LXX

Ulfric inhaló profundamente, dejando que el aire frío del norte de Zusian llenara sus pulmones. Habían pasado por las montañas de Karador, atravesando los picos imponentes donde el viento azotaba con fiereza y en los puntos mas altos el hielo cubría las rocas como una segunda piel. Era un paisaje duro, implacable, pero para Ulfric no era más que una pálida imitación de su hogar.

El frío del norte de Zusian no era el verdadero frío. Le resultaba casi cómico ver a los legionarios zusianos envueltos en gruesas capas de pieles, con guantes forrados y botas reforzadas, quejándose del viento cortante y de la nieve que cubría los senderos de las montañas. Para ellos, esto era invierno. Para Ulfric, esto no era nada. En Norvadia, su tierra natal, los inviernos podían quebrar el acero y apagar el fuego de una fragua.

Norvadia. A pesar de los años, seguía tan vívida en su mente como el día en que partió.

Era una tierra de extremos, donde los veranos eran breves y apenas un respiro entre las heladas eternas. En los pocos meses en que la nieve cedía su dominio, la vida florecía con una intensidad brutal. Se sembraban los campos con la desesperación de quien sabe que no hay margen para el error; cada grano de trigo contaba, cada cosecha decidía quién sobreviviría al próximo invierno. En ese corto lapso, las mujeres daban a luz a los hijos concebidos en el frío, aquellos que nacerían lo suficientemente fuertes como para resistir el hambre y las fiebres que se llevaban a los débiles antes de la siguiente primavera.

El verano también era el tiempo de la guerra. Los clanes emergían de sus fortalezas de piedra y madera para luchar por el control de los valles, los ríos y los fértiles prados donde los caballos podían pastar. Era una danza de sangre y ambición, un ciclo incesante de alianzas quebradas, traiciones y venganzas. Los principados y zaratos expandían sus dominios, devorando a los clanes menores, hasta que otro más fuerte los devoraba a ellos. Nadie estaba a salvo. Nadie podía confiar en la paz.

Recordaba el viento de su hogar, un viento tan frío y afilado que podía cortar la piel expuesta y hacer sangrar los labios en cuestión de minutos. El agua de los lagos, tan cristalina que reflejaba el cielo con un azul imposible, pero tan gélida que sumergirse en ella sin preparación significaba la muerte. La nieve, que podía llegar hasta las rodillas y convertir un viaje de un día en una trampa mortal si se desataba una ventisca. Y sobre todo, el olor de Norvadia.

Olor a batalla. Olor a sangre derramada sobre la escarcha.

Ese era el aroma de su infancia, el perfume de los campos donde los guerreros caían y sus cadáveres se congelaban antes de que los carroñeros pudieran devorarlos. Porque en Norvadia, la guerra no era un evento extraordinario. Era la esencia misma de la existencia.

Un continente de guerreros.

El débil siempre era aplastado por el fuerte. Los tronos eran tomados con la espada, mantenidos con el acero y la astucia, y perdidos en un instante de descuido. La brutalidad era la única ley que todos respetaban.

Habían pasado ocho años desde que Ulfric dejó su hogar. Ocho años desde que fue expulsado de su clan, despojado de su nombre y de su derecho a luchar bajo el estandarte de su sangre. Pero aún lo recordaba todo con una claridad hiriente.

Norvadia dejó de ser su hogar hacía mucho tiempo. Ahora su hogar era Auroria y su lealtad le pertenecía a la casa Erenford y, con ello, al ducado de Zusian. Aunque en el fondo, sabía que jamás dejaría de ser un norvadiano. Su sangre lo recordaba, su espíritu lo gritaba en cada batalla.

Pero ahora tenía otro propósito.

Él, un exiliado, había recibido el privilegio de instruir a Iván Erenford, el heredero de la casa que un día dejaría de ser solo un ducado para convertirse en un principado. Un muchacho que, si el Padre del Todo y la Madre de la Vida lo permitían, se convertiría en algo más grande que cualquier señor de Zusian antes que él e incluso de todo el contiente.

Porque Ulfric veía en Iván algo que pocos podían percibir. Algo en la forma en que el chico se movía, en la frialdad de su mirada, en la dureza de su espíritu. Sus cabellos platinados brillaban como la nieve eterna de Norvadia, pero eran sus ojos los que lo delataban.

Eran fríos. Fríos como la noche en los páramos del norte. Fríos como las aguas de los lagos congelados. Fríos como la muerte misma.

Ni el peor invierno de Norvadia podía compararse a la mirada de ese muchacho cuando se ponia serio.

Los norvadianos no veneraban a los dioses Nofos de Auroria. No adoraban a los innumerables espíritus y dioses que en otras tierras regían los ciclos de la vida y la muerte. Para ellos, solo existían dos entidades supremas: el Padre del Todo y la Madre de la Vida.

El Padre del Todo era el juez implacable, el que dictaba el destino de los hombres con mano de hierro. Él era quien entregaba la fuerza a los guerreros, quien decidía qué linajes florecían y cuáles se extinguían. No concedía misericordia ni perdón. Solo honraba a los fuertes y despreciaba a los débiles.

La Madre de la Vida era su contraparte, no menos severa, pero diferente en su propósito. Ella era quien tejía los hilos del nacimiento, quien daba la fertilidad a la tierra y a las mujeres, quien protegía a los niños hasta que fueran lo suficientemente fuertes para sostener una espada. Pero no era una diosa benévola. Si el Padre del Todo era el juez, la Madre de la Vida era la que entregaba el veredicto. Si una criatura nacía débil, no sobreviviría bajo su mirada.

Así era la fe en Norvadia. Cruel. Despiadada. Y por ello, perfecta para un pueblo de guerreros.

Ulfric había dejado su tierra atrás, pero nunca abandonó la fe en el Padre del Todo ni en la Madre de la Vida. Y al observar a Iván, no podía evitar preguntarse qué juicio recibiría el muchacho.

