Todo era un caos. La ciudad de Voryndell hervía con una energía descontrolada, una mezcla de desesperación, rabia y confusión que pendía de un hilo, a punto de estallar en violencia desenfrenada. Lena Varys observaba desde las murallas cómo el ejército se movía como un animal herido, desorganizado y lleno de furia. Los soldados corrían de un lado a otro, algunos cargando provisiones, otros afilando sus armas con movimientos tensos y mecánicos. De vez en cuando estallaban peleas: insultos se convertían en empujones, los empujones en puñetazos, y más de una vez el brillo de las hojas desenvainadas cortaba el aire, derramando sangre en las calles empedradas. Pero, para su alivio, la mayoría contenía su furia. Aún no se mataban entre ellos… aún.
No es que le importara demasiado. Lena estaba demasiado furiosa como para desear la paz, pero también demasiado cansada como para querer una pelea. Si tenía que empuñar su guadaña, no sería para una muerte rápida. No. Su rabia exigía algo más… prolongado.
Y no era para menos, a solo una semana de la fortaleza de Durnholm, el corazón del sur de Stirba, y a unos días más de las praderas de Alavern, donde se suponía que debían reunirse con su duque, con las esperanzas de unificar las fuerzas stirbanas para expulsar a los invasores Zusianos. Pero la llegada del moribundo Kaelric Vardros, general personal del duque, fue cuando se dieron cuenta que sus esfuerzos fueron inútiles.
Kaelric, era apenas una sombra de sí mismo. Le faltaba un brazo, su rostro estaba surcado de profundas cicatrices frescas que le sangraban a ríos, y su armadura destrozada y mancha de una mezcla de sangre y lodo colgaba de él como una reliquia rota. Su respiración era entrecortada, cada palabra que pronunciaba estaba teñida de dolor y desesperación. Pero lo peor fue lo que traía consigo: mil Jurados de Sangre, la élite del ducado, el cuerpo de guardaespaldas personal del duque. Pero estos hombres, considerados invencibles, estaban igual o peor que el general. Mutilados, ensangrentados, con miradas vacías y cuerpos destrozados. Que aún respiraran era un milagro… o una maldición.
Y fueron ellos quienes trajeron las noticias. La muerte del duque Maximiliano. La destrucción total del ejército que comandaba. Todos los ejércitos de sangre real, las fuerzas de élite del ducado, estaban muertos o cautivos en manos de los zusianos.
Stirba estaba apunto de volverse un baño de sangre.
Lena apenas pudo contener su furia. Todo su esfuerzo por llegar a tiempo había sido inútil. Habían dejado atrás a los heridos, abandonándolos a una muerte lenta y solitaria. Habían sacrificado las valiosas armas que eran los cañones y tantas provisiones vitales, incluso matado caballos para comer y aligerar la carga, todo para llegar aquí… y no había nada que salvar. Su duque estaba muerto. Su ejército destruido. Y ahora la única promesa era la guerra civil.
Lena suspiró, desde su posición, veía cómo la ciudad se desmoronaba poco a poco. Los diez millones de stirbanos estaban divididos, furiosos, aterrados. Con las lealtades divididas, alianzas frágiles, resentimientos acumulados. Lo único seguro era que el caos estaba a punto de desatarse.
El general Mikal Von Hoss, siempre decidido y directo, ya había comenzado a reunir a tropas leales a él o a su propósito. Cuatro millones de hombres se alineaban bajo su mando, preparándose para marchar hacia el norte y unirse a Lucian Marsdale, el primogénito de su difunto duque. Era la opción más lógica: Lucian tenía el derecho legítimo, ya que su duque nunca tuvo un hijo primero de alguna de sus esposas que hubiera sobrevivido, y Mikal era un hombre de tradición. Pero Lena no confiaba en Lucian. Lo conocía demasiado bien: arrogante, inflexible, demasiado preocupado por el honor y la apariencia. No era el líder que Stirba necesitaba. No en estos tiempos.
