LXXI

Iván suspiró, pasando una mano por su rostro. Todavía tenía que resolver ese asunto. Si tan solo ese terco gobernante hubiese sabido su lugar, si se hubiera limitado a obedecer en lugar de exigir, no habría sido necesario tomar medidas drásticas. Era evidente que recibiría una recompensa por su servicio, pero no… tenía que comportarse como si su posición le diera derecho a negociar con él. Le advirtió antes de partir, y aun así, insistió en desafiarlo.

El poder de los gobernantes y terratenientes existía solo porque los Erenford lo permitían. El ducado había sido centralizado hacía décadas, pero algunos idiotas seguían creyendo que vivían en una época feudal donde podían alzarse como señores independientes. Un error que debía corregirse.

Primero cumpliría su amenaza. Tomaría algo del difunto Lord Gareth, y eso sería su hija.

Por eso llegó a Santorach.

El castillo era de piedra gris oscura, con altos torreones que se alzaban desafiantes contra el cielo cubierto de nubes. Había un aire lúgubre en la ciudad, como si el peso de la muerte del señor Gareth aún la envolviera en una sombra fría e inquebrantable. Las banderas ondeaban a media asta, y el silencio de los pasillos solo era interrumpido por los murmullos de los sirvientes que hablaban en voz baja, con la mirada baja, temerosos de lo que pudiera pasar.

Iván caminó por los pasillos hasta llegar a la habitación donde la heredera estaba. La encontró sentada junto a una ventana de arco, con la mirada perdida en el horizonte, como si el mundo fuera un lugar lejano e inalcanzable.

Ilena tenía los ojos un poco hinchados, una señal clara de que había llorado. Era joven, de su misma edad, y poseía una refinada belleza que combinaba la elegancia con la fragilidad. Su sedoso cabello negro azabache estaba recogido en un elaborado peinado que enmarcaba su delicado rostro, resaltando sus grandes y melancólicos ojos grises. Una mirada que reflejaba el dolor de haber perdido a su padre.

Su piel era clara y tersa, de una suavidad inmaculada, como la porcelana más fina. Sus labios eran pequeños y rosados, con una curvatura natural que transmitía una dulzura innata. Su cuello largo y esbelto descendía hasta unos hombros delicados y una silueta armoniosa, con un porte que reflejaba la nobleza de su linaje.

Iván la observó en silencio durante unos instantes. En teoría, según las leyes, ella era la legítima heredera de la ciudad, pero él tenía otros planes. Santorach sería suya, y ella… ella también.

Caminó con pasos firmes pero silenciosos hasta quedar detrás de ella. Ilena no notó su presencia hasta que él posó una mano suave en su hombro.

La chica se sobresaltó ligeramente, girando su rostro con sorpresa, pero su reacción fue controlada.

—Perdón por sorprenderla, lady Ilena —dijo Iván con voz suave, casi melódica.

Ella parpadeó un par de veces antes de inclinar la cabeza con educación.

—No se disculpe, su gracia —respondió con cortesía, y de inmediato intentó ponerse de pie.

Pero Iván presionó suavemente su hombro, obligándola a permanecer sentada.

—No es necesario —susurró con una sonrisa—. Quédese.

Ilena obedeció, aunque su mirada reflejaba una mezcla de incertidumbre y curiosidad.

—Lamento su pérdida, Lady Ilena —continuó Iván, manteniendo su tono amable—. No conocí mucho a su padre, pero era un buen hombre. Y lamento aún más que fuera yo quien le pidiera que dirigiera a las milicias contra los bandidos.

Ilena bajó la mirada.

—Él… él quería ayudar a su pueblo. Sabía los riesgos.

—Aun así, debí haberlo protegido mejor —susurró Iván, inclinándose un poco más hacia ella—. Si hubiera estado aquí, tal vez…

—No, su gracia, usted no es culpable de esto —dijo rápidamente Ilena, levantando la vista hacia él.

Iván la miró con intensidad, asegurándose de que su expresión transmitiera tanto arrepentimiento como cercanía.

—Me alivia que piense así —susurró Iván, su voz baja, casi un murmullo íntimo—, pero aun así… me siento responsable.

El silencio que siguió no fue casual. Iván lo dejó crecer entre ellos, permitiendo que se asentara como un peso invisible en el aire. Miró el rostro de Ilena con atención, notando cómo sus ojos grises buscaban una respuesta, cómo su respiración parecía temblar apenas un instante. La vulnerabilidad estaba ahí, justo donde la necesitaba.

Con un gesto calculado, tomó su mano con delicadeza, entrelazando sus dedos en un gesto que parecía protector, pero que en realidad era posesivo.

—Sé que debe sentirse sola ahora —dijo con suavidad—. Perder a un padre es… devastador. Como sabe, yo no conocí al mío, al valeroso y afamado Kenneth Erenford, el temido y respetado "Lobo Sangriento". Crecí con su sombra sobre mí, con el peso de un nombre que nunca llegué a conocer realmente. Sé lo que es vivir con una madre… pero nunca con un padre.

Ilena tragó saliva, sus labios entreabriéndose levemente. Su sonrojo fue sutil, pero Iván lo notó.

—Yo… nunca conocí a mi madre —susurró ella, su voz apenas un hilo de aire—. Pero no estoy sola. Aún tengo a mi gente.

—Sí, claro —murmuró Iván, apretando su mano apenas un poco más antes de acariciar con su pulgar el dorso de su piel fría—. Pero su gente no puede entenderla como yo.

Ilena parpadeó, con una expresión de ligera confusión.

—¿Qué quiere decir… su gracia?

Iván sonrió apenas, inclinando su rostro lo suficiente para que su proximidad pareciera natural, casi necesaria.

—Ellos la ven como su señora, su gobernante… pero nadie la ve como la mujer que es.

El sonrojo en las mejillas de Ilena se intensificó. Su primera reacción fue apartar la mirada, pero Iván no le permitió romper el contacto.

—Mi gente me respeta —respondió ella en un intento de reafirmarse, aunque había una vacilación en sus palabras—. Me ven como la hija de mi padre… como la legítima heredera de Santorach.

Iván exhaló una risa baja, una que sonó comprensiva y levemente divertida.

—¿Eso cree? —preguntó, ladeando un poco la cabeza—. ¿Que la ven como algo más que un símbolo?

El ceño de Ilena se frunció levemente.

—Soy la heredera… es mi deber…

—No dudo de su deber, lady Ilena —la interrumpió Iván, con un tono que simulaba respeto, pero que ocultaba un filo afilado—. Pero dígame… cuando la miran, ¿qué ven? ¿Una joven noble con el peso de un señorío sobre los hombros? ¿O una viuda de padre, vulnerable, sola, a la espera de que alguien reclame su destino por usted?

Ilena abrió la boca, pero no pudo responder de inmediato. Sus ojos se movieron apenas, una chispa de duda encendiéndose en su interior.

Iván la dejó hundirse en sus pensamientos por un momento antes de inclinarse un poco más, reduciendo la distancia entre ellos hasta que su presencia se sintiera envolvente.

