Por fin, después de varios días horrendos de cabalgar sin descanso a través de caminos polvorientos y paisajes desolados, Lyrith y su séquito llegaron al ducado de su familia, Zanzíbar. A diferencia de la sombría y austera Stirba, con su arquitectura monótona y su gente insípida, Zanzíbar era una tierra vibrante, rica y exuberante. Colinas verdes se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicadas de viñedos, campos dorados y bosques frondosos que susurraban con la brisa. Las ciudades, brillantes y majestuosas, se alzaban como joyas sobre la tierra fértil, sus mármoles resplandecientes bajo el sol y sus tejados de pizarra destellando con el reflejo de la luz. En esta tierra, la belleza y la prosperidad iban de la mano con el poder, y Lyrith siempre había sentido el orgullo de pertenecer a ese linaje.
Cuando finalmente divisaron las murallas de Arvathis, una de las principales ciudades fronterizas del este, Lyrith no pudo evitar una sonrisa satisfecha. Arvathis era una maravilla: una ciudad que combinaba la solidez imponente de una fortaleza con la gracia y el esplendor del arte refinado. Sus altas murallas estaban decoradas con relieves intrincados, representaciones de antiguas gestas y leyendas que daban testimonio de la larga historia del ducado. Torres esbeltas con cúpulas doradas se alzaban por encima de las calles empedradas, y los palacios y edificios públicos lucían fachadas ornamentadas, con columnas esculpidas y balcones de hierro forjado. Grandes plazas se abrían en el corazón de la ciudad, adornadas con fuentes monumentales cuyas aguas cristalinas reflejaban las estatuas de mármol y los jardines meticulosamente cuidados. El arte florecía aquí con una mezcla de majestuosidad y elegancia: frescos detallados cubrían las paredes de los edificios más antiguos, mientras que las catedrales y teatros mostraban una arquitectura audaz y grandiosa, mezclando lo viejo con lo nuevo.
Pero la belleza de Arvathis no logró apaciguar la furia que Lyrith llevaba ardiendo en el pecho desde que había recibido las noticias. Tras varios días de espera en una lujosa mansión construida exclusivamente para su familia, donde le permitió a ella y a sus hijas finalmente descansar de ese desagradable viaje, las informaciones que llegaron del ejército de Zanzíbar fueron como un veneno en su sangre. Su hermano, Caelan, el futuro duque, tenia un estado cada vez más grave.
El informe hablaba de una herida profunda que le atravesaba desde el hombro hasta el abdomen, una herida tan fea que lo había dejado inconsciente desde el momento en que ocurrió. El duelo con Iván Erenford había sido brutal, y aunque Caelan había demostrado ser un prodigio con la alabarda, su oponente había estado desesperado, acorralado, al borde de la derrota en una batalla que Zanzíbar y Stirba estaban ganando juntos. Esa desesperación lo había hecho peligroso, y ahora su hermano pagaba el precio.
Pero Lyrith no estaba furiosa con Iván Erenford. No. Su verdadero enojo iba dirigido a aquellos que deberían haber protegido a Caelan, aquellos que habían fallado estrepitosamente en su deber. El dia que el ejército zanzibariano porfin llego a Arvathis, ella ordenó que su hermano fuera traído y atendido, y que ambos generales se reunieran con ella. Cuando ambos llegaron ante ella, ella los miro con una mirada asesina.
—¡Darien Vareth! ¡Taruk Arzakh! —El nombre de los dos generales resonó en las paredes del salón, su voz afilada como un látigo. Sus ojos llameaban de furia mientras recorrían la sala, observando a los hombres que se presentaban ante ella con rostros tensos. —¿Dónde estaban ustedes cuando mi hermano sangraba en el campo de batalla? ¿Dónde estaban cuando el futuro duque de Zanzíbar cayó bajo la hoja de un niño desesperado?
Los dos generales —veteranos, curtidos, con cicatrices que contaban historias de campañas pasadas— intentaron hablar, pero Lyrith levantó una mano, cortándolos en seco. No le importaba su experiencia, ni sus logros, ni las alabanzas que otros les dirigían. Para ella, en ese momento, no eran más que dos incompetentes de mierda.
—No quiero excusas —escupió, avanzando hacia ellos con pasos lentos pero letales, como un depredador acechando—. Quiero resultados. Y lo único que veo son fracasos.
Vareth intentó mantenerse firme.
—Mi señora, la situación en el frente era compleja. El enemigo...
—¡No me interesa la situación! —gritó ella, su voz cortando como una daga—. Su única responsabilidad era proteger a Caelan. Y fallaron.
Taruk Arzakh, más viejo y curtido paso al frente.
—Hicimos lo que pudimos, mi señora. Su hermano insistió en enfrentarse a Iván Erenford personalmente. No podíamos...
—¿No podían? —la interrumpió, su tono goteando desprecio—. Ustedes no hicieron nada, y ahora mi hermano yace al borde de la muerte. Díganme, generales… si él muere, ¿qué creen que les haré a ustedes?
El silencio que siguió fue pesado, denso como una niebla antes de la tormenta. El crepitar del fuego en la chimenea apenas lograba romper la quietud de la sala, y el sonido lejano de la ciudad —los cascos de los caballos golpeando el empedrado, las voces apagadas de la servidumbre— llegaba como un murmullo distante, irrelevante. Nadie se atrevía a hablar. Nadie se atrevía siquiera a respirar más fuerte de lo necesario.