Si el Padre del Todo lo consideraba digno, entonces Zusian no solo se convertiría en un principado. Se volvería un reino.

Y si era aún más grande que eso…

Tal vez un imperio.

Como fuese, incluso si el chico era maldecido por las deidades de su pueblo o por las de otro, él no lo abandonaría. Lo protegería de cualquier maldición, lo resguardaría de la muerte misma, sin importar que ello significara sacrificar su gloria eterna o su propia vida.

Quería a Iván como a un hijo, y el chico lo quería a él como a un padre. Nunca lo dirían en voz alta, nunca lo admitirían frente a otros, pero ambos lo sabían. Lo entendían en las miradas silenciosas que compartían, en la forma en que Iván absorbía cada enseñanza con una seriedad que ningún otro aprendiz demostraba, en la manera en que Ulfric corregía sus errores con paciencia y no con la dureza que solía tener con los demás.

Pero antes de Iván, antes de Auroria, antes de Zusian, Ulfric había sido muchas cosas.

Al principio fue solo un guerrero más en las filas de su clan, los Fjördsverd. Luchaba para defender su villa, para proteger a su gente, armado con lo que el líder del clan le daba: una espada mellada, un escudo con las marcas de viejas batallas, una cota de malla remendada. Así era en Norvadia. No había ejércitos profesionales, solo grupos de combatientes reunidos por obligación o lealtad.

Pero Ulfric no era un guerrero cualquiera. Era un "Pensador".

En Norvadia, la guerra era una tradición, una costumbre. La mayoría luchaba por instinto, sin preocuparse demasiado por la estrategia, confiando en la fuerza bruta y la resistencia sobrehumanas que sus cuerpos curtidos por el invierno les daban. Pero él no. Él entendía el campo de batalla como un tablero de piezas en movimiento, veía los patrones en el caos, anticipaba los ataques antes de que sus enemigos los ejecutaran.

Por eso ascendió.

De soldado, pasó a campeón del clan, combatiendo en duelos para defender el honor de su pueblo y asegurar su dominio sobre sus enemigos. Luego, se convirtió en la mano izquierda del líder de los Fjördsverd, el temible caudillo Sigvard "el Aullido de Hierro", un hombre cuya reputación era temida incluso en una tierra donde todos eran asesinos y carniceros. A él le debía su posición, pues fue Sigvard quien le dio su título de "Pensador", el reconocimiento más alto que podía recibir un estratega en Norvadia.

Bajo su mando, Ulfric lideró ejércitos en batallas sangrientas, asegurando victorias no solo con el filo de su hacha, sino con la precisión de sus planes. Pronto su fama se extendió a los clanes vecinos. Era joven, fuerte, inteligente. Se decía que ningún enemigo podía engañarlo en combate, que podía prever los movimientos de sus rivales como si el Padre del Todo le susurrara sus secretos al oído.

Su gloria alcanzó su punto más alto cuando se convirtió en candidato para desposar a la hija de Sigvard, lo que lo habría hecho el heredero legítimo del clan. Pero los dioses, crueles como siempre, no permitieron que la fortuna lo acompañara por mucho tiempo.

La guerra contra el Zarato de Volgrad fue su caída.

No fue su error. No fue su falta de habilidad. Pero la derrota cayó sobre él como una losa de hielo. Miles de guerreros fjördsverd fueron masacrados cuando el ejército del Zar Nikolai IV los emboscó en los acantilados de Vardenskald. La batalla duró días, y cuando terminó, Ulfric estaba de rodillas, con la sangre de sus hombres empapando la nieve a su alrededor.

No hubo juicio. No hubo perdón. La derrota era una deshonra imperdonable. Sigvard le arrancó su título, lo despojó de su derecho a portar el estandarte de su clan y lo condenó al exilio.

Ningún otro clan lo aceptó. Era un paria. Un hombre sin tierra ni nombre.

Así que tomó un barco y partió.

Llegó a Auroria sin más que su armadura gastada, su hacha y su rabia.

Auroria no era Norvadia, pero su violencia era igual de despiadada. Si en su tierra la guerra era un constante juego de clanes y principados, en Auroria los conflictos eran más organizados, más calculados. No eran simples guerreros luchando por sobrevivir; aquí había ejércitos profesionales, comandantes con años de experiencia, estrategas que planificaban batallas con precisión matemática.

Se convirtió en mercenario.

Luchó en los conflictos del condado de Floonsla contra el vizcondado de Cicklaiw. Peleó en el marquesado de Glairvowl contra el principado de Floowfars. Recorrió los campos de batalla de toda la región, empapando su hacha en la sangre de miles de hombres, sobreviviendo en una guerra tras otra.

Finalmente, llegó a Hallbrück cuando escuchó los rumores.

Zusian, el gran ducado que se alzaba como una potencia en el oeste de Auroria, había abierto una convocatoria. Buscaban soldados veteranos sin importar su origen, su cuna o su pasado. Prometían riqueza, poder y un propósito.

Ulfric vio su oportunidad.

No aspiraba a nada más que un lugar entre los Legionarios de las Sombras, los infames guerreros de la casa Erenford, hombres entrenados para luchar hasta la muerte sin vacilar. Los zusianos eran temidos incluso entre los norvadianos. Eran disciplinados, brutales, guerreros sin igual. No luchaban por el honor ni por la gloria, sino por la supervivencia. Cada soldado zusiano se llevaba a su asesino con él antes de caer.

Participó en las pruebas de selección. Ganó cada una de ellas.

Y entonces, algo inesperado sucedió.

El comandante Antoni Morozov, un hombre astuto y de mirada siempre analítica, lo eligió para una tarea que jamás habría imaginado: convertirse en el mentor del joven heredero de la casa Erenford.

Fue un giro del destino que lo marcó para siempre.