—Sé que ha sido fuerte —susurró—. Que ha mantenido la cabeza alta incluso en la adversidad… pero la fuerza también puede ser agotadora, ¿no es así?

Ilena apretó los labios.

—No… no puedo permitirme ser débil.

—¿Y quién ha dicho que buscar alivio sea debilidad? —Iván deslizó sus dedos con lentitud sobre los suyos, su toque deliberadamente lento, como si estuviera trazando cada línea de su piel—. Una mujer como usted no merece cargar con todo este peso sola.

Ilena tragó saliva.

—No estoy sola —repitió, pero esta vez su voz era más baja, menos segura.

—¿De verdad lo cree? —Iván ladeó la cabeza—. Mírelos. Los que la rodean… los que le juran lealtad. ¿Cree que lo hacen por usted… o por el título que porta?

Ilena sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—Yo…

—La gente sigue al poder, Ilena —Iván pronunció su nombre con una cercanía que no había usado antes, dejando caer la formalidad como quien se despoja de un manto pesado—. Y el poder… cambia de manos con facilidad. Si me distraigo, si doy un solo paso en falso, sé que conspirarán contra mí. Soy el único de la línea principal y mayormente solo me estoy apoyando con el respaldo del ejército y, aun así, sé que hay quienes me traicionarían sin dudarlo si pudieran recuperar los viejos tiempos.

Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras se asentaran en la mente de Ilena, que se filtraran como un veneno lento y dulce. Su mirada azul zafiro la observó con intensidad, y ella, atrapada en su propio torbellino de pensamientos, solo pudo quedarse en silencio.

—Por eso entiendo en qué situación estás. Tú… eres la legítima heredera de Santorach, pero dime, Ilena —susurró inclinándose apenas, acercándose más a su rostro, reduciendo la distancia a un espacio íntimo—, ¿cuánto crees que tardarán en intentar controlarte?

Ilena se estremeció.

—Yo…

—Te rodean, te observan, todos dicen que te respetan, que seguirán tus órdenes. Pero en el fondo, están esperando —continuó, su tono bajo, seductor, envolvente—. Esperando a que flaquees, a que muestres debilidad, a que el peso sea demasiado para ti. Y cuando eso pase… te dirán que es por tu propio bien.

Ella apretó los labios, sintiendo su garganta cerrarse un poco. Sus ojos grises, tan intensos, tan llenos de una tristeza mal disimulada, se clavaron en los de Iván con una mezcla de confusión y anhelo.

—Yo… no quiero ser débil —susurró.

—No lo eres —respondió Iván con firmeza, llevando una de sus manos a su mejilla con una suavidad calculada—. Pero sé que te sientes así.

Ilena parpadeó, sus pestañas temblando, su respiración entrecortada.

—¿Entonces… por qué está aquí? —preguntó, su voz apenas un hilo de aire.

Iván sonrió. No una sonrisa burlona, ni una sonrisa cínica. Era una sonrisa que parecía sincera, que prometía comprensión, apoyo, calidez.

—Porque te veo —susurró.

Ilena contuvo el aliento.

—Veo más allá de lo que los demás ven. No la hija de un noble muerto. No la futura señora de Santorach… Veo a la mujer detrás de todo eso.

Sus dedos recorrieron con lentitud la curva de su mejilla, bajando hasta su mandíbula, trazando la suave línea de su piel como si estuviera memorizándola.

—Veo a una mujer que intenta esconderse detrás de su deber, que carga con una tristeza que no se atreve a mostrar. Veo a alguien que está cansada de ser fuerte, que solo quiere… que alguien le diga que todo estará bien. No como a una gobernante, no como a la figura que esperan que seas… sino como a la mujer que eres.

Ilena sintió un escalofrío recorrer su espalda. Su pecho subía y bajaba con más rapidez, su mente luchaba por encontrar una respuesta, pero cada palabra de Iván la envolvía más.

—Veo a una mujer hermosa —continuó, inclinándose un poco más, su aliento acariciando su piel—. A alguien que merece más que promesas vacías y palabras frías. A alguien que necesita… que alguien esté a su lado.

Ilena quiso apartar la mirada, pero Iván no se lo permitió. Con un gesto suave pero firme, tomó su mentón entre sus dedos, obligándola a verlo. Su mirada era intensa, atrapante, como un océano azul profundo en el que podía perderse sin darse cuenta.

—Y lo que veo… me gusta —susurró, su voz apenas audible, pero lo suficientemente clara como para calar hondo—. Me gusta, y no quiero que se marchite. No quiero que se rompa.

Los labios de Ilena temblaron. No podía recordar la última vez que alguien le había hablado así.

—Su gracia… yo… no entiendo qué quiere decirme…

Iván la estudió por un instante, luego sonrió, una sonrisa cálida, envolvente, tranquilizadora.

—Quiero ser quien te proteja —susurró, deslizando su pulgar sobre su piel con lentitud, como si su contacto fuera una caricia involuntaria—. Quiero ser quien esté a tu lado cuando los demás intenten ponerte cadenas.

Ilena tragó saliva.

—¿Por qué…?

—Porque eres fuerte, pero nadie debería ser fuerte siempre. Porque no quiero que te hundas en la soledad… Y porque quiero que confíes en mí.

Ilena cerró los ojos un instante. Su corazón latía con fuerza en su pecho, su piel ardía bajo su toque. La lógica en su mente gritaba advertencias, pero su cuerpo y su alma, rotas por la pérdida, ansiosas por encontrar alivio, se aferraban a las palabras de Iván como si fueran una tabla en medio de un naufragio.

Cuando volvió a abrir los ojos, Iván seguía ahí, observándola con paciencia, con esa intensidad devastadora que la hacía sentirse atrapada y a la vez protegida. Sus ojos zafiros parecían devorar cada centímetro de su ser, como si estuviera viendo algo que nadie más podía ver en ella. Y en ese momento, sin darse cuenta, dio el primer paso hacia el abismo.

Con un movimiento casi tembloroso, Ilena se inclinó, acercando sus labios a los de Iván. Al principio, el contacto fue apenas un roce, suave, incierto, pero Iván no se quedó quieto. Con una seguridad devastadora, con la destreza de alguien que sabía exactamente lo que hacía, profundizó el beso, tomando el control de la situación como si hubiese estado esperando ese momento.

Sus labios eran cálidos, firmes, exigentes sin ser bruscos. Sus manos se deslizaron con facilidad por la curva de su cintura, atrapándola con una delicadeza que no se sentía opresiva, sino protectora, envolvente, como si con ese simple gesto le estuviera diciendo que ya no tenía que cargar con nada más, que podía dejarse llevar, que él la sostendría.

Ilena no lo apartó.

No quería apartarlo.

Por primera vez en días, en semanas, en toda su vida, no tenía que ser fuerte. No tenía que tomar decisiones, no tenía que pensar en el mañana, en las responsabilidades, en el peso de su título, en la mirada de los consejeros esperando que fallara. En ese instante solo existía Iván, su calor, su presencia, sus manos deslizándose con lentitud por su espalda, sosteniéndola con una firmeza tranquilizadora.

Dioses… solo quería dejarse cuidar.