Lyrith permaneció inmóvil por unos instantes, su mirada helada fija en el espacio vacío que dejaron los dos generales al salir. La furia vibraba en ella, un fuego contenido que amenazaba con estallar en cualquier momento. Finalmente, se apartó con movimientos controlados, caminando hacia uno de los lujosos sillones de la mansión, un trono temporal en esta ciudad prestada. Sus pasos resonaban con una precisión medida, el taconeo de sus botas sobre el mármol pulido era el único sonido que se atrevía a desafiar el silencio. Se dejó caer en el asiento con una elegancia fría, pero sus manos, al aferrarse a los reposabrazos, traicionaban su control: las uñas se clavaban en la madera, un gesto silencioso de una ira que no podía liberar… aún.
—Recen a los dioses —murmuró finalmente, y su voz era apenas un susurro, pero cargada con una amenaza tan pesada que parecía oscurecer la sala—. Recen porque mi hermano sobreviva. Porque si no lo hace, no habrá un lugar en este ducado donde puedan esconderse de mí.
Los dos hombres, curtidos en el campo de batalla pero doblegados por su furia, hicieron una reverencia rígida y salieron apresurados. Sus pasos resonaron en el pasillo, alejándose con una prisa que no se molestaron en ocultar. Cuando el sonido desapareció por completo, Lyrith se quedó sola. La luz del fuego dibujaba sombras en su rostro, haciendo que sus ojos brillaran como dos dagas afiladas. Sus dedos tamborilearon contra el reposabrazos antes de cerrarse en un puño, y respiró hondo, intentando contenerse.
Hubo un tiempo en el que tal fracaso habría sido castigado sin demora, sin piedad. Si no fuera por las noticias que acababan de llegar —la confirmación de la muerte de su inútil marido, Maximiliano a manos de Iván Erenford—, ya habría dado la orden. Los Asesinos de la Neblina habrían sido su primera elección: eficaces, invisibles, letales. Pero también podía considerar a los Vorath, maestros del veneno y el engaño, o a los Hijos de la Medianoche, cuyas tácticas eran tan brutales como eficaces. Pero no, no era el momento aún. Había otras prioridades.
Maximiliano… Qué desperdicio de hombre. En su época había sido un conquistador, sí, pero su gloria había sido efímera y su caída, humillante. Que los Erenford lo hubieran reducido a poco más que una burla era prueba suficiente de su incompetencia. Lyrith apenas sintió algo al enterarse de su muerte, salvo una ligera satisfacción. Al menos ya no tendría que tolerar su presencia.
Suspiró, recogiéndose los rizos dorados con cuidado, apartando la maraña de oro de su rostro perfecto. Con movimientos lentos y delicados, se masajeó las sienes, tratando de disipar la tensión sin arrugar su piel. Incluso en sus treinta, aún conservaba la belleza de una mujer mucho más joven, y no permitiría que la preocupación o la ira le arrebataran esa ventaja.
Pero el odio seguía ahí, hirviendo en sus venas. Odiaba la debilidad, odiaba la incompetencia. Odiaba la idea de su querido hermano, Caelan, al borde de la muerte. Sin perder tiempo, ya había dado órdenes para reunir a los mejores médicos de la ciudad y de los territorios cercanos. No escatimaría en gastos ni en recursos. Su hermano debía vivir.
Muchos, aquellos que solo conocían su reputación, habrían supuesto que Lyrith Maenon, con su ambición desbordante y su carácter implacable, resentiría a Caelan. Después de todo, él le había arrebatado el derecho a gobernar Zanzíbar, y su nacimiento había debilitado el cuerpo de su amada madre. Pero no. Caelan era su sangre, su responsabilidad. Desde el momento en que ella, con trece años, sostuvo en brazos a su hermano recién nacido, supo que debía protegerlo. No solo por la promesa que le hizo a su madre, la duquesa Avelisse Maenon, en su lecho de muerte, sino porque lo amaba con una devoción feroz.
Fue ella quien lo crió, quien lo educó, quien lo moldeó para ser un verdadero hombre, digno de gobernar Zanzíbar. Su padre, el duque Eberhard Maenon, nunca estuvo a la altura de ese título. Pero Caelan… Caelan era su obra maestra, su legado. Y él siempre había estado apegado a ella, obediente, confiado. Con suerte, gobernarían juntos. Porque aunque él llevara el título, era Lyrith quien tomaría las decisiones. Siempre lo había hecho.
Claro, su padre había intentado apartarla. Cuando ella rechazó casarse con un conde insignificante, Eberhard la castigó, obligándola a casarse a los diecisiete años con un señor de ciudad, Vaurien Dareth. Un hombre repugnante, obeso y vulgar. Pero incluso en esa desventaja, Lyrith supo usar sus dones. Su belleza, su inteligencia, su astucia. El matrimonio le dio dos joyas preciosas: Celeste y Liliane. Dos hijas tan hermosas como su madre. Y cuando Vaurien, en su estupidez, intentó desafiarla, fue suficiente un beso y una palabra susurrada en el oído correcto para que su mano derecha lo eliminara.
El mundo creyó que su muerte fue una desgracia, pero para Lyrith fue una liberación. El matrimonio fue convenientemente borrado de la historia, y cuando se casó con el marqués Aldric Vauclair, de Marveth, nadie mencionó su vida anterior. Aldric fue una mejor elección, más fácil de manipular. Un suspiro, una caricia, una noche en su cama, y él era suyo. Obediente, devoto. Incluso en su avanzada edad, resultó ser un esposo útil… hasta que murió también.
La lucha por la sucesión con su hijastro fue desafortunada, sí, pero no una derrota total. El marquesado de Marveth se fragmentó en condados y baronías, debilitándose bajo el peso de las disputas internas. Y aunque Lyrith perdió influencia directa sobre esa región, ganó otra forma de poder: la división era su arma. Un territorio fragmentado era más fácil de manipular desde las sombras, y en ese caos ella encontraba oportunidad. Pero, más importante aún, Aldric le había dejado un regalo invaluable: cuatro hijas más. Evadne, Syelith, Mirabelle y la pequeña Elysia. Cada una de ellas era una joya pulida con esmero, instrumentos delicados y perfectos para jugar el juego del poder.