Nunca pensó que algo pudiera devolverle la vida. Nunca imaginó que encontraría un propósito mayor que la guerra. Pero entonces conoció a Iván.

El chico no era el guerrero más fuerte, no aún. Su constitución era delgada, más refinada que la de un soldado endurecido por la batalla, pero había algo en él que lo hacía destacar sobre los demás. Un intelecto afilado como una espada recién forjada, una mente que absorbía el conocimiento como un abismo sin fondo. No tenía límites, no tenía miedo al aprendizaje, ni a la disciplina, ni a las lecciones duras que Ulfric le imponía.

La gente decía que su potencial provenía de su linaje, de la sangre de su padre, el duque Kenneth Erenford, conocido como "El Lobo Sangriento". En Zusian, los súbditos adoraban al duque, y aquellos que reconocían la grandeza en Iván atribuían su talento a la herencia de aquel hombre que infundía temor y respeto por igual. Muchos afirmaban, casi con fervor, que el chico estaba destinado a superar a su padre, a convertirse en un gobernante aún más astuto y despiadado. Pero Ulfric no lo creía.

Iván no brillaba por la sombra de su padre. Brillaba por sí mismo. No por la sangre de un padre muerto o la bendiciones de algún dios, era por sí mismo y siempre sería así.

Y desde el principio, su relación con él fue diferente. Ulfric, curtido en la guerra y la brutalidad de Norvadia, esperaba encontrarse con otro niño mimado, con un heredero arrogante e incapaz de soportar la dureza de un entrenamiento real. Pero Iván no se quejaba. No remilgaba. No ponía excusas ni buscaba formas de evadir sus responsabilidades. Aprendía con dedicación, con seriedad, con una madurez que no se veía en otros jóvenes de su edad. Practicaba hasta el agotamiento, repetía cada movimiento hasta que era perfecto, aceptaba las órdenes con una determinación implacable.

Era inevitable que se hicieran amigos. Y más aún, que su relación se volviera algo más profundo.

Ulfric jamás se habría imaginado llamando a alguien "hijo" después de haber perdido su hogar y su linaje. Pero Iván era diferente. El muchacho, pese a su educación refinada y su linaje noble, tenía una naturaleza que no encajaba del todo en la cortes en Aurolia. En muchas formas, era más similar a un guerrero norvadiano que a un príncipe auroriano. Su espíritu era fuerte, y su mente, aún más.

Eso no significaba que fuera perfecto. Iván, como cualquier joven de su edad, tenía momentos de sarcasmo, de testarudez, de desafío. Se permitía ser mordaz cuando la situación lo permitía, y a veces se quejaba en privado, aunque nunca en el campo de batalla o durante los entrenamientos. Aún tenía fuego en su interior, aún tenía la energía vibrante de la juventud.

Y tenía belleza.

Era un hecho innegable, aunque pocos se atrevían a mencionarlo en su presencia. Su piel pálida, sus ojos de un azul tan gélido que parecían contener el invierno mismo, su cabello platinado que caía con una suavidad casi irreal… en Norvadia, Ulfric había conocido a muchas mujeres hermosas, pero pocas podían compararse a la delicada y etérea apariencia del joven heredero. Su atractivo era peligroso, no porque Iván lo usara con intenciones frívolas, sino porque las personas a su alrededor eran conscientes de ello. Y en un mundo donde el poder lo era todo, la belleza podía ser tanto un arma como una maldición.

Pero no era por su aspecto que Ulfric lo apreciaba. No. Iván le había demostrado su valía con hechos.

Durante la guerra que había librado, el muchacho probó que tenía todo lo necesario para convertirse en un gran general, en un conquistador. Su mente estratégica, su capacidad de análisis, su disposición a tomar decisiones difíciles… todo indicaba que estaba destinado a la grandeza.

Y, sin embargo, algo lo preocupaba.

Había notado el cambio en su mirada.

Al principio, los ojos de Iván eran como los de cualquier joven talentoso: afilados, llenos de determinación y ambición. Pero últimamente, esa frialdad se estaba volviendo permanente. Cada vez menos rastros de humanidad quedaban en esos ojos helados.

Era joven. Pero había visto demasiado.

Masacres, traiciones, la brutalidad de la guerra sin filtros ni justificaciones. Tal vez eso lo estaba cambiando. Quizá estaba comenzando a ver el mundo de la misma manera que los verdaderos conquistadores lo hacían: no como un cúmulo de individuos, sino como un tablero donde las piezas debían moverse, sacrificarse y destruirse para lograr un objetivo mayor.

Ulfric no dejaría que cayera en ese pozo.

No permitiría que Iván se convirtiera en alguien que viera el mundo como un todo homogéneo, donde la moralidad no existía y solo importaban el poder y la estrategia. Nada era completamente blanco, ni negro, ni gris. La vida era más que guerra y conquista, aunque su gente, los norvadianos, rara vez lo aceptaran.

Guiando su caballo moteado, se acercó al corcel negro del joven heredero. Sin decir una palabra, extendió una mano y revolvió el cabello plateado de Iván con la rudeza de un gesto fraternal.

El chico parpadeó, como si despertara de un trance, y dirigió su mirada hacia él.

—¿Eh? Ah… ¿qué pasa, Ulfric? —preguntó con voz cansada, pero con un dejo de curiosidad.

El pelirrojo lo observó en silencio durante un instante. El viento helado del norte de Zusian soplaba entre ellos, levantando polvo y hojas secas, agitando el cabello carmesí de Ulfric y despeinando un poco el platinado y algo largo de Iván. El muchacho entrecerró los ojos por el frío, mientras el peso del viaje y la guerra aún reposaban sobre sus hombros. A lo lejos, los estandartes de la Casa Erenford ondeaban bajo el cielo gris. El lobo dorado en campo negro con detalles escarlata se alzaba imponente en los miles de estandartes que portaban los legionarios de hierro y del duque. Cada uno de esos pendones era testigo de la sangre derramada y de la victoria obtenida, una que no todos vivirían para celebrar.