Y él se lo ofrecía.

Iván, la persona más codiciada en el ducado, el hombre que todas las damas observaban con anhelo, que todos los hombres respetaban o temían, el joven heredero que parecía inalcanzable, el más apuesto que había visto en su vida… él se lo estaba ofreciendo.

Y ella solo quería sentirse segura.

El beso se volvió más profundo, más desesperado. Ilena se aferró a él, sus manos temblorosas se apoyaron en su pecho, sintiendo la firmeza de su cuerpo a través de la tela fina de su atuendo. Iván gruñó apenas, un sonido bajo, como si estuviera complacido de lo fácil que era hundirla en su juego, y sin darle tiempo a pensar, deslizó su mano desde su cintura hasta la curva de su espalda, presionándola contra él.

Ella gimió suavemente contra su boca, perdida en la intensidad del momento.

—Eso es… —murmuró Iván contra sus labios, con una voz baja, aterciopelada, que hizo que todo su cuerpo se estremeciera—. Déjate llevar. No tienes que luchar más.

Ilena cerró los ojos, sintiendo cómo su mente se nublaba más y más con cada palabra.

—Yo…

—Confía en mí —susurró él, deslizando su boca a su mandíbula, dejando besos lentos, exquisitos, calculados, bajando poco a poco hacia su cuello—. Déjame ser fuerte por ti.

Sus palabras fueron como una llave que abrió algo en su interior. Toda su vida había sido entrenada para ser la heredera perfecta, para mantener la compostura, para tomar decisiones frías, para nunca mostrar debilidad. Pero ahora, con él, con Iván, la idea de simplemente soltar el peso que cargaba en sus hombros era demasiado tentadora.

No quería pensar.

No quería cuestionar.

Solo quería seguir sintiendo, seguir cayendo en aquel abismo de palabras dulces y caricias que prometían algo que nunca antes había tenido: alivio.

Los ojos color zafiro de Iván se oscurecieron de deseo al atraer el cuerpo flexible de Ilena contra el suyo. Sus fuertes manos exploraron con audacia la curva de su cintura mientras continuaban su beso intenso y apasionado.

Ilena se arqueó instintivamente ante su tacto, permitiéndole guiar su figura mientras sus dedos se deslizaban hacia la curva de sus caderas. Podía sentir su fuerza, su protección, su ansia de protegerla y poseerla, todo irradiando de su escultural y masculina figura, apretada tan íntimamente contra sus propios contornos más suaves. Perdida en la sensual neblina de su intimidad, Ilena se rindió a la devastadora embestida de su sensual asalto, con el corazón latiendo al ritmo acelerado de los suyos.

El roce fresco y sedoso de su pálida piel contra la suya provocó deliciosos cosquilleos que recorrieron sus sensibles nervios, encendiendo un fuego en lo más profundo de su ser que amenazó con consumirla por completo. En ese abrazo intenso y electrizante, Ilena se sintió ahogada en las profundidades zafiro de sus ojos, la magia de su tacto y la promesa de placer que la aguardaba en sus brazos.

Era aterrador... y emocionante más allá de lo imaginable. Sabía que debía resistir, que debía conservar cierta apariencia de decoro acorde con su nobleza. Pero el anhelo de su cuerpo eclipsaba cualquier débil protesta de decoro. Era suya en mente, cuerpo y alma, cautivada por completo por la oscura sensualidad de su captor, ansiosa por ser reclamada y poseída por completo por el enigmático, seductor e irresistible heredero del ducado de Zusian.

Ilena se estremeció cuando las manos de Iván descendieron, sus dedos extendiéndose posesivamente sobre la curva de su trasero mientras la atraía aún más hacia sí. Podía sentir cada centímetro duro y musculoso de su cuerpo presionado contra su cuerpo más suave y rendido, y eso despertó en ella un hambre que nunca antes había conocido. Era un hambre que no se saciaba con simple comida o bebida, sino solo con la sensación de su piel contra la suya, su aliento mezclándose con el suyo, su latido latiendo al unísono con su propio pulso acelerado.

Sus labios no se separaron de los de ella mientras la llevaba de espaldas hacia la cama, su lengua hurgando profundamente, explorando, reclamando cada centímetro de su boca como si fuera suya, como si le perteneciera a él y solo a él. Y que los dioses la ayudaran, en ese momento, no deseaba nada más que pertenecerle, entregarse por completo al oscuro y delicioso placer que él le prometía.

Al tocar el borde de la cama, Ilena se desplomó hacia atrás sobre el suave y mullido colchón, con Ivan siguiéndola, su cuerpo cubriendo el suyo, sus caderas acurrucadas entre sus muslos. Podía sentir su firme y gruesa longitud presionando contra su centro, separada solo por la fina tela de sus faldas y sus pantalones, y eso la hacía sentir con una necesidad que nunca antes había experimentado.

Las manos de Iván se deslizaron por su caja torácica, sus pulgares rozando la parte inferior de sus pechos, jugueteando con la piel sensible, haciéndola jadear y arquearse ante su tacto.

—Quiero saborear cada centímetro de ti —murmuró, con la voz baja y áspera por el deseo—. Quiero sentir tu piel contra la mía, quiero oírte gemir mi nombre mientras te llevo al éxtasis.

Sus palabras provocaron una nueva oleada de humedad que la inundó hasta el centro, y las caderas de Ilena ondularon instintivamente contra las suyas, buscando fricción, buscando alivio del dolor que él había despertado en ella.

—Por favor —susurró Ilena, sin saber siquiera qué rogaba, solo sabiendo que necesitaba más, necesitaba todo lo que él le ofrecía.

Los dedos de Iván encontraron los lazos de su corpiño y, con unos hábiles tirones, la prenda se aflojó, dejándola abierta para revelar la cremosa curva de sus pechos, apenas contenida por la fina tela de su camisón. Iván se quedó sin aliento al verlo, y sus ojos se oscurecieron a un azul tormentoso mientras se deleitaba con la perfección de su figura.

—Eres exquisita —susurró, bajando la cabeza para depositar besos calientes y profundos sobre la curva de su pecho, mientras su lengua se deslizaba rápidamente para acariciar la sensible punta de su pezón a través de la tela húmeda—. Una obra de arte, una diosa, una criatura de belleza incomparable.

Ilena se estremeció, enredando los dedos en su cabello pálido mientras el placer la recorría, irradiando desde donde su boca acariciaba su pecho. Podía sentir el calor creciendo entre sus muslos, el dolor cada vez más insistente con cada roce de sus labios y lengua contra su piel sensible.

Ilena tembló cuando las fuertes manos de Iván le ahuecaron los pechos, apretando los suaves montículos con un ansia posesiva. Sus pulgares rozaron sus pezones endurecidos a través de la fina tela de su camisón, provocando oleadas de placer que rebotaron por todo su cuerpo. Jadeó, arqueando la espalda sobre la cama mientras apretaba sus pechos doloridos con más fuerza contra su tacto, desesperada por más de esa sensación exasperante.

