Hubiera preferido una batalla más. Una última matanza que añadiera más nombres a su lista de trofeos, más sangre derramada sobre la tierra ennegrecida por la guerra. Pero incluso sin eso, el resultado era aceptable. Cinco generales más se sumaban a su colección y a su lista de logros, dos Stirbanos y tres Zanzibarianos, cuerpos caídos que ahora servían como testamento de su regreso después de su prolongada "hibernación". No estaba en su mejor momento aún, pero la guerra se encargaba de afilar a los hombres como el fuego forjaba la hoja de una espada. Su récord era de veinte generales ejecutados en combate, y aunque esta nueva caza no alcanzaba su marca, era suficiente para anunciar su regreso.
Desde lo alto de las murallas ennegrecidas por el fuego y el humo, Lucan Frostblade observaba el asedio del Fuerte Karash, la fortaleza principal de la segunda línea de defensa fronteriza de Zanzíbar. Había resistido bien, más de lo esperado, pero al final, como todas las demás, había caído. Sus almenas, otrora orgullosas, estaban ahora cubiertas de los cadáveres de los defensores, sus banderas doradas empapadas de sangre y cenizas. El aire estaba saturado del hedor de la carne quemada y de la pólvora, una mezcla densa que parecía impregnar los huesos de los que aún respiraban.
Observó con calma mientras sus soldados se movían entre los restos del campo de batalla, asegurando cada callejón, cada torreón, cada rincón donde pudiera esconderse algún rezagado del ejército derrotado. Las órdenes habían sido claras: ningún prisionero, ningún rastro de la bandera enemiga debía ondear al amanecer. La sangre teñía los adoquines del patio principal mientras los últimos supervivientes eran arrastrados fuera de sus escondites, sus gritos se alzaban en la fría noche como el canto de los moribundos.
Lucan bajó la vista hacia el campo más allá de los muros. Su vicegeneral asignado, Varyn Firestorm, había sido eficaz en la persecución del ejército en retirada de Zanzíbar, hostigándolos sin descanso y asegurando una victoria aplastante en la primera línea defensiva. Sin embargo, Lucan no era un necio. Conocía la arrogancia de la victoria y sus peligros. Tomar cincuenta fuertes en la primera oleada había sido un golpe magistral, pero retenerlos era otro asunto completamente distinto. Había ordenado a Varyn detener ese ritmo. No podían permitirse el lujo de perder más hombres en una guerra de desgaste innecesaria.
Los zanzibarianos eran como animales acorralados, desesperados y peligrosos. Sus tierras habían sido profanadas, sus fortalezas derrumbadas, pero no estaban derrotados todavía. Si intentaban ocupar los trescientos fuertes de las seis líneas defensivas restantes sin consolidar su control, sufrirían grandes bajas. No era solo una cuestión de números, sino de estrategia. Su enemigo aún tenía garras y colmillos, pero en especial oro, y no tenía intenciones de darles la oportunidad de utilizarlos tanto para retomar un impulso, ni para contratar compañías mercenarias.
Por otro lado, su otro vicegeneral, Quentin Shadowstrike, tenía una tarea más delicada. Stirba era una amenaza diferente, más peligrosa e inestable. Quentin tenia orden de acosar y retener a las fuerzas stirbanas, pero sobre todo, mantener vigilado a un hombre en particular: Darian Khoras, "El Carroñero". Un título bien merecido. Un cazador meticuloso, paciente, que no atacaba de frente, sino que desgarraba lentamente, desangrando a sus enemigos hasta que quedaban demasiado débiles para luchar.
Lucan no subestimaba a Khoras. Sabía que era el más peligroso de los generales stirbanos en la actualidad. Y aunque confiaba en Iván, no podía permitirse la tranquilidad de dejar que el querido hijo de su viejo pupilo cayera bajo las garras de ese bastardo. Iván era joven, pero era un prodigio en el campo de batalla. No solo se veía como su padre, sino que ganaba batallas como él. Y aunque Lucan no era un hombre sentimental, no podía evitar sentir algo parecido al orgullo cuando pensaba en él. Como un abuelo observando a su nieto tomar su lugar en la historia.