Suspiró, cerrando los ojos un momento, dejando que los recuerdos la inundaran. Desde pequeña había aprendido a manipular, a leer a las personas como si fueran libros abiertos. Su padre, el duque Eberhard Maenon, había sido el primer hombre al que doblegó con su astucia, haciéndose pasar por la hija devota y dócil que él deseaba. Jugaba el papel de la obediente sin fallar nunca, siempre atenta, siempre complaciente. Pero detrás de esa máscara se forjaba una mente aguda y calculadora, capaz de prever cada movimiento en el tablero. Sabía lo que los hombres deseaban, y se convirtió en todo lo que ellos anhelaban.
Su belleza había sido una de sus armas más poderosas. Tenía un cuerpo que cualquier hombre mataría por contemplar: curvas generosas, una cintura esbelta, un porte elegante que hacía que cada movimiento suyo pareciera una danza. Sus pechos, abundantes, su trasero firme y perfecto, atraían miradas como imanes. Pero no era solo su físico lo que los volvía locos; era la forma en la que los tocaba, la suavidad de sus caricias, la promesa implícita en cada palabra susurrada contra sus oídos. Y aunque el sexo solo lo usaba cuando en verdad era necesario y aunque la mayoría de ellos era decepcionante, Lyrith lo soportaba, porque sabía que en la cama se cerraban tantas alianzas como en la sala del trono. Un beso, una caricia, una noche, y los hombres quedaban a su merced, afortunadamente solo tuvo que acostarse con seis hombres en su vida, tres de ellos sus esposos.
Fue ella quien movió los hilos para asegurar la alianza con Stirba. Lo vio venir desde el principio: Stirba era poderosa, sí, pero su verdadero recurso era el oro. Y el oro, aunque valioso, palidecía ante las riquezas de Zanzíbar. Si todo hubiera salido según lo planeado, Lyrith podría haber llegado a ser una princesa, quizás incluso una reina. Pero el destino, como siempre, tenía su propia voluntad. Aún así, no estaba dispuesta a rendirse. Todavía tenía piezas en el tablero y movimientos por hacer. Iván Erenford era joven, ambicioso, y solo era cuestión de tiempo antes de que ascendiera en Zusian como el futuro duque. Una alianza con él sería ventajosa, pero eso era un plan a largo plazo. Por ahora, había asuntos más urgentes.
Se levantó con la gracia de una reina, y su vestido de terciopelo verde oscuro se deslizó a su alrededor como una segunda piel. Era una prenda exquisita, ajustada en el corpiño para resaltar su figura, con mangas largas de encaje negro que se extendían hasta sus muñecas y una falda amplia que arrastraba levemente al caminar. Bordados dorados en forma de enredaderas ascendían desde el dobladillo, trepando como serpientes hacia su cintura. Cada joya que llevaba —anillos, pendientes, el delicado collar de esmeraldas— había sido cuidadosamente elegida para complementar su belleza sin eclipsarla. El sonido de sus pasos resonaba con una cadencia firme mientras avanzaba por el pasillo, dirigiéndose a las habitaciones de Caelan.
Cuando entró en la estancia, el aire era pesado, impregnado con el olor de hierbas medicinales y el leve rastro metálico de la sangre. La habitación era amplia, decorada con la opulencia propia de la familia Maenon: tapices de seda cubrían las paredes, representando escenas de antiguas batallas y victorias, mientras que alfombras gruesas amortiguaban el sonido de los pasos. Una gran chimenea de mármol blanco ardía suavemente en una esquina, proyectando sombras vacilantes sobre los muebles tallados a mano y las cortinas de terciopelo azul oscuro que cubrían las altas ventanas. Candelabros de plata iluminaban la sala con una luz cálida, aunque nada podía disipar del todo la frialdad que parecía emanar de la cama en el centro de la habitación.
Caelan yacía allí, inmóvil, su cuerpo delgado y juvenil cubierto por mantas de lino bordadas. Habían pasado días desde que estaba siendo atendido, alimentado solo con líquidos a través de métodos forzados. Su piel, normalmente brillante y sana, había adquirido un matiz pálido y enfermizo. El cabello rubio largo, que siempre llevaba trenzado en las tradicionales trenzas de guerra de la nobleza del norte de Aurolia —un símbolo de habilidad marcial y honor—, ahora caía suelto sobre la almohada, una cascada desordenada de oro apagado.
Lyrith avanzó lentamente hasta la cama, sus ojos clavados en el rostro de su hermano. Su mano se alzó con una delicadeza inusual, apartando un mechón de cabello de su frente. Era tan joven… solo quince años. Aún conservaba esa belleza casi etérea, con facciones delicadas pero marcadas, labios pálidos, mejillas que alguna vez fueron sonrojadas y ahora estaban exangües.
Recordó el día en que lo sostuvo por primera vez. Caelan había sido un bebé pequeño y llorón, con una piel suave como el terciopelo y unos rizos dorados que parecían hilos de sol. Sus ojos, grandes y dorados, la miraban con una mezcla de miedo y asombro, y en ese instante, Lyrith supo que lo protegería con su vida. Recordó cómo lo arrullaba en las noches, sus canciones suaves llenando la oscuridad de la habitación. Recordó su risa infantil cuando daba sus primeros pasos, tambaleante pero determinado, y cómo siempre corría hacia ella cuando se caía, buscando consuelo en sus brazos.