—¡Ahh... Iván! —gritó, con la voz entrecortada por el deseo, mientras él capturaba un pico tenso en su boca, succionando con avidez la carne sensible. Su lengua se arremolinaba alrededor del capullo apretado, acariciándolo, provocándolo, hasta que Ilena creyó enloquecer con la intensidad. Era como si la devorara, la consumiera, y ella no quería que se detuviera.

Los dedos de Ilena se enredaron en el sedoso cabello de Iván, sujetándolo contra su pecho mientras él hacía magia con sus labios y lengua, reduciéndola a un retorcimiento bajo él. Cada caricia de su boca, cada roce de su lengua contra su pezón, enviaba una descarga de calor líquido directo a su centro, avivando el fuego que crecía entre sus muslos.

Con un gemido bajo, Iván soltó su pecho, solo para centrar su atención en el otro, otorgándole el mismo tratamiento minucioso y sensual a la punta descuidada. Ilena solo pudo gemir y gemir debajo de él, sus caderas ondulando contra la cama, buscando alivio al dolor que él había creado en su interior.

Tan repentino como había comenzado, terminó, e Iván la despojó de sus últimas prendas, dejándola desnuda y expuesta bajo su mirada ardiente. Se sentó sobre sus talones, recorriendo con la mirada cada centímetro de su piel recién desnuda, con una expresión de puro deseo.

Suavemente, casi con reverencia, Iván separó los muslos de Ilena, deslizando sus manos callosas por la suave piel de sus piernas hasta posarlas en la parte superior de la cara interna de sus muslos. Se inclinó más cerca, su aliento rozando la piel brillante de su sexo, e Ilena sintió el calor de su aliento, la anticipación de su tacto, aumentando la tensión en su interior hasta un punto álgido.

Ella lo miró, con los ojos nublados por el deseo, y descubrió que su mirada estaba fija en su lugar más íntimo. La intensidad de su mirada, el ansia carnal que percibía allí, la hizo contener la respiración, la hizo anhelar sentir su toque sobre ella, dentro de ella, apoderándose de ella por completo.

El corazón de Iván se aceleró al contemplar la exquisita imagen de Ilena tendida ante él, su piel de porcelana brillando a la luz de las velas, sus curvas imploraban ser tocadas y exploradas. La curva de sus pechos, la amplitud de sus caderas, las piernas largas y torneadas que ahora separaba lentamente, revelando los brillantes y rosados ​​pliegues de su sexo. Inhaló profundamente, el aroma de su excitación llenó sus fosas nasales, haciendo que su ya dolorido miembro palpitara casi dolorosamente contra el confín de sus pantalones.

Se inclinó, su aliento caliente contra su piel húmeda mientras hablaba, con una voz grave y seductora.

—Estás empapada, Ilena. Veo cuánto deseas esto, cuánto necesitas mi tacto.

Lentamente, dándole tiempo a apartarse, a cambiar de opinión, presionó un dedo contra su húmeda abertura, sintiendo su humedad cubriéndole el dedo al deslizarlo entre sus pliegues. Ilena jadeó, sus caderas se sacudieron al contacto, e Iván tuvo que apretar los dientes contra el impulso de hundirse en ella, de reclamarla, de hacerla suya.

Rodeó su entrada, provocándola, acariciándola, antes de presionar lentamente un dedo en su estrecho y ardiente cuerpo. Ilena dejó escapar un gemido ahogado, sus músculos internos tensándose alrededor del dedo invasor como si intentara atraerlo más profundamente. Iván gimió al sentirla, tan apretada, tan ardiente, tan perfecta.

—Eso es, cariño —murmuró, metiendo y sacando el dedo lentamente, permitiéndole acostumbrarse a la sensación—. Déjame sentirte, déjame hacerte sentir bien.

Añadió un segundo dedo, luego un tercero, estirándola, preparándola para lo que estaba por venir. Su pulgar encontró el sensible manojo de nervios en el vértice de su raja y lo frotó con movimientos circulares lentos y firmes, haciendo que Ilena se retorciera y gimiera bajo él.

Podía sentir su cuerpo tensarse, podía sentirla acercarse a la cima, y ​​lo único que deseaba era empujarla al límite, hacerla gritar su nombre mientras el éxtasis la inundaba. Se inclinó, su voz un susurro bajo y seductor contra su oído.

—Córrete para mí, Ilena —ordenó, sus dedos moviéndose más rápido, penetrándola con más fuerza—. Déjame sentir cómo te deshaces.

Él capturó su boca en un beso abrasador, tragándose sus gritos de placer mientras trabajaba su cuerpo hacia el clímax, decidido a llevarla a las alturas del éxtasis en sus brazos. El cuerpo de Ilena ya no le pertenecía mientras oleadas tras oleadas de éxtasis puro y primario la invadían. Arqueó la espalda bruscamente, sus dedos se hundieron en las sábanas mientras sus paredes internas se cerraban rítmicamente alrededor de los dedos de Iván, atrayéndolos más profundamente, reteniéndolos en su interior como si no quisiera soltarlos jamás.

Gritos obscenos y lastimeros brotaron de sus labios, acentuados por el nombre de Iván, una letanía de alabanzas desesperadas y lascivas que no pudo contener. El placer estalló tras sus párpados apretados, un caleidoscopio de colores y luces que se arremolinaba y danzaba mientras su clímax alcanzaba su cenit.

Abajo, entre sus muslos abiertos, la lengua de Iván se afanaba en su sensible sexo, lamiendo el néctar de su clímax, prolongando las intensas sensaciones que la embargaban. Sus dedos no cesaban en su asalto implacable, bombeando dentro de ella, curvándose en su interior, acariciando ese punto secreto que la hacía ver estrellas.

Mientras los últimos temblores de su liberación se desvanecían lentamente, Ilena se desplomó contra la cama, con el pecho agitado y la piel cubierta de sudor. Nunca había conocido semejante placer, semejante éxtasis. Era como si Iván la hubiera despojado de todo vestigio de inocencia, dejándola desnuda y expuesta en más de un sentido.

Pero incluso allí tumbada, desfallecida y saciada, Ilena sintió una renovada excitación en lo más profundo de su ser. La sensación del cuerpo duro y musculoso de Iván contra el suyo, la gruesa cresta de su excitación contra su muslo, el calor de su piel, el aroma de su deseo... todo conspiraba para reavivar las brasas de su lujuria hasta que volvió a sentir dolor, ansia, necesidad.

Lentamente, casi con vacilación, Ilena extendió la mano y la posó sobre el musculoso pecho de Iván. Sentía el rápido latido de su corazón bajo la palma, la fuerza y ​​el poder que se ocultaban bajo la sedosa piel. Sus dedos descendieron, recorriendo las crestas y valles de su abdomen, maravillándose ante la carne dura e inflexible.

Bajó aún más, hasta que su mano rozó la cinturilla de sus pantalones, y pudo sentir su gruesa y rígida longitud tensándose contra la tela, su calor abrasando las yemas de sus dedos. Ilena se quedó sin aliento, una fresca oleada de humedad inundó su centro mientras envolvía sus dedos alrededor de su erección vestida, apretando suavemente, sintiendo cómo palpitaba bajo su agarre.