Aún así, la guerra no se ganaba con sentimentalismos.
Los puentes de cabeza que Iván había plantado en Stirba eran una jugada audaz, casi temeraria, pero efectiva. Y eso le dio a Lucan una idea. Si Iván podía hacer eso en Stirba, él podría hacer lo mismo en Zanzíbar. Había sido paciente, había permitido que la guerra se desarrollara en un juego de defensa más que de expansión, pero ya era hora de cambiar eso. Zusian tenía que volver al expansionismo que una vez los definió. Ya no podían permitirse el lujo de ser cautelosos. Las defensas se habían convertido en una constante, las batallas se libraban más para resistir que para conquistar. Pero la historia no recordaba a los que se defendían. Recordaba a los que tomaban lo que querían con sangre y acero.
Sí, Lucan Frostblade ya estaba en los anales de la historia del oeste y centro de Aurolia, pero eso no era suficiente. La gloria que había acumulado en su vida era vasta, su nombre era susurrado con respeto, temor y admiración por aliados y enemigos por igual. Pero la gloria era efímera. La memoria de los hombres era débil, y la historia, si no se grababa con fuego y sangre, se desvanecía con el tiempo como el eco de una batalla olvidada.
Quería más.
No para sí mismo, no solo para ver su nombre inscrito en los anales del mundo con letras imborrables. Quería más porque sentía que aún no había pagado su deuda. No estuvo en los primeros años de Iván, en su crecimiento, en su formación. No estuvo allí cuando más lo necesitaba. Kenneth había sido un hijo para él, y su muerte no era algo que podía olvidar, no cuando cada batalla le recordaba la pérdida, no cuando cada victoria parecía teñida de la sombra de lo que debió haber sido. Pero podía hacer algo en estos últimos años. Podía asegurarse de que Iván tuviera todo lo necesario para triunfar, para sobrevivir, para alzarse no como un simple general o un conquistador, algo que transcendiera ambos títulos.
Y esta guerra, por lo menos, había terminado.
Zusian había triunfado. La noticia había llegado con rapidez. Los mensajeros de Iván habían informado que las últimas posiciones de los zanzibarianos se habían derrumbado, y que en unos días, él mismo regresaría al ducado, dejando atrás suficientes tropas para asegurar los territorios conquistados. Era un movimiento prudente. Lucan lo aprobaba. No se podía avanzar sin asegurar lo que ya se había tomado. Conquistar era fácil comparado con mantener el dominio sobre tierras hostiles.
El anciano guerrero exhaló un suspiro profundo, el aire gélido de la mañana formando una neblina frente a su rostro curtido por los años de batalla. Bajó la mirada, observando a Tempestad, su semental blanco, un animal imponente y de linaje noble, más joven de lo que le gustaría, pero fuerte, poderoso, con la fiereza de una bestia que no conocía la derrota.
—Hora de partir —susurró, y con un gesto firme de las riendas, espoleó al corcel.
La bestia relinchó, alzándose ligeramente sobre sus patas traseras antes de lanzarse en una galopada que resonó por el suelo cubierto de fango y ceniza. A su alrededor, los restos del Fuerte Karash seguían humeando. La fortaleza principal de la segunda línea fronteriza de Zanzíbar ya estaba asegurada, su guarnición reducida a cenizas, sus defensores o muertos o huyendo como ratas entre las montañas.
Lucan había dejado atrás un contingente suficiente para sostenerla, lo mismo que con las noventa y nueve fortalezas que habían caído en sus manos a lo largo de la invasión. Cien fortalezas. Cien testimonios de la victoria de Zusian sobre Zanzíbar. Pero sabía que esto no era el fin. No aún.
