LXXII

Zareth Erenford era el menor de los tres hermanos, y a diferencia de ellos, la ambición no era una llama ardiente en su interior. Si algo lo movía, no era el deseo de poder ni de gloria, sino el deseo en sí mismo. Placer. Sensaciones. Experiencias. Su vida giraba en torno a los placeres de la carne, el vino especiado del este, los perfumes exóticos del sur y las sedas que apenas tocaban su piel. Para Zareth, el mundo no era un tablero de ajedrez, sino un banquete interminable en el que solo tenía que sentarse y disfrutar.

Sus hermanos eran otra historia. Vaelion, el mayor, era la viva imagen de su padre: ambicioso, frío, carismático y calculador. Tenía esa cualidad que atraía tanto a aristocráticos como a soldados, una mezcla letal de encanto y amenaza. Era un hombre que podía prometer un futuro mejor con una mano mientras clavaba una daga con la otra. Vaelion no quería simplemente heredar tierras o títulos; quería el ducado entero. Quería Zusian.

El hermano de en medio, Kaelor, era... otra cosa. Enigmático, encantador, incluso hermoso en una forma perturbadora. Pero bajo su sonrisa perfecta y modales refinados, había algo oscuro. Su inteligencia era indiscutible, tanto como su gusto por el dolor ajeno. Había una crueldad lúdica en él, una forma de ver el mundo como un experimento retorcido en el que cada persona era un ratón para sus juegos. A veces, incluso Zareth sentía un escalofrío en su presencia. Kaelor no deseaba gobernar, pero tampoco dejaría que lo gobernaran. Él deseaba libertad… y una audiencia para su juego macabro.

Los tres fueron criados con un propósito claro: sostener el peso de su linaje y, eventualmente, derrocar a su primo, Iván Erenford, el heredero legítimo del ducado. Su padre, Darius Erenford, pertenecía a la rama secundaria de la casa, siempre a la sombra del linaje principal. Sin embargo, el resentimiento se había fermentado durante generaciones, y ahora, con aliados poderosos y muchos terratenientes insatisfechos con el dominio y leyes que estaba imponiendo la rama principal, veía su oportunidad.

Claro, para Zareth, ese plan era solo una excusa más para complacer sus propios deseos. Aceptó unirse a la conspiración no por lealtad, sino por conveniencia. Vaelion le prometió un marquesado propio, tierras amplias, libertad total y, lo más tentador de todo, una corte personal donde ningún deseo sería rechazado. Mujeres, hombres, vino, teatro, cazas exóticas… un paraíso hecho a medida para él.

Mientras tanto, en el plano político, la maquinaria de su padre se movía con precisión. Con el apoyo secreto de varios terratenientes del este, muchos de ellos cansados de la severidad con la que Iván empezaba a consolidar su poder, el plan tomó forma. Soldados fueron reclutados en secreto, veteranos de guerras pasadas comprados con oro y promesas. Fueron enviados al sur, hacia las fronteras siempre conflictivas con Sedora y Prinad. No era una guerra abierta, aún no, sino una campaña cuidadosamente orquestada de escaramuzas, emboscadas, asedios pequeños, suficientes para proyectar fuerza, para levantar rumores y forjar un nombre.

A la cabeza de esta fuerza estaba Mikail Volsyn, el Cuervo de la Guerra. Uno de los nueve generales consagrados por la historia reciente del ducado, Volsyn era un hombre tan temido como admirado. No era leal a la rama secundaria —ningún verdadero militar lo era—, pero tampoco podía ignorar el linaje de los Erenford. Mientras llevaran ese apellido, los generales les debían, si no devoción, al menos respeto.

Pero todo ese esfuerzo, todas esas maniobras cuidadosas y sangrientas, se vieron opacadas por una sombra más grande.

Iván Erenford. El heredero de Zusian. Su primo.