Lentamente, casi con timidez, Ilena miró a Iván; sus tormentosos ojos grises se encontraron con su tormentosa mirada azul. Ya no había rastro de vacilación ni duda en sus profundidades, solo un calor ardiente y contenido, una promesa de pasión y deseo, y una súplica silenciosa para que la tomara, la reclamara, la hiciera suya por completo.

Ilena se humedeció los labios, su mirada se fijó en la de Iván mientras, lenta y deliberadamente, comenzaba a desabrocharle los pantalones. Cada tirón de los cordones, cada centímetro de tela que se desprendía, revelaba más de su gloriosa y esculpida piel a sus ojos ávidos. Podía sentir el calor que irradiaba de él, podía ver el pulso acelerado en su garganta mientras lo desnudaba por completo a su tacto.

Mientras envolvía sus dedos alrededor de su grueso y rígido miembro, Ilena se quedó sin aliento al sentirlo, tan caliente, duro y pesado en su agarre. Se maravilló ante la piel suave como el satén, la firmeza acerada que se ocultaba bajo él, la amplia corona que ya brillaba con las primeras gotas de su excitación. Lentamente, casi con reverencia, comenzó a acariciarlo; su delicada mano apenas alcanzaba a rodear su impresionante circunferencia.

Abajo, Ilena sintió el renovado dolor que crecía entre sus muslos, la sensación de vacío que solo Iván podía llenar. Abrió aún más las piernas, una invitación silenciosa, con las caderas alzadas como si se ofreciera a él, presentándose para que la tomara.

La otra mano de Ilena se deslizó por su pecho, sus dedos jugueteando con los sedosos mechones de su cabello mientras acercaba su rostro al suyo. Podía sentir su aliento mezclándose con el suyo, podía saborear el aroma de su deseo, podía ver el hambre cruda e incontrolada en sus tormentosos ojos azules.

Iván levantó la barbilla de Ilena, obligándola a sostener su mirada intensa y penetrante. Sus ojos azules brillaron con una mezcla de sorpresa y diversión ante sus descaradas acciones. Podía ver el conflicto en sus ojos, la lucha entre la inocencia y el deseo recién despertado.

—Estás ansiosa, ¿verdad? —murmuró con una voz grave y sensual—. Ni siquiera te he dado permiso, y aquí estás, acariciándome la polla como si fuera tuya.

Con un movimiento rápido y dominante, la empujó contra la cama, cerniéndose sobre ella, sujetándola con su imponente figura. Su mano se deslizó entre sus muslos, sus dedos recorriendo los húmedos pliegues de su sexo, sintiendo la evidencia de su excitación, su necesidad.

Sin previo aviso, presionó la gruesa cabeza de su pene contra su entrada, sintiendo la delicada barrera que demostraba su estado intacto. Con un solo y poderoso empuje de caderas, la penetró, hundiéndose hasta la empuñadura en su calor apretado y envolvente.

Un jadeo agudo escapó de sus labios al sentirla, tan insoportablemente apretada, su cuerpo luchando por acomodarse a su considerable tamaño. La visión de unos delicados hilos de sangre manchando su unión solo avivó aún más su lujuria, una prueba primitiva y visceral de su derecho sobre ella.

Ilena gritó ante el repentino y agudo dolor de la posesión de Iván, clavándose los dedos en sus hombros mientras él la llenaba por completo, extendiéndola más allá de lo que creía posible. Las lágrimas brotaron de sus ojos ante la intensidad, ante la abrumadora mezcla de incomodidad y oscuro placer que la embargaba.

Él permaneció quieto un momento, permitiéndole adaptarse, con su voz grave y oscura en su oído. —Ahora eres mía, Ilena. En cuerpo, corazón y alma. Nunca lo olvides

Pero incluso cuando el dolor comenzó a remitir, reemplazado por un dolor profundo y palpitante, Ilena supo que Ivan tenía razón. Ahora le pertenecía en cuerpo, alma y alma. La sensación de él moviéndose dentro de ella, reclamándola, marcándola como suya... despertó en su pecho una alegría feroz y posesiva, un orgullo feroz por ser el objeto de su deseo, su lujuria, su anhelo.

Rodeando su cintura con las piernas, Ilena instó a Ivan a penetrar más profundamente, moviendo las caderas para recibir sus poderosas embestidas, llevándolo increíblemente más adentro con cada embestida. Podía sentir cada vértebra, cada contorno de su magnífica virilidad acariciando sus puntos más sensibles, avivando las llamas de su excitación con cada empuje y tirón.

Las manos de Ilena recorrieron la espalda sudorosa de Iván, sus uñas arañando los músculos tensos mientras se aferraba a él, perdida en el ritmo primigenio de su unión. Podía sentir el placer creciendo en su interior una vez más, la tensión en su centro se tensaba cada vez más con cada embestida de sus caderas.

Hundiendo el rostro contra su garganta, Ilena mordisqueó y succionó la piel blanca, saboreando la sal de su trabajo, tragando sus gemidos de placer. En ese instante, se sintió salvaje, libre, indómita... una criatura de pura sensación y deseo desatado, ahogada en la sensación de su amante, su hombre, su Iván.

—Sí —jadeó contra su garganta, con la voz entrecortada y sin aliento—. Sí, soy tuya, toda tuya. Tómame y... ¡a...

Esa noche, Iván tomó lo que era suyo. No hubo resistencia, ni lucha, ni siquiera la necesidad de obligar. Ilena se entregó sin que él tuviera que arrancarle nada, se rindió con la facilidad de una vela apagándose al viento, consumida por la necesidad de sentirse protegida, deseada, de encontrar un resquicio de alivio en medio de su desolación.

Su cuerpo temblaba bajo él, sus uñas arañaban la piel de su espalda sin fuerza real, más como un reflejo instintivo que como un intento de detenerlo. Sus suspiros entrecortados se convirtieron en jadeos y luego en suaves gemidos ahogados contra su boca cuando Iván la reclamó una y otra vez, sin prisa, sin piedad, sin más propósito que marcarla de una forma en la que nunca podría escapar de él.

Las sábanas se pegaron a su piel por el sudor, el aroma de la intimidad llenó la habitación mientras sus movimientos se volvían más intensos, más profundos, más exigentes. Él no le permitió un respiro, no hasta que la sintió suplicarle sin palabras, su cuerpo respondiendo a cada embestida, a cada susurro venenoso que él dejaba caer sobre su oído.

—Eres hermosa cuando te rindes así —le murmuró, su voz oscura, envolvente, una trampa más en la que ella se sumergía sin darse cuenta.

Ilena no respondió. No podía. Su cuerpo estaba demasiado perdido en el placer, en la desesperación de aferrarse a algo, a alguien, a lo único que le quedaba en ese instante.

Cuando finalmente la sintió colapsar, su respiración entrecortada dando paso a la inconsciencia, Iván se apartó lentamente. Se sentó en la cama, observándola con ojos afilados, su expresión ya no era la de un amante, sino la de un estratega que contemplaba un tablero donde cada pieza estaba exactamente en su lugar.

Qué fácil había sido.