Mientras cabalgaba, flanqueado por un destacamento de su guardia personal, sus pensamientos viajaban más rápido que su montura. Ulthorath lo esperaba. Su ciudad, su hogar, la joya que una vez fue el bastión de los reyes Erenford, cuando Zusian aún era un reino y no un ducado. Un lugar que aún se mantenía firme en la tormenta interminable de la guerra, resistiendo el paso del tiempo y los embates de sus enemigos con la misma fiereza con la que él mismo había luchado toda su vida.
Había pasado demasiado tiempo en el frente. Era momento de volver, de recuperar fuerzas, de sentarse en un salón cálido con una jarra de cerveza negra, de sentir la carne caliente en su boca en lugar de la sangre enemiga en sus labios. Y tal vez, solo tal vez, una mujer para calentar su lecho por una noche. La guerra endurecía el cuerpo y el espíritu, pero incluso un veterano como él sabía que no se podía luchar eternamente sin descanso.
El viento cortaba su rostro como cuchillas invisibles, pero no le importaba. El frío lo mantenía despierto, alerta, enfocado. Miró el horizonte, la vasta extensión de tierra que se extendía ante él, una tierra bañada en sangre y sufrimiento, una tierra que había visto crecer y caer imperios, y que ahora era el escenario de su propia leyenda.
Pero el sufrimiento era solo el precio de la grandeza, tanto de él como del ducado al que había dedicado su vida. Desde sus primeros años como jinete en los antiguos Ejércitos del Hierro, cuando Zusian aún no había adaptado el sistema de las Guerras de Fragmentación, cuando las unidades estaban divididas de manera anticuada y desorganizada.
Antes, en lugar de la actual y eficiente estructura militar, se usaba el viejo sistema de Linajes Bélicos. La infantería estaba compuesta en su mayoría por reclutas sin entrenamiento y una élite de infantería pesada profesional. No existían las tácticas refinadas de las Legiones de Hierro actuales. En aquel entonces, los hostigadores eran simples lanceros que arrojaban jabalinas con la esperanza de debilitar las líneas enemigas, y los honderos apenas eran algo más que campesinos con buena puntería. La caballería era un desorden, compuesta de exploradores inexpertos y jinetes pesados que se lanzaban a la batalla con más furia que estrategia.
Lucan había servido a uno de los últimos grandes duques de aquella época, Varislav Erenford, "El Lobo de Karador". Un conquistador brutal, un hombre de ambición insaciable que había sido de los primeros en impulsar la reforma militar, comprendiendo que el futuro pertenecía a quienes pudieran adaptarse. Varislav fue un hombre de guerra, fuerte y astuto, pero su vida fue tan corta como intensa. Murió demasiado pronto, bueno de edad, ya que el hombre vivió 110 años, dejando tras de sí un legado a medio construir.
Fue entonces cuando Lucan ascendió a general, y su lealtad recayó en el heredero de Varislav, su hijo mayor, Konstantin Erenford "El Bueno". A diferencia de su padre, Konstantin no era un hombre de guerra, sino un visionario. Un modernista que entendió que la fuerza de un ducado no radicaba solo en el acero de las armas y los ejércitos, sino en el oro que llenaba sus arcas. Bajo su mandato, las minas de Karador se convirtieron en la piedra angular de la economía de Zusian, explotadas con una eficiencia sin precedentes. Los ríos se transformaron en arterias comerciales, y las rutas se fortalecieron para hacer del ducado un centro de comercio próspero.
Pero entre todas las decisiones de Konstantin, hubo una que Lucan siempre consideró la mejor: envió a su hijo mayor a entrenar con él.
Kenneth Erenford "El Lobo Sangriento".
Un prodigio.
Desde el momento en que lo conoció, supo que estaba destinado a la grandeza. Kenneth no solo tenía talento para la guerra, sino que poseía algo que pocos hombres lograban en toda su vida: una mente sin límites. Aprendía rápido, se adaptaba con facilidad, era audaz sin ser temerario, calculador sin ser cobarde. Era fuerte, ágil, un duelista formidable, un estratega innato. Y lo más importante, tenía ambición.