Ulfric resopló, encogiéndose levemente en su montura para protegerse del viento cortante.

—Hablemos un rato. Hace tiempo que las buenas canciones de los hombres se acabaron —dijo con una sonrisa, aunque su tono tenía un peso inconfundible.

Iván frunció ligeramente el ceño, desconcertado.

—¿En serio? Habla con alguien más, estoy pensando —respondió sin apartar la vista del horizonte, con la mirada ausente, sumergido en sus propios pensamientos.

Ulfric miró más allá, hacia el vasto mundo que se extendía ante ellos. Los grandes árboles y las llanuras verdes comenzaban a mostrarse con más frecuencia, interrumpiendo por montañas y algunas colinas. Se avecinaban las tierras altas norteñas, un paraje aún salvaje, donde la naturaleza se imponía sobre las cicatrices que dejaban los que habitaban esa tierra. El viento olía a tierra húmeda y a hojas marchitas. Zusian tenía su encanto, aunque solo aquellos que sabían mirar más allá de la brutalidad podían apreciarlo.

—Dime cómo te sientes —dijo Ulfric de pronto, sin rodeos.

Iván guardó silencio. Por primera vez en mucho tiempo, no tuvo una respuesta rápida, ni una broma sarcástica, ni un comentario afilado que soltara sin pensar.

—¿A qué te refieres? —preguntó con el ceño aún más fruncido, volviendo la vista hacia él.

Ulfric lo miró de reojo, midiendo sus palabras.

—Bueno, una vez me preguntaste cómo fue mi primera batalla, pero nunca cómo fue mi primera guerra. Ahora dime cómo te sientes tú. Acabas de ganar. Una batalla que, a los ojos de muchos, estaba destinada al fracaso. Stirba y Zanzíbar te superaban en número, pero diste con un plan brillante y ahora vuelves como un héroe. Como alguien cuyo nombre empezará a resonar en todas las cortes. Y sin embargo, no te ves feliz. Ni tranquilo. Ni victorioso. Te ves… perdido.

Iván suspiró, sus labios se apretaron en una línea tensa antes de hablar.

—No sé. Siento muchas cosas, pero, sobre todo, me siento… extraño. Muchos murieron. Algunos eran conocidos míos. Yori murió por mi culpa —su voz se endureció en ese punto, pero continuó—. Pero al mismo tiempo… siento una especie de adrenalina en alguna parte de mí. Gané. Perdí batallas dentro de la guerra, pero al final… la gané. Dioses, es mi primera guerra y la gané. Y eso me hace sentir… no sé… muchas cosas. Es demasiado lo que tengo en mi cabeza ahora. Y una parte de mí me odia por pensar que a veces somos unos idiotas por pelear, por matarnos, pero esa misma idiotez me dio momentos en los que, de verdad, me sentí… exaltado... vivo... 

Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo aún más. Sus ojos, afilados como dagas de hielo, se perdieron en la lejanía mientras su mente revivía los instantes más brutales de la campaña.

—Cuando todo parecía perdido, cuando la situación estaba en su punto más crítico, logré darle la vuelta. Gané la batalla en los pasos Eldrakar contra tropas de élite, contra hombres con más experiencia que yo. Peleé contra cuatro generales veteranos de dos ducados distintos y los derroté. Tuve duelos y los gané. Luché contra Maximiliano, duque de Stirba, y salí victorioso. Comandé a millones contra millones… y prevalecí. Incluso planeé estrategias para las guerras futuras y ejecuté movimientos que asegurarán la victoria en las siguientes décadas. Y, aún así…

Guardó silencio un momento, su mandíbula tensa.

—Aún así, me siento vacío y al mismo tiempo compelto, realizado. Me siento bien y mal al mismo tiempo. No sé si debería estar feliz o si debería estar asqueado. Y, en lo más profundo, siento que ya no importa.

Ulfric lo miró con calma. Conocía bien esa sensación.

—Te diré algo —comenzó con voz firme, sin adornos, sin mentiras—. Nos gusta la adrenalina porque la victoria solo es satisfactoria cuando detrás viene mucho sufrimiento. Por eso a muchos seres pensantes nos gusta la guerra. La batalla. La sensación de superioridad.

Iván lo miró de reojo, su rostro inmutable, pero en su mirada había una chispa de reconocimiento.

—Esa es la naturaleza de los que nacemos para esto —continuó Ulfric, girando su montura un poco para encararlo mejor—. No importa cuánto trates de resistirte, ni cuánto te cuestiones. La guerra es una bestia que se arrastra bajo la piel y se aferra a tu alma. No solo peleamos por la gloria, ni por la estrategia, ni por los reinos. Peleamos porque la lucha nos da algo que nada más nos da. Un propósito.

Iván alzó una ceja, su expresión reflejaba una mezcla de curiosidad y escepticismo.

—¿Entonces todo esto es una guía o un sermón? Porque, hasta ahora, no me has ayudado a entenderme a mí mismo —dijo finalmente, su tono era plano, pero había un trasfondo de cansancio en sus palabras.

Ulfric rió, pero fue una risa seca, carente de verdadera diversión. Era el sonido de alguien que había caminado por el mismo sendero que Iván y conocía demasiado bien las preguntas sin respuesta que atormentaban a los jóvenes guerreros después de su primera gran guerra.

—Depende de cómo lo veas, chico. Solo te estoy diciendo que, para algunos, la guerra es una condena. Para otros, es la única verdad —respondió, girando ligeramente su montura para verlo mejor—. No intento darte una guía para algo que no tiene respuesta. Te digo que no eres el único que se siente así. Muchos, casi todos, lo hacen. La guerra deja su marca en todo aquel que la toca. El fuego que sientes al pelear, la furia que te impulsa a aplastar al enemigo, la euforia de prevalecer sobre millones de guerreros… Todo eso se queda contigo. Y lo sabes. Porque no fue suerte ni destino lo que te trajo hasta aquí. No fue una casualidad. Fuiste tú. Tú sobreviviste.