Se pasó una mano por el rostro, su piel aún caliente, su pulso aún acelerado, pero en su mente ya estaba en el siguiente movimiento.

Mañana la haría firmar lo que él quisiera. Mañana ella misma le daría su ciudad, su gente, su futuro. Mañana le pertenecería en todos los sentidos posibles.

Y después…

Después la tomaría con él.

No porque la deseara realmente. No porque le importara.

Sino porque la necesitaba.

No como mujer.

Sino como herramienta.

A la mañana siguiente, el cuarto estaba impregnado de un aroma pesado, una mezcla de sudor, sexo y las sábanas aún húmedas por el calor de la noche anterior. La luz del sol se filtraba apenas a través de las cortinas entreabiertas, proyectando sombras sobre los cuerpos desnudos enredados entre la tela revuelta. Iván abrió los ojos lentamente, sintiendo el peso del cuerpo de Ilena aún acurrucado contra el suyo, su piel tibia presionando contra su costado.

Por un momento, no se movió. Sus pensamientos eran un torbellino silencioso, un eco de satisfacción y algo más… algo molesto, una punzada que casi se parecía a la culpa.

Pero no.

No había espacio para eso.

Ilena era solo un medio para un fin. Y él ya tenía claro cuál era su siguiente movimiento.

Con un gesto perezoso, deslizó sus dedos por la curva de su espalda, bajando lentamente, recorriéndola como si le perteneciera. Su respiración se agitó cuando la sintió removerse entre sueños, su cuerpo instintivamente respondiendo a su tacto. Ella aún estaba cansada, agotada, pero su debilidad solo la hacía más susceptible a él.

Iván sonrió para sí mismo.

Era demasiado fácil.

Se inclinó sobre ella, dejando besos en su cuello, sus hombros, descendiendo con una paciencia calculada. Ilena suspiró suavemente al sentirlo, despertando poco a poco bajo su tacto. No necesitó decirle nada. Simplemente se dejó llevar cuando él reclamó su boca con la suya, cuando la guió con manos firmes y seguras, cuando la tomó otra vez, sin dejarle espacio para pensar en otra cosa que no fuera él.

Y cuando terminó, cuando su cuerpo ya no pudo más y quedó rendida bajo él, con la respiración entrecortada y los ojos aún nublados por la intensidad del momento, Iván supo que la tenía.

Se apoyó sobre un codo, observándola con detenimiento. Sus labios estaban hinchados por los besos, su piel aún enrojecida, sus ojos grises velados de emociones que ni ella misma parecía comprender del todo.

Era ahora o nunca.

—¿Quieres ser mi concubina? —su voz fue suave, envolvente, mientras la abrazaba contra su pecho.

Ilena parpadeó, su mirada vagando por la habitación como si no estuviera segura de si había escuchado bien. Luego, sus labios se separaron apenas.

—Yo… —murmuró, insegura.

—Lo mereces —Iván deslizó una mano hasta su rostro, obligándola a mirarlo—. Quiero que seas mía. Quiero protegerte.

Ilena bajó la vista, como si quisiera encontrar alguna respuesta en la maraña de pensamientos que la atormentaban.

—Pero… tienes mujeres más hermosas que yo —susurró.

Iván negó con la cabeza, sonriendo con una ternura que no sentía.

—Eres hermosa —susurró él, deslizando sus labios hasta el borde de su oído—. Hermosa, fuerte… única.

Ella se mordió el labio, aún dudando, aún peleando consigo misma.

—Tengo responsabilidades —intentó argumentar—. El título… la ciudad…

Iván no la dejó terminar. La besó, sofocando sus dudas con su boca, con sus manos, con su presencia arrolladora. Cuando se separó de ella, sus dedos recorrieron lentamente su mejilla.

—¿Realmente quieres esta vida? —murmuró, su voz baja, hipnótica—. ¿Quieres cargar con todo esto sola?

Ilena entreabrió los labios, pero no respondió. No tenía respuesta. No una honesta, al menos.

Iván sonrió, conociendo la batalla que se libraba en su interior.

—Conmigo nunca estarás sola —continuó, acariciando su cabello con una delicadeza calculada—. No tendrás ataduras, no tendrás que preocuparte por esta ciudad. Encontré a alguien que se encargará de ella.

Ilena lo miró, sus ojos vidriosos, su cuerpo aún temblando, pero no de miedo. Algo en ella pareció romperse y, al mismo tiempo, recomponerse de una forma nueva.

Y entonces, casi con alivio, se aferró a él.

Hundió su rostro en su pecho y lo abrazó con una fuerza desesperada, como si él fuera su única salvación en medio de un abismo sin fondo.

—Sí… —susurró, su voz apenas un hilo de sonido—. Sí, quiero…

Iván cerró los ojos por un instante, disfrutando de la sensación de victoria, pero esa satisfacción tenía un regusto amargo en el fondo de su conciencia. La tenía. Era suya.

Pero se sentía mal. Como la peor de las basuras.

Se había aprovechado de una mujer sola, sin familia, sin aliados, rota por la pérdida y el peso de una responsabilidad que nunca había pedido. Se había metido bajo su piel, la había hecho suya con palabras envueltas en terciopelo y promesas vacías.

Y ella… ella había caído sin resistencia. Porque lo necesitaba. Porque quería creer que alguien más fuerte la sostendría.

Pero él no la amaba. Ni lo haría jamás.

La deseaba, sí. Su cuerpo, su piel suave, la forma en la que se derretía bajo sus manos. Pero el amor… esa no era una palabra que pudiera asociarse con lo que había hecho. Sin embargo, no iba a dejar que nadie más la tuviera.

Porque si su padre quiso morder la mano que lo alimento, entonces él tomaría su tesoro más preciado. Su hija.

No podía prometerle amor, pero podía prometerle protección.

Claro, ella no tenía por qué saber la diferencia.

—Bien, linda —murmuró, deslizando sus dedos por su mejilla con una ternura tan ensayada que hasta él casi la creía—. Entonces haz tus maletas. Si tienes a alguien en tu servicio que te agrade, puedes llevártelo contigo. Pero no tardes. Quiero salir hoy… y, por supuesto, quiero llevarte conmigo.

Ilena lo miró con un atisbo de sorpresa antes de asentir lentamente.

—Sí… sí, está bien.

Se inclinó para besarlo, su aliento aún cálido, sus labios aún hinchados por la noche anterior. Iván le devolvió el beso, dejando que ella creyera que había algo más que deseo en aquel contacto.

Porque la quería follar otra vez.

El pensamiento cruzó su mente como un instinto animal, pero se obligó a ignorarlo. No era el momento.

Se apartó, vistiéndose con calma, asegurándose de que cada prenda quedara perfectamente acomodada sobre su cuerpo. Antes de marcharse, se inclinó una última vez sobre ella, depositando un beso en su frente.

—Te veré pronto —susurró.

Ilena lo miró como si esas palabras significaran más de lo que realmente significaban. Como si le hubieran ofrecido un hogar en medio de la tormenta.

Qué fácil había sido.

Pero Iván no tenía tiempo para entretenerse más. Había asuntos más importantes que atender.