Mientras los tres hermanos tejían sus intrigas y orquestaban batallas menores en el sur, Iván libraba guerras que cambiarían el mapa. No solo defendió el ducado ante una invasión conjunta de Stirba y Zanzíbar, sino que contraatacó, empujando a los ejércitos enemigos hasta sus propias fronteras, humillándolos frente al mundo conocido.

Las historias de su liderazgo se esparcieron como fuego en rastrojo seco. Su nombre estaba en boca de bardos, soldados, campesinos y la gente con poder. No era solo un heredero: empezaba a convertirse en una leyenda.

Y mientras Zareth se deleitaba con el aroma de cuerpos desnudos, la tibieza de la piel sudada pegada a la suya y el murmullo lascivo de sus cortesanos favoritos, mientras bebía de una copa de vino de especias negras traído del lejano Virdanor, los ecos del mundo más allá de sus paredes eran solo eso: ecos. Ecos de guerras, de política, de estrategias, de sangre y ambición. Ecos que a él, sinceramente, le valían una mierda. Mientras el mundo ardiera lejos, él podía seguir disfrutando del calor de su pequeño paraíso.

Kaelor, en cambio, no dejaba que el mundo lo ignorara.

Zareth estaba recostado sobre un diván acolchado con piel de fiera blanca. Una prostituta y un prostituto—ambos elegidos más por su gracia estética que por su experiencia—se acurrucaban a sus costados, adormilados, cubiertos con apenas un velo translúcido. El aire estaba cargado de incienso dulce y almizclado, y del vino derramado sobre piel desnuda.

Fue entonces cuando Kaelor entró.

La luz matinal se filtró por los ventanales altos de la villa, y lo primero que hizo fue cortar la penumbra con esa figura esbelta, elegante y ligeramente siniestra que tenía Kaelor. Llevaba una túnica larga de lino blanco, abierta hasta el pecho, dejando ver una cicatriz que le cruzaba el torso como una serpiente dormida. Su cabello platino, largo hasta los hombros, brillaba como si lo hubiera bañado en polvo de luna. Sus ojos —rojizos, profundos, de un tono carmesí oscuro que parecía incendiarse a la luz del día— brillaban con malicia contenida.

—Qué pasó… —murmuró Zareth con desgana, frotándose el rostro sin moverse del diván, aún desnudo, aún con restos de deseo secándosele en la piel—. Mierda, es temprano. El puto sol quema.

Kaelor ladeó la cabeza, como quien observa una pintura interesante.

—Vaelion está fuera de sí. Desde que llegaron las aves con noticias de Iván, no ha dormido. Está trazando planes. Trazando y borrando, maldiciendo, haciendo mierda mapas y vomitando ideas como un loco… ya sabes cómo se pone. Dice que tenemos que actuar, que es ahora o nunca.

Zareth se estiró, su cuerpo delgado y definido crujió con el movimiento. A su lado, la prostituta se quejó suavemente al sentir que perdía el calor del noble.

—¿Y tú crees que me importa eso justo ahora? —masculló Zareth, sirviéndose lo que quedaba de vino en su copa de plata—. Que el pequeño Ivy haya ganado otra puta batalla no cambia nada. Siempre fue un militar de libro. Que se le diera bien defender un muro no lo hace un dios.

Kaelor soltó una risa baja, gutural.

—No defendió un muro, hermanito. Derrotó a dos ducados. Dos. Al mismo tiempo. Y no solo los repelió… les quitó terreno. Están clamando por treguas mientras lo coronan en canciones. Ya no lo llaman “el heredero”. Lo llaman “El Lobo de Zusian”. ¿Sabes cuán jodidamente difícil es obtener un título así antes de cumplir treinta?

Zareth se incorporó con más lentitud. Su cabello despeinado le caía sobre la frente, y sus ojos, tan parecidos a los de Kaelor, parecían más opacos, cargados de cansancio.

—Me importa una mierda cómo lo llamen. Yo no quiero un ducado. Solo quiero que Vaelion cumpla su parte del trato. Quiero mi marquesado, mis tierras, mi puta libertad. Que él se queme con coronas y espadas. Yo solo quiero follar, beber y no tener que besarle el culo a nadie.