Lucan no tardó en verlo como un hijo. No de sangre, pero sí de espíritu. Kenneth era todo lo que un gobernante debía ser: inteligente, valeroso, ingenioso, hábil, ambicioso y fuerte. Lo moldeó con disciplina férrea, le enseñó a leer los campos de batalla como un libro abierto, a prever los movimientos del enemigo antes de que siquiera los pensara. Vio en él al heredero ideal, a la mente brillante que podría llevar a Zusian más allá de lo que cualquier otro gobernante había imaginado.
Y Kenneth cumplió con creces esas expectativas. Sus primeras campañas fueron victorias decisivas, mostrando al mundo que el hijo mayor de Konstantin Erenford no era un noble más jugando a la guerra, sino un depredador nato. No solo expandió el territorio, sino que consolidó su dominio. A diferencia de muchos guerreros que solo sabían destruir, Kenneth entendía que un verdadero conquistador debía construir sobre lo que tomaba. Modernizó la producción de alimentos, aprovechó la fertilidad de Zusian y la convirtió en una de sus mayores fortalezas. Implementó sistemas agrícolas más eficientes, amplió las rutas comerciales, estabilizó los impuestos y fortaleció la infraestructura del ducado.
Con cada victoria, con cada reforma, Zusian crecía. Ya no era solo un ducado: se estaba transformando en un principado en todo menos en nombre. Kenneth estaba a punto de hacer historia, de romper las cadenas que mantenían a su tierra, como muchos otros territorios, en un estado estancando y elevarla al rango de una de las grandes potencias de Aurolia.
Pero su hermano no era como él.
Darius Erenford.
Lucan sintió un ligero nudo en el estómago al recordar ese nombre.
Darius no era Kenneth. Ni en fuerza, ni en inteligencia, ni en espíritu. Si Kenneth era un lobo de oro, forjado en fuego y sangre, Darius era una sombra arrastrándose tras él, viviendo bajo su luz sin poseer su brillo. No era un guerrero, ni un líder. Era un hombre de placeres, de intrigas, de manipulaciones y susurros en la oscuridad. Si Kenneth inspiraba lealtad y respeto, Darius solo generaba desconfianza y resentimiento.
El ducado había estado destinado para Kenneth. Lo sabía él, lo sabía Konstantin, lo sabían todos. Pero el destino no siempre es justo.
Konstantin murió antes de tiempo, consumido por una enfermedad misteriosa que ningún sanador supo explicar. Lucan nunca creyó en coincidencias, y menos cuando vio la manera en que Darius se movía en la corte, la facilidad con la que se acomodó en la tragedia de su hermano. Kenneth asumió el poder joven, demasiado joven, pero con la misma eficiencia con la que había librado sus guerras. Imponiéndose con mano firme, sofocando rebeliones internas, asegurando la estabilidad del ducado mientras avanzaba en su proyecto de grandeza.
Y estaba a nada de lograrlo. Estaba a pocos años de proclamarse Primer Príncipe de Zusian, de dejar de ser un simple duque y elevar su tierra a un verdadero principado, un paso más cerca de la inmortalidad en la historia.
Entonces, estalló la Guerra de la Coalición.
Lucan todavía recordaba el caos de aquellos días. Zusian era próspero, pero también estaba rodeado de enemigos. Condados, marquesados y ducados que temían su ascenso, que no podían permitir que un hombre como Kenneth los superara. Y así, formaron una alianza para destruirlo antes de que fuera demasiado tarde.
Kenneth los enfrentó con la misma ferocidad con la que había luchado toda su vida. No se dejó intimidar por la superioridad numérica, no se acobardó ante la presión. Resistió, contraatacó, ganó batallas que ningún otro hombre podría haber ganado. Pero la guerra no perdona, y ni siquiera el más grande de los lobos puede vencer si está rodeado por una jauría de chacales hambrientos.
La muerte de Kenneth no fue menos que gloriosa.