Iván cerró los ojos por un instante. Dejó que el viento helado del norte lo golpeara, como si esperara que el frío arrastrara con él sus pensamientos, pero estos permanecieron inamovibles, anclados a su mente como las cicatrices en su cuerpo. El eco de la batalla aún resonaba en su cabeza: el choque del acero, el entrechocar de los escudos, los gritos de los hombres al caer, la sangre empapando la tierra, el hedor de la muerte mezclado con la pólvora y el sudor. Era un torbellino de imágenes y sensaciones, caótico y embriagador.

—¿Soy un monstruo si te digo que quiero volver a sentir eso? —susurró, su voz apenas audible contra el viento que rugía a su alrededor. Su mano se aferró con más fuerza a las riendas de su caballo, sus nudillos palideciendo por la presión—. ¿La victoria? Porque siempre he sentido que soy dos personas. Una que aún duda, una que siente una… una especie de culpa, de nervios, que se pregunta si realmente merezco estar aquí. Si soy digno de lo que heredare, si el lugar donde estoy es realmente mío o solo una casualidad del destino.

Su mandíbula se tensó y sus ojos reflejaron un torbellino de emociones contenidas.

—Pero luego está la otra parte de mí. La que me dice que todo eso es irrelevante. La que me hace desear tenerlo todo. Me gusta la victoria. Me gusta saber que gané. Me gusta sentir que mi ambición no tiene límites. Me gusta la sensación de avanzar sin mirar atrás, de ver cómo todo lo que he planeado se cumple, de sentir que tengo el control absoluto de mi destino.

Hizo una pausa, su mirada clavada en el horizonte, pero sin realmente verlo. El cielo de Zusian se extendía sobre ellos como un mar de nubes grises, espesas y cargadas, como si la tierra aún estuviera atrapada en la resaca de la guerra.

—Ambición… codicia… las tengo —susurró, pero no era una confesión, era una afirmación inquebrantable—. No siento que ardan dentro de mí como una necesidad desesperada. No es hambre, no es ansia… es algo más profundo. Algo que nació en mí. Algo que se ha implantado en cada parte de mi ser, algo que no quiero que me quiten o que se apague. No quiero perder nada de lo que he ganado, ni lo que heredaré.

Las palabras quedaron flotando en el aire, arrastradas por el viento helado. Su voz no temblaba, pero había una intensidad latente en su tono, una resolución implacable que hablaba de la certeza absoluta en su corazón.

—Hay una parte de mí que aún entra en conflicto —continuó—. Pero la otra me dice que deje atrás esa inseguridad. Porque el chico que solía ser ya no existe.

Su mandíbula se tensó, su mirada se endureció como el filo de una espada recién afilada.

—Ya no soy el niño que dudaba, que temía, que se preguntaba si algún día seria digno de la oportunidad con la que nací. Ahora soy Iván Erenford. Y el Iván Erenford de ahora no ascenderá como un simple duque.

Alzó la vista y la dureza en sus ojos era inconfundible, el frío reflejo de una voluntad inquebrantable.

—Voy a ascender como príncipe. No, como algo más… Como el legítimo heredero de una casa poderosa, con una sangre pura que ha perdurado a través de generaciones y un territorio que jamás ha caído. Y no voy a detenerme aquí, no solo voy a mantener mi poder, lo expandere como ningún rey Erenford antes. No me importa qué deba hacer para lograrlo, a quién deba aplastar, qué atrocidades deban marcar mi nombre en la historia. Monstruo, tirano, demonio… pueden llamarme como quieran, siempre y cuando conserve lo que deseo. Si debo bañar mis manos en sangre para alcanzar mi felicidad egoísta, lo haré sin dudar.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, tan frías y afiladas como el viento que los envolvía. La declaración no era una simple afirmación. Era un juramento.

Se hizo un breve silencio entre ambos. El sonido del viento silbando entre los árboles y el lejano murmullo del ejército rompiendo el campamento fue lo único que llenó el espacio entre sus palabras. Iván mantuvo la mirada fija en Ulfric, esperando su reacción.

—Así que dime, Ulfric… —susurró, su voz baja pero cargada de intensidad—. ¿Soy un monstruo?

Sus dedos se crisparon ligeramente en las riendas de su caballo. Sus ojos afilados como el acero de una daga al amanecer, se clavaron en los de su mentor.

—Porque entre tú y mi madre son las únicas personas a las que en verdad quiero enorgullecer.

Por un instante, Ulfric no respondió. Solo lo observó con la paciencia de un guerrero veterano que ha visto a muchos jóvenes perderse en su propio reflejo. Luego, con un suspiro, hizo avanzar su caballo hasta quedar a su lado y, con un gesto casi paternal, revolvió el cabello platinado del muchacho.

—Nunca serás un monstruo a mis ojos, Iván —dijo con una firmeza inquebrantable—. Y la duquesa Alba nunca verá a su hijo como un monstruo.

Los ojos de Iván brillaron con una emoción difícil de descifrar. No era alivio, ni gratitud, ni duda. Era algo más profundo, más arraigado. Algo que llevaba en su sangre.

—Incluso si cometes errores —continuó Ulfric, su voz pesada con la carga de su propia experiencia—. Incluso si esos errores son graves. Nunca te veré como un monstruo.

El viento sopló con fuerza, moviendo los estandartes de la casa Erenford que ondeaban en la distancia, y el sonido de los tambores de guerra que anunciaban el nuevo amanecer resonó en el horizonte.