Kaelor caminó hacia él con pasos elegantes, se agachó frente al diván y le tomó el rostro entre los dedos con una delicadeza inquietante.

—Y tendrás todo eso. Lo tendrás, Zareth. Pero para eso, tenemos que mover ficha. Vaelion está encendiendo la llama. Ya hay emisarios con mensajes cifrados hacia los gobernantes y terratenientes del sur, aquellos que le deben favores a nuestro padre. Ya hay dinero fluyendo hacia los cofres de los mercenarios de la frontera. Y tú… tú eres parte de todo esto, aunque te la pases con la polla fuera y la copa en la mano.

Zareth bufó, apartándose con suavidad. No con miedo, sino con hartazgo.

—Solo porque compartimos sangre, no quiere decir que compartimos motivaciones.

Kaelor sonrió. Esa sonrisa tan peligrosa, tan encantadora y tan jodidamente retorcida.

—No. Pero compartimos destino. Nos guste o no, estamos metidos en esto hasta el cuello.

Zareth se levantó finalmente, su desnudez sin pudor alguno, y se estiró mientras caminaba hacia una bandeja de fruta. Tomó una higuera y la mordió con desgano, dejando que el jugo le resbalara por el mentón.

—Está bien. Me vestiré. Escucharé a Vaelion gritar y golpear la mesa. Fingiré que me importa. Pero si me quiere en esa maldita reunión, más le vale tener una puta copa servida y alguna novedad que no sea más gritos por el éxito de Ivy.

Kaelor giró sobre sus talones, satisfecho, y caminó hacia la puerta.

—Te dejo diez minutos. No más. Si te tardas, Vaelion va a venir él mismo. Y no quiero tener que limpiar la sangre de otro sirviente porque lo encontraste interrumpiendo otra de tus orgías.

—Que venga —respondió Zareth, con una sonrisa vaga—. Tal vez le presento a Maris. Le vendría bien una buena mamada antes de estallar otra guerra civil.

Kaelor soltó una risa ahogada, esa mezcla suya de sarcasmo y amenaza velada, antes de desaparecer tras la pesada cortina de terciopelo oscuro que servía de puerta. El aroma del incienso aún flotaba en el aire, entrelazado con los restos de sudor, vino y deseo, como una bruma densa que se negaba a disiparse. Zareth quedó en silencio, solo con sus pensamientos, sus placeres recién consumados, y una higuera a medio devorar en una mano. El sol se colaba por los ventanales altos de su tienda, invadiendo su santuario con una violencia dorada que parecía casi intencional. El mundo allá afuera ya no era un murmullo distante; rugía, exigente, como un animal impaciente.

Y por primera vez, una chispa de incomodidad cruzó por su mente. Por primera vez, Zareth empezaba a intuir que su paraíso no era eterno. Que la carne cálida, las frutas dulces y las copas rebosantes no podrían protegerlo de lo que se avecinaba.

Con un suspiro cargado de resignación, se apartó del diván, observando una vez más su tienda, su templo personal del hedonismo. Era grande, espaciosa, decorada con el mismo capricho con el que había vivido desde joven. Tapices traídos de las islas de Chévror colgaban de las paredes; pieles de bestias del norte cubrían el suelo; lámparas de aceite exhalaban un resplandor ámbar que daba a todo un aire de ensueño cálido. Todo era suyo, todo estaba dispuesto para su placer y comodidad. Y ahora, tendría que dejarlo atrás.

Con desgano, se vistió. Primero arrojó una bolsa de piel repleta de coronas de plata sobre el lecho, donde los dos cortesanos aún dormitaban entrelazados. El tintineo metálico los hizo sonreír en sueños. Habían servido bien.

