre los aplausos de algunos que aún se mantenían en pie, y finalmente llegó a las puertas de la Universidad de Hellemberg. Un edificio colosal, un titán de piedra negra, mármol y columnas esculpidas. Torres altísimas remataban con cúpulas doradas y ventanales de vidrieras intrincadas. El edificio parecía una mezcla de templo y fortaleza, un lugar que no solo albergaba conocimiento, sino que lo protegía como si fuera sagrado.
Un joven con uniforme azul y dorado corrió a tomar las riendas de Eclipse, inclinándose profundamente al hacerlo. Iván asintió con gesto leve y subió los escalones que llevaban a las puertas principales. Dentro, el aire era más fresco, impregnado con el aroma de pergaminos antiguos, madera encerada, tinta, polvo de tiza y velas de cera fina.
Los pasillos eran inmensos, las bóvedas parecían devorar el sonido. Bibliotecas, laboratorios, talleres, salas de estudio… la universidad era un mundo en sí misma. Pidió ver al estudiante que había resuelto la fórmula del polvo negro. Una joven de cabello castaño recogido en un moño desordenado lo guió entre corredores interminables, escaleras en espiral y pasillos forrados de estanterías, hasta llegar a una puerta de metal entreabierta.
Dentro, un taller lleno de frascos, crisoles, tubos de vidrio, anotaciones en idiomas que el solo sabia hablar y un desorden que solo puede nacer del genio. Allí, entre llamas de alcohol, fórmulas a medio escribir y humo flotando, lo vio.
Vaelith Aemiron.
Tenía diecisiete años, pero parecía mayor por la gravedad que emanaba. Su rostro era de una belleza inusual, casi inquietante, como esculpido por manos divinas en mármol blanco. Pómulos altos, mandíbula marcada y una nariz perfecta que parecía trazada con compás. Labios suaves, apenas curvados, como si siempre estuviera a punto de decir algo importante. Su piel, pálida como el alabastro, reflejaba la luz con un resplandor sobrenatural.
Pero sus ojos… sus ojos eran imposibles de ignorar. Grandes, almendrados, de un lila tan intenso que parecía brillar por sí mismo. No era un color natural. Era como si llevara una tormenta mágica atrapada en las pupilas. La mirada era directa, aguda, como un cuchillo que no busca herir pero que igual corta. Leía. Escudriñaba. Medía.
Su cabello, largo y ondulado, caía en una cascada negra con reflejos violáceos que sólo se revelaban al moverse bajo la luz de los candelabros. Iba suelto, ligeramente alborotado, como si la misma gravedad lo respetara.
Llevaba una túnica negra abierta por el pecho, dejando ver un torso delgado, definido, con músculos marcados pero no gruesos. Era la musculatura de un bailarín o de un espadachín: precisión, control, no fuerza bruta. Todo en él hablaba de dominio. De fuego contenido.
Vaelith alzó la vista al notar la presencia de Iván. Por un instante, su mirada, aguda y penetrante, se posó sobre él como la de un halcón que observa algo que aún no ha decidido si representa una amenaza o una oportunidad. Sus ojos lila brillaron con un destello de incógnita, y frunció levemente el entrecejo, como si sopesara la presencia del joven en su santuario de alquimia, fórmulas y fuego.
La joven que los había acompañado se aclaró la garganta, irritada por lo que interpretó como descortesía, y alzó la voz con un tono que mezclaba respeto con una pizca de reproche.
—Su Gracia, Iván Erenford de la dinastía Erelith, de la línea de sangre principal de los Erelith, heredero legítimo de la Casa Erenford y del Ducado de Zusian —anunció, haciendo una reverencia marcada antes de retirarse rápidamente. Iván apenas suspiró. Nunca le agradaron todos aquellos títulos, y encontraba innecesario el desfile de nombres ancestrales que parecían pesar más que servir.
Los ojos de Vaelith se agrandaron apenas un poco. El leve temblor de sus pestañas fue la única señal de sorpresa. Un destello cruzó su rostro pálido, algo entre reconocimiento y una emoción contenida. Se incorporó de inmediato, con la gracia natural de un felino, y se inclinó con una reverencia casi ceremonial, una que parecía más antigua que cualquier protocolo moderno.