—Y nunca lo haré —sentenció Ulfric—. No hay un "pero", porque no eres un monstruo.

Iván mantuvo la mirada en él por unos segundos más antes de desviar la vista hacia el horizonte. El viento sopló con fuerza, sacudiendo su cabello platinado y azotando su capa con furia. Sus ojos se entrecerraron ligeramente, observando el vasto paisaje que se extendía ante ellos: colinas cubiertas por la escarcha del alba, senderos polvorientos marcados por las huellas de los ejércitos, y más allá, la silueta de su estandarte ondeando entre las filas de soldados que desmontaban campamentos.

Por un instante, en su mirada se reflejó algo más grande que la guerra misma. Algo que aún no tenía nombre. Algo que ardía dentro de él, creciendo con cada batalla ganada, con cada enemigo caído, con cada paso que lo acercaba a su destino.

Sintió humedad en su mejilla, y al pasar el dorso de su guante sobre la piel, notó la solitaria lágrima que había escapado sin su permiso. Se la limpió con rapidez, casi con molestia, como si fuera un rastro de debilidad que debía erradicar. Luego, sin decir una palabra más, espoleó a su caballo y se acercó a Ulfric.

El pelirrojo apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir el breve y repentino abrazo de Iván. No fue un gesto torpe ni inseguro, sino una afirmación muda de algo que las palabras no podían expresar. Un reconocimiento. Una súplica silenciosa. Un anhelo de certeza en un mundo donde la guerra devoraba todo.

Pero igual que llegó, el contacto se rompió rápidamente. Iván se apartó, enderezándose sobre la silla de montar, con su expresión recuperando la dureza de había ganado tras la guerra.

—Solo necesitaba saber que no soy un monstruo… —murmuró, su voz baja, casi un susurro llevado por el viento—. Solo necesitaba saber que todo lo que siento no es ajeno.

Su caballo resopló y golpeó el suelo con fuerza, impaciente por moverse. Iván apretó las riendas y miró una última vez a Ulfric.

—Gracias, Ulfric… por favor, nunca me dejes.

El veterano lo observó en silencio, su mirada azulada cargada de algo que ni el propio Iván podía leer. No hubo respuesta inmediata. No era necesario.

Iván espoleó a su caballo con firmeza, alejándose sin voltear. El sonido de los cascos golpeando la tierra se mezcló con los murmullos de los soldados que preparaban la marcha, con los estandartes que crujían al viento, con el peso ineludible de la historia que seguía su curso.

Y en su interior, entre la bruma de pensamientos y emociones, algo se asentó.

No se trataba solo de ser un Erenford.

No se trataba solo de ganar guerras o de reclamar su destino.

Era algo más profundo. Más antiguo.

Algo que, tarde o temprano, el mundo conocería.

Ulfric suspiró con un deje de diversión y dejó escapar una breve carcajada, profunda y llena de ironía. Su vida junto a Iván sin duda sería interesante, digna de canciones y relatos que los bardos narrarían en tabernas y cortes. Observó al joven con detenimiento mientras cabalgaban, notando cómo su postura se había relajado ligeramente, como si aquel peso invisible que lo oprimía momentos antes se hubiera disipado un poco.

Pero Ulfric no era hombre de silencios largos ni de ambientes demasiado serios. Le incomodaban.

—Bien, ahora hablemos de mujeres, mi querido pupilo. Es hora de que te ilumine con mi vasta sabiduría en el arte femenino —soltó con una sonrisa ladina y un tono deliberadamente sugerente.

Iván, que aún se hallaba inmerso en pensamientos más profundos, parpadeó al escucharlo y le dirigió una mirada de incredulidad. Un leve tic apareció en su ojo derecho, incapaz de creer lo que acababa de oír.

—¿En serio? —repitió, como si esperara que Ulfric recapacitara—. Ahora, después de todo lo que te acabo de contar… después de abrirme de esa manera…

Ulfric alzó una mano con impaciencia, interrumpiéndolo sin el menor reparo.

—Ya, ya, no te pongas demasiado serio, muchacho. Te saldrán arrugas antes de tiempo y dejarás de conquistar a tantas jovencitas. Eso sí sería una tragedia.

Iván chasqueó la lengua con fastidio, desviando la mirada.

—Vamos, no me mires así. Es un tema importante. Necesitas aprender, porque a este paso… —Ulfric negó con la cabeza, suspirando con fingida resignación—. Llevas poco tiempo conociendo el placer de la carne y ya pareces un adicto. Solo han pasado cuatro meses desde tu primera vez y ya tienes seis mujeres. Seis, Iván. ¿Eres consciente de lo rápido que eso ha escalado?

Iván sintió un calor incómodo en su rostro, y aunque intentó ignorarlo, su piel lo traicionó con un rubor evidente.

—Yo… —empezó a decir, pero Ulfric no le permitió defenderse.

—Tranquilo, no te voy a juzgar. Pero sí te voy a educar. Te haré un favor y te enseñaré a diferenciar correctamente a las mujeres en tu vida, para que no termines metido en más problemas de los necesarios. Escucha bien, porque me lo vas a agradecer.

Iván entrecerró los ojos con sospecha.

—¿Diferenciar?

—Exactamente. Porque en este juego, muchacho, hay tres tipos de mujeres para un hombre como tú —Ulfric levantó tres dedos con expresión solemne, como si estuviera impartiendo una lección sagrada—. Unas son solo para el placer y el ocio. Otras, por capricho. Y finalmente, están las que realmente te servirán para gobernar.

Iván sintió que algo en su estómago se retorcía.

—No puedo creer que estemos hablando de esto, pero explicate.

Ulfric sonrió con astucia.

—Las primeras son fáciles de identificar. Son aquellas con las que solo buscas satisfacción, distracción, momentos de olvido. No esperes lealtad, no esperes devoción al menos que las enamores e ilusiones. Si no haes eso, entonces solo toma lo que te ofrecen y sigue adelante. Para ti, esas son las tres del prostíbulo en aquel pueblucho donde pasamos tiempo cazando bandidos. ¿Recuerdas?