Eligió una túnica de seda blanca con ribetes de hilo dorado, el tipo de prenda que hablaba más de un hombre de palacio que de un guerrero. Se colocó un pantalón negro ceñido, de tela cara y resistente, y unas botas altas, limpias, hechas a mano con cuero de Aetherin. Finalmente, tomó un anillo con el sello menor de su casa, no el principal —ese lo portaba Vaelion con orgullo enfermizo—, y se lo colocó en el índice.

Al salir, la luz del sol lo golpeó como una bofetada. Entrecerró los ojos, irritado. El calor ya se alzaba sobre los campos de campaña y el polvo bailaba en el aire como espíritus burlones.

El estandarte del ducado ondeaba sobre la empalizada. El lobo dorado en campo negro, con detalles carmesí que parecían sangrar con la luz del amanecer, se alzaba alto sobre las tiendas y los estandartes menores de cada unidad. A lo lejos, se escuchaban los ecos de entrenamiento, de órdenes gritadas, de caballos resoplando, de herreros golpeando metal al rojo.

Ya se preparaban para regresar.

La campaña había sido un éxito a medias. Sí, habían saqueado pueblos, destruido rutas de suministro y debilitado los bordes fronterizos del condado de Sedora y del más salvaje Prinad. Pero no era una guerra gloriosa. No había habido grandes asedios ni batallas épicas con estandartes enfrentados y héroes cayendo. Fue una guerra sucia, de desgaste. Tácticas de tierra quemada. Emboscadas. Quemas de aldeas. Captura de pozos y almacenes. Lo suficiente para justificar el movimiento de tres Legiones de Hierro... lo suficiente para mantener la ilusión de que los hijos menores de la Casa Erenford aún eran figuras de peso militar.

Pero Zareth sabía la verdad. Solo 12,000 muertos en una campaña que movilizó a más de un millón. Había sido más una muestra de fuerza que un verdadero esfuerzo por conquistar. Y detrás de todo, la sombra imponente de Mikail Volsyn, El Cuervo de la Guerra, el noveno general del ducado, el verdadero poder en el campo.

Zareth nunca confió en él.

Sabía que no estaba ahí por lealtad. Mikail no obedecía órdenes de la rama secundaria de los Erenford, ni de Vaelion o de su padre, ni de nadie que no fuera directamente de la regente duquesa Alba, su tía. Era su espía, uno de sus tantos perros de guerra, su látigo velado. Tenía diez Legiones de Hierro bajo su mando personal, veteranos curtidos de todas las campañas de las últimas dos décadas. Casi cuatro millones de soldados, disciplinados, leales al trono, no a los conspiradores que jugaban a los señores de la guerra. Y cada uno de esos hombres miraba con sospecha a Zareth y sus hermanos.

Eso era lo que más lo abrumaba. Saber que de los más de un millón de soldados en su expedición, apenas cien mil estaban directa o ideológicamente alineados con su facción. Y esos cien mil no eran ni los más fuertes ni guerreros sobresalientes. Eran jóvenes, hijos de gobernantes de provincias menores, hijos de comerciantes enriquecidos, aventureros con sueños de gloria y algunos mercenarios comprados con promesas en vez de oro. Gente leal... pero frágil.

Mientras caminaba entre las filas de tiendas, sintió esas miradas sobre él. Soldados endurecidos que fingían obediencia. Oficiales que hablaban en voz baja cuando pasaba. Legionarios comunes que desviaban la mirada. Él caminaba con porte, con arrogancia bien ensayada, saludando a algunos, ignorando a otros. Fingiendo ser el comandante victorioso, cuando en realidad solo se había mantenido en la retaguardia, delegando todo a sus capitanes y celebrando como si él mismo hubiese abierto las puertas de una fortaleza enemiga o matado a algún general de prestigio.

Pero eso no importaba. Las canciones no narraban la verdad. Las canciones decían lo que los vencedores pagaban por escuchar.

Y ahora, el espectáculo debía continuar.