Lena solo observo como todo en Voryndell se hundia en la desesperación, junto a el general Markus Derron, quien permanecía en silencio, tan inmóvil como una estatua. Su presencia era imponente a pesar de la herida que le había costado el brazo izquierdo. La manga vacía de su abrigo ondeaba débilmente con el viento, pero la falta del miembro no parecía restarle ni un ápice de fuerza. La expresión de Markus era dura, su rostro marcado por cicatrices antiguas y nuevas, con los ojos entrecerrados fijos en la masa de soldados que se agrupaban en el campo más allá de las murallas. Lena no necesitaba mirarlo para saber lo que pensaba: veían lo mismo. Oportunidad. Y peligro.
El ejército que se había reunido bajo su mando y el de Markus era una fuerza formidable: cinco millones de soldados stirbanos, endurecidos por la guerra, desesperados, furiosos. No se unían por lealtad, sino por necesidad y ambición. Y todos ellos habían elegido apoyar a Damien Marsdale, el segundo hijo del duque Maximiliano. No porque fuera el más diplomático ni el más generoso, sino porque era un guerrero. Como ellos.
Damien era la promesa de una Stirba fuerte, una Stirba que recuperaría su antigua gloria con sangre y acero. Era un general experimentado, un estratega astuto y un duelista excepcional. En el caos que se avecinaba, eso era lo que importaba. No la política. No las alianzas. Solo la fuerza.
Y había otra razón, una que Lena no mencionaba en voz alta, pero que ardía en su interior con una intensidad abrasadora. Sabía que Darian Khoras nunca se uniría a Damien. Era bien sabido que los dos hombres chocaban en todo: Damien era estricto, inflexible, un líder que exigía disciplina absoluta. Darian, por otro lado, hacía las cosas a su manera, sin importar a quién tuviera que desafiar para lograrlo. Eran como el fuego y el hielo, destinados a destruirse mutuamente.
Eso le venía bien. Porque Lena tenía una cuenta pendiente con Darian. Y la saldaría con sangre.
Él había provocado la muerte de su mentor, Roderick Brann, el hombre que había sido lo más cercano a un padre para ella. Esa pérdida la había dejado con una herida que nunca sanaría, una furia que nunca se apagaría. Darian Khoras pagaría por ello. Y después de él, vendría Lucan Frostblade. El anciano que había arrancado el brazo de Markus con una facilidad escalofriante.
Lena sabía que ese camino la consumiría. Sabía que podría costarle la vida, que tal vez jamás vería su nombre grabado en la historia de Stirba o Aurolia. Pero nada de eso importaba. Lo único que importaba era la venganza.
El joven general Severin Gael había intentado desesperadamente mantener la unidad. Su voz, aunque firme, se perdía en el estruendo de la multitud. Severin era joven, idealista. Creía, de alguna manera, que aún había esperanza, que podían dejar de lado sus diferencias y enfrentarse juntos a la amenaza zusiana. Pero nadie lo escucho. Nadie quería escuchar.
Cada facción se aferraba a su propio líder, a su propia visión de quién debía gobernar Stirba y devolverle la prosperidad. Nadie estaba dispuesto a ceder. El destino del ducado ya no se decidiría en reuniones de consejo ni en pactos políticos. Se decidiría en el campo de batalla, con el filo del acero y el rugido de la guerra.
Con gran esfuerzo, Severin logró reunir apenas un millón de soldados. Era una fuerza pequeña en comparación con las demás, y todos sabían que marchaban hacia un futuro incierto. Juntos, partirían hacia el oeste, al condado de Kheoven, para unirse a Adrian Marsdale, el tercer hijo del duque. Adrian no era un guerrero ni un líder carismático; era un político astuto, pero débil. Lena no daba mucho por sus posibilidades.
Cuando finalmente llegó el momento de partir, nadie intentó detenerse. Nadie intentó negociar. Se miraron una última vez, los generales y sus ejércitos, sabiendo que la próxima vez que se encontraran, sería como enemigos. El respeto que se tenían no sería suficiente para evitar la guerra.