Silenciar algunas lenguas. Organizar ciertas cosas. Preparar el terreno para su futuro.

Porque aunque su madre lo protegiera de la política por ahora, dándole el tiempo para crecer y enfocarse en su entrenamiento como futuro heredero, él sabía que su camino no estaría libre de obstáculos. Sabía que tenía enemigos. Sabía que su tío, Darius, y sus primos estaban al acecho, esperando el momento oportuno para arrebatarle lo que por derecho le pertenecía.

Pero que se jodieran.

No los conocía ni le importaban.

El trono de Zusian era suyo, y no iba a dejar que un puñado de parásitos se lo arrebatara.

Sabía muy bien cómo estaba dividido el ducado. Su tío tenía una fuerte influencia en el este, la parte más inestable de la región, donde los terratenientes aún soñaban con revivir antiguas glorias y desafiar la autoridad central. El sur era mayormente neutral, una tierra que se enfocaba mas en la economía y en la eterna lucha fronteriza. El norte… el norte era leal. La que una vez fue la cuna de la casa Erenford, la raíz de su poder antaño. Mientras que el centro del ducado estaba dividido entre lealtades inciertas, un juego de alianzas que podía inclinarse en cualquier dirección.

Y el oeste… era un campo de batalla ideológico. Mitad leales, mitad traidores.

Muchos querían regresar a un feudalismo podrido y decadente, donde cada señor podía hacer lo que le viniera en gana en sus tierras, donde el poder no respondía a una sola cabeza sino a cien bestias hambrientas.

Pero que se jodieran.

Ningún territorio volvería a esa miseria.

No mientras él respirara.

Porque Zusian no pertenecía a un puñado de linajes viejos que solo sobrevivían por clemencia. Zusian pertenecía a los Erenford. Y él, Iván Erenford, se aseguraría de que nadie lo olvidara.

El único linaje que importaba era el de su casa, la línea principal, aquella que había forjado su legado con sangre, estrategia y una voluntad inquebrantable. No iba a permitir que los parásitos que aún se aferraban al pasado intentaran socavar lo que su familia había construido. Sabía bien cómo funcionaban las intrigas de la nobleza. Sabía que su tío Darius, junto con sus bastardos no descansaría hasta ver su cabeza en una pica. No importaba. Él estaba dispuesto a hacer lo necesario.

Su mente seguía atrapada en ese oscuro torbellino de pensamientos, meditando sobre sus siguientes movimientos, cuando una melodiosa voz lo sacó de su ensimismamiento.

—Eres codicioso, cariño. Pero bueno… la chica es linda, no te culpo.

Iván sintió los brazos de Sarah rodearlo con posesividad antes de que sus labios rozaran su cuello con la familiaridad de quien ya había reclamado su lugar. No era un beso cargado de amor, sino de deseo y control.

—Tu boca sabe a que tuviste sexo —murmuró ella con una peligrosa sonrisa, sus ojos carmesí destellando entre la penumbra—. Dime, mi amor… ¿cuándo me lo harás a mí?

Sarah.

Sarah, la mujer que había marcado el inicio de su despertar. La mujer con la que había compartido su primera vez, con la que había explorado su propia naturaleza sin restricciones. Había sido suya desde hacía cuatro meses, pero había veces en las que sentía que, en realidad, él le pertenecía a ella.

Su cabello rojo caía en cascada por su espalda, enmarcando un rostro de belleza afilada, seductora, con labios diseñados para el pecado y ojos que parecían leer su alma. Su piel era de una palidez impoluta, casi irreal, un contraste perfecto con sus orbes rojizos. Su cuerpo, voluptuoso y rebosante de feminidad, estaba envuelto en encajes finos y telas que abrazaban cada una de sus curvas con descaro. Un corsé negro resaltaba su estrecha cintura, mientras una bata ligera de color escarlata dejaba apenas lo suficiente a la imaginación.

Era la personificación de la tentación. Y lo sabía.

Iván la sujetó con fuerza por la cintura y la empujó suavemente contra la pared, atrapándola entre su cuerpo y la fría superficie de piedra. Sentía el calor de ella filtrándose a través de la delgada tela de su camisa. Su aroma, una mezcla de especias y algo más dulce, lo envolvió como un veneno adictivo.

—Te extrañé, cariño —susurró Sarah contra sus labios, sin llegar a besarlo—. No sabes cómo tuve que distraerme con Seraphina y Kalisha en tu ausencia… ni siquiera la dulce y corrompible Adeline pudo llenar el vacío que dejaste.

Iván sonrió de lado. Oh, Sarah. Siempre jugando, siempre probándolo. Siempre midiendo cuánta cuerda podía darle antes de que él se diera cuenta de que, de alguna forma, terminaba bailando a su ritmo.

—Te recompensaré —dijo él, deslizando una mano hacia su trasero, amasándolo con posesión, sintiendo la cálida y firme carne bajo su agarre. Sarah no se quejó. Al contrario, arqueó la espalda apenas perceptiblemente, presionándose más contra él, dejándole saber sin palabras que disfrutaba el contacto tanto como él.

Iván disfrutó del leve estremecimiento que recorrió su cuerpo, un pequeño temblor apenas perceptible que delataba que, a pesar de su aparente control, ella tampoco era inmune a su toque.

—Pero después —añadió, apretando con más fuerza antes de apartarse, dejándola con la promesa colgando en el aire.

Sarah hizo un puchero fingido, esos labios suyos tan llenos y provocativos curvándose con falsa inocencia. Pero en sus ojos brillaba algo más: una chispa de triunfo y satisfacción. Sabía que lo tenía atrapado en su red, y le gustaba.

Ella siempre sabía cuándo presionar y cuándo retirarse. Por eso, aunque él tenía el control, había momentos en los que se preguntaba quién dominaba realmente a quién.

—Bien. Recuerda que tienes que reclamar tu "premio" —dijo ella con un tono perezoso, como si aquello no fuera más que un juego en el que ambos participaban con gusto. Se inclinó hacia él y le dejó un beso en los labios, uno breve pero lo suficientemente profundo como para hacerle desear más.

Luego se apartó con elegancia, acomodándose su bata ligera y girándose para salir. Antes de cruzar la puerta, le lanzó una última mirada sobre el hombro, una mirada que era una mezcla de burla y promesa.

—Voy a controlar a tu nueva mujer. Ya sabes… tengo que cuidar a mi hombre.

Y con eso, desapareció.

Iván suspiró. Sarah podía ser un problema a veces, pero sabía que su lealtad era real. Hasta cierto punto.

Pero no tenía tiempo para preocuparse por eso ahora. Tenía un último asunto que resolver antes de volver a casa.

Salió de sus habitaciones y se dirigió a la sala donde lo esperaban. Allí estaba Zadric, uno de los comandantes de los Legionarios de las Sombras. No llevaba su habitual y pesada armadura negra, solo una túnica oscura y sobria que aún le daba un aire de peligro. A su lado, en pie y con el cuerpo tenso como una cuerda de arco, estaba Wacian, el Centinela de Hierro.

Iván lo estudió en silencio por un momento.