No cayó como un hombre derrotado ni murió en un rincón olvidado de la historia. Murió de pie, con su alabarda empapada en la sangre de sus enemigos, con su armadura teñida de rojo por la masacre. No fue un comandante que se retiró en la adversidad, sino una tormenta de destrucción que arrasó el campo de batalla, llevándose consigo a generales legendarios, despedazando filas enteras de soldados de innumerables territorios que se habían atrevido a unirse contra él.
Lucan aún podía recordar el hedor de la muerte impregnando el aire, la tierra fangosa mezclada con sangre y vísceras, los gritos de hombres desesperados que, aun superándolo en número, caían uno tras otro bajo la fuerza indomable del Lobo Sangriento. Kenneth no cayó como un animal acorralado, sino como una bestia salvaje que se negaba a ser encadenada.
Era un solo hombre contra un océano de enemigos, pero lo convirtió en un río de cadáveres.
Cada tajo de su alabarda partía cuerpos en dos, cada giro de su montura dejaba a su paso soldados mutilados y agonizantes. La coalición, que había pensado que su número bastaría para someter a Zusian, se vio enfrentada a una verdad aterradora: un solo hombre estaba desestabilizando sus líneas, sembrando pánico entre sus filas, arrancando la moral de sus soldados con cada muerte que cobraba.
Lucan trató de alcanzarlo. Galopó entre la carnicería, matando sin detenerse, abriéndose paso con una furia que jamás había sentido antes. Vio a Kenneth avanzar como un vendaval sangriento, miro el rostro sereno y serio de Kenneth entre el estruendo del combate, vio la sombra de la muerte en sus ojos dorados. Sabía que era su final, pero también sabía que Kenneth no se rendiría.
No importaba cuántos lo rodearan, él seguiría luchando hasta el último aliento.
Y así lo hizo.
Mató al gran Ivard Malkorr de Stirba, el general en gefe de la coalición, aquel que comandaba los ejércitos de los territorios enemigos contra Zusian. Con un solo movimiento de su alabarda, le arrancó la vida, destrozando la columna vertebral de los ejércitos que se alzaban contra él. Su muerte fue el golpe final que desestabilizó la moral enemiga y abrió la puerta a un contraataque devastador.
Cuando finalmente alcanzaron su cuerpo, Kenneth aún tenía la alabarda firmemente sujeta en su agarre. Sus dedos se aferraban al mango con una fuerza imposible para un hombre muerto, como si incluso en la muerte se negara a soltar su arma. Sus ojos dorados, ahora apagados, miraban al cielo ensangrentado, y en sus labios quedaba el rastro de una sonrisa.
No murió con miedo. No murió con pesar. Murió como un guerrero que había hecho temblar el mundo.
Pero la guerra no terminó con su muerte.
Las venganzas fueron terribles. Ciudades ardieron hasta quedar en cenizas. Ríos se tiñeron de rojo con la sangre de los prisioneros ejecutados. Generales enemigos fueron colgados de las murallas de sus propios castillos. Fue una retribución despiadada, un mensaje claro para todo aquel que osara desafiar a Zusian en el futuro.
Sin embargo, por más sangre que se derramara fuera de sus fronteras, la verdadera ira ardía en casa.
Porque hubo una serpiente en el corazón de Zusian.
Y su nombre era Darius Erenford.
Todos los generales lo sabían. Todos los hombres que habían seguido a Kenneth, que habían peleado por él, lo entendieron en el momento en que vieron a Darius intentar subir al trono que no merecía.
Si no hubiera sido por Alba Lindmier, la esposa de Kenneth, Darius habría logrado su cometido. Alba había dado a luz a un hijo varón, Iván Erenford, el legítimo heredero. Pero incluso con su existencia, la amenaza de Darius no desaparecía.
Porque Darius no solo era un hombre despreciable. Era una plaga.