Se dirigió, con paso lento y molesto, hacia la tienda de su hermano. Esa estructura cuadrada, custodiada por guardias personales de Vaelion —altos, rubios, silenciosos, todos seleccionados más por su fidelidad que por su habilidad en el campo—, se alzaba en el centro del campamento como un trono de lona. Desde dentro, ya se escuchaban voces. Voces alzadas. Vaelion rugiendo instrucciones, frustrado. Estrategas murmurando. Consejeros intentando calmarlo. El plan aún estaba vivo, pero se desangraba. Cada victoria de Iván, cada título nuevo, cada rumor de su ascenso era un clavo más en el ataúd de la conspiración.

Zareth suspiró. Se detuvo un instante, alisó su túnica, acomodó su cabello, y respiró hondo.

—Hora de fingir que me importa. —murmuró para sí, y dio el primer paso hacia el caos.

Entró sin apuro, dejando que la tela pesada de la entrada ondeara a su paso. El aroma a cuero, cera de vela y papel viejo llenaba la tienda de mando. Era amplia, ordenada con precisión militar, decorada con mapas, estandartes, pergaminos y figuras de madera que representaban divisiones enteras. Zareth saludó con un leve gesto de la cabeza, un movimiento elegante pero perezoso, típico de él, como si aquello fuera una molestia más de su día. Vaelion, que permanecía de pie junto a la gran mesa de estrategia en el centro, suspiró con un dejo de fastidio contenido y, sin girarse del todo, dio una orden seca con voz de mando.

—Fuera todos. Esto ya no les concierne.

Los oficiales y estrategas presentes intercambiaron miradas, algunos dudando, otros más acostumbrados a los arranques de su señor. Pero no hubo réplica. Uno a uno, salieron, dejando tras de sí el murmullo sordo de ropas rozando la lona y pasos sobre la tierra dura. Cuando la tienda quedó vacía, Kaelor ya estaba recostado con desfachatez sobre una silla, jugueteando con un pequeño puñal de hoja curva, sonriendo con esa media sonrisa que parecía saber algo que el resto ignoraba. Zareth, por su parte, se mantuvo en pie, sin quitarse el manto de fastidio que lo cubría como una segunda piel.

Los tres se parecían tanto que cualquiera que no los conociera habría jurado que eran trillizos. Los tres eran altos, esbeltos, pálidos como la luna de invierno y de cabellos rubio platinado, cada uno con su propio estilo: el de Zareth era corto y ordenado, el de Vaelion largo hasta casi rozar los hombros, y el de Kaelor caía en ondas suaves hasta media espalda. Rasgos cincelados con precisión casi cruel, belleza letal, gélida, tan propia de los Erenford, herencia directa de su padre, Lord Darius. Pero no todo era suyo. Los ojos —ah, los ojos— no eran del linaje masculino. No. Los tres habían heredado aquellos ojos carmesíes de su madre, Lady Ismeryn, nacida de la Casa Velmor, de las tierras del este. Ojos rojos como brasas, profundos, burlones, peligrosos. Una maldición o un regalo, según a quién se preguntase.

—Bien —dijo Vaelion tras un largo silencio. Su voz era firme, clara, modulada. Había nacido para comandar. Para convencer. Era uno de esos hombres que hablaban y la gente escuchaba, aunque dijera mentiras—. Con los acontecimientos recientes, debemos reestructurar toda la maldita estrategia. Los logros de Iván no eran parte del plan. Nadie esperaba que el bastardo se hiciera de tanto renombre, ni tan rápido.

Zareth alzó una ceja, pero no interrumpió. Kaelor ladeó la cabeza, curioso.

Vaelion se acercó al gran mapa que cubría la mesa central, un detallado retrato en tinta y cuero de todo el ducado de Zusian, con sus provincias, rutas, castillos y centros de poder económico marcados con sellos y figuras móviles. Golpeó suavemente con el índice sobre la ciudad de Elenvard.

—La campaña actual, aunque útil para mantenernos visibles, es solo un teatro. El verdadero plan comenzará a ejecutarse en cuatro años, cuando la situación política esté lo bastante podrida para que la ruptura no parezca orquestada, sino inevitable.