—Mucho gusto, Su Gracia. Soy Vaelith Aemiron. Y he estado esperándolo —dijo con una voz baja, pero clara, envuelta en una emoción difícil de descifrar. Había en ella una mezcla de expectativa, curiosidad y... hambre. Hambre de ideas, de horizontes, de posibilidades.
Iván sonrió suavemente y extendió la mano, con gesto sencillo y humano.
—Gusto en conocerte, Vaelith —dijo con una sonrisa amable, sincera.
Vaelith no dudó. Tomó su mano con una firmeza medida, sin arrogancia ni sumisión, como quien reconoce a un igual.
—Gracias, Su Gra...
Iván lo interrumpió con un gesto leve de la otra mano.
—Llámame Iván. No me molesta. Aquí no hay necesidad de tanta formalidad.
Vaelith asintió lentamente, como si analizara las implicaciones de esa permisividad antes de aceptarla.
—Gracias, Iván —repitió, esta vez con más naturalidad, aunque su tono seguía siendo pausado, casi hipnótico.
—Bien —continuó el joven duque—, dime sobre tu investigación.
Vaelith asintió de nuevo. Dio un par de pasos hacia una de las mesas cubiertas de documentos, tubos de ensayo, crisoles ennegrecidos y cilindros metálicos. Tomó un pergamino enrollado, lo desplegó y comenzó a hablar, su voz era tranquila, casi monocorde, pero cargada de una intensidad soterrada. No buscaba impresionar, solo transmitir verdad. Genio puro en reposo.
—El polvo que usted envió, es una mezcla de propiedades extraordinarias. Altamente inflamable, reacciona violentamente al calor o al choque. Tras realizar una veintena de pruebas, tanto con llama directa como con fricción inducida, logré aislar y definir su composición elemental.
Hizo una pausa para señalar una fórmula escrita a mano, con una caligrafía perfecta, tan precisa que parecía impresa.
—La proporción más efectiva que he encontrado —hasta ahora— es de setenta y cinco por ciento de nitrato de potasio, quince por ciento de carbono en forma de carbón vegetal, y diez por ciento de azufre, todo medido en masa. El nitrato de potasio actúa como oxidante, proporcionando oxígeno durante la combustión rápida; el carbono es el combustible, y el azufre, además de también contribuir como combustible, reduce el punto de ignición y facilita la propagación de la llama.
Se giró hacia Iván con una pequeña chispa en los ojos.
—Pero esa mezcla, aunque poderosa, tiene un defecto estructural. El polvo fino genera mucho humo, se aglomera con la humedad y pierde eficiencia en ambientes no controlados. Por eso he comenzado a fabricar una versión granulada. Al hacerla en pequeños granos, mejora la conservación, la manipulación y la uniformidad de la combustión. Menos humo, más potencia... y menos riesgo de explosiones accidentales por acumulación.
Iván escuchaba fascinado, casi sin pestañear. Vaelith no hablaba con emoción desbordada, pero lo que decía tenía un peso propio, como si cada palabra hubiera sido destilada en un laboratorio secreto.
—¿Tiene un nombre para esa mezcla? ¿O sabe cómo se llama? —preguntó Vaelith, sin apartar la mirada de la sustancia ennegrecida que tenía entre sus dedos enguantados. El polvillo aún desprendía un leve olor a azufre, crudo y acre, como un presagio de fuego contenido.
Iván asintió despacio, su voz se tornó más grave, casi solemne, como si al nombrarlo le diera un alma a aquello.
—Pólvora. Me parece un nombre conciso, directo... simbólico. Polvo que ruge como una tormenta, que altera el equilibrio de los metales, que disuelve las estructuras antiguas en un aliento de fuego y humo. Puede ser destrucción pura… o puede ser el cimiento de algo nuevo. Eso depende de quién tenga el pulso, la visión... y el propósito. Además, tengo un invento que podría usarla con verdadera eficacia.
Vaelith ladeó ligeramente la cabeza, curioso, expectante, como si en su interior se encendiera una chispa distinta a las que solía provocar en sus experimentos.
Iván metió la mano dentro de su gabardina, la cual crujió levemente por el roce del material envejecido. De uno de sus bolsillos interiores extrajo un cuaderno grueso, de tapas endurecidas, cubierto por manchas oscuras de hollín, aceite seco y una mancha borrosa de sangre que había sido limpiada a medias en alguna batalla. Lo sostuvo con cuidado, como si llevara algo sagrado, y lo colocó sobre la mesa de piedra del taller, que aún despedía calor de algún experimento reciente.