Lena observó cómo las tropas se dispersaban, cada una marchando en una dirección diferente, y sintió una mezcla de anticipación y amargura. El viento soplaba con fuerza desde el este, arrastrando consigo el polvo del camino y el eco distante de los gritos y órdenes que aún resonaban en la ciudad. Los estandartes ondeaban con violencia, y el sonido de los cascos de los caballos y las ruedas de los carros retumbaba como un trueno sordo. El caos ya estaba aquí, pensó, con la mirada fija en el horizonte teñido de tonos rojizos por el atardecer. Y la tormenta apenas comenzaba.
El campo más allá de las murallas de Voryndell se había convertido en un hervidero de actividad. Escuadrones enteros se alineaban en formación mientras oficiales gritaban órdenes, intentando imponer algo de disciplina en medio del desorden. Los herreros trabajaban sin descanso a punta de espada, ajustando armaduras y reparando armas dañadas, mientras largas filas de soldados esperaban su turno para recibir suministros. Más lejos, las fogatas de los campamentos comenzaban a encenderse, lanzando columnas de humo que ascendían hacia el cielo como presagios de la guerra que se avecinaba.
—Al parecer el heredero de Zusian y sus hombres solo están asegurando las fronteras del sur —dijo la gruesa voz de Markus, rompiendo el silencio. Su tono era áspero, cortante—. Han tomado la línea defensiva de Valkenheim. Parece que no avanzarán más… por ahora.
Lena no respondió. Ni siquiera giró la cabeza para mirarlo. Sus ojos seguían fijos en el horizonte, en la dirección en la que marcharían pronto. Ensimismada, con su cabello oscuro danzando alrededor de su de su rostro, el viento intentaba despertarla. Su expresión era de piedra, fría y dura como el acero de su espada. Pero dentro de ella, una tormenta rugía.
—¿Sigues enojada por lo del acantilado? —gruñó Markus, con una mezcla de impaciencia y exasperación—. Deberías dejarlo ya, Lena. Pasa la página.
Ella permaneció en silencio, pero sus puños se cerraron con fuerza a los lados de su cuerpo.
—Fueron órdenes de Roderick —continuó Markus, sin molestarse en ocultar su irritación—. Como tú, fui su alumno. Pero a diferencia de ti, lo conocí por más tiempo. No lo olvides. También yo perdí a mi mentor.
Esas palabras hicieron que Lena finalmente girara la cabeza para mirarlo, sus ojos ámbar brillaron con furia contenida. Pero Markus no se inmutó. Su rostro curtido, marcado por cicatrices y años de batalla, era una máscara de dureza.
—Él tomó su decisión —dijo Markus, con una voz más baja, pero no menos firme—. Sabía lo que hacía. Tenía un duelo pendiente con Lucan y decidió enfrentarlo. Lo respeté lo suficiente como para no interferir. Deberías hacer lo mismo.
Lena apretó los dientes, sintiendo el sabor amargo de la rabia en su boca. Pero Markus no había terminado.
—Recuerda por qué lo hizo —añadió, con un destello de severidad en su mirada—. Fue porque intentaste enfrentarte a un monstruo como Lucan. Por tus malditas ansias de hacerte notar.
El silencio entre ellos se hizo pesado, como una losa de piedra. El nombre de Lucan Frostblade era suficiente para encender el odio en el corazón de Lena. Recordaba el enfrentamiento, la velocidad inhumana del anciano, la frialdad con la que había cortado a través de las líneas stirbanas como una guadaña. Y recordaba cómo lo intentó enfrentar, pensó que estaban a la par pero la supero en minutos, si no fuera por Roderick la había matado… aun lo recuerda, recordaba como el se adelanto y como se sacrificó para darle la oportunidad de sobrevivir.
—Eres buena —continuó Markus, suavizando apenas el tono, pero manteniendo la dureza—. Lo admito. Mejor que yo, y mejor que la mitad de los generales stirbanos. Pero no por eso eres especial, Lena.
Esas palabras cayeron como un golpe.
—Esto es la guerra —dijo Markus, implacable—. En la guerra se pierde y se gana. Si vas a seguir actuando como una mocosa caprichosa, más te vale quitarte la armadura, ponerte un vestido y volver a Kresden, o donde mierda sea gobernante tu padre, para que puedas comportarte como una niña mimada.