Iván apartó la mirada, carraspeando con incomodidad. Claro que recordaba.

—Luego están las de capricho. Aquellas que tomas porque puedes, porque representan una conquista, porque simplemente deseas tenerlas. Son lujos efímeros, pero lujos al fin y al cabo. En tu caso, las dos de la ciudad de Varkath.

Iván se removió en la silla de montar. Su sonrojo se había intensificado, y la forma en que Ulfric hablaba con tanta naturalidad sobre sus experiencias lo hacía sentir increíblemente expuesto.

—Y finalmente, la más importante de todas… aquella que te servirá para gobernar. La única que realmente importa a largo plazo.

Hubo un momento de silencio antes de que Ulfric soltara una risa breve y se encogiera de hombros.

—Esa es Sarah.

Iván no pudo evitar fruncir el ceño al escuchar su nombre.

—¿Sarah?

—Sí. Es la única entre todas que tiene verdadero potencial como tu concubina de confianza, alguien que podrá estar a tu lado no solo en el lecho, sino en la política, en los momentos de mayor peso. Las demás… bueno, diviértete con ellas mientras duren, pero no confundas el placer con el propósito.

Iván sintió que el calor en su rostro se intensificaba. ¿Por qué demonios tenía que hablar de esto aquí, ahora, en medio de una marcha? Sus soldados estaban a pocos metros, y aunque la conversación era privada, sentía que cualquiera podría escuchar en cualquier momento.

Se llevó una mano al rostro, intentando ocultar su vergüenza, pero no pudo evitar que un suspiro exasperado escapara de sus labios.

—Vete a la mierda, Ulfric…

El veterano no hizo más que soltar una carcajada, divertida y llena de burla.

—Mira cómo te pones —comentó con un aire relajado, como si estuviera hablando del clima y no de los hábitos íntimos de su pupilo—. Si te avergüenzas tan fácilmente, ¿cómo demonios esperas manejar a un consejo de terratenientes y gobernantes hambrientos de poder?

Iván apretó la mandíbula, desviando la mirada hacia el horizonte, aunque en realidad no estaba viendo nada.

—Eso no tiene nada que ver…

—Tiene todo que ver. No puedes permitir que otros te vean así, Iván. La vergüenza es una debilidad, y las debilidades son armas en manos de quienes saben usarlas.

—Tú no eres mi enemigo, Ulfric.

—No, pero ellos lo serán.

Hubo un silencio momentáneo entre ambos. El sonido de los cascos de los caballos golpeando la tierra húmeda llenaba el aire junto con el murmullo lejano de los soldados marchando detrás de ellos. El viento frío traía consigo el olor de la tierra mojada y la madera quemada de algún campamento en el camino.

Ulfric lo observó de reojo y chasqueó la lengua.

—Deberías agradecerme, muchacho. No todos tienen la fortuna de recibir este tipo de lecciones de un hombre con experiencia.

—Sí, claro, vaya honor —Iván rodó los ojos, aún con el rostro ligeramente encendido.

Ulfric sonrió con satisfacción antes de volver a espolear su caballo para avanzar un poco más.

—Tranquilo, muchacho. Ya crecerás. Aunque, con la velocidad a la que vas, tal vez sea antes de lo que esperas.

—Cállate.

—Como digas.

Hubo otro silencio, pero esta vez fue Iván quien lo rompió.

—Lo que dijiste antes… sobre Sarah.

Ulfric giró la cabeza hacia él con una ceja arqueada.

—¿Qué con ella? —

Iván apretó los labios durante un instante, sin saber bien cómo plantear sus pensamientos.

—¿De verdad crees que ella es la única que vale la pena?

Ulfric resopló, una expresión de burla cruzó su rostro curtido por los años y la batalla.

—¿Acaso tú crees lo contrario?

Iván frunció el ceño, desviando la mirada hacia el horizonte. Su mente divagó, repasando nombres y rostros, recuerdos de noches compartidas y palabras susurradas en la penumbra de una tienda o en las habitaciones de una posada. No todas habían sido iguales. Algunas mujeres solo habían sido un escape momentáneo, un juego para olvidar el peso que cargaba sobre sus hombros. Otras, sin embargo, habían despertado en él algo diferente. Algo que, aunque se negara a admitirlo, no quería perder.

—Me encariñé con Seraphina y Adeline —murmuró al final, casi como si le costara reconocerlo—. Kalisha, Celeste y Bianca fueron más un capricho… Sarah, bueno, fue la primera y me gusta.

Se pasó una mano por el rostro, sintiendo el calor subirle hasta las orejas.

—Mierda… ¿Por qué estoy hablando de esto contigo?

Ulfric soltó una carcajada sonora, llena de diversión y cierto aire de superioridad.

—Porque si no es conmigo, ¿con quién más? No tienes amigos de tu edad, Iván.

Iván gruñó algo ininteligible, y su tono bajo y murmurante solo dejó claro que no tenía respuesta para rebatirlo.

—Cállate.

Ulfric, aún divertido, negó con la cabeza.

—Mira, muchacho. Solo recuerda esto: si es solo placer, mejor hazlas tus amantes, aquellas que sabes que están allí únicamente por el deseo y la diversión. Pero si alguna de ellas puede servir para tu posición, si pueden fortalecer tu reinado o ayudarte a mantener estabilidad, entonces hazlas concubinas.

Iván lo miró de reojo, sin interrumpir.

—Dependiendo de quién sea o sean tus esposas, ese ya es otro asunto —continuó Ulfric con calma—. Pero siempre trata de que confíen en ti, de que haya algo más allá de lo carnal. Si no, podrías terminar rodeado de intrigas, puñales en la oscuridad y, si te descuidas, incluso una guerra civil.