Con el tiempo, él creció, y Lyrith fue más que una hermana: fue madre, mentora, protectora. Desde el momento en que pudo caminar, ella estuvo allí, guiando cada uno de sus pasos con una mezcla de ternura y determinación férrea. Le enseñó a leer, a escribir con una caligrafía impecable, a entender el arte de las palabras y a componer poesía que arrancara suspiros y admiración. Bajo su estricta vigilancia, se convirtió en el noble perfecto según los estándares de Aurolia: culto, elegante, diplomático, carismático. Pero eso era solo el comienzo.
Un heredero en Aurolia no solo debía ser refinado; debía ser también un guerrero de élite, un jinete excepcional, un maestro en el manejo de todas las armas conocidas. Lyrith se aseguró de que Caelan se formara con los mejores soldados del ducado, hombres endurecidos por la batalla y maestros en el arte de la guerra. Cuando eso no fue suficiente, con sonrisas seductoras y palabras dulces, convenció a su padre de contratar a los más brillantes estrategas y generales del continente, hombres dispuestos a abandonar sus patrias y establecerse en Zanzíbar solo para instruir a su hermano. Ella misma ordenó traer todos los libros de tácticas y estrategias militares del mundo conocido, llenando la biblioteca del ducado con tratados de guerra, historias de conquistas y estudios sobre liderazgo.
Caelan se convirtió en lo que ella soñaba: prodigio en todo, genio en cada disciplina, obediente en todo. Perfecto. Y ahora, viéndolo tan frágil y vulnerable sobre esa cama, sintió cómo la rabia hervía en su pecho, una furia fría y peligrosa que le tensaba los músculos y le nublaba la mente. No permitiría perderlo. No después de todo lo que había hecho para prepararlo.
—Resiste, Cae —susurró, su voz apenas un aliento mientras se inclinaba para depositar un beso en la pálida frente de su hermano—. No te atrevas a dejarme… recuerda tu promesa.
El recuerdo la golpeó con fuerza, tan vívido como si estuviera sucediendo en ese instante.
Era una tarde de primavera, el sol descendía lentamente, tiñendo el cielo de tonos dorados y carmesí. Caelan tenía apenas diez años, y ambos estaban en el jardín de flores de manzanos gala, un lugar apartado y tranquilo donde nadie podía escucharlos. Él estaba sentado en la hierba, con un libro de tácticas militares abierto sobre las piernas, pero sus ojos dorados estaban fijos en ella, brillantes de determinación.
—Quiero ser fuerte —dijo él, con esa seriedad inusual en alguien tan joven—. Como tú, como padre. Quiero ser alguien a quien todos respeten… y a quien nadie pueda lastimar.
Lyrith sonrió, una mezcla de orgullo y ternura llenando su pecho. Se arrodilló frente a él, tomando sus pequeñas manos entre las suyas.
—Lo serás, Caelan. Serás el más grande de todos. Pero tienes que prometerme algo.
—¿Qué cosa?
—Que nunca me dejarás sola. Pase lo que pase, siempre estarás a mi lado.
Él dudó un segundo, pero luego asintió con una firmeza que casi la hizo reír.
—Te lo prometo, Lyrith. Nunca te dejaré sola.
El sonido de la puerta abriéndose suavemente la arrancó del recuerdo. No se volvió, pero escuchó los pasos medidos de los médicos y curanderos que entraron en la habitación. Había varios, todos con el rostro marcado por la preocupación, susurrando entre ellos mientras se acercaban a la cama. Cambiaron el vendaje con manos expertas, aplicaron ungüentos de olores fuertes y discutieron en voz baja sobre el estado del joven.
—¿Sus órganos? —preguntó Lyrith sin apartar la vista de Caelan.
—No están dañados, mi señora —respondió uno de los médicos, con la voz temblorosa—. Y… podemos reducir la cicatriz. Pero…
—Pero no sabemos cuándo despertará —terminó otro, con la mirada fija en el rostro inerte del muchacho.
La frustración creció en su pecho como una marea imparable, pero se obligó a mantener la calma. Dos días pasaron en una sucesión de horas interminables. A veces, sus hijas venían a visitar a su tío, sus voces suaves llenando la habitación con susurros esperanzados. Celeste y Liliane, las mayores, le hablaban con ternura, tratando de animarlo, mientras Evadne, Syelith, Mirabelle y la pequeña Elysia tejían coronas de flores y las dejaban sobre la mesilla de noche, como ofrendas silenciosas.
Lyrith no era particularmente devota, pero la desesperación la llevó a tomar medidas extremas. Ordenó un sacrificio a los dioses Nofos, ofreciendo la vida de diez mil personas —voluntarios de entre prisioneros y esclavos— en una súplica desesperada por la recuperación de su hermano. Los gritos de aquellos condenados aún resonaban en su mente, un eco distante y macabro que ella apartaba con esfuerzo.
No comió. Apenas durmió. Se quedó junto a él, sosteniendo su mano fría, observando cada leve movimiento con una mezcla de esperanza y terror. A veces, él se movía ligeramente, como si luchara en sueños contra enemigos invisibles.
Cuando finalmente el agotamiento la venció el quinto dia, y sus párpados comenzaron a cerrarse, fue el sonido de un movimiento más fuerte lo que la arrancó del borde del sueño. La quietud sofocante de la habitación se quebró con un leve temblor, el roce apenas perceptible de sábanas al moverse. Se incorporó de golpe, con el corazón latiéndole violentamente en el pecho, y sintió cómo los dedos de Caelan se tensaban en su mano. Fue un gesto débil, casi imperceptible, pero para Lyrith fue como un trueno en medio de la tormenta.
—Cae… —susurró, su voz quebrándose mientras la desesperación y la esperanza se entrelazaban en su garganta.