Zusian mantenía su poder a través de sus ejércitos, de la fuerza de su gente, de la voluntad inquebrantable de sus guerreros. Pero las guerras habían cobrado un precio. Los números de las legiones se habían reducido drásticamente, y los planes de Kenneth antes de su muerte eran claros: una militarización completa para reponer las pérdidas, una campaña masiva para reconstruir su ejército, que contaba con apenas cuarenta millones de soldados activos, un número alarmantemente bajo considerando las amenazas que aún se cernían sobre ellos.
Pocos conocían esta información. Era un secreto guardado celosamente entre los altos mandos.
Y sin embargo, de algún modo, los enemigos de Zusian lo supieron.
Los ataques a las rutas comerciales se incrementaron. Grandes ataques en las fronteras destruyeron destacamentos en entrenamiento enteros. Documentos y registros militares desaparecieron. Todo apuntaba a un solo hecho: había un traidor en el corazón del ducado.
Y todas las sospechas recaían en Darius.
Lucan lo vio en los ojos de sus camaradas, en los susurros en los pasillos de los castillos, en la forma en que los generales endurecían la mandíbula cada vez que el nombre de Darius era mencionado.
El hombre que había estado más ausente que nadie durante la guerra.
El hombre que, en el momento más crítico, no había enviado tropas de refuerzo a Kenneth.
El hombre que había estado en contacto con embajadores de los mismos territorios que formaron la coalición.
El hombre que había sido visto con consejeros cuyas lealtades nunca estuvieron del todo claras.
El hombre que se benefició más que nadie con la muerte de Kenneth.
La duquesa regente, Alba Lindmier, no era una mujer ingenua. No lloró en público la muerte de su esposo, no mostró debilidad en la corte. En cambio, observó, escuchó, movió sus piezas en el tablero con precisión letal.
Sabía que Darius era un traidor.
Y sabía que no podía actuar abiertamente.
No aún.
Pero la serpiente no debía olvidar que los lobos nunca olvidan. Y que el verdadero lobo de Zusian aún vivía.
Iván Erenford crecería.
Y cuando lo hiciera, la sangre de su padre correría en sus venas.
Ahora, ese mismo chico, Iván Erenford, acababa de marcar un hito que resonaría en toda la historia de Zusian. Apenas quince años y ya había cambiado el curso de la guerra. No solo había vencido a una colosal alianza conformada por más de cien millones de soldados provenientes de dos de los cuatro ducados del oeste de Aurolia, sino que lo había hecho enfrentando a generales curtidos en el arte de la guerra, hombres que llevaban décadas al mando de ejércitos, estrategas que habían sobrevivido innumerables batallas.
Pero no solo los venció.
Los aniquiló.
Su ofensiva no dejó espacio para dudas ni resquicios para la retirada. No se limitó a defender su territorio, sino que cruzó las fronteras y conquistó vastas regiones enemigas. La tierra que antes pertenecía a sus adversarios ahora era suya. Cada fortaleza tomada, cada ciudad sometida, cada bandera enemiga caída era un recordatorio de que Iván Erenford no era un simple heredero jugando a la guerra, sino el legítimo sucesor del Lobo Sangriento.
Su nombre, hasta entonces una incógnita más allá de las tierras de Zusian, ahora empezaba a extenderse como fuego en un bosque seco. Donde antes se hablaba de incertidumbre sobre su capacidad de liderazgo, ahora se tejían relatos de su destreza en combate, de su frialdad calculadora en el campo de batalla, de su capacidad para prever los movimientos del enemigo antes de que siquiera se materializaran. No era simplemente el hijo de Kenneth. Era un conquistador en ciernes.
La marcha de regreso tomó quince días. Durante ese tiempo, la moral en su ejército era alta, sus hombres bebían y reían, contando y exagerando sus hazañas, mientras él observaba en silencio, escuchando los informes de los exploradores, asegurándose de que no hubiera emboscadas ni movimientos sospechosos de sus enemigos, no estaba tan oxidado para cometer errores de novato.