Iván tragó saliva. Sabía que no era una exageración. Las historias de guerras nacidas por enredos amorosos y luchas sucesorias no eran cuentos para asustar niños, eran la realidad de cualquier casa noble con suficiente poder, el mismo había causado una guerra civil con Stirba.

—Puedes tomar a la mujer que quieras —prosiguió Ulfric, su tono ahora más frío, más serio—. Sea por venganza, capricho o lujuria… pero si la vas a conservar, asegúrate de que realmente la quieres y de que ella también te quiere, o al menos te teme y respeta. Asegúrate de encantarla, de atraparla, de hacer que su lealtad hacia ti sea inquebrantable.

Hubo un largo silencio entre los dos, solo roto por el sonido de los cascos de los caballos y el murmullo del viento arrastrando el eco lejano de la marcha del ejército.

Iván inclinó ligeramente la cabeza, pensativo.

—Tienes razón…

—Siempre la tengo, muchacho. Algún día lo aceptarás sin resistencia.

Iván chasqueó la lengua.

—Lo dudo.

—Pues ya veremos.

El viaje continuó, y con él, las interminables conversaciones que servían para hacer más llevadero el trayecto. Aún faltaban días para llegar a Ulthorath, y aunque las carreteras de Zusian estaban bien construidas y pavimentadas, facilitando el tránsito de los ejércitos, muchos no podían evitar desear que el norte tuviera más ríos navegables. El transporte fluvial habría sido mucho más rápido y eficiente, pero aquello era solo una queja menor entre los hombres. Por ahora, las tropas avanzaban con disciplina, y el ritmo de la marcha era constante.

Pasaron los días, entre campamentos improvisados y noches en las que el frío del norte se filtraba a través de las telas de las tiendas de campaña. Durante el trayecto, se encontraron con el general Quentin Shadowstrike y sus tropas. El veterano general venía de Stirba, con la carga de la derrota sobre sus hombros. En cuanto tuvo la oportunidad, desmontó y se arrodilló ante Iván, pidiendo perdón por haber sido vencido por Darian Khoras.

Pero Iván no tenía razones para castigarlo.

—Levántate, Quentin —ordenó, su tono firme pero sin rastro de reproche—. No hay nada que perdonar. Gracias a ti, muchas tropas de Stirba nunca llegaron a unirse con Maximiliano. Eso nos permitió ganar.

El general, con los ojos endurecidos por la culpa y la lealtad, inclinó la cabeza en señal de gratitud.

—Mi señor… agradezco su misericordia. Prometo no fallarle de nuevo.

Iván no respondió. No necesitaba juramentos ni promesas. La guerra no se ganaba con palabras, sino con acero y estrategia. Con un gesto, le indicó a Quentin que se incorporara y se uniera a la marcha. Y así lo hizo, reforzando la columna con sus hombres.

Fueron cinco días de cabalgata junto a millones de soldados curtidos por la batalla. No estaban todos, por supuesto. Una gran parte del ejército se había quedado en las zonas capturadas de Stirba, asegurando los territorios conquistados y manteniendo el orden en las minas de Karador tomadas. El general Thornflic estaba a cargo de la ocupación, pero Iván tenía pensado enviar a otro comandante para reforzar la posición. No es que desconfiara de Thornflic, pero el hombre era una bestia en el campo de batalla, un carnicero sin igual, y no estaba hecho para la defensa. Necesitaban estabilidad en las tierras conquistadas, y para eso se requería alguien con más cabeza política.

Finalmente, tras una larga travesía, llegaron a la imponente ciudad de Ulthorath. Desde lo alto de las murallas, los ciudadanos los vitoreaban. Una lluvia de pétalos y flores cayó sobre la columna de soldados mientras estos avanzaban por las calles empedradas. Banderas ondeaban al viento, y la multitud aclamaba la victoria con gritos eufóricos.

Al llegar a Iron Castle, se encontraron con el general Lucan, quien los recibió con los brazos abiertos.

—Bienvenidos de vuelta, la ciudad los esperaba con ansias.

Y con la victoria en mano, era inevitable que hubiera celebración.

La noche de festejo fue generosa. Hubo banquetes repletos de carnes asadas, pan recién horneado, quesos curados y frutas dulces. La bebida corría libremente, y las carcajadas resonaban en los pasillos del castillo. Iván se reunió con sus mujeres, y presentó formalmente a Celeste y Bianca, ambas recién integradas en su vida. Hubo brindis, chistes y hasta pequeñas apuestas entre los soldados.

Pero no todo fue júbilo. También hubo luto. Se recordaron los nombres de los caídos, y se bebió en su honor. Hubo lágrimas contenidas y silencios pesados, pues aunque la victoria era suya, la guerra siempre dejaba cicatrices imborrables.

Tras dos días de celebraciones y reuniones estratégicas, llegó el momento de partir. La capital de Zusian, Vardenholme, los esperaba, y con ella, Drakonholt Keep, el castillo principal de los Erenford.

Antes de marchar, Iván reorganizó las tropas, dio órdenes y estableció planes para asegurar la estabilidad en las regiones ocupadas. Todo debía estar bajo control antes de su regreso.

A mitad del camino, la caravana se detuvo en la ciudad de Santorach. Había asuntos políticos que atender, y aunque Iván prefería la estrategia y la guerra al tedioso juego de la diplomacia, sabía que no podía descuidarlo, además debía de cumplir amenazas y promesas. Ulfric, por su parte, no tenía paciencia para ese tipo de cosas, así que se limitó a elegir un cuarto cómodo en el castillo local.

—Me despertarás cuando haya algo interesante que hacer —dijo, dejándose caer sobre un sillón de cuero junto a la chimenea.

Iván rodó los ojos y salió de la habitación, preparado para cumplir sus amenazas y las recompensas que prometio.