Wacian era un hombre grande, de hombros anchos y músculos curtidos. Su cabello negro caía hasta sus hombros en mechones desordenados, y una barba bien cuidada enmarcaba su rostro severo. Sus ojos, oscuros como el hierro bruñido, reflejaban la resignación de un hombre que sabía que su destino estaba en manos de otro.

Un hombre leal. Un hombre que, en otras circunstancias, Iván habría reclutado sin dudarlo.

Pero había un problema.

Él sabía.

Sabía lo que había pasado con Lord Gareth. Lo había visto con sus propios ojos.

Zadric le había informado de ello. Wacian había sido testigo de la muerte de Gareth a manos del comandante de los Legionarios de las Sombras. Había visto la verdad con sus propios ojos y, sin embargo, había mantenido la boca cerrada.

Por ahora.

Iván cruzó los brazos sobre su pecho y lo miró fijamente.

—Su gracia —dijo Wacian, inclinándose apenas, con la voz firme pero tensa.

Había nervios en sus ojos. Sabía que su vida pendía de un hilo.

—Levántate —ordenó Iván con voz firme.

Wacian obedeció, enderezándose lentamente.

—No me voy a extender —continuó Iván—. No te quiero muerto ni tengo intenciones de matarte.

Wacian parpadeó, sorprendido.

El aire en la habitación se volvió denso, casi sofocante. Iván mantenía la mirada fija en Wacian, midiendo cada uno de sus gestos, cada matiz en su expresión. Sabía que el hombre era leal y, sobre todo, inteligente. Pero confiar únicamente en eso era una espada de doble filo. La lealtad podía cambiar, la inteligencia podía ser usada en su contra, y él no podía darse el lujo de permitir incertidumbre en su futuro.

El centinela tragó saliva, sintiendo la presión de la mirada del joven heredero sobre él. El silencio se prolongó por varios segundos, lo suficiente como para que la tensión se volviera insoportable.

—Sin embargo… —Iván rompió el silencio, inclinándose levemente hacia él, su tono de voz gélido pero mesurado—. Voy a recompensarte.

Wacian frunció el ceño, la confusión reflejada en su rostro.

—¿Recompensarme…?

—Sí —continuó Iván con calma, observando cada pequeña reacción en el hombre—. Esta ciudad y sus alrededores serán tuyos. Serás el gobernador.

La sorpresa cruzó el rostro curtido de Wacian como un relámpago. Sus labios se entreabrieron, pero ninguna palabra salió de ellos.

—Mandaré administradores, consejeros y toda esa mierda para que te ayuden a gobernar —prosiguió Iván con voz firme—. Aprenderás cómo funciona todo, cómo administrar el territorio, la gente, los recursos. Pero hay algo más importante que debes entender.

Hizo una pausa.

Luego, inclinándose apenas un poco más, su voz descendió a un susurro afilado como el filo de una daga.

—Esta ciudad me será leal.

Wacian se tensó. Lo comprendió de inmediato. No era una oferta. Era una sentencia.

El hombre tragó saliva nuevamente, sus manos se cerraron en puños y por un instante, Iván pudo ver la lucha interna en sus ojos. El deber, la lealtad… y el instinto de supervivencia.

—Su gracia, yo… —intentó decir, la voz levemente temblorosa—. Solo soy un hombre del pueblo, un miliciano. No tengo la capacidad para…

Iván levantó una mano, interrumpiéndolo de manera casi amable.

—Por eso te daré esos consejeros, esos administradores. No espero que gobiernes solo, pero sí espero que aprendas. Necesito gente que me deba su poder, hombres que recuerden quién les dio su oportunidad.

Wacian respiró hondo. Sabía que no tenía opción. Podía ver con claridad lo que Iván estaba construyendo: una red de vasallos leales, hombres que no pertenecían a la vieja nobleza, sino a él. Hombres cuya lealtad no estaba en sus apellidos, sino en la mano que los levantó.

No había alternativa.

Y además, Iván era el futuro del ducado.

El heredero legítimo.

Aliarse con él no solo le garantizaba su vida, sino también un lugar en lo que vendría después.

—Lo entiendo, su gracia —dijo finalmente, inclinando la cabeza en señal de aceptación—. Zusian le pertenece a los Erenford, y yo le pertenezco a usted.

Iván sonrió de lado.

Así era como debía ser.

Ese día, Iván dejó Santorach, llevándose a Ilena consigo. La joven, aún envuelta en la incertidumbre de su nuevo destino, no pronunció muchas palabras durante el viaje. Parecía sumida en sus pensamientos, tratando de comprender lo que le esperaba al lado de un hombre al que apenas conocía y cuya verdadera naturaleza aún no lograba descifrar.

Pero para Iván, lo importante ya estaba hecho. Santorach estaba asegurada. Había plantado la semilla de su dominio en una de las ciudades más importantes del norte, y su control sobre ella se afianzaría con el tiempo. Wacian, a pesar de sus dudas iniciales, aprendería a gobernar. Y si no lo hacía, Iván encontraría a alguien más que sí pudiera.

El camino de regreso a casa no fue un simple viaje. Iván no tenía la intención de simplemente atravesar las ciudades y pueblos que ya había visitado, sino de asegurarse de que todo estuviera en orden.

Las aldeas y villas que eran leales recibieron su bendición. No necesitaban cambios ni castigos, pues ya sabían a quién debían su futuro. A esos lugares les bastó con ver su estandarte ondear para reafirmar su posición.

Pero los pueblos en los que tenía sospechas, donde los rumores de descontento o dudas sobre su liderazgo persistían, fueron puestos a prueba. En cada uno de esos asentamientos, Iván evaluó a sus líderes, observó su administración y, si encontraba debilidades o deslealtad, cambiaba el gobierno sin dudarlo. Los incompetentes fueron reemplazados por hombres más capaces, más astutos y, sobre todo, más leales. Aquellos que demostraron vacilación fueron forzados a jurarle fidelidad bajo términos más estrictos.

Sin embargo, no todo el norte estaba dispuesto a someterse tan fácilmente.

Hubo ciudades y señores que, a pesar de sus advertencias previas, aún se aferraban a sus viejas alianzas y lealtades. No importaba que Zusian perteneciera a los Erenford por derecho; ellos todavía soñaban con un pasado donde el poder se repartía entre clanes y casas que solo se sostenían por costumbre y tradición.

A esos, Iván no les concedió una segunda oportunidad.

Los que se atrevieron a desafiar su autoridad fueron silenciados sin piedad. Algunos desaparecieron en la noche sin dejar rastro, reemplazados por nuevos líderes más… comprensivos. Otros recibieron visitas de sus legionarios, quienes se aseguraron de que los enemigos del futuro nunca llegaran a ver el amanecer.

Para cuando Iván se acercaba a casa, el norte y algunos lugares del centro ya no era el mismo. Había cambiado gobernadores, purgado traidores y fortalecido la lealtad de sus futuros dominios. No había necesidad de discursos ni de promesas vacías: la gente entendía que el mundo estaba cambiando, y que solo aquellos que aceptaran ese cambio tendrían un lugar en él.

Cuando finalmente las murallas de su hogar se alzaron ante él, Iván sonrió.