Cuando finalmente llegaron a Ulthorath, la ciudad estalló en vítores. Se convirtió en un desfile de gloria. Las calles, adornadas con estandartes y banderas, vibraban con la euforia de un pueblo que celebraba la victoria de sus soldados. Desde las ventanas de las casas caían pétalos de flores, arrojados por manos temblorosas de emoción. Mujeres, ancianos y niños se arrodillaban a su paso, algunos con lágrimas en los ojos, otros con expresiones de puro fervor. Para ellos, el regreso de Lucan no era solo el de un general victorioso, era el regreso del viejo Oso Blanco, el veterano que había defendido su tierra una vez más, humillando a los invasores.
Pero en medio de la algarabía, Lucan apenas sonrió. Para él, esto no era gloria. Era solo otro día en la interminable lucha por la supervivencia de Zusian. Miró a su alrededor, a los rostros de la multitud, a los soldados que alzaban sus armas con orgullo, a los pocos terratenientes y gobernantes presentes que fingían haber apoyado la campaña desde el inicio. Los vio y los estudió, en busca de las serpientes que aún acechaban en la sombra.
Después de cumplir con sus deberes ante la multitud y sus oficiales, supervisó personalmente los preparativos para la celebración que se llevaría a cabo en honor a Iván y sus tropas. La ciudad debía estar lista para recibirlos con un festín digno de su triunfo. Se encargó de que los almacenes fueran abiertos, de que los barriles de cerveza y vino se prepararan, de que los cocineros pusieran a seleccionar a las reses, a los cerdos, a cazar a los venados y jabalís, y de que la seguridad se reforzara para evitar incidentes durante los festejos. No quería que nada empañara el regreso del joven heredero.
Solo cuando todo estuvo en orden, decidió retirarse. No a un palacio ni a una mansión comerciante, sino a Iron Castle, la antigua fortaleza construida por los primeros gobernantes de Zusian. Un bastión impenetrable, erigido en piedra negra, con torres que se alzaban como garras contra el cielo nublado. No era un lugar mas lujoso, pero era seguro e impotente. Allí, rodeado de muros gruesos y fosos profundos.
Al llegar a su castillo, se encontró con las concubinas de Iván. Eran jóvenes y bellas, de piel tersa y ojos grandes, sus vestidos eran finos y sus perfumes embriagadores, pero Lucan no les dedicó más que una mirada fugaz.
No tenía tiempo ni paciencia para las frivolidades de presentar y amenazar un pco.
En lugar de eso, se dirigió a su habitación, donde se despojó de su armadura y se dejó caer pesadamente sobre el lecho. El cansancio era un peso insoportable sobre sus hombros, pero no lo suficiente para apartarlo de una última necesidad antes de dormir. Así que, sin importarle las miradas juiciosas de los sirvientes, mandó llamar a una mujer de los burdeles de la ciudad.
Era una mujer conejo, una híbrida de orejas largas y movimientos gráciles, con piel morena y ojos dorados que brillaban en la penumbra de la habitación. Este tipo de relaciones no eran bien vistas entre los humanos, pero a Lucan jamás le había importado lo que los demás pensaran.
Ella no habló cuando entró, ni él le pidió que lo hiciera. No hubo romanticismo, ni palabras dulces, solo el encuentro de dos cuerpos buscando un alivio momentáneo. Y cuando todo terminó, Lucan cerró los ojos por primera vez en días, dejando que el sueño lo arrastrara en su abrazo pesado.
Antes de dormirse por completo, dejó instrucciones a su mano derecha, Ottokar, un hombre en quien confiaba más que en cualquier otro. Le ordenó que se encargara de las últimas preparaciones, que supervisara la seguridad de la ciudad y, sobre todo, que estuviera atento a cualquier movimiento sospechoso cuando los soldados de Iván llegaran.
Según los cálculos de Lucan, el ejército de Iván tardaría cinco días en regresar.
Lucan esperaría a ese chico que, con su primera victoria, ya estaba dejando su huella en la historia.
Y cuando Iván cruzara las puertas de Ulthorath, brindaría con él. Porque este era solo el comienzo de algo mucho más grande.