Lo abrió con lentitud, dejando que las páginas, llenas de esquemas, cálculos, palabras a medio escribir, notas en los márgenes, se desplegaran ante los ojos de Vaelith. Cada trazo tenía un propósito. Líneas firmes, proporciones bien pensadas, ideas encadenadas con lógica férrea. Eran pensamientos convertidos en forma.
—Aquí tengo algunos conceptos. Lo llamo “mosquete”. —Iván pasó la mano por uno de los dibujos, señalando la figura alargada de un arma primitiva—. Es un tipo de arma… un tubo de metal que dispara proyectiles, bolas de plomo o hierro, utilizando la fuerza de la pólvora como propulsor. La idea es dirigir la explosión hacia un único punto, empujando el proyectil a una velocidad letal.
Vaelith se inclinó sobre las hojas, con una concentración total. Sus ojos lila se movían con agilidad inquietante, escaneando cada línea, cada letra, cada símbolo. Su rostro no mostraba entusiasmo desbordado, sino una fascinación tranquila, como la de alguien que reconoce el valor de una idea en bruto y comienza ya a tallarla mentalmente.
—Aquí —continuó Iván, pasando la hoja—, están los mecanismos de disparo que se me ocurrieron. Esta es la llave de mecha, esta la de rueda, y esta otra… la de chispa. Son mecanismos distintos para provocar la ignición. Una chispa, o una llama, al contacto con la pólvora comprimida en el cañón, la enciende. La combustión genera gases, y esos gases... empujan la bala hacia afuera. Simple, en teoría. Letal, en la práctica.
Vaelith no respondía. Solo miraba. Su mente giraba como un mecanismo de relojería. De pronto, tomó el cuaderno con ambas manos, como si fuese una reliquia ancestral, y se sentó en silencio sobre uno de los bancos de trabajo.
—Los principios son sólidos —dijo por fin, su voz era baja, casi reverente—. Físicamente plausible. Mecánicamente viable. Puede que haya que mejorar los metales, controlar la presión… pero no está lejos de ser real. Esto podría funcionar. Esto va a funcionar.
Hizo una pausa, luego levantó la mirada hacia Iván. Una expresión difícil de leer se formó en su rostro: mezcla de respeto, asombro y una especie de creciente admiración que le daba un matiz más humano a su etéreo semblante.
—¿Sabe…? Si no llevara un título nobiliario, si no tuviera sobre sus hombros el peso de un linaje, juraría que está hecho para inventar. La mayoría de los nobles que llegan aquí solo buscan engordar su ego, financiar algún truco inútil o alardear de saberes que no entienden. Usted… usted trae fuego. Y no solo me refiero a la pólvora. Habla con ideas en la lengua. Eso… eso es muy raro. Muy valioso.
Iván sonrió, sin decir nada. No había orgullo en su gesto, solo una leve incomodidad. Aún no se acostumbraba a ser visto como alguien importante por lo que pensaba y no por lo que representaba.
Vaelith cerró el cuaderno con cuidado, como si acabara de leer un grimorio antiguo.
—Tendremos que trabajar en esto. Mucho. Me llevará semanas o meses preparar los metales adecuados, experimentar con los mecanismos de ignición, calcular la presión y el retroceso. Necesitaré ayudantes. Materiales. Y tiempo. Pero lo lograremos. Se lo prometo.
—Te proporcionare todo lo que necesites, estarás bajo mi patrocinio desde ahora —respondió Iván—. Además estoy aquí para ayudarte a construirlo.
Vaelith sonrió apenas, y por primera vez esa sonrisa no fue distante ni analítica. Era genuina. Breve. Pero auténtica.
Se pusieron de pie. Iván extendió la mano una vez más, no como formalidad, sino como un gesto de alianza. Esta vez, Vaelith la tomó con decisión, y entre ambos se selló un pacto tácito. No entre patrocinador e inventor. Sino entre dos mentes decididas a cambiar la historia.
El silencio del taller volvió a instalarse mientras las últimas chispas del crisol se apagaban. Afuera, el cielo comenzaba a nublarse lentamente, como si el mundo mismo contuviera la respiración ante lo que estaba por venir.