El cuerpo de su hermano se agitó bajo las mantas, un espasmo torpe y doloroso. Su respiración se aceleró, volviéndose errática, jadeos entrecortados que rompían el silencio con una fragilidad que le resultaba insoportable. Los párpados del chico temblaron, luchando por abrirse, hasta que finalmente lo hicieron. Y cuando sus ojos dorados —esos ojos tan parecidos a los de su madre— se encontraron con los de ella, Lyrith sintió una punzada tan profunda en el pecho que casi la dejó sin aliento.
Esos ojos estaban desorbitados, nublados por el dolor y la confusión. Ya no había en ellos la determinación férrea que siempre había visto, ni la confianza indomable que había cultivado en él desde niño. Solo había miedo.
—Lyrith… —jadeó él, su voz rota, apenas un hilo tembloroso que parecía a punto de deshacerse.
Ella se inclinó sobre él, con una suavidad inusitada en sus movimientos, y llevó una mano a su rostro. Sus dedos acariciaron con ternura la piel pálida y húmeda, apartando un mechón del cabello dorado que se pegaba a su frente.
—Estoy aquí —susurró, esforzándose por mantener la calma, aunque el miedo le atenazaba el pecho—. Estoy aquí, Cae. No te muevas, estás a salvo.
Pero él desvió la mirada. Apretó los dientes con fuerza, y Lyrith vio cómo las lágrimas comenzaban a acumularse en el borde de sus ojos. Fue entonces cuando ella dejó de ver al guerrero prodigio, al heredero perfecto, al estratega brillante que había moldeado con tanto esmero. Por primera vez en mucho tiempo, lo vio como lo que realmente era: un chico de quince años. Un niño, destrozado y asustado, quebrado bajo el peso de las expectativas y la derrota.
—P-perdóname, Lyrith… —balbuceó, su voz temblando con cada palabra—. Yo… yo fallé. La… la cagué. Lo arruiné…
Cada palabra era una herida abierta. Cada sollozo contenido era un cuchillo que se clavaba más profundo en el corazón de Lyrith.
—Pensé… pensé que sería fácil… —continuó él, con la respiración entrecortada—. Era una victoria segura. Zusian estaba… a un golpe de perder. Era… era lo que necesitábamos. Pero… pero yo… lo arruiné. No debí ir. No… no debí…
El temblor en su cuerpo se hizo más intenso. Cerró los ojos con fuerza, como si intentara contener las lágrimas, como si la vergüenza lo estuviera consumiendo desde dentro.
—Perdóname, Lyrith… —murmuró, la voz ahogada por el llanto—. No… no fui lo que debía ser…
Lyrith no lo dejó terminar. Con un movimiento rápido y decidido, lo envolvió en un abrazo, ignorando la rigidez de su cuerpo y el dolor evidente en cada uno de sus espasmos. Lo sostuvo con firmeza, como si pudiera aferrarlo a la vida solo con la fuerza de sus brazos, y sintió cómo él finalmente cedía. Caelan se quebró en sus brazos, hundiendo el rostro en su pecho mientras las lágrimas lo sacudían.
—No te disculpes… —susurró ella, con la voz cargada de una ternura feroz—. No eres una decepción. No eres un inútil. Estás a salvo, Caelan. Estás aquí conmigo, y eso es lo único que importa ahora.
Él sollozó con más fuerza, aferrándose a ella como si fuera lo único que lo mantenía anclado en ese mundo. Su cuerpo temblaba contra el de Lyrith, cada espasmo acompañado de una respiración entrecortada, cada lágrima una confesión muda de dolor y desesperación. Ella lo sostuvo con firmeza, sus manos acariciando con delicadeza la espalda del muchacho, como si pudiera calmarlo solo con el contacto, como si pudiera sanar no solo sus heridas físicas, sino también las cicatrices invisibles que se estaban abriendo en su espíritu.
—Escúchame bien —dijo ella, apartándose apenas lo suficiente para tomar su rostro entre las manos y obligarlo a mirarla a los ojos—. No te culpes. No es tu culpa. Hiciste lo que se esperaba de ti. Dirigiste desde el frente, como el líder que siempre supe que serías. Esta guerra… esta guerra estaba perdida desde el principio. Pero no fue tu culpa, Caelan. Nunca lo fue.
Los ojos dorados de Caelan se llenaron de una mezcla de incredulidad y dolor, como si quisiera creer en sus palabras, pero el peso de la derrota lo aplastara demasiado. Sus labios temblaron, pero antes de que pudiera responder, un violento escalofrío recorrió su cuerpo. Estaba débil. Demasiado débil.
Lyrith no lo pensó dos veces. Se apartó con rapidez, aunque sus movimientos seguían siendo cuidadosos, y se volvió hacia la puerta.
—¡Sirvientas! —llamó, su voz cortante y autoritaria, una orden que no admitía demora.
La puerta se abrió casi al instante, y varias criadas entraron con rapidez, sus rostros pálidos y tensos, al instante su mirada se dirigió a Caelan, el trato de ocultar su rostro y lagrimas. Lyrith no les dio tiempo a hablar o de pensar en lo que veían.
—Si alguna de ustedes menciona lo que está viendo aquí, haré que la muerte sea una bendición para ustedes. ¿Entendieron? —dijo, con una frialdad tan absoluta que la temperatura de la habitación pareció descender.
Las criadas asintieron rápidamente, sin atreverse a levantar la mirada.
—Bien. Ahora traigan comida y bebida para mi hermano —continuó Lyrith—. Algo digno de su estatus. Recuerden que él será su duque. No quiero excusas, no quiero demoras. Muévanse.
Las sirvientas salieron tan rápido como habían llegado, y la habitación volvió a sumirse en ese pesado silencio, solo roto por la respiración aún irregular de Caelan. Lyrith volvió a su lado, pero esta vez no lo abrazó. Le dio espacio, sabiendo que él intentaría recomponerse, aferrarse a la imagen de fuerza que tanto le habían inculcado. Y, efectivamente, Caelan se separó un poco de ella, intentando erguirse aunque su cuerpo apenas le respondía.
—Que… que ha pasado… desde que perdí… —preguntó, con la voz ronca y débil, pero con esa necesidad de información que siempre lo había caracterizado.
Lyrith tomó aire lentamente, preparándose para las malas noticias que sabía que tenía que darle. Se sentó junto a él, su mirada fija en la pared mientras organizaba las palabras en su mente.
—Desde que nuestros inútiles generales y aliados perdieron —lo corrigió con una dureza que no trató de ocultar—, todo ha sido un desastre. El ejército principal, "dirigido por padre", ha sido derrotado. Las fuerzas combinadas de Zanzíbar y Stirba tardaron demasiado en invadir el norte de Zusian, y Lucan Frostblade, el Oso Blanco, logró detener el avance en los pasos de Khorathor.
Caelan cerró los ojos con fuerza, como si el nombre de Lucan Frostblade fuera una maldición.
—Hubo una batalla de desgaste inútil —continuó Lyrith, su tono implacable—. Cuando finalmente lograron romper las defensas zusianas, las fuerzas combinadas pudieron conquistar algunas ciudades y fortalezas menores, pero Zusian había enviado refuerzos. Los mismos refuerzos que llegaron contra padre… hicieron que perdiéramos.
El silencio que siguió fue sofocante. Caelan apretó las sábanas con los puños, la frustración evidente en cada línea de su cuerpo.
—Y eso no es todo —prosiguió Lyrith, su voz volviéndose aún más fría—. En el otro frente, mi exmarido fue derrotado por Iván Erenford en las montañas de Karador. Ordené a nuestro ejército, el que estaba con Maximiliano, y a los stirbanos que se retiraran. Pero…
Hizo una pausa, y Caelan abrió los ojos, leyéndola con una mezcla de inquietud y furia.
—Maximiliano está muerto —dijo ella finalmente, con una calma escalofriante—. A manos de Iván Erenford. Y Stirba… Stirba está al borde del colapso, sin un heredero claro. La situación es peor de lo que jamás imaginé.
El silencio que cayó después fue más pesado que nunca, como una losa aplastante que ninguno de los dos se atrevía a mover. Caelan se quedó mirando el techo, con los ojos abiertos pero vacíos, la respiración entrecortada y temblorosa, como si cada palabra que acababa de escuchar lo hubiera golpeado con la fuerza de una lanza. Sus puños se cerraban lentamente sobre las sábanas, los nudillos pálidos, el único indicio exterior de la furia y la desesperación que bullían en su interior. Lyrith lo observaba en silencio, sus ojos fijos en su hermano, y aunque su rostro era una máscara de serenidad, por dentro sentía el rugido de una tormenta incontrolable. Sabía que esto apenas era el principio. Y lo peor estaba aún por venir.
Su padre ya tenía dos grandes derrotas en una guerra que debía haber sido su consagración. La primera había sido aquella absurda guerra de coalición, una campaña insensata donde, incluso superando mil a uno a los zusianos, habían perdido de manera humillante. Y ahora esta guerra… ni siquiera habían peleado contra todo el poder de Zusian, y aún así habían sido aplastados, a pesar de haber comenzado con ventaja. Era una vergüenza. Una mancha en la historia de Zanzíbar que nadie olvidaría. Pero lo más peligroso no eran las derrotas en el campo de batalla. No. Lo realmente temible era lo que venía después.
Zanzíbar aún estaba dividido. Los terratenientes tenían demasiado poder, y no era como en Zusian u otros territorios, en donde una autoridad centralizada mantenía el control absoluto. Incluso Stirba, a pesar de sus tensiones internas, estaba unido por una dictadura militar férrea. Los terratenientes allí eran más propensos a formar facciones y a competir entre sí que a tratar de fragmentar el ducado. Incluso con la muerte de Maximiliano, Stirba seguiría existiendo. Y si los rumores de que toda la Hueste Jurada de Sangre estaba regresando eran ciertos, la lucha de sucesión entre los hijos de Maximiliano sería sangrienta… pero no desmembraría a Stirba.
Zanzíbar era diferente. Su hogar era un nido de serpientes. Aquí, los terratenientes no solo tenían poder, sino ambición y pocos escrúpulos. No solo tendrían que detener los ataques fronterizos de Zusian, sino también sofocar las inevitables conspiraciones internas que, sin duda, ya estaban en marcha.
—Recuerda que no es tu culpa —repitió Lyrith, con una voz suave pero firme, como si esas palabras pudieran sostener a su hermano cuando todo lo demás amenazaba con derrumbarse.
Caelan cerró los ojos un momento, como si quisiera escapar de la realidad, pero antes de que pudiera responder, la puerta se abrió con un leve crujido. Las sirvientas regresaron, y esta vez cargaban bandejas llenas, avanzando con pasos rápidos pero cuidadosos, temerosas de la mirada helada de Lyrith. Una tras otra, colocaron los platillos sobre la mesa junto a la cama, y el aroma que comenzó a llenar la habitación era tan rico y opulento que incluso en ese ambiente cargado de tensión, logró hacerse notar.
La comida era digna de un futuro duque. Sobre una bandeja de plata pulida, había una pierna de cordero asada lentamente, la piel crujiente y dorada, sazonada con hierbas aromáticas que liberaban un perfume embriagador. A su lado, había un plato de faisán relleno de frutos secos y especias, la carne tierna y jugosa apenas contenida por la piel dorada.
Una fuente de arroz especiado, mezclado con almendras tostadas y pasas, humeaba suavemente, cada grano perfecto y brillante. También había un guiso espeso de venado, cocido en vino tinto y acompañado de setas silvestres y zanahorias glaseadas, su aroma cálido y reconfortante.
No faltaban los acompañamientos: pan recién horneado, con la corteza dorada y crujiente, mantequilla batida con hierbas, y una selección de quesos añejos y embutidos curados. En un pequeño cuenco de porcelana, una salsa oscura y densa prometía un sabor intenso y complejo.
Para beber, trajeron una jarra de vino especiado, caliente y fragante, con notas de canela y clavo, y una jarra de cerveza negra, espesa y espumosa. También había agua fresca con rodajas de limón y menta, cristalina y tentadora.
Las sirvientas colocaron todo en silencio en una mesa cercana, sin atreverse a levantar la vista, y cuando terminaron, Lyrith les hizo un gesto brusco con la mano. Salieron de inmediato, cerrando la puerta tras ellas sin emitir un solo sonido. Lyrith ayudo a su hermano a pararse y a sentarse en una de las sillas de la mesa.
—Come —ordenó Lyrith suavemente, sirviendo un trozo de cordero en un plato y acercándoselo a su hermano—. Necesitas recuperar fuerzas.
Caelan la miró, con la duda y el cansancio todavía reflejados en sus ojos dorados, pero al final, tomó el plato. Sus manos temblaban ligeramente, y Lyrith se dio cuenta de lo débil que estaba. Pero también sabía que él no aceptaría compasión. No aún.
Mientras Caelan masticaba un poco de la pierna de cordero, el crujido de la piel dorada y la carne jugosa apenas fueron un susurro en la habitación cargada de tensión. Su mandíbula trabajaba lentamente, con el esfuerzo visible en cada movimiento. Parecía comer más por obligación que por hambre, como si el simple acto de mantenerse en pie fuera un peso insoportable. Aun así, no dejó de masticar, y por un momento, el sonido apagado de la comida fue lo único que rompió el silencio.
Pero entonces, su voz temblorosa volvió a llenar el espacio, casi un susurro.
—Perdóname, Lyrith… —dijo, sin levantar la vista, sus palabras ahogadas entre el dolor y la vergüenza.
Lyrith cerró los ojos un momento, conteniendo la exasperación y la tristeza que se mezclaban en su pecho como un veneno lento. Soltó un largo suspiro, y luego se puso de pie, moviéndose con la elegancia precisa de alguien que estaba acostumbrada a mantener el control incluso en el caos. Se acercó a la mesa, tomó el cuchillo de trinchar y volvió junto a su hermano.
—No quiero que vuelvas a disculparte, Caelan —dijo, su tono suave, pero con una dureza subyacente que no admitía discusión. Con movimientos firmes, cortó un trozo de carne, la hoja afilada deslizándose sin esfuerzo a través del cordero—. No eres el culpable. Y si insistes en pedir perdón una vez más, aunque me duela hacerlo, te juro que te golpearé hasta que lo entiendas. —Levantó la pieza de carne y la depositó en el plato de Caelan, su mirada fija en él—. Ahora come.
Caelan la miró con esos ojos dorados que siempre habían reflejado una mezcla de orgullo y vulnerabilidad, pero ahora solo había cansancio. Aun así, obedeció. Tomó el trozo de carne y comenzó a comer de nuevo, con movimientos lentos, como si el simple acto de llevarse el alimento a la boca fuera un esfuerzo titánico.
—Escucha —continuó Lyrith, sin apartar la vista de él, su voz bajando apenas un poco, volviéndose más íntima, pero también más peligrosa—. Nuestro padre está en peligro político. Y con él, toda nuestra casa. —Caminó lentamente alrededor de la habitación, como una fiera enjaulada, sus pasos medidos pero cargados de tensión—. Ya hemos sufrido dos grandes derrotas, y eso es algo que nuestros enemigos no ignorarán. Hay muchos que pensarán en sustituirnos, en despojarnos de lo que es nuestro por derecho.
Hizo una pausa, girándose para mirarlo directamente, sus ojos fríos y calculadores.
—Obviamente, no lo permitiremos. —Las palabras salieron como una promesa de acero, afiladas y definitivas—. Pero para eso, necesito que me escuches, Caelan. Nuestro padre ya es viejo y cada vez más imprudente. Su orgullo lo ciega, lo hace tomar decisiones estúpidas y peligrosas. Se cree más sabio e inteligente de lo que es, y esa arrogancia nos ha llevado a donde estamos ahora.
Se acercó a la cama, inclinándose hacia él, y por un momento, la máscara de frialdad se resquebrajó lo suficiente para dejar entrever una sombra de desesperación contenida.
—Tienes que confiar en tu hermana. —Su voz era un susurro, pero había una intensidad en sus palabras que hacía imposible ignorarla—. Y más que eso… debes obedecerme. Sin preguntas. Sin dudar. Harás lo que te diga, Caelan. Porque si no lo haces… —Se enderezó, y la dureza volvió a su rostro—. No solo nosotros moriremos. Todo lo que nuestra familia ha construido se desmoronará.
Caelan tragó con dificultad, la carne atorándosele en la garganta. Por un momento, el silencio regresó, tan pesado como antes. Pero esta vez, había algo más en el aire: la certeza de que estaban al borde de un precipicio, y cualquier paso en falso significaría la caída.
—¿Lo harás, Caelan? —preguntó Lyrith, y aunque su tono era tranquilo, la urgencia estaba ahí, apenas contenida—. ¿Harás lo que tu hermana te dice?
Caelan bajó la vista hacia su plato, observando la carne cortada en trozos pequeños, cada pedazo cuidadosamente dispuesto, como si aquel plato fuera el reflejo mismo del orden que su vida había perdido. La textura fibrosa de la carne brillaba bajo la luz cálida de las llamas, la grasa fundida relucía con un tono dorado y tentador, pero nada de eso despertaba su apetito. El aroma a hierbas y especias llenaba la habitación, mezclándose con el sutil perfume de la madera ardiendo en el hogar, pero todo le sabía a ceniza. Su mano tembló ligeramente cuando llevó otro bocado a su boca, y aunque la carne era tierna y jugosa, la masticó con lentitud, como si cada mordida le costara un esfuerzo doloroso.
—Sí… —respondió al fin, con la voz apenas un murmullo. No levantó la cabeza, pero Lyrith supo que lo decía en serio. En esa única palabra había una rendición silenciosa, una aceptación amarga de la realidad que los aplastaba.
—Bien —respondió ella sin más, su tono frío y cortante como el filo de una daga, sin dejar espacio a dudas ni objeciones.
El silencio que siguió fue denso, sofocante, como si el aire mismo se hubiera vuelto más pesado. El único sonido era el crepitar de la leña en el hogar, un estallido esporádico de chispas que rompía la quietud con una violencia efímera. Caelan se quedó inmóvil, con la mirada fija en el plato, mientras sus manos temblaban apenas, un detalle casi imperceptible si no fuera porque Lyrith lo observaba con una atención aguda, implacable. Conocía a su hermano mejor que nadie; podía ver la fractura en su interior, el miedo que trataba de ocultar bajo una máscara de resignación.
Finalmente, él levantó la vista, y en esos ojos dorados que tanto recordaban a su padre, Lyrith vio algo que la hizo contener el aliento: duda… y miedo. Un miedo profundo, devastador, que amenazaba con consumir lo poco que quedaba de su determinación.
—¿Y si no soy lo suficientemente fuerte? —preguntó en voz baja, casi como si temiera ser escuchado por alguien más, como si la mera confesión de su debilidad pudiera convertirla en una realidad irreversible.
Lyrith sintió que algo se rompía dentro de ella al escucharlo. Este no era el Caelan que conocía, el chico orgulloso, seguro y decidido que había educado. Ese Caelan parecía haberse desvanecido, dejando en su lugar a un muchacho herido, quebrado por el peso de las derrotas y la desesperación. Pero ella no iba a permitir que se rompiera. No ahora, cuando más lo necesitaba.
Se acercó a él, con una lentitud casi ceremonial, y se inclinó hasta quedar a su altura. Sus ojos, duros y determinados, se clavaron en los suyos con una intensidad que no admitía escape.
—Entonces te haré fuerte —dijo ella, con una convicción que no admitía dudas—. Y si no puedes serlo por ti mismo, serás fuerte por mí. Porque no hay otra opción, Caelan. Porque si caemos ahora, no habrá nadie para levantarnos. —Tomó su rostro entre las manos, obligándolo a mirarla—. ¿Recuerdas lo que me prometiste? Dijiste que siempre estarías a mi lado. Y ahora te necesito, Caelan. Más que nunca. Tú y yo… siempre hemos estado juntos. Yo te cuidaré… y tú me cuidarás.
El chico tragó saliva, sus ojos buscando desesperadamente en el rostro de su hermana alguna señal de la ternura que tanto necesitaba, alguna chispa de consuelo en medio de aquella tormenta. Pero lo único que encontró fue determinación. Una voluntad férrea, implacable, que no le ofrecía consuelo, pero sí una dirección. Y en esa determinación entendió lo que ella realmente le estaba pidiendo: que se convirtiera en el hombre que ella había criado.
—Lo haré —susurró al fin, aunque su voz tembló, reflejando el peso de aquella decisión.
Lyrith se acercó aún más y besó suavemente la frente de su hermano, un gesto de ternura y de consuelo solo para ellos. Porque sabía que, después de aquella noche sus vidas serian muy complicadas.
—Bien. Ahora come, por favor —le pidió, enderezándose con la dignidad de una reina—. Necesitas recuperar tus fuerzas.
Caelan obedeció, aunque sus movimientos seguían siendo lentos y torpes. Pero con cada bocado, parecía recobrar un poco más de color, un poco más de vida. El cordero asado, sazonado con romero y tomillo, se deshacía en su boca, y aunque aún sentía aquella opresión en el pecho, la calidez de la comida comenzó a aflojar el nudo en su estómago. Probó el pan recién horneado, crujiente por fuera y esponjoso por dentro, untado con una gruesa capa de mantequilla perfumada con ajo. Bebió un largo trago de la cerveza oscura y espesa que las sirvientas habían traído, sintiendo cómo el líquido cálido descendía por su garganta y disipaba, aunque fuera un poco, el frío que lo había invadido desde que despertó.
Lyrith se sentó a su lado, observándolo en silencio. Su mente trabajaba frenéticamente, tejiendo planes y estrategias, sopesando cada posible movimiento y cada amenaza. Sabía que ese momento de calma era una ilusión, un respiro fugaz antes de que la tormenta los alcanzara de lleno. Y cuando lo hiciera, debían estar listos… o morirían juntos.
Cuando el plato estuvo casi vacío y la jarra de cerveza a medio consumir, Caelan se recostó en la cama, su respiración más tranquila. El color había regresado a su rostro, pero la sombra en sus ojos seguía allí, una cicatriz invisible que el descanso no borraría.
—Lyrith… —dijo él, su voz apenas un murmullo, quebradiza y vulnerable—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Ella se quedó en silencio por un momento, mirando el fuego danzar en el hogar, como si en aquellas llamas pudiera encontrar la respuesta. El resplandor anaranjado proyectaba sombras alargadas en las paredes, y en ese juego de luces y oscuridad vio el reflejo de su propio dilema: luchar o caer, resistir o ser consumidos.
—Vamos a sobrevivir —respondió al fin, su voz firme, como una promesa grabada en piedra—. Y después… vamos a ganar.