Zareth bufó por lo bajo, pero Vaelion lo ignoró.

—En ese tiempo, nuestros aliados entre los terratenientes descontentos del este y los gremios de las ciudades del norteste habrán consolidado su influencia. Ya hemos plantado las semillas. También he comenzado conversaciones discretas con tres de los condes de Stailon, Trerian e Istedatis, y si uno siquiera nos ofrece su respaldo militar, no tendremos solo una rebelión… tendremos la fuerza para mantenerlo.

—¿Y qué propones exactamente? —preguntó Kaelor, con tono burlón pero no desinteresado.

—Un golpe dividido en tres fases —respondió Vaelion, señalando con un punzón diferentes zonas del mapa—. Primero, forzar una crisis sucesoria a través del Consejo Ducal. Usaremos documentos antiguos y rumores cuidadosamente diseminados sobre la legitimidad de Iván. Su madre, al fin y al cabo, era extranjera. Nadie la recuerda bien, y la memoria es moldeable.

Zareth sonrió por primera vez, con algo de interés.

—Segundo: forzar la reacción de nuestro padre. Lo empujaremos a tomar decisiones erráticas, usando a nuestros contactos para generar descontento dentro del ejército regular y los círculos cortesanos. Cuanto más drástico sea su actuar, más fácil será justificar su deposición.

—¿Y la tercera fase? —preguntó Zareth, ya recostado contra una columna con los brazos cruzados.

—La división del Ducado. Una guerra civil corta pero decisiva. Las provincias del oeste y del centro estarán listas para declarar autonomía. Nosotros tomaremos posiciones clave: Kaelor se encargará de los gremios urbanos y el control del comercio por los ríos, tú, Zareth, asegurarás las rutas del oeste y las plazas fronterizas. Yo, naturalmente, gobernaré desde la capital.

Kaelor soltó una carcajada, afilada como una daga.

—¿Y si Iván regresa con sus legiones, con su prestigio y su carisma de héroe? ¿Crees que un par de gremios y unos terratenientes podrán contenerlo?

—No regresará —respondió Vaelion con frialdad—. En cuatro años, Iván estará muy lejos. Forzaremos una expedición algún territorio difícil de conquistar. Una conquista gloriosa para sofocar el condado de Myrrhan o una guerra fronteriza que lo desgaste. Sea como sea, no volverá. Y si lo hace… no lo hará entero.

Zareth observó a su hermano con una mezcla de admiración y horror. Conocía ese tono. Vaelion era capaz de destruir medio ducado si eso lo dejaba sobre las ruinas con una corona en la cabeza.

—Todo muy bonito, hermano —dijo con desgano, aunque su mente ya trabajaba a regañadientes—. Pero hay un pequeño problema… nuestro padre. Él sigue siendo quien tiene el oro, los espías, los contactos, las legiones leales. Nosotros solo tenemos… bueno, a nosotros tres.

El silencio que siguió fue espeso. Kaelor dejó de jugar con su cuchillo y Vaelion entrecerró los ojos, como si la respuesta ya estuviera en su mente pero se resistiera a pronunciarla.

Zareth continuó:

—No es que me importe demasiado, pero si no eliminamos a nuestro padre antes de que comience el juego, seremos peones, no jugadores. Podrías ser brillante, hermano, podrías tener los planes más retorcidos y perfectos… pero si Lord Darius decide que se acabó, se acabó.

Vaelion no respondió de inmediato. Se quedó en silencio, como si meditara una verdad que no le gustaba admitir. Finalmente, se giró lentamente hacia sus hermanos.

—Ya lo sé. —Su voz era baja, contenida—. Nuestro padre será el primer sacrificio. Solo hay que hacerlo parecer accidente. O mejor aún… traición.

El silencio volvió a caer, más pesado que antes. Solo Kaelor sonrió, con esos ojos rojos brillando con anticipación.

—Ahora sí me estás hablando en mi idioma, hermano.