Dio un paso hacia ella, sus ojos clavándose en los de Lena como dagas.
—O empiezas a actuar como la general que se supone que eres.
El silencio se extendió entre ellos, solo roto por el lejano estruendo del campamento. Lena sintió la furia ardiendo en su pecho, pero también algo más. Algo que dolía, aunque no quisiera admitirlo. Markus tenía razón… en parte. Pero eso no hacía desaparecer el dolor. Ni la sed de venganza.
—¿Terminaste? —preguntó finalmente, su voz baja y peligrosa, cada palabra cargada con una tensión apenas contenida.
El viento soplaba con fuerza, arrastrando consigo el polvo y el eco distante de gritos y órdenes. La atmósfera estaba cargada de desesperación y furia contenida, y la ciudad detrás de ellos hervía con el caos de la inminente guerra. Lena permanecía inmóvil, sus ojos fijos en la nada como si intentara ver más allá de lo visible, más allá de la polvareda y los estandartes ondeantes. Pero la realidad estaba aquí, y era cruel.
Markus la observó por un largo momento, su mirada dura y evaluadora. Las cicatrices en su rostro, viejas y nuevas, parecían más profundas a la luz rojiza del atardecer. Finalmente asintió, con un gesto lento y deliberado, como si la decisión de ceder ese momento de silencio le costara.
—Sí —dijo al fin, con un gruñido áspero—. Pero ahora deja de mirar el horizonte como una idiota y ayúdame a organizar nuestras tropas. Tenemos trabajo que hacer.
El tono en su voz no admitía discusión, pero Lena apenas reaccionó. El viento agitaba su capa, haciendo que el pesado tejido golpeara contra sus piernas. Los mechones oscuros de su cabello danzaban en el aire, pero su expresión seguía siendo una máscara de acero.
—Kaelric vendrá con nosotros —continuó Markus, y esta vez hubo un matiz distinto en su voz, una mezcla de respeto y preocupación—. Y cuatrocientos Jurados de Sangre Real también.
El nombre de Kaelric Vardros trajo consigo un peso adicional. El general personal del duque Maximiliano, el hombre que había regresado de la masacre con un brazo menos, con el cuerpo cubierto de cicatrices y el alma probablemente igual de marcada. Su supervivencia había sido poco menos que una vergüenza… o una maldición. Lena no estaba segura de cuál de las dos era.
"Idiota", el insulto golpeó, pero Lena apenas lo sintió. Su mente estaba en otro lugar, en otra batalla que aún no había comenzado, pero que ya ardía en su sangre. Lentamente, volvió la cabeza hacia Markus, sus ojos ámbar brillando con un fulgor contenido, como brasas a punto de avivarse.
—¿Y qué quieres que haga, Markus? —preguntó con una calma peligrosa—. ¿Que finja que todo está bajo control? ¿Que me olvide de lo que viene? ¿De lo que ya perdimos?
Markus bufó, cruzando su único brazo sobre su pecho. El hombre, alto y macizo como una muralla, la miró con una mezcla de frustración y algo más… algo parecido a una preocupación disfrazada de enojo.
—Quiero que hagas tu maldito trabajo —respondió—. Tenemos cinco millones de soldados bajo nuestro mando, Lena. No podemos darnos el lujo de distraernos con venganzas personales o sueños rotos.
Lena dio un paso hacia él, la rabia ardiendo justo bajo la superficie.
—¿Y qué sugieres entonces? —preguntó, con la voz apenas un susurro—. ¿Que me siente y mire cómo nos despedazamos entre nosotros mientras los zusianos nos devoran vivos?
—Sugiero —dijo Markus, acercándose también, hasta que estaban apenas a un palmo de distancia— que recuerdes que no eres la única que ha perdido algo en esta guerra. Todos aquí tienen razones para odiar, para vengarse. Pero si dejamos que eso nos controle, estamos muertos. Y créeme, Lena, la muerte vendrá rápido si seguimos actuando como si el enemigo fuera solo el que tenemos enfrente.
El aire entre ellos se volvió denso, cargado de una tensión que apenas se sostenía en equilibrio. Markus no se apartó, su mirada fija en la de ella, dura y firme como el acero. La luz moribunda del atardecer se reflejaba en sus cicatrices, en la sombra de su rostro curtido por la guerra, dándole un aspecto aún más severo. Pero lo que más hablaba en él no era su rostro… era su único brazo, el derecho, con el izquierdo reducido a un muñón envuelto en vendas bajo la pesada tela de su abrigo. Una pérdida que no se quejaba, que no mencionaba, pero que estaba siempre presente.
—Además —continuó, sin apartar la vista—, por los movimientos que he visto de los zusianos, no se moverán más. Han asegurado la línea defensiva de Valkenheim, han reforzado las fronteras del sur y, por ahora, parecen satisfechos con mantener sus posiciones. No creo que se arriesguen a avanzar mientras nuestra situación interna siga tan inestable y su ataque pueda unirnos, ellos no desean que nos unamos, preferirán que nos matemos entre nosotros. Eso nos da tiempo, Lena. Pero no tanto como me gustaría.
Lena no respondió de inmediato. Sus ojos seguían clavados en él, pero su mente estaba muy lejos. Pensaba en los zusianos, en su paciencia letal, en el modo en que se habían asentado como depredadores acechando a su presa, esperando el momento perfecto para atacar. Pensaba en Lucan Frostblade… y en Darian Khoras. Los dos nombres encendían brasas en su pecho, el dolor y el odio mezclándose en una combustión silenciosa, difícil de apagar.
—Es tiempo de restaurar nuestros números —dijo Markus, su voz ahora más mesurada, pero no menos firme—. Con las Huestes Juradas de Sangre y los generales que aún están en el extranjero, fácilmente podemos reunir a otros ciento veinte millones de soldados. Hay muchos que ansían una Stirba que resurja, una Stirba fuerte, poderosa, indomable. No todos se unirán a los otros hijos de Su Gracia Maximiliano… muchos aún buscan una causa, un líder. Damien Marsdale puede ser ese líder, pero solo si mostramos que estamos unidos, que somos una fuerza imparable.
Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran, dejando que el peso de la decisión se hiciera evidente.
—Es tu decisión, Lena —dijo al final, su tono volviéndose casi sombrío—. Te pusiste del lado de Damien, como yo. Pero esa elección viene con una responsabilidad. Empieza a respaldar tus palabras y tu rango… tercer general de este ducado.
El título cayó entre ellos como un martillazo. Tercer general. Un rango que Lena se había ganado con sangre, sudor y sacrificio, y uno que muchos aún cuestionaban. No por falta de habilidad, sino por su juventud, por su ambición, por su carácter afilado como una hoja. Pero ella no había llegado hasta aquí para que la dudas de otros la detuvieran.
Los sonidos del campamento continuaban detrás, el clamor de la preparación, el estruendo de un ejército que se fragmentaba en facciones, cada una marchando hacia su propio destino. El crepitar de las fogatas, las órdenes gritadas, el sonido metálico de las armas siendo afiladas… era el preludio de una tormenta.
Lena cerró los ojos por un instante, respirando hondo, tratando de contener la furia dentro de ella. El olor a metal y ceniza llenaba el aire, el peso de la incertidumbre pendía sobre todos ellos como una espada a punto de caer. Cuando abrió los ojos de nuevo, su mirada estaba helada y resuelta.
—Reúne a los oficiales —dijo, su voz baja pero implacable—. Esta noche decidiremos nuestro próximo movimiento. Si vamos a restaurar Stirba, no podemos permitirnos titubeos. Y si Damien va a ser nuestro líder… necesitamos más que solo palabras para demostrarlo.
Markus asintió lentamente, una sombra de aprobación cruzando su rostro.
—Como desees, general.
Y sin más, se dio media vuelta, marchando hacia el corazón del campamento con pasos pesados. Lena permaneció allí un momento más, observando el horizonte, donde la última luz del sol se apagaba tras las montañas. La oscuridad avanzaba… y con ella